SUSTITUCIÓN
Muchos ciudadanos prendieron fuego aquella noche a Madrid. A pesar de que anteriormente todos nos hubiésemos portado como personas correctas y civilizadas, no todo el mundo actuó del modo apropiado, es decir, pagando impuestos y multas y contribuyendo al statu quo sin armar mucho escándalo. Muchos ciudadanos comenzaron a salirse del redil impuesto por las autoridades. El virus de la insurgencia ya comenzó a propagarse la noche de la ejecución en China; pero las autoridades pensaron que el ejército en las calles y la presencia masiva de policía espantaría los fantasmas que enarbolaban la bandera de inmortalidad para guiar a los desconcertados madrileños y restantes habitantes de España y Europa. Porque aquella noche, que en principio se preveía tranquila y mansa, se acabó convirtiendo en el campo de batalla de una turba incontrolada que también se propagaba por numerosas capitales europeas como la gripe aviar. Algunos pensaban que todo estaba orquestado por tal o cual grupo de poder. Pero la realidad era que el caos se iba adueñando de los núcleos de población más importantes sin que hubiera un plan predefinido, sin un líder carismático detrás del coche ardiendo. Era como si la mayor densidad de población determinara un mejor gobierno del caos. Madrid parecía un gigante colosal, aunque enfermo por una infección para la que todavía no parecía haber una cura eficaz.
Las llamas pintaron unos cuadros espeluznantes por cada uno de los rincones de Berlín, Ámsterdam, Bruselas, Londres… Cualquiera que hubiera estado en los disturbios que hicieron arder más de media Europa podría haber hallado los mismos ojos coléricos y asustados ante un futuro incierto y, al otro lado, el mismo rostro frío e impasible de los sustentadores del statu quo. Efectivamente, los golpes, la sangre derramada, los manifestantes arrastrados por la policía, los gases lacrimógenos, el antidisturbios recibiendo el ardiente beso del cóctel Molotov, el chorro de agua, las pelotas de goma, el láser cegador… Todo era un calco horripilante en una y otra ciudad, la misma imagen en tiempos casi simultáneos, como si se hubieran desatado una ira y un miedo latentes.
Me acordé del hombre que yacía en el suelo de la Castellana, cuando lo observé desde el interior del Megane. Él también podría estar contando, como yo lo hago, su propia historia y seguramente se preguntaría qué es lo que había hecho para acabar de aquel modo, en su pequeño paraíso de oscuridad y anestesia de los sentidos.
Era en aquel pub irlandés donde yo tenía mi cita de aquella noche. Se trataba de un local acogedor, y no sólo por los atributos de la negra que atendía las mesas con un don especial, sino por el ambiente que allí había. Varios amigos de mediana edad reían a pesar de las muchas cosas que iban a ocurrir ahí fuera, en algún lugar de la capital, aquella noche y las siguientes. Una pareja se debatía entre darse besos o pelearse por los cacahuetes que se servían como guarnición a las bebidas. Al fondo, casi en la penumbra, se escuchaban por encima de la música de U2 que ambientaba el local las voces de unas señoras ya mayores, pero con bastante energía, que trataban de arreglar el mundo con sus sabios consejos basados en la experiencia de toda una vida. Y la que les queda, pensé no sin cierta sorna.
Al poco tiempo, las voces comenzaron a perderse entre los recovecos del pub irlandés. La camarera volvía a pasar ante mis ojos, y yo ya comenzaba a impacientarme por el retraso de Paula, quien debería haber llegado ya para que le contara los progresos de la investigación (era importante, ya que no había que olvidar el leve detalle del toque de queda). Debían de ser aproximadamente las nueve menos cuarto, así que llevaba quince minutos de retraso.
Finalmente, tras el cristal de la entrada vi dos sombras que se movían hacia el interior del local. Una de ellas era Héctor, el policía que me aconsejó, con todas las palabras amables disponibles en su amplio vocabulario, que no me follara a su amiguita. Paula me vio enseguida y se sentó enfrente de mí. Traía el rostro bastante cansado y los ojos enrojecidos y resecos: tenía el aspecto de haber estado demasiadas horas frente a la pantalla del ordenador. El policía, que vestía con chaqueta a pesar del pegajoso calor que impregnaba la noche, pasó de largo e inspeccionó sutilmente el local antes de sentarse en la barra, haciendo caso omiso de la belleza africana que cazaba al acecho entre las mesas del irlandés. Rápidamente se acercó la chica y Paula trató de reflejar normalidad en su rostro para pedirle un preparado de ron.
—¿No estás de servicio? —pregunté espontáneamente.
—Llevo ya varios días de servicio seguidos. Ya no distingo cuándo soy policía y cuando un civil. Y me da igual, la verdad. —La camarera se marchó dejando un halo casi irresistible del que mis ojos pudieron escapar mirando fijamente a los de Paula.
—Parece que estás bastante cansada.
—No es mi principal problema —contestó Paula sin parecer muy convencida de sus propias palabras.
—Y al guardaespaldas, ¿no le dices que se tome algo con su protegida? Me sabe mal, ahí tan solo en la barra…
—No me hables —contestó arqueando ligeramente una de sus cejas—. En fin… Es un buen amigo que me ha sacado de más de un buen lío.
—A mí me van quedando ya pocos, aunque me he reencontrado con alguno.
—Mmm… esos ojos que miran hacia abajo me dicen que no hablamos de un amigo, sino de una amiga.
—Vaya, me sorprendes —dije al tiempo que dejaba sobre la mesa la pinta de cerveza—. Tienes razón: se trata de una vieja amiga. Aunque tengo que decir que, para mi asombro, tenía relación con la primera pista que trataba de seguir, la del tal Jaro. Ya te hablé de él.
—El que se trajo al boliviano del que me hablaste —contestó rápidamente la policía—. El de los poderes.
—Hay que echarle un par de huevos para hacer lo que hizo él. Esa sangre fría me pone los pelos de punta.
—¿Y qué averiguaste al final?
—Pude dar con la dirección de su casa. Bueno, de su picadero; no es exactamente su casa. Es un apartamento que, al parecer, utiliza para las prostitutas que se liga tirando de cartera.
—Hombre casado, me imagino —repuso Paula.
—Eso ya no lo sé exactamente. Podría ser así, y que la mujer viviera su vida sin más preocupaciones.
—¿Parecía que el apartamento estuviera vacío desde hace tiempo?
—Tenía todo lo que se necesita, pero sí, no daba la impresión de que lo frecuentara mucho. Todo estaba bastante desordenado: se nota que al picadero no va la señora de la limpieza, al menos para arreglarla… —Bebí otro sorbo de cerveza—. No tuve muchos problemas para entrar. El balcón era accesible. Muchos pisos de alrededor tenían refuerzo en las ventanas o cosas similares, pero el suyo no. El apartamento era de los más viejos del vecindario.
—Y, bueno, ¿dentro alguna pista?
La camarera interrumpió nuestra conversación para traer el preparado de ron que Paula había pedido. Se despidió con una sonrisa dulce dirigida tanto a la policía como a mí.
—Pensaba encontrar algunos juguetitos sexuales o algo que me sirviera —contesté—, pero en ese aspecto me decepcionó. No había nada —Paula sonrió con la copa de ron en los labios y a punto estuvo de atragantarse.
—Estamos hablando de cosas serias —me dijo tratando de ocultar su sonrisa tras la gran copa.
—Supongo que como no encontré ninguna pista valiosa… Poco más tenía que contarte. El apartamento es tan solo un triste picadero.
—No sé… —La sonrisa previa se esfumó del basto aunque bello rostro de la policía—. ¿Estás seguro de que estás siguiendo las pistas correctas?
—Yo no soy policía —repuse un tanto airado, aunque sin llegar a ser borde—, pero me imagino que Jaro debe de saber bastante acerca del boliviano. —Podía aventurar qué pensaría Paula, de modo que contesté sin necesidad de que ella me interrumpiera—: Encontrar a Heredia es mi prioridad ahora. Es parte del trato, ¿no? Cuando acabe con esto soy todo tuyo.
—Tienes razón, ése era el trato. No quería parecer escéptica; pero cuando te he dicho que últimamente nos someten a mucha presión en el trabajo, no te mentía.
—No pasa nada. Es normal que te preocupes por lo de tu hermano. ¿Tenías mucha relación con él?
—Desde que se metió en la seguridad privada, bastante menos. Comenzó a ser más reservado y nos veíamos poco. Siempre he pensado que era yo la que echaba de menos los años de adolescencia. Entonces siempre íbamos juntos a casi todas partes y estábamos en la misma pandilla de amigos.
—Ya sé que no es gran cosa lo que he conseguido —dije—, pero al menos he averiguado un lugar al que puedo acudir para hacerle algunas preguntas.
—Sí… Siempre que consigas hacer que vaya cuando tengas la intención de interrogarlo. —Paula se echó hacia atrás en la rígida madera al tiempo que soltaba un suspiro.
—Cuéntame, ¿qué es lo que pasa en tu trabajo? ¿Te han endosado algún marrón?
—No, al menos he tenido esa suerte. No se trata sólo de que estemos pringando últimamente. La situación, los malos modos, la tensión por si nos mandan a antidisturbios…
—¿Pero no era un cuerpo especial?
—Y continúa siéndolo —contestó Paula con la copa de ron en la mano pero sin acercársela a los labios—, pero las cosas han cambiado. Cada vez que se acerca la noche, es como si la gente se volviera más primitiva cada vez. ¿Sabes cuántos coches se quemaron anoche? —Abrí los ojos con curiosidad para que Paula me contestara—. Fueron más de ochocientos. Creo que la policía ha contabilizado cuatrocientos heridos en el bando policial. No lo entiendo: a estas horas, con la noche a las puertas, podemos estar tú y yo aquí’ tranquilamente con toda esta gente en el irlandés; pero cuando se va el sol, ¿qué ocurre? ¿Nos volvemos más primitivos?
—El toque de queda a lo mejor tiene algo que ver. Parece que sólo sirve para dar a la gente una excusa para el saqueo y el pillaje.
—Pero el toque de queda surgió como respuesta a lo que ocurrió en la noche de los fusilamientos —contestó Paula con cara de preocupación—. No fue la causa.
—Estrictamente hablando —dije con algo de espuma en el labio tras beber un trago de cerveza—, no causó en un principio las revueltas, como dices, pero una vez iniciadas las ha avivado. Es como tratar de calmar a un perro rabioso con un palo: lo único que se logra es aumentar la violencia. Aquí no estamos acostumbrados a las cadenas, al menos desde hace tiempo. Y si no, sólo tienes que leer la prensa; hay más disturbios en los países más desarrollados y democráticos.
—Pues muchos de mis compañeros están cogiendo bajas por depresión ante lo que se nos avecina. Yo misma empiezo a ponerme tensa cuando se va acercando la noche. Sé de algunos que trabajaban conmigo a los que se les ha informado con media hora de antelación de que tenían que ponerse el uniforme de antidisturbios. Aun así, nos han subido el sueldo a todos, pero dudo que compense.
—Y tu amigo, ¿cómo se lo está tomando? —A nuestra izquierda, a unos metros de nosotros y pegado a la barra, el vigilante de Paula se tomaba de un trago el cuarto carajillo negro como el carbón.
—El café solo es lo más saludable que se toma a lo largo del día —contestó con cierta preocupación Paula—. Trata de fingir que todo esto no le afecta, pero se trata solamente de un muro que levanta.
—En momentos difíciles yo también he levantado muros. El problema es que esos muros te acaban aislando del resto de mortales. Tengo la sensación de que en muchas situaciones importantes de mi vida la he jodido precisamente por eso.
En esos instantes la conversación pareció tocar algunas fibras sensibles en el interior de nosotros. Quizás no eran aquellos momentos los ideales para hablar de temas tan dolorosos, al menos en lo que a mí me concernía. Era momento de quedar con la novia y comer unos cacahuetes entre risas; o tratar de arreglar el mundo junto a las amigas de toda una vida. Sin decirlo, los dos nos dijimos sin palabras que no era necesario hurgar en determinadas heridas. Comencé a sentir un poco de culpa por ocultarle lo que sabía acerca de su hermano.
—No es que quiera seguir hablando de trabajo —Paula irrumpió en el pesado silencio que nos envolvía hasta ese momento—, pero hay más cosas; y tal vez no debería contarte tanto…
—Supongo que una vez que me has dicho eso no hay marcha atrás.
—Toda la gente está haciendo sus cábalas acerca de lo que ocurrió en China, de lo que va a pasar a partir de ahora.
—Es normal —la interrumpí—. Nunca nos habíamos enfrentado a una incertidumbre como la que tenemos delante de nosotros. De todas formas, incluso hay gente que no acaba de creerse todo esto de la inmortalidad.
—Siempre hay escépticos, aunque tengan la verdad delante, tirada ante sus ojos en forma de cadáver.
El símil de Paula me dejó mudo durante varios segundos. Incluso a la camarera le dio tiempo a pasar por nuestra mesa para preguntarnos si necesitábamos algo más, ya que yo ya me había terminado la pinta de cerveza. No acababa de entender muy bien qué es lo que quería decir la policía, así que se lo pregunté abiertamente.
—Parece que el mundo se ha vuelto loco —contestó con un evidente gesto de preocupación—. A mí esto ya empieza a afectarme. No debería contártelo, pero no puedo… Hace unas horas encontraron el cadáver de un hombre. Sólo nos hemos enterado unos pocos en la comisaría, pero seguro que la noticia ya ha llegado a gente de más arriba.
—¿Un muerto? Pero ¿ya le habéis hecho la autopsia? ¿Es reciente o murió antes de lo de los chinos? —No podía dar crédito a lo que estaba escuchando, así que supongo que Paula notó mi sorpresa cuando abrí los ojos como platos.
—Yo tampoco me lo podía creer. No pude contenerme y fui hace unas horas hasta el hospital donde le estaban haciendo la autopsia. Uno de los celadores es amigo mío y me dejó entrar casi hasta la sala donde el forense lo inspeccionaba. Pude verlo de lejos; pero era cierto: yacía muerto sobre la fría mesa metálica. En esos momentos el médico forense se lavaba las manos manchadas de sangre.
—Pero ¿cómo es posible?
—Pude hablar más tarde con el médico, un tal Gregorio Avilés. Me miró muy serio cuando le dije que era policía. Al final sólo me comentó secamente que era reciente. «Si me permite, no puedo hablar con usted. Tengo que escribir un informe», fueron sus últimas palabras antes de despedirse de mí con un portazo.
—Seguro que ese Gregorio Avilés ya estaba sopesando la responsabilidad que le había caído encima. Al menos tuvo unos cuantos días de vacaciones antes, ¿no?
—No creo que se lo haya tomado con tanta filosofía —contestó la sargento.
—Entonces —intervine bruscamente—, si hay un forense de por medio es porque se presupone que ha sido una muerte violenta, ¿no es cierto?
—Se tienen que seguir ciertas formalidades cuando actuamos, es decir, tiene que haber un informe forense; pero no hace falta tanto papeleo para ver que se trataba claramente de un asesinato. El cadáver que vi tenía unos profundos y horribles cortes por todo el cuerpo. Eran enormes y espeluznantes.
—O sea que no parecía algo casual o un atraco que se fuera de las manos.
—No lo sé, pero el que lo había causado parecía haberse ensañado especialmente con un arma de dimensiones considerables.
De repente, hubo algo en aquellas palabras que me sobresaltó, como cuando uno cree haber visto algo que no debería, algo sobrenatural, incluso. Casi de manera automática até ciertos cabos, tal vez por los remordimientos que durante todo aquel tiempo merodeaban alrededor de mis sentimientos, pero que a partir de aquella conversación se instalarían permanentemente junto a ellos. Paula debió de notar algo en mi rostro y me dijo con los ojos preocupados:
—¿Te afecta que te cuente todo esto?
Entonces no fui yo quien contestó, sino la culpa que ensombrecía parte de mi rostro.
—¿Dónde lo encontrasteis?
—En los aseos del aeropuerto de Barajas.
—¿Sabes si llevaba alguna documentación?
—Creo que se llamaba Roberto Espinosa, según ponía en el pasaporte —contestó dudosa Paula.
—Seguro que además llevaba un billete de vuelo hacia Ámsterdam.
—Sí, ¿cómo lo has sabido?
—Muy fácil. El pasaporte es falso. En realidad se llamaba Ricardo. Ricardo Sotomayor.