NUEVE

EL AMOR A CINCO MILLAS DE LA COSTA

Pepe, herido por el abandono de Toribio, dejó que sus pasos lo llevaran al Asuquiqui. Desangelado y umbrío, se apoyó con los antebrazos en la barra y pidió una cerveza. Campaban por el bar los mismos, o parecidos, perdularios de la ultima vez pero no les prestó atención. Fue pidiendo más cervezas y cuando quiso darse cuenta ya era tarde para detener el desaforado girar de lo que le rodeaba. Fijó la vista en un punto, pero la enloquecida espiral que dibujaban personas y objetos siguió girando sin cesar. Trató de ponerse derecho pero el cuello parecía no poder soportar el peso de la cabeza y se iba a los lados, así que dejo caer su cuerpo y la apoyó entre sus dos manos. Sus ojos se posaron en la sección de anuncios de La Vanguardia y pensó que tal vez si leía algo podría enderezar su mareo. Leyó al tuntún hasta que se apercibió que releía el mismo anunció una y otra vez. Arrancó la hoja del periódico y lo guardó hecho un ovillo en su bolsillo. Salió del local e invirtió unas horas en pasear sin rumbo por aquellas calles, con la razón desleída por el alcohol y el dolor. La frente goteaba sudor que caía en los adoquines marcando el camino para un posible retorno. En la boca se le espesaba la saliva y se le hacía difícil respirar y el entumecimiento cerebral le hacía creer que los ojos caían de sus cuencas hasta botar en el suelo y volverse a encajar en sus cuencas. No soportaba la idea de volver a casa y verse obligado al disimulo; en el centro de su pecho se instaló un dolor duro de angustia. Le costaba respirar y apoyó la espalda contra una pared. Resonaban en su cabeza las palabras de Toribio y encogió el cuerpo para esquivar un frío que no existía.

Metió las manos en el bolsillo y sacó la hoja de diario y leyó varias veces el anuncio.

 

Viuda con pechos como cantimploras, busca semental poderoso.

Interesados contactar con Pepitilla.

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Al sol le costaba irse a dormir. Disuelta en el aire se respiraba la nueva luz de los crepúsculos y los edificios se empapaban de los rayos del preverano Los atardeceres, con sus luces cada vez menos inclinadas, deformaban el recortado perfil de los objetos. Cada vez el atuendo de los ciudadanos era más somero y el cálido aliento del mar perlaba de sudor a quien se atreviera a realizar cualquier actividad. Gaviotas y mirones rijosos observaban, indiferentes las unas deleitosos los otros, los primeros top less playeros y las terrazas de los bares acogían a los que trataban de aplacar la sed y el calor bajo sus marquesinas y entoldados. Por la radio se anunciaba la tradicional huelga de controladores aéreos, que junto a los anuncios de El Corte Inglés, advertía de la proximidad del verano.

Pepe conducía la furgoneta apagado y rancio. Difícil es explicar lo que en el alma ajena se cuece. ¡Qué tristeza saber que hasta en el entendimiento de sus tribulaciones Pepe estaba solo! Aparcó la furgoneta frente la entrada de La Alfombra Voladora, S.L., cargó las entregas pendientes, recogió los albaranes y facturas y viendo que nadie reparaba en él, descolgó el teléfono del almacén y marcó el número del anuncio de La Vanguardia.

⎯ ¿Si?

⎯ Llamaba por lo del anuncio.

⎯ El anuncio, sí.

⎯ Eso.

⎯ Y, dígame, ¿qué quiere saber?

⎯ Hombre, no sé. Lo normal. Es la primera vez que llamo y no sé cómo va.

⎯ ¿No será de ninguna agencia, verdad?

⎯ ¿Agencia? No, no, soy particular.

⎯ Ok, te explico cómo es.

⎯ Ya he visto algunos, ...no muchos. ¿Es necesario?

⎯ ¿Pero querrás saber las medidas, la forma, distribución...?

⎯ Bueno, si insiste.

⎯ ¡Vaya! Eso es que tienes intención de hacer reformas, aunque no le hace falta. Un lavado de cara como mucho y para entrar a vivir.

⎯ Me parece que me he confundido. ¿Este es el número tal y tal?

⎯ Sí.

⎯ ¿Usted es Pepitilla?

⎯ Sí.

⎯ Pues no lo entiendo...

⎯ Yo sí. Usted llama por el "otro" anuncio. Es que estoy vendiendo un palacete en la avenida Pearson y pensaba que preguntabas por él. Mira, ahora estoy en la Plaza Urquinaona en un chiringuito de la Cruz Roja liada en una cuestación y enganchando pegatinas a todo quisque. En media hora acabo; pásate por aquí y nos conocemos. ¿Vale?

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La actividad de sicario de Morgan, alias El Canario, le daba, como la de cualquier autónomo o freelance, una envidiable libertad de acción. También es cierto que se trataba de una lucrativa actividad que exigía dedicación total. Morgan siempre optó por la soledad aunque sabía de compañeros de profesión que preferían ocultarse tras una pantalla de familia numerosa y negocios de mucho viaje. Vivía en pequeñas pensiones, limpias y de pocas habitaciones y pagaba siempre en efectivo. Vivía en un entorno alquilado; nada le pertenecía salvo los resguardos de ingreso en la cuenta numerada que tenía en un banco andorrano. Cuando reuniera cien millones de pesetas dejaría el oficio y emergería en el otro lado del mundo como discreto millonario ocioso para dedicarse a no hacer otra cosa que tocarse los huevos; pero mientras tanto debía seguir engrosando la cuenta andorrana con los encargos de sus clientes

Ibrahim, hampón de mala gaita, lo contrataba a veces. Hombre de ya no turbio, sino removido pasado, se le relacionaba con los más luctuosos y sanguinarios asesinatos de la mafia turca. Sus tentáculos tocaban todos los palos del crimen, amén de una próspera cadena de videoclubs en donde invertía enormes sumas de dinero convencido de lo bueno del negocio. Cuando encargaba algún "trabajito" exigía cierta teatralidad sanguínea. Morgan prefería ser discreto y no aplicar más violencia que la estrictamente necesaria, pero los extras estaban bien pagados y solía tratarse de gente de baja estofa, tan indeseables como el propio Ibrahim. En cualquier caso, como cliente era cumplidor, serio y puntual en el pago, sin que el regateo previo al acuerdo del precio, menoscabara el buen concepto que tenía de él.

En aquella ocasión la misión no parecía difícil; sustraer de un domicilio conocido, una cantidad indeterminada de droga disimulada en la verga de un muñeco hinchable. Como al parecer todo se trataba de un error, la idea era trincar la polla y si no había nadie, salir zumbando. Si por el camino aparecía alguien sería cosa suya lo que hiciera.

Fue fácil entrar en el modesto piso de Pepe y María, pero no lo fue tanto encontrar la mercancía. Buscó en los armarios, encima y debajo de ellos, en cajones, rincones y en los escondrijos habituales; pero no tuvo éxito. Si hubiera estado casado sabría que cuando una mujer guarda algo no hay hombre que lo encuentre. Aquella contrariedad le obligaba a contactar con ellos, emplear los métodos necesarios para conseguir la información y actuar en consecuencia; sólo la colaboración decidiría la buena marcha de los acontecimientos. Encendió un cigarrillo y sentado en el sofá, esperó que alguien apareciera y diera cuenta, por las buenas o por las malas, de lo que buscaba. Entretener las esperas era una cualidad que Morgan resolvía fácilmente: se quedaba dormido.

Cuando María llegó a casa hizo el ruido suficiente para que Morgan despertara y a saltitos se escondiera tras una puerta. Sin tener ni idea de las circunstancias, María entró en la cocina, abrió la nevera y elaboró el menú de la cena. Feliz por su aventura con Sandokán se le había estampado en la cara una alegría que en unos instantes se quebraría con la contundente intervención del sicario. Súbitamente, quedó inmovilizada por los brazos de Morgan y un pañuelo empapado en cloroformo la dejó fuera de juego.

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Acostumbraba a ir al Club Guirigay cuando tenía el cuerpo con ganas de juerga, pero en aquella ocasión buscaba borrar la imagen triste de Pepe en el alcohol de un buen whisky.

⎯ ¡Hombre, Toribio, qué tal! ⎯ me saludaron.

Me agarré a la barra del bar dispuesto a no soltarme hasta que mis ojos vieran doble y mi lengua se entumeciera. A mi lado un muchacho tan guapo que no era posible, se tomaba una copa. Lo miré y me sonrió.

⎯ Se te ha enganchado un peluquín con la cremallera de la bragueta ⎯ le dije.

⎯ No me había dado cuenta.

⎯ Me llamo Toribio.

⎯ Beni.

No tardamos en irnos de allí y fuimos a su casa. Vivía en un pequeño estudio cerca de la plaza Molina, tan limpio y ordenado que parecía una maqueta. A falta de otra cosa, me sirvió un orujo de hierbas y él, un licor de manzana. Nos arrellanamos en el sofá y un silencio incómodo nos acompañó un rato. Balanceamos los vasos entretenidos en el entrechocar de los cubitos de hielo, sin decimos nada, y con la excitación acelerando nuestras respiraciones. Sin preámbulos, le cogí la mano y la coloqué sobre mi entrepierna. Beni temblaba, y quise creer que de emoción. Desabotoné su camisa y besé sus pechos duros y lampiños. Desabroché sus pantalones y se los bajé como quien pela un plátano. Deslicé la mano y se me llenó con el volumen de sus testículos. Un cascabeleo sutil emergió de entre sus piernas. Sorprendido, quedé quieto. Advertido de mi sorpresa me explicó que el origen de ese sonido era por causa de unos cálculos renales desviados de su ruta de evacuación y que se habían echo fuertes en sus huevos. Salvo este útil metrónomo, que marcaría el ritmo del toma y daca, nada más aderezó nuestros juegos. Le ponía más contención que bravura y no fue amante apasionado; agarraba mi polla con dos dedos, como si fuera un calcetín usado y chupaba sin recreo ni afección. Tantos melindres no iban a levantarme la moral, pues si algo me jode, es joder sin estar jodiendo, o como decía Botajara, el ultramarino:

 

De lo malo lo peor

no es el no follar,

pues que el no follar,

es el mal follar peor.

 

Entonces entendí la magnitud de mi error al abandonar a Pepe; acabé mi copa de un trago, me abotoné los pantalones, coloqué la camisa por dentro y me fui sin despedirme.

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El adobo de la pasión es el desconocimiento mutuo, la levadura de la lascivia; la hipótesis alimenta la incógnita, que se despeja con la rutina de los días. Milagros no recordaba cuando fue la ultima vez que no miró a su marido con desdén, pero sí cuando supo que no era el hombre de su vida: después de la noche de bodas. Se llamaba Carpanta y sus maneras eran rudas y alejadas de la discreción: una infancia solitaria y escasamente escolarizada había forjado su carácter y maneras en la bofetada y el zapatillazo.

Sonaron por la escalera de vecinos unos pasos cansados, después el tintineo de unas llaves y el hurgar del metal en la cerradura. Batida como por una bofetada, la puerta se abrió y en el marco se recortó a contraluz la figura de Carpanta. Una enorme y dura barriga acortaba la camisa que colgaba desde el ombligo como un faldón. Llevaba una mariconera cruzada al cuello en donde traía el cambio y la recaudación del taxi.

⎯ ¡Ya he llegao, Milagros!

Cerró la puerta con el talón del pie y caminó por el pasillo con el porte y la determinación de un verdugo.

⎯ ¿Qué hay pa’ comer? ⎯ preguntó mientras sucedía a una minuciosa y rápida auditoría de ollas y sartenes.

⎯ Conejo al horno.

⎯ Pues, ea: conejo.

Que el nombre del marido de Milagros fuera Carpanta obedecía a una coincidencia tan fortuita como exacta. Como si el célibe se llamara Casto; o la fértil, Concepción; la húmeda, Rocío; Domingo, el festivo; Plácido, el manso y Remigio, el juguetón; el de Carpanta definía a la perfección el carácter tragaldabas del marido. Milagros hubiera preferido que se llamara Prepucio, que suena castizo y castellano, pero hasta ahí no llegó su suerte.

Carpanta percutía los tenedores y cuchillos mientras comía amén de emitir muchos y sonoros flatos. Milagros había descubierto en su logopeda de pitiminí otros modos, una lánguida elegancia que aplicaba a todo lo que hacía, incluido comer. Con él, Milagros descubrió el gusto por la contención y el protocolo, y la revelación de que otros hombres eran posibles.

Después de comer, la siesta era de obligado cumplimiento. Carpanta encendía el televisor, bajaba el volumen hasta dejarlo en un rumor ininteligible y se tumbaba en el sofá del comedor hasta llegar a la fase REM y volver. Mientras, María recogía y limpiaba la cocina oyendo los ronquidos de paquidermo. Carpanta despertaba horas más tarde, con pliegues grabados en la cara, legañas como clítoris de ojo, inmundo sabor en la boca y la preceptiva irascibilidad post-siesta. Un vaso de Coca-Cola lo recomponía, barnizaba de azúcar su mal sabor de boca, aligeraba la digestión con las burbujas y colocaba las vísceras en su sitio a golpe de eructo. Luego salía de casa a acabar el turno de tarde del taxi, dejando a Milagros tranquila y a sus anchas. Carpanta no sabía nada de las clases de dicción, ni de la existencia del logopeda y, al criterio de ella, así debía continuar.

Al día siguiente, por la mañana, venía el profesor y Milagros, llevaba unos días moderando la ingesta de alimentos queriendo perder los kilos que trataba de hacerle ganar a él. Había practicado con tesón los ejercicios de dicción esperando recibir de su maestro el reconocimiento a su esfuerzo. El director del programa, en el que se daba introducción a los capítulos de la nueva serie "Pobres ricos", llamaba con regularidad para conocer de viva voz los progresos de la futura presentadora, constatando la vertiginosa mejora en la pronunciación.

⎯ ¡Joer, Milagros! Se la entiende de puta madre.

Quedaban verificados, pues, los avances de una y la eficacia del otro.

Milagros, sentada en una silla, esperaba; su cuerpo temblaba por la ansiedad y no veía el momento del encuentro. Sonó el timbre y tan excitada como alegre, corrió en pos de su amado.

⎯ Buenos días, Milagros ⎯saludó el logopeda.

⎯ Hola, Pantuflo ⎯respondió ella.

Ese era el nombre del logopeda y le venia como anillo al dedo; era cálido, acogedor y doméstico como unas zapatillas. Lo abrazó con amor y selló el recibimiento con un largo beso. Lo cogió por la mano, lo condujo a la cocina y destapando una olla dijo:

⎯ Luego te lo pongo en un tupperware.

⎯ ¡Qué ricooooo! ⎯ dijo Pantuflo alargando la “o” como un chicle.

Se miraron a los ojos, entrelazaron las manos y, aunque no sonaron violines, ni rompieron olas en la arena de una playa coralina, ni la luna llena iluminó su enamoramiento, no tuvieron la menor duda de la magnitud de su amor. Fueron al dormitorio, donde él ya no era un extraño, y besándose con ternura adolescente, se desvistieron y amaron sin prisa. Se entregaron a la pasión, con más empeño que conocimiento, y ya fuera por el menguado currículum de él, ya por el breve sumario de posturas de ella, el lance no resultó tan lucido como su hervor parecía augurar. Pero lo cierto es que ni Pantuflo tenía el nabo enteco, ni Milagros se conformaba con lo que sabía, quedando comprobado que nunca es tarde si la picha es buena. Se entregaron al frenesí del sexo hasta que el cuerpo cedía al conjuro del cansancio, los testículos colgaban como tomates secos y el clítoris quedaba como juanete de peregrino. El que todo lo da, no está obligado a más.

Al socaire de estos encuentros, ejercicios y deleites bucogenitales, Milagros hablaba con más claridad y el frenillo ya no retenía la erres. Pantuflo, por su lado, se zambullía en el piélago de sus carnes, y aunque nadar en ellas fuera trabajoso al principio, acabó forjándose merecida fama submarinista metódico.

Gracias a las clases, Milagros adquirió grande y fluida verbal, prístina declamación y una perenne inflamación de labios que le daba un toque sexy al pronunciar las pés. Se auguraba un brillante debut televisivo.

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La primera vez que Milagros sintió los síntomas del amor fue antes de conocer a su marido. Sin avisar, como un estornudo, se vio atrapada en la jaula del enamoramiento y quedó cautiva hasta que la decepción la liberó.

Era un hombre elegante y de aspecto sosegado; jefe de departamento en las oficinas que limpiaba. Pasados los años, recordaría la historia pero no a su objeto de amor, cuyo rostro fue olvidado. Sus zapatos lucían siempre impecables y jamás lo vio sin afeitar o el cabello perfilado a navaja. Vestía camisas de colores lisos y tejanos de marca y lo envolvía, como papel de regalo, un perfume con base de coco.

⎯ Buenos días, Milagros. ¡Caramba, qué guapa estás!

Además era galante y detallista; una joya.

Coincidían en los pasillos, en el ascensor o en las oficinas, charlaban unos instantes y se despedían con una sonrisa. Un caballero educado y seductor; Maurice Chévalier con denominación de origen, o sea, Mauricio Caballero .

Milagros por entonces tenía figura curvilínea y un porte llamativo; ojos verdes y rostro moreno, melena azabache con delicioso oleaje de ondas, labios jugosos como gajos de mandarinas y sonrisa de ángel; encandilaba a cualquier que se molestara en mirarla. Bajo la bata azul se ocultaba un cuerpo joven y fuerte, con pechos duros y saltones, cintura definida, un culo de anuncio de farmacia y unas piernas suaves y acogedoras como una cama recién hecha. Sorprendentemente, nadie reparaba en ella porque sus encantos quedaban ocultos bajo el uniforme de trabajo y los prejuicios ajenos.

Pero un día, en la oficina se celebró la cobertura del presupuesto anual con cava y picoteo a destajo. Milagros y el jefe de departamento se presentaron oficialmente y charlaron un buen rato.

⎯ Me llamo Claudio.

⎯ Encantada. Mi nombre es Milagrosh.

El yate, de quince metros de eslora, estaba anclado en el puerto deportivo de El Masnou y su trayectoria desde Barcelona cubierto en un suspiro en un Mercedes inmenso. Antes de subir la pasarela, don Claudio lo mostró orgulloso como si lo hubiera construido con sus propias manos.

⎯ ¿Te gusta?

⎯ Hombre, claro.

⎯ Anda, sube.

Soltaron amarras y se hicieron a la mar.

⎯ Me voy a poner cómodo ⎯dijo.

⎯ Vale.

Milagros paseaba por el yate con la boca abierta, fijándose en lo limpio que estaba todo; deformación profesional. Lucía el sol, las gaviotas planeaban sobre sus cabezas y el barco avanzaba alejándose cada vez más de la costa. Y mientras Milagros observaba como se empequeñecía la recortada silueta del litoral, don Claudio manejaba el timón con una sola mano conduciendo hacia un punto indeterminado del horizonte. Media hora después, pararon los motores, el barco quedó a la deriva y lo único que acompañaba su soledad era el silencio y un ligero vaivén. Milagros miraba embelesada a su alrededor, sin creerse que pudiera estar pasándole a ella.

Apareció don Claudio por la espalda con dos copas de Moët & Chandon y, mientras sonaban las primeras notas de “Toda una vida” versionada por Los Tecolines, brindaron por ellos.

⎯ Por nosotros.

Esho: chinchín.

Bailaron en cubierta mejilla con mejilla. ¡Qué dulces maneras! ¡Qué maravillosa forma de vivir! ¡Qué dura es la vida del pobre! Después, don Claudio, cogiendo de la mano a Milagros, la llevó a la mesa donde manjares marinos ⎯ mariscos, huevas y otras delicias ⎯ esperaban ser consumidos. Comieron con una agradable brisa refrescándoles la piel y un bolero de Lucho Gatica parecía invitar a pelar la pava. Al acabar, don Claudio acercó su silla a la de Milagros, y besándola en la mano dijo:

⎯ Estamos tú y yo solos. Lejos del mundo. Allí ⎯señaló con el dedo la costa⎯ está el mundo; el loco mundo. Pero está lejos; exactamente a cinco millas. Y nosotros aquí, riéndonos de todo y de todos, sin importarnos los convencionalismos, ni el qué dirán.

⎯ Qué bonito, don Claudio.

⎯ Tú sí que eres bonita.

⎯ Me voy a poner roja.

⎯ Milagros...

⎯ ¿Qué?

⎯ Hagamos el amor. Aquí, en cubierta. Acunados por el mar. Ámame. Deja que te ame.

⎯ Don Claudio, no shé...

⎯ Deja que fluya la pasión por tus venas como lo hace por las mías. Fundámonos en un solo cuerpo y sintámonos libres, lejos de todo.

⎯ Menudo palique tiene ushted, don Claudio.

⎯ ¿No sientes la llamada urgente de tu sexo? ¿No notas la telúrica invocación de tus sentidos que han de acoplarse con los míos?

Puesh no.

⎯Quiero que seas mía. Quiero amarte como nunca nadie lo hizo. Entreguémonos a los placeres de la carne en deliciosa comunión de roces y caricias. Desnúdate.

⎯ Don Claudio. Esh demashiado pronto.

⎯ Son las cuatro y media.

⎯ No nosh conocemosh lo shuficiente.

⎯ Eres como mi alma. Creo haberte amado desde siempre. Tal vez en otra vida. O en mis sueños. Bésame. Sé mía.

⎯ Aún no.

⎯ ¿Cuándo?

⎯ No lo shé, don Claudio. Cuando toque...

⎯ Llámame Claudio a secas. Ante ti me muestro desnudo. Tal como soy. Limpio de polvo y paja.

Empezó a besarla con frenesí por el cuello y la cara. Milagros se resistía.

⎯ No, por favor, don Claudio a secash.

⎯ Olvida los formalismos.

⎯ Vale; ¡que no me ponga lash mañosh encima, coño!

Milagros, contra todo pronóstico, se mostraba más renuente de lo que en principio cabía esperar. Era preciso variar la estrategia. Don Claudio paró, Milagros recompuso su vestido y suspiró aliviada. El otro la miró fijamente y mascando las palabras dijo:

⎯ O me la chupas, o te vuelves nadando.

Así fue como Milagros tuvo su primera y fugaz experiencia con lo más semejo al amor. Nunca más desde entonces supo de estos deleites hasta que Pantuflo le fue a remover la hojarasca de su capacidad de amar. Digamos, para finalizar, que ese día no lo recordaría como el día que aprendió a nadar.