DIEZ
LAS MISERIAS DE MISERACHS
La reina Artemisa de Halicarnaso después de confesar su amor a Dárdano de Abido y no recibir otra cosa que desdén, le arrancó los ojos y se suicidó. Cosas que pasan. En la antigüedad, las cuestiones se resolvían por procedimientos expeditivos y no había hueco para sutilezas y diplomacias; estos excesos después inspiraban poemas, canciones y leyendas. Quien las leyera tendría noticia de amores frenéticos y poderosos, amores de película; y hasta que Pantuflo no conoció a Milagros, del amor sólo sabía lo leído en los libros o visto en el cine. Su conocimiento del sexo se limitaba a la auto exploración, ya fuera en momentos de sorpresivo testosteronazo, ya en noches de pertinaz insomnio. Así llegó a los brazos de Milagros; sin que desde su época de lactante hubiera vuelto a intercambiar fluidos con ninguna mujer.
Milagros y Pantuflo habrían pecado si se hubieran resistido a la atracción mutua. Desoír las razones de su deseo, aplacar la urgencia de verse, dominar el ansia del roce, acallar su dolor en la ausencia... esto habría sido engaño.
Se acariciaron suavemente conteniendo la emoción inaudita de saberse amados. Se desnudaron y besaron sus cuerpos saboreando la sal en sus labios. Desconocían las artes de la pasión, porque nunca antes la sintieron con tan verdadera intensidad, pero el más leve roce les removía la comezón de su lujuria. Milagros se rendía a la delicadeza de Pantuflo. Él, la acariciaba sin la urgencia del incontinente. Susurraba bellos nombres inventados para su amada y que sólo él pronunciaría. Ella respondía con un ronroneo sordo de gata mimosa y con cada susurro le subían las ganas de quererlo más. ¿Por qué anudó Milagros su vida con Carpanta? Torpezas de juventud, espejismos de amor.
Milagros besó el cuerpo enteco de Pantuflo, chupeteaba sus miembros secos como la carcasa de un pollo sacándole la sustancia que hubiera. Lo tumbó en la cama, lo besó en la frente, y Pantuflo cerró los ojos y notó sus labios por todo el cuerpo y el leve cosquilleo de su bigote. Sumergía su sexo en la boca de Milagros en expedición faríngea y ella, además de darle placer, practicaba algunos ejercicios palatales. Pantuflo arqueaba la espalda, abría las piernas y apretaba la cabeza de Milagros contra su pelvis.
De repente, se abrió la puerta y como un cañonazo sonaron estas palabras:
⎯¿Qué coño pasa aquí?
Era Carpanta; Milagros desenfundó la polla de la boca y Pantuflo se incorporó, mirando a aquella bestia tremebunda como un conejo cegado por los faros de un coche.
⎯Esto no es lo que parece ⎯dijo Pantuflo.
⎯Esto tampoco ⎯dijo Carpanta sacándose del bolsillo una navaja automática. La llevaba encima para pelarse fruta en las esperas y retirar la argamasa de debajo de las uñas, entre otras utilidades. Pero la urgencia y nervio del momento le hicieron manipular malamente la navaja que segó un pulgar al dispararse la hoja de acero, truncando lo que iba a ser luctuosa escena.
⎯ ¡Jodeeeeeeeer! ⎯ gritó Carpanta.
Se retorció de dolor, se llevó la mano herida bajo el sobaco y buscó en el suelo el dedo. Milagros y Pantuflo salieron de la habitación a toda prisa, no sin antes chutar el pulgar debajo de la cama.
⎯ ¡Cabrones!
Con un rápido beso se despidieron
⎯ Anda, vete ⎯dijo Milagros.
⎯ Estoy en pelotas.
⎯ Mejor eso a que te enganche.
⎯ ¿Y tú?
⎯ No te preocupes. Ya me espabilaré: no me pasará nada.
Y fue así como Pantuflo salió a la calle para escarnio de burlones y escándalo de beatos. Pero la suerte no le fue del todo adversa, y al doblar una esquina se encontró con un grupo de hombres desnudos alrededor de la salida de emergencia de una sauna. Pantuflo se unió a ellos movido por el mismo instinto que agrupa a los peces pequeños en bancos. Al rato, comprobado que se trataba de una falsa alarma de incendio, entraron en el local, en donde Pantuflo se hizo con algo de ropa, mientras el resto se entretenía en sodomizar a un pobre diablo.
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La humedad de la noche me envolvía como miles de velos de vapor; la ciudad se adoba en el bochorno y la sal del mar. No quería encerrarme en casa, dejarme martirizar por el insomnio, por lo que decidí salir a dar una vuelta.
En las Ramblas el tráfago incesante de transeúntes, las estatuas humanas, los artesanos y artistas distraerían mis cuitas. A ambos lados se apostaban los quioscos de prensa, las terrazas de los bares y las casetas de venta de mascotas y flores, y en el centro, turistas, paseantes y curiosos cubriendo la distancia entre la Plaça Catalunya y la estatua de Colón. Se trenzaban cabellos, se escribían poemas en granos de arroz, se brincaba al son de zampoñas, había mimos impertinentes, mendigos de todas las nacionalidades, guitarristas de flamenco, bailarines, malabaristas, caricaturistas, retrateros, pintores de paisajes bucólicos con pintura en spray y, al final de la Rambla, oyendo hablar a los vendedores de baratijas, se podía tener la sensación de pasear por Buenos Aires.
Me senté en un banco y paseé mis ojos a todo lo que el entorno me ofrecía. Un borracho, apoyando la frente en una pared, orinaba sin apercibirse que lo hacía con la bragueta cerrada. Un escuadrón de japoneses corría de un lado a otro como un enjambre amarillo, una pareja de urbanos incautaban la mercancía de un desprevenido vendedor ambulante y un ciego voceaba que tenía iguales para hoy como si existiera la posibilidad de tenerlos desiguales mañana.
A mi lado, un individuo se ajustaba unas babuchas con lentejuelas doradas. Era flaco, ojeroso y le marcaba la cara un rictus de tristeza. Se levantó y se adelantó unos pasos. Desplegó una sábana y para evitar que saliera volando con alguna ráfaga inesperada de aire, la amarró con cuatro piedras en cada esquina. Conectó un radiocasete y esperó a que sonaran los primeros compases de una arábiga musiquilla que había de ambientar la actuación. Al ritmo de las notas, se quitó la capa y quedó a la vista un cuerpo rasgado por las costillas, macilento de color y cubierto tan solo por las babuchas y dos turbantes; uno en la cabeza y el otro en sus partes. Sobre una pequeña mesita plegable fue disponiendo lo que había de ser el instrumental del espectáculo: punzones, vidrios rotos, hojas de afeitar y un sable. Algunos transeúntes observaban curiosos, y al poco ya se había formado un semicírculo alrededor del que se hacía llamar, según un cartel manuscrito, Abderramán, El Egregio Lamefuegos de Babilonia. Espectador privilegiado, yo quedaba en retaguardia, contemplando con comodidad los números sin tener que estirar el cuello y hacerme sitio entre el público.
"Desde la lejanas tierras de Oriente les traigo el misterio y los secretos de los antiguos magos. Van a ser testigos de extraordinarios poderes y arriesgados ejercicios. Empieza el espectáculo", dijo el faquir. Esparció una caja de cristales rotos sobre la sábana y ejecutando unos ejercicios de respiración previos, caminó encima de un lado a otro. Los poderes debían estar caducados, pues se llevó no pocos cortes en los pies y con patente cojera salió de los vidrios, y con el cuerpo tieso abrió los brazos y gritó:
⎯ ¡Tachaaaaaán!
lndolentes, algunos espectadores aplaudieron como si aquello fuera obligación más que mérito. El resto siguió sus evoluciones con desdén, con los brazos cruzados y la mirada ladeada. Cogió y mostró unas hojas de afeitar, enlazadas la una a la otra con hilo fino, y presentando tan peculiar collar tragó las cuchillas una por una. Algunos contraían la cara en una mueca de asco y otros quitaban mérito al número.
⎯ Eso lo hago yo.
En todo este lapso no cayó moneda alguna ni objeto que pudiera ser de utilidad a excepción de una salva de altramuces lanzados por unos adolescentes.
Regurgitó las cuchillas y de nuevo, abriendo los brazos, lanzó su grito de guerra.
⎯ ¡Tachaaaaaán!
De repente, de entre la gente, un hombre panzón, superando el medio siglo por una década, apareció blandiendo un bastón con la pretensión, como así consiguió, de vapulear al sorprendido Lamefuegos de Babilonia.
⎯ ¡Maricón, mal parit! ¡Fill de puta!
A su lado, una mujer hacía por detenerlo, pero los mandobles caían a diestro y siniestro mientras el faquir se protegía sin intentar repeler la agresión. El público atendía encantado el inesperado rumbo del show pero nadie intervino en defensa del artista por lo que, antes de que recibiera demasiados golpes, me decidí a intervenir. Arrebaté el bastón al hombre y zarandeándolo le dije que se largara si no quería vérselas conmigo. Algo más calmado, se fue murmurando entre dientes "En mig del carrer i en pilota picada. la mare que'l va parir".
Dirigiéndome al vapuleado tragasables le pregunté si se encontraba bien. Me dijo que sí, y se desmayó. El público se disolvió, recogí los bártulos del faquir, arrastré su cuerpo a un banco y le enjugué las heridas con un pañuelo humedecido con el agua de una fuente cercana.
Cuando despertó, le pregunté quién era ese energúmeno. "Mi padre", contestó.
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Nada hay más irreal que la realidad; y si no que se lo pregunten a Morgan, el Canario. Lo que iba a ser un trabajito de nada, fácil y limpio, se complicaba más de lo que hubiera podido imaginar. Tenía a María amordazada en una silla, con la boca tapada con cinta adhesiva de empaquetar y esperando que se recuperara de los efectos del cloroformo. Fumó un cigarrillo mientras Maria recuperaba la consciencia y cuando acabó, para no dejar pistas, guardó la colilla en el bolsillo. Finalmente, María despertó y cuando vio a Morgan tensó el cuerpo, apercibiéndose de la movilidad reducida a causa de las mordazas. Con voz firme, Morgan la conminó a que se tranquilizara y que, si no se ponía a chillar como un verraco, le quitaría la cinta de los labios. Si se mostraba colaborativa y respondía puntual y concisamente lo que le pudiera preguntar, le garantizaba un final rápido y no violento. En caso contrario, sabía de formas, todas desagradables, para hacerla cantar como el Orfeón Donostiarra. La decisión era suya.
María asintió con la cabeza y Morgan arrancó la cinta de su boca. Se mantuvo en silencio mientras observaba con temeroso recelo las maneras de su captor. Era un hombre cuya cara era más bien un boceto, pero lo más inquietante era la ausencia de una oreja y la cicatriz que le cruzaba diagonalmente la cara. Nadie se atrevía a contravenir las recomendaciones de criminal con semejante marca, que a buen seguro se barruntaba resultado de sanguinaria reyerta mafiosa, o nefanda venganza ⎯ accidentes laborales al fin y al cabo ⎯ y que decían mucho de su violento carácter y de lo acostumbrado que estaba a ver correr la sangre, propia y ajena. Para Morgan, una cara como la suya la facilitaba mucho el trabajo cuerpo a cuerpo, aunque con tantas marcas y cicatrices, resultaba fácil de reconocer; no todo iban a ser ventajas.
Miró a María como tantas veces había ensayado frente al espejo y a bocajarro le preguntó por el muñeco hinchable. Sorprendida al principio, aliviada después y sumisa siempre, le pidió que la liberara de sus cuerdas asegurándole que se lo daría en un santiamén.
⎯ Nada de cosas raras ⎯ advirtió Morgan.
⎯ Claro.
Asustada y en silencio fue en pos de la maleta que contenía al muñeco que estaba en el altillo del pasillo. Morgan torció la boca en gesto de fastidio: imperdonable que se le hubiera pasado. ¿Se estaría haciendo viejo? María le entregó la maleta. Morgan comprobó el contenido y confirmó que el muñeco mantenía sus atributos, y dentro de estos, la droga. Misión cumplida.
En ese momento sonó el timbre de la puerta y Morgan se abalanzó sobre María tapándole la boca con la mano.
⎯ ¿Quién puede ser? ⎯preguntó.
⎯ Mmmmmmmmmmm ⎯respondió María.
Retiró la mano de su boca.
⎯ ¿Y yo qué sé?
Volvió a sonar el timbre.
⎯ Responda; pero ojito con lo que hacemos.
Morgan se colocó a un lado de la jamba y mientras con una mano sujetaba la maleta, con la otra apuntaba a María con una pistola.
⎯ ¿Quién es?
⎯ Soy yo, señora María.
De nuevo el hijo de la vecina de arriba. María miró a Morgan.
⎯ Pregúntele que qué coño quiere ⎯susurró él.
⎯ ¿Qué quieres?
⎯ Dice mi madre que a ver si me puede dar un poco de sal, que se le ha acabado.
Nueva mirada de María a Morgan esperando indicación de qué hacer y éste, asintió. Entreabrió la puerta lo justo para asomar la cara y decirle que ahora le traía un poco. En la cocina, derramó dos cucharadas soperas de sal en papel de aluminio, escribió una nota de socorro que dobló y puso con la sal. Con todo hizo una pelota y salió de la cocina. Entreabrió la puerta para darle la pelota de papel de aluminio y en ese instante un equipo de televisión irrumpió en el piso con cámaras, ayudantes, técnicos de sonido y locutor.
⎯¡Buenas tardes, soy el Hombre Blanco de Copón! El Nuevo Copón Ultra, con biopelotillas que arrancan la suciedad de cuajó y deja la ropa con un luminoso blanco azulado. Ha sido usted seleccionada al azar a fin de que compruebe las maravillosas excelencias que le gloso. ¡Ah! Veo que está aquí su marido y...
Las cámaras se giraron a enfocar el, ya no intimidante sino intimidado, rostro de Morgan que continuaba pistola y maleta en mano; a tomar por saco la privacidad. Millones de espectadores no olvidarían su cara. El presentador enmudeció y viendo la estampa, dijo:
⎯ Lo mismo no llegamos en buen momento...
Aprovechando el desconcierto general, María gritó socorro, el nene que si le daba la sal y Morgan que se callaran todos. Sonó un disparo seguido de griterío y carreras hacia todas direcciones. Morgan no tuvo otra opción; con una cara como la suya, y después de aparecer en millones de hogares, era imperioso proteger la retirada, de modo que, arrastrando por los pelos a María, dijo:
⎯ Venga, muévete. Ahora eres mi rehén.
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Bajo el entoldado de la Cruz Roja, tres señoras, enjoyadas y de ademanes altivos, ofrecían adhesivos a cambio de la voluntad, y cuya recaudación se destinaría a una suerte de beneficios sociales que ninguna de las tres señoras podía concretar.
¿Alguna de aquellas conspicuas damas podía ser Pepitilla? Ya sabemos que sí. Dudoso, Pepe serpenteaba su caminar y parecía que cada paso lo alejaba más de las tres señoronas. Se le desmandaban incertidumbres y el miedo flagelaba la poca disposición que tenía. Ya frente al mostrador, las mujeres lo miraron con curiosidad y una sonrisa. Sin mediar palabra, le prendieron una pegatina en la camisa y le plantaron bajo la barbilla una jarra blanca con una ranura en la tapa. Pepe rebuscó en los bolsillos alguna moneda y la insertó, como metafórico introito de lo que vendría más tarde. Retornaron las señoras a su parlamento previo y quedó Pepe desangelado y confuso.
⎯ Perdón ⎯ dijo.
El trío dejó de hablar y lo miró. Una de ellas, cargada de ferretería de oros, y crominancias y maquillajes en la cara, preguntó:
⎯ ¿Sí?
Tímido, Pepe repuso:
⎯ Estoy buscando a la señora Pepitilla.
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Toribio hizo suya la desventura de Jordi Miserachs, de nombre artístico Abderramán, El Egregio Lamefuegos de Babilonia. El desvalimiento del faquir, más polaco que de Oriente Medio, le estremeció, sin saberlo, el puñadito de compasión que le crepitaba en el corazón. Se le abrieron las cicatrices de la misericordia, selladas desde que el vello le oscureciera el bajo vientre; y no tuvo más protección de los golpes de la vida que la coraza de su recelo y su capacidad de curar las heridas. Pero Abderramán le rompió la coraza y emergieron por las grietas llamas de amor que aún tenía dentro.
Lo acompañó a la pensión, subió con él a la habitación y lo ayudó a acostarse. Curó sus heridas, le mesó el cabello y esperó a que el sueño acallara los gemidos de Jordi para dejar caer sus párpados vencidos por el peso del sueño. Escuchó la respiración del enfermo, y se perdió imaginando los avatares crueles y mezquinos que hicieron de Jordi un pelanas; creyó saber del sufrimiento de Jordi a través de su propio sufrimiento, su llanto a través de su llanto, y pensó que los golpes de aquel padre furioso y decepcionado pudieron haber sido para él. Se le coaguló en la garganta la soledad del hombre que dormía con él y entendió la soledad que lo arropaba, tan igual y tan distinta a la suya, porque todas las soledades son iguales.
La oscuridad de la habitación los envolvía, quebrándose a intervalos regulares por la luz de los neones de un sex shop cercano y una quietud sobrenatural bullía en su interior. Toribio cogió la mano de Jordi, y se le escaparon con la respiración tenues gemidos y lejanos quebrantos. Fueron fluyendo durante toda la noche, como sabiéndose escuchados, y cedieron al silencio cuando la mañana sustituyó a la madrugada.
Repuesto Jordi de los golpes, desayunaron juntos bajo la sombrilla de un bar. Las últimas prostitutas de la noche reponían fuerzas con bocadillos oleosos y cervezas mezcladas con gaseosa. Jordi no acertó con las palabras que trasladaran su gratitud infinita a Toribio, y mientras despachaban sendos cafés con leche, tostadas y cruasán, Jordi explicó cómo los muchos tropiezos y zancadillas de la vida lo habían llevado a lo que era: un mierda. He aquí su relato.
⎯De siempre me he sentido más inclinado por el mundo del espectáculo que por el del negocio, y aunque mi padre se empeñó en que continuara con los negocios de la familia, nunca conseguí que me interesaran las finanzas y por ello obtuve de él muchas collejas, insultos y desprecio. Mi madre mediaba entre los dos; a él trataba de limarle los prejuicios, y a mí, a sugerirme que no me paseara en déshabillé por casa.
Deseoso por librarme de aquellas rejas, me fui a Barcelona en cuanto tuve oportunidad. Había ahorrado un poco y mi intención era establecerme, buscar trabajo y vivienda y matricularme en artes dramáticas. Había oído hablar en términos muy meritorios de una academia regentada por una exbailarina danesa de ballet, mundialmente conocida por su magistral interpretación del Baile de la Princesa Floripondia al frente del Ballet Nacional de Burundi, y en la que tenía intención de estudiar interpretación y danza. Cuando acabara, los contactos que sin duda habría hecho a lo largo del curso y el notorio talento que creía poseer, me abrirían las puertas al éxito.
Me acomodé en el Raval con una familia que alquilaba una habitación, compuesta por una abuela balbuciente, una cuñada solterona, una adolescente picaruela, un padre predicador y una madre con parada de pescado y marisco. La chiquilla revoloteaba por la casa con faldas que parecían cinturones; la cuñada, siempre de negro, se movía con sigilo de ninja, siempre vigilante; la madre se marchaba de madrugada y volvía a media tarde, vapuleada y con el cansancio acumulándose por capas; y el padre atendía a un grupo de fieles a su palabrería a los que con sus donaciones sacaba para sus vicios. Al día después de instalarme, busqué trabajo y me matriculé en la prestigiosa Academia Internacional de Bellas Artes Princesa Floripondia. Encontré trabajo de mensajero y aún con ingresos fluctuantes pero regulares inicié el periodo más feliz de mi vida; trabajaba por las mañanas, estudiaba por las tardes y golfeaba los fines de semana. Pero pronto caducó mi felicidad a causa de un accidente de moto, y después de un mes de convalecencia me quedó el brazo derecho como lo ves, inservible; desde entonces cuelga como un trapo, sin movilidad ni sensibilidad. Pierdo el trabajo, se me acaba el dinero y el predicador me propone sociedad y colaboración: debo hacer de ciego que milagrosamente recupera la vista. Sin alternativas y me convencí de que, a fin de cuentas, era un papel. Debía tomármelo como una representación teatral de estas de nuevo cuño, que pasan entre el público y nadie sabe si pasa de verdad o mentira; debía ser capaz de hacer creíble al personaje. Me dejaría caer por la congregación un día de misa haciéndome pasar por ciego y a una señal previamente convenida sería llevado al altar donde el predicador, después de canalizar la fuerza del universo, escupirme ron a la cara y arrearme dos hostias con la mano abierta, obraría el milagro.
Me metí en el personaje y todo parecía ir sobre ruedas cuando un tiquismiquis propuso que, ya puestos, Dios me arreglara el brazo también. La cosa no acabó bien y acabamos baqueteados y embreados.
Me apunté de voluntario para pruebas farmacéuticas y cosméticas buscando dinero para pagar mis clases. Se sucedían los meses y cada vez acusaba más los efectos secundarios de las pastillas, polvos, cremas y jarabes que cataba; de aquella época es el tic que me hace encoger los hombros espasmódicamente, mi halitosis y el párpado caído del ojo derecho. Con dificultades acabé mis estudios dramáticos sin que las promesas de castings, figuraciones y trabajo se hubieran materializado en nada serio. Pero al final del curso, la clase asistió como público al rodaje del concurso "Si lo sé, no vengo", en donde llegué a conocer a la mismísima Pepitilla Ridruejo y a un representante que me consiguió plaza fija en La Bodega Bohemia. Fue entonces cuando se me ocurrió el papel de Abderramán, El Egregio Lamefuegos de Babilonia y el número estrella; atravesarme el antebrazo con palillos de mikado. A partir de entonces viví los mejores momentos de mi carrera artística, y aunque la categoría del local no atraía a tantos cazatalentos como perdularios e indeseables, se me ofreció la posibilidad de realizar una turné por algunos locales de la ciudad en la que cabe destacar la cerrada ovación que recibí en el "Kebab & Music Show" y los insistentes bises de "La Alcantarilla de los Famosos". Pero las consecuencias de mi participación en la experimentación científica me llevaron a lo que soy ahora: un manojo de espasmos involuntarios, peste y una enfermedad degenerativa que acabará conmigo en unos meses. En estas condiciones, preferí trabajar en la calle, en la confianza de que como paga quien quiere, el público es más condescendiente con mi falta de coordinación y mis repentinos paréntesis en blanco. Y en este punto estoy: hasta los huevos de vivir pero con más ganas que nunca de actuar.
Toribio sintió mareo; no era posible tanta desgracia en una vida. Observó la cara angulosa de Miserachs, el verdoso pellejo cubriendo sus huesos, los ojos apagados y tristes y su figura rendida a la enfermedad. Fue entonces cuando se propuso ayudar a cumplir el sueño de ese hombre.