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Afganistán, Abril de 2012
—¡Flanco izquierdo!
—Seguro.
—¡Flanco derecho!
—¡Despejado y seguro, señor!
—¡Centro!
—¡Sin artefactos explosivos!
—¡Vamos, equipo! ¡Go, go, go!
Con nuestras armas a cuestas, vistiendo el equipo de seguridad necesario y todos nuestros sentidos en alerta nos adentramos en la ciudad y, específicamente, en el horrible caos que reinaba en ella gracias a las detonaciones que, hacía poco más de diez minutos, terroristas rebeldes de la resistencia habían ejecutado haciendo de esto el pan diario de cientos de familias que vivían bajo un constante yugo de miedo, amenazas, terror y desolación en la zona que ahora se parecía más al apocalípsis que a lo que había sido en un comienzo: un fructífero distrito.
Gritos de dolor y desesperación oía tras mis pasos, seguido de impotentes llantos de quienes aún se encontraban bajo las ruinas pidiendo algún tipo de ayuda que, en ese momento, mi equipo y yo no les podíamos brindar. ¿Por qué? Porque nuestras instrucciones eran precisas. Debíamos sitiar la ciudad lo antes posible para hallar algún indicio que nos otorgara la prueba fechaciente de lo que aquí había sucedido.
El calor era realmente abrazador y sofocante en esta temporada y más, por todo el aparataje que llevábamos encima, cascos, botas, chalecos antibalas, armas, municiones... ¡Fenomenal! ¿Qué más podía pedir? Claro, estar en Playa del Carmen, quizás, bebiendo un par de tequilas, disfrutando de la agradable quietud y la tranquilidad del lugar y no al interior de Afganistán, pretendiendo imponer la paz con más y más violencia.
—Aquí Águila Real, reportándose —comenté, dando inicio a nuestra charla por la frecuencia—. ¿Oso Pardo, estás ahí?
—Todavía no comprendo a qué debo el honor de llevar ese apodo, señor —contestó Alan, robándome una fugaz sonrisa que esbocé al adentrarme todavía más en la zona de la explosión.
—Tal vez, se deba a tu envidiable bronceado, compañero —proseguí cuando en realidad se lo había ganado, únicamente, gracias a su colosal figura de Goliat y a sus casi dos metros de altura con los cuales “la mole” no pasaba inadvertida para nadie—. ¿Serpiente?
—Aquí, “Snake”, señor, reportándome desde el mismísimo paraíso —me corrigió Rubén, o más conocido por todos nosotros como el “Dios de la salsa”, como solía autodesignarse gracias a sus enormes habilidades de bailarín innato y a su acento colombiano, con el cual siempre solía bromear y conquistar a las chicas.
—¿Algo que acotar?
—Que me quiero largar ahora mismo de este sitio, señor.
—Ya somos dos, viejo, te lo aseguro. Pero antes necesito que abras bien tus ojos y afines tus oídos. ¿Lobo?
—¡Auuuuuuuuuuuuuuuu!
Su aullido por el intercomunicador me lo confirmó. Se encontraba en excelentes condiciones.
—Cazando, señor. A solo unos pasos de usted y todo despejado.
—Buitre. Tu turno.
—“Narinas”, señor. ¿O ya lo olvidó? —expresó, de pronto, una voz con una singular cadencia que yo bien conocía. Era Lince.
—¿Posición?
—Flanco izquierdo, señor, y avanzando hacia el interior de lo que queda de un edificio en ruinas, sin señales de sobrevivientes —acotó, detallándomelo.
—¿Buitre está contigo? —pregunté, preocupado.
—Más bien, me sitúo delante de ella, señor —intervino Morgan—. Estoy asegurando mi retaguardia que Lince adora contemplar por sobretodas las cosas.
—¡Cierra la boca, narinas! —le contestó de golpe, acallándonos a todos—. ¡Y deja de meter tu nariz donde no te corresponde!
—¿Por qué lo niegas? Si adoras admirar lo que todavía no puedes llegar a tocar. Y si meto mi nariz en donde no me corresponde es simple y llanamente para recibir de vuelta tus tan calurosos regaños que me enloquecen.
—¡Hijo de...!
—¡Ambos, ya basta! —les exigí, interrumpiéndolos, y reprimiendo una evidente carcajada que no emití por razones obvias. Era su superior y mi deber era imponer respeto—. Cuide sus palabras, cabo Morgan —le sugerí de inmediato—. Técnicamente, si fuera usted, tendría más cuidado con lo que le dice a Lince porque le recuerdo que le está hablando de esa forma a su superior.
—Y tu superior ahora mismo te está apuntando al culo. ¿Cómo lo ves? ¿Te quieres quedar sin él o prefieres que te lo agujeree por completo? Y sabes de sobra, corazón, que cuando disparo lo hago justo en el blanco —aseguró fuerte y claro, pero no para mi sorpresa. Porque así era Lince, o mejor dicho así era la teniente Maya Donovan, la única mujer perteneciente a nuestro equipo táctico.
—Señor, sí, señor, la veo como mi superior, pero también como toda una belleza. Eso salta más que a la vista, capitán. ¿No da gusto trabajar así? Por mi parte, estoy más que encantado.
—Opino lo mismo, compañero —agregué, esperando con ansias, y de regreso, el estallido y zarpazo de Lince—, pero ahora concéntrate y no pierdas de vista tus objetivos, que ya sabes cuales son. Aguza la mirada, Buitre, y hazlo también con tus oídos.
—¡Par de cabrones! —oí de la propia boca de Maya aquellas tres palabras que no temió manifestar en un sonoro murmullo—. Lo siento, señor, creo que acabo de pensar en voz alta.
La risa contagiosa de mis colegas se hizo más que evidente por la frecuencia, debido a la forma tan amena y cordial con la cual nos había catalogado.
—¡Por eso me gusta esta chica, señor!
“Y a mí”, quise responder en el acto, pero era mi subalterna y eso, lamentablemente, no estaba en discusión. Menos en este momento cuando debíamos estar muy atentos a todo lo que acontecía aquí, en la denominada zona cero.
Seguimos avanzando en pares, tal y como acostumbrábamos a movernos Oso Pardo, Snake, Lobo, Buitre, Lince y yo, seis oficiales pertenecientes a la Fuerza Aérea de Chile con diferentes rangos y especialidades en nuestro haber que habíamos sido conferidos en varias oportunidades a misiones de paz de alta escala debido a nuestro buen desempeño en ellas y a nuestra intachable hoja de vida de la cual nos sentíamos plenamente satisfechos y orgullosos, actuando de forma coherente y decidida para salvaguardar la libertad de cientos de civiles que se encontraban en las manos de un régimen autoritario que, solo en base al poder y a las armas, impartía su política de estado del terror, asesinando a destajo a inocentes sin importarles siquiera si la mayoría de ellos eran tan solo niños.
Realmente, este era un gran lugar que había calado profundamente en nuestros corazones y también bajo nuestra piel que, poco a poco, se oscurecía gracias a las inclemencias climáticas a las cuales estábamos expuestos al vivir al interior del desierto, donde estaba conferido nuestro campamento base, en conjunto con otras unidades militares de Alemania, Reino Unido, Francia y Canadá que ya habían aprendido algo de español y, básicamente, de nuestra idiosincracia chilena, gracias a Snake y a Buitre, dos fervientes lingüistas y patriotas de exportación.
En base a un gesto que le dediqué a Lobo, quien seguía mis pasos con rigurosidad y con su acechante mirada, me detuve apoyando mi espalda en un pedazo de muro de concreto que todavía seguía en pie cuando un rápido movimiento —seguido de frenéticos gritos en lengua afgana—, nos alertaron de la presencia de rebeldes de la resistencia que se ocultaban bajo las ruinas de lo que antes había sido un edificio.
Lobo, después de otorgarme un fugaz y analítico vistazo, fue directo a tierra dándome a entender con un simple gesto de dos de sus dedos que el grupo se dirigía como hormigas hacia donde Buitre y Lince se hallaban. “¡Maldición!”, expresé en completo silencio pretendiendo calmarme y, a la vez, meditar cual sería nuestro próximo movimiento.
—Objetivos en la mira, señores —proclamé, categóricamente.
—Y señorita, capitán —acotó Lince de inmediato.
—Y señorita —subrayé—. Preparen armas, pero no den un paso más hasta que yo se los ordene.
—¿Cuántos? —Oí la voz de Donovan otra vez al tiempo que preparaba su arsenal como toda una experta francotiradora, su especialidad y mejor arma de ataque. Al igual que el Jiu Jitsu que practicaba —verla desarrollándolo era todo un bendito placer a la vista—, técnica con la cual había dejado a más de algún soldado boquiabierto y adolorido sin ganas de acercarse a coquetearle con descaro.
—No es hora de ser un héroe —le recordé.
—He dicho cuántos, señor, porque ya oigo sus voces, pero me es imposible diferenciarlos en número.
Otro “maldita sea” vociferé entre dientes cuando Oso y Snake se encontraban ya a unos pocos pasos de Lobo y de mi, a la espera de instrucciones.
—Nueve —respondió Velázquez, concluyentemente, pero sin quitarme su inescrutable mirada de encima con la cual me lo decía todo: Morgan y Donovan estaban rodeados y en problemas.
—¡Vaya! Creo que tendremos fiesta —anunció Buitre por la frecuencia, tomándoselo todo sin tanta importancia y muy a la ligera en el preciso momento en que la balacera se desató.
El ruido ensordecedor me sacudió la piel al mismo tiempo que Oso y Snake buscaban nuevas rutas de acceso y yo seguía en plena comunicación con ambos sin poder asomar, siquiera, la nariz hacia el interior de ese edifício, notoriamente preocupado por mis compañeros de equipo, hasta que una significativa frase de Maya nos corrigió la cuenta de cuántos rebeldes debíamos enfrentar, anunciándonos:
—Ya son ocho, señor.
—¿Hacia dónde te diriges? —formulé, respondiéndole.
—En busca de Buitre, señor. —Aquello me certificó que ambos se habían separado y que corrían peligro al no cuidarse uno las espaldas del otro. Por lo tanto, un segundo me bastó para entregarles las nuevas instrucciones al resto de los integrantes del grupo, solo en base a gestos faciales con los cuales estábamos acostumbrados a relacionarnos desde hace dos años cuando todo para nosotros, en una misión en Costa de Marfil, había comenzado.
Rápidamente, Oso y el Dios de la salsa flanquearon una nueva posición de ataque mientras Lobo alzaba su cuerpo para asentir, vislumbrar y otorgarme, desde su sitio, una sugerencia en concordancia a mi decisión: entrar y acabar de una vez con toda esta mierda para mantenerlos a salvo. Y así, en completo mutismo y resguardando cada espacio por mínimo que éste fuera, sin dejar nada al azar, nos adentramos en esa área bajo una poderosa balacera de la cual temí, por un momento, no salir con vida.
—¡Maldito seas, narinas! —murmuraba Lince mientras se movía con agilidad por cada recóndito sitio del edificio, como si fuera una felina que en cualquier minuto no dudaría en dar su zarpazo para atacar—. ¿Querías esta fiesta solo para ti? ¡Dame tu alcance! —le exigía a su compañero sin detenerse, arrastrándose, encorvándose y metiéndose en cada recoveco que encontraba a su paso para que los rebeldes no advirtieran su presencia, hasta que al refugiarse bajo un gran trozo de concreto que servía de guarida, tomó un espejo desde uno de los bolsillos de su pantalón militar, el cual abrió para asegurarse —con su reflejo—, si todo lo que continuaba, antes de avanzar, se encontraba debidamente despejado.
—No te muevas —escuchó, de pronto, por el intercomunicador, pero en un tajante y frío alemán que ella comprendía muy bien, y que Morgan solía utilizar en ciertos casos como si fuera un código.
—¿Qué no me mueva? ¡Dame tu alcance para ir por ti, cabrón! —le demandó otra vez, pero temblando ante lo que nuevamente oía.
—Solo si me prometes que algún día me enseñarás tus tetas, colega.
Maya percibió que su estómago se anudaba, que su cuerpo sudaba más de lo normal y que su dedo alojado en el gatillo de su fusil de asalto parecía resbalar, quedamente, sin que pudiera mantenerlo sujeto, pero no por lo que él le había manifestado, sino por lo que tal vez, en cualquier minuto, podría llegar a acontecer.
—Morgan, he dicho que...
—No pretendas levantar tu nariz del jodido piso.
—¡No me hagas esto! —“Lo tenían”, pensó, estremeciéndose más de la cuenta. No había otra opción para que él hubiese decidido hablar de esa forma. Sí, los rebeldes lo habían encontrado.
—Hermosa, dos años junto a ti y lo único que conseguí de tu cuerpo fue llegar a oler el fascinante y exquisito aroma de tu cabello.
—¡Voy por ti, cabrón!
Una vez más, Maya se cercioró que lo que había detrás del pedazo de muro se encontraba totalmente despejado oyendo, a la par, el atronador grito que le di por el intercomunicador, en el cual le advertía que se quedara en su sitio porque ya estábamos dentro. Situación que no le importó en lo más mínimo, saliendo de su escondite, levantándose decididamente del piso, besando su armamento y añadiendo sin que le temblara la voz...
—Hoy por ti y mañana por mí, narinas. ¡De uno a tres, cuánto!
Utilizando toda su entereza, gallardía, coraje y determinación, además de su esperticia, no vaciló un solo segundo en disparar en la frente a quien se le cruzara por delante, consiguiendo así que dos rebeldes sucumbieran ante su innegable destreza. Porque era su vida la que estaba en juego y, también, la de su compañero a quien, por razones más que suficientes, no estaba dispuesta a abandonar.
—¡Posición, Morgan! ¡Continúa hablando por la mierda! ¡Dime, de uno a tres! —Pero no oía nada más que su rápida y jadeante respiración, obviando en todo momento a mi voz que le exigía que no hiciera nada estúpido.
“¿Estúpido?”, replicó enseguida, olvidando mis indicaciones y volviendo a exclamar:
—¡Morgan! ¡He dicho de uno a tres!
—Creo que para... ver tus tetas... tendré que esperar... algo de tiempo, colega.
El ritmo de su voz se escuchaba entrecortada y eso, aparte de alarmarla todavía más, no era para nada una buena señal.
—¡Morgan! —prosiguió, echándose a tierra justo cuando el sonido de la balacera pretendía hacer añicos cada uno de sus tímpanos—. ¿Dónde mierda te encuentras?
—Partiendo... a la cuenta de... tres —Y tras ello, perdió todo contacto con él al sentir, dentro de lo que una vez fue una habitación, un golpe de algo sumamente pesado que, de pronto, se estrelló contra el piso, quitándole el habla y cortándole la respiración, la que logró recobrar segundos después al reptar con sigilo hacia la entrada, encontrando de lleno en ese lugar el cuerpo tembloroso y bañado en sangre de quien había sido y sería para siempre su eterno hermano de batalla y leal compañero.
—Mor... gan. —Arrastró ese par de sílabas, pero con rabia, con dolor y evidente frustración al posar su radiante vista sobre su anatomía y luego, sobre la de quien aún poseía en sus manos lo que parecía ser un filoso machete con el cual le había cortado la garg... Ni siquiera pudo pronunciarlo; ni siquiera se atrevió a respirar al apuntar su arma de servicio hacia uno de los rebeldes, sin percatarse que detrás de ella otro la embestía y la golpeaba por la espalda con algo filoso, contundente y enorme ocasionando, con ese sorpresivo e inesperado ataque, que se diera de bruces contra el suelo cuando oía la voz de sus compañeros replicando con insistencia y desesperación nada menos que su nombre.
Maya, con su antebrazo, intentó no azotarse la cabeza contra el concreto cuando a lo lejos divisó lo que parecía ser una especie de escalera, significativo detalle que le hizo pronunciar en alemán su posición junto a la de su fallecido colega y amigo.
—¡Dos... Escalera... Código rojo!
Pudo oír las voces de los rebeldes tras recomponerse del golpe que le habían propinado, pero la violencia desmedida con la que la atacaban en ese minuto de su existencia la hacían desvariar y no respirar con normalidad.
—¡Malditos hijos de puta! —vociferó entre dientes, soportando estoicamente todo el dolor que le producían los fieros golpes y patadas que le daban en las costillas y también en la espalda, pero sin dejar de manifestar—: ¡Dos... Escalera... Código ro...! —Pero su voz fue interrumpida cuando, tras un fugaz e inusitado movimiento, uno de ellos le quitó el casco, arracándoselo con furia, al igual que lo hizo con sus antiparras de protección y el intercomunicador, los cuales destrozó, segundos depués, cuando lo último que Maya oyó fue mi voz pronunciando su rango seguido de un lejano eco con el cual proclamé otra vez su nombre.
Lince no respondía, Buitre tampoco lo hacía y cada uno de nosotros pretendía no entrar en pánico mientras luchábamos por alcanzar el punto exacto del que nos había alertado por la frecuencia.
“Dos, escalera, código rojo”. Sí, sabía lo que aquello significaba porque en escala de uno a tres, unido a ese determinado color, nos detallaba en qué grado de complicación se hallaba nuestro compañero. Maya había expresado dos, Buitre había proclamado tres y yo... solo anhelaba sacar a todo mi equipo lo más pronto posible de este sitio.
Con Lobo cubriéndome la espalda, y yo la suya, avanzamos sigilosamente por un pasillo hasta oír lo que nos heló aún más la piel, porque los dos habíamos aprendido a hablar y a entender la lengua que solían utilizar los rebeldes gracias a la ayuda de un espía que trabajaba encubierto para el equipo táctico francés. Sí, no nos quedaba duda alguna: ellos tenían a Maya.
Con el inusual manejo de su mirada acechante, la de todo un can de caza, mi compañero me dio a entender que se encontraba listo y dispuesto para entrar en acción cuando yo lo dispusiera. Fue así que, sin perder más mi tiempo y con tan solo un gesto facial, le afirmé que sería yo quien entraría a ese sitio abriendo fuego. Pero cuando me disponía a ejecutar mi primer movimiento, el sonido murmurante de la voz de Snake por el intercomunicador me paralizó.
—Hombres bomba, señor. Están armados hasta los huesos. Oso y yo ya encontramos a dos de ellos.
“¡Maldita sea! ¡Maldita sea! ¡Una y mil veces maldita sea!”, gritó mi subconciente junto conmigo al comprenderlo y asimilarlo todo.
—¿Cuántos más?
—Cuatro, señor. Dos a nuestra derecha...
—Y dos ahí dentro —susurró Lobo, consiguiendo que gracias a ello tomara aire en una profunda inhalación y me contuviera para así idear rápidamente otro plan de escape.
—Dos y dos —reafirmé, oyendo otra vez la voz de Maya chillando todo tipo de palabrotas, pero ahora en español, las cuales nos detallaban con exactitud lo que ahí dentro sucedía. Los malditos la golpeaban a destajo sobre el piso sin que ella hiciera nada por defenderse. ¿Por qué? Eso lo supe cuando Velázquez me lo dio a entender, cambiando su rumbo para flanquear otro frente de ataque.
—En posición, señor. A la cuenta de tres. Mi objetivo ya está en la mira.
—Lince —ansié saber. Ella no debía correr riesgo alguno frente al inesperado cambio de planes que se había suscitado.
—Está fuera de mi alcance, señor, pero no así del suyo. Voy por el rebelde que no la tiene aferrada a él.
“¿Aferrada a él?”
—No por mucho tiempo —contesté en un gruñido gutural seguido de un “tres” que grité de la misma forma, desgarrándome la garganta, dándole así la respectiva orden para que abriera fuego sin clemencia cuando me introducía en la habitación con mi arma a punto de efectuar mi primer disparo, el cual no pude realizar al encontrarme con la peor y, hasta entonces, más aberrante escena de mi vida.
Con su largo cabello castaño desatado y cayéndole por los hombros, sin su casco, sus gafas, desprendida de su fusil de asalto, pero a la vez con sus ojos refulgentes y sin un solo indicio de temor en el rostro, Donovan se mantenía erguida y dándole la espalda al rebelde que la tenía maniatada y a punto de introducirle un machete en su garganta, que sabía que no dudaría en utilizar porque para ello había sido entrenado.
—¡Suéltala! —le exigí en su propia lengua para intentar detenerlo—. ¡Suéltala ahora mismo! —subrayé con ira, apuntándolo con mi arma directo hacia su cabeza, pero con mis ojos fijos y quietos en los labios de Lince que me balbuceaban... “¡Dispara, Damián, dispara!”
Tragué saliva repetidas veces, rozando el gatillo y volviendo a replicar:
—¡He dicho que la sueltes!
“¡Dispara, Erickson, dispara!”
Sus ojos avellana, que no irradiaban una pizca de inseguridad, taladraban los míos de una increíble manera como si estuviera dispuesta a darlo todo, incluso su vida si fuese necesario en esos intensos minutos que transcurrían sin cesar.
—¡Suéltala o haré polvo tu cabeza! —agregué desafiante cuando el rebelde respondía “y yo haré arena las de ambos en nombre de Alá”, retrocediendo todavía más para alejarse con Maya, a quien aún mantenía aferrada a su cuerpo como un escudo.
“Mírame, Damián, no dudes... ¡Y solo dispara, maldita sea!”
Continuaba leyendo los labios de Donovan que me incentivaban a que a ambos yo... ¿Les diera muerte? Sí, definitivamente, mi subalterna estaba loca si pretendía desafiarme para que perdiera así a uno de los míos.
—¡Mírame! —le exigí al rebelde una vez más, otorgándole una última oportunidad cuando Oso Pardo y Snake, a través de la frecuencia, me confirmaban que solo quedaban dos hombres bomba, el que tenía frente a mí y alguien que, al parecer, se encontraba oculto entre las ruinas del edificio—. La vas a soltar lentamente...
—¡Nunca, americano!
Sonreí, pero con sarcasmo, cuando ya tenía en la mira a mi objetivo y Maya volvía a abrir la boca para vociferar:
—¡Hazte cargo en memoria de Morgan matándome a mí y al madito desgraciado!
En conjunto con una lágrima que se derramó por sus mejillas me dio a conocer, de impactante manera, que nuestro compañero... ya no se encontraba en este mundo.
—¡Hazlo, Damián!
—¡Señor, tenemos que largarnos de aquí ahora mismo! ¡Detonación en menos de tres minutos!
Era ahora o nunca...
—¡Dispara, maldita sea! ¡Dispara!
“Apunta, directamente, hacia la parte superior de su cabeza...”
—¡Águila, tiene que salir ya!
“Visualiza tu objetivo...”
—¡Dos minutos, señor!
“Retenlo en tu mente, Damián. No respires y solo deja que...”
—Tu Dios te lleve con él al maldito infierno por haber asesinado a uno de los nuestros —Y, finalmente, disparé por sobre la cabeza de Maya, a tan solo un par de milímetros de su cabello, consiguiendo que la bala diera de lleno en la frente de su oponente.
—¡Minuto y treinta! ¡Fuera ya! —La furiosa voz de mando del suboficial Velázquez, alias Lobo, me devolvió prontamente a mi realidad logrando que centrara toda mi atención en Lince, quien se mantenía de pie respirando de frenética manera, pero con sus ojos quietos y refulgentes en un punto de aquella sala, a los cuales seguí de inmediato encontrando a Buitre de espaldas al piso con su cuerpo inerte, además de encharcado en sangre.
—¡Señor! —gritaban todos al unísono—. ¡Va a detonar! —Pero solo a ella conseguí oír y a nadie más.
—No lo dejaré —me advirtió, desconcertándome—. Vete, Erickson. Sal de aquí cuanto antes.
Buitre siempre tuvo muchísima razón con respecto a Lince, y en este momento me estaba dando cuenta de ello.
—Estás loca, Donovan —manifesté, consiguiendo que fijara sus ojos en mí—. Pídeme lo que quieras, pero no me exijas que te deje aquí.
—¿Por... qué? —inquirió, entrecortadamente, como si no lo entendiera.
—Porque Buitre no me lo perdonaría y yo tampoco. Eres mi francotiradora estrella. Lo siento.
—No... puedo... Damián.
—¡Maldita sea, Águila! ¡Un minuto! —me recordaron mis compañeros, fríamente, a través del intercomunicador.
—Sí puedes. —Me acerqué a ella, sujetándola del rostro para hacerle comprender con un angustiante dolor en mi alma que debíamos salir ahora mismo dejando a Buitre en este sitio.
—No me pidas...
—¡Teniente Donovan, escúcheme bien, su padre no me lo perdonaría! ¿O ya olvidó que fue lo que le exigió antes de venir aquí?
Maya no dijo nada. En cambio, prefirió guardar un profundo silencio cuando sus lágrimas no cesaban de aflorar por las comisuras de sus ojos y, asimismo, de rodar por sus sonrojadas mejillas.
—Te quiero de regreso en casa —le recorde al tiempo que nuestras vistas se conectaban en una sola—. Te lo repito, no me exijas que te deje morir aquí. No me lo perdonaría y sé que Buitre tampoco.
—¡Cincuenta segundos, capitán! ¡Cincuenta malditos segundos!
Lince despertó de su letargo, separándose de mí, y luego de ese voluntario acto se acercó rápidamente al cuerpo sin vida de nuestro compañero para arrancarle la placa de identificación militar que llevaba colgada del cuello y, posteriormente, otorgarle un beso en su sien. Después, tomó su arma de servicio, me miró a los ojos con un incalculable dolor a cuestas, me plantó con fuerza la placa sobre el pecho y, finalmente, manifestó:
—Preocúpese de que esto llegue a las manos de su familia. Es lo último que le pido, señor.
—¡Capitán Erickson, por la puta madre! ¿Qué no me oye? ¡Va a detonar!
—Así lo haré, Maya, no te preocupes... Así lo haré.
Y después de ello, salimos a paso veloz dejando a uno de los nuestros en ese lugar cuando el atronador estallido nos ensordecía los oídos y nos elevaba por los aires sin que llegáramos a comprender, menos a asimilar, si aún estábamos vivos o muertos.