SOLEDAD

—Creo que te has pasado la salida —comenté algo dubitativo—. En la anterior ponía algo de Barajas.

—A lo mejor no soy español, chico, pero sé leer —contestó Ricardo con sus blancos ojos asomando por encima del volante—. Ponía en el cartel que era una entrada de servicio para el aeropuerto. No nos dejarían pasar con el 131.

Ricardo iba vestido con una camisa azul claro que se agitaba por el aire fresco que envolvía el interior del coche con su abrazo violento. Era de manga corta y al cubano no le importaba lo más mínimo que el otoño ya hiciera acto de presencia en la capital madrileña. Él era una persona «con muchas calores», como él mismo decía. Tampoco tenía la necesidad de abrocharse el cinturón, pues nunca concibió que pudiera morir en un accidente de tráfico, sino más bien como consecuencia de su mala vida. Yo iba sentado en el asiento de acompañante, como tantas otras veces, sobre la suave tapicería de color café, que me acariciaba con tacto suave. Encima del salpicadero y por la moqueta del suelo había multitud de cintas de casete. En aquellos momentos no les prestaba atención; sólo tenía ganas de acabar con aquello lo antes posible.

Al final dimos con la entrada adecuada y tras un atasco monumental a escasos metros de la entrada de Barajas, conseguimos parar el coche en la puerta. El trasiego de gente era equiparable al de coches. Maletas arrastradas con esfuerzo por los pasajeros, gente que cargaba sus pesados equipajes a lomos de taxis impacientes por un trayecto jugoso o amantes deseosos del reencuentro con sus otras mitades. Todos ellos se daban cita allí, movidos por una perentoria necesidad de moverse de un sitio a otro. Ricardo paró el coche a varios metros de la entrada, en una zona reservada para taxis. Me miró sonriente y satisfecho con una hilera de dientes perfectamente blancos y me dijo:

—Este sitio nos aguardaba. Cuando vuelvas cuídame el coche.

Ni a él ni a mí nos preocupaba ese tipo de cosas. Habíamos hecho lo que habíamos querido en nuestras vidas y no estábamos acostumbrados a los rigores de las normas sociales. Mucho menos a las de tráfico y aparcamiento. Pero ¿qué pasaría a partir de ese momento? Era fácil llevar a cabo aquellas pequeñas transgresiones siempre que no hubiera consecuencias; pero en el momento en que las había y graves… Nada sería igual desde lo que había ocurrido unas semanas antes.

El panel donde se indicaban las salidas y llegadas próximas revoloteaba como si estuviera formado por una multitud de mariposas de alas blancas y negras. Ricardo lo recorrió con sus grandes ojos y se detuvo en el que ponía «Brasilia». Su mirada traslucía un gesto de satisfacción, aunque nunca me lo habría reconocido abiertamente. Cuando comprobamos la hora, vimos que sobraba bastante tiempo, de modo que decidimos acercarnos a una de las cafeterías del aeropuerto.

—¿Seguro que no quieres facturar primero la maleta? —pregunté con la mirada algo seria. En los ojos de Ricardo se leía una cierta actitud de alivio. Todo lo que había sucedido últimamente lo había sobrepasado; y con razón.

—Hay tiempo de sobra —objetó—. Además, llevo muy poco equipaje.

—¿Qué desean los señores? —preguntó el camarero al otro lado de la barra. Trataba de esbozar una leve sonrisa.

—Para mí un café con leche, por favor —dijo Ricardo.

—Yo quiero un solo. —Lo dije sin apartar demasiado mis ojos de los de Ricardo. Pocos segundos más tarde continué—: O sea que al final es cierto. Te vas a marchar.

—Tengo familia allí, chico, ya lo sabes.

—Y justo ahora has decidido ir a verla. Nunca me habías hablado mucho de ella.

—Llevo tiempo sin saber de ellos, es cierto. Por eso mismo creo que no debo dejar pasar más tiempo.

—A lo mejor se han olvidado de ti —dije mientras podría haber cortado el aire con mis palabras. Ricardo no pareció tomárselo mal.

—Espero que sean capaces de reconocerme. —Aunque trató de ocultar lo amargo de sus palabras con una leve y fingida sonrisa, no lo consiguió del todo—. Pero no te preocupes. Es tan sólo un viaje para unas pocas semanas. Ni siquiera estaré allí un mes completo. Aparte de lo de la familia también está el negocio del que te hablé.

—Sí, claro. Dudo que sea todo eso lo que te motiva a hacer el viaje a Brasilia.

—No te voy a engañar, chico. No es lo único. Tú y yo lo sabemos. Pero lo que ha pasado lo tenemos que superar. —No estaba yo muy seguro de que entonces dijera la verdad.

—Pues me dejas colgado en el peor momento. ¿Siempre haces lo mismo? —El gesto duro de mi rostro junto con la ira de mis palabras representaban lo que simplemente se podría haber expresado con una lágrima—. Siempre huyes de los problemas. Desapareces, sin más.

La afabilidad en los amplios ojos del cubano se ahogó en un suspiro. El camarero nos trajo los cafés bien calientes. Desde aquel instante hasta que dejamos los posos en cada una de nuestras tazas, ni Ricardo ni yo nos dirigimos palabra alguna. Todas se quedaban guardadas muy adentro, muy cerca de donde los dos alojábamos nuestra pena por la pérdida de Laura. Al cabo del rato, cuando el camarero volvió con el cambio del billete de mil pesetas con que le había pagado Ricardo, rompí el incómodo silencio.

—No me va a ser fácil pasar todo esto solo.

—Le he dicho a África que cuide de ti. Te aprecia mucho. Dice que tratas mejor a las mujeres que la mayoría de hombres. —Ricardo, sin querer, hizo que pensara otra vez en Laura, lo cual provocó que un agrio sentimiento de culpa se apoderara de mi ánimo. Por aquel entonces no lo sabía aún, pero aquel lastre me acompañaría el resto de mi vida, pese a enamorarme y hacer el amor con otras mujeres.

—Tú y yo sabemos lo que somos —contesté—. Puede que haya mejores formas de tratar a las mujeres. De todas maneras me alegra saber que puedo contar con alguien por aquí.

Nos levantamos y fuimos a la entrada, donde se veía el panel con las salidas y las llegadas. Era el lugar de la despedida. Sabía que nos íbamos a ver otra vez, y otras muchas más, pero aquel adiós tenía un sabor muy amargo, el de la soledad e incluso el de la muerte. Por eso nunca pude perdonar, aunque pasaran muchos años y Ricardo se acabara convirtiendo en un hermano para mí, que me dejara solo en aquellos momentos, justo después de lo que había pasado con la pobre Laura. Los dos queríamos abrazarnos, pero, uno por orgullo y el otro por vergüenza, al final se quedó en un simple deseo. Nos dijimos adiós sin mediar palabra.

El camino en coche me resultó muy triste. Según me había comentado Paula, nos dejarían ver el cadáver muy rápidamente, antes de que se lo llevaran a otra sección del hospital. Ella insistía en que tal vez yo me equivocaba y en que la persona fallecida podría ser en realidad otra distinta; pero yo no opinaba lo mismo. Estaba seguro de que Heredia, el boliviano, le había dado caza ya al final, a pocos minutos de que Ricardo emprendiera la enésima huida en su vida. Ella se ofreció solícita para llevarme hasta allí, siempre que le dejara tiempo para hacer alguna llamada. Yo le pregunté bruscamente si lo único que le interesaba era una identificación del cadáver. Desde ese momento hasta que llegamos al hospital en su propio coche no nos dijimos nada. Cuando nos adentrábamos en las entrañas del gigantesco edificio, al final Paula trató de consolarme:

—No te preocupes, lo peor está a punto de pasar ya. Al final será algo rápido.

Contesté con un asentimiento de cabeza. No me salían las palabras y, además, no tenía ganas en absoluto.

Los pasillos parecían interminables y se repetían constantemente arriba y abajo, a izquierda y derecha, las mismas luces en el techo… Hasta parecía que aquellas que estaban fundidas o que parpadeaban incesantemente se hallaban colocadas en los mismos sitios. Una enfermera muy parecida a otras que habíamos visto a lo largo de nuestro periplo salió al encuentro:

—En esta zona no está permitido el acceso… —interrumpió su aguda voz en cuanto vio la placa de policía en manos de Paula, que la enseñaba con discreción—. Paula García —leyó—. Es usted. Pase.

Nos condujo a un pasillo lateral en el que sólo había un ascensor un tanto viejo. Cuando abrió sus puertas, de dentro emergió un enfermero que tiraba de una camilla vacía. Las sábanas estaban muy arrugadas y en algunas zonas se dibujaban unas manchas de sangre seca. Paula me miró, pero no le hizo mucho caso, en parte adrede. Nos introdujimos en el interior y la enfermera apretó el botón de una de las plantas subterráneas.

Cuando se abrieron las puertas dos pisos más abajo, el tiempo pasó muy deprisa. Más adelante apenas recordaría los dos largos pasillos que cruzamos y el frío que flotaba en el ambiente. Pero durante esos simples segundos, el tiempo pareció desaparecer y obvié esos detalles. Enseguida me hallé junto al cadáver de Ricardo y la sábana que lo cubría.

—¿Es él? —preguntó Paula creo que por segunda vez.

Sólo puede asentir con la cabeza. Se trataba de Ricardo. Su rostro, rígido y pálido, lo hacía parecer un fantasma llegado del más allá. Paula tapaba todo el cuerpo del difunto con la sábana del hospital, pero hubo un momento en que me percaté de una herida que le asomaba por la clavícula. No quise saber más. La culpa comenzó a apoderarse de mis emociones y casi estuve a punto de derrumbarme en aquel solitario depósito de cadáveres. Por momentos se me figuró que tan sólo nos encontrábamos allí Ricardo y yo: él sobre la camilla y yo de rodillas suplicándole que me perdonara por…

—Es hora de irnos —Paula me despertó de mi fugaz sueño.

—Ya veo —dije visiblemente afectado—. Identificación positiva. Una nota para tu informe.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que todo esto no te importa una mierda. Eres una buena profesional, ¿no?

—Claro que me importa —sus ojos decían la verdad, aunque en aquellos momentos yo no quisiera verlo—: sé que era alguien importante para ti. No puedo dejar de ser policía.

—Si te hubiera importado realmente, tú y tus amigos de la comisaría podríais haberos esforzado más. La policía no logró dar con el paradero de Ricardo, pero sí lo hizo un sicario boliviano. ¿En qué lugar queda vuestra profesionalidad?

—Las circunstancias no son las ideales —confesó Paula—. Las cosas están muy mal… Yo… siento no haber encontrado a Ricardo. No tuvimos el tiempo suficiente.

—Pues mis circunstancias ahora tampoco son las ideales —dije con el rostro torcido por el dolor—. Todo el mundo a mi alrededor desaparece, me abandona… Laura, ahora Ricardo… Todos. ¡Todos! —Mis gritos perturbaron la extraña paz artificial que se respiraba en aquel tétrico y plácido lugar, que al mismo tiempo era tan blanco, tan metálico, tan frío…—. Por eso a lo mejor mando a tomar por culo nuestro estúpido trato.

—Por favor —suplicó Paula—, yo a él tampoco puedo perderlo. ¡Es parte de mi familia!

Salí de aquel condenado lugar. No es que quisiera dejarla tirada, pero en aquellos momentos sólo pensaba en vengarme de Heredia, coger su machete y metérselo por el culo. Aunque, cuando huía de allí y las luces parpadeantes de los pasillos del hospital atraían mi atención, algo en mi interior se preguntaba si al final sería capaz de hacer tales cosas. El triste rostro de Paula se me dibujaba en la mente, con los ojos llorosos, suplicándome por alguien de su familia.

Durante toda la tarde anduve perdido por las calles de Madrid. Recorrí de arriba a abajo la Gran Vía, cruzándome con gente extraña que no significaba nada. En ocasiones, la sensación de soledad sólo se puede combatir con la soledad compartida. En muchos rostros que me encontraba era eso lo que se podía leer, así que en parte trataba de ver en ellos algo que los hiciera parecidos a mí. Mucha gente caminaba y reía, pretendían alienarse de la realidad que los había asaltado desde el incidente de los fusilamientos; pero el mundo era muy diferente. Ninguno de ellos podría huir de los disturbios de aquella misma noche, que cada vez resultaban más violentos.

Poco a poco, los sentimientos de culpa y melancolía que ocuparon mi cabeza toda esa tarde se fueron transformando. Casi sin darme cuenta fui cambiando los ojos vidriosos por el puño cerrado, cada vez más fuerte, cada vez más tenso. No podía quedarme quieto como si nada. La inacción dio paso poco a poco a los ardientes deseos de venganza que ya en días anteriores merodearon los rincones oscuros de mi mente. Por alguna razón comencé a obcecarme con el personaje de Jaro Martínez, a quien ni siquiera conocía. Cada vez que pensaba en él estaba más convencido de que era el causante de todo. ¿Él lo había traído a España, no? Aquello era estúpido. Se trataba de algo casual. Le podría sacar algo de información, pero era sólo un mensajero. Quizás un mensajero al que le gustasen los negocios turbios, meterse coca y metérsela a una puta, pero un mensajero al fin y al cabo. Había ciertos pensamientos que emponzoñaban mi mente. Y eran desagradables. Pero los verdaderos culpables de mis desgracias permanecían en un mundo vago y difuso, mientras que Jaro tal vez pudiese estar al alcance de la mano.

La noche iba precipitándose poco a poco sobre el caluroso cielo de la capital. El sol todavía trataba en sus últimos esfuerzos de agonizar con cierta dignidad, y lo conseguía realmente, pues la luz anaranjada lamía con lubricidad la gran pagoda del club Tokio. Esta vez había menos clientela en los alrededores y el gorila que se encontraba en la entrada no puso ningún problema para dejar pasar a uno de los clientes especiales de Alaska, a pesar de que no iba vestido de manera apropiada para la ocasión. Ya en el interior, volví a encontrarme con Ada, quien hablaba con un grupo de hombres cincuentones dedicándoles la mejor de sus sonrisas. Le pregunté dónde podía encontrar a la jefa.

—Está en la sala de baile —dijo voluptuosamente—, haciendo los últimos preparativos para la fiesta de esta noche.

—Se le ha echado el tiempo encima entonces —repuse tratando de mirar a sus hermosos ojos.

Cuando entré en aquella enorme sala de colores psicodélicos, multitud de gente merodeaba cada uno de los rincones. Todos parecían hacer algo sumamente importante, ya que se dedicaban con esmero a la tarea que a gritos y desde el fondo les encomendaba Alaska: unos transportaban cajas de un sitio para otro; algunas chicas vestidas con ajustadísimas faldas multicolores ensayaban los movimientos de alguna clase de coreografía; varios operarios ajustaban los tornillos de parte del atrezo que se colocaría en cada una de las paredes, columnas y rincones de la sala. Alaska parecía estar rodeada de un cierto caos que ella, decididamente, trataba de poner en orden. Iba vestida con unos ceñidos pantalones de campana amarillos y una blusa de colores vivos que dejaba al descubierto su sensual ombligo. No pareció darse cuenta de que yo estaba allí hasta que estuve lo suficientemente cerca para oler su perfume, nada barato, por supuesto.

—¿Cómo y dónde quieres que follemos esta noche? —pregunté abruptamente a Alaska. No pudo evitar perder el hilo de lo que hasta ese momento estaba ordenando a alguien de la sala.

—Una de las cosas que me daba morbo de ti es que te resistieras a mis encantos —aseguró Alaska sin perder la compostura—. Esta noche no va a poder ser. ¿Has visto lo que tenemos montado? Todo ha llegado tarde: los operarios, la decoración…

—Fiesta sesentera, por lo que veo.

—Muy bien. Un hombre que dentro del local se fija en algo más que en las tetas de las tías. Perdona que sea un poco brusca, pero no me pillas en el momento idóneo.

—Lo sé. Por eso voy a ir al grano. Necesito que me hagas un favor. —Mientras le hablaba, Alaska no podía evitar mirar de reojo lo que pasaba a su alrededor.

—Pide por esa boca y después ya veré lo que te cobro a cambio. No alteres el orden.

—Me hablas como a uno de tus empleados. Eso le dará más morbo al asunto.

—Vaya, parece que hoy vienes con las ideas mucho más claras que otras veces. ¿Qué ha ocurrido ahí fuera?

Por mi cabeza pasó la idea de contarle lo que le había pasado a Ricardo, pero consideré que no era el momento ni las circunstancias oportunas. Ya habría tiempo más adelante para hacerlo. Además, tuve la extraña sensación de que si se lo decía, me derrumbaría allí mismo.

—Me tienes que ayudar con lo de Jaro, Alaska. Necesito que le hagas creer que va a tener una cita con una de tus chicas.

—Otra vez ese asunto turbio con Jaro. No me gusta nada todo esto. ¿Qué problema tienes?

—Sólo que tengo que verlo y hablar con él. Te puedo ofrecer dos en lugar de uno. Te estoy doblando la oferta.

—¡Ja, ja, ja! —Alaska no pudo contenerse—. Nunca nadie me había ofrecido un trato así. Más bien se han peleado por echar un polvo conmigo.

—Entonces, ¿qué respondes a mi oferta? —pregunté impaciente.

—Te digo lo mismo que al principio. —Su rostro reflejaba cierta satisfacción—. Esta noche es imposible. Aparte de que yo estoy muy ocupada y debo atender a unos clientes especiales, mis chicas también lo estarán; así que va a ser imposible organizar una cita personal con ningún cliente.

—Entonces podrás hacerlo más adelante.

—No te puedo asegurar nada. Eso sí: espero que sea la última vez que me hablas de Jaro Martínez.

Me marché satisfecho de aquel ostentoso oasis del sexo, como si realmente Alaska hubiera aceptado mi proposición. La noche se me abalanzó encima y decidí descansar en el Hostal Internacional, lo más parecido a un hogar por unos módicos veinticinco euros la noche.

Me tumbé en la cama sin llegar a encender la luz de la lamparilla de la mesita de noche. Apenas se oía a la gente por las calles. El toque de queda asomaba sus negros ojos desde el horizonte, oteando a los incautos que se adentraran en las sombras de cualquier esquina. Aun así, todavía no había llegado la hora, pero seguro que los habitantes de las ciudades que en otro momento fueron libres sentían su penetrante mirada.

Después de varios minutos en los que traté de olvidarme de todo y descansar plácidamente, me di cuenta otra vez de que el insomnio sería el recurrente castigo que se me había impuesto por mis crímenes. Comencé a dar vueltas en la cama sin hallar la postura correcta, ya que todas me parecían incómodas. Por eso, al final me di cuenta de que el sueño no arreglaría nada. Me levanté de un salto y me dirigí a la recepción, donde se encontraba la mujer que me había dado las llaves de mi habitación.

—Buenas noches —dije con aparente normalidad—. ¿Podría usar el teléfono?

—Claro —asintió con una sonrisa algo artificial—. ¿Me dice el número de habitación?

—Ciento ocho. —La mujer cogió un bolígrafo que tenía debajo del mostrador y apuntó algo en una especie de formulario. Acto seguido me señaló una habitación contigua con las paredes algo desconchadas—. Ahí tiene el teléfono. Es de los antiguos, pero ya sabe, ahora se lleva lo retro. Espero que no le importe.

Al otro lado del auricular la grave voz que sonaba me resultó familiar y por unos momentos consiguió hacerme olvidar: sentí la compañía de las palabras de Emilio como si estuviera allí mismo con él.

—Quizás en estas circunstancias —aseveró el profesor con su tono habitual— debería decir que no esperaba su llamada, joven, pero me temo que no puedo.

—¿Cómo se encuentra, profesor?

—Nada relevante al respecto —carraspeó sonoramente—. Lo importante es cómo se encuentra usted.

—Bastante mal —reconocí—. Necesitaba hablar con alguien. Espero no molestarle.

—Para nada. Me excusaría diciendo que los deberes familiares me llamaban; pero usted y yo sabemos acerca de los rigores de mi vida familiar. No tarde. Le espero en mi casa. Bueno, esperamos. Se acordará de Hans, ¿no es cierto? Y tenga cuidado con la policía. Esta noche se avecina una buena, así que venga usted rápido.

No perdí más tiempo y salí del hostal sin despedirme de la recepcionista. Al salir fuera tuve una sensación extraña. Por una parte se notaba que la hora del toque de queda se aproximaba, como un lobo que acecha en la oscuridad. Por lo tanto, casi no había nadie deambulando por las calles. Tan sólo me cruzaba de vez en cuando con algún coche rezagado y algún que otro taxi, pero ningún autobús. Aunque por otro lado, el velo silencioso de la ciudad, que de repente se transformaba en su propio fantasma, se desgarraba por los gritos lejanos de voces que sonaban en la distancia. Resultaba raro, pues a un lado y a otro lo único que se avistaba era la luz de las farolas que trataba de espantar a la calurosa oscuridad. Nadie me regalaba un breve intercambio de miradas. Y, sin embargo, como ecos procedentes del más allá, algunos gritos hacían que a uno se le sobresaltara el corazón. Las voces, amplificadas por las calles huecas, no parecían tener dueños, ya que nunca alcanzaba a ver a nadie. Pero, cuando giraba en una esquina o cruzaba las inmensas avenidas madrileñas sin tener que esquivar el tráfico, el miedo se iba apoderando de mí cada vez con más fuerza. Hasta ese momento, lo que más me atemorizaba era la acción de la policía, por paradójico que sonara. Al fin y al cabo, el enemigo era el pueblo, formado por gente normal y corriente que todos los días se encerraba en sus oficinas para trabajar. No podían ser peligrosos. La policía y el ejército se estaban excediendo… Sin embargo, hasta que no te encuentras en medio de la tempestad, en un barco endeble, no te das cuenta de lo peligroso que puede resultar el mar embravecido.

Los gritos que sonaban a lo lejos, procedentes de aquellas personas normales, junto con los golpes metálicos que se escuchaban como acompañamiento, comenzaban a hacerme cambiar de opinión. El tiempo que pasó hasta que llegué al portal de Emilio se me hizo eterno.

—Suba rápido, antes de que empiece el baile esta noche —fue lo primero que me dijo la voz familiar al otro lado del portero automático. Era Emilio Keller.

Cuando llegué hasta el piso del profesor, me esperaba con la puerta abierta y la luz interior alumbraba el negro pasillo del que emergía. Me hizo un gesto ostensivo con la mano para que pasara. Por momentos, tuve el reflejo de mirar hacia atrás. Por la actitud de Emilio daba la impresión de que algo o alguien me persiguiera desde el otro lado del pasillo. Cuando entré por fin al destartalado piso con columnas de libros, el profesor cerró la puerta tras de mí, como tratando de alejar un peligro invisible.

—Me alegro de verle —dijo con su voz grave—; aunque ha elegido momento más peligroso para dedicarme una de sus visitas. Pase, pase. No se quede ahí parado en medio de la entrada. Tiene que acomodarse y descansar. Siento profundamente lo de su amigo Ricardo. Debe de haber sido muy duro…

—¿Cómo sabe lo de Ricardo? —Mi tono de voz delataba sorpresa—. Cuando hablamos por teléfono yo no…

—No se preocupe por esas cosas. Lo importante es que repose y no haga ninguna tontería. ¡Hans! —gritó con fuerza hacia el otro lado de la casa—. Hans le traerá una tila o un refresco si quiere. Nada de alcohol, por supuesto. Eso me obligaría a compartirlo con usted, y ahora no se puede decir que me encuentre en mi mejor momento.

Hans, el pariente alemán de Emilio, llegó solícito al salón de la casa. Emilio le pidió que nos preparara un té caliente.

—Esperaba de verdad que Ricardo no hubiera acabado así —dije con la mirada perdida entre los montones de libros que aún quedaban esparcidos por el suelo.

—Y yo siento no haberle podido ser de mayor ayuda.

—¿Y cómo me podría haber ayudado, Emilio? Ya lo hace teniendo que aguantarme.

—¿Ya no se acuerda de nuestra conversación la última vez que estuvo aquí? Digamos que sigo a medio camino de dos mundos. —Cuando dijo estas palabras rememoré la escena con Emilio tirado en el suelo de esa misma habitación. Al estar próximo a la muerte de manera continua, era capaz de ver ciertas cosas.

—¿No llegó a ver nada?

—Lo hice demasiado tarde; y, además, eran imágenes mezcladas con otras muy violentas. —El viejo y adusto rostro canoso del profesor reflejaba una honda preocupación—. Creo que se trataba de disturbios. —Se levantó inquieto del polvoriento sillón en el que se acababa de acomodar y se dirigió hacia la ventana. Allí siguió hablando sin mirarme—. Disturbios que van a suceder esta noche. —Tras unos segundos en los que los dos no podíamos articular palabra, uno por la culpa y el otro por el desasosiego, al final prosiguió—: Pero ahora no es lo que más nos debe inquietar. Lo importante es cómo se encuentra usted ahora.

—No muy bien —respondí dubitativo. Las manos me temblaban—. Creo que yo fui el culpable. Le dije a Heredia dónde encontrarlo. No pude…

—Nadie en sus circunstancias habría atacado a un asesino con un machete. Sobre todo, después de haber herido a aquel otro joven.

—El ayudante de Jaro. Pero la diferencia es que yo me fui de la lengua. Me acojoné y por eso Ricardo está muerto.

—No debe torturarse con esos pensamientos. Todos formamos parte de una cadena invisible de acontecimientos. Usted sólo era un eslabón obligado a serlo.

Emilio trataba de consolarme como si de una figura paternal se tratara. Es cierto que sus palabras ejercían mucha influencia en aquellos que las escuchaban. Pero en mi interior había una pequeña hoguera que con el tiempo se convertiría en un incendio incontrolable.

El profesor calló nuevamente y se acercó a mí. Puso sus dos pecosas manos sobre mis hombros y me dijo en tono bajo, casi callado:

—No debe hacerlo. Sé que la búsqueda de Heredia no podría haber comenzado peor; pero no lo haga. No caiga en la tentación de entrar en un torbellino de violencia de cuyas aguas no sabe si escapará. Si da ese paso…

—¿Está hablando de venganza? —La palabra surgió de manera violenta de mi boca. Emilio cerró los ojos entonces y movió lentamente la cabeza de un lado a otro, como tratando de negarla, de hacer que no existiera.

Justo en aquel momento Hans atravesó la puerta que daba al pasillo. Traía en una bandeja de plata muy adornada un par de teteras humeantes de tamaño individual junto con unas tazas de color granate. Se acercó adonde estábamos nosotros y las depositó en la única mesa que tenía algo de espacio libre. Se marchó con el rostro igualmente serio. Mientras Emilio se disponía a sentarse al lado de la mesa, enseguida se ofreció para servirme un poco de aquel té, a pesar de que la tetera estaba aún muy caliente. Acepté con gusto. Necesitaba relajarme un rato y charlar, que era lo que mejor se le daba a mi anfitrión.

—No creía que el capricho se adueñara así de esta situación —dijo mientras trataba de coger una de las teteras sin quemarse—. Tampoco podía prever que iba a haber personas que todavía murieran, a pesar de lo que dije acerca de que todo podría ser posible.

—Pues así es, Emilio. Lo vi con mis propios ojos. Ricardo se encontraba delante de mí. Si hubiera respirado casi hubiera sentido su aliento en mi cara. Fue algo terrible.

—No lo dudo en ningún momento. —Bebió un leve sorbo sin que sus labios apenas rozaran el borde de la taza—. ¿Por qué un capricho así en este momento? —se preguntaba a sí mismo con un gesto de pesadumbre y resignación—. ¿Qué ha cambiado?

—Lo que sé es que el boliviano al final cumplió su amenaza.

—En todo esto hay algo que me preocupa. —El profesor Keller parecía en aquellos momentos mantener un diálogo interior consigo mismo. Daba la impresión de que parte de mis palabras ni siquiera las había llegado a escuchar—. ¿Estamos ante un fenómeno casual o ante algo premeditado? Si contestamos afirmativamente a la segunda cuestión, entonces… —Su rostro dudó durante algunos segundos—. Todo esto resultaría escalofriante.

—Le entiendo. Quiere decir que algo o alguien todavía puede decidir sobre la vida de las personas.

—Las pruebas que tenemos hasta ahora así lo parecen demostrar. Todo esto es de locos y yo ya soy demasiado viejo para las clases de metafísica aplicada al asesinato.

—Quizás deberíamos hablar de otras cosas, Emilio. Puede que no sea hoy el día más indicado.

Emilio comprendió enseguida mi estado de ánimo y continuamos charlando amigablemente a medida que nos rellenábamos una y otra vez las tazas que Hans nos había traído con suma discreción. Hablamos durante un buen rato de libros: de los últimos que estaba leyendo él en aquellas horas estivales, y del último que terminé yo hacía ya muchos meses. Le pregunté acerca de la relación con su hijo, el que me había encontrado hace unos días cuando huía bastante airado del piso de su padre. Me comentó que las cosas seguían igual.

—Yo soy demasiado mayor para cambiar —decía con una falsa máscara de indiferencia— y él es demasiado joven para entenderme.

Al final, la fuente eterna de té se agotó y no tuvimos más remedio que contentarnos con la grata compañía que nos proporcionaban nuestras palabras. Cómo no, al final terminamos hablando de política, lo cual nos llevó inevitablemente al tema de los toques de queda.

—Esto es peligroso y antinatural en los sistemas democráticos europeos. —Su tono evidenciaba cierta desolación—. Lo único que se consigue es alimentar el miedo de la gente.

—Es curioso que ningún país haya aceptado como suya la decisión del toque de queda. Todos han aludido a terceros para justificarse. Aquí dicen: «En Holanda, Francia, Alemania y Reino Unido se han tomado decisiones paralelas». Pero en Francia omiten su propio país y añaden el de España.

—La estrategia es clara. Nadie quiere asumir tamaña responsabilidad. Los gobiernos están asustados.

—Igual que la gente. El miedo es lo que está causando las revueltas.

—Los ciudadanos se pueden permitir ese lujo. Recuerda lo que decía Hemingway acerca de la enfermedad del poder: aquel que ostenta el poder termina asumiendo que es indispensable y, por lo tanto, infalible. No pueden dejar creer a la gente que han perdido el control. Y hay una cosa que me preocupa —carraspeó un momento antes de continuar—: Si los Estados quieren mantener el statu quo no dudarán en utilizar todos los medios a su alcance. Incluyendo a personas, claro.

Fuera, en la calle, se escuchó el ruido sordo de una pequeña explosión. A través de la ventana que daba al exterior, una columna de humo ascendió, oscilando entre los propios reflejos que las llamas proyectaban en los cristales de los edificios colindantes. El profesor y yo nos asomamos por la ventana y vimos cómo las llamas de aquel miedo que comentábamos devoraban sin piedad un coche aparcado en la acera. A lo lejos, girando por la esquina que daba paso a la calle de Emilio, un grupo reducido de personas huía del lugar de su pequeño acto de liberación.

—No huyen —me corrigió el profesor—. Se dirigen hacia su siguiente objetivo.