CUATRO

LA ALEGRÍA DE LA HUERTA

Sobre la puerta del establecimiento colgaba un gastado cartel en el que rezaba "Bodega Bohemia" sin que iluminación alguna otorgara categoría o mitigara el lóbrego aspecto de la entrada. A un lado, vendiendo iguales para hoy, un ciego con los boletos enganchados al pecho por una pinza, musitando con poco convencimiento que tenía la suerte, lo que, lejos de resultar efectivo reclamo, invitaba a acelerar el paso y deshacerse de los influjos de aquella dudosa fortuna. El interior de la tasca olía a madera mojada y la luz de agónicas bombillas, cercadas por sucias pantallas de tela derramaba, una claridad precaria y amarilla sobre objetos y personas. Frente a la entrada, la barra, con un muestrario de bebidas espirituosas, refrescos, tabaco, chicles, frutos secos, aceitunas y patatas fritas en bolsa y gestionando este patrimonio, un hombre taciturno y macilento con trapo al hombro tan bueno para secar las copas como el sudor de la frente. En el fondo del local, el proscenio con un piano desconchado y en las paredes carteles de Juanito Valderrama, Antonio Molina, Lola Flores y otros grandes de la música folclórica.

Un travesti de mirada ansiosa y brazos pilosos, de nombre artístico, Agustina, La del Berberecho, atendía las mesas con más tesón que traza, dando conversación a los que la soportaban, retornando con idéntica inquina las puyas de los graciosos y pidiendo propina a todo aquél que pudiera dársela. Fintaba mesas y sillas con la torpeza de quien evoluciona sobre unos tacones regalados, y trasladaba a voces los pedidos al barman que los preparaba con desganada profesionalidad. A falta de camerino, taquillas, o rincón para el aderezo de maquillajes, fornituras y vestuario, los artistas se cambiaban como buenamente podían en los retretes y no eran pocas las veces que aparecían ante el público con el carmín derrapado, el colorete equivocado o el moño deshilachado. Junto al piano, un cesto en el que se guardaba el atrezzo del espectáculo, y de cuyos adminículos se proveía el plantel de artistas.

Ante la perspectiva de actuar, Agustina, La del Berberecho, encogía estómago, se ajustaba la falda y subía al escenario sin más aditivos que alguna boa de plumas, un chal gastado, un abanico descarnado y la mejor de sus sonrisas. Sobre el entarimado, y al compás de la música desgranada por gangosos altavoces, se arrancaba con algún pasodoble con razonable afinación, y si el respetable se mostraba receptivo, lo animaba a cantar con ella. Caminaba por el escenario con el paso decidido, como un excursionista con prisa, lo que provocaba la caída a los tobillos de sus medias. Acabado el número, saludaba con reverencias mayestáticas, se recomponía el vestido y con mucha precaución bajaba la tarima, no fuera a darle al tacón por romperse en ese momento.

Tomaba el relevo Marimar, La Chiquilla de las Pechugas, que hacía su aparición desengañando a quienes no la conocían, pues el alias, que llevaba pegado a su nombre más de medio siglo, había quedado en pellejería pendulante. Intacto su amor por el teatro desde que decidió ser artista, subía al escenario con dificultad y algún soplete de regalo, pero digna y orgullosa siempre. Una vez arriba, ejecutaba su número que fusionaba el ballet con el tropiezo, no sin antes saludar al público con una reverencia que hacía crujir sus vértebras como masticando quicos. Sonaba "El lago de los cisnes" y correteaba de lado a lado con aceptable agilidad, ejecutando arabesques y fouettés con iguales dosis de descalabros y disloques; pero fuera desde el suelo o de pie, sus movimientos siempre acababan con un "¡Chas!" como onomatopeya apoteósica. El público aplaudía incrédulo al ver como una artista, que ya animaba las filas de la retaguardia republicana, seguía tan activa y enamorada de su oficio a pesar de los años.

La siguiente en aparecer era La Pepeta del Chupete, que lucía un bañador dorado y varias capas de velos de colores. De cuerpo robusto y rectilíneo, lucía en cambio un generoso escote con canalillo de palmo que mostraba con orgullo. Cantaba zarzuela y canciones de varietés, guiñando el ojo al respetable cuando el pasaje era picantón o se daba a dobles interpretaciones. Anunciaba su número una grabación grandilocuente que la hacía estrella de inconmensurable éxito en los teatros de Buenos Aires, Montevideo y Nueva York pero que rendida por la nostalgia había vuelto a los escenarios que la habían visto triunfar antes no iniciara una nueva y exitosa gira mundial.

Le seguía una joven promesa cuyo nombre artístico era Abderramán, El Egregio Lamefuegos de Babilonia con un número de faquirismo. Mostraba un cuerpo seco, como dictaba la moda de los faquires pues comía ⎯ cuando podía ⎯ cacahuetes del cuenco de los clientes despistados y los días de suerte, un bocadillo de mortadela u otras delicatessen. El público observaba las evoluciones del babilonio con los brazos cruzados y ladeando la mirada. Entre otras proezas, caminaba sobre cristales rotos que posteriormente comía, lamía la llama de una antorcha y traspasaba la lengua con agujas de ganchillo sin dar muestras de dolor o incomodo, siendo su número estelar atravesarse la mano derecha con un clavo. Salvo para los que esta muestra de castigo corporal resultara insuficiente, en general la visión de estas proezas se recibía con grados de aversión y raramente conseguía algo más que algún aplauso disperso y breve. Queriendo aconsejar al faquir novato, Marimar, La Chiquilla de las Pechugas, le sugirió que una onomatopeya final en cada actuación no le iría mal, "que da prestancia y avisa que has acabado". El Lamefuegos le hizo caso e incorporó un rotundo "¡Tachaaaaaán!" al final de cada acto, resultándole algo más complicado si acababa con el número de la lengua atravesada por la aguja.

El número final era cosa del ciego de la entrada, de nombre Lisardo, Ojo Avizor, y que recitaba, cantaba y bailaba con alto riesgo de quien estuviera en su perímetro de seguridad. Se arrancaba con un "Islas Canarias", seguía recitando un pasaje de "La venganza de don Mendo" de Pedro Muñoz Seca e imitaba el bailoteo de Michael Jackson que, teniendo en cuenta que jamás lo vio ni bailar ni de ningún otro modo, resultaba tan meritorio como sorprendente.

- ¡Uh, yeah! - voceaba como colofón a su actuación con la mano derecha en sus genitales y el indice de la izquierda apuntando al techo. A veces sucedía que, desorientado por la coreografía, quedaba de espaldas al respetable, de cara a la pared; pero las risotadas lo reubicaban y giraba ipso facto sobre un talón para colocarse correctamente. Acabado el número, bajaba a saludar mesa por mesa y, de paso, ofrecer la suerte en formato cupón de la ONCE.

El humo de los cigarrillos entelaba el aire, el licor de garrafón lo aliñaba y el rumor de conversaciones mareadas por el alcohol, lo cuarteaba. Aquellos artistas de guerrilla remozaban los fracasos ajenos con sus propias miserias, y el alivio momentáneo que los clientes hallaban, como soplar el alcohol de una herida, los invitaría a volver otro día. Reían los chistes con alegría forzada tratando de consolar la tristeza de aquella realidad; la gloria, si la había, era efímera como también los fracasos, de modo que los aplausos no daban para más de un par de leves genuflexiones y los silbidos lo que tardara el artista en huir del escenario.

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El cuartel general de Ibrahim se ubicaba en la parte de detrás de una lavandería; era un amplio apartamento camuflado tras un humilde negocio familiar. Allí no sólo lavaba ropa sino también el dinero sucio, ofreciendo beneficios inusitados a los testaferros societarios. El local era gestionado por un matrimonio que además de rendir cuentas sobre la gestión del negocio avisaba de cualquier movimiento sospechoso en la calle y la entrada.

A un lado del mostrador, un pasillo conducía al despacho de Ibrahim, donde se fraguaban las decisiones criminales, alianzas comerciales y sentencias letales. Detrás de una gran mesa de despacho había una caja fuerte del tamaño de un armario y entre ésta y la mesa, una silla de ejecutivo ocupado por El Moro. Su aspecto no invitaba a la confianza; el brillo terrible de sus ojos se enmarcaba en unas oscuras ojeras de oso panda, mostraba barba larga sin bigote y unos modos alejados de la educación y la templanza. Sus dominios abarcaban varias barriadas y planeaba una alianza con grupo de colombianos que le hubiera hecho con el control de la cocaína en buena parte de la ciudad, pero el desafortunado incidente de Rudolph lo dejaba en una posición muy incómoda y alejaba el éxito de sus planes.

Morgan, El Canario, después de golpear con los nudillos la puerta, esperó respuesta y entró al despacho. Encontró a Ibrahim, El Moro, tomando notas mientras daba grandes bocados a un rollo de falafel y bebía cerveza. En cuanto vio al sicario levantó la mano y gesticuló sin que Morgan supiera si lo invitaba a sentarse o a probar un trozo de falafel.

⎯ Un momento, amigo ⎯ dijo Ibrahim mientras anotaba algo en una hoja.

Le entregó lo que acababa de escribir y dijo:

⎯ Esta es dirección donde está droga de colombianos. Necesito trabajo rápido y limpio.

Morgan recogió la nota, la leyó y después de que Ibrahim le aclarara algunas dudas ortocaligráficas, la memorizó y dijo:

⎯ Pan comido.

Y acto seguido se introdujo el papel en la boca, lo masticó y tragó.

⎯ ¿Pero tú qué haces, amigo? ⎯ saltó Ibrahim.

⎯ Una potencial prueba destruida ⎯ respondió Morgan.

⎯ Tu loco o mucha hambre, amigo. Tu memoriza y quema en cenicero y no comer este papel que recogido de suelo.

⎯ Bueno, ya está hecho.

⎯ Tu marcha, amigo y trae mercancía.

Morgan se alejó de la mesa pero antes de cruzar la puerta se detuvo, giró sobre sus talones y preguntó:

⎯ ¿La nota ponía primera puerta, segunda planta, o puerta segunda, primera planta?

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María hervía de sensualidad y el rumor de la vieja lavadora y los disparates de su imaginación hicieron el resto. Necesitaba una bestia que no conociera la fatiga, los remilgos, ni otro sabor que la sal de su sexo. Pero mientras el milagro no se produjera, había de conformarse con exprimir la fruta que tanto zumo contenía, y contener su lujuria con tocamientos de emergencia.

Se acuclilló notando que se abría su sexo como una cicatriz blanda, y de un brusco tirón rasgó sus braguitas, obsequio de una leche hidratante al extracto de ADN de cigoto de cabra suiza. Chupó sus dedos con prosopopeya dejándolos con un fino barniz de saliva que permitió una inserción completa y con la mano libre, acarició el clítoris. Así fue achicando con bombeo manual sus íntimos fluidos que derramaron por su mano los vapores de su lujuria. Se le fueron añadiendo los otros dedos al dedo anular. Después, una brigadilla de dedos se abría paso por los conductos de María animados por los grandes gimoteos de la patrocinadora de la expedición. María se recostó apoyando la cabeza sobre el cesto de la ropa y alzó su culo, abriendo sus piernas como un libro. Un reguero húmedo resbalaba hasta su ano y mientras la mano seguía achicando tenazmente toda la lascivia que se le había instalado en sus adentros, la otra se paseaba por las nalgas esperando recibir órdenes.

María gemía con contención, pues el fregadero se protegía de la curiosidad ajena con una precaria cortina de plástico que Pepe instaló con más estropicio que maña. Hubiera bastado el más leve indicio de anormalidad para que los engranajes del comadreo entraran en funcionamiento y se especulara sobre la causa de tal efecto. Alargó una mano y asió la escoba, introdujo en su boca el palo y lo chupó mientras arrullaba el filiforme madero con extasiada veneración, imaginando el cuerpo fibroso de algún surfero cachas. Más tarde, y sin sacarse la mano del coño, fue enfundando lentamente el mango en su ano salpicando sus sentidos con una nueva e interesante fuente de sensaciones. De esta manera, sincopando la entrada de su mano con la salida del palo y viceversa, permaneció un buen rato creyendo, en cada estocada, que el premio a sus trabajos estaba próximo.

Pero un timbrazo truncó la escena

María quedó paralizada, con el palo de la escoba ensartado como una brocheta y con los ojos tan abiertos como la boca. Esperó que un nuevo timbrazo confirmara que no se trataba de un error y cuando lo oyó de nuevo, destaponó sus orificios con urgencia.

⎯ ¡Sploch! ¡Sploch!

Incorporada, se mesó los cabellos, repasó con el antebrazo el sudor de la frente y corrió a ponerse una bata. Antes de abrir quiso confirmar por la mirilla que realmente había alguien. Pero no vio a nadie.

⎯ ¿Quién es?

⎯ Yo.

Aquel “yo” le era familiar. Abrió la puerta y comprobó que se trataba del hijo de la vecina de arriba. El muchacho, al margen del don de la inoportunidad, estaba bien formado y aparentemente sano aunque dos inconvenientes mancillaban la armonía de su aspecto: era enano y su cara se rebozaba en granos: si un ciego hubiera pasado la mano por ella algo habría leído. Aquellos momentos de necesidad hubieran empujado a cualquiera a una locura, pero María se mantuvo firme.

⎯ ¿Qué quieres, chato?

⎯ Dice mi madre que si le puede dar un poco de perejil y una berenjena.

⎯ Creo que sí. Voy a mirar.

Corrió a la cocina por ver si lo despachaba pronto y finiquitaba lo que había empezado en el lavadero. Abrió la nevera, metió en una bolsa de plástico un manojo de perejil, escogió una berenjena y no consiguió reprimir el rugido de su deseo cuando la textura y el tacto de tan cipotuda hortaliza le zarandearon el rijo. La lamió frotándose además los labios de su vagina, cancerberos indolentes de un agujero de entrada libre. Acuclillada, probó de introducirlo en su entreíngle y, aunque era ancho, no le resultó especialmente difícil. Al contrario, harto satisfactorio, por lo que decidió incorporar las berenjenas a su inventariable colección de objetos follables. Eso sí; preferiblemente a temperatura ambiente. Entre tanto, silbando sordamente una melodía que no recordaba haber oído antes, el chaval esperaba en la puerta, ajeno a las maniobras de María.

⎯ ¡Señora María! ¿Tiene o no?

De nuevo el cuerpo se convulsionó. Se incorporó de un salto sin extraer el vegetal, cuyo rabillo asomaba como un interruptor, y disimulando el paso se dirigió a la puerta aparentando temple y naturalidad.

⎯ Sólo tengo perejil. Toma.

⎯ Gracias, señora María.

“Señora María... Tu puta madre”.

⎯ De nada.

Cerró la puerta. "Al fin a mis anchas". De vuelta al fregadero vio sobre la mesa del comedor el muñeco hinchable; allí estaba; con su descomunal cipotazo, un magnífico Hércules a su servicio. María quedó quieta; tenía un aire a Roberto Carlos, de “Engaños furtivos”. Lo miró de arriba a abajo, se maravilló de la calidad y perfección de los detalles y cogiéndolo por el mango lo recostó en el suelo. El cerebro de María no encerraba más idea que la de satisfacer de una vez por todas sus necesidades; montó sobre el muñeco, restregando su vagina por la cara inerte de Roberto Carlos quedando a pocos centímetros de la suya la polla. Mientras lamía con recreo los huevos, el tronco y el capullo, cuyo realismo incluía venillas blaugranas y una textura de prodigiosa carnalidad, frotaba su triángulo peludo contra la nariz del muñeco. A pesar de la longitud del cimbel, María hizo lo posible por envainarla en la boca y azuzada por la urgencia de su libido deseó que sus succiones culminaran en un espeso y caliente lecharazo. Durante varios minutos permaneció de esta guisa, gimiendo y retorciéndose como en un exorcismo. Al rato cambió de postura, colocándose a horcajadas sobre el generoso falo. Y como la berenjena parecía encontrarse a sus anchas ⎯ nunca mejor dicho ⎯, no le quedó más opción que enfundar el pene de Roberto Carlos en el orificio que quedaba libre. En el crisol de sus sensaciones, una aleación de dolor y placer le arrancó un largo y lento suspiro. Era la penetración total. Dos poderosas pollas haciéndola crujir por dentro como el hielo que se parte. Un placer inusitado que iba más allá de lo que hubiera podido imaginar. Botaba sobre su cabalgadura como un vaquero por las serranías de Arizona, sintiendo en cada penetración que se le rasgaba el poco comedimiento que pudiera quedar. Se le rompía el culo y el coño de placer y su alma se preparaba para quedar despedazada por un orgasmo épico. Al fin, fue engullida por un maremoto de placer que la ahogó en saladas aguas de obscenidad.

Todavía enculada, se recostó agotada sobre las piernas lampiñas del muñeco y, como si de un torpedo se tratara, la berenjena salió eyectada con la potencia de muchas atmósferas de presión.

María fijó su mirada en el techo y sus cejas levantadas enmarcaron sus ojos como arcadas de acueducto. Un hilachón de polvo adherido a un pertinaz resto de tela de araña oscilaba como una liana, balanceándose al capricho de domésticas corrientes de aire y, por primera vez en mucho tiempo, no se le ocurrió correr a destruirlo a escobazos.

⎯ Que le den.

Aquellos momentos eran capaces de descuajeringar las sólidas ligaduras de María para con sus deberes y añadir unas dulces cucharadas de novedad a su banal vida. De fondo, la televisión seguía ronroneando, sin saber que no había despertado ni el más mínimo interés, y en el fregadero la lavadora zumbaba agónica, centrifugando como podía. María se incorporó, cogió a Roberto Carlos por el asa y corrió hacia el fregadero. Allí estaba la máquina de sus amores, tiritando como un electrocutado. Se sentó sobre ella y la histeria centrípeta reanimó su lascivia. Se abrió de piernas y ensartó el falo de su amigo como aceituna de aperitivo y con el traqueteo, las carnes se batían como sábanas al viento, y el coño, de tener labios parlantes, hubiera entonado alguna apoteósica aria. “¡Esto es un hombre!”, pensó, sin que la gomosa circunstancia de su amante le pareciera inconveniente de mención.

Un nuevo orgasmo sacudió a María rindiéndola definitivamente mientras desde el lavadero se oía la televisión que seguía con su letanía.

⎯ …y para limpiar una mancha de ostra, la frotáis con un trapo humedecido a partes iguales con amoniaco y agua. Después la metéis en la lavadora y saldrá perfecta. Ahora os explicaré cómo limpiar el escenario de un crimen después de unos cuantos consejos publicitarios.

Una tonadilla conocida e impertinente zanjó el proemio de lo que venía y dio paso a una granizada de anuncios que dejó en la ignorancia a tantas mujeres deseosas de conocer el procedimiento oportuno para dejar inmaculado el lugar de un asesinato.