CINCO

EL FAQUIR, EL URÓLOGO Y EL TENIS DE MESA

El verdadero nombre de Abderramán, “El Egregio Lamefuegos de Babilonia”, era Jordi Miserachs i Matarrodona, natural de la ciudad de Mataró. Su padre, adusto catalán que no gastaba ni bromas, lo había educado en las enseñanzas del mercantilismo fenicio transmitidas de padre a hijo desde que los Miserachs tuvieron conciencia de su apellido. Y no parecía más que su hijo Jordi evitara todas las leyes de la congruencia genética, pues si su padre arraigaba sus usos y creencias en asientos contables, él parecía contener en su insustanciado cuerpo los cromosomas más desajustados y defectuosos recogidos antes de su nacimiento. No hubo argumento ni vara que encauzara los torcimientos de Jordi, que fue creciendo entre cintarazos y cuplés, sospechas de mariconeo y delirios de artista. Treinta y tantos años más tarde mostraba su arte en Barcelona, después de miles de kilómetros recorridos y peripecias inusitadas. Como si fuera un experimento del destino, en el que se midiera la resistencia ante la adversidad, se sumaron desgracia sobre desgracia sin que el paso del tiempo mitigara el empecinamiento de su mala suerte.

Jordi las pasó canutas.

Todos los días por la tarde, se embutía en una túnica fosforescente, ceñía unos leotardos blancos, enrollaba una toalla azul en la cabeza y arrastrando unos abollados y herrumbrosos arreos de faquir, se encaminaba Rambla abajo. Se acomodaba como buenamente podía entre algún vendedor argentino de baratijas y caricaturista holandés, y mostraba al público que quisiera verlo su habilidad de tragasables, pisacristales y cantamañanas. Desde su glorioso paso por la Bodega Bohemia no había conseguido mostrar su arte a cubierto, por lo que ejecutaba su número en la calle. Su astroso aspecto movía a partes iguales a la repulsión y a la lástima y si algún público se arremolinaba a su alrededor era por ver si la espichaba atragantándose con el sable o quedaba grapado a la cama de clavos. El artista, con el cuerpo quebrado por la enfermedad, se movía con lentitud y precaución y mostraba con orgullo lo que sabía hacer. Ni el frío, ni el calor disuadían a Abderramán de cancelar el espectáculo y sólo la lluvia, que provocaba la estampida inmediata de los transeúntes, le hacia recoger los cachivaches a toda prisa, pues no convenía añadir más óxido del que ya había.

Cerca de la medianoche daba por finalizada la función y con la parca recaudación se compraba un bocadillo y una cerveza que comía en la soledad de la pensión. Después, se tumbaba en la cama y dejaba que el cansancio lo derrotara y el sueño arrullara sus imposibles fantasías de gloria.

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Juan era diez años mayor y sabía diez veces más que yo. Coincidimos, y no por casualidad, en la consulta de un urólogo, donde era fácil encontrarse con él: la consulta era suya.

Por entonces, unas molestias al orinar me obligaron a un chequeo rectal y habida cuenta la buena fama que le precedía como doctor, opté por él. Desde la distancia del tiempo, aquí, en mi celda, entiendo que un muchacho ingenuo aunque soberbio acabara, como el barro, moldeado por aquel hombre.

Nada más verlo me enamoré de él; me fascinaba la elegancia de todo lo que hacía. Sus movimientos pausados y armoniosos y su aspecto impecable. Una bata sin arruga alguna y sin que nada, salvo el brillante acero de su bolígrafo inoxidable asomando por el bolsillo, mancillara ese blanco inmaculado. Su voz era profunda y su mirada verde me fundía; olía a mar y jazmín y caí rendido por quien sería el hombre de mi vida.

Sin saber si entendía, resultó realmente difícil disimular la erección cuando me pidió que me bajara los pantalones y los calzoncillos. Temiendo que se disparara como un resorte, me la atrapé como pude entre los muslos, me coloqué sobre la camilla y esperé el estoque. El reflejo del cristal del mueble de los medicamentos me permitió ver como se enfundaba los guantes con exasperante parsimonia; pero elegantemente. Se untó los dedos con vaselina y dijo en un susurro grave:

⎯ Relájate.

Aún hoy me estremezco, y puedo decir sin equivocarme ni mentir, que como él, nadie sabe cómo soy por dentro.

Estuvimos juntos dos años y durante ese tiempo fui el aprendiz de sus caprichos. Hizo de mí un perfecto amante entrenado para satisfacer sus antojos; y lo hizo tan bien que se hicieron tan míos como si yo los hubiera inventado. No hubo nada a lo que pusiera reparo y mi voluntad quedó definitivamente amaestrada. Fueron setecientos días en los que tanto amor me elevaba a un mundo hermoso del que sólo recibía felicidad. Nada me importaba más que estar a su lado y me acostumbré tan rápido a quererlo que cuando me dejó mi corazón se cuarteó y mis ganas de vivir también.

Lo recuerdo como si hubiera pasado ayer; le había preparado una cena de aniversario y cuando llegó no se quitó el abrigo. Llevaba días dandole vueltas al asunto y se decidió precisamente aquél para romper conmigo; se deshizo en excusas y explicaciones anodinas. Ni siquiera estuvo ocurrente en los motivos, ni pasional en la interpretación. No podía creer que me estuviera pasando; éramos perfectos el uno para el otro y nada parecía haber cambiado para que tanta felicidad se tirara por el retrete.

⎯ Pero, ¿por qué? ⎯ pregunté.

⎯ No le des más vueltas, Toribio. Adiós ⎯ y se despidió con un leve beso en los labios y una caricia en el hombro.

Y se fue; nunca más supe de él, ni quise conocer a mi rival. Me encerré en mi tristeza y cuando aprendí a vivir con ella me alimenté de odio para seguir vivo.

Pero aún lo hecho de menos...

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Al volante de la furgoneta de La Alfombra Voladora, S.L., Pepe notó que aquel era uno de esos días en los que se le derramaba la concentración y que, por mucho que se esforzara en amarrar sus fantasías, seguiría disperso y con la mente revoloteando sobre pensamientos bizantinos. Ni los vendedores semaforados de pañuelos, ni el tráfago del tráfico fueron capaces de despertarlo de su aturdimiento. No supo si su abstracción le venía por los extraños sucesos del Club Guirigay o porque se estaba olvidando de algo.

Aparcó en zona de carga y descarga frente a un bar llamado Asuquiqui y, convencido que una cervecita y unos boquerones lo devolverían al mundo de los vivos, entró. Desoyó la invitación para apostar de unos trileros y los envites lúbricos de una anciana cuya tarifa aseguraba había caído en un círculo de deflación, y que por el precio de un paquete de tabaco tenía derecho a dos servicios y un vale descuento. En el bar, una nube de moscas se daba un festín sobre unas croquetas sin que la niebla de insecticida que rociaba el camarero las disuadiera a buscar otro lugar. Cuatro hombres tatuados estrellaban fichas de dominó contra una mesa como si quisieran partirlas y de los servicios salía un hombre precedido de una mujer que se restañaba con el dorso de la mano lo que tuviera en los labios. Un cliente dormía la siesta en la barra mientras un insecto indeterminado inspeccionaba su pabellón auditivo, quien sabe si para su futura urbanización, y de fondo, un televisor retransmitía un partido del Barça en el que Hristo Stoichkov estaba haciendo un papel excelente.

⎯ Una cerveza y unos boquerones ⎯ pidió Pepe.

Los boquerones tenían un intenso olor genital, pero la cerveza estaba helada y la bebió de un trago.

⎯ Otra ⎯ dijo al camarero señalando el vaso vacío.

Con la mirada ausente y el espíritu muy lejos de allí, se dejó atrapar por la melancolía y subieron a sus recuerdos arcadas de imágenes olvidadas; y en ese estado de consciencia limitada evocó la fiesta de la cachondina.

La cachondina es una píldora del tamaño de un huevo de perdiz que humedece y predispone a la cópula a las vacas renuentes; una vez suministrado el afrodisiaco, cualquier toro resulta gallardo a sus ojos.

Eran los amigos de Pepe mozalbetes de malicia en constante proceso de perfeccionamiento por lo que, teniendo fácil acceso a la cachondina, no tardaron en urdir fiesta bizarra. La idea era invitar a las jóvenes más carnales y displicentes y diluir en la bebida unas raspaduras del afrodisiaco vacuno. Hasta el momento sus insinuaciones y promesas no habían surtido efecto, no consiguiendo más que mojigatería y rechazo. Advertidos del casto proceder de las muchachas, no se arrimaban a ellas más que en sus delirios y fantasías; pero con suerte y un poco de química aquello iba a cambiar.

Engalanaron la trastienda de la ferretería del padre de uno de ellos con papel de celofán rojo, amarillo y azul, que se colocó a modo de pantallas en lámparas y fluorescentes. Se peinaron con la raya a un lado y se ducharon y perfumaron sin que supusiera, excepcionalmente, menoscabo a su hombría. Se sirvieron calimochos cebollones, rodajas de fuet y aceitunas “La española”, y de guarnición, música que en tiempos del antiguo régimen se daba en llamar ligera, y que correspondía a lo que entonces se denominaba, sin fundamento etiológico ni ortográfico, música bakalao. Bailaron, rieron y bebieron, reiterando ellas el rechazo y relamiéndose ellos sobre los efectos que la cachondina no tardaría en obrar en sus voluntades. Pero a causa de la mezcla de alcoholes, los galopares a que la música de la época obligaba y la alquimia de la pastilla, la fiesta acabó como el rosario de la Aurora, que no se sabe cómo acabó pero nadie duda que mal. Hubo orgía, sí, pero de vómitos; no sólo no cabalgaron sobre las potrillas, sino que anduvieron recogiendo con fregonas y trapos la bilis y aceitunas semidigeridas por los mostradores y suelos de la tienda. El fracaso de sus planes los invitó a replegarse a sus casas.

Pepe, participe de aquella fiesta, se dirigía a casa atravesando un descampado que atajaba el retorno. Lo acompañaba Lucas, tres años mayor que él y poseedor de un bozo tupido y negro que era la envidia de la pandilla. El sendero estaba bordeado de retamas, y unos pelados y tortuosos árboles aparecían solitarios como lúgubres centinelas de la noche. Se decía que abundaban en el desmonte fosas comunes de los tiempos de la guerra y que las ánimas de los difuntos, enterrados de malos modos y en tierra no bendecida, vagaban cabreadas en las noches de plenilunio. Ni Pepe, ni Lucas sabían que a los espectros les daba por salir sólo en luna llena por lo que, aunque se mostraba en cuarto menguante, caminaban recelosos, abrazados por el cuello y ahogando el canguelo con un canturrear improvisado a media voz.

De pronto, Pepe notó un aguijoneo en sus intestinos como aviso de unos meteoros sólidos y gaseosos, y puso a Lucas al corriente.

⎯ Pues vale.

Fue Pepe a zafarse tras unos arbustos y vació con no poco boato y trompeteo la vil carga de sus tripas. Así se entretenía cuando notó una intensa punzada en un testículo. Se le desvanecieron en un santiamén los placeres que la deyección urgente le daba y también el velo de la borrachera, y se puso a berrear como un condenado, llevándose las manos al origen de su dolor. Palpó desconcertado y encontró pendulando del testículo herido una pequeña serpiente, que atraída por la culebrilla que entre los dos huevos vivía, fue a relacionarse. Y viendo que no era sierpe sino apéndiz meón, ofendida por el engaño mordió una de las pelotillas por conocer nuevos sabores y reprender el engaño. Lucas, al oír los alaridos desesperados de Pepe, se convenció que sufría emboscada de espectros de ultratumba y fue, contra todo pronóstico, en ayuda de su amigo. Cuando lo encontró de cuclillas, con los pantalones en los tobillos, con una culebra en un huevo y gritando tanto como merecía la escena, respiró aliviado de que no lo estuvieran descuartizando una partida de zombis o algo peor y arrancó la serpiente del escroto de Pepe. Lucas le ordenó que se tumbara en el suelo, y a ser posible no sobre sus heces. Pepe obedeció sin chistar, aliviado por la ausencia de tan perjudicial reptil y extrañado por no saber qué venía. Lucas se arrodilló junto a su amigo y éste se sorprendió sobremanera cuando, sin más preliminares que estas palabras, se introdujo el huevo herido en la boca succionándolo con mucho entendimiento.

⎯ ¿Qué haces?

⎯ La serpiente podría ser venenosa. Así te saco el veneno; lo he visto en las películas del Oeste.

Quedó pensando Pepe cuál podría ser en la que Clint Eastwood, Lee Van Cleef o John Wayne se chuparan los huevos, y aunque ninguna película le vino a la memoria, se dejó hacer. Lucas apoyó la mano en el pecho de su amigo y después lo acarició; pasó de chupar el cojón a lamerlo amorosamente y Pepe notó la diferencia, como también el aliento en su capullo. No sabía si apartar la cabeza de Lucas o cogerle ambas orejas como un monopatín y conducirlo del mismo modo hacia su destino; pero no fue necesario, pues Lucas envainó en su boca el pene de Pepe. Olvidado quedó el dolor y los sacrosantos preceptos del orden heterosexual; tarde, pero al fin funcionó la cachondina.

El ulular de búhos voyeurs empastaba los jadeos de Pepe y los chupeteos de Lucas en un bestial coro de melodías de animales lujuriosos. Pepe empujaba la pelvis a golpes hacia la cara de Lucas, que recibía cada estocada con la boca cada vez más lubricada. Se le inflaban los belfos a cada inserción; mantenía la polla en la boca unos segundos y acariciaba con la lengua el capullo reventón, sacándola con suavidad para dejar que Pepe iniciara de nuevo el meneo de las caderas. Lucas, mientras, se masturbaba gozosamente, al tiempo que recorría el torso de Pepe con la mano. Y ambos llegaron a la meta en una carrera en la que poco importaba llegar primero y sí participar. Pepe descargó un copioso batido de plátano en la boca de Lucas, que resultó ser el primer orgasmo de su vida no auspiciado por manuales métodos. Después, Lucas se alzó y eyaculó una espesa papilla sobre la estupefacta cara de Pepe, que parecía derretirse. Esto le recompuso la realidad, y se vio con un huevo amoratado, con palominos en el culo y un robusto mango a dos dedos de la nariz señalándole con descaro. Se puso de pie y, apartando aterrado a Lucas, se subió los calzones y se marchó corriendo sin tan siquiera despedirse con un beso.

Pepe no concilió el sueño en mucho tiempo y su carácter quedó moldeado para siempre con las sensaciones de aquella noche. Roído por el miedo y el arrepentimiento se refugió en la confusión de la que no saldría hasta el final de esta historia. No volvió a coincidir con Lucas, que se alistó voluntario en el ejército y del que nunca tuvo noticias directas salvo rumores y especulaciones difusas.

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Incluido en un racimo de actividades que el Ayuntamiento organizó bajo el título genérico de Olimpíada de la Cultura, Ping Pong, insigne músico y compositor surcoreano, había de actuar en Barcelona hermanado así, bajo el universal idioma de la música, dos naciones que históricamente se importaban un bledo. Al concierto acudieron las personalidades obligadas a asistir y los que sin estarlo se hicieron con invitaciones que incluía el ágape de después.

Ping Pong apareció en el escenario y fue aplaudido con el mismo entusiasmo que si ya hubiera acabado. Saludó sonriente y se sentó sobre un cojín con las piernas cruzadas y los pies descalzos. Con semblante serio de notario, abrazó una especie de enorme guitarra y empezó a tocar. Durante los siguientes diez minutos no se oyeron más que maullidos insufribles, mortificantes chirridos y ululos sobrenaturales. El público atendió con admirable estoicismo las evoluciones del asiático, sin más muestras de agotamiento que algún “quién me mandaría venir” a media voz. Por fin, un sonoro piñoang dio por terminada la pieza y, de consuno, el público se levantó y aplaudió a rabiar, sabiendo que mientras aplaudieran, Pong no tocaría. Feliz, el músico se incorporó, agradeció los aplausos y trató de acallar la ovación. Hizo señas al regidor que subió al escenario. Habló con él con gran repertorio de mimo, y cuando se dio por enterado, el regidor se acercó el micrófono a la boca y, dirigiéndose al respetable, dijo:

⎯ El señor Ping Pong agradece el cálido aplauso dispensado...

El público enloqueció y arrancó con nuevos palmoteos, encendedores en llamas y bravos. Los de las primeras filas empezaban a hacer la ola mientras los de la platea coreaban “campeones, campeones, oe, oe, oe”.

⎯ Gracias, muchas gracias ⎯ dijo el regidor, pero el estrépito no amainaba.

Desde detrás del escenario subió decidido otro hombre, y le arrebató el micro al regidor.

⎯ Callarse ya, collons.

Callaron todos. Había hablado el encargado de la seguridad del recinto. Retornó el micrófono al regidor, y este dijo:

⎯ Como decía, el señor Pong está profundamente emocionado por sus aplausos, y se pregunta que si así lo ovacionan por afinar el instrumento, qué no hará este maravilloso público cuando toque de verdad. El concierto, señoras y señores, comienza ahora.

Después del lunch al finalizar el concierto, Toribio fue a pasear por las Ramblas. Caminaba sin rumbo; dejaba que las piernas avanzaran sin voluntad suficiente para guiarlas. Miró al cielo y trató de adivinar si el bochorno que respiraba era augurio de lluvia o efecto de su imaginación. Empezó entonces un leve chisporroteo de gotas. Al poco, una tupida cortina de agua cubrió la ciudad obligando a quien no tuviera paraguas a buscar sustitutos razonables o refugio. Toribio entró en un bar que no era otro que el Asuquiqui, en donde coincidió con Pepe, mustio y atribulado.

⎯ Vaya forma de llover.

Pepe despertó de su letargo reminiscente de la cachondina y contestó que sí.

Después de unas horas de charla la lluvia había cesado, y los dos hombres salieron del Asuquiqui tan borrachos de humo como de cerveza. A Pepe le pareció tierna la afabilidad del desconocido y a Toribio, encantadora la desorientación de Pepe. Caminaron juntos sin saber muy bien a dónde ir. Al final de la Rambla un corrillo de viandantes curiosos observaba a un artista de la calle tragando y regurgitando cuchillas de afeitar mientras caminaba sobre cristales rotos, todo ello aderezado con música oriental emitida por un radiocasete roñoso.