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Terminaba de darme una ducha fría evocando lo que había sucedido con anterioridad y reteniendo, en cada uno de mis pensamientos, al cabo y piloto de helicópteros Benjamín Morgan a quien, dentro de unos minutos más, despediríamos de manera simbólica al no haber podido recuperar de entre las ruinas, después de la detonación, lo que había quedado de su cuerpo. 

Ya había perdido la cuenta de cuántas veces me había maldecido en silencio y a viva voz por todo lo que había sucedido y, evidentemente, por lo que no pude hacer para evitar que su vida pereciera de tan cruel manera en las manos de un maldito enemigo.

Golpeé el muro de concreto con uno de mis puños con una fuerza implacable, varias veces, liberando así toda mi rabia junto a mi potente frustración que crecía a raudales.  Porque todo había salido mal por mi culpa, una que llevaría inserta en mí por siempre y que no me perdonaría jamás porque Ben, más que un colega y compañero, había sido un amigo y parte fundamental de nuestra familia, a la cual él mismo había bautizado de tan peculiar manera “The Animals”, siendo hasta el día de hoy el nombre con el cual era conocido nuestro equipo de Fuerzas Especiales de Inteligencia y Artillería Táctica de Ataque.

***

Disparos al aire y el solo de una trompeta entonando “El Silencio” se oían romper el azul del cielo mientras la placa de Buitre era depositada sobre una pulcra y doblada bandera chilena, la que sería entregada a su madre y a su padre junto a todas sus pertenencias en un par de días más para llevar a cabo, y ya en suelo patrio, la última despedida que recibiría finalmente nuestro mártir y, por sobre todo, nuestro también amigo y leal compañero.

Al término de la ceremonia, y cuando el ocaso comenzaba a apreciarse en el horizonte, Maya desapareció de nuestras vistas tan solo seguida por la subteniente francesa Sophie Doussang, quien compartía la misma tienda de campaña con ella, siendo ambas las dos únicas mujeres oficiales que habitaban la base.

Quise seguirla, pero Velázquez me detuvo pidiéndome expresamente que la dejara un momento a solas, porque ya tendríamos tiempo ella y yo para hablar cuando las cosas y su temperamento se hubieran calmado un poco.  Y mucha razón tenía al respecto, porque sabía muy bien que cualquier cosa que yo pudiera decirle en este momento no aminoraría su dolor tras la pérdida de nuestro colega y la situación que en carne propia había padecido.

Al cabo de un par de horas, mientras Lobo y yo caminábamos por los alrededores de la base, vi a Sophie salir de su tienda con su armamento a cuestas y a Maya siguiéndola, pero con destino a los comedores, instante propicio, quizás, para mantener nuestra conversación.

Escolté sus pasos con Lobo pisándome los talones hasta que decidió quedarse atrás para otorgarme el espacio necesario y la oportunidad de hablar a solas con ella.

Me acerqué sin apartar mi mirada de su cuerpo que lucía una camiseta oscura y ceñida junto a un pantalón deportivo de color gris con el cual se veía realmente fenomenal. Acto seguido, admiré cómo jugueteaba con un tenedor que sostenía en su mano izquierda, el que tenía inserto en la comida, de la cual ni siquiera había probado un solo bocado.

—Hola —la saludé cortésmente, abordándola, y esperando lo peor. Por una parte, que me lanzara la comida al rostro y, por otra, que me insultara para arrancarse de sí toda su ira y frustración. No me importaba que lo hiciera.  La verdad, tal vez me lo tenía merecido—. ¿Puedo sentarme?

No respondió, solo se limitó a alzar la vista, depositando en mi semblante sus brillantes ojos color avellana.

—¿Es eso un sí? —inquirí realmente preocupado al no oír su suave voz que tanto me encantaba escuchar.

Suspiró profundamente dejando de lado lo que hacía para apoyar sus codos sobre la mesa y decir, pero a regañadientes:

—La mesa es toda suya, capitán, se la cedo.

Intentó levantarse, pero la detuve colocando una de mis extremidades sobre una de las suyas.

—Quiero compartirla junto a ti si no te molesta, por favor.

Diez, quince, veinte segundos me bastaron para oír nuevamente su cadencia en tan solo una palabra que articuló, calmando con ella mi nerviosismo, mi preocupación y mis ansias.

—Claro.

Maya volvió a tomar su lugar ante mi vista expectante que traté de relajar, aunque no pude hacerlo del todo teniéndola frente a mí en completo silencio, como si de alguna u otra forma me odiara por lo sucedido.

—¿Necesita algo, señor?

—En primer lugar, saber que te encuentras bien.

—¿Y en segundo lugar? —atacó, brindándome toda su condescendencia.

—Saber que lo estarás.

Al escucharme, frunció el ceño, viendo como me sentaba a su lado.

—¿Y en tercer lugar?

—Mientras lo pienso, podrías responderme —apoyé mi antebrazo sobre la mesa—. ¿Qué te parece?

—Me parece que... ¿Debo tomarlo como una orden, señor?

Suspiré hondamente porque sabía que esto, de querer entablar una amena y cordial charla con ella, no iba a ser del todo fácil. En realidad, si lo meditaba detenidamente, nada concerniente a Maya Donovan era del todo fácil.

—No estoy aquí como tu superior, sino como tu amigo. ¿Cuánto tiempo nos conocemos tú y yo?

Se lo pensó un instante como si, de pronto, lo hubiese olvidado.

—¿Quieres que te refresque la memoria? —proseguí dispuesto a hacerlo.

—Clase de balística, señor.

Sonreí a medias, evocándolo.

—Buena memoria, teniente, la felicito —bromeé para distender nuestro tenso encuentro.

—¿Qué quieres, Damián? Y, por favor, deja ya tus rodeos de lado.

Precisa, concisa y directo al blanco como toda una profesional.

—Quiero saber como lo estás llevando.

Sonrió con desagrado tras suspirar un par de veces más. Estaba disgutada. Su semblante y cada uno de sus rasgos faciales, que leía con detenimiento, me lo estaban más que confirmando.

—No quiero hablar de ello —sentenció, dejándomelo muy en claro, pero evitando ante todo clavar sus ojos en mí.

—Mírame para creerlo, Maya.

—Damián, por favor...

—Mírame a los ojos para creerlo —repetí, inseguro de mis propias palabras que de alguna forma me demostraban un temor que yo ni siquiera comprendía por qué existía en mí—. ¿Me odias?

Cerró sus ojos y con ese gesto me lo dijo todo. Pero más me lo confirmó al levantarse intespestivamente de la silla en la cual se encontraba sentada y salir de allí sin que nada pudiese hacer para detenerla. Pero lo hice, de igual manera lo hice levantándome para seguir cada uno de sus raudos pasos a donde fuera que la llevaran esta noche. ¿Por qué? Porque aún me debía una respuesta a la pregunta que minutos antes le había formulado.

—Maya —la llamé un par de veces sin conseguir que se detuviera—. Maya —insistí, endureciendo mi voz—. ¡Teniente Donovan! —conseguí articular a la distancia cuando ella apresuraba el paso hacia el interior de uno de los hangares donde se encontraban los vehículos de reconocimiento—. ¡Lince! —vociferé como un demonio y ya fuera de mis cabales, utilizando toda mi voz de mando, además de mi rango superior—. ¿Podrías dejar de huir, por favor? ¿Qué no te das cuenta que quiero y necesito hablar contigo?

Como por arte de magia se detuvo y contuvo en la soledad de ese sitio semi iluminado, volteándose, al tiempo que apoyaba una de sus manos sobre una de sus caderas.

—¿Para qué? —volvió a reclamar, sacándome más de quicio. Porque Maya era una experta en hacer ese tipo de cosas y, bueno, en hacer muchas más también, como la principal de ellas: desobedecer mis órdenes—. ¿Es necesario?

Me acerqué sin apartar mis ojos de los suyos donde, por una extraña razón, los ansiaba tener.

—Positivo, teniente —recalqué—. Somos parte de una familia más que de un grupo táctico. Al menos, así lo veo yo. ¿O ya lo olvidaste?

Movió su cabeza de lado a lado en señal de que no lo había hecho y junto con ello se disculpó, al tiempo que sus bellos ojos almendrados volvían a enjuagarse en lágrimas para depositarse otra vez sobre los míos.

—Yo... Lo siento mucho, pero todo esto me tiene... —terminó situando sus manos sobre su semblante, el cual tapó para que no advirtiera, y menos viera, que estaba llorando. Al instante, la abracé sin siquiera importarme que alguien más o de otra compañía nos estuviera viendo, porque Maya lo necesitaba y yo... sinceramente también.

Cuando sintió mi inminente cercanía, se aferró a mí con fuerza y temblando como si fuera una niña asustadiza, la que nunca había visto aparecer desde que nos habíamos conocido. Porque Maya Donovan siempre se mostró ante mí, y ante cualquiera, muy segura de sí misma, de sus actos y de sus propias convicciones. Además de imponente, valiente, luchadora, y más, en este ambiente tan hostil y secundado por hombres.

—No tienes que disculparte... No es necesario, menos que lo hagas conmigo.

—¡Pero tenía que haberle cuidado la espalda! ¡Tenía que haber estado ahí para ayudarlo, Damián! —vociferaba contra mi pecho, descargando todo su dolor que también era el mío y el de cada compañero de nuestra unidad.

—No fue tu culpa, pero sí la mía —la contradije, logrando con mis palabras hacerla reaccionar para que su vista recayera otra vez sobre la mía, intensa, profunda, cristalina, brillante y... totalmente hermosa de admirar.

—Eso no es cierto —atacó, pero no precisamente en un murmullo.

—Ben y cada uno de ustedes son mi responsabilidad.

—Lo somos, pero eso no te hace culpable del todo.  Yo...

—Tú nada —le respondí, manteniendo toda mi entereza—. Aunque nos duela asimilarlo el destino, en parte, lo quiso así.

Tragó saliva y no parpadeó, demostrándome su fragilidad que se hacía patente al tenerla entre mis brazos, los cuales no se animaban a soltarla por miedo a que terminara derrumbándose en ellos. 

—El destino no debió llevárselo de esa forma tan aberrante. El destino, Damián...

Sin meditarlo, y como un acto totalmente voluntario, alcé una de mis manos hasta situarla en una de sus mejillas, a la cual acaricié lentamente desde ella hacia su mentón, percibiendo cada uno de sus estremecimientos que parecían aflorar con cada uno de mis sutiles y delicados movimientos.

—El destino es algo con lo cual debemos lidiar cada día de nuestras vidas. Créeme, si todo esto hubiese estado en mis manos jamás, Maya, jamás habría permitido que Ben sucumbiera de esa forma.

Un par de sollozos dejó escapar, pegando su cuerpo otra vez junto al mío, el cual —me parecía tan extraño e irreal—, encajaba de perfecta manera con mi fornida anatomía.

—Oíste... —Secó sus lágrimas con la yema de uno de sus dedos.

—Lo oí todo y de principio a fin. —Si no estaba errado se refería a las últimas palabras que él le había dedicado.

—Siempre fue un cabrón —prosiguió, robándome una prominente sonrisa—. Un cabrón al que voy a extrañar muchísimo.

Besé la coronilla de su cabeza para luego separarme de ella, queriendo contemplarla por última vez. Y así lo hice, pero preocupándome de que alzara su vista hacia la mía para que nada ni nadie obstaculizara, ni detuviera, lo que iba a preguntarle.

—Ben estaba... ¿Enamorado de ti?

Guardamos silencio, y como por arte de magia se separó de mis brazos sin otorgarme una respuesta que me satisfaciera. ¿Por qué? Aún me lo estoy preguntando.

—Y tú... ¿De él? —continué, ansiando saberlo de su propia boca.

—No. —Evitó ante todo el irrefrenable contacto con mi mirada, pero no con mi cuerpo que nuevamente fue al encuentro del suyo. 

—¿Estás... segura?

Esta vez evitó responder con palabras dedicándome, a cambio, una leve y tímida sonrisa.

—Gracias —añadió, sorprendiéndome—. Realmente, muchas gracias, capitán.

—No tienes... —pero no conseguí darle término a esa frase al percibir cómo se acercaba hacia mí para regalarme un dulce beso en una de mis mejillas que me erizó la piel al contacto de sus tibios labios que deseé, enormemente, no tener sobre mi pómulo sino, más bien, de lleno en mi boca.

—Por preocuparse por mí —murmuró muy cerca de mi oído cuando mis manos apresaban las suyas, también de voluntaria manera, electrizándome significativamente al preguntarme a mí mismo... “¿Por qué siento esto ahora y no lo sentí antes?”—. No imagina... lo importante que es para mí que usted...

—Creo que puedo llegar a saberlo —la interrumpí, volteando intencionalmente mi rostro hacia el suyo para que ambos se rozaran y se encontraran al fin. Podía sentir su respiración, el ritmo acelerado de su corazón, como la piel se le erizaba quedamente, como su anatomía se erguía ante mi presencia, como sus manos se posaban sobre mi pecho, sus ojos lo invadían todo y como su boca amenazante y provocadora se entreabría al beso que... no me pude resistir a darle en ese hangar, aferrándome considerablemente y sin distinción a sus labios y a su cuerpo. Porque la abracé con posesión, con ansias y con un profundo y desesperado deseo de hacerla mía en ese sitio, recibiéndome ella a mí de la misma manera y correspondiéndome con urgencia y satisfacción como si todo, para nosotros dos, hubiese comenzado.

Sin parar de poseer su boca, mi lengua hizo lo que quiso con la suya con fuerza y con ferocidad, penetrándola, hurgándola, bebiendo de ella mientras me regalaba a cambio sus incesantes jadeos al sentir mis manos subiendo y bajando por sus caderas.

—Tócame —suplicó, haciendo estallar en mí el irrefrenable deseo de querer someterla bajo o por sobre mi cuerpo—. ¡Por favor, Damián, te necesito! —insistió, endureciendo con su sensual voz mi miembro que sentía sus deliberados y seductores roces con los cuales me hacía enloquecer. Sí, porque Maya lo estaba consiguiendo de una rápida y efectiva manera. Yo iba a estallar si seguía moviéndose y provocándome así, pero antes tenía que asegurarme de que mi granada de mano detonara no precisamente dentro de mi pantalón militar sino, más bien, lo hiciera dentro de ella atacándola por delante o, tal vez, como un experto capitán flanqueándola por detrás, “cuidando” así su retaguardia.

Sorpresivamente, la apresé contra uno de los vehículos de reconocimiento mientras la besaba con más y más urgencia al sentir en mí una indómita sensación de hambre que me recorría la piel por la cual ella dejaba regadas sus frenéticas caricias, cada uno de sus roces y, por sobre todo, su cálido aliento que me quemaba en vida.

—Solo si me prometes que no volverás a desobeder mis órdenes —ataqué, mordiendo sin una sola pizca de delicadeza su labio inferior, logrando con ello arrancarle un sexy gemido que me volvió aún más loco de lo que ya lo estaba.

—Como usted ordene, capitán. —Se liberó lentamente de mí para voltearse y comenzar a rozar, aún más en sugerentes movimientos, su trasero contra mi protuberante erección que ya no podía mantenerla quieta en su sitio por más tiempo.

—Estoy hablando en serio, teniente —proseguí al mismo tiempo que deslizaba mis manos hacia la parte superior de su pantalón de deporte, en el cual las hundí para bajarlo decididamente, al igual que lo hice con sus bragas, dejando que mi boca se alojara alrededor de su nuca, a la cual besé, lamí y mordí más que un par de veces.

—Señor, sí, señor —replicó, rozándome todavía más la entrepierna como una experta torturadora en la materia.

“¡Maldición!”. Estaba desesperado y enloquecido por arrancarle la ropa a tirones, por tocarla como un animal, por disfrutarla y por hacerla gritar de placer.

—No vuelvas a comportarte así —la reprendí, dejándole por fin su desnudo trasero al descubierto.

—O qué... ¿Me vas a castigar?

—¿Qué cree que estoy haciendo ahora, soldado? —Acaricié por completo la tibia y tersa piel de su retaguardia, de arriba hacia abajo y viceversa—. Créame, si sigue desobedeciéndome, no le quepa duda, la haré pagar por cada una de sus insubordinaciones.

Maya sonrió, y más lo hizo cuando de reojo observó cómo me acuclillaba detrás de ella para empezar a desarrollar mi debido castigo, el que estaba seguro no acabaría así, tan fácilmente.

—Damián... —jadeó mi nombre al percibir ya mi boca haciendo de las suyas—... Damián... —repitió al sentir cómo mi lengua hurgaba y se perdía entre sus nalgas en busca de su placer y más—. Damián... —¡Al demonio! No conseguí aguantarme más las ganas de querer embestirla. Por lo tanto, me quité el cinturón, el pantalón militar y mis boxers para penetrarla de una vez, robandole el aliento con ese rudo y bruto movimiento que recibió, y por el cual ahogó un ferviente grito de dicha que consiguió electrocutarnos y sacudirnos de una salvaje manera.

—Lo siento. ¿Te he hecho daño? —Ansié saber de inmediato, reaccionando. No es que fuera por la vida cogiendo de una forma bestial a cualquier subalterna a mi cargo. No. Porque en primer lugar, Maya no era cualquier subalterna y menos era cualquier mujer, sino la que a mí, de un tiempo hasta la fecha, me volvía loco sin conocer a grandes rasgos la razón o el por qué.

—No, para nada —Empezó a moverse otra vez para así avivar la ardiente hoguera que habitaba en nosotros—. Y ahora, y con su permiso, capitán, guarde silencio y deme el castigo que me merezco.

Jalándosela, le quité la camiseta y en un abrir y cerrar de ojos le arranqué el sujetador dejando al descubierto su espalda, la que besé y lamí en innumerables ocasiones al tiempo que mis manos se aferraban a sus senos para empezar a elucubrar un movimiento de entrada y de salida de su húmeda cavidad que enseguida me robó el aliento. Porque sabía, exactamente, cómo moverse para que yo quisiera embestirla más duro, más fuerte, con más rudeza y desesperación hasta que nuestros cuerpos pidieran clemencia.

—¡Sí... Sí... Así...! —gemía y jadeaba delirante en un arrebatador ritmo, arqueándose para recibir cada una de mis estocadas, volteando a la par su cabeza hacia un costado para que mi boca devorara sus labios como ella lo hacía de la misma manera con los míos, con violencia, con exaltación y como si todo de sí dependiera únicamente de ello.

—No vuelvas a desobedecerme —Ya preso de mis poderosas ansias, y de mi ferviente excitación, se lo exigí cuando una de mis manos descendía, por delante, al acecho de su entrepierna—. No vuelvas a comportarte así.

—¿Por qué? —Alzó las suyas hasta situarlas en sus senos, a los cuales acarició, masajeó y pellizcó mientras la mía comenzaba a masturbarla y la otra, la libre, se aferraba a la parte baja de su barbilla.

—Porque sinceramente... no sé que haría...

A lo lejos, y de pronto, escuchamos un fuerte sonido que nos alertó, seguido de unas voces en alemán que nos dieron a entender de la existencia de tres militares que en ese momento hacían su entrada al hangar. “¡Maldita sea!”, vociferé para mis adentros como un verdadero animal encolerizado. “¿Esto es una jodida broma o qué? Damián Erickson, al parecer, la suerte esta noche no está de tu lado.”

Maya se detuvo ralentizando cada uno de sus movimientos, pegando su espalda contra mi pecho al tiempo que respiraba con algo de dificultad mientras mis manos y mi miembro en su interior se negaban a abandonarla.

—Shshshshs... —expresé en su oído aprisionando, a la par, el lóbulo de su oreja con mis labios—. Por tu bien y el mío, no te muevas.

—¿Moverme? ¿Así? —me desafió, contoneándose y sujetando mi mano con una de las suyas, la cual se había detenido, pero aún se encontraba entre sus humedecidos pliegues y que, al cabo de un momento, siguió desarrollando en su totalidad sus íntimas caricias—. ¿O así? —Nuevamente buscó mi boca para asaltarla, a la que besé con ardor afinando a la par mi oído, el cual segundo a segundo me dio a conocer cada uno de los pasos que realizaban los tres uniformados alemanes que empezaban a hacer lo que sea que estuvieran haciendo con un vehículo de carga. En realidad, me importaba una mierda lo que ocurría con ellos cuando yo tenía cosas más importantes de las cuales me debía ocupar.

—Sí... Así —gruñí en su boca, olvidando todo lo que nos rodeaba en ese único e incomparable momento de mi existencia.

—Pero... Lamentablemente, capitán... No es hora de follar —Mordió la mía sin condescendencia para luego apartarse inesperadamente de mí, dejándome con toda mi patente erección al descubierto—. ¿Sorprendido? Ya me conoces, Águila. Sabes de sobra que soy y seguiré siendo una Lince indomable. Gracias... por tus palabras de consuelo y también... por la charla. —Terminó subiéndose sus bragas y su pantalón de deporte. Acto seguido, recogió el sujetador del piso y se colocó su camiseta al tiempo que se lanzaba hacia mí para robarme un nuevo y violento beso que me hizo desearla y empotrarla, enseguida, al frío metal del vehículo de reconocimiento.

—No para mí, Donovan —fue lo último que expresé en relación a lo que había dicho, percibiendo como sus ardientes labios se separaban de los míos para, finalmente, verla huir, alejándose como toda una sagaz y astuta fiera.

Una hora después, aún pretendía apartar de mí lo que con ella había sucedido. ¿De qué manera? Ni masturbarme parecía ser una buena opción cuando solo conseguía recordar el olor de su piel, su suavidad y como mi boca sabía increíblemente a ella.

—¿Te encuentras bien? —me interrumpió Velázquez, liberándome de mi fantasía, pero no de las sensaciones abrumadoras que en mí crecían debido a Maya—. ¿Lograste hablar con Lince?

Lince, Lince, Lince...

—Sí. Acabamos... hablando... en el hangar —detallé, relamiéndome los labios. ¡Demonios! Esa mujer me tenía podrido y a punto de colapsar.

—¿Cómo se encuentra?

Suspiré y me levanté desde donde me encontraba sentado para pensar en otra cosa que no fuera follármela con mis propios pensamientos.

—Mejor. Y asimilándolo todo.

—Entiendo, pero... ¿Por qué en el hangar, señor? —Sonrió con picardía.

Quise responderle, más no lo conseguí gracias a una media sonrisa que me delató ante sus ojos.

—Le prometiste a su padre que la cuidarías.

Y eso lo recordaba perfectamente.

—Lo de hoy... —Elevó su vista hacia el cielo estrellado que tapizaba nuestras cabezas—... Podría haberse convertido en algo peor.

Tragué saliva con dificultad, porque yo también lo sabía al observar cada rasgo facial de mi compañero con los cuales me demostraba toda la agonía y el desconsuelo que llevaba dentro.

—Era Buitre o ella —replicó, tajantemente.

—Lo sé. —De la misma forma le respondí a quien me conocía de sobra y se había convertido, con el correr del tiempo, en más que un amigo para mí. Porque Lobo, a pesar de los años con los cuales me sobrepasaba en edad y experiencia, simplemente, era y seguiría siendo mi infalible conciencia.

—No imaginas lo que daría por emborracharme hasta perder la razón —añadió, volteando sus ojos hacia un costado.

—No eres el único. Dime, ¿qué harás después de esta misión? —Sabía a lo que me refería expresamente con ello.

—Quedarme en casa un largo tiempo junto a Jacky y mis bebés. Así que, por favor, no dispongas de mí para nada.

Me acerqué para palmearle la espalda cuando su oscura mirada acechante, esa que lo caracterizaba y por la cual se había ganado el apodo de “Lobo”, se adentraba más profundamente en la mía.

—Y tú, ¿qué harás? ¿Verás a Carolina?

Carolina...

Moví mi cabeza hacia ambos lados, negándoselo rotundamente.

—Eso terminó hace mucho tiempo para ella y para mí. Lamentablemente, alguien como yo siempre estará solo.

—Porque tú lo quieres así. Tal vez, no lo estás del todo, compañero, y solo no haz abierto bien los ojos.

—¿Lo dices por ti, colega? ¿O por Oso y Snake?

Ambos reímos a carcajadas gracias a mi comentario cuando él volteaba la vista, específicamente, hacia la tienda de campaña de Lince.

—Gracias a Dios ya tengo una bella esposa e hijos, pero gracias también por la oferta. Eres bien parecido, muchacho, pero no mi tipo ideal. Lo siento.

—De acuerdo —reí—. Aunque debo advertirte que con tu tan honesta acotación me haz roto de inevitable manera el corazón.

—Lo vi hoy, capitán —subrayó—, en la ciudad... con Lince.

Su inquisidora mirada volvió a la mía, haciéndome reaccionar. ¿A qué se refería con ello?

—Estabas desesperado por encontrarla.

No pude hablar. En cambio, solo me limité a clavar la vista sobre la árida tierra de nuestro campamento.

—No puede mentirse a sí mismo, señor.

No, realmente ya no podía hacerlo.

—Velázquez, Lince es una más de nuestro...

—Sí, lo es —me interrumpió—, pero también de ti. Asúmelo. Esa gata fiera te importa más de la cuenta.

Esa gata... ¡Maldición!

—Ve con ella, Damián —Su vista otra vez rodó hacia la carpa de Maya—. Inventa algo. ¿Sabías que la noche en este desierto está muy fría para que alguien como tú esté solo? Seguro... te necesita para charlar.

Y yo la necesitaba a ella.

—Además, por lo que oí e investigué hace una hora en el comedor, Sophie está de turno.

No podía creerlo, mi propia conciencia de treinta y ocho años de edad me estaba lanzando de lleno y en picada a los brazos de Donovan, a los cuales indudablemente yo anhelaba regresar. Sí, tal vez para charlar un rato.

—No es tan simple, Velázquez.

—Lo es, señor, y más en este campo de batalla. Asúmalo, ejecútelo, vívalo y disfrútelo. Y lo más importante de todo, capitán, no deje jamás para mañana lo que sí puede hacer hoy.