12

 

 

“Te amo, Maya. No dejes nunca de recordarlo, por favor y, más aún, cuando sientas que algo va mal o todo de ti flaquea.

Mi valiente abeja. Mi preciosa hermanita pequeña de mirada luminosa, me lo prometiste antes de partir: “Daré todo lo que tengo y lo que soy en ese campo de batalla como sé que lo harás tú de la misma manera en el tuyo, pero siempre con honor y gloria por mí, por los míos e, indudablemente, por mi patria.”

Tu hermano que te adora por sobretodas las cosas y quien está a tu lado cada día, cada tarde, cada noche y a cada minuto...

José Tomás.”

 

A cada paso que la cuadrilla conseguía dar a través de la senda del desierto, Lince evocaba las últimas líneas de la carta que había recibido de parte de su hermano las que, en definitiva, habían logrado endurecer su corazón y ser su mayor aliciente para con suma entereza y valentía expresar al fin aquella decisión que había conseguido tomar sin ningún tipo de arrepentimiento.

Con el corazón apretado seguía los pasos de sus compañeros, pero esta vez en estricto silencio, lejana y ausente, como si de pronto hubiese perdido algo más que la voz al no cantar la marcha militar de “Los viejos estandartes” que ellos entonaban potentemente y con mucho tesón en honor a los soldados de su patria.

 

“Cesó el tronar de cañones
las trincheras están silentes
y por los caminos del norte
vuelven los batallones
vuelven los escuadrones
a Chile y a sus viejos amores.

 

En sus victoriosas banderas
traen mil recuerdos de glorias
balas desgarraron sus sedas
y sus estrellas muestran
y sus estrellas muestran
honrosas cicatrices de guerra.

 

Pasan los viejos estandartes
que en las batallas combatieron
y que empapados en sangre
a los soldados guiaron
y a los muertos cubrieron
como mortajas nobles.

 

Ahí van los infantes de bronce
fuego artilleros de hierro
y al viento sus sables y lanzas
a la carga...
los jinetes de plata.

(Marcha Militar)

 

Todo el trayecto Lobo, a su costado, no le quitó los ojos de encima. Sabía que algo le ocurría. La conocía muy bien para asegurarlo, tal y como conocía a Damián, quien también comenzaba a portarse muy extrañamente, como si ambos no se conocieran o no estuviesen dispuestos a dirigirse la palabra.

A su retorno a la base y cuando lograron poner un pie dentro de ella, después de haber realizado el patrullaje de rigor bajo un inclemente sol, un infante del ejército Alemán les comunicó que una reunión a cargo del capitán Grant se estaba desarrollando en ese momento al interior de uno de los hangares y en la que, precisamente, tenía que participar Damián. Por lo tanto, sin nada que decir u acotar al respecto, éste se desprendió rápidamente de su armamento, así como también de gran parte del equipo que llevaba a cuestas, entregándoselo a Oso para que se hiciera cargo de él. Y así, algo preocupado por lo que estaba sucediendo, se marchó raudo siguiendo al infante en la dirección que lo guiaba, no sin antes señalarles a sus compañeros que a su regreso les informaría con detalles cada una de las “buenas nuevas” —si es que las habían—, del experimentado capitán Grant, el avezado y diestro ejecutor de misiones de combate.

—Estuviste muy callada hoy —manifestó Lobo de improviso cuando perdió de vista a su capitán—. Dime que no me tengo que preocupar por lo que entre él y tú está ocurriendo —acotó al tiempo que caminaba tras los todavía silenciosos pasos de su compañera.

—No tienes que preocuparte por nada, Velázquez. Todo está bien entre Águila y yo —le respondió lo más serena que pudo cuando Snake también intervenía en la charla, añadiendo:

—¿Por qué será que yo no te creo, preciosa? ¿Y tú, Goliat? —inquirió en alusión a Oso—. ¿Le crees una sola palabra a esta bella gatita?

—Con su permiso, teniente, y con todo el respeto que usted se merece como mi superior, pero no, tampoco le creo nada porque, lamentablemente, usted y el capitán Erickson no saben mentir cuando algo está ocurriendo.

Lince tragó saliva de inmediato, deteniendo su andar y preguntándose: “¿Qué sabían ellos que ella, casualmente, desconocía?”

—Un segundo, colegas —se volteó para admirarlos mientras se quitaba sus gafas de protección y también lo hacía con su casco, dejando al descubierto la venda que aún llevaba puesta en la cabeza—. ¿Qué significó eso de “que no sé mentir cuando algo está ocurriendo”?

—Es muy sencillo, Donovan, que lo haces muy mal o en el peor de los casos que lo haces patéticamente —le señaló Snake, haciéndolos reír a todos con su comentario.

—¿Ah sí, culebra de cola corta? ¿Estás seguro? 

—Segurísimo, gata. No digo que esté mal que nos mientas. Al fin y al cabo, solo tú sabes por qué lo haces, pero ¿sabes?, aún así es detestable.

En el acto, consiguió atragantarla con su tan honesta aseveración.

—¿Detestable? —formuló incrédula, entrecerrando la mirada y dirigiéndola hacia Lobo casi como si le estuviera pidiendo una explicación—. ¿Cómo así de detestable?

—En el buen uso de la palabra —se autocorrigió Snake de forma automática—. No me malinterprete, teniente, pero todo lo que menciono frente a usted siempre se lo diré en el buen uso de esa palabra.

La cara de sorpresa y de contrariedad de Maya lo decía todo.

—A ver, soldado... —suspiró y caminó hacia él despojándose de su chaleco antibalas—... Si yo le otorgara solo treinta segundos para que me hablara con suma honestidad y de tú a tú sobre lo que acaba de decir tan explícitamente, ¿qué me diría?

—Cuida esa boca, compañero —le expresó Lobo en señal de sugerencia cuando Snake sonreía a sus anchas ante la libertad que ella le había otorgado.

—La tengo muy bien atada, compañero, descuida, pero sin duda, la belleza aquí presente desea saber lo que hace días tengo atragantado en la garganta.

—Vamos, dios de la salsa. ¡Qué esperas para cantar! —lo incitó, ya que solo ansiaba escuchar lo que le diría.

—Qué usted y él hace mucho tiempo se tienen ganas.

De pronto, un silbido invadió el ambiente. Un largo sonido que emitió Oso a continuación de esa tan sincera apreciación, el cual terminó enmudeciéndolos a todos y casi por arte de magia.

—Ya está bien, señores —intervino Lobo de inmediato al notar la cara de espanto de Maya—. Descarguen armas y preocúpense de las municiones, por favor.

—¡Señor, sí, señor! —afirmaron Oso y Snake al unísono recibiendo también, de parte de su superior, una mirada de reojo en la que espontáneamente les pedía que los dejaran a solas. Después de unos segundos, así lo hicieron encaminándose con las armas hacia el bunker para llevar a cabo la orden que se les había encomendando realizar.

—Lo lamento —se disculpó Velázquez al advertir como ella aún no desclavaba la vista del piso.

—No es tu culpa, sino la mía —le respondió Maya en tan solo un murmullo—. ¿Te das cuenta? —formuló, pero ahora alzándola lentamente.

—¿De qué debo darme cuenta, Lince?

—De lo que aquí ocurre y todo gracias a mí.

—Por favor, no le hagas caso a Snake. Sabes muy bien que nunca habla en serio. Además, no pienses más allá de eso. Solo fue un absurdo comentario de un payaso.

Al instante, ella movió su cabeza de lado a lado, pero esta vez sin dejar de contemplarlo a su analítica mirada.

—No. No fue un absurdo comentario de un payaso, sino la realidad misma —le certificó, rememorando una vez más lo que entre ella y Damián había acontecido la noche anterior en su tienda de campaña.

—Donovan, ¿qué estás pensando?

Al oírlo, sonrió de medio lado porque la verdad ya había dejado de hacerlo tras haberle comentado a su superior lo que haría luego del término de la misión y su pronto retorno a Chile.

—Sinceramente... en cada uno de ustedes. Siempre pienso en cada uno de ustedes antes de tomar una decisión —contestó, pero asegurándose de darle la espalda cuando su compañero se apresuraba a insistir, añadiendo:

—Lo sabemos. Es más, eso fue exactamente lo que hicimos cuando supimos que Damián te había relevado de tus funciones. Pero no fue eso lo que te pregunté, sino en lo que verdaderamente estás pensando llevar a cabo.

Volvió a tragar saliva y esta vez se aseguró de exhalar con prontitud, como si le costara muchísimo trabajo hacerlo porque sabía que no era el mejor momento para confesarle su resolución. Sí, ya tendría tiempo después para ello.

—Por de pronto, Velázquez, comportarme y acatar todas y cada una de las órdenes de mi superior sin exponer a ningún miembro de mi equipo a una muerte segura. Esa fue... la condición que se me impuso, colega.

—¿Estás segura que fue una condición?

—Sí —le aseguró muy envalentonada—, y la cual voy a cumplir cueste lo que cueste.

—Si eso te hace feliz... Si eso, en definitiva, es lo que deseas, sabes de sobra que seré el primero que te apoyaré contra viento y marea.

Donovan cerró los ojos y cuando él terminó de hablar los apretó con aún más fuerza ante el dolor que le producían sus palabras.

—Queremos lo mejor para ti —le aseveró, situándose a su lado—. Todos y cada uno de tus camaradas siempre querremos lo mejor para ti —Sutilmente, dejó caer una de sus manos sobre uno de sus hombros—. En las buenas y en las malas, corazón. 

—Lo... sé —balbuceó nerviosa, fijando finalmente su mirada en la suya.

—Recuerdalo porque la familia siempre y, a pesar de todo, estará contigo en las buenas y, más aún, en las malas.

¿Recordarlo? Lo tenía más que claro porque no solo se lo dictaba él, sino también lo hacía su mente y su corazón, pero de una increíble manera que, de paso, le hacía añicos el alma al tener que ocultarles la verdad de lo que, eventualmente, acontecería al término de esta misión.

—Siempre, Velázquez. Te lo aseguro. Lo recordaré... siempre.

***

Al cabo de un momento, y cuando todavía se hallaba caminando sobre sus pasos —fuera del bunker— a la distancia divisó a Damián como precipitadamente salía desde el interior del hangar en el cual había ingresado hace más de media hora para formar parte de la reunión acontecida con Grant, pero... ¿Por qué maldecía entre dientes? ¿Por qué le parecía que iba a explotar a la vez que luchaba contra el mundo mientras se arrancaba con fuerza su chaqueta de patrullaje? Donovan entrecerró la mirada, percibiendo como le hormigueaban las manos y también los pies porque, indudablemente, podía deducir que algo no muy bueno estaba sucediendo.

Suspiró meditando qué debía hacer. ¿Quedarse allí como una tonta pensando en él, elucubrando teorías al respecto o debía seguir sus pasos aún cuando sabía de sobra que ella era la última persona a quien él quería tener en frente?

—Pues tendrás que verme y hablarme te guste o no, pajarraco —proclamó en el acto, encaminándose con rapidez hacia el interior de uno de los depósitos de los transportes en el cual él, segundos antes, había entrado.

***

No cesaba de maldecir ante lo que había escuchado de parte del maldito de Grant.

—¿Qué mierda tienen en la cabeza? —vociferé embrutecido al no estar de acuerdo con las órdenes que ya estaban más que aprehendidas y secundadas por una tropa de imbéciles y cobardes sin cerebro, entre los que se destacaba Ruiz, quien solo había asentido sin oponerse a ello cuando había escuchado de parte de Grant lo que transcurriría con Maya.

Maya... ¡Mierda, Maya!

Golpeé con fuerza uno de los muros de aquel lugar, pretendiendo con ello quitarme la cólera que me corroía la piel y las entrañas.

—No lo sé, dímelo tú —Oí de pronto a mi espalda una dulce voz que parecía colmar cada espacio vacío, por muy extenso que éste fuera—. ¿Qué ocurre? ¿Qué tienes? ¿Por qué estás así?

Quedamente y sin siquiera parpadear, me volteé hacia ella sintiendo en carne propia como cada pedazo de mí se erizaba al tenerla cerca, pero a la vez tan lejos porque... ¿Qué hacía Lince aquí? ¿Y ahora?

—¿Qué sucedió con Grant? —quiso saber sin detener sus pasos, los que ejecutaba de forma apresurada hacia mí—. ¿Son malas noticias? —añadió realmente interesada, plantándose delante de mi cuerpo—. ¿Águila? —Me escaneó con la mirada una y otra vez, una y otra más sin cesar de hacerlo—. Por favor —suplicó, perdiendo un tanto la serenidad al no obtener de mí una sola respuesta que la satisfaciera—. Sé que no me quieres cerca de ti. Sé muy bien que no deseas verme, menos hablarme pero, por favor, te lo pido, ¡necesito qué me digas que está ocurriendo para que reacciones así!

Quise hablar. Quise abrir la boca para tratar de decir lo que jamás salió de mis labios.

—Damián... —articuló una vez más—... no me hagas esto. Aunque sea la última vez tú...

—¿Por qué? —pregunté interrumpiéndola y clavando mi ferviente mirada en la suya—. Dime, ¿por qué? —repetí, pero aún convertido en un completo demonio que logró estremecerse ante su contacto. Porque ella, de forma voluntaria, alzó temblorosamente una de sus manos hasta posicionarla en una de las mías, asombrándome, la que no rehuí, sino que en vez de alejarla la entrelacé comiéndome así toda mi innegable rabia—. Por qué, por qué, por qué... —repliqué como un mantra sin querer desprenderme de la profundidad de sus ojos castaños—. ¡Dime por qué, maldita sea! —vociferé en un arrebato de furia, pero atrayéndola con mi mano libre hacia mí para pegarla a mi cuerpo y así volver a sentir el calor que emanaba de su piel y el que extrañaba tanto tener cerca.

Nos observamos embelesados sin nada que decir, como si las palabras en ese instante sobraran, porque no las necesitábamos cuando mis caricias se lo ejemplificaban todo.

Fue así como, con el puente de mi nariz, rocé su rostro y cada parte de él, de arriba hacia abajo y viceversa, deteniéndome en las comisuras de su boca, de esa cavidad imprescindible para mí y muchas veces fiera y deslenguada que, por sobretodas las cosas, anhelaba volver a besar para sentir, para soñar, para creer que, a pesar de todo este infierno en el cual estábamos inmersos, para nosotros sí existía un paraíso.

—Porque no me gusta verte así —contestó entre jadeos ante mi evidente proximidad y la forma amenazante en la que la apresaba con más deseo.

—Sé más clara —exigí, pero ahora deslizando la punta de mi nariz por su cuello. Y posteriormente, también lo hicieron mis labios, quienes no resistieron la tentación de volver a besarlo.

—Porque me importas —confesó entre gemidos—. Porque aún a pesar de que me odies yo...

—¿Tú qué? —la interrumpí, alzando de premeditada manera mi boca para alojarla sobre la suya—. ¿Tú qué? —rugí sobre ella como un animal desbocado, roncamente, tal y como si yo fuese su cazador y ella mi presa—. Si te odiara tanto como piensas, si no quisiera verte, si no quisiera hablarte o tenerte cerca, ¿crees que te tendría en mis brazos de esta manera? —Mi boca tentaba a la suya, rozándola, incitándola, provocándola para que ambas perdieran la cordura y así se fundieran en un beso arrebatador, urgente, violento y lujurioso que nos hiciera recordar cuánto nos necesitábamos aún a pesar de todo lo que entre nosotros había sucedido—. Te lo dije y te lo vuelvo a reiterar por si ya lo has olvidado: volveré una y mil veces a ti. Lo haré cientos de ellas si es necesario para que comprendas por una maldita vez lo mucho que significas en mi vida.

—Damián...

—Porque este idiota, cabrón, desgraciado, insensible y miserable que ves aquí no va a dejarte ir así como así. Aunque quieras huir de mí, Maya, aunque ya hayas tomado una decisión yo seguiré aquí recordándote que existo, que siento, que vibro y que lucho cada día contra mi destino, contra lo que soy y contra lo que nos separa para estar junto a ti. Y lo seguiré haciendo a pesar de que...

—¿De qué? —susurró contra mi boca, deslizando su lengua por mis labios al mismo tiempo que una de sus manos ascendía por mi espalda hasta alojarla en mi cabeza—. ¿De qué, Águila Real?

—De que terminen arrestándome por follarme a mi subalterna —manifesté, despegando sorpresivamente sus pies del piso para arriconarla contra la pared y así besarla y besarla como si lo necesitara para seguir existiendo.

Maya de inmediato hundió su lengua en mi boca mientras sus manos apresaban mi cabeza y las mías hacían lo suyo con su menudo cuerpo, al cual deseaba arrancarle la ropa cuanto antes.

Nos besamos con pasión, con vehemencia, con locura y entusiasmo, comiéndonos nuestros labios, dejando al mismo tiempo que resbalara saliva por los pliegues de nuestras bocas porque el deseo y el arrebato, ¡señor, sí, señor!, era majestuoso.

—Te necesito... —murmuró, de pronto, muy sensualmente entre beso y beso que nos dábamos al percibir mi inminente erección que se hacía patente por entre la tela de mis pantalones—. ¡Mierda, Damián, te necesito tanto! —insistió, pero liberando una de sus manos para situarla más bien en la protuberacia que tenía entre mis piernas y que no dejaba de crecer y endurecerse ante cada uno de nuestros sugerentes y provocativos roces que nos hacían enloquecer al interior de ese depósito.

—¡Qué voy a hacer contigo, Lince...!

—Cogerme ahora mismo, capitán. ¿Le queda claro?

Seguí devorándole la boca cuando sus piernas se aferraban a mis caderas con fuerza y una de mis manos levantaba su camiseta militar, al igual que el sujetador que llevaba puesto. Maldición, si seguíamos así terminaría desnudándola por completo para hacerla mía sin que me importara una mierda si alguien más nos llegaba a ver o a escuchar.

Uno a uno acaricié sus senos y uno a uno me los metí a la boca mientras los apretaba y los disfrutaba como si este instante se hubiese detenido para nosotros dos, sin manillas, sin reloj, sin tiempo.

—Damián, por favor, ¿no me vas a coger? —me suplicaba con desespero.

—Silencio, gata —rugí nuevamente, pero esta vez apoderándome de su boca cuando ella lo hacía, por su parte, con mi miembro haciendo que con una de sus manos estallara en mí el irrefrenable y salvaje apetito voraz de poseerla—. Te lo buscaste, fiera. Vas a pagar ahora mismo todos y cada uno de mis malos ratos y dolores de cabeza.

—¡Señor, sí, señor! —expresó, pero desarmándome con la mirada lujuriosa que me brindó la cual, de todas las maneras posibles, me dio a entender que esta mujer había nacido para ser mía—. Con mucho gusto, señor. En realidad, y para ser muy honesta, no hallaba la hora de que usted...

—¡Capitán Erickson! —proclamó una potente voz a mi espalda, desconcertándome, desconcertándonos, al mismo tiempo que Donovan susurraba un “¡Mierda!” a viva voz y, asimismo, pegaba su frente por tan solo un segundo en mi pecho para luego levantarla y fijarla en mis ojos que no cesaban de parpadear, inquietos. 

Lo siento, sé que debería estar nervioso, quizás hasta preocupado por quien nos contemplaba desde su sitio, pero al reconocer esa cadencia masculina junto a ese seseo solo tuve ganas de sonreír. Y lo hice a mis anchas, contagiando a Maya con ella, quien también sonrió, pero más bien mordiéndose uno de sus labios al tiempo que se tapaba su desnudez y el capitán Ruiz, furioso y fuera de sí, volvía a endurecer su voz de mando, añadiendo por segunda vez, pero fiéramente:

—¡Capitán Erickson!

Situé a Lince otra vez en el piso —para mi mala fortuna—, mientras la veía acomodarse su camiseta militar cuando por mi parte yo también pretendía hacerlo, pero con lo que tenía en posición firme en mi entrepierna, al cual le sugerí: “Quédate quieto, muchacho. Por el momento, no es hora de atacar.”

Maya, enrojecida hasta decir ¡basta!, no lograba dejar de sonreír, abriendo y cerrando los ojos para que yo dejara de hacerlo como lo estaba haciendo, con cizaña, con burla y con malicia. Estaba en todo mi derecho ¿o no? Sí, había llegado al fin mi hora de la tortura.

—¡Capitán Ruiz! —vociferé fuertemente, logrando que mi voz resonara como un eco por todo el depósito—. ¿Qué ocurre? —añadí, altaneramente, volteándome en su dirección para encararlo.

—Lo mismo quisiera saber yo, señor —respondió muy resuelto, con ironia y como si no lo supiera el muy desgraciado.

—Lamentablemente, lo que usted acaba de ver nos compete a la teniente Donovan y a mí. Por lo tanto, usted se dará cuenta, con lo inteligente que es, que no voy a hablar de ello por razones obvias. —Mi cara lo decía todo: si Ruiz quería guerra, guerra iba a obtener de mí.

Iñaki sonrió en el acto tras mover la cabeza de lado a lado. Estaba que estallaba de ira. No tenía que ser un maldito genio para comprobarlo cuando cada movimiento de su cuerpo, por minúsculo que éste fuera, junto a las maldiciones que me lanzaba entre dientes me lo estaban más que certificando.

—¿Está seguro, señor? —subrayó sin una sola cuota de condescendencia.

—Muy seguro, señor —recalqué, pero avanzando en su dirección, obviando así el llamado que Lince efectuó a mi espalda.

Caminé hacia él con la mirada fija en su soberbio rostro de idiota, y me detuve frente a su cuerpo de la misma forma, dándole a entender con ello que no estaba bromeando con ninguna de mis acotaciones.

—¿Qué quieres conseguir? —formulé, aguzando aún más la vista—. Dime, Ruiz, ¿qué mierda quieres conseguir? ¿Chantajearnos?

Antes de responder sonrió, pero esta vez lo hizo maquiavélicamente, demostrándome con esa nefasta sonrisa torcida todo su odio.

—Mmm... Lo pensaré... lo pensaré. Pero dime, mientras tú y ella “charlaban” tan animadamente... Espero que hayas conseguido ponerla al tanto de las nuevas instrucciones de la misión que llevaremos prontamente a cabo.

La misión... La maldita misión... La había olvidado por completo.

—A la que tú debiste decir “No” cuando supiste cuál iba a ser el destino de Maya. Eres un cobarde... —ataqué, viéndolo sonreír de medio lado antes de manifestar:

—Le recuerdo, capitán Erickson, que no estamos en un jardín de infantes. La teniente Donovan, aquí presente, no es una niñata y sabe cuidarse perfectamente la espalda. Después de todo, para eso ha sido entrenada, ¿o no?

—¡Eres un “lame culos” miserable, Ruiz! —le solté en la cara sin contener mis enormes ansias de regalarle afectuosamente algo más que un puñetazo.

—¡Señores! —intervino Maya corriendo a paso veloz para posicionarse entre él y yo, a sabiendas de lo que podría llegar a pasar en cualquier instante—. ¡Capitán! —añadió, pero centrando toda su atención en mí cuando también se encargaba de situar una de sus manos sobre mi pecho, deteniéndome—. ¡Por favor, no es necesario!

¿No era necesario que le rompiera todo lo que se llamaba cara después que había secundado las órdenes de Grant sin ponerse a pensar siquiera en esta nueva misión y en el riesgo que corría la mujer de la que un día él se había enamorado?

—Maya... —intenté decir, pero Iñaki se me adelantó, expresando:

—Teniente Donovan, el capitán Grant...

—¡No te atrevas! —le exigí, endureciendo mi voz que él obvió en el acto, acotando:

—Necesita hablar con usted. Es muy importante que me acompañe ahora, ya que su superior ha decidido no informarle de lo que ya está enterado.

—¿El capitán Grant? —preguntó, entrecerrando la mirada, confundida, la cual depositó en Ruiz en un primer momento para luego fijarla en la mía—. ¿Para qué necesita verme?

—Para...

—¡He dicho que no te atrevas, Ruiz! —grité encolerizado, tomándolo de su chaqueta con ambas manos para que se diera cuenta de que yo no estaba bromeando, menos jugando.

—¡Águila, suéltalo! ¡Águila, suéltalo ya! —pedía Donovan, interfiriendo, para que no fuera a realizar lo que a todas luces quería hacer con él, comenzando por partirle en dos su cara—. ¡Basta, señor, por favor! —replicó al tiempo que conseguía separarlo de mi agarre—. ¡Basta! Si el capitán quiere verme, eso tendrá. Seguro... —acalló su voz por algo más que un par de segundos que para mí significaron miles de ellos al conocer en gran medida lo que se llevaría a cabo dentro de algunas horas más cuando, finalmente, saliera de esta base convertida en toda una mujer afgana, introduciéndose en una de las más violentas zonas de conflicto donde residía el mayor grupo de terroristas de la resistencia y en donde se creía también, a ciencia cierta, que tenían a los rehenes secuestrados a los que, posteriormente, liberaríamos haciendo efectiva la misión “Vincere aut Mori” (Vencer o Morir), que Grant, gracias a toda su magnánima inteligencia y tozudez, había planeado. Pero ¿por qué Maya? Nada menos que por su habilidad de francotiradora. Grant la necesitaba lista y dispuesta en un punto estratégico de la ciudad para que desde él consiguiera abatir al avezado tirador que había asesinado a destajo a varios de los nuestros.  Por lo tanto, para que ella alcanzara ese objetivo primordial debía entrar en la ciudad pasando desapercibida como uno más de los ciudadanos comunes y corrientes que habitaban ese distrito para que así, antes de que comenzara la acción a nuestra llegada, ella ya tuviera en la mira a quien osara dispararnos a quemarropa.

—Seguro será algo con lo que podré lidiar. ¿No es así, capitán Ruiz?

Al oírla, a Iñaki se le desencajó la mirada, la cual no pudo perpetuar sobre la suya, clavándola más bien en el piso para luego voltear sin nada más que decir que un “por favor, teniente Donovan, no demore más. Los oficiales la están esperando.”

Maya asintió, no sin antes admirarme por última vez a los ojos, sin saber siquiera que en ellos yo escondía todo mi pavor que se hizo patente en un presuroso movimiento que ejecuté, tomándola por su extremidad cuando quise detenerla.

—No. Deja que lo haga yo —le exigí como una clara amenaza—. Me encargaré de esto. Hablaré con Grant y... —¿Qué obtuve de vuelta? Nada menos que una sonrisa suya y un movimiento de cabeza de plena negativa que me hizo comprender que, de igual manera, ella lo llevaría a cabo.

—No se preocupe, señor. Solo será una conversación entre él y yo.

—¡Teniente Donovan! —proclamó Ruiz a la distancia y ya un tanto fastidiado.

—Maya, por favor, deja todo en mis manos —No quería soltar su extremidad porque, de pronto, un extraño y repentino temor que me consumió de pies a cabeza me impedía hacerlo—. Voy a enfrentarme a él y le haré ver que todo esto es...

—¿Qué tan difícil puede ser lidiar con todo esto, señor?

Mi piel se congeló al oírla y más cuando, quedamente, se soltó de mi agarre, manifestándome:

—Ya lo dijo el capitán Ruiz, puedo cuidarme sola porque para eso he sido entrenada todos estos años. Confía en mí, ¿Águila?

Claro que confiaba en ella, pero no así en el destino.

—¿Confía en mí? —reiteró, ansiando saberlo.

Finalmente asentí, dándoselo a conocer de manera positiva.

—Volveré, señor, esto solo será un juego de niños. —Esbozó una prominente sonrisa; una de la cual me quedé prendado hasta que la vi partir de mi lado siguiendo los pasos de Ruiz, del maldito miserable cobarde que decía amarla, que decía protegerla y que, después de todo, le había dado la espalda y había conseguido alejarla de mí. ¿Por cuánto tiempo? Solo me restaban algo más que un par de horas para saberlo.