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A la mañana siguiente, y siendo las seis mil horas (seis de la mañana), ya me encontraba levantado y al interior del hangar junto a un par de mecánicos y otros efectivos militares revisando los nuevos vehículos de reconocimiento, tanto aéreos como terrestres, que habían llegado a nuestra base con una alta tecnología satelital a bordo y con los cuales comenzaríamos a trabajar en las distintas misiones y patrullajes que realizaríamos y que llevaríamos a cabo desde hoy, por ejemplo. Pero en realidad, aunque mi cuerpo estaba aquí presente, mi mente se hallaba en otro lugar al pensar solo en Maya evocando, una y otra vez, lo que entre nosotros había sucedido.

Pretendí no dibujar en mis labios una sonrisa que, de igual forma, se alojó en ellos, a la par que notaba como tenía frente a mí las vistas expectantes de los mecánicos y efectivos franco-canadienses, quienes me observaban como si no comprendieran, para nada, mi insólita reacción. Lo sé, creo que en ese momento hasta conseguí leer cada uno de sus rasgos faciales, diciéndome: “este sujeto está realmente loco para sonreír así o, definitivamente, se le ha zafado algo más que un tornillo.”

Al cabo de cuarenta minutos, y cuando la base renacía por completo ante un día más con cientos de militares transitando en su interior, me dirigí hacia los comedores para reunirme con mi equipo y así brindarles las buenas nuevas, hallándolos ya sentados al frente de una de las tantas mesas en la cual Lince no se encontraba.

Quise relajarme. Ansié no demostrar mi patente preocupación hasta que la vi ingresar luciendo su tenida de patrullaje de siempre, demostrándonos a todos quienes la conocíamos que la teniente Donovan, junto a su entereza y determinación, había regresado y por completo.

Con la mirada, y como el vivo retrato de un idiota, seguí cada uno de sus movimientos esperando que fijara sus ojos en mí o, al menos, pretendiera hacerlo notando mi presencia, dándome a entender con ese simple gesto que nada había cambiado tras nuestra confrontación cuerpo a cuerpo.

—Señor —me pareció escuchar a lo lejos mientras aún no tomaba asiento frente a mis colegas—. Señor —oí otra vez, pero ahora como un lejano eco colándose por mis oídos—. Maya no irá a ningúna parte —acotó la ronca cadencia de Lobo a mi espalda, logrando hacerme reaccionar al posicionar, además, una de sus fuertes manos sobre mi hombro derecho.

—¿Eh? —inquirí estúpidamente sin dejar de contemplar a Lince, quien ya venía hacia mí con el rostro erguido. Digo... venía hacia nosotros cargando en una de sus manos una de las tantas bandejas con su desayuno.

—No hace falta que se lo repita, ¿o sí? —prosiguió Velázquez, evitando no reírse de cada uno de mis torpes movimientos que realizaba como si fuera un típico adolescente embobado.

—¡Buenos días, equipo! —nos saludó Maya como lo hacía cada día de su vida, pero perpetuando su vista en mí, gesto que agradecí con tan solo un parpadeo que correspondió al instante mientras se sentaba junto a Snake para comenzar a comer. Así, de igual forma lo hicimos todos dentro de aquel salón cuando me aprestaba a explicarles, en detalle, cada una de las buenas nuevas.

Después de un momento, las instrucciones estaban comprendidas, al menos así lo percibí de Oso, Lobo y Snake, pero no así de Donovan, quien prefirió comer en absoluto silencio desarrollando algo con una de las servilletas que llamó poderosamente mi atención. Porque lo que realizaba tan afanosa y concentradamente era una especie de... ¿Origami?

—A prepararse, señores —les pedí al comprobar que cada uno ya había concluido su respectivo desayuno—. Nos reuniremos dentro de veinte minutos más en las afueras del hangar con el equipo táctico franco-canadiense.

—¡Señor, sí, señor! —vociferaron todos al unísono cuando Maya comenzaba a levantarse.

—Un segundo, teniente. —La detuve, clavando mi vista y mi rostro ceñudo, primero, sobre su cuerpo y luego en su semblante que me demostró un total asombro al no entender qué sucedía.

—Debo ir a prepararme con el resto del equipo, señor —me devolvió, desconcertada.

—Lo hará —le aseguré—, pero antes necesito hablar con usted.

—Aquí vamos de nuevo —comentó entre dientes, volviendo a sentarse y dejando que se le arrancara un profundo suspiro.

Sonreí, aún comportándome como un adolescente embobado y no como su superior, situando mis brazos por sobre mi pecho sin dejar de admirarla.

—¿Qué hice ahora? —formuló para nada contenta.

Moví mi cabeza en evidente negativa antes de responder:

—Nada aún. 

—¿Entonces?

—Solo quiero que me expliques qué estabas haciendo con cada una de las servilletas al momento de escuchar las indicaciones. Te sentí ausente. ¿Está todo bien?

—Afirmativo, señor. ¿No conoce la práctica del origami? —La muy perversa me brindó una traviesa sonrisa con la cual consiguió estremecerme al relamer de una sensual y fugaz manera cada uno de sus labios—. Funciona como terapia, capitán, ¿no lo sabía?

—¿Aún cuando su superior esté dándole las pertinentes instrucciones sobre el patrullaje que realizaremos esta mañana a una zona de conflicto?

—Entendí a cabalidad cada una de las instrucciones —me rebatió muy segura de sus palabras—. Que no lo mire a los ojos no significa que no las haya comprendido de principio a fin.

—Maya, no te ofendas. Solo quiero saber si estás en condiciones de regresar, nada más que eso.

—Lo estoy —manifestó tajante—. No pretendas dejarme aquí preparándoles la comida y lustrándoles las botas a todos ustedes, menudos cabrones. Con mucho respeto lo digo, señor.

Me carcajeé al instante, bajando la vista hacia la mesa, y cuando la volví a alzar ella ya tenía en sus manos un par de servilletas con las cuales empezó a desarrollar una figura que, otra vez, llamó poderosamente mi atención.

—¿Lo ves? —Enarqué una de mis cejas en clara alusión a ello.

—Lo veo, señor. Debería aprender. Es bastante relajante, ¿sabe?

—¿Quieres decirme algo más con lo que acabas de expresar?

—Sí, que te relajes. Ahora dame tus manos —susurró, desconcertándome.

—¿Perdón?

Rió al tiempo que volvía a depositar sus ojos en mí.

—Te he sugerido que te relajes. ¿Me das tus manos sí o no?

—Viniendo de ti eso da algo de miedo.

—Estoy sin mi armamento, señor. No puedo hacer mucho sin él.

—Se equivoca, soldado —le corregí—, con él o sin él usted es un arma letal.

—¡Amén, capitán! Ahora, solo toma esta punta y luego esta otra, pero eso sí, con mucha delicadeza.

“¿Delicadeza?”. Quise decirle... ¿La que no tuve contigo ayer en el hangar o la que desarrollé junto a ti en tu catre de campaña?

—Créeme. Puedo ser muy delicado cuando realmente me nace serlo.

—Moriría por ver esa delicadeza tuya, Damián. —Me entregó la figura de origami a la cual analicé en detalle.

—No quiero ser descortés, teniente, pero... ¿Qué se supone que es esto?

—Despliega sus alas y lo sabrás.

Así lo hice, tomando cada uno de los extremos de las alas de lo que ahora me parecía que era una especie de ave.

—¿Me lo dirás? —Sin apartar la vista de lo que tenía en mis manos noté como, deliberadamente, se ponía de pie.

—Solo te daré una pista. ¿Qué eres tú, Damián?

¿Qué era yo? ¿A qué se refería con eso de “qué era yo”?

—Voy por mi armamento y mi equipo, señor. Nos vemos...

—¡Detente! —la retuve, interrumpiéndola—. ¿Qué soy yo? —pregunté, pero ahora en voz alta.

—Eso fue lo que dije. Lo que sostienes en tus manos tiene directa relación con quien eres.

Volví a observar el ave en su totalidad mientras Maya se acercaba aún más a mí y bajaba la vista hacia el origami, añadiendo convencida:

—Astuto, metódico, intuitivo y sagaz... Y cuando quiere atacar... lo hace sin contemplación alguna.

—Un Águila Real —agregué de golpe, advirtiendo cómo asentía satisfecha, certificándomelo, y retomaba su caminar dejándome esas tan características palabras alojadas al interior de mi mente, las cuales volví a pronunciar haciéndome parte de cada una de ellas—. Astuto, metódico, intuitivo y sagaz... y cuando quiere atacar... lo hace sin contemplación alguna. —Y sonreí, creyendo firmemente en ello.

***

Avanzábamos hacia una de las tantas zonas de conflicto como siempre equipados hasta los huesos y montados sobre uno de los tantos y nuevos vehículos de reconocimiento mientras Lince, situada frente a mí, cargaba una de las dos armas de fuego que llevaba consigo, enfundada una en el cinto, pero en su espalda, y la otra alojada al interior de su bota, la cual había sido un regalo de su padre. Snake, sin cesar de contemplar como prolijamente desarrollaba aquella labor, tarareaba al mismo tiempo una canción en un ritmo bastante salsero y con una particular letra con la cual nos hacía sonreír gracias a su inconfundible interpretación vocal que, casualmente, tenía que ver con lo que había sucedido con Maya y conmigo. Porque no había que ser muy inteligente para dilucidar que, detrás de todo ello, el dios de la salsa lo hacía únicamente para que ella pescara el anzuelo.

 

“Tiemblo,

cada vez que te miro a los ojos tú sabes que tiemblo.

Cada vez que tu cuerpo se acerca a mi cuerpo yo tiemblo,

porque sé que todo terminará en hacer el amor.

Tú haces

que de noche yo pierda la calma y hasta la vergüenza.

Cada vez que yo siento tu aliento tocar a mi puerta,

si al oído me dices todas esas cosas que me hacen soñar.

Y cuando me haces caricias, caricias prohibidas,

capaces de mover montes y colinas,

que encienden tu cuerpo y casi sin ganas

transportan tu alma a un mundo de cuentos.

Caricias que te hacen olvidar el tiempo

y volar y volar como si fueras el viento,

y estalla el volcán que yo llevo por dentro

y sobre tu pecho descansa el silencio...”

 

—Me alegra que lo hagas, colega —acotó Maya interrumpiendo la performance de Snake y sacando, al mismo tiempo desde el interior de su bota, la especial y mortal arma de fuego que llevaba alojada en ella.

—¿Hacer qué? —le devolvió él completamente extrañado ante su repentina intervención.

—Temblar —prosiguió, otorgándole un guiño y alzando hacia su rostro la formidable Browning GP 35 de origen Belga. Un arma de calibre 9mm, semiautomática, de gran potencia, fácil manejo, gran calidad de carga y destinada fundamentalmente al uso militar.

—¡Hey, bonita! ¡Cuidado! ¿Qué no te gustó mi interpretación? —se justificó, levantando una de sus manos en un dos por tres ante el inesperado acto de su compañera de bando—. ¡No iba dirigido hacia ti, te lo puedo asegurar!

Maya sonrió jalando, sorpresivamente, del gatillo ante nuestras fervientes y absortas miradas.

—Sí que tiemblas, guapo, y más frente a esta preciosura que está totalmente... descargada. —Y otro guiño le dedicó ante las risas socarronas de Lobo y Oso Pardo que conocían muy bien, al igual que yo, el despiadado humor de Maya que sacaba a relucir lo peor de su persona.

—¡Qué estás loca, chica! ¡Qué por poco me hiciste ver en gloria y majestad a mi santa madrecita que cuida de mí desde el cielo!

—Madrecita te voy a hacer yo si sigues hinchándome las pelotas que no tengo con tu dichosa cancioncita del...

—¡Basta! —los interrumpí, pero de forma condescendiente—. Los quiero a todos relajados y especialmente a ti, Lince.

Si las miradas mataran de seguro yo ya estaría muerto. Todo y gracias al vistazo para nada afable que me dedicó y con el que me cercenó el rostro cuando se disponía a quitarle el cargador a la pistola.

—¡Señor, sí, señor! —Me regaló una sonrisa con la cual estaba absolutamente convencido que quería dejarme el pecho como colador—. Aquí nadie está tenso, capitán.  ¡Qué cosas dice!

—Toda una fiera. Esa es mi chica —acotó Lobo, dejando caer de inmediato una de sus manos sobre una de las rodillas de Lince, a la cual palmeó con cariño—. ¿Te lucirás hoy, belleza?

—Eso tenlo por seguro —finalizó cuando el transporte deshaceleraba su marcha al entrar de lleno en la zona del conflicto.

Si hubiese algún lugar llamado “nada” seguramente sería este el aspecto que tendría.  El de una zona de guerra.  Una más de las que ya estábamos acostumbrados a ver y que, difícilmente, podíamos relacionar con una ciudad o, mejor dicho, con lo que ha quedado de ella, asolada en gran medida por los continuos enfrentamientos encarnizados por parte de los grupos de la resistencia que deseaban instaurar a toda costa el poder, pero solo en base al terrorismo. 

Sí, un lugar de ensueño que más se asemejaba a las ruinas olvidadas de alguna civilización de antaño o de una ciudad perdida en el tiempo con sus edificios bombardeados, con sus calles vacías y regadas de sangre y, desde luego, con cadáveres pudriéndose al sol. Y demás está decir, totalmente desierta sin una sola señal de vida. 

Porque eso era justamente lo que aquí se respiraba: desolación, decadencia, frustración, impotencia, melancolía... pavor. Inquietante, ¿no? Sí, y como para ponerle los pelos de punta a cualquiera.   

Bajamos del vehículo para unirnos a los efectivos franco-canadienses y con ellos avanzar para sitiar la ciudad y recorrerla en busca de lo que aún se encontrara bajo los escombros. 

Después de escuchar las respectivas instrucciones del experimentado capitán Grant a su equipo de infantería del ejército y por mi parte traducir las mías al inglés, nos separamos en parejas. Snake y Oso se dirigieron al este, Lobo y Lince lo hicieron al oeste, cuatro efectivos canadienses caminaron hacia el norte, dos más lo hicieron hacia el sur y, finalmente, Grant y yo nos aprestamos a recorrer el punto cero: las ruinas de un hospital de niños en el cual habían encontrado, la noche anterior, a un par de sobrevivientes.

Todo el tiempo, y en pleno contacto con mi equipo, nos adentramos en el inmueble, siempre atentos a cualquier movimiento y afinando el oído ante el más mínimo sonido que el viento trajera consigo y que pudiera poner en aprietos a cada uno de mis hombres, a Maya y, por supuesto, a los efectivos extranjeros.

Siguiendo los pasos del avezado capitán Grant escuchaba, a través del intercomunicador, las conversaciones que mantenían los miembros de “The Animals” mientras avanzaban a paso sigiloso por entre las ruinas de la ciudad, detallando en gran medida lo que sus analíticas miradas observaban.

—¡Flancos! —articulé en clara alusión a sus posiciones.

—Despejados, señor —respondió Oso Pardo.

—Y toda una belleza de lugar. Si Buitre estuviera aquí, seguramente, ya se estaría quejando de este paraíso. ¿O no, viejo? —añadió Lince logrando, por un momento, acallar nuestras voces al rememorar a nuestro colega y mártir asesinado en batalla.

—O estarías admirando su retaguardia —atacó Snake arrancándonos unas carcajadas, incluso de ella, quien bromeó a viva voz manifestando lo siguiente:

—Sí, tienes mucha razón, debo admitirlo. Morgan tenía un culo digno de admirar.

Desarrollamos nuestro andar, lentamente, observándolo todo con precisión y con nuestros rifles M16 a punto de ser disparados en el caso hipotético de que fuéramos emboscados por algún grupo de rebeldes, quienes a su haber eran entrenados para matar soldados a diestra y a siniestra con disparos de largo alcance o en base a degollamientos, como había sucedido con Ben Morgan.

—Nada más que vista al frente, muchachos y señorita. Los quiero y necesito enfocados en esto y no en “culos” o algo que se le parezca —bromeé en alusión a las tan sinceras palabras de Donovan que me hicieron suspirar y evocar la presencia de Buitre una vez más. Si hasta me parecía oír su irónica e inconfundible voz a través de la frecuencia burlándose de cualquier cosa, tal y como siempre lo había hecho hasta que un suave gimoteo, que no oí precisamente a través del intercomunicador, acaparó mi atención, logrando erizarme hasta el más ínfimo vello de mi piel y poner todos mis sentidos en alerta.

—Deténgase, capitán Grant.

Él así lo hizo, pero guardando, además, un debido silencio.

—¿Oyó eso? —Intenté dilucidar si aquel vago sonido que había escuchado había sido del todo real o un mero pensamiento de mi mente que parecía cobrar vida, segundo a segundo.

—¿Oír qué, Erickson?

Coloqué uno de mis dedos sobre mis labios en clara señal de que volviera a guardar silencio para que pudiera oír, al igual que lo hacía yo, otra vez el leve gimoteo.

—Es... una respiración constante que proviene de... alguna parte de este sitio.

El capitán Grant frunció su ceño y enarcó una de sus canosas cejas debido a que no lograba identificar lo que se lograba colar por mis oídos.

—¿Respiración constante? ¡Estás loco, muchacho! ¡Después del bombardeo aquí no ha quedado nada! —recalcó—. ¿Qué no te das cuenta de ello?

No había que ser un maldito genio para comprenderlo y responder de forma afirmativa a su pregunta.

—Estoy seguro que oí una respiración —repliqué realmente convencido, pero esta vez aguzando fiéramente la vista—. Apostaría mi vida que no estoy soñando, capitán. Solo... ¡No logro reconocer de dónde proviene!

—¡Aquí no hay nada! —Alzó poderosamente su voz de mando cuando el gemido se hizo nuevamente audible, tanto para sus oídos como para los míos.

Empecé a caminar en círculos con una insurgente idea inserta en mi cabeza: aquí y entre los escombros había un sobreviviente.

—Vuelva a alzar la voz, señor —pedí, situando mi armamento en mi espalda—. ¡Vuelva a alzar la voz! —supliqué a sabiendas de que necesitaba más indicios que me ayudaran a encontrar lo que sea que estaba buscando.

—¡Aquí el capitán del equipo de infantería militar franco-canadiense! ¿Alguien puede oírme? —voceaba Grant en su lengua materna con su desesperación a flor de piel—.  ¡Aquí el capitán del equipo táctico de infantería franco...!

—¡Señor! —La grave y áspera voz de Lobo se hizo palpable por la frecuencia mientras todavía me encontraba caminando en círculos—. ¿Qué está sucediendo ahí, Águila?

—¡Más fuerte, capitán! —Obvié la voz de Velázquez al percibir el especial sonido de un llanto que consiguió estremecerme, una y otra vez... una y otra más. Sí, un llanto que solo obedecía al de un bebé.

—¡Capitán Erickson! ¡Código y número! —pronunciaron todos al unísono, esperando una pronta respuesta de mi parte que no les brindé sino que, en cambio, fue reemplazada por tres solitarias palabras que grité fervientemente y con desespero al apartarme de la espalda mi fusil de asalto, agachándome rápidamente para comenzar a quitar de mi camino, y como un loco, los trozos de concreto que obstaculizaban el alicaído llanto seguido de los gimoteos del bebé que se encontraba alojado bajo ellos.

—¡”The Animals”, heeeeeelppppppp!