CINCO
JUEGOS OLÍMPICOS
Milagros empezaba a recuperar el chisporroteo vital con el que siempre había sazonado sus acciones y pensamientos. Todos felicitaban la buena marcha que su convalecencia tomaba, y en la confianza de que quedaría repuesta en pocos días, la representación de parientes quedó reducida a una escueto retén.
Como un cicerone desinteresado, Milagros indicaba a cualquiera que anduviera con expresión de no enterarse, la localización de los diferentes departamentos del hospital. Las heridas habían cicatrizado y el entumecimiento del cuerpo remitía paulatinamente a medida que fluían las horas. No pudiendo resistir más la horizontalidad en aquella cama blandengue, paseaba por los corredores y salas deshaciendo entuertos y socorriendo a agraviados. En pocos días sería dada de alta y retornaría con redoblados bríos a sus entretenimientos y trabajos, pero las horas parecían tener ciento veinte minutos y trataba de buscar distracciones. Acechaba en las esquinas, y abordaba de sopetón al enfermero, a la ATS o a quien se pusiera a tiro incordiando lo suyo; algunos preferían dar largos rodeos por evitar los territorios de Milagros. Empezaba a sembrar el desasosiego entre la población hospitalaria como el Tulipán Negro en París o Curro Jiménez en los desmontes de Andalucía. Le quedaba la posibilidad de conversar con el sifilítico, pero estando en la fase de locura, resultaban sus razonamientos disparatados y desajustados. El matrimonio mutilado no estaba para hostias y no abrían boca si no era para lanzarse pullas y reproches. El retén familiar era Antonio, El Marmota, que tampoco tenía conversación; Milagros se aburría, y salvo María, nadie la visitaba, resultándole cada vez más difícil entretener el tiempo.
Así andaba, a la expectativa desesperada de algún pardillo que no estuviera sobre aviso, cuando se le fue a romper la monotonía y dos hombres arreglados pero informales se le presentaron diciendo que eran de televisión.
⎯ ¡Anda ya!
Le hicieron una propuesta que no podía rechazar: presentar los capítulos de "Pobres ricos", culebrón que había de sustituir a “Engaños furtivos” y cuyo final estaba próximo. El patrocinador era Copón, ahora ya no con biopartículas sino con enzimas radiactivas. De ese modo, la cadena de televisión la desagraviaba de los golpes recibidos y compensaba las molestias sufridas y las que fuera a sufrir. Su salario: pingüe.
⎯¿Y esho cuánto esh?
⎯Mucho. ¿Acepta?
Milagros, dudó entre partirles la cara por tomarle el pelo o besarles la frente. Juraron que no era coña, que era verdad, por lo que Milagros, finalmente aceptó no sin antes sugerir a sus nuevos jefes que de haber alguna vacante de fregona se lo hicieran saber, pues sabía de una que era muy limpia, hacendosa y apañada, llamada María.
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Nadie supo nunca lo que se coció entre Pepe y Lucas en aquel descampado; ambos mantuvieron el incidente en el más estricto secreto. Que hubieran tenido aquel desliz el día de la cachondina los había descolocado y trataron, cada uno con sus argumentos, de achacar a la combinación del alcohol y la droga la culpa de lo sucedido. Meses después, contaminado por la inquietud y las ganas de conocer mundo, y quien sabe si también por alejarse del barrio, Lucas se alistó a la Marina. Desafortunadamente las restricciones del presupuesto en combustible impuestas por el Ministerio de Defensa y los cientos de galones de gasoil que se revendían de estraperlo y de cuyos beneficios se nutría tanto tropa como oficialidad, hacían inviable las largas travesías o incluso la navegación costera por lo que, salvo unas maniobras en aguas de las islas Medes con embarcaciones cedidas por l'Asociació d'Amics del Mar de L'Estartit y una sardinada el día de su licenciatura, no tuvo más contacto con el mar.
Durante su servicio militar se hizo amigo del armero de la base; un brigada alto y nervudo del que nadie recordaba el nombre porque todos se referían a él como el brigada Cañizares o, cuando la ocasión lo permitía, como El Brigada Tres Labios, a causa de una cicatriz transversal en la barbilla. Pronto llegaron a tener una relación cordial pues Lucas, asignado como ayudante de la Armería y el Depósito de Armas, estaba bajo las órdenes y tutela del brigada. No era infrecuente que después del servicio salieran de paisano por la ciudad y acabaran en algún bar de copas a las tantas de la madrugada. Al día siguiente recordaban, entre la bruma de la resaca y risas contenidas, sus proezas nocturnas, lo que fue fraguando una relación asentada no en el rango sino en la complicidad.
Durante una de aquellas noches de copas, en la terraza de un bar con vistas al mar, el brigada Cañizares, que se sentaba frente a Lucas con un copón de whisky, le cubrió la mano con la suya y dijo:
⎯ Lucas; tú, para mi, eres más que un soldado.
⎯ Hombre, gracias mi brigada.
⎯ Déjame hablar, que no sabes lo que te voy a decir.
Sin soltar la mano de Lucas, continuó.
⎯ A ver, muchacho, esto no lo sabe nadie y así tiene que seguir.
⎯ Sea lo que sea, así será, mi brigada.
⎯ Ya va siendo hora de que me llames Cañizares.
Apretando la mano de Lucas, el brigada Cañizares, alias Tres Labios, dijo lo que sigue:
⎯ Te quedan días para licenciarte y es posible que no volvamos a vernos más, por eso, y por que te quiero un huevo, voy a confiarte un secreto y a hacerte una propuesta.
Lucas abrió los ojos y se colocó en actitud de prestar atención. Nada podía intuir de la confesión del brigada, pues durante los casi dos años en los que trabajaron juntos, ningún comentario, gesto o pregunta pudo darle pistas a la especulación de lo que iba a decir.
Que fue más o menos esto:
⎯ Como cualquiera en la base que tiene acceso discrecional a material que puede ser vendido, hago mis chanchullos. En mi caso el armamento de deshecho; como sabes, la destrucción de las armas, sea por viejas o defectuosas, pasa por nuestro departamento. Teóricamente es material que hay que inutilizar y vender como chatarra a fundiciones, pero cuando se trata de material con pequeñas taras, casi imperceptibles, o nuevo con "pequeños defectos", tú ya me entiendes, desvío la mercancía y le doy curso en el mercado negro. Esas armas en la calle valen una pasta y es tontería no aprovechar la oportunidad. El número de serie de las armas se borra y la que tenía, queda relacionada en la lista de armamento destruido y que yo certifico: material de primera, sin estrenar e indetectable. Esta zona la tengo controlada pero ahora, con esto de los recortes, el departamento se va a hacer cargo de la destrucción del armamento de toda la Región Militar por lo que necesito expandir mi área de influencia. El aumento de material hará aún más seguro e indetectable, el negocio pues el porcentaje de armas a sustraer sobre el total será más bajo aunque saquemos más. ¿Qué me dices, Lucas?
⎯ Pero mi... Cañizares, yo me licencio en dos días y me vuelvo a Barcelona. No sé donde encajo yo en todo esto.
⎯ Precisamente por eso, chaval, por que te vas, y además a Barcelona, te estoy explicando esto. Por eso, y porque me fío de ti. Como te decía, esta zona la controlo yo, pero necesito a alguien de confianza para cubrir aquella área, y tú eres mi hombre.
Apareció el camarero al final de esta frase y justo para escuchar la siguiente.
⎯ Si aceptas, tendrás piso y una asignación semanal para gastos.. ⎯ ¿Alguna cosita por aquí? ⎯ asomó el camarero.
⎯ Acepto ⎯ dijo Lucas.
⎯ Vaya, qué inoportuno soy, por dios.
⎯ Traiga un poquito de jamón y unos taquitos de queso, y váyase por favor.
El camarero se esfumó como humo al viento y cuando volvió minutos más tarde, se anunció a distancia prudencial con una sonora y larga carraspera.
⎯ El jamón, el quesito... y yo ya me voy yendo.
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La adjudicación de los Juegos Olímpicos a Barcelona fue excusa y acicate para la ejecución de reformas viarias, la urbanización de descampados, la remodelación barrios, la mejora de infraestructuras y la creación de barrios olímpicos que serían vendidos a la nueva clase media emergente. La fiebre constructora salpicó el paisaje de grúas y hormigoneras que los barceloneses toleraban con paciencia y optimismo convencidos que la proyección internacional que su ciudad tendría compensaría cualquier molestia o inconveniente. Es el progreso, decían unos, la natural inercia de la historia, pensaban todos; confiando que el evento encumbrara a una ciudad que merecía de una vez por todas el reconocimiento internacional. Barcelona había de ser referente de organización, eficacia y pulcritud, pero pronto los edificios, especialmente los de la cornisa marina, mostraron los signos de un deterioro prematuro y las pesadas losas que los rebozaban caían como confeti. Humedades, grietas y desajustes menudeaban en las construcciones recién inauguradas y nuevas cuadrillas subcontratadas intentaban solucionar los muchos problemas que las prisas, los defectuosos materiales y el chanchulleo provocaron. Los ascensores no llevaban a ninguna parte, las ventanas no cerraban, las puertas no abrían, los grifos se oxidaban y los porteros automáticos sintonizaban con los mossos d'escuadra o con alguna hotline.
Esta marea constructora obligó a la gerencia del Gran Hotel Vistamar a modernizarse y actualizar sus instalaciones so pena de ser engullida por el boato y la domótica de la competencia. Durante largos meses, los cimientos del edificio fueron roídos por profesionales de todas las disciplinas con la voracidad de termitas insaciables que dejó un fresco aroma a cemento mojado mucho después de haber acabado.
La recepción del Vistamar refulgía con la intensidad de un día de verano y una colla de limpiadoras andaba al acecho de cualquier mancha, mota o residuo que mancillara los brillos de espejos, mármoles, cristales y suelo. La decoración se ajustaba a los dictados del diseño y la moda de la época, y quien usaba los urinarios se veía tentado a fotografiarlos y colgar la foto en el comedor. Al final de la sala, custodiado por media docena de ficus, el brillo intermitente de los dientes del recepcionista hacía de faro a extranjeros y paisanos.
Toribio entró en el hotel con la decisión de los habituales, acompañado por Pepe que, como podía, se insuflaba ánimo y decisión confiando que se le notara en el porte. Tanta fornitura y oropel lo atolondrinaban; un cosquilleo tenue le venía arrebolando las tripas desde hacía rato. Sabía que saldría de aquel lugar con una espesa samfaina de sensaciones y reproches que lo dejarían entretenido y atribulado algún tiempo. Pero no pudo, ni quiso, evitar que el deseo arrastrara sus pies hacia donde su juicio aconsejaba no continuar. Y esa certeza de inevitabilidad lo asustaba; y también excitaba. Todo parecía estar escrito. Pepe disimulaba su caldo de dudas mirando distraído los techos, tratando de encontrar quién sabe si la respuesta a las turbaciones de su espíritu. Mientras, Toribio hablaba.
⎯ Una habitación doble, por favor.
⎯ ¿Vistas al mar o montaña?
⎯ Es igual.
⎯ Muy bien, señor.
⎯ Yo prefiero mar ⎯ dijo Pepe en un susurro.
⎯ No hay problema.
⎯ Que nos suban dentro de una hora una botella de...
Toribio miró a Pepe.
⎯ ¿Te parece bien un Knocando Gran Reserva?
Pepe, desconcertado, quiso parecer sorprendido por despertar de una liviana distracción mental y no por pensar que un gerundio se pudiera beber. Asintió.
⎯ ¿Querrán algo más los señores?
Toribio no contestó y arrebató la llave que el recepcionista le tendía. En el ascensor, Pepe trató de distraer sus nervios fijando la mirada en el cigarrillo tachado que aconsejaba no fumar, en el adhesivo de la última revisión técnica, en la recomendación de no dejar que los niños subieran solos, ni nadie que pesara más de trescientos kilos. Cualquier cosa antes que quedarse a solas con sus dudas. Toribio rozó su mano la de Pepe, que fingió distracción; le cogió la mano y lo besó en la nuca.
⎯ Yo... me parece que me voy.
Toribio cesó en sus cucamonas. Asió la cara de Pepe con ambas manos, la giró hacia él y mantuvo la mirada clavada en la suya, acariciándolo con su aliento. Este gesto, rudo y sensual, obró milagros pues relajó la resistencia de Pepe.
En la habitación, Toribio se quitó la americana y la lanzó sobre el sillón del escritorio. Viendo a Pepe en la entrada, quieto como un centinela, lo invitó a entrar con una sonrisa. Volvió la incertidumbre a Pepe pues cada paso que daba era una nueva duda que lo llevaba a Toribio. Los dos hombres, frente a frente, envueltos en el vapor del deseo, se estudiaban de cerca, esforzándose por no sucumbir aún al delirio de sus braguetas.
Se le desmigajaron a Pepe los nervios en el estómago y Toribio contuvo como pudo las cien mil mariposas que revoloteaban en sus testículos y sólo una vaga contención frenó el deseado contacto de las carnes. Las manos de Toribio recorrieron el cuerpo tenso de Pepe hallando novedosas diferencias que le alteraron los sentidos y cubrieron de sutileza la idea de amor entre hombres. Reconoció unos brazos velludos como los suyos y endurecidos por el diario castigo del trabajo, un pecho amplio con un lejano pitido de cigarrillos baratos y una barriga arropada por la grasa prematura de una alimentación hipercalórica. Pepe encontró en Toribio a un hombre que, aun siendo de su quinta, retenía el aura de la jovialidad de otro tiempo. Se extrañó por no encontrar ninguno de los signos de madurez que creía inevitables y universales, y que a él empezaban a manifestársele con insultante celeridad, recordándole que cada día estaba más cerca de ser viejo. Encogió la barriga y alguien en su cabeza le susurró que le estaba bien empleado, que si no fuera tan tragón no se vería tan panzudo ahora. Se le hundió el amor propio en un furibundo arrepentimiento, y quiso mitigar la desazón del momento conteniendo la respiración y encogiendo lo que pudiera la adiposa circunvalación de su cintura. Pero Toribio no reparó en la angustia de Pepe, y atenazándole la nuca, le acercó la cara y lo besó con sabiduría. Dos barbadas mejillas rozándose en una largo beso de pasión. Pepe no pudo contener el remolino salvaje en su interior que se hacía más vertiginoso a cada segundo.
⎯ Espera un momento ⎯ dijo separándose ⎯ voy al lavabo.
Pepe se miró en el espejo y no se reconoció. Ese tipo con los ojos atónitos y cara de alucinado no podía ser él. Tuvo miedo por lo mucho que debía aprender y un soplo de sofocación lo hizo temblar. Relajarse le iba a resultar difícil. Sentía la urgencia de acabar con el plato que se le ofrecía, pero temía no saber saborearlo. Se mojó la cara, se olió los sobacos y, escandalizado, los restañó con la toalla por dentro de la camisa. Toribio seguramente desprendía aroma a desodorante protector de capa de ozono; como el tipo ese de "Engaños furtivos".
⎯ Roberto Carlos ⎯ susurró mirándose en el espejo.
Inspiró con fuerza y entró en la habitación preparado para lo que le echaran.
⎯ ¡La Virgen del Amor Hermoso! ⎯ chilló cuando vio lo que vio.
Allí estaba Toribio, desnudo sobre la cama y acariciando su pene rubicundo como una mascota. Pepe se detuvo, observó las fibradas y ligeramente velludas piernas, la sobrecargada bolsa que no parecía albergar una pareja sino una docena de huevos, y la firme barriga cuadriculada.
⎯ Vaya pedazo de tío ⎯ pensó.
Pepe se sentó en la cama y dejó que lo desnudara mientras besaba las partes de su cuerpo que iban quedando al descubierto. El cuello, los hombros, el pecho... Pepe iba a dejarse hacer; ya había llegado muy lejos. Toribio lo tendió sobre las sábanas y se colocó sobre él. Mordió con los labios su cuello, provocando el ronroneó excitado de Pepe. Bajó hasta el pecho y lamió los pezones con tal conocimiento de causa que Pepe se sorprendió del agradable cosquilleo que le provocaba. La lengua de Toribio se detuvo en el ombligo, pero sin entretenerse demasiado y lamió la piel que le separaba hasta la polla que, de lo erecta, parecía querer despegar. Pero antes de entrarla en su boca quiso ver la cara de Pepe que, con los ojos suplicantes, daba a entender que ya estaba bien de tanto preámbulo. Con ambas manos empujó la cabeza de Toribio y la empaló hasta tocar con los testículos su barbilla. La mantuvo unos segundos enfundada sintiendo el húmedo calor de su boca. Toribio conocía su papel y chupaba con una avidez renovada a cada golpe de pelvis. Mientras mamaba, levantó y separó las piernas de Pepe, dejando accesible el orificio de su culo. Dibujó con un dedo la circunferencia de lo que sería acogedor receptáculo, y un nuevo estremecimiento recorrió a Pepe. Toribio ensalivó un dedo y lo introdujo un poco, arrancando un profundo gemido a su amante, que se contorsionaba rendido a tanto y tan nuevo placer. La saliva de Toribio se derramaba por toda la longitud del pene de Pepe, desembocando en su ano, dilatado por la excitación. El dedo hurgaba con impertinencia y se hundía cada vez más, y cada centímetro arrancaba a Pepe un bronco suspiro. Toribio dejó de mamar, se incorporó e insertó su palpitante falo en el húmedo culo de Pepe, que ahogó un grito de dolor, éxtasis y sorpresa. Asiendo los tobillos de Pepe, Toribio empujó las piernas de este hacia atrás moviendo las caderas, poseído por una salvaje sensación de dominio y pertenencia.
⎯ Voy a romperte.
Pepe se masturbaba con la polla lubricada aún por la saliva de Toribio y su propio sudor. Sintió los secos golpes de los testículos de Toribio en sus nalgas y creyó estallar a cada estocada. Con una mano abrió aún más su culo para no dejar que ni un milímetro de pene quedara fuera. La cama crujía, el aire olía a hombre; rugidos de bestias, fiera posesión, salado sabor de fornicación. El movimiento se tornó frenético y finalmente Pepe descargó el esperma sobre el vientre de Toribio, acompañando la eyaculación con un largo y profundo suspiro. Toribio siguió enculándolo, redoblando sus idas y venidas, y en un instante clavó hasta el fondo su instrumento de sodomía inoculando su semen con fuertes y cortos golpes.
Resollando, sudorosos y exhaustos, quedaron tumbados sobre la cama uno junto al otro. Pepe sintió que su piel olía más a la piel de Toribio que a la suya. Supo que el día no podría diluirlo jamás entre sus recuerdos para el olvido, y serían éstas las imágenes que le acompañarían el resto de su vida. Toribio giró su cuerpo hacia Pepe y lo besó en la frente. En ese instante, el rostro de Pepe se contrajo en un gesto de alarma, apartó el cuerpo de su amante y corrió hacia el lavabo.
⎯ ¿Qué te pasa? ⎯ preguntó Toribio.
Pepe no contestó. Cerró la puerta y se sentó en la taza del inodoro. Lo que creyó inoportuno ataque de colitis no era otra cosa que el esperma inyectado. Resopló aliviado, se aseó y refrescó la cara con agua. Mientras, escuchó cómo sonaba el timbre de la puerta y a Toribio preguntando quién era. “Debe ser el camarero”. Echó un vistazo a su aspecto en el espejo, se encontró guapo y salió del lavabo.
Efectivamente, allí estaba el camarero. Había traído una botella del gerundio de Knocar y, de paso, se solazaba con el rabo de Toribio. Genuflexionado, el camarero, con su torerita blanca y la pajarita al cuello ⎯ y otra en la boca ⎯ se comía a Toribio. Perplejo, Pepe no supo reaccionar, y después de observar la estampa unos segundos más, volvió a meterse en el lavabo. Atrincherado en el servicio se preguntó qué hacía él desnudo en un hotel olímpico, con un tipo que acababa de conocer y un camarero que no recibía, sino daba, propinas; y con mucha afición, por cierto.
⎯ Y ahora, ¿qué?
Creyó que lo mejor era escabullirse lo más sigilosamente posible y tomar las de Villadiego. Abrió la puerta, y dando pequeños saltos sobre las puntas de los pies, se fue hacia la ropa. Observó el tejemaneje que se traían y un punto de envidia hirió su orgullo. "Qué cabrón".
El camarero no estaba nada mal; tenía una forma física impresionante, un viril perfil griego, nuca poderosa, una espalda que por ancha parecía apaisada, duro pecho, un culito respingón, un pollón inflado como un globo de feria y unas piernas que hacían parecer poliomielíticas las del ciclista más curtido.
Recogió su ropa y se dirigió hacia la puerta con intención de vestirse en el descansillo. Taciturno, reflexionó sobre la voluble naturaleza del hombre y su, a veces, superficial enjuiciamiento de las cosas.
⎯ ¿Adónde vas, chalao? ⎯ preguntó Toribio entre estocada y estocada.
⎯ ¿A ti qué te parece?
⎯ Anda, ven aquí.
⎯ Voy.
Y de un brinco saltó sobre la cama alborotado y feliz como un tuno. Y si bien no tenía muy claro lo que este loco triunvirato de pollas podía dar de sí, no dejó que el desconocimiento de lo venidero le atribulara la sesera y le agriara los gustosos contactos que a todas luces habían de sucederse.
Sin saber cómo, se vio a cuatro patas, penetrado por el inconmensurable cimbel del camarero y paladeando las criadillas y la vara de carne de Toribio. Sólo le faltaba girar sobre su eje para parecer un cochinillo a la brasa. El toma del camarero, que bombeaba con la contundencia de los pistones de un motor de explosión, y el daca de Toribio, desplazaban su cuerpo hacia adelante y atrás como una máquina; Pepe era la pelota de un singular partido de tenis. El primero en vaciar la carga de sus cojones fue el camarero, que derramó sus fluidos sobre el culo y la espalda de Pepe con generosidad. Toribio tardó más, pero cuando lo hizo le llenó la boca, y se vio masticando a dos carrillos. Estuvo unos minutos sin poder articular sonido.
Ahora le tocaba a Pepe. El camarero le ofrecía su culito carnoso para que lo conquistara, y Toribio lamía el aro oscuro. Ebrio de tantas sensaciones saturando su capacidad de placer, Pepe mugía mientras asía con fuerza las caderas del camarero. La carne de su culo se ceñía como un guante y Toribio abría los glúteos de Pepe para lamerlo a conciencia. Introducía su lengua en toda su longitud, hurgaba con conocimiento y la extraía para oírle gemir derretido por el éxtasis. La corrida lanzó a Pepe a una dimensión nueva. Vació su ungüento en el culo del camarero y dejó que chapoteara rebosante de esperma. Después hundió su cara lamió lo que de allí manaba mientras sentía la lengua de Toribio muy adentro.
La tarde continuó tan satisfactoria como había comenzado y Pepe, ciertamente, estuvo a la altura de las circunstancias. Por la noche llegó a casa con el objetivo de cenar liviano y empezar dieta al día siguiente.