15
Finalmente, el vehículo se detuvo. Así lo advirtió Maya aún vendada y sintiendo el gélido cañón del arma situado a un costado de su cabeza. Respiró profundamente al tiempo que lograba diferenciar varias voces más, específicamente cuatro sonidos y compaces diferentes, unos más que graves que otros. “Los de la comitiva... también son cuatro”, pensó, tragando saliva mientras seguía escuchando atentamente lo que no lograba llegar a comprender del todo entre el poco idioma afgano que conocía y el dialecto con que esos hombres se comunicaban.
—¡Jahib! ¡Hermano! —oyó a lo lejos—. ¿Qué tienes para mí?
—Lo que te prometí, Pasha.
Un inquietante silencio se apoderó del lugar, acallando por un instante la totalidad de aquellas voces. Hasta que un sorpresivo y fuerte jalón que recibió en su cabello —que le hizo echar la cabeza obligatoriamente hacia atrás—, le dio a entender que uno de ellos se encontraba ahí, frente a ella, analizándola, respirándole en el rostro y, también, arrodillado sobre la cálida arena del desierto.
—¿Cómo llegó esta mujer a ti?
—Me conoces. Sabes que jamás revelo mis fuentes, menos mis contactos.
El fétido aliento a licor que emanaba de la boca de ese hombre, que ya se situaba a pocos centímetros de la suya, la invadió, colmándola de asco.
—Veo que... adelantaste algo de trabajo, Jahib.
Sintió sus ásperos dedos rozar sus pómulos, su cuello, la parte baja de su nariz y, por último, la comisura derecha de su boca, en la cual poseía un corte que no cesaba de sangrar producto de los duros golpes que con anterioridad había recibido.
—¿Habló?
—No lo suficiente.
—No lo suficiente... —repitió el musulmán en su dialecto cuando inusitadamente untaba su dedo pulgar sobre la sangre que brotaba de la boca de Maya para luego, toscamente, tomarla de la barbilla con su mano derecha y, con ella sujeta, escupírle en la cara—. Ya lo hará. ¡Súbanla al vehículo! —gritó al tiempo que Jahib lo detenía, interviniendo, pero esta vez no lo hizo en el dialecto que antes había utilizado para comunicarse con él, sino ahora en un claro afgano que Lince comprendió de inmediato.
—¿Dónde piensas llevarla? ¿Al refugio?
—Lo que suceda con esta mujer ya no es asunto tuyo. Tu trabajo aquí terminó.
—No, Pasha. Arriesgué algo más que mi pellejo por encontrarla.
“¿Encontrarla?”, formuló Lince en su mente muy contrariada, pretendiendo controlar sus magnánimas ansias de querer vomitar ante la saliva que le caía por el rostro.
—¡Hicimos un trato!
El hombre se levantó del piso, sonrió y lo miró con soberbia, manifestando:
—La informante ahora es mía.
“¿Informante?”. Ella no era precisamente una... “¡Mierda, Jahib! ¡Qué está sucediendo!”.
—Lo será cuando me digas hacia donde piensas llevarla —sentenció sin claudicar cuando se oían a su alrededor los fugaces sonidos de los seguros de las armas de sus hombres, quienes se preparaban para disparar ante cualquier eventualidad o cambio de planes que se suscitaran.
—¿Por qué te interesa tanto que te lo diga, hermano?
—Un hombre como tú, Pasha —subrayó con fuerza, endureciendo su tono de voz—, a cargo del grupo más temerario de la región... No deberías estar haciéndole este tipo de preguntas a un hombre como yo, ¿no crees?
Donovan fue levantada del piso y llevada a rastras hacia el vehículo que momentos antes había llegado de improviso a ese paraje, en el cual la lanzaron y, posteriormente, amordazaron cuando ella, por su parte, no cesaba de escuchar y memorizar todo lo que el soplón decía, recordando lo que con anterioridad le había manifestado:
“No puedo presentarte ante ellos así.
Todo debe ser muy real. ¿Qué no te lo dijeron?
Lo siento.
Ve con Alá, Maya.”
Información. ¡Jahib le estaba entregando información! Entonces, ¡tampoco quería matarla!
Se estremeció. Todo de sí tembló frenéticamente y más, cuando el pie de uno de esos hombres se dejó caer con fuerza sobre ella, aplastando y lastimando su cabeza.
—¡Pasha Khan! —grito Jahib, molesto—. ¡Respóndeme!
—Con las escorias occidentales, hermano —Fijó su imponente mirada en la suya, sonriendo—. ¿Por qué? ¿Piensas detenerme?
—No, solo quiero que te asegures de que hable antes de que le cortes la lengua. Necesitas esa información y yo necesito saber que no hice todo el trabajo en vano.
—Y también necesitas tranquilizarte, Jahib —Apoyó en su hombro derecho una de sus manos curtidas por el sol y las inclemencias del desierto—. La mujer hablará. Te lo aseguro. Sabes que con nuestros métodos todos terminan haciéndolo —Apretó su mano en su hombro—. Gracias. Que Alá te bendiga —Se separó de él para, en definitiva, caminar sobre sus huellas y montarse nuevamente en el vehículo de tracción con sus hombres resguardándolo y siguiéndolo de cerca—. Así como también bendecirá el derramamiento de sangre que haremos en su nombre. ¡A la ciudad!
—¡Sí, hermano! ¡Ve a la ciudad! —vociferó Jahib reafirmando ese enunciado y alertando con él de sobremanera a Maya quien, al oírlo, comenzó a urdir un estratégico y metódico plan que maldita y casualmente tenía muchísima relación con el nombre que Grant le había dado a esta misión, la de vencer o morir.
Cuando el jeep con los subersivos desapareció por completo de sus vistas, perdiéndose por entre las impresionantes y doradas dunas del desierto, Jahib corrió hacia su vehículo, del cual segundos después sacó un teléfono satelital que se hallaba colocado debajo de uno de los asientos, en una caja con doble fondo. Con agilidad marcó en él tan solo cinco dígitos, para luego llevárselo al oído y decir:
—¡Código, verde! ¡Repito! ¡Código, verde!
***
Armados hasta los huesos, y con un solo objetivo alojado en nuestras mentes, mi equipo y yo avanzamos hacia una de las explanadas aledañas a la base donde ya se encontraban situados los tres helicópteros, uno de los cuales nos llevaría por aire a la ciudad para, posteriormente nosotros, al descender de él, dirigirnos por tierra hacia el punto muerto.
Mientras nos acercábamos, ninguno de mis compañeros hablaba. La verdad, ninguno tenía nada que añadir a la conversación que habíamos mantenido a puerta cerrada al interior del bunker, la cual había finalizado con un particular y simbólico momento de camaradería que conllevaba, en estricto rigor, lo que solíamos hacer al estar próximos a experimentar una situación en la que —cabía la posibilidad—, alguno de nosotros no regresara con vida.
Ruiz ya se encontraba allí, examinando en detalle todo el equipo del “Hokum-A” que pilotearía, desde los paracaídas, arneses, las cuerdas por las cuales descenderíamos y hasta el armamento que llevaría consigo si se suscitaba una emergencia o un eventual cambio de planes. Cuando a la distancia nuestras vistas finalmente se encontraron solo un asentimiento me brindó, gesto con el cual me certificó que todo estaba en perfectas condiciones. Lo mismo hice por mi parte, agradeciéndoselo.
—Aún no puedo creer que justamente su amigo “El Carnalito”, señor, sea quien nos lleve hasta la ciudad. ¿No cree que es demasiada la coincidencia? —inquirió Snake, quebrantando así el mutismo que entre nosotros imperaba y llevándose, en el acto, un toque en su espalda y no del todo convencional por parte de Velázquez—. ¡Hey! ¡Cuidado donde apuntas el cañón de tu fusil, compañero!
—Cuidado con esa boca, Snake —lo reprendió ante lo que había mencionado tan suelto de cuerpo—. Concéntrate en lo que verdaderamente nos interesa, por favor, y deja al “Carnalito” en paz —pronunció, sonriendo—, ya que ni siquiera es tema para nuestro capitán. ¿No es cierto, Águila?
Suspiré al tiempo que Oso, Lobo y Snake reían al unísono. Sonrisa que no pude esbozar en mi semblante debido a todo lo que acontecería y, en especial, debido a la no menos peligrosa situación que estaba viviendo Maya, donde sea que estuviese en este momento.
Detuvimos nuestro andar a un par de pasos del helicóptero de color negro que brillaba en todo su esplendor. Lo admiramos en silencio por un largo instante, tal y como lo habíamos hecho en los viejos tiempos, pero esta vez evocando a Buitre, nuestro compañero de batalla que aún seguía con nosotros, acompañándonos en espíritu, cuando Snake suspiraba y volvía a decir:
—No imagina cuánto extrañaba montarme en una belleza como ésta, capitán.
—Así como vas, será la única belleza en la que te montarás en toda tu vida, Snake —acotó Oso, provocando la hilarante risa de todos, incluída la de Iñaki y también la mía, ademán que, sin duda, me relajó y destensó uno que otro de mis músculos contraídos.
—¡Já! El perro hablando de pulgas... —atacó de vuelta, viéndome avanzar hacia el Hokum para darle un leve golpe de puño a la puerta, como siempre lo hacía Morgan antes de abordar e inspeccionar su interior con Ruiz siguiéndome de cerca.
—¿Alguna novedad, capitán? —le pregunté a Iñaki sin siquiera mirarlo a los ojos.
—Con respecto a Maya, claro que sí —me soltó en un claro murmullo, sorprendiéndome—. Se ha activado el código verde, capitán. Eso quiere decir que ya está dentro de la ciudad.
Tragué saliva con dificultad, me volteé hacia él precipitadamente para fijar con fiereza mis ojos en los suyos y así formularle:
—¿Estás seguro?
—Sí. Dieron la orden hace un momento.
Entrecerré la mirada, apreté con más fuerza mi fusil de asalto, ya que lo sostenía en una de mis manos.
—No voy a mentirte con respecto a ella cuando aún significa mucho para mí.
—No necesito que lo hagas, Ruiz, porque, por si no lo sabías, siempre se pilla primero a un mentiroso que a un ladrón.
Sonrió al oírme, comprendiendo lo que quería decir exactamente con ello.
—Ya. Si yo soy un mentiroso me cabe suponer que tú, en toda esta historia, te has convertido en el maldito ladrón. ¿Me equivoco?
Ahora el que sonrió fui yo, pero lo hice de medio lado, socarronamente, burlonamente y hasta con gracia, dando aquello por sentado.
—Le sugiero que a su regreso, colega, se lo preguntes directamente a la fiera. Creo que ella, mejor que yo, te lo puede responder.
—¡Camaradas! —Oímos a la distancia la endurecida voz de Grant, quien al fin aparecía en este sitio siendo resguardado por su séquito de seguidores sin cerebro, pero ávidos de poder. En el acto, todos nos formamos delante del Hokum-A alzando nuestras cadencias al gritar un “¡Señor, sí, señor!” que resonó como un eco hasta en el más recóndito sitio de la base cuando le otorgábamos, además, el respectivo saludo militar y él comenzaba a entregarnos las instrucciones, y no solo a nosotros, sino a todos los oficiales que en ese momento se encontraban en nuestras mismas condiciones.
Una a una las entendimos a cabalidad, y una a una se quedaron arraigadas al interior de nuestras mentes cuando nuevamente el eco de unas fieras voces acalló la de Grant, las que se hicieron tangibles en un soberano grito ensordecedor que proclamamos, siendo el pie necesario para que los motores de los helicópteros fueran rápidamente encendidos por sus pilotos, las hélices comenzaran a girar con más y más velocidad y cada uno de nosotros subiéramos a ellos con una sola determinación: llevar a cabo esta misión y regresar, vivos o vivos, a casa.
Media hora después.
—¡Capitán Erickson! ¡Punto exacto a la vista! —nos informó Ruiz cuando me acercaba a él para admirar desde el frontis del helicóptero lo que se mostraba a la distancia. Habíamos conseguido dejar la base atrás, así como también el desierto para, ahora, sobrevolar el lugar en donde todo comenzaría y en el cual ya se encontraban los primeros transportes terrestres de avanzada del equipo táctico canadiense, pero sin el cobarde de Grant a la cabeza.
—Muy bien, capitán. —Enseguida palmeé el hombro de Iñaki, dándole a entender con ese gesto que nos encontrábamos listos y dispuestos para la acción cuando él lo dispusiera.
—Sobrevolaré la ciudad un par de veces, señor. Debo otorgarle algo de tiempo a la dotación terrestre.
—Entendido, capitán. ¡Señores! —exclamé con vigor, volteándome hacia mis compañeros y fijando mi mirada en cada uno de ellos—. ¡Ya escucharon al “Carnalito”!
—¡Epa! ¿Cómo me has llamado? —preguntó Ruiz al segundo y evidentemente desconcertado, girando por una milésima de segundo la mirada hacia atrás.
Una murmurante risa inundó el ambiente, seguida de un par de carcajadas que volvieron a distender el tenso momento que estábamos viviendo, así como también relajó los rostros de mis compañeros, a los cuales no cesé de admirar. Y mientras lo hacía, rogué por sus vidas al igual que lo hice por la mía y por la de Maya, evocando a mi padre y, también, a mi fallecida madre cuando, inesperadamente un estallido nos alertó, seguido de un atronador grito de furia de Iñaki con el cual nos estaba informando:
—¡Joder! ¡Ataque con misiles, capitán! ¡Repito! ¡Al parecer, estamos siendo atacados desde tierra con misiles de alto poder, alcance e impacto!
—¡The Animals! ¡Debemos bajar ya! —vociferé al mismo tiempo que lo hacía él, señalándolos con dos de mis dedos —el índice y el mayor—, para reiterarles solo en base a movimientos que efectuaba lo que habíamos planeado y acordado dentro del bunker—. ¡Capitán Ruiz, estamos listos para descender ahora mismo!
—¡Copiado, señor! —respondió, ejecutando una brusca maniobra que nos hizo movernos de un lado hacia otro, tal y como si fuéramos muñecos de trapo—. ¡Qué intentas hacer, coño! —añadió todavía más furioso, realizando esta vez un looping para evadir al misil que había pasado a escasos centímetros de la hélice—. ¿Derribarme? No, amigo, ¡a mí no me vas a joder! ¡Veinte segundos, capitán!
—¡Soldados, preparen cuerdas a mi señal!
—¡Diez segundos, Erickson! ¡Vamos, coño! ¡Ven por mí si eres tan hombre!
La adrenalina corría veloz por nuestras venas mientras esperábamos impacientes la orden de Iñaki para bajar y pisar tierra firme.
—¡Cinco segundos, Damián! ¡Cuatro, tres, dos...!
La que no se hizo esperar, deteniendo estratégicamente el Hokum en medio de dos edificios que nos servían de resguardo y a una altura considerable para que Lobo y yo, cuanto antes, lanzáramos las cuerdas por las cuales nos dispondríamos a descender.
Lo último que oyó de mi parte fue un “¡Te veré en la base, Ruiz!”, enunciado que fue correspondido en el acto por él con un “¡Delo por hecho, capitán!”, cuando mi voz de mando volvía a endurecerse, volvía a fortalecerse para, en definitiva, volver a vociferar, potentemente:
—¡THE ANIMALS! ¡GO, GO, GO!