LA TRAICIÓN DE LOS ÓVULOS
Corrían años difíciles; con la clausura de los Juegos Olímpicos de Barcelona se inauguraba el primer trienio de crisis económica de la década. A vuelta de vacaciones, la ciudadanía se encontró un cataclismo económico que, como solía suceder, parecía desbocado e incontrolable. Los Juegos, con los sorprendentes y numerosos logros de los atletas nacionales, desviaba la atención de los marcadores económicos y nadie previó la debacle posterior, y los que debieron haberlo previsto, encogieron los hombros respondiendo con una pedorreta de boca.
Barcelona había sido reformada a marcha martillo y, aunque algunas instalaciones y viviendas olímpicas se desmigajaban antes de lo esperado por la precariedad de los materiales y la subcontratación precipitada, se cumplieron plazos y pudieron inaugurar los Juegos a tiempo, para muestra de rigurosidad y organización, amén de improvisación y desmadre de gestores y políticos; y si ciento cuatro años antes la ciudad organizó la Exposición Universal para asombro del mundo civilizado, y organizara otra cuarenta y un años después con aceptable nivel de errores, para entonces no se esperaban menos felicitaciones y albricias.
Ese verano, el anticiclón de las Azores lamía los aires íberos con sus calores y vapores sumiendo a la ciudad en un sopor denso que ralentizaba la acción y el pensamiento de sus habitantes.
Era el momento del capítulo de “Engaños furtivos”, culebrón cuyo principio nadie recordaba y final no se intuía. María miraba el televisor, ataviada con la más mínima expresión indumental que puede concebirse: un tampón. Y mientras admiraba lo que consideraba un caribeño dandy de bronce lustroso, repasaba su clítoris con una maestría aprendida a fuerza de desamores e intercambio de información con vecinas y revistas. Después, satisfecha por lo que consideró tocamiento ajustado a derecho, y estimulada por las infinitas truculencias del serial, trasladó su satisfacción, energía y sabiduría a algo en lo que se consideraba igualmente experta: el macramé; en ambos casos se necesita precisión, templanza y dedos desenvueltos. Se dejó absorber por la filigrana de tan vetusto entretenimiento hasta que la certidumbre de que su soledad terminaba la devolvió al aprendido protocolo de todos los días; Pepe, su marido, no tardaría en llegar. Guardó en un cajón las cuerdas que habían de convertirse algún día en funda de maceta y se vistió con una falda y blusa de tema floral. Preparó la mesa, fregó los cacharros y rebañó con la bayeta los aceites y las migas del mármol de la cocina, sabiendo que Pepe la sorprendería en tal tesitura sin sospechar los entretenimientos a los que se entregaba en su ausencia.
Piticlinearon unas llaves en el rellano de la escalera y María quedó avisada de la llegada de su marido. No había cumplido veinte años cuando se casó con él, aparcarcándosele obligaciones de persona mayor nada más quedar ensartado el anillo en el dedo. Se agrietaron inocencias y niñerías y rezumaron por las rendijas de la vida purulencias de responsabilidad. La causa fue una preñez fraguada en la temeridad de una bragueta y ejecutada entre unos zarzales de Montjuic, antes de ser remozada y convertida en área de pabellones olímpicos y pelotazo constructor. Se acabó el zascandileo improductivo, se diluyó el desafío al futuro y la vida de púberes insensatos, y todo porque Pepe y María, en conjunción copulativa, se dejaron llevar por sus hervores hormonales y el trueque de salivas y otros fluidos; sin que la prudencia o cordura asomara en esos cachondos momentos.
Se mudaron a un pequeño piso de alquiler en el extrarradio y con toda la caridad que familia y amigos les ofrecieron amueblaron su nuevo hogar. La boda los ubicó irremisiblemente en la mayoría de edad, quedando atrapados en asuntos y preocupaciones de adultos. La madre de María cedió su turno de tarde como fregona en International Condoms Company -fabricante de los reconocidísimos profilácticos “Acorazados Potemkin”-, y Pepe acabó montando felpudos y alfombras en un taller de confección. Pero el hijo que había de venir no llegó, volatilizándose el día del banquete de bodas para asombro de comadres e inmortalización de compadres pertrechados ya con VHS, ya con 8mm, de lo que ya se hablará más adelante. Así se vieron María y José, casados y sin hijo, compuestos y con cónyuge, sin que ni siquiera recuerdos comunes les pudieran ayudar a soportar el susto de verse las caras al despertar por las mañanas.
Años después continuaban tan perplejos y guardianes de sus secretos de niños como el primer instante en que les arrebataron la inverosímil perspectiva de la paternidad. Ahora, cada día era tan igual como el anterior y el siguiente, como los eslabones de un collar: sin principio ni fin.
Pepe llegó con el habitual resuello de cansancio letal y se descalzó lanzando sus zapatos al final del pasillo.
⎯ ¿Qué hay para comer?
¡Vaya olor a pies! A María le parecía inconcebible que Roberto Carlos, galán de “Engaños furtivos”, y él pertenecieran al mismo género. Uno podría arrastrarse por el desierto y no perder la compostura, el donaire y el aroma a cocoteros y papaya, el otro necesitaba solamente media jornada laboral para oler como una mofeta con colon irritable.
⎯ Lentejas.
Veinte minutos más tarde, la comida había sido ingerida y los platos fregados. Y después de un rápido cigarrillo, Pepe volvía al tajo y María a las oficinas en las que, a mochazo limpio, algo de ella quedaría.
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La consciencia real de los actos pasados y sus consecuencias sólo llega con la reflexión desde el futuro. Sé que suena lapidario y pretencioso pero es lo que creo. ¡Qué le vamos a hacer! Sólo ahora, desde esta guarida enrejada, soy capaz de entender el porqué de los hechos que me llevaron a ser un preso de La Modelo.
Dispongo de mucho tiempo, aunque no me hace falta tanto para explicar mi historia. Nadie me interrumpirá, salvo el funcionario de turno para avisarme de que es hora de salir al patio, comer o ducharme.
Empezaré desde el principio.
Fui concebido un día cualquiera al final de una primavera en el asiento trasero de un "dos caballos". Puedo dar tantos detalles porque soy meticuloso en la recopilación de datos e imaginativo en sus adornos. Traicionado por unos óvulos demasiado fértiles, mi padre no concibió más desquite a su mala suerte que odiar al hijo fruto de aquellos calentones. Sin el amor que mi padre me negaba, mi madre hubo de doblar el suyo y criarme con superávit de cariño. Era ella mujer mansa y paciente; mansedumbre callada. De ella me vienen imágenes de caricias mimosas, lágrimas escondidas, de su asombro por la carestía de precios, la escoba como adarga de quijote transmutado y el incesante fluir de palabras que borbotaban sin contención posible. No entendió jamás por qué se desvanecieron las altas promesas que su marido juró antes de su embarazo. ¿Es que no la amó jamás? ¿Será que todos los hombres son iguales? Me quiso con la pasión de su única razón para palpitar, y perdonó todas mis fechorías de niño y torcimientos de juventud. Así que cuando me sorprendió llorando en mi habitación, sólo ella supo darme alivio. Me abrazó y besó, e intuyendo las causas supo que eran sollozos de amor. Mesándome los cabellos trató de consolar mi dolor diciendo que la mujer por la que lloraba no me merecía. Y explotó mi llanto. Se le llenó la cara de ira y abrazándome con fuerza me dijo que sólo una arpía le haría daño a su niño.
⎯ Olvídala.
⎯ No puedo.
⎯ Cómo se llama esa golfa.
Sin levantar la mirada para buscar la suya, contesté:
⎯ Jesús.
Quedó quieta. Arqueó las cejas y miró fijamente el encaje de una funda de almohada que con la técnica del punto de cruz había confeccionado.
⎯ ¿Jesús? ⎯preguntó.
⎯ Jesús ⎯respondí.
Asimilada mi condición, me abrazó y balanceando su cuerpo con el mío me consoló con ternura.
⎯ Recuerda Toribio: todos los hombres son iguales.
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En su adolescencia, los hinchamientos del cuerpo de María, y el efímero hálito de una polución nocturna de Pepe, se presentaron como un familiar desconocido que ha venido a quedarse. Intuyendo el final de una época, se agarraron a las novedades del sexo como si los otros asideros fueran clavos ardiendo. María comprobaba maravillada los crecientes moldes de sus pechos, el gradual aplomo de sus glúteos y un rumor desconocido que le nacía entre las piernas. A Pepe le olía el cuerpo a hombre, un cuerpo que se le cubría de vello en una metamorfosis licántropa algo más larga y menos peliculera. Atrincherado en el lavabo se le desbordaba la lujuria con más frecuencia que antes. Recordaba un tiempo en que un remordimiento sacro y penitente le roía el entendimiento con las primeras masturbaciones. Los tiernos años de la adolescencia asombrosa pasaron por ellos como un quejido y, si ninguno de los signos de cambio les convencieron de su ineludible principio de envejecimiento, sí se percataron, cuando se casaron, que ya no eran tan niños como cuando coleccionaban cromos o dibujos animados. Los anillos de boda completaron el vertiginoso ciclo de la crisálida.
Así que con tantas prisas y nuevas sensaciones, no existía entre Pepe y María más vínculo que el mutuo desconocimiento.
La fiesta de fin de curso mostraba por última vez los cuerpos tibios y redondos y las caras barbilampiñas y risueñas de los que en septiembre comenzarían el nuevo curso con los ojos marcados por el pasmo y el artificioso porte de hombrecitos flamantes y mujercitas regladas. Empezarían su singladura iniciática por los mundos de la adolescencia con tanta ignorancia como curiosidad. Por los altavoces se eslabonaban melodías cantadas en falsete por los Beegees. Endulzaba el ambiente el almizcle de las colonias y lo agriaba el sulfuro de los sobacos recién hechos a la hombría. Guirnaldas, farolillos, baladas de amores perdidos, arrumacos... A la de más éxito la acompañaba un reducido séquito de chiquillas, del mismo modo que a la más laxa un enjambre de chavales. El empollón no sabía a qué había venido, el gordo de la clase se encargaba de los discos y los profesores bebían cuba libre mientras murmuraban entre ellos. Vivían sin saberlo las últimas horas de una infancia ya extinguida. Les esperaba una hipoteca, descendencia y suegros con grandes dotes de organización.
María fue con un vestido que se ceñía a sus nuevas curvas impulsada más por una inercia ancestral que por un deseo de seducción asumido. Mariposeaba con otras amigas que, como ella, observaban de reojo, escondían sus risitas con la mano y cuchicheaban excitadas.
El profesor de literatura, con el aliento traicionado por el alcohol, se arrimaba demasiado, embadurnando sus caras con los vahos del alcohol. Acariciaba sus cinturitas, aturdido y melifluo, y con palabras mareadas las invitaba a bailar, o mejor aún, a ir a su casa. Las amigas de María se escabulleron borrando el estupor de sus caras con forzadas sonrisas dejándola a merced de unas manos demasiado ligeras y sudadas.
⎯ Estás hecha una mujercita. Madre mía, niña, cómo te estás poniendo. Anda, dame un abrazo.
María notó el vapor del profesor escapando por la rendijas de su ropa y que al apretarla contra la pelvis algo se clavaba en su estómago. Incómoda, tal vez asustada, dibujó media sonrisa y trató de apartar las manos ansiosas sin éxito. Miró a los lados, y no hubo nadie que la viera en apuros y pudiera o quisiera socorrerla. Un muchacho observaba la escena y ella clavó sus ojos grandes y vidriosos en él. Suplicó con la mirada el rescate de su acoso. “¿Qué hago?” se preguntó aquel muchacho. Ocupados todos en sus propios entretenimientos, no hubo quien le ayudara a decidir. Sin más ayuda que un trago de saliva dura, se arrancó decidido y acercándose a María dijo:
⎯ Tu madre está fuera. Dice que vayas.
El profesor se paralizó, mirándolo confundido y asustado. María se escurrió, fue a la salida y dejó que su salvador resistiera la mirada y los puños crispados del hombre. Después, los gritos de los amigos del muchacho invitándolo a catar con ellos una bellota de costo lo alejaron de allí. Fue la primera vez que Pepe le echó huevos a la vida, pero no la última.
La fiesta continuó. Algunas parejas se escondían de la luz para ensayar besos con lengua embriagándose con una saliva que no era la suya. El empollón se había marchado, la casquivana retozaba en un mar de bocas y manos, y el gordo se atrevió, casi al final, a pedir a la fea a bailar con él. Pepe vomitaba en el lavabo aturdido por los efectos del porro.
Al final nadie ponía discos, pues el gordo besaba a la fea con tanta dulzura que suspiraron de envidia las que tantas veces lo habían despreciado. Se encendieron las luces y los que quedaron, huyeron espantados por su propia osadía. Pepe, mareado y ya en la calle, vio como María se acercaba a él. Lo cogió del brazo y lo apartó suavemente de sus amigos, que entre brumas de THC y alcohol observaron atónitos como lo besaba con tierna gratitud.
⎯ ¡Coño con el tío!
A unos metros los vieron hablar; María no apartó la mano del brazo de Pepe. Él gesticulaba torpe y ella lo miraba derramando admiración. Fue la primera vez que María sintió admiración por Pepe, y la última.
Al fondo, en un firmamento espolvoreado de estrellas, la luna llena se dibujaba rotunda mientras sonaban cuatrocientos violines dirigidos por James Last. ¡Ay, el amor! Ella dijo algo y él asintió flojamente, lo besó de nuevo en la mejilla y ruborizada se marchó corriendo. Él quedó quieto un momento y regresó con sus amigos, que no acababan de entender el oculto encanto de Pepe; quien más y quien menos lo tenía por un tipo raro.
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En el verano del 85 participé en unos campamentos organizados por las Juventudes Ecuménicas de Cristo y auspiciadas por unos padres anhelantes de paz. Un albergue de montaña alojó a los muchachos y fuera porque éramos demasiados o porque no parábamos de correr, acabó oliendo a pocilga. El día se iniciaba con el lógico zafarrancho de críos desmadrados -nunca mejor dicho- que zumbaban como protones enloquecidos y chillaban como luchadores de kárate. Durante el desayuno el vocerío quedaba parcialmente amortiguado por las bocas llenas y la masticación, pero inmediatamente volvíamos a los habituales niveles de decibelios, locura y caos. Ni monitores, ni voluntarios lograban hacerse con el control de la situación; la edad era la de la rebelión. No había razón que amansara el ímpetu de nuestros brincos, ni súplica que enterneciera nuestro brío, ni bofetada cuyo dolor durara más que su sonido.
Nadie consiguió domesticar nos; salvo el padre Mantecón. Poseía el más grande de los poderes: el de la atención. Sin alzar la voz ni crispar el rostro, bastándose de un leve gesto en la mirada o movimiento de manos, detenía nuestras trapacerías y atraía la atención de todos. Atendíamos las razones que nos daba y permanecíamos inmóviles mientras exponía sus argumentos. No eran sus palabras más acertadas que las de los otros, ni su labia especialmente fluida pero nos embaucaba. Daba una palmada, quedábamos avisados que tenía algo que decir y nos arracimábamos a su alrededor atentos. Al acabar sus peroratas seguíamos callados unos segundos, esperando alguna señal divina. Luego nos esparcíamos como el polen venteado y volvíamos al gamberreo y al ruido.
Ese año empecé a sospechar que yo no era como se suponía debía ser, algo que quedó confirmado con el tiempo.
Un grupo de muchachos jugábamos a tirarnos una pelota con intención de, además de ganar la partida de balón prisionero, reventarnos los sesos. Me hice con el esférico y corrí intentando sacudirle a alguien un buen pelotazo. Pero como fuera que mis saltos y gritos eran más delicados y sensibles a juicio de los demás, un niño con gafas aseguradas con cinta aislante y un incipiente y prematuro bozo negro como el hollín me cantó con tono monocorde esto:
⎯ Ma-ri-ca, ma-ri-ca, ma-ri-ca, ma-ri-ca...
Le miré sin entender, pero intuyendo. Al niño se le sumó otro, y después otro y otro.
⎯ Ma-ri-ca, ma-ri-ca, ma-ri-ca, ma-ri-ca...
Al poco, me convertí en el epicentro de un corro en el que no hubo niño que no me llamara marica. Desorientado, empecé a hipear punzado por el llanto, lo que no hizo más que aumentar el volumen y la frecuencia de la cruel letanía; hasta hacerse ensordecedor y vertiginoso.
⎯ Ma-ri-ca, ma-ri-ca, ma-ri-ca, ma-ri-ca...
Tuvo que ser el padre Mantecón el que pusiera orden. El padre Mantecón no vino caminando, se materializó como una aparición y una palmada sorda bastó para que se hiciera el silencio. Todos esperaron lo que había de decir y me vi salvado de tanta ignominia.
⎯ ¿Os parece bonito?
Nadie contestó.
⎯ ¿Os gustaría estar en la situación de Toribio?
Nadie contestó.
⎯ A ver, usted, señor Tamames. ¿Por qué llama marica a Toribio?
Tamames no contestó.
⎯ ¿Y usted, señor Bartolomé?
Bartolo no contestó.
⎯ ¿Alguien sabe lo que es un marica?
Nadie contestó.
⎯ Pensad que cada uno es como es. Toribio no es marica ⎯me miró⎯, Toribio es... diferente.
Aunque no era lo que me esperaba, me di por satisfecho. El tema parecía zanjado definitivamente.
⎯ Acordaos; Toribio no es marica. Es diferente.
Y se fue, dejando una estela de sabiduría y a solas con mis compañeros, que me miraron con ojos dubitosos. Recuerdo que me vino a la cara un ligero gesto de triunfo que se esfumó cuando los oí salmodiar todos a una:
⎯ Dife-rente, dife-rente, dife-rente, dife-rente...
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Antes de iniciar el frenético fregoteo de despachos y letrinas, María y Milagros, su compañera de trabajo y mejor amiga, saboreaban diez minutos diluidos en el café con leche del bar de la esquina. Miraron el reloj colgado sobre la cafetera italiana gentileza de Cafés El Colombiano Nervioso y calcularon que entre lo que les quedaba de caldo lechoso y el tiempo robado para ponerse las batas, podrían cotejar y analizar los entresijos de los “Engaños furtivos”. Evaluaron los comportamientos de protagonistas y secundarios, profundizaron en las circunstancias de sus acciones, y previeron las consecuencias de éstos y de otros considerandos. Si algún personaje era dado al llanto y a la desgracia, quedaba claro que era bueno; pero si su mirada era torna, gritaba y miraba de lado, no cabía duda alguna; el quórum se hacía de inmediato: era malo, y se le calificaba de...
⎯ Hijoputa.
O bien de...
⎯ Hijaputa.
En desaventajada lucha contra la suciedad y la anarquía del polvo, María, embutida en el traje de campaña de señora de la limpieza y sin más galones que algún lamparón de inusitada resistencia a las voraginosas partículas limpiamanchas, empezó a peinar la zona que le había caído en suerte intentando expulsar a su enemigo: la mugre. Recorría con el mocho el suelo de una oficina ocupada por mesas en perfecta formación, con ordenadores, papeles revueltos y teléfonos con pegatinas de “I love Baqueira”, "Supertramp Forever" o "El Bierzo a tope". No era un trabajo cansado, pero se aburría tanto que desarrolló una elaborada técnica de desconexión espacio-temporal, que la ayudaba a faenar en un catatónico estado de abandono mental. Se llevará a la tumba el secreto de sus pensares en esos momentos de recogimiento y aseo.
Entró en un despacho cercado por mamparas de metacrilato y recorrió el suelo enmoquetado con la aspiradora. Vació las papeleras en su carrito y se preparó para fulminar la suciedad con el hielo de su mirada y la absobentes de su paño. Vio sobre una fotografía enmarcada de un triunvirato familiar, un puñado de polvo blanco distribuido en dos rayas paralelas. Miró a diestra y siniestra, arriba y abajo, y no observó desconchaduras en el techo que pudieran dar razón del polvoroso y simétrico hallazgo.
⎯ ¿Será bicarbonato?
Oyó voces que le punzaron los reflejos y, plumero en ristre, lanzó mandobles sin piedad haciendo batir en retirada al felón enemigo; que no se diga que no está por la labor. Las voces se acercaban. Cogió con una mano el marco de la foto con los polvos, lo alzó por encima de la cabeza y redobló los cintarazos sobre la mesa. Su moño, colocado sobre la coronilla como la bombilla de una idea, se deshizo cual imagen lejana en el recuerdo y su cabello cubrió su rostro con una cortina de pelo. La batalla la sofocó, notaba el sudor ensopándole la ropa; el uniforme se desajustó, dejando entrever por el escote unos senos bailongos, y asomó a su cerebro un pensamiento único: hay que ver cómo ensucian estos hombres.
Se abrió la puerta y entraron dos ejecutivos; eran versiones mejoradas de los prototipos que por generación espontánea afloraron años atrás. Se consolidaba la tendencia a los barbarismos en la empresa y lo que antes era un viajante de maletón y corbata suelta por entonces era llamado con enjundiosos términos anglosajones. En el Sales Organisation Chart, que se ramificaba como un árbol genealógico, las caras de los ejecutivos se rubricaban al pie como Key Account Manager Food y Sales Services Manager respectivamente, además de squashmans, unidades de costo para la Compañía, fuente de ingresos para esposas, vips de burdeles de feria de muestras, carroñeros irredentos en discotecas, y tipos anónimos para el resto. Mantenían una animada charla que cayó en vertiginoso fade out al apercibirse de la presencia de María.
⎯ ¿Qué haces aquí?
⎯ Ea. Ya ve: limpiando.
Los dos hombres miraron la mesa del despacho y no vieron el marco con las rayas de lo que tal vez no fuera bicarbonato. Se les espantó el cachondeo que traían y les atenazó el pánico por los mismísimos cojones cuando vieron que María sostenía la foto con la despreocupación del ignorante. Un invisible árbitro debió disparar el pistoletazo de salida, o los mánagers debieron sentirse olímpicos en ciudad olímpica, pues como un par de entrenados atletas se lanzaron sobre ella para arrebatarle el marco, con la prudencia de un par de artificieros desactivando un explosivo: no fuera a caerse el polvo.
⎯ No hace falta que limpies aquí ⎯ dijo uno mientras se sorbía los mocos.
⎯ Solo será un momentito.
⎯ No te preocupes. Tenemos mucho trabajo y no queremos que nos molesten ⎯ dijo el otro entre resuellos.
⎯ Bueno. Pues... me voy.
⎯ Eso. Vete.
A María le pareció oír relinchos de alivio al salir del despacho. Tuvo la sensación de haberse perdido algún detalle.
Después de limpiar, ordenar y aspirar, fumigó el aire con ambientador de limones salvajes del Caribe. Le recordaba el aroma de una colonia regalada a Pepe que anunciaba una lúbrica moza a horcajadas sobre una moto de gran cilindrada. Al parecer, por la expresión de su cara, practicaría una épica felación a quien usara la fragancia que la traía loca y del que no sabía más que su nombre: Jacq's.
Acabado el trabajo, oteó el horizonte y repartió los últimos sablazos con el plumífero florete. Recogió los bártulos y cargó al hombro el tubo de la aspiradora, arrastrando el buche de la máquina como un troglodita su consorte abatida.
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En los límites de la ciudad, en el cruce de Vía Jùlia con Vía Favència, se encuentra el mercado de Montserrat que provee de provisiones y pertrechos a los vecinos de Nou Barris. Al margen de esporádicos eventos y promociones, el trasiego de personas y mercancías es significativo y el bullicio constante, como también lo era en la época en que se desarrolla esta historia.
Un violento remolino de aire y un bronco y ensordecedor ruido sorprendió a propios y extraños. Un helicóptero maniobraba para aterrizar frente la entrada del mercado deshaciendo moños como dientes de león y lanzando al aire algún que otro peluquín que algunos tomaron por frisbis peludos y, los cortos de vista, por ovnis; faldas revoloteando, bragas al viento, hojarasca excitada, polvo y gravilla en el ambiente... Lejos de obedecer a la prudencia, se arremolinó un nutrido grupo de personas atizadas por la curiosidad y cuando las aspas del helicóptero cesaron de girar, un tipo con traje y corbata salió de su interior y con él, un operario con cámara. Llevaba micrófono y dos cajas blancas, y sin otro preámbulo que el de mesarse el flequillo fue directo a un grupo de mujeres que, atónitas, observaban la escena. El hombre no era otro que Vicente Nario, afamado actor de películas como "La suecas ya están aquí", con Fernando Espeso, o "La vecina me la empina", con Susana Espada, que compaginaba su fulgurante trayectoria de actor con la de showman. Al azar, asió el bote de detergente del carro de la compra de una señora y dijo, señalándola con el micrófono como Moisés lo hizo con su báculo al despatarrar los mares:
⎯ ¡Usted!
⎯ ¿Yo?
⎯ Sí. Usted.
⎯ Coño. ¿Qué pasha?
⎯ ¿Qué me diría si le ofreciera cambiar su paquete de Copón, con biopartículas potenciadores del color, por dos de este detergente desconocido?
⎯ Puesh que vale.
Al entrevistador se le deshilachó la cara.
⎯ Vamos a ver; no nos precipitemos. Dígame, señora, ¿cómo se llama?
⎯ Milagrosh Vázquez Rubio, shervidora de ushted.
⎯ Encantado, Milagros ⎯ le estrechó la mano mientras miraba sonriente a cámara - Normalmente, cuando ofrezco las dos cajas blancas, sin descripción alguna, nadie acepta cambiarlos por su tambor de Copón.
⎯ Pero a mi ya me eshtá bien. En casha no shomosh de enshuciar mucho.
⎯ Bueno, pero a lo mejor no es igual de bueno...
⎯ Pero me da dosh.
⎯ ¿Y qué me dice de las fragancias de jazmines andaluces?
⎯ Puesh que ni she nota. Mi marido lo atufa todo.
El lado derecho de la sonrisa de Vicente aleteó como una mariposa y los ojos se le pusieron en blanco. Escogió mal día para dejar de fumar. Era evidente que su estrategia debía cambiar pero no tenía curriculum para una situación como aquella.
⎯Vamos a ver, Milagros. ¿Y por qué lo ha comprado?
⎯ Eshtaba de oferta.
⎯ ¿Sólo por eso?
⎯ She había acabado del que gashto.
⎯ Joer, Milagros. ¡qué difícil me lo está poniendo! Que estamos en directo; hágame usted el favor. Diga que no.
⎯ Bueno, me va a dar lash cajash de detergente o me tengo que liar...
Vicente hizo el signo de la tijera al cámara, que balanceó la cabeza en negación y, exagerando las palabras con los labios, susurró "estás en directo, macho". El presentador estaba sólo, ante una mujer que le estaba arruinando la ultima oportunidad de salvar su carrera en declive. Mal día para enterarse de las reiteradas y variadas infidelidades de su esposa. Sólo le faltaba esto: una tocahuevos y un helado derretido de horchata chorreando sobre el micrófono. El culpable de manchar con jugo de chufa el micro fue un niño en brazos de una mujer que se arrimaba a la cámara para ver si salía por la tele con su churumbel. Al percatarse de ello Vicente, sacudió el micrófono para deshacerse de la pringue, con tan mala fortuna que fue a darle a la cabeza de Milagros. Tomado como agresión, ella se defendió atenazándole los testículos como para extraer horchata de chufa.
⎯ Esta tía me mata.
Lo que siguió fue una batalla campal en la que volaron merluzas, pepinos y conservas. Contagiados de la violencia se hicieron dos bandos sin que en concreto nadie estuviera a favor de nadie. Se repartieron bofetadas, bolsazos y mordiscos en igual número que patadas, arañazos y escupitajos hasta que los pocos supervivientes, de lo que se conoció como "La batalla del Copón", exhaustos y pringados decidieron poner fin a la gesta no sin antes recoger lo que de aprovechable hubiera quedado. Pasado el tiempo, ninguno de los participantes de aquella efeméride recordaría el motivo que lo provocó, el balance final, ni cuál su participación en los hechos; algunos lo habían olvidado y otros fingían amnesia, pero lo cierto es que desde entonces, no se volvieron a hacer anuncios de helicópteros aterrizando por sorpresa.