CAUSA Y CONSECUENCIA

Una vez que hube bajado hasta el triste y gris portal de aquel edificio de mierda y comprobé que Paula no había sufrido más heridas que una leve torcedura de tobillo, pude pensar en la gravedad de lo sucedido en aquel pequeño infierno del noveno piso. Le decía cosas sin sentido, mientras ella parecía contestarme con frases inconexas. Pero no era Paula la que se encontraba mal, a pesar de recibir un escopetazo del monstruo de arriba, precipitarse al vacío desde tan alto, sufrir un golpe mortal en la cabeza y recomponerse a los pocos segundos tan sólo con los únicos daños no letales de su caída: el tobillo torcido. Era yo el que estaba atolondrado y aturdido.

Fuera, el ambiente solitario de la calle era sólo un leve recuerdo. De vez en cuando se escuchaban ecos en la lejanía y, a veces, alguna sombra cruzaba la calle que se encontraba al otro lado de los cristales que yacían esparcidos por el suelo.

Recuerdo que hablaba con Paula (tenía rastros de lágrimas resecas en las mejillas) y creo que yo también le hablaba a ella con algo de sentido en mis palabras, aunque, he de confesarlo, no me acuerdo de las cosas que nos dijimos.

Al final, lo que hizo que despertara de aquella pesadilla dentro de otra no fue Paula, sino alguien que se quedó mirándonos desde la calle. Era un hombre de mediana edad, con la camiseta rasgada aquí y allá y unos pantalones polvorientos salpicados de manchas oscuras. Se quedó en cuclillas observándonos a través del espacio dejado por los cristales que Paula había golpeado con la culata de la pistola. No sé si fue mi aturdimiento, pero juraría que aquel cabrón estuvo meditando sus palabras. En el fondo lo agradecí, porque aquellos tensos segundos me permitieron despejarme un poco y no pensar en las graves consecuencias que el incidente del noveno piso iba a tener durante el resto de mi vida.

—¿Todo bien por ahí? —El desconocido era seco, rotundo y escueto. De no haber escuchado sus palabras, habría pensado que nos estaba amenazando.

—No podríamos estar mejor —contesté sin miramientos.

—La policía está dando duro esta noche —volvió a decir, aunque en realidad no era una simple opinión, sino más bien una constatación de la realidad. En su boca sonaba al aforismo aséptico de alguien que lo ha vivido de primera mano.

—Dos amigos míos están tirados por algún sitio. Inconscientes.

—¿Y no los ayudas? —pregunté un tanto inquieto.

—¿Qué os ha pasado a vosotros?

—La puta policía. —Mientras yo decía esto, Paula se encontraba aún algo aturdida. Tan sólo miraba a aquel desconocido con cierto estupor, incapaz de reaccionar audazmente como en otras ocasiones habría hecho.

—La policía. Claro. No respetan ni las casas. —El desconocido se quedó en cuclillas y en sus ojos pude observar, a pesar de la penumbra, el brillo de la curiosidad. Al cabo de unos segundos continuó—: ¿Necesitáis algo?

—No, ya nos apañamos. —Estuve a punto de decir «gracias» movido por la inercia, pero me contuve adrede. Aquel tipo me estaba comenzando a tocar los huevos con su falso interés por nosotros.

—Tened cuidado. La calle estaba tranquila hace un rato; pero ya hemos visto algo a unas cuantas calles de aquí. —Ese algo estaba cargado de violencia, fuego, gritos en la oscuridad. Fue como si reviviera el caos que, no hacía mucho tiempo, se había inmortalizado en mi retina—. Si veo a algún policía os avisaré. Los huelo a distancia.

El tipo sonrió antes de marcharse dándonos la espalda. Era una de aquellas muecas forzadas de los farsantes, de los que vuelven para pegarte la puñalada por detrás.

Paula me comentó casi entre susurros que no le gustaba nada todo aquello. Estaba apocada y parecía que la caída, muerte y resurrección la había dejado conmocionada. En aquellos momentos no sabría si era por la propia caída o por el hecho de haber muerto por el escopetazo del negro. La sargento no tenía restos de perdigones; únicamente había manchas de sangre justo en el corazón. El disparo de aquel hijo de puta había sido muy certero.

—Debemos subir otra vez. Lo vigilaban demasiado bien. Tiene que haber algo, Paula.

Empezaba a ser consciente de que el negro yacía muerto unos pisos más arriba, mientras que mis pensamientos y mi conciencia no me llevaban por ningún camino de moralidad. Al contrario, sentía como si estuviera atravesando una autopista de venganza. No había ninguna clase de remordimiento que me entorpeciera como lastre, incluso cuando subía las escaleras sujetando a Paula por el brazo y, de vez en cuando, cruzábamos miradas de fatiga, física y mental. De algún modo estaba al tanto de la responsabilidad que de pronto comenzaba a soportar sobre mi espalda, pero la inercia del momento, de aquellas noches calurosas de cambio para la humanidad, hizo que no pensara en deberes ni responsabilidades. Únicamente percibía la necesidad de terminar el trabajo iniciado, a pesar de que precisamente durante esos comienzos no era del todo consciente de lo que en realidad quería hacer. Sí, eso era. Todo había sido una búsqueda desde que me desperté en aquel sucio hostal, después del disparo en la boca. Al único al que había encontrado realmente era a mí mismo. No pude evitar un gesto irónico en el rostro entrecortado por los jadeos, ya que no daba con el boliviano. Sólo había descubierto hasta ese momento que yo, junto con Heredia, era capaz de arrancarles la vida a otras personas.

Por fin llegamos al rellano del noveno piso. El perro guardián se hallaba inerte en el suelo. Su abultado cuerpo ocupaba gran parte del descansillo. El cuello estaba hinchado y enrojecido. Cuando lo vio Paula, se soltó de mi brazo y se llevó una mano a la boca. No sé todavía si fue por miedo al cadáver o a mí mismo, al hombre al que había intentado besar antes.

Lo registré en busca de su cartera, llaves, etcétera. No llevaba identificación alguna, salvo una tarjeta en la que se veía una foto de un local junto con el nombre de éste: Oldie’s. Cogí las llaves (encajadas en un llavero con la bandera de Bolivia: rojo, oro y verde) y me dispuse a abrir rápidamente la puerta de aquel cuchitril.

Cuando yo ya estaba dando mis primeros pasos dentro de la guarida, tuve que decirle a Paula que me siguiera. Se había quedado mirando absorta la oscuridad interior en la que me adentraba.

El piso no tenía muebles y las paredes desconchadas hacían juego con las del portal de entrada. Lo más llamativo, de todas formas, era el hedor que impregnaba el aire viciado del interior del piso. Conforme avanzábamos por el pasillo (dejando a un lado una cocina repleta de cacharros sucios por un sitio y otro) el mal olor persistía en su intención de revolvernos las tripas tanto a mí como a Paula.

—¡Dios Santo! ¿Qué es este olor?

—Me temo lo peor, Esteban.

Hacía años que no limpiaban las ventanas del comedor. Desde fuera, la tenue luz de la calle hacía lo posible por iluminar el interior del piso, cuya luz, procedente del pasillo, era la única que nos alumbraba el camino hacia el cuarto de baño, al fondo a la derecha, del que con casi toda probabilidad provenía el olor a perro muerto.

Noté que Paula me seguía, a unos pasos por detrás de mí. Probablemente era la misma distancia que yo quería mantener con ella después de lo que había pasado en el coche, antes de subir. Aun así, sus motivos parecían ser muy distintos a los míos. Su buen afinado instinto la mantenía precavida. A buen seguro sabía que el negro no estaba inconsciente.

La embriaguez de aquel aire me dio una buena bofetada. La puerta entreabierta eructaba un aliento fétido que casi estuvo a punto de hacerme vomitar allí mismo. Durante unos segundos me pareció escuchar sólo los latidos de mi corazón. Los oídos comenzaron a zumbarme y sentí cómo una náusea se apoderaba de mi garganta, incapaz de retener lo último que había comido horas antes. Aquellos miembros humanos, unidos al tronco inmóvil que descansaba en una silla vieja y carcomida por los años, parecían hacer una llamada eterna de auxilio, pues estaban coronados por una cara sucia, retorcida, con madejas de pelo pegadas aquí y allá, que se asemejaba al famoso cuadro de Munch. La piel pálida era atenuada por la oscuridad circundante. A pesar de ello, se podía observar cómo lo que antes había sido un cuerpo humano, y no un monstruo, estaba atravesado por decenas de cortes. Había más de cicatriz abierta que de cuerpo, en realidad, y la sangre ya seca manchaba aquella cripta improvisada. Sin duda alguna, las heridas que habían llevado a la muerte a la pobre víctima habían sido causadas por la saña y la violencia más pura e irracional; por los más bajos instintos que un monstruo puede albergar.

Cuando me hube recuperado del malestar, observé que Paula se encontraba quieta, a unos pasos por detrás de mí y parecía mirar fijamente los dos ojos exánimes del cadáver del baño. Estaba claro que era obra de Heredia. Nadie más tenía la capacidad de poder arrebatarle la vida a otra persona…

—¿No te resulta familiar, Esteban?

—No sabría decirte… —El rostro estaba bastante desfigurado y aquel rictus de sorpresa y dolor al mismo tiempo era espantoso. La habitación olía a náusea, de modo que decidí terminar de echar un vistazo por el resto del piso. Paula se quedó allí parada y meditabunda, tratando de que aquel pobre incauto le devolviese las preguntas que la mente de la policía planteaba.

En el salón apenas había muebles en condiciones. Una baja y escueta mesa de madera en la que descansaban unas botellas de cerveza, un par de sillones marrones polvorientos y una estantería vacía donde había un televisor abandonado. Sobre uno de los sillones había un puñado de cintas antiguas de casete que me llamaron la atención. Muchas eran de Bruce Springsteen, aunque también había alguna cinta en la que alguien había escrito «Miles Davis». Por detrás de mí, una voz con cierta hostilidad mal disimulada me dijo:

—¿Has registrado al hombre de la entrada?

—Sí.

—¿Y tenía algo de importancia?

—Enseguida voy —dije mientras espantaba mis recuerdos de años anteriores.

El salón daba a un pasillo perpendicular que habíamos dejado atrás; y aquél conducía a una habitación con un par de camas deshechas. Un armario quedaba en un rincón, solitario y vacío. La ventana, por el contrario, se hallaba con la persiana bajada. Sin embargo, a través de las láminas que ocultaban la larga noche, se percibía una ligera brisa que hacía todo lo posible para entrar en la habitación.

Sobre una de las camas había una Biblia. Se encontraba justo en el centro. La abrí por si alguien había dejado una marca en alguna página, pero no fue así. La pequeña Biblia estaba prácticamente nueva: todavía desprendía aquel olor característico de los libros recién comprados.

Decidí subir la persiana para que entrara el aire en la abotargada habitación y me diera en toda la cara. Lo necesitaba. Cerré los ojos y una brisa tibia me acarició con suavidad, como si alguien me estuviera soplando en el cuello, en los párpados, en la frente… en la nuca.

La ciudad reapareció ante mis ojos. Las columnas de humo se multiplicaban por el horizonte cuadriculado de tejados. Y la brisa caliente y áspera de una ciudad de interior secaba en pocos segundos mis ojos humedecidos.

Cuando me di la vuelta algo aturdido, vi a Paula como si se tratase de una aparición.

—Creo que me ocultas algo, Esteban.

—¿Llevas mucho tiempo ahí?

—¿Es por el tío de la escopeta? No hace falta que sigas fingiendo. Sé que está muerto.

—Es difícil engañar a un policía, ¿verdad?

—¿Cuándo lo has descubierto? —preguntó Paula mientras se acercaba a mí con pasos lentos.

—Lo he descubierto casi al mismo tiempo que tú. ¿Sabes? He estado ausente bastante tiempo. Creo que no acabo de asimilarlo.

—Asimilar qué, ¿las consecuencias?

—Técnicamente para mí las consecuencias actuales son las mismas que las de hace unos días. —Me quedé entonces mirando a la negrura de aquella calurosa noche madrileña. Paula se asomó conmigo a la ventana.

—Ya, pero todo ha cambiado. La gente no muere y se rebela contra lo primero que se encuentra para protestar. Y tú…

—Yo puedo matar. Cierto.

—Pero no eres el único. ¿Es eso?

—El saber que soy como Heredia no es un consuelo. Él mató a mi único amigo. Era mi familia. Y además yo fui el que le dio la pista por cobardía, por no ser capaz de aguantar la idea de la muerte.

—Al final se ha comprobado que no es así. Te podía haber matado con el machete, al igual que ha hecho con otros. —Paula trataba de consolarme y comenzó a acariciarme con suavidad el brazo apoyado en el marco de la desgastada ventana—. Tú no eres como él.

—¿Estás segura de eso, Paula?

—Ya sabes que mi intuición no suele fallar. Soy una buena policía. —Yo seguía mirando el cielo negro y humeante mientras Paula me miraba a mí.

—¿Has encontrado algo? —pregunté mirándola a los ojos esta vez.

—Sólo las llaves de un coche. Parece ser que le vaciaron los bolsillos demasiado rápidamente. No tiene cartera ni nada que lo pueda identificar. A lo mejor es un ajuste de cuentas.

—Es posible —asentí—. Parece que estos tíos son religiosos. ¿Has visto la Biblia de la cama? En realidad es nueva. Nadie la ha leído.

Paula seguía mirándome. Yo le sostuve la mirada todo el tiempo que pude, resistiéndome a los impulsos morbosos de aquella situación extrema en un mundo al límite. Sin duda, ella lo sentía también. Me lo estaba pidiendo con la mirada, de eso no había duda, aunque ya no tomaría el primer paso como en la anterior ocasión. De pronto, comencé a notar un cosquilleo en el estómago y mi corazón se aceleró mientras me olvidaba de que estaba en un piso medio abandonado con dos cadáveres cerca. No sé muy bien cómo, pero de un momento a otro estaba besando a Paula y metiéndole mano por debajo del pantalón, tras lo cual descubrí que llevaba un tanga ínfimo que hizo que me pusiera a cien en unos pocos segundos. Ella tampoco perdía el tiempo y comenzó a acariciarme la dura entrepierna. Sin apenas tiempo para pensar en las consecuencias de aquello, los dos ya nos encontrábamos tirados en la cama quitándonos la ropa como si en realidad se tratase de pesadas prendas de plomo que impidieran nuestros movimientos y caricias. Sobre mis manos, sus muslos rezumaban sensualidad de curvas perfectas y, a medida que recorría sus líneas tan bien definidas, me excitaba a cada embestida de mis latidos. Ella de pronto tenía el rostro desencajado por el placer aplazado, la mirada perdida, los besos dirigidos. Yo hacía esfuerzos por contener cada una de los movimientos furibundos que todo mi cuerpo realizaba al unísono, para complacer el deseo que los dos habíamos ocultado desde el principio. La habitación se evaporaba por el sudor de ambos y sus pechos se me resbalaban por el mismo efecto. Todo resultaba etéreo en aquel lugar abandonado y ninguno de los dos pensábamos en nada más, solamente en el placer de aquel sexo cálido, sudoroso y embriagador. El tiempo se detuvo e, incluso, para mí volvió hacia atrás, hasta épocas mejores. Pero poco importaba. Más allá de la orgía de los sentidos no habría nada. Todo se desvanecería, como siempre.

Recuerdo que ella vistió su cuerpo desnudo recortada por la noche que entraba por la ventana. Me miraba sonriente mientras se subía los pantalones tirando cada vez de uno y otro lado de la cintura. El gesto era muy sensual y he de decir que durante varios minutos conseguí olvidarme de muchas cosas malas de mi vida. Incluso logré olvidarme de mí mismo.

Lo que vino después no me sorprendió, pero desde luego nunca pude imaginar que en esta ocasión ocurriera tan rápidamente.

Escuchamos un extraño eco que provenía del pasillo. Paula todavía guardaba en su rostro el recuerdo del orgasmo, lo cual acentuó aún más el cambio brusco a la cara de miedo que adoptó de pronto. Yo me levanté pegando un bote de la cama y fui corriendo hacia la puerta de entrada al piso. Atrás dejé la Biblia, las cintas de casete y el cadáver de aquel pobre condenado. Paula me seguía cojeando levemente. Al unísono pisábamos el suelo mugriento y sucio de aquel piso, sin adivinar en absoluto lo que nos esperaba ahí abajo.

Los dos nos asomamos casi a la vez por el hueco de la escalera y vimos a una turba de desquiciados que trataba de subir tan rápido como podía, sin que le importara si alguien caía al suelo o era empujado o pisoteado. Eran muchos: treinta, cuarenta, no sé. Durante unos segundos me quedé sin saber muy bien qué hacer. Paula era como un espejo, pues me miraba con la expresión que yo mismo debía de tener en aquel momento.

La turba, armada con todo tipo de utensilios, continuaba ya por el segundo piso y subía a gran velocidad. Paula comenzó a llorar. En su rostro se dibujó la amargura de la inminencia de que lo peor está a punto de pasarte. Eso hizo que el corazón se me encogiese, sobre todo cuando sus dedos dejaron caer al suelo, como con asco, su pistola.

—No pasará nada, Paula. Escúchame.

—No… no…

—Escúchame. —Le sostuve las manos entre las mías.

—No lo entiendes, Esteban. Vienen por mí.

Ya subían por el cuarto piso y entonces me pareció ver la cabeza encolerizada del tipo que nos preguntó insistentemente en el portal, cuando fui a ver cómo se encontraba Paula después de sufrir la terrible caída. Pero enseguida se disolvió entre la multitud siniestra y anónima. El griterío inundaba todos los recovecos del edificio ruinoso e, incluso, se propagaba como un virus por mi cabeza, de forma que me impedía actuar. Paula parecía encontrarse en estado de shock y sus manos y piernas estaban agarrotadas.

Cuando el conglomerado de zapatos, herramientas y palos iba por el sexto piso, con su aliento vociferante casi dándonos en la cara, ya nos encontrábamos detrás de la puerta que, de momento, nos salvaría de una tortura asegurada. Por fin había podido reaccionar y cogí a Paula de la mano, todavía nervioso. La puerta no aguantaría mucho. Es posible que esa dura apreciación acerca de nuestras posibilidades reales me hiciera tomar una decisión que se consideraría absurda en otro contexto o en otro mundo posible.

—Tenemos que saltar, Paula.

—No puedo hacerlo. No…

La agarré del brazo con todas mis fuerzas y me dirigí con ella prácticamente a rastras y muerta de miedo, no sé si por el destino que le esperaba en aquel piso o por la única solución posible: saltar desde el noveno piso.

—¡No, no! —gritó desesperada. Nos encontrábamos en la habitación donde minutos antes estábamos haciendo el amor.

—No tenemos escapatoria —dije tratando de mirar a sus ojos esquivos—. Si nos quedamos nos van a hacer lo mismo que a Héctor. Si hubiera una alternativa te juro que sería lo mejor; pero no la hay. Tenemos que hacerlo, Paula.

Durante unos momentos pareció que el silencio reclamaba el lugar que le pertenecía en aquel edificio. Sin embargo, aquella también era una lucha inútil, como la nuestra, y enseguida se vio que la barbarie siempre irrumpe con fuerza en el sosiego de la civilización. La puerta comenzó a vibrar con suma violencia, como si un monstruo terrible quisiera reventarla. Los gritos condensaron el aire del piso y Paula y yo casi nos ahogamos en aquel mar de desesperación. Finalmente, me miró a los ojos y me dijo:

—Está bien. Saltaré.

Le di mi mano a Paula para saltar juntos en el momento preciso en que las bisagras y la cerradura volaron también por los aires. Ante nosotros se hallaba la ventana que había hecho posible que la luna nos viera desnudos y sudorosos. Al otro lado se hallaba la salvación a una situación que nos sobrepasaba y nos aterraba. Había estado tan ocupado tratando de convencerla de que ésa era nuestra mejor opción, que ni siquiera me había dado cuenta realmente de lo que estábamos a punto de hacer.

Las pisadas y zarpazos ya se oían muy cerca y tomamos impulso para saltar a través de la ventana. Algo se rompió en el salón. Algo voló por la cocina. Los palos resonaban por la pared. Un ruido de cristales rotos. Al fondo, el cielo negro, humeante, cálido. Una brisa me acariciaba la cara, al igual que los dedos de Paula. De pronto, el tacto se desvaneció, vi las columnas de humo que hacían arder a la ciudad. La sentía lejos. No estaba conmigo. Ya no volvería a estarlo. La volví a perder para siempre.

Mientras caía desde el noveno piso del edificio de Lavapiés, logré mirar hacia arriba una sola vez; el resto fueron vueltas de cielo y asfalto. Paula me observaba desde la ventana, incapaz de moverse, de reaccionar. Me había engañado, como yo había hecho con ella.

La caída fue rápida y el golpe me dejó semiinconsciente al principio. El dolor fue terrible, sobre todo en la base de la espalda, lo cual hizo que me quedara sin respiración. Pensé que de haber muerto la última sensación sería de ahogo, junto con la frescura cándida de algunos hilillos de sangre que recorrían mi cabeza. Curiosamente me dio la impresión de que flotaba en el aire. Por la calle no pasaba nadie. Estaba yo solo. Y unas luces, aunque lejanas.

Antes de que el peso de los párpados fuera insoportable, me acordé de Paula. Era incapaz de entender por qué no me había acompañado hacia la única salvación posible. Me había engañado haciéndome creer que iba a hacerlo, pero parece ser que estaba aterrada. Pensé que tenía que levantarme lo antes posible y subir y tratar de sacarla de allí como fuese. Pero me encontraba solo flotando por encima del asfalto, con esos dos faros acercándose hacia mí. Eran hipnóticos. Me desconcentraban y podrían haberlo hecho con cualquiera que los observase detenidamente. Tenía todo el tiempo del mundo para mirarlos y caer rendido bajo su influjo.

Tal vez había desaprovechado una buena oportunidad con el Zambo. Matar a un monstruo de ciento cincuenta kilos no había ayudado mucho. Debería haberlo interrogado. Habría bastado con un buen foco apuntando directamente a su frente despejada.

—Usted oculta algo. No me lo niegue. Ha tenido contactos con él.

—No sé a quién se refiere —respondió asustado el negro. Una densa neblina con sabor a nicotina, en blanco y negro, inundaba el plano.

—A Heredia, por supuesto.

—Lo he visto alguna vez. Pero yo veo pasar a mucha gente. Trabajo en una tienda de discos. Hablo de Heredia, claro. Al otro no lo conozco.

—¿Dónde está él ahora? —Me acerqué violentamente hacia su cara. Debía de notar muy cerca mi aliento—: ¿Sabe usted que ha sido cómplice de asesinato?

—Todos nos vemos forzados a seguir el camino que en algún momento hemos elegido, hermano. Puede que al principio no supiéramos lo que nos aguardaba antes de que el sendero comenzase a ser más tortuoso.

Su rostro se volvió súbitamente pálido e hinchado. Le brotaba, además, sangre de la pierna; pero, a pesar de todo, seguía ahí sentado, aguantando el interrogatorio con estoicismo.

—¿Me da un cigarrillo?

—No fumo.

—Entonces, ¿me lo puede dar su compañero?

No había reparado en él hasta el momento en que el vendedor de discos lo señaló con el dedo. Se encontraba en un rincón, oculto por las sombras de aquella fantasmagórica habitación. Fumaba un cigarrillo que llenaba la estancia de un humo eterno y el sombrero, que cubría la mayor parte de su cabeza, parecía navegar entre las ondas de humo.

El cigarrillo apareció de pronto en los labios del Zambo, aunque él no reparó en aquel detalle.

—¿Por qué no se lo ha dado él? —pregunté extrañado.

—Él nunca lo hace. Tienen que hacerlo otros.

Miré nuevamente atrás y el enigmático personaje seguía muy ocupado en su tarea, que desempeñaba con parsimonia. Paladeaba cada una de las caladas que le daba al pitillo.

—Cuando acabe con ése se encenderá otro —prosiguió el negro—. Y luego otro más. Por eso la habitación está así.

—Me ha cambiado de tema, vendedor —contesté un tanto dubitativo—. ¿Dónde está Heredia?

—La última vez que lo vi me dejó al cargo.

—Se refiere al piso, ¿no?

—Tenía que cuidar de nuestro inquilino, en realidad.

—¿Y no le dijo adónde se dirigía? —Me apoyé en la mesa.

—Es posible que ya lo sepas en realidad. Además, podrías aprovechar y preguntarle a él.

En ese momento, el personaje sombrío apuró la última calada del cigarrillo. La luz incandescente del pitillo apenas llegó a iluminarle los labios y el contorno de la boca. Cuando hubo acabado, se palpó uno de los bolsillos del pantalón y extrajo seguidamente una pitillera antigua. Momentos después, con una cerilla, se encendió otro cigarro más. Me dio la sensación de que el ciclo se repetiría una y otra vez.

De repente, la luz dirigida al Zambo apuntó directamente hacia mí. Cuqué los ojos y con una mano me tapé la cara, ya que la luz se volvió insoportable. Al poco tiempo, aparecieron dos haces intensos y móviles que cada vez se hacían más grandes. Eran otra vez las luces del coche. En realidad, nunca habían dejado de serlo.

Al final dejé de ver y mis sentidos cedieron todo el protagonismo al oído. Las puertas se abrieron. Yo respiraba profundamente.

—Tenía razón, te lo dije. Aquí está.