7

 

 

Jadeante al respirar, con la adrenalina corriendo por mis venas y con todos mis sentidos en alerta me situé dentro del edificio, a un costado de la puerta, apuntando mi fusil siempre en dirección hacia las escaleras y, en realidad, también hacia el más mínimo movimiento que lograran apreciar mis ojos en esos frenéticos minutos de mi existencia.

—Uno —murmuré entre dientes en concordancia a cómo me encontraba ahí dentro, recibiendo enseguida la voz de Lobo de vuelta, preguntándome:

—¿Código, señor?

—Blanco y despejado. Me dispongo a subir. Lince, hazte cargo.

Lentamente, inicié mi avance por el silencioso inmueble de tres pisos con destino hacia la azotea, afinando al máximo mi oído y mi precisión al tiempo que oía las órdenes que Donovan les entregaba a sus compañeros, las cuales me otorgaban ampliamente una visión de lo que ahí afuera estaba sucediendo.

Logré dejar atrás el primer y segundo piso sin tener que disparar una sola bala de mi armamento hasta que al avanzar con sumo cuidado algo llamó poderosamente mi atención. Porque bajo los peldaños del último piso se hallaba nada menos que un niño afgano de no más de ocho años, al parecer oculto, atemorizado y con su vista muy quieta en la profundidad de la mía, tal y como si estuviera analizando en detalle cada uno de mis tenaces movimientos.

Al verlo, aparté fugazmente el cañón de mi rifle de su cuerpo porque, claramente, él no era mi objetivo principal cuando el pequeño, por su parte, alzaba la cabeza hacia arriba, la que seguí con mi mirada, asintiendo.

“Vete de aquí” le susurré en su lengua materna, acercándome para palmearle uno de sus frágiles hombros, sabiendo que ese premeditado acto podía costarme algo más que la vida al significar para mí una evidente trampa.

Sin nada que decir, y con sus ojos color oliva todavía fijos en los míos, se levantó del piso, y como sus pequeños pies se lo permitieron se alejó ante mi atenta mirada que, tras unos segundos, lo perdió por completo de vista.

Suspiré con fuerza al vislumbrar la metálica puerta de la azotea adosada al muro de piedra que se encontraba entreabierta y detrás de mí. ¡Eureka! Al instante, me volteé para luego situar una de mis manos en ella. Debía traspasarla lo antes posible, no había otra opción. Para eso había conseguido llegar hasta ese sitio sorteando la implacable balacera que todavía alcanzaba a escuchar a lo lejos. Y así lo hice, emitiendo un segundo y no menos intenso suspiro tras, mentalmente, contar hasta tres.

Aquel sitio era claramente un tendedero con ropa de cama colgada por doquier que obstaculizaba, en gran medida, mi visión. Por lo tanto, de inmediato me privé de hablar por la frecuencia y seguí avanzando entre las sábanas mojadas, absolutamente concentrado en cada uno de mis diestros pasos y movimientos que astutamente efectué, pero a ras del piso, porque si esos mismos pasos los hubiera realizado de pie a este ritmo, seguramente, ya estaría agonizando o, quizás, muerto, tirado sobre el suelo, desangrándome, y con mi cuerpo agujereado como coladero.

Sonreí de medio lado ante tan particular visión que elucubraba mi mente cuando un sorpresivo disparo me dio a entender que en ese lugar no me encontraba solo.

Como el vasto espacio me lo permitió, me escabullí hacia un costado del tendedero donde un pequeño muro de no más de setenta centímetros de altura me brindó su protección, al mismo tiempo que otros tres disparos más recaían en él, queriendo matarme. Eso era más que evidente a los ojos de cualquiera que pudiese ver y constatar donde se encontraba el avezado francotirador quien, desde su sitio, me otorgaba una cálida bienvenida.

—¡Maldición! —exclamé exasperado, llamando la atención de quienes me oían por la frecuencia.

—¿Posición y código, señor? —escuché al instante, pero terminé callando por razones obvias. No iba a permitirles a ninguno de mis hombres que vinieran hasta aquí, menos ahora que el tirador tenía sus ojos puestos sobre su señuelo, o sea en mí.

—¿Águila, posición y código?

La potente y ruda voz de Lobo oí dos veces más cuando intentaba alzar la cabeza, solo un par de centímetros por sobre la barda del muro, para divisar al enemigo y así cerciorarme de dónde se situaba a la distancia.

—Quieto, viejo —respondí cuando otro maldito disparo rozó de inesperada manera mi hombro izquierdo—.  ¡Maldita sea! —vociferé aún más enfurecido por la sencilla razón de que no podía moverme un solo milímetro del lugar en el cual me encontraba posicionado.

De pronto, la voz de Lince al mando, entregando las pertinentes instrucciones ante un nuevo proceder, me alertó de lo que eventualmente acontecería.

—¡Señores, mantengan sus posiciones hasta que se los ordene! —pronuncié en el acto, echando por la borda cada uno de sus planes.

—No es momento de ser un héroe, Águila —intervino Maya, soberbiamente, bromeando—. Lo siento, capitán, pero quien da las instrucciones y quien está al mando del equipo ahora soy yo.

—¿Pretende desobeder mis órdenes, soldado?

—No, señor, pero patearle el culo a un enemigo que no cesa de dispararnos a quemarropa sí. ¡Señores...!

—¡The Animals, les habla “su capitán”! —enfaticé, endureciendo mi voz—. ¡He dicho que mantengan sus posiciones!

¡Verpiss dich doch, Adler! (¡Vete a la mierda, Águila!).

—¡Danke, teniente! —le agradecí de forma inmediata sus tan calurosos y buenos deseos—. No imagina cuanto lo ansío y más en este momento cuando me encuentro disfrutando de... —pero no pude seguir hablando ante una férrea lluvia de balazos que recibí por encima de mi cabeza de tan cordial manera.

—Por nada, capitán, pero se lo aseguro, usted ni nadie va a aguarme la fiesta que aquí se va a realizar. ¡Señores, una vez más, les habla la teniente Donovan al mando! —replicó, tajantemente, desobedeciendo mis órdenes—. ¡Escúchenme bien, carajo! ¡Abajo, costado y arriba a la cuenta de tres!

—¡Teniente!

—¡Oso! —prosiguió airadamente, obviando mi ferviente llamado de atención—. ¡Alista granada de humo a mi señal!

—¡Lobo!

—¡Lo siento, Águila, pero la belleza está al mando!  ¡Y demás está decir que está muy, pero muy enojada!

—¡Teniente Donovan! —gruñí encolerizado cuando lo único que alcancé a escuchar por el intercomunicador fue un significativo “tres” que Maya emitió, eludiendo como toda una experta mi soberano y estridente llamado.

Todo sucedió tan de prisa que, en cosa de segundos, cada uno tomó una nueva posición, tal y como ella se los había ordenado. Oso se alojó en la entrada del inmueble en el cual yo me hallaba estancado al tiempo que Snake y Lobo subían rápidamente por las escaleras mientras Lince corría una desesperada y loca carrera en dirección hacia donde había estallado la granada de humo que, segundos antes, había lanzado su colega de guarnición cuando los efectivos españoles y alemanes, que aún se mantenían con vida, ayudaban a los malheridos apartándolos del lugar desde donde habían sido derribados.

—¡Joder, Maya! ¡Dónde crees que vas! —Oyó, de pronto, a su espalda, visualizando de reojo a un efectivo que corría tras sus pasos.

—¡Ayude y preocúpese de sus hombres, capitán, que yo me hago cargo de los míos!

—Tal vez, en otra oportunidad, teniente —acotó Ruiz, siguiéndola hacia el interior de otro edificio donde finalmente la detuvo, sosteniéndola con fuerza por una de sus extremidades.

—¡¿Qué coño pretendes hacer?!

Lince se soltó bruscamente de su agarre, desafiándolo con la mirada, apartándose además, por un momento, el intercomunicador de su boca y también de su oído para decirle...

—¿Qué cree usted que estoy haciendo?

Iñaki Ruiz la analizó en completo silencio mientras la veía retroceder un par de pasos para cargar con más balas su armamento de precisión. Sí, el que justamente se aprestaba a utilizar desde la azotea de ese edificio.

—Algo más de cuatroscientos metros —le dio a entender a regañadientes en relación a la distancia que separaba los dos inmuebles, consiguiendo con ello que Donovan alzara fugazmente la mirada hasta situarla en sus resplandecientes ojos negros que hacían que su rostro se viera aún más atractivo de lo que ya lo era, con su mandíbula cuadrada, su tez bronceada por el sol del desierto, sus labios carnosos y esa vista dominante que ella recordaba muy, pero muy bien... desde Mali—. De acuerdo, gata. Yo iré primero. 

—Capitán... —quiso decirle que no hacía falta que lo hiciera, pero no consiguió ni siquiera articular más que su rango, viéndolo alistar su fusil con más municiones al mismo tiempo que ya dirigía su raudo andar hacia las escaleras.

—He dicho que yo iré primero —afirmó sin darle tiempo a que lo rebatiera—.  Al parecer, el maldito tirador es solo uno, pero con una experticia y una precisión digna de admirar.

—Es pan comido —se burló Lince en clara alusión a sus palabras, terminando de cargar con cuatro potentes y letales cartuchos su fusil M24 SWS de largo alcance—. Para mí y esta belleza no existe nada que se le compare, señor.  Por lo tanto, y con todo el respeto que se merece, ¿vino usted a hablar como una cotorra parlanchina o a actuar decididamente?

Iñaki no pudo evitar reír ante su pregunta de rigor.

—Sigues siendo la misma soberbia oficial de siempre, Maya.

—Eso he oído por ahí —le contestó en el acto, volviendo a colocarse el intercomunicador cuando por él pedía las posiciones de cada uno de sus compañeros, añadiendo—: calmen al pajarraco, señores, voy a entrar.

Después de haber oído de sus labios su tan afectuoso apodo con el cual se había referido a mí, les comenté en detalle a Lobo y a Snake lo que acontecía en la azotea, impidiéndoles que entraran disparando a diestra y a siniestra por la sencilla razón que la visibilidad en este sitio era nula.  En cambio, les exigí que se quedaran del otro lado de la metálica puerta entreabierta esperando, pacientemente, mis órdenes que les daría a conocer cuando tuviera a Maya otra vez por la frecuencia.

—¡Dónde te encuentras, maldita sea, y por qué no respondes! —maldije exasperado, intentando levantar la cabeza una vez más hasta que nuevamente, y por arte de magia, tuve su voz colándose con fuerza por mis oídos.

—Me encuentro a menos de seiscientos metros de usted, señor, y ajustando la mirilla. Lo lamento, necesito un par de segundos más, así que le pido como favor especial que no se mueva hasta que yo se lo ordene.

¡Maldición, Donovan! Con esas palabras me estaba transmitiendo claramente donde se situaba.

—¿Calmen al “Pajarraco”? —añadí en clara alusión a cómo me había llamado hace un instante—. Estás en serios problemas. ¿Lo sabes, verdad?

—¿Corte Marcial, capitán? Sí, puedo lidiar con ello.

Consiguió arrebatarme una sonrisa al mismo tiempo que una nueva bala me rozaba, pero esta vez, a un costado del casco que me protegía la cabeza.

—¡¡¡Hijo de puta!!! —pronuncié efusivamente.

—Al cual tengo casi en la mira, señor. Por lo tanto, cálmese y despreocúpese. El tirador es solo uno.

—Se lo dije, teniente —intervino Ruiz, acaparando de lleno mi atención. Porque me bastó nada menos que una milésima de segundo reconocer la inconfundible voz de Iñaki.

—¡Vaya, Lince...! Así que tienes compañía...

—Para mi mala suerte sí, capitán —se jactó, obviando mi apreciación—. ¡Señores, objetivo en la mira!

—¿A la cuenta de tres, belleza? —tomó parte Snake, uniéndose a la charla.

—¿Me harías el honor, dios de la salsa?

—Sería más que un placer para mí concedértelo, “gatita” —pronunció, tildándola con ese peculiar apodo con el cual logró erizarle hasta el más ínfimo vello de su piel.

—¡Estás muerto, culebra de cola corta! ¡Estás...! —Y después de ello, y sin que lo advirtiéramos, su voz se acalló precipitadamente gracias a un estallido atronador que nos ensordeció los oídos y sacudió los edificios de forma inesperada en el mismo segundo en que Ruiz vociferaba con su dura y potente voz un significativo: “¡cúbrete, Maya!” que me enfrió la piel y congeló de increíble y maldita manera cada uno de mis huesos al comprender lo que frente a mí ocurría sin que nada pudiese hacer por detenerlo.

—¡Teniente! —grité fuera de mis cabales sin obtener una sola respuesta de su parte—. ¡Lince! —volví a expresar por el intercomunicador, ansiando como un loco volver a oír su voz—. ¡Maya!  —exclamé aterrado y con un gran nudo alojado en mi garganta, alzando con cuidado los ojos por encima de la barda del muro para admirar lo inevitable: la inminente caída de un costado de un edificio que de forma automática silenció mi voz, pero no detuvo mis presurosos movimientos cuando conseguía ponerme de pie y correr otra vez como un soberano suicida en una sola dirección al mismo tiempo que escuchaba por la frecuencia, alto y claro...

—¡Estamos siendo atacados con misiles portátiles de tierra-aire desde algún punto de la ciudad! ¡Repito, señor!  ¡Estamos siendo atacados con misiles portátiles...!