LA COMISARÍA
Desde dentro, las cosas se veían de un modo muy diferente. Los sucios cristales dejaban entrever farolas de color cetrino que desfilaban en fila, una a una. A veces, reflejo de una sociedad que probablemente llegaba a su fin, había alguna fundida, sin apenas dejar recuerdo de la luz irradiada durante años. A pesar de las altas horas de la madrugada (tenía dificultades para saber a ciencia cierta la hora debido a la tensión), me di cuenta de que la cantidad de gente que deambulaba por las calles era excesiva. Aquí y allá se movían pequeños grupos de personas que transitaban las aceras, charlaban entre ellos aunque en apariencia fuesen desconocidos, y continuaban su marcha. No podía acertar el rumbo de sus pasos, que parecía incierto.
Lo mismo podía aplicarse a mi futuro, al de Ricardo… Cerré los ojos compungido, al saber que poco podía hacer yo desde donde me encontraba. Mis palabras resbalaron como lluvia nocturna sobre un cristal limpio e inalterable y nadie, entre el revuelo, pudo acertar qué sonidos trataba de vocalizar, entre gestos de ansiedad que rozaban casi la locura. Yo sabía que Heredia, el asesino, continuaría con vida a pesar de la caída letal y que tras su descenso se dispondría a salir pitando en busca de Ricardo. Mi conciencia comenzó a punzar con un agudo estilete cada una de mis fibras nerviosas. Tuve entonces ganas de llorar. De repente, me vi transformado en el niño apenas adulto que se escapaba de casa y corría tras los humeantes pasos de Ricardo en aquel viejo Seat.
Por fin entramos en la comisaría de policía. El coche pasó a través de unas puertas que unos hombres de uniforme automatizados se dispusieron a cerrar diligentemente. Yo continuaba esposado.
—Salga con cuidado.
El compañero permanecía a un par de metros de nosotros algo inquieto y con la mano sobre el arma enfundada. Dimos la vuelta por un patio apenas iluminado por algunas tristes luces eléctricas. Desde allí me conducirían hasta los calabozos del castillo.
Por los tenebrosos pasillos me pareció ver bastantes policías. Algunos trotaban en parejas dirigiéndose al exterior. Otros charlaban efusivamente con algunos de sus compañeros. Los dos que me acompañaban seguían con un rostro adusto, deseosos, al parecer, de terminar aquel día e irse por fin a sus casas a descansar. Las puertas de despachos y oficinas pasaban ante mis ojos de manera repetitiva.
Me dejaron en uno de los que había justo antes de las escaleras que daban a la planta inferior. Allí, un estresado policía al que le quedaba demasiado ajustada la corbata comenzó a hacerme las preguntas de rigor en aquellos casos.
—¿Estoy detenido? —pregunté sin ánimo de ofender. El poli me miró con un amago de sonrisa torcida y prosiguió escribiendo mis datos en la plantilla del ordenador.
—¿Su domicilio es el que aparece en su DNI? —preguntó sin despegar los ojos de la pantalla.
—No. Ése es el viejo.
—Tampoco es el de Recoletos, donde le encontramos, según comentó a mi compañero.
—Es cierto. —Creo que titubeé un poco. Al ladear la vista me di cuenta de que una mujer, también policía, de mediana edad y pelo moreno, nos observaba desde fuera. No sé si me miraba a mí o, por el contrario, trataba de llamar la atención de su compañero. Al final entró y dejó unos papeles sobre la mesa de aquel tipo. Se marchó sin decir palabra—. Ahora me alojo en el Hostal Internacional.
—Ya veo. —Prosiguió escribiendo maquinalmente—. ¿Desea, señor Oporto, realizar alguna declaración ahora mismo o prefiere esperar a un abogado de oficio?
—Esperaré. —Pensé que sería lo mejor, aunque ni siquiera sabía por qué me habían detenido.
Los dos polis me recogieron nuevamente y ni se molestaron en encender ninguna bombilla cuando bajamos al sótano. A unos metros podía observar lo que se iba a convertir en mi nueva habitación de hostal. La suite enrejada. No me podía quejar: en su interior se hallaba además un mayordomo, algo sucio y mellado.
—¿A ti tampoco te han quitado nada, verdad? —prorrumpió aquel hombrecillo repugnante. Una expectoración le sobrevino de repente y casi llegó a escupirme en la cara.
—Me han traído aquí directamente —contesté.
—No tienes pinta de llevar nada de valor. Parece que esta noche están muy ocupados.
—He visto a mucha gente por las calles.
—Lo están contando todo por la radio. Mira, no digas nada de esto. —Me enseñó un pequeño transistor que casi podía caber en la palma de la mano—. No se han dado cuenta y se la he colado. —El pequeño y andrajoso hombre estaba muy feliz por su hazaña. Del aparato colgaban dos pequeños auriculares que habían perdido la espumilla ya hacía tiempo. Tras unos segundos titubeantes, al final me decidí por coger uno de ellos. Mi compañero de celda hizo lo mismo con el otro auricular. Enseguida me llegaron los ecos lejanos del periodista que relataba la crónica de lo sucedido.
Según decía, gentes de muchos lugares de Madrid habían decidido reunirse a altas horas de la noche para protestar a favor de los condenados a muerte por el régimen chino. Por aquella época se había puesto de moda en la capital realizar actividades nocturnas para promover el ocio más allá de las noches de botellón y coca, así que la reunión-protesta en contra de la pena de muerte halló un escenario muy original. El locutor hablaba de la marcha espontánea, de que muchos de los participantes portaban cirios blancos en la mano, de que se divisaban a lo lejos infinidad de banderas chinas, camisetas con el lema Free Tibet; entrevistaron también a gentes de todas las clases y de todas las ideologías. La gran mayoría coincidía en que aquella ejecución en masa trascendía cualquier clase de ideología política, ya que atentaba contra lo más básico del hombre: la libertad y la vida. Se trataba de un movimiento espontáneo que había desbordado a toda la ciudad. De ahí que la policía acudiera a las plazas y calles para evitar cualquier conato de violencia. El trabajo parecía estar fuera y no dentro de la comisaría.
La última entrevista se la hicieron a un cubano. Eso comenzó a hacerme traer de vuelta los terribles remordimientos por haber delatado a Ricardo en el piso franco. La maldición ya no solamente alcanzaba a las mujeres que en realidad me habían amado, sino también al amigo que siempre estuvo ahí. Aún hoy me pregunto por qué lo traicioné, cuando en aquellos momentos de terror, en la parte consciente de mi espíritu, sabía que el machete no podía hacer nada que hubiera podido llevarme a la tumba. Únicamente podía rasgar, cortar y mutilar…
Cuando unos minutos más tarde la policía que había dejado aquellos papeles sobre la mesa de su compañero contoneó sus recias piernas hasta mi celda, yo seguía meditando acerca de todas estas cosas con la cabeza fría, pegada a los barrotes e impasible ante las emociones que me invadían el espíritu. Necesidades del oficio de carcelero, supongo.
Sus zapatos resonaron en medio de la soledad del pasillo, anticipando la figura de la solitaria policía. Era una guapa señorita de rostro moreno y con unos ojos escrutadores y vivos, que parecían estar siempre alerta, presumiblemente por deformación profesional. El cabello lo tenía algo desordenado, pero aun así con el mínimo atisbo de coquetería propio de una mujer que se sabe atractiva, aunque dura en las formas y pliegues de su rostro. Por momentos la atención se me dispersaba tratando de recordar en qué otro momento había estado yo con alguna mujer parecida a aquélla.
—Creo que nos volvemos a ver —le dije. Su rostro indolente me devolvió una indiferencia tan palpable que casi pude atraparla con mis sudorosas manos. Al cabo de unos segundos contestó:
—Me asombra tu cordialidad.
—Bueno, trato de sobreponerme a la adversidad.
—Te refieres al hecho de ser sospechoso, supongo.
—¿Tratáis así a todos los sospechosos? —Le respondí en un tono que hacía lo posible por ocultar mi estado de ansiedad.
—Digamos que eres un testigo de primera mano de lo que ha ocurrido en aquel piso de Recoletos.
—¿Desde cuando se detiene a los testigos? Además, el agredido fui yo. Ha habido bastantes errores de forma. —Entonces eran tan sólo mis dos manos las que sujetaban los barrotes próximos a su rostro—. Los que me detuvieron no me han acusado de nada.
—¿Ya no te acuerdas? Tuviste un ataque de ansiedad. Quizás hayas olvidado algunas cosas…
Sus palabras aplacaron momentáneamente mi incipiente chulería, pues en realidad no recordaba algunas de las cosas que habían sucedido tras el baño de cristales rotos con que se despidió el asesino boliviano.
—¿De qué se me acusa? Vamos, ¿de qué soy sospechoso?
—Cálmate un poco y podremos hablar.
—¿Para qué coño vienes aquí, a molestarnos a mí y al retrasado de los cascos?
Había algo en todo aquello que no encajaba con lo que se suponía que debía ser el procedimiento normal. No sólo se trataba del ajetreo previo en la comisaría y de la ausencia de control en mi entrada, sino de la ola de soledad que de pronto invadió el pasillo de la lóbrega mazmorra. La presencia allí de la enigmática policía también me pareció misteriosa. No tenía sentido que estuviera allí, conmigo y con el tío que había antes en la celda, a solas. ¿No se supone que debería ver a mi abogado de oficio?
—¿Qué hacías en ese piso? —Su voz deshizo el hechizo de ensimismamiento en que me había sumergido.
—Es el piso de un buen amigo mío. Fui a recoger unas cosas.
—¿Cómo se llama el propietario? —preguntó ávidamente.
Era un piso que Ricardo y yo utilizábamos para nuestros asuntos, de modo que nuestros nombres no aparecían por ningún sitio. Es posible que por ahí encontrase algún escollo.
—Franco Trapani. Es también un viejo amigo.
—Italiano, supongo.
—Siciliano de origen, aunque está nacionalizado español desde hace unos años. —Tratando de aparentar seguridad proseguí—: Podéis llamarlo y así aclaramos ya esta cuestión, que parece más importante que lo del tío con el machete.
—Cada cosa a su tiempo. —Me dedicó una sonrisa fugaz, que enseguida se transformó en un gesto de preocupación. Continuó—: Entonces, cuando llegaste viste a ese boliviano del que hablabas. ¿Fue a atacarte sin más?
—No sucedió así exactamente —contesté un tanto resignado—. Escuché ruidos en la cocina. Me alarmé muchísimo y encontré a un joven trajeado que lloraba como un niño. Me contó la historia que relaté a uno de tus compañeros. Después fue cuando salió aquel pirado del cuarto de baño y comenzó a amenazarnos con el machete.
—Entiendo —asintió lacónicamente la policía.
—¿Ya está? ¿Sólo eso? ¿Y qué hay de mi amigo, el que buscaba el tal Heredia? El tío pensaba que era yo al principio. ¡Casi me mata a mí!
Seguía sin encontrar la lógica de la conversación con aquella poli. No tenía mucho sentido aquel interrogatorio y precisamente en tales circunstancias, sobre todo, teniendo en cuenta que ya lo había contado todo a los policías que entraron en el piso. Los ojos de la policía dejaban entrever un atisbo de duda, de algo que no encajaba en el cuadriculado mundo de informes y atestados por el que se movía. En aquellos instantes decidí seguirle la corriente para desenterrar el secreto que guardaba ella.
—Antes de seguir aquí hablando con una policía que no se identifica —dije con mis pupilas clavadas en las suyas—, me gustaría que fuerais al hotel de la Cibeles y comprobarais lo de…
—Ya nos lo dijiste, ¿no te acuerdas?
—Pero no me hicisteis caso.
—Creo que ha pasado más tiempo del que crees —dijo ella mientras esbozaba una bella y tímida sonrisa—. No había nadie con el nombre de Ricardo Sotomayor alojado allí. ¿Formaba aquello parte de tu breve pero intenso delirio? Creo que tendrás que colaborar. Nos falta información, pues parece que tu amigo estaba metido en más líos de los que nos has contado. Me lo debes. Soy la única persona de por aquí capaz de comprobar algo como lo que nos dijiste y en ese estado…
—¿Que te lo debo? Este interrogatorio es muy extraño. ¿Qué es lo que está pasando ahí fuera? ¿No sientes curiosidad por que un tipo saltara al vacío desde un noveno piso y fuerais incapaces de encontrarlo?
—La escena en el piso no era de lo más habitual, tengo que reconocerlo. Tú, el chico inconsciente, los cristales por el suelo, el machete… De todas formas, aún no me has contestado a la primera pregunta.
—Todos buscamos algo, ¿no?
—¿Y qué era lo tuyo? —Cuando dijo esto, la policía arrugó los ojos; se notaba que sentía curiosidad por mis palabras.
Hubo unos segundos de silencio.
—¿Qué buscabas? —volvió a preguntar.
Le enseñé entonces la foto de Laura, que tenía guardada en el bolsillo del pantalón vaquero.
—Lo único que he podido mantener como recuerdo de una persona muy querida.
La agente permaneció muda y pensativa por unos instantes, como si todo aquello formara parte de un acto solemne. Durante unos momentos empatizó conmigo e intuí también que la sinceridad de mi confesión hizo mella en el estoicismo policial que aparentaba.
—Hay algo que no encaja en tu mundo —proseguí—. Por eso te saltas las férreas normas que sigues normalmente y vienes aquí en busca de alguna respuesta, ¿no es cierto? Vienes sin escolta, tú sola, aprovechando la movida madrileña que ha resurgido esta noche en la ciudad. Ignoras mi derecho a la asistencia de un abogado y me haces preguntas que sabes que no debería contestar.
—¿Por qué lo haces, entonces? ¿Por qué me respondes? —repuso.
—Porque quiero que me cuentes qué es lo que te ha traído hasta aquí.
En ese momento, el cuerpo de la sargento delataba la lucha interior que mantenía entre dos bandos, ninguno de los cuales era conocido por mí. Dio media vuelta, tras lo cual apoyó la mano sobre la pared que se encontraba enfrente de la celda donde me hallaba.
—Habla tú primero. Ése es el trato. Cuéntame tu historia.
—Dame un nombre al menos. Sigues sin identificarte.
—Está bien. Sargento García. Lo podemos dejar ahí. —Sus palabras sonaron secas—. ¿Me vas a contar qué más había detrás de tu visita a ese piso o cualquier cosa más que pueda ayudarnos?
—No hay nada más, sargento. —Tenía que mentir, eso era evidente. Había demasiado en juego: si se iba tirando del hilo hacia atrás, llegaríamos a Cuba, al viaje de Ricardo y nuestros asuntos de negocios allí. De todas formas, he de reconocer que era persuasiva, ya que al final logró sembrar una pequeña duda en mi interior: con menos información era más difícil dar con Ricardo y, por tanto, encontrarlo o avisarle del peligro.
—¿Sueles tener ataques de ansiedad? —preguntó mientras andaba por el estrecho pasillo.
—No tengo costumbre.
—¿Últimamente has estado más nervioso de lo habitual?
—Escucha, no sé cómo te comportarías tú después de ver a un tío volando por la ventana después de que te hubiera amenazado con un machete de medio metro de largo. —En mi tono se evidenciaba un atisbo de indignación.
—¿Y no te extrañó que no hubieran forzado la cerradura? Aquel hombre tenía unas llaves, eso es seguro.
—Tal vez se las robase a mi amigo y luego se las copiase. ¿Cómo quieres que lo sepa?
García comenzó entonces a negar con la cabeza; exhaló un leve suspiro apenas audible. Se quedó a punto de decir algo, pero aquellas palabras nunca llegaron a nacer. Al final, dijo otras:
—No me lo cuentas todo.
—¿Acaso te defrauda mi historia? ¿Esperabas algo más sobrenatural a que un tío se lance por la ventana para escapar de la policía y sobreviva?
—No ha escapado —contestó frustrada—. Todavía no hemos encontrado el cadáver.
—Estás muy equivocada, García. En tu interior sabes que fue como yo te lo cuento y como tú misma lo viste. Ese tío voló treinta metros y sobrevivió, y lo hizo a conciencia. —Hice una pausa en la que miré hacia el techo de mi pequeña cárcel—. Sargento, no trates de disimular tu desazón con lo que a mí me pasara o no. Cuéntame lo que te ha sucedido a ti. —Estaba seguro de que si a mí me había entrado una bala por la boca sin llegar a morir o si Ricardo había visto a una chica degollada a punto de pasar al otro barrio para después ver cómo sanaba, lo más probable es que una policía hubiera visto u oído cosas similares.
—Estás metido en un buen lío, Esteban Oporto.
Fue lo último que dijo. No lo conseguí. García guardaba un secreto que fue incapaz de mostrar. No pude penetrar en el interior oculto que escondía la policía, aunque sabía a ciencia cierta que algo muy difícil de contar, algo parecido a lo que me había ocurrido a mí un par de días antes, se hallaba preso en una cárcel de la que quería escapar. Lo último que escuché de ella fueron sus pasos, que en aquel caso sirvieron como despedida. Nuestra pequeña mazmorra se quedó solitaria y llegó un momento en que ni siquiera se escuchaban las pisadas de ningún policía. Me dio la impresión de que nadie en realidad nos vigilaba.
Con el silencio que se respiraba en la celda, los auriculares de mi compañero resonaban con fuerza. Parecía haberse quedado dormitando recostado en la pared y uno de los auriculares se le había quedado medio colgando de una de sus roñosas orejas. Ya había yo perdido las ganas de dormir, así que cogí el auricular medio caído y me dispuse a escuchar el programa de radio anterior. La retransmisión continuaba, pero el locutor daba muestras ya de estar algo cansado.
—En estos instantes miles de personas abarrotan la Plaza de España —decía la voz al otro lado del transistor—. Y no sólo aquí, sino en casi todas las plazas importantes de la capital. La marea de gente que se ha solidarizado con los presos políticos chinos que van a ser ejecutados en breve continúa sin cesar. Nunca habíamos vivido nada así. Desde donde me encuentro situado, la profusión de banderas y pancartas en pos de la libertad de las personas que serán asesinadas por el férreo régimen chino invade cada uno de los rincones de este lugar, de este punto de encuentro de personas que poco o nada tienen que ver entre sí, las cuales han venido hasta aquí con la noble intención de pedir que se retiren los injustos cargos contra los cientos de reos. Esperemos que se escuche la voz del pueblo, de los de aquí, en España, y los que también se han reunido en otros países del extranjero. En Londres, Berlín, Nueva York, París, Tokio… En todos los lugares del planeta la solidaridad ha prendido la antorcha de paz que pretende ser cambiada por los fusiles que, Dios no lo quiera, dispararán a los cientos de hombres y mujeres que ya han sido sometidos a torturas en las cárceles chinas donde han estado recluidos hasta ahora.
—Resulta increíble —decía una voz femenina a través del aparato— cómo todavía las personas somos capaces de reunirnos por el bien común y hacer fuerza. Ojalá el gobierno chino escuche las voces que se alzan por encima de la tortura.
—Aún podemos confiar en la humanidad —volvió a responder la grave voz anterior—. Sin duda alguna, las personas somos capaces de grandes cosas.
Como saltar desde un edificio de nueve pisos y sobrevivir, pensé inevitablemente. Las voces radiofónicas siguieron durante un buen rato y fueron describiendo lo que veían en el lugar donde se encontraban, la Plaza de España.
—De todas formas —continuó—, ¿qué opina usted, señorita Wu, sobre el gran movimiento social que se ha originado en contra de la ejecución masiva en China? Recordamos a nuestros oyentes que la señorita Wu es profesora en la Universidad Complutense.
—Mi país sufre desde hace muchos años la intransigencia de una clase política que se quiere perpetuar en el poder. —Hablaba la profesora en un perfecto castellano, pero con un ligero acento chino, muy sutil—. Es capaz de hacer cualquier cosa por seguir gobernando, a pesar de que el sistema político que quiere mantener está obsoleto y totalmente corrupto. Dudo que China se doblegue. Es un gigante poderoso. Me temo que algo extraordinario debería ocurrir para que cambiaran las cosas. —La señorita Wu terminó con un fingido tono esperanzado. El sonido de la muchedumbre impregnaba las ondas radiofónicas. Entonces, tras un silencio que duró algunos segundos, el locutor continuó con la transmisión.
Dejé el auricular no sin convencerme de que no lo volvería a poner en mi oreja salvo fuerza mayor. Observé a mi alrededor y durante unos instantes fui consciente de mi propia situación en aquella pequeña mazmorra moderna. No podía escapar de allí, así como tampoco podía hacerlo de algunos de mis recuerdos. Todo ello hacía que, a pesar de estar acompañado por aquel delincuente, me sintiera terriblemente solo. Era una soledad de garras afiladas que se clavaba agarrándome los miembros, provocando el miedo desde mi propio interior. Era una soledad de los sentimientos, porque parecían haberse ido con Valeria; pero lo era también de orden físico.
A mi alrededor todo estaba callado. Ni ordenadores, ni faxes, ni fotocopiadoras, ni esposas, ni fanfarronadas. Era como si toda la comisaría se hubiese desvanecido. Hasta parecía resonar todavía el eco de los tacones de García tratando de buscar la salida del pozo. Probablemente estuvieran tan perdidos en aquellos momentos como yo mismo.