DOS

AZOFAIFA Y LA ALFOMBRA VOLADORA

La noche, serenamente moteada por una caspa de estrellas difusas, hubiera invitado al descanso si los vecinos de arriba no hubieran tenido invitados tan escandalosos a cenar. Retumbaban en el techo los pataleos de los niños, las risotadas de los mayores y el vocerío de todos. Pepe y María intentaban hilvanar el sentido de la película que veían con dosis de imaginación, pues no oían nada más que las voces de la fiesta. Leer los labios de los actores no servía: la película era extranjera. Sentados en el sofá, alternaban las miradas irritadas al techo con las de incógnita al televisor. Subir el volumen del aparato era inútil; la algarabía de los vecinos se fundía con las frases y la música del film, resultando de ello un espeso magma sonoro de difícil deglución.

⎯ ¿Quién ha dicho que es el asesino?

⎯ No sé. No me he enterado.

De repente se hizo el silencio, que duró lo que esta frase en acabar, estallando después una explosión de bravos y risas. Pero un grito se destacó sobre todo el ruido y parecía de sufrimiento. Era un lamento intenso y largo que diluyó el alborozo de los vecinos. Se escuchó el correteo nervioso de unos y el rumor de voces preocupadas de otros dando órdenes o consejos. Los comentarios se entendían a ráfagas y algo pescaron María y Pepe.

⎯ No veas cómo ha quedao.

⎯ ¡Calvo del !

Con las luminarias del capirote giratorio y sus aullidos de lobo herido la ambulancia anunció su llegada. Inundó la calle con el estrépito de su visita y pronto se asomaron muchas cabezas por las ventanas atraídas por la jugosa perspectiva de espectáculo gratis. Pepe y María oyeron los pasos acelerados de los camilleros subiendo por las escaleras y las imprecaciones nerviosas de una mujer instando a que se dieran prisa. En el rellano, mujeres con bata y rulos y hombres en camiseta de tirantes, especulaban sobre lo que ocurría.

⎯ Yo he oído como una explosión.

⎯ El gas. Seguro que ha sido el gas.

Y si bien se barajaron varias hipótesis, descabelladas unas, plausibles otras, quedó confirmado al día siguiente que ninguna de ellas estaba encarrilada. Según fuentes oficiosas pero fidedignas, ocurrió que el anfitrión de la fiesta pidió a su cuñado que realizara el número del Big Bang, que tan memorables momentos había dado a los que habían tenido el privilegio de contemplarlo. La cosa consistía en acercar la llama de un encendedor al culo del cuñado mientras exhalaba una flatulencia bien cargada de metano. Éste, siempre dispuesto a animar las veladas, aceptó y tras prepararse en cuerpo y alma expulsó un fogonazo que chamuscó la cara, cejas, bigote y tupé del anfitrión.

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La hija de Mustafá, el moro con quien Pepe se puso a trabajar cuando se casó, trabajaba en el taller de tapices llevando la contabilidad del negocio. Todos se preguntaban cómo era posible que una muchacha que asentara su método contable en picar los dedos contra la barbilla fuera capaz de cuadrar la caja. Los asalariados repasaban con escrupuloso interés las nóminas, confiando en que las cuentas fueran correctas, y aunque nadie entendía las partidas de las nóminas, ni de otras retenciones que no fueran las de sus vísceras, no hubo un solo trabajador de La Alfombra Voladora, S.L. que no se fuera a casa con el revuelto resquemor de que aquella tontorrona se había equivocado al contar. Compensaba su torpeza contable con una generosidad de carne que removía braguetas y distraía suspicacias. Azofaifa gustaba al personal y mucho, y más de uno hubiera perdonado un error en la nómina por un favor. Azofaifa sabía de la turbación que provocaban sus curvas, así como le turbaba el aparente desinterés para con ella de Pepe. Esto redobló los esfuerzos de Azofaifa por despertárselo, dedicándole los más generosos escotes, carambolas, meneos, roces y otros recursos sin que parecieran obrar efecto alguno en Pepe, que recibía con más fastidio que alborozo, estas y otras muy vistosas zalamerías. Todos se hacían cruces, Azofaifa incluida.

⎯ ¿Cómo te lo montas, macho?

⎯ No sé.

⎯ Nene, eres un fenómeno...

Nada más lejos de su intención. Si en algo los años de maridaje pasmoso habían moldeado su conducta, fue precisamente la selectividad minuciosa del quién, del cómo y del cuándo.

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La habitación número 24 de la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Clínico tenía cuatro camas; ocupadas por un sifilítico chiflado, una pareja echa un diciomo y Milagros. El ambiente era espeso y el olor a fármaco se colaba por cada rincón del hospital como el agua de un barco hundiéndose. Por los pasillos se apelotonaban enfermos calamitosos, familiares de moco flojo y cuñados, licenciados, abogados, camillas ocupadas y vacías, cubetas de jeringuillas usadas, gasas sanguinolentas y botellines de orines policromos colocados por orden alfabético, añada y buqué.

María andaba perdida tratando de localizar la habitación en la que su amiga Milagros se reponía de las heridas y susto después de toparse con el locutor chiflado. Cuando al final dio con ella, la vio acompañada por nutrida escolta de parientes jaraneros que había convertido la habitación en tablao de flamenquerío y bullanga. Su marido organizaba una porra sobre el resultado del partido Barça-Madrid que había de celebrarse a unos días vista, y el cuñado cantaba, guitarra en mano, “Pum catapúm chimpúm, cómo me gusta el verano”. A la cabecera, una vecina de la escalera venteaba a Milagros con un abanico de abigarrados detalles taurinos al tiempo que jaleaba con óles al cuñado sandunguero. Tres niños jugaban a indios y vaqueros, y varios periodistas cegaban con sus flashes a la parroquia buscando la instantánea más adecuada para el reportaje de la recuperación de la transeúnte de la Batalla del Copón. El sifilítico no sabía qué hacer para llamar la atención y amenazaba con contagiarlos echándoles el aliento si el cuñado no interpretaba “De niña a mujer”. El maltrecho matrimonio antes mencionado estaba demasiado entretenido en recordar cómo habían llegado a esta situación como para reparar en el festival de Eurovisión de la cama de enfrente. Aquella misma madrugada se personaron en urgencias de esta guisa: ella con la cara desfigurada por lluvia de golpes y grandes claros en el cuero cabelludo y él con el miembro pendiendo de un delgado hilo de carne. Sus nombres no vienen a cuento, pero sí saber que era pareja recién casada y por ende, degustaban las mieles de una convivencia nueva y las exploraciones sexuales inherentes a la ausencia de aburrimiento. El caso fue que, siendo ella epiléptica, le fueron a dar los teleles en solaz bucogenital prodigándole tal cantidad de mordiscos que nada auguraba el final feliz que de estos ejercicios se espera. El hombre, venciendo como podía el desmayo de su dolor, agarró una estatua de Lladró golpeándola para librarse del cepo o hacer que perdiera el conocimiento o, si no había más remedio, la vida. A cada golpe, con cada nuevo dolor, ella mordía con más convencimiento, creyendo tal vez en el paroxismo de su enfermedad, que llevaba en la boca el protector de no morderse la lengua. No recordaban quién de los dos se rindió primero en este disparatado juego, pero sí aprendieron la lección: por si las moscas, mejor que no te la chupe una epiléptica.

Cuando Milagros divisó a María por la puerta intentó levantar una ceja a modo de saludo, pero no consiguió más que bizquear y liberar un goterón de baba. La parentela se apretujó para dejarle sitio y Milagros, cogiendo la mano de María, la miró fijamente a los ojos. Un hálito escalofriante le lamió el alma y supo que a su amiga algo la afligía. No pudo refrenar un hondo suspiro y se preparó a recibir la más terrible de las revelaciones. A Milagros se le derramaron todas las angustias y pesares y trató de ordenarlas. Logró sobreponerse al hechizo del sueño y del cansancio y con la voz quebrada preguntó:

⎯ ¿Qué ha pashado hoy en “Engañosh furtivosh”?

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Como todas las noches, la cena discurrió para Pepe y María con todos los pronósticos cumplidos. Cenaron en silencio mientras el televisor salmodiaba las mismas consignas del día anterior. Estoicamente capearon el alud de sandeces que veían y escuchaban, esperanzados por la hipotética bondad de una película de tiros que había de venir. Comían en silencio, llevándose el alimento a la boca como autómatas de feria. Algún “pásame la sal” o el bisbiribís de la gaseosa acompañaba el mutis de la cena junto a los soniquetes pegadizos de la tele.

La película respondía perfectamente a las exigencias de un público adoctrinado. A un policía neoyorquino borde le asignan un novato para un caso de crímenes y mutilaciones entre el puterío de la ciudad. El asesino, sanguinario y feo, se libra siempre in extremis y acaba con el novato aplastándolo, con todo lujo de detalles, con una apisonadora. Todo a cámara lenta y con música clásica de fondo. El veterano lo acorrala en una fundición, lo acribilla a balazos, le pisotea la cabeza, lo estrangula y le arrea dos bofetones a mano abierta. Lo deja hecho una albóndiga. Pero el malo se levanta y después de ensalada de hostias, el policía veterano empuja al psicópata a una piscina de metal fundido, dando con este expeditivo procedimiento el asunto por definitivamente finiquitado.

María recogió la mesa y Pepe vertió los últimos orines de la jornada. Apagaron las luces y en silencio deslizaron sus carnes hasta la cama.

Un día menos.

La noche crujía vencida por el descaro de unos chiquillos palmeando rumbas en la calle. A lo lejos, el aullido de un perro solitario y en el rellano de la escalera, las voces de algún vecino pidiendo a la esposa que le deje entrar, que todo tiene explicación y que no es lo que parece. Los muebles crujían en la oscuridad sin la contención que los obligaba la luz del día y el aire recogía el tibio olor a sueño que a María y Pepe se les escapaba por los poros. Abriéndose camino por debajo de las sábanas, una mano rozó la piel dormida de Pepe. Recorrió lentamente su cuerpo y el vello se le erizó excitado por un suave cosquilleo. A Pepe se le desvaneció el sueño y quedó sedimentado en su espíritu una duermevela plácida que lo preparaba para despertar. María acariciaba al que yacía a su lado sin una voluntad consciente, movida tal vez por un lejano deseo de reconciliación y conocimiento, o buscando al salvador adolescente de antaño. Por las yemas de sus dedos creyó encontrar algo que le hiciera entender el enamoramiento en tecnicolor que sintió en unos tiempos no tan lejanos; algún vestigio debía quedar del profundo amor que sintió por el hombre que ajeno a ella dormitaba.

Pepe recuperaba poco a poco una vaga consciencia y se fundió la última imagen de un sueño en la negrura de sus párpados. Quedó extrañado por la caricia de su esposa y con la voz limada por la modorra le preguntó:

⎯ ¿Pasa algo, cari?

⎯ Nada.

Realmente no pretendía nada. Sólo recuperar las lágrimas que vertió años atrás en la fiesta de fin de curso. Pepe se giró pesadamente y con los ojos cerrados la besó en la frente, en la mejilla, en la boca... Pensaba decirle que se durmiera, que era tarde, pero María lo abrazó con vigor y clavó su pecho contra el suyo. Pepe deslizó la mano hasta su sexo y María quiso susurrar su nombre al oído y confesar que no quería; pero no lo hizo. Él continuó su roce y cuando deslizaba la mano bajo el pantalón del pijama, María lo detuvo con contundente argumento:

⎯ Tengo la regla.

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Debía de tener dieciséis o diecisiete años cuando conocí a Eleuterio Botejara. Tenía una tienda de comestibles y por vianda comestible incluía sus huevos y nabo.

Cuando trato de rememorar su cara la recuerdo estrecha como una baguette, con la nariz aguileña y el cabello hirsuto. Se sabía en el barrio que era generoso con algunos muchachos que frecuentaban su trastienda, y que podían conseguirse beneficios y ganancias interesantes. Seducido, como tantos otros por la publicidad de objetos y servicios y el consumismo en general, me decidí hacer una visita al tendero dispuesto a salir con más dinero que al entrar.

La relación que mantuve no debe entenderse como amor, ni mucho menos; relación laboral sumergida, a lo sumo. Como aprendiz, no me hice mas entendido, ni extraje lección alguna, salvo los sacrificios que te obliga ser de los primeros en tener walkman. Pero un día, su hija Griselda nos sorprendió in fragantis, quedándonos paralizados como si un pintor estuviera haciéndonos un retrato. Precipitadamente, Eleuterio se subió los pantalones y enfundándose el sexo con disimulo y rapidez, como si se sisara su propia polla, se deshizo en inconexas, tropezadas y absurdas explicaciones confiando que por azar diera con una convincente. Tras una pila de cajas de refrescos, observaba la escena con interés y temor, pues si al tendero no le convenía que su esposa supiera de nuestros encuentros remunerados, para mí, forjarme una leyenda chapera desde mi adolescencia no me parecía el mejor modo de empezar mi vida de adulto, por lo que permanecí atento por si mi intervención, intelectual o física, fuera necesaria para el deseado final feliz.

Como era de suponer, y por mucho que lo intentó, Eleuterio no convenció, ni halló explicación que volviera casta y razonable la postal que su hija acababa de contemplar.

Ella se limitaba a decir, una y otra vez:

⎯ Huy, cuando se entere mamá...

Aquello eran palabras mayores. Alarmado, Botejara trató de razonar..

⎯ No es lo que parece.

Suplicar...

⎯ Hija mía, por el amor de Dios, que me buscas la ruina.

Y negociar

⎯ Te compro la moto.

Sin suerte.

⎯ Paso de la moto.

Difícil negociar cuando no hay nada que ofrecer.

⎯ Te doy lo que quieras.

Encerrona.

⎯ ¿Lo que quiera?

Jaque mate.

⎯ Sí.

La escena se desarrollaba mientras, expectante, me metía los faldones de la camisa por dentro de los pantalones. La esposa de Eleuterio era una mujer capaz de levantar sandías con una mano, por lo que mejor no ponerse al alcance de su elíptica de ataque.

Lo que Griselda pidió a su padre fue a mí; me quería de mascota, el esclavo de sus caprichos.

Cuando oí los términos quedé paralizado, y aunque era imperativo mantener el secreto en secreto, las condiciones empezaban a perfilarse enojosas; la chiquilla, pobre criatura, era un callo. Granuda, ojos pequeños, oscuros y juntos custodiados por una espesa ceja que parecía una viga de pelos y un aliento tan ofensivo que la convertía en criatura capicúa. ¡Ah! Y no olvidemos un pequeño detalle, soy gay. Difícil estaba el tema para dar feliz final a lo que tan difícil principio tenía.

⎯ Jodeeeeer .

⎯ Pues vale ⎯ dijo Griselda, miehtras se iba.

⎯ Espera, espera ⎯ gimió Botejara reteniéndola.

Se hincó de rodillas ante mí y suplicó que transigiera, que fijara el precio, que por mis muertos no le hiciera esa putada. A un lado, Griselda con los brazos en jarras expectante por mi respuesta y al otro, Botejara arrodillado, manos en rezo y suplicando un sí. Miré a uno y a la otra, y por darle mayor dramatismo a la escena, tardé en responder. Finalmente acepté a condición de aumentar mi tarifa, lo que abriría un esplendoroso paréntesis económico en mi vida.

No fue tarea fácil, y si la mantuve en el tiempo fue porque resultó provechosa en dinero aunque amargo de obtener y de sabor. Cuando se sentaba en mi cara, creía lamer el suelo de una peluquería, un sexo desmelenado con raya en medio, un cuerpo poliédrico ajeno a la simetría y al aseo, y unos modos toscos sin hábitos en el respeto y la moderación.

Algunas semanas después, Botejara huyó del barrio para establecerse como cupletista freelance en la terrazas de los restaurantes de la Barceloneta y artista numerario en La Bodega Bohemia, café-teatro del Barrio Chino que recogía entre su elenco a todo aquel que fuera capaz de mantenerse en pie, tuviera alguna habilidad y resistiera el impacto de lo que el respetable fuera lanzando al escenario.

Esta circunstancia truncaba necesariamente la relación con Griselda, y para alivio de mis escrúpulos y papilas gustativas, nunca más volví a relacionarme con ella ni con el sexo opuesto.

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María nació en una cabaña de coquineros en playas de nadie entre Cádiz y Huelva, y aprendió, antes que a llorar, a reconocer los salinos olores del mar. Su padre era un amable ballenato de risa fácil y alegría perenne; de madrugada se le podía ver arrastrando su barcaza desconchada desde la orilla hasta el agua con los bártulos de pescar. Lo que mejor se le daba eran los lenguados pescados con caña; conocía los caladeros a la perfección. Cuando la marea bajaba y se destapaban las arenas de la playa, recogía coquinas como pesetas enterradas. Después, ya no se le veía hasta que el aire se tornaba respirable y los calores inverosímiles se desvanecían con el oblicuo caer del sol. Abotargado por una siesta de horas, rehacía su sesera con el frescor de una copita de fino y una tapita de lo que su mujer tuviera a bien servirle. Y así, entonado con la esencia alcohólica y acallados los primeros gruñidos del hambre, se encaminaba más ancho que largo a la taberna del pueblo, canturreando sin recato algún fandango improvisado. Y entre órdagos y envites, y enfebrecida polémica sobre el poderío de algún cantaor con contertulios empecinados en llevarle la contraria, le daban las tantas de la noche. Luego aparecía su mujer con la silueta recortada en el marco de la puerta que le avisaba con un seco movimiento de cabeza que la hora de retirarse había llegado. Se terminaba la copa de un trago sin chistar, salía del local y diez o doce pasos después se atrevía a rodear con sus brazos la cintura de su mujer y besarla en la mejilla. Ella lo miraba severa a los ojos y le empezaba a picar el burbujeo del amor. Sonreía conciliadora y él sabía que le perdonaba la travesura; mañana será otro día.

El Cielo les había prestado en la tierra los tiempos que les correspondían de Paraíso. Su esposa, era una miniatura de valkiria que derramaba los efluvios de su energía por donde pasaba. Regentaba durante los largos meses de verano un chiringuito tan a la orilla del mar que a veces los clientes se mojaban los pies. Correteaba entre las mesas con el nervio suficiente para levantar una corriente de aire que todos agradecían; los fines de semana, el marido también era requerido para ayudar en el negocio y poco después de que aprendiera a caminar, María se sumó a las tareas hosteleras, atendiendo los pedidos y asustando a los clientes con su precoz desparpajo.

⎯ ¿Qué hay para comer, rica?

⎯ Coquinas, choco, pijotas, pez espada, lenguado, sardinas, langostinos, dorada, adobo, huevas, calamares de campo, papas aliñadas, pimientos fritos...

Se advertía que había de convertirse con tiempo en la muchacha más radiante del municipio. Así quedó demostrado con el fluir de los años y a los trece lucía un hermoso cuerpo y un rostro que mantenía en la mirada el candor de su más inmediata niñez. Con la adolescencia creció su curiosidad y ya no resultaba tan divertido correr descalza por la playa, ni se asustaba de las medusas varadas, ni recogía conchas para hacerse collares. María, que no conocía más mundo que el que la circundaba, comenzó a imaginar cómo sería de bueno ser actriz famosa.

Un día se presentó la oportunidad y de entre la parroquia que saboreaba la carta, un muchacho rubio con una equina coleta en el cogote le pinchó la atención. Poseía un donaire y elegancia urbanita, y aunque de porte nórdico, su acento lo situaba al sur de Despeñaperros. Tímida, María se acercó con las pupilas dilatadas por la emoción, dispuesta a apuntar en su libreta lo que a aquel Poseidón se le antojara.

⎯ Media ración de coquinas y una de pez espada con un par de pimientos fritos.

⎯ ¿Y para beber?

⎯ Tinto de verano.

En la boca del nuevo, con el resbaladizo acento sevillano, las palabras tenían otro sonido.

Enseguidita se lo pongo.

No pudo evitar desviar la mirada del rostro anguloso y cuerpo duro del joven, que mientras esperaba la comida, encañonaba con una cámara fotográfica lo que se le pusiera a tiro. María desoyó los requerimientos de otros clientes y dejó que se le entretuviera la imaginación con especulaciones sobre el forastero; y cuando le sirvió la comida, María se percató que la estaba estudiando sin disimulo. El rubiales ladeó la cabeza, guiñó un ojo y después de apuntarla con la cámara dijo:

⎯ Creo que me puedes servir.

En aquel tiempo, el padre de María presía la Junta de Festejos, cargo rotatorio y obligado, que nadie quería asumir, pues se restaba de la siesta y del mus el tiempo que esta responsabilidad conllevaba, que no era poca. Por entonces, se le comunicó que el Presidente del Gobierno, por entonces Felipe González, haría escala en el pueblo antes de reunirse con su esposa en el Coto de Doñana, responsabilizándole del recibimiento, loas y parabienes, lisonjas y festejos en coordinación con las fuerzas vivas, a él y a su equipo. Él, que no había coordinado nada en su vida, corrió a explicarle a su esposa el asunto y quedando a la expectativa del consejo e instrucciones que le pudiera dar. Ella escuchó atenta y tapándose la boca con la mano quedó pensativa unos segundos. Y cuando tuvo ordenados los razonamientos dijo:

⎯ Cojonudo: un poco de publicidad no nos vendrá mal.

Prepararon la llegada engalanando las calles y edificios con carteles de bienvenida, estandartes con el puño y la rosa y ensayaron los vítores que serían el leit motiv del recibimiento. A medida que se acercaba el día, el padre de María demudaba su habitual tez oscura por una palidez amarillenta a consecuencia del estrés.

Al mediodía de un lunes de principios de agosto, llegó una caravana de coches oscuros levantando polvareda por el camino: Felipe había llegado. El pueblo estalló en hurras y mentó a las buenas a la madre que lo parió. Una niña con el traje regional le entregó un ramo de flores y el padre y la madre de María, el cura y el sargento de la Guardia Civil se acercaron a estrecharle la mano. Sonó el Himno Nacional por el casete conectado a la megafonía de la plaza Mayor y Felipe agradeció el recibimiento con un breve discurso en el que también recordó las arteras artimañas de la derecha, tan opuestos a la honestidad de los suyos; después lo acompañaron a conocer las dependencias oficiales y la iglesia, y finalizado el tour, la madre de María lo invitó sin rodeos a almorzar en el chiringuito; Felipe aceptó, llamó a uno de los guardaespaldas, y dijo:

⎯ Avise a Menéndez que comemos aquí y que ya llegaremos al Coto.

⎯ A la orden.

Todo transcurría según lo previsto; los fotógrafos no dejaron de tomar instantáneas y el matrimonio posó satisfecho con el Presidente de invitado y comensal. Sentado a la mesa, sin zapatos ni calcetines y con los pantalones arremangados, Felipe hundía los pies en la arena y liquidaba de un trago un vaso con cerveza y limonada. Observó el mar en calma y los reflejos del agua; la brisa le sacudía el flequillo como un limpiaparabrisas y con un gesto indicó que otra clara sería bien recibida.

⎯ Este sitio es cojonudo. ¿Cómo se llama

⎯ El Chiringuito La Playa ⎯ saltó la madre solícita.

⎯ No me olvidaré.

Meses más tarde, el establecimiento y los terrenos que recorrían el perfil de aquellas playas fueron expropiados por no ajustarse a la Ley de Costas. Adquiridas en subasta de sobre cerrado por una sociedad participada por La Junta de Andalucía y controlada por un manojo de señorías, fueron posteriormente vendidas al mismo precio de adjudicación más una peseta a un consorcio inmobiliario que desarrolló un gigantesco complejo de apartamentos, casas adosadas, campos de golf y un centro comercial.

De aquella época sería también la controvertida campaña publicitaria de unos conocidos profilácticos, cuya idea transgresora posteriormente sería recogida por el departamento de marketing de una importante marca italiana de ropa, y que tenía como protagonista a la adolescente María; aparecía desnuda con su pudor oculto tras palabras estratégicamente colocadas:

 

CONDONÍZATE

Acorazados Potemkin

El condón

 

 

Aquella confluencia de circunstancias quebró el destino de la familia y se dio por bueno buscar la vida y acomodo en un lugar lejano, remoto e ignoto: Barcelona parecía reunir esas premisas.