13
Joseph perdió por completo la noción del tiempo. De nada servía remar y la sed y el frío no le dejaban dormir. Entraba y salía de un estado de confusa inconsciencia llorando la muerte de Andy, angustiado por la culpa al pensar que su decisión de negarse a remar con Mason quizá fuera la que les había impedido avistar tierra, cosa sin embargo bastante improbable.
Aún más que eso le preocupaba Mason, no sólo porque estaba empapado y por consiguiente sufría mucho más que Joseph los síntomas de la congelación, sino también por la culpa que lo atormentaba.
Joseph sentía una gran lástima por él. No lograba apartar de su mente el recuerdo de Mason en la playa de Gallípoli subiendo y bajando por los barrancos bajo el fuego enemigo para ayudar a los heridos cuando no tenía ninguna obligación de hacerlo, esforzándose sin tregua hasta el agotamiento para salvar al prójimo. Trabajaba para el Pacificador pero porque creía sinceramente que lo hacía por un bien superior. Ningún hombre podía ir más allá de donde alcanzaba su entendimiento, de los confines de sus creencias.
Pero el Pacificador era responsable de la muerte de los padres de Joseph, indirectamente de la de Sebastian y ahora también de la de Cullingford.
Aun así Joseph no odiaba a Mason. Y si sobrevivía quizá los condujera hasta el Pacificador, queriendo o sin querer.
Volvió a sumirse en una especie de sueño, con demasiado frío como para sentir ninguna molestia aparte de la sed y un gran vacío que lo corroía por dentro.
Se despertó con un sobresalto al notar que unas manos lo levantaban y oyó voces alegres y apremiantes. Alguien le metió una taza entre los labios y un instante después el fuego del ron le abrasó la garganta haciéndolo toser y luego atragantarse. Estaba tan entumecido que no pudo colaborar con quienes lo izaron a la barca pesquera y lo envolvieron con mantas.
— ¿Mason? —preguntó entre los labios agrietados.
— ¡Tranquilo, se salvará! —le aseguró una voz.
Las horas siguientes las pasó aturdido por el dolor mientras la circulación regresaba a sus extremidades, la bendita sensación del calor y los alimentos, mantas primero y luego sábanas limpias.
Cuando finalmente lo despertó el resplandor del sol que entraba a raudales por una ventana de hospital encontró a Matthew sentado en una silla a su lado.
— ¡Dios, menudo susto me has dado! —dijo Matthew en tono acusatorio.
Joseph consiguió sonreír pero la piel aún le dolía.
—Estoy bien —dijo con voz ronca.
Matthew llenó un vaso con agua de la jarra e incorporó a Joseph con suma delicadeza para ayudarle a beber.
— ¿Qué demonios te sucedió? —preguntó con impostado enojo.
Joseph bebió unos sorbos de agua y volvió a recostarse.
—Tropecé con un submarino alemán en el camino de vuelta —contestó con la garganta más clara—. Encontré a Mynott. Es un buen tipo. Me habló de Chetwin en Berlín. No es él. Lo siento.
— ¡Maldita sea! —soltó Matthew—. Pensaba que ya habíamos pillado a ese mal nacido. — Seguía mirando a Joseph con gran preocupación—. ¿Qué más? ¿Cómo es Gallípoli? Seguro que no mucho peor que Ypres.
—No, más o menos lo mismo —respondió Joseph—. Pero allí conocía un periodista, un sujeto brillante. Se llama Richard Mason. ¿Te suena? Matthew, iba a escribir un artículo espantoso sobre Gallípoli para contar a todo el mundo la verdad de lo que está ocurriendo allí. —Vio que el semblante de Matthew se ensombrecía y que su cuerpo se ponía tenso—. Intenté convencerle del daño que haría a la moral, pero no lo conseguí antes de marcharnos. Me parece que fui demasiado optimista.
La caótica playa estaba en su mente como si acabara de abandonarla, las voces australianas, los olores de la sangre, la creosota y el tomillo, la luz a través del cielo inmenso barrido por el viento y el ruido del mar.
—Iba a escribir sobre aquello para explicar a nuestros compatriotas el despropósito de esa masacre —prosiguió mirando a los ojos azules de Matthew—. Hubiese sido peor que Prentice y el relato sobre el ataque con gas en Ypres. Es mejor escritor, una figura mucho más importante. Y el gas no fue culpa nuestra. Gallípoli, sí.
La frase se le atragantó pese a ser la verdad. Echaba en falta alguien en quien confiar no sólo los hechos que cabía describir con palabras sino el dolor y el miedo, su íntimo pesar por todos los hombres destrozados que había visto. Había estado dispuesto a morir para llevarse a Mason consigo.
¿Acaso Sam había sentido lo mismo al enfrentarse con Prentice, a quien todos odiaban? Joseph no odiaba a Mason pero realmente lo habría matado.
Notó la mano de Matthew cálida y firme en su muñeca y levantó la vista hacia él.
— ¿Qué sucedió, Joe? —insistió Matthew—. ¿Dónde está Mason ahora? ¿No habrás. . .?
Joseph comprendió con asombro que su hermano tenía miedo. Matthew estaba asustado porque algo había cambiado irremisiblemente en Joseph. Ahora su juicio carecía de inocencia. Nada era tan sencillo como había parecido, ni Judith y Cullingford, ni Sam y Prentice, ni él mismo y Mason.
—Tienes razón —convino en voz baja—. Lo habría ahogado antes de permitir que publicara su artículo. —Pestañeó con los ojos arrasados en lágrimas—. Pero ya no será capaz de hacerlo. Yo traté de hacerle entrar en razón, explicarle por qué no estaba bien, pero me faltaron recursos. En cambio, Andy se lo demostró.
— ¿Quién es Andy? —preguntó Matthew.
—El soldado raso Atkins —contestó Joseph y acto seguido refirió sucintamente a Matthew lo que había sucedido. Matthew escuchó en silencio mientras estrechaba con fuerza la mano de Joseph.
— ¿Dónde está Mason ahora? —dijo cuando Joseph concluyó su relato.
—En la habitación de al lado —respondió Joseph—. Pasó más frío que yo porque estaba mojado, pero se encuentra bien. Se ha salvado.
—No hay nadie en la habitación de al lado dijo Matthew frunciendo el ceño—. Cuando he pasado por delante estaba saliendo alguien. Un tipo grandullón de pelo moreno. Parecía bastante maltrecho.
Joseph volvió a sentir frío.
—Tienes que averiguar quién iba a publicarle el artículo —dijo con apremio—. Si el Pacificador lo localiza puede que vuelva a escribirlo. No creo que lo haga, ¡pero tenemos que estar seguros! Mason es de Beverley, un pueblo de Yorkshire. Cuando pensaba que no íbamos a salvarnos me contó que conocía al dueño del periódico desde que era niño. Posee varios diarios, todos en Yorkshire y Lancashire. Si difunde ese artículo quizá consiga acabar con el reclutamiento voluntario en todo el país. Deberías ser capaz de dar con él. Políticamente es un pacifista que defiende la tesis de una Europa unida sin que le importe a qué coste ni quién vaya a gobernarla. —Cerró los ojos. La mente y el corazón le dolían porque ahora comprendía a Sam. Ojalá no hubiese dicho a nadie que Prentice había sido asesinado—. El maldito Prentice también trabajaba para él —dijo en voz alta—. Mason me lo confesó.
— ¿Para el Pacificador? —Los ojos de Matthew brillaron con inteligencia—. El plan original no salió como esperaba y ahora se propone conseguir que Gran Bretaña se rinda debido a la escasez de tropas. ¡Maldita sea, Joe! ¡Hay que detenerlo cueste lo que cueste! ¿Estás seguro de que el Pacificador no es Chetwin?
—Absolutamente. Parecía tan... inevitable, ¿verdad? Pero no es él. —Repitió a Matthew lo que Mynott le había contado sobre la novia alemana de Chetwin, su fallecimiento y el enojo y pesar de sus padres—. Es imposible que Chetwin tuviera alguna relación con el documento —prosiguió Joseph—. El káiser no le habría permitido la entrada en palacio ni para entregar el carbón, de modo que dudo que le confiara un documento secreto de Estado para que lo llevara a quienquiera que fuera a hacérselo llegar al rey. En mi opinión tuvo suerte de salir de Alemania con vida.
—Nuestro padre se alegraría —dijo Matthew con un amago de sonrisa—. Le entristecía tener motivos para odiar a Chetwin. ¡Aunque no creo que le hubiese gustado semejante historia! Pobre muchacha.
—Y pobres padres. Era hija única.
Le asaltó una vez más el recuerdo de Eleanor. Joseph vio en los ojos de Matthew que le había ocurrido lo mismo.
Joseph sonrió, no porque el recuerdo fuese más llevadero sino porque Matthew lo comprendía.
—Hemos pagado un precio demasiado alto como para rendirnos ahora —dijo en voz alta—. ¿Qué cara pondríamos para decirles a quienes lo han dado todo que su sacrificio fue baldío? ¡No tenemos estómago para hacer algo así! Se lo pedimos todo. Nos lo dieron y lo aceptamos.
—Ya lo sé. —Matthew se mordió el labio—. No nos rendiremos. Pero aún falta mucho para el final. Me alegra que el Pacificador no fuese Chetwin, pero ojalá supiera quién demonios es. Necesitamos saberlo, Joe, sea quien sea. Es despiadado. Que matara a Cullingford como lo hizo demuestra que eliminará a cualquiera que se interponga en su camino. —Su semblante se ensombreció—. Gus Tempany también ha muerto. No sé si tiene algo que ver con el Pacificador, pero era un hombre extraordinario y buen amigo de Cullingford. Falleció un día después que él. Alguna clase de accidente en su piso. Fui enseguida a preguntar al portero si Cullingford había estado allí el día anterior y me dijo que sí.
El frío se estaba apoderando del aire de la habitación. Joseph lamentaba la muerte de Cullingford mucho más de lo que había esperado. Sus pensamientos se dirigieron a Judith, y al cruzar una mirada con Matthew vio que los suyos también.
Como si le contestara, Matthew le dijo:
—Escribo a Judith casi a diario. Ella siempre contesta pero cuenta bien poco. Me siento impotente.
—Basta con que le hagas saber que la tienes presente —contestó Joseph—. Es una gran ayuda, al menos a la larga.
Matthew hizo ademán de asentir.
—El número de bajas es terrible —dijo con gravedad—. Y la guerra naval está empeorando. — Meneó la cabeza con una mueca de menosprecio—. ¡Supongo que no necesitas que te lo diga! Conoces esta carnicería mucho mejor que yo. Nadie puede comprender como tú hasta qué punto nos perjudicaría una traición desde dentro. Tenemos que encontrarlo y eliminarlo antes de que nos arrebate la fe en nosotros mismos.
— ¿Encontrarás al dueño del periódico? —insistió Joseph.
—Sí. Pero no creo que los planes del Pacificador se limiten a la publicación del artículo de Mason.
—No. No, claro que no. Me figuro que si Mason está lo bastante bien como para marcharse de aquí, yo también debo de estarlo. —Se incorporó lentamente. Aún le dolía el cuerpo pero tenía la cabeza despejada—. Tengo que regresar a Ypres —agregó—. Quiero ver a Judith. Y tengo que hacer algo con respecto a Sam.
—Dentro de un par de días —convino Matthew—. Primero te vienes a mi piso. Date un respiro, Joe. No estás en condiciones de ir al frente.
—No sé si dispongo de tiempo. ¿Qué día es hoy, por cierto?
—Diecinueve de mayo —le informó Matthew—. He dicho a tu unidad que te quedas aquí por lo menos hasta el fin de semana y más si es preciso. No sé qué piensas hacer con respecto a Sam, en eso no puedo ayudarte, pero Judith estará bien. Todos vamos a perder seres queridos. Sufrirá pero se recobrará. Tú necesitas descansar un par de días. Procuraré salir pronto de la oficina mientras estés en casa. Iremos a ver una revista de variedades o una película de Charlie Chaplin. Te hará bien pensar en algo absurdo que no tenga ninguna importancia antes de regresar. Y a mí también.
Joseph levantó la vista.
—Perdona. ¡Ni siquiera te he preguntado cómo estás!
— ¡No pasa nada! De todas formas no te lo habría dicho —dijo Matthew con una repentina sonrisa.
En Marchmont Street el Pacificador estaba atónito. Mason presentaba un aspecto terrible. Tenía los ojos hundidos y la expresión angustiada de un hombre cuyos sueños le hacían sufrir más que la vigilia. Iba muy erguido pero transmitía una fatiga infinita y cuando se movía saltaba a la vista que aún tenía el cuerpo dolorido.
— ¿Que lo perdió? —repitió el Pacificador—. ¡Si me dijo que lo llevaba envuelto con tela impermeable!
—No lo perdí, lo destruí —aclaró Mason—. Lo saqué del envoltorio y lo arrojé al mar. En realidad no tenía otra opción si quería sobrevivir. Estaba dispuesto a dejar que nos ahogáramos todos antes que verlo publicado.
— ¿Ahogarse él y el otro tripulante?
—Sí.
El Pacificador miró de hito en hito al hombre que tenía delante y vio en su rostro huesudo, apasionado y testarudo una inamovible certidumbre. Y había algo más que los hechos en sí: había algo distinto en su sentimiento, un cambio en la forma de mirar.
— ¿Joseph Reavley? ¿El profesor de idiomas bíblicos de Cambridge? —preguntó con incredulidad.
—Sí—contestó Mason—. Ahora es capellán del ejército en Ypres. Ha visto mucha acción. Le observé asistir a los heridos en Gallípoli. Se notaba que sabía lo que hacía.
El Pacificador soltó un taco. No solía equivocarse al juzgar a los hombres, no se lo podía permitir, y aquél era un error garrafal. Le habían arrebatado dos fantásticas herramientas de propaganda, dos oportunidades para contar la verdad con todo su horror. Miró fijamente a Mason tratando de ver más allá de su cansancio el sentimiento que Gallípoli y el mar habían despertado en él. ¿Cuánto tiempo había pasado en un bote a la deriva con un capellán ciego y suicida? Mason era un buen hombre, aborrecía la devastación, le importaba el individuo, pero también sabía ver, más allá del sentimentalismo, un bien superior que con toda obviedad no veía John Reavley... ¡Maldito John Reavley! ¡Estaba resultando mucho más molesto de lo previsto!
—No se preocupe —dijo en voz alta—. Vuelva a escribirlo. Quizá no tendrá la inmediatez del campo de batalla, pero ¡escriba la verdad! Cuente que lo persiguieron por todo el Mediterráneo, que en Gibraltar tomó un barco que fue hundido y que logró sobrevivir atravesando el canal de la Mancha en un bote salvavidas donde perdió el borrador original. Hará la lectura aún más absorbente. —Y añadió con premura—: Y alertará a la población de lo vulnerables que somos en el mar.
—Posiblemente —convino Mason cansinamente—. Sólo que no lo haré.
— ¿Es que Reavley...?
—No tiene nada que ver con lo que Reavley hiciera —contestó Mason con los ojos brillantes de enojo—. Ni con salvar mi vida. Es porque creo que no es una idea acertada. No traerá la paz, sólo una traición al soldado raso que ahora cree que está luchando en una guerra justa y necesaria. Y yo no haré eso.
El genio del Pacificador se encendió porque de improviso estaba perdiendo el control de un modo alarmante. Tuvo que hacer un esfuerzo supremo para disimularlo y mantener una expresión neutra.
— ¿Incluso en Gallípoli? —preguntó—. ¿Cómo es aquello? ¿Qué le sucedió allí?
—Ayudé a los heridos —contestó Mason con una voz llena de tristeza pero también de una rotundidad que dejaba claro que no abundaría en los detalles.
El Pacificador lo miraba fijamente. Lo que decía Mason era verdad pero estaba ocultando algo más profundo. Lo presentía. Igual que sentía la tensión emocional de Mason, una pasión que lo consumía justo debajo de la superficie pero que le daba demasiado miedo para dejar que emergiera.
El Pacificador tendría que esperar, actuar con discreción. Mason era demasiado valioso para perderlo. Había que recuperarlo, convencerlo como fuese para que volviera a cambiar de opinión. ¡Además tampoco era la mejor ocasión para sacar a colación el tema de los submarinos y los torpedos! Le habría gustado que Mason centrara su atención en los planes para minar y finalmente derrocar al gobierno, pero en esos momentos no estaba lo bastante seguro de la lealtad de Mason.
—Ha vivido una experiencia muy dura —dijo con cierto afecto—. Y tal vez lleve razón en algunos aspectos relacionados con la moral de la población. —Le costó decirlo y percibió sorpresa en el semblante de Mason, pero ya volvería sobre ello más adelante, despacio y con más sutileza—. Hay otros asuntos importantes —prosiguió con una sonrisa—. La situación en Estados Unidos reviste el mayor interés. México está sumido en el caos y cualquier día de éstos podría invadirlos. Por desgracia allí no hay nadie de confianza. Están en guerra entre ellos tanto como contra cualquier potencia extranjera.
Mason puso ojos como platos aturdido por una absoluta incomprensión.
— ¿Cómo se entiende que los alemanes hundieran el Lusitania? ¡Pensaba que hasta Wilson iría a la guerra después de algo así! El Pacificador se puso las manos en los bolsillos.
—Según parece, nada le hará intervenir. La jugada mexicana ha dado mejor resultado de lo que esperábamos. Seguiremos trabajando en ello. Deje que le cuente cuál es la situación exacta ahora mismo, a quién tenemos allí y qué hay que hacer a continuación. —Indicó a Mason que tomara asiento—. Es un asunto delicado —comenzó—. Complicado. Hay que entender a la gente.
Mason por fin escuchaba con atención, casi como si le aliviara tener algo en lo que centrar su intelecto y descansar de la confusión de su fuero interno.
El Pacificador no le habló del topo que había puesto en el Claustro de Ciencias de Cambridge. Lo mantendría en secreto. Más valía dar sólo la información indispensable. No confiar en nadie.
Joseph hizo poco más que comer, dormir y vagar por el piso de Matthew durante dos días. La tarde del tercer día Matthew contestó al teléfono y Joseph, que lo estaba observando, vio que el rostro se le iluminaba al tiempo que una gran preocupación se adueñaba de su expresión.
— ¿Y tú cómo estás? —preguntó Matthew muy serio. Aguardó la respuesta escuchando con evidente lástima—. No puedo —prosiguió—. Aunque seguro que Joseph se mudará si es por ti. Lo ha pasado bastante mal. Estuvo en Gallípoli y regresó por mar. Hundieron su barco y... ¡Sí, sí, está bien! —Echó una mirada a Joseph—. Está aquí, ahora. ¡No te lo hubiese dicho así! Pero pasó bastante tiempo en un bote de remos. ¡Sí, te lo acabo de decir! ¡Te lo juro!
Hubo otro silencio. Matthew sonrió.
—Por supuesto. Me parece muy buena idea. ¿Quieres hablar con él? De acuerdo. —Pasó el auricular del teléfono a Joseph—. Es Judith. Está en Londres.
Joseph cogió el auricular.
— ¿Judith?
Le daba un miedo atroz lo que quizás iba a oír, el dolor de su hermana que aún no sabía cómo aliviar.
— ¿Estás bien, Joseph? —preguntó Judith con urgencia. Parecía como si temiera por él.
—Sí, muy bien —contestó Joseph—. Sólo pasé frío, estuve mojado... y aterrado.
Judith rió un tanto insegura.
— ¿Nada más?
— ¿Dónde estás? —preguntó Joseph—. Si quieres instalarte aquí, puedo irme a un hotel.
—No... gracias. Quería quedarme en casa de la señora Prentice y me ha invitado. Mañana por la noche voy a una cena en el Savoy, algo relacionado con el gobierno para organizar de alguna manera la ayuda voluntaria. Hay gente haciendo cosas por todo el país: tejen, conducen, hacen paquetes, escriben cartas. Hay que poner un poco de orden para que resulte efectivo. Ha sido idea de Sandwell, me parece. Sea como sea, tengo que conseguir un vestido.
— ¿Quién será tu pareja?
— ¿Pareja?
Judith inspiró un tanto temblorosa.
— ¿Puedo? —preguntó Joseph sin darle tiempo a pensar.
—Si... Si te apetece, sí. Gracias.
— ¿Dónde te recojo? ¿Y a qué hora?
Judith le dio la dirección.
—Hacia la seis, así iremos con tiempo por si el tráfico es malo. Joseph notó cierta vacilación en su voz.
— ¿Qué te pasa? —preguntó.
— ¡Nada! Al menos no... Joseph, es la familia de Eldon Prentice. Y ella...la hermana del General Cullingford... han perdido... No supo cómo terminar.
— ¿Intentas decirme que preferirías que quedáramos en otro sitio? —dijo Joseph.
— ¡No! Al contrario, pensaba que quizá podrías ir un poco más temprano y decir algo... decente sobre Prentice al menos. Es... Joseph, ha sido terrible para ellas...
—Por supuesto —respondió de inmediato sin siquiera preguntarse cómo lo haría, sobre todo ahora que sabía lo que Prentice se proponía realmente—. Y de Cullingford sólo cabe hablar bien. —Dio un profundo suspiro—. ¿Estás bien, Judith?
—No —contestó con la voz tomada—. ¿Acaso alguien lo está?
—No. Es sólo una cuestión de medida. ¿Qué te parece a las cinco? ¿O es demasiado temprano? —preguntó Joseph
—A las cinco me parece magnífico. Gracias.
—Lo único que puedo ponerme es el uniforme. ¿Me servirá?
—Será perfecto. Adiós.
—Adiós. —Devolvió el auricular a Matthew—. Tiene una cena mañana. Seré su pareja.
Matthew sonrió. No dijo nada pero su satisfacción pareció iluminar el salón.
Joseph aún se vio un tanto demacrado cuando se inspeccionó en el espejo del cuarto de baño de Matthew, pero estaba casi tan presentable como cualquier otro soldado que gozara de unos pocos días de permiso.
Tomó prestado el coche de Matthew, y cuando aparcó delante de la casa de la señora Prentice estaba decididamente nervioso. Volvía a enfrentarse al deber de consolar apersonas que habían perdido a alguien a quien habían amado de manera prolongada e intensa. Era algo que casi nunca tenía sentido, fueran tiempos de guerra o de paz. La herida quedaba abierta, llena de toda clase de remordimientos, deseos, culpas por palabras dichas u omitidas, todo tipo de esperanzas hechas trizas. La señora Prentice no sabía que a su hijo lo habían asesinado pero Joseph sí. Recordaba la terrible y devoradora aflicción de Mary Allard. Nada podía limitarla, nada serviría para aliviarla.
¿Ocurriría lo mismo con la señora Prentice? ¿Iba a sentirse igual de impotente? ¿O incluso más, puesto que había despreciado a Eldon Prentice? Peor aún: Sam, que lo había matado, era el amigo más querido de Joseph y Joseph entendía en el fondo de su alma por qué lo había hecho. Él mismo había estado a punto de hacer algo muy parecido.
Llamó al timbre. No fue una doncella quien abrió sino Judith. Joseph se sorprendió al ver lo guapa que estaba. Era radicalmente distinta a la muchacha de campo, saludable y un poco salvaje, que había sido hasta un año antes. Ahora su rostro presentaba sombras que le resaltaban los pómulos. Se la veía mayor, una mujer hecha y derecha que había conocido la pasión y la tragedia y que las entendía al menos en parte. Parecía incluso más vulnerable que antes pero también, curiosamente, más fuerte.
Llevaba un vestido azul de tonos bastante oscuros, apagados como el cielo al anochecer. Era de talle ancho, cosa que realzaba su esbeltez, con una sobrefalda hasta debajo de las rodillas y la falda larga hasta los tobillos tal como dictaba la moda.
—Gracias —dijo entre dientes, y acto seguido, tras darle un beso rápido en la mejilla, se volvió hacia una mujer que entraba en el vestíbulo. Se trataba, obviamente, de la madre de Prentice. Tenía la misma tez clara y el mismo pelo rubio aunque en este caso carecía de vitalidad, como si fuese un dibujo al que el artista aún no hubiese aplicado color. Iba de gris oscuro, no de negro como exigía el luto riguroso.
—Capitán Reavley —dijo en voz queda—. Ha sido muy amable al venir tan temprano. Judith dijo que quizá podría. Pase, por favor. ¿Le apetece tomar algo con nosotras antes de ir a la fiesta?
—Gracias.
Lo único que cabía hacer era aceptar la invitación. Por eso estaba allí. Recordó un tanto compungido lo difícil que le parecía sentarse en su refugio subterráneo a escribir cartas a las madres y viudas de los hombres caídos en combate, sobre todo cuando los conocía poco tenía que inventarse cosas acerca de ellos. Aquello no era nada comparado con enfrentarse a alguien como la señora Prentice viendo la aflicción de su rostro, sin poder apenas imaginar qué aspecto había tenido cuando había luz en sus ojos, cuando era capaz de reír con ganas. Joseph había detestado a Prentice profundamente y ahora que sabía cuáles eran sus intenciones lo consideraba un traidor a su patria. Y Sam era su amigo con todo el afecto, el buen humor, la amabilidad y la confianza que aquella palabra englobaba.
Siguió a la señora Prentice hasta la sala de estar con sus fotos de familia, la alfombra ligeramente desgastada y los antimacasares desparejos en los respaldos de los sillones. Había un vaso con rosas tempranas encima de una mesa Pembroke arrimada a la pared. Los reflejos dorados de las flores brillaban en la caoba lustrada. Al lado había una foto de Prentice con un marco de plata. Se preguntó dónde estaría la de Owen Cullingford. ¿O acaso la pobre señora sólo podía llorar una pérdida a la vez?
Pensó en lo que Judith le había dicho a propósito de la foto de Prentice y Cullingford en Henley con aquella muchacha de inusual aspecto y en cómo se lo había mencionado a Cullingford después. Judith estaba convencida de que eso era lo que le había conducido hasta el Pacificador y a la muerte.
Volvió a mirar las fotografías. Una de ellas era de un grupo en Henley: Cullingford, Prentice, otros dos jóvenes y una muchacha alta con el pelo largo y ondulado. Luego preguntaría quién era. Hacerlo en aquel momento resultaría grosero.
Había otra persona en la habitación, una chica veinteañera esbelta y con el pelo de un dorado intenso. Se parecía demasiado a Eldon Prentice como para no ser su hermana, pero la mirada firme que en él había sido arrogante en ella era meramente franca.
La señora Prentice los presentó.
—Ésta es mi hija Belinda. El capitán Reavley ha tenido la amabilidad de venir temprano para hablar con nosotras. Él fue quien... recogió a Eldon... en la tierra de nadie.
Le estaba costando trabajo mantener la compostura.
—Encantada, capitán Reavley —dijo Belinda con gravedad—. Por favor, no se sienta obligado a hablarnos de ello. Ya lo hizo Judith la primera vez que vino a vernos. Les estamos sumamente agradecidas a ambos. —Lanzó una mirada a su madre, dirías e que a modo de advertencia, y se volvió de nuevo hacia Joseph—. Esta tarde nuestra doncella libra. Tenemos suerte de conservarla. Sabemos que cualquier día de éstos se irá a trabajar a una fábrica de munición. ¿Puedo ofrecerle un jerez? ¿O prefiere otra cosa? ¿Whisky, tal vez? Me parece que tenemos un poco.
Joseph tenía que aceptar algo.
—Jerez estaría muy bien, gracias.
— ¿Está seguro?
—Absolutamente. —Se obligó a sonreír—. Es muy civilizado. En las trincheras sólo conseguimos alcohol puro: ron de la armada. El vino estará mucho mejor.
Belinda le sonrió con un alivio más obvio de lo que ella creía.
La señora Prentice le invitó a tomar asiento y todos se sentaron, aunque con poca soltura, sin apoyarse en el respaldo. Era responsabilidad de Joseph llevar la conversación. Él era el sacerdote, ellas las afligidas por la pérdida, aquellas a quienes había ido a consolar, a ofrecer alguna pauta que otorgara sentido a la sinrazón. Y uno nunca adivinaba cuánto deseaba saber la gente, qué los aliviaría y qué haría más profunda su herida.
La señora Prentice lo miraba expectante, sus ojos azul grises anhelaban cualquier palabra amable, cualquier atisbo de esperanza.
— ¿Qué le gustaría saber? —le preguntó Joseph.
—Pues...no estoy segura —contestó la señora Prentice con embarazo bajando la vista a sus manos y levantándola enseguida otra vez—. Tenía muchas ganas de que viniera y ahora que está usted aquí no sé muy bien qué decir. Me consta que Eldon era... brusco y desagradable en ocasiones. —Sonrió y los ojos se le arrasaron en lágrimas—. A veces irritaba a la gente porque no tenía paciencia con las mentiras. No comprendía que las personas tienen que... que defenderse. Vigilar no sólo lo que dicen sino lo que tienen el coraje de creer.
¿Le estaba hablando de Prentice o también le estaba pidiendo que no le contara una verdad que destruiría las ilusiones que necesitaba para sobrevivir?
—Por supuesto —convino Joseph sin dejar de sonreír con los ojos—. Las personas que dicen la verdad nunca han sido muy populares, al margen de que haya verdades que deban decirse y otras que sea preferible ocultar durante un tiempo o quizá para siempre. Lo más difícil es tomar esa decisión. Y la línea de frente, con todo su horror, no es un lugar fácil.
—Con el tiempo Eldon se habría vuelto más... sosegado —dijo la señora Prentice—. Le costaba aprender a tener tacto. Estaba muy enojado por la pérdida de vidas humanas, por el modo en que se trataba a los hombres.
—Creía que la guerra era una equivocación supina, mamá —terció Belinda.
—Sólo un loco puede desear la guerra —señaló Joseph volviéndose hacia ella para ver la inquietud y la confusión de su rostro—. Sólo que existen alternativas peores. Cueste lo que cueste, hay cosas por las que merece la pena luchar, porque la vida sin ellas es como una especie de muerte dado que perdemos la esperanza en el futuro.
—Ya lo sé, capitán Reavley —dijo Belinda con una pizca de dureza en la voz. Se estaba esforzando por defender a su hermano además de sus propias convicciones y no deseaba causar a su madre un conflicto de lealtades—. Eldon creía que podía cambiar cosas, hacer que la gente dejara de pensar y hablar de la guerra como si de una gloriosa cruzada se tratase y que se dieran cuenta de lo terrible que es en realidad. —El enojo le tensó el rostro—. ¡Debería leer algunas cosas que se publican; usan a la ligera palabras como «valentía» y «honor», «noble sacrificio», «combatientes dando su vida»! ¡Eldon decía que no tiene nada que ver con eso! Que sólo había barro, ratas y piojos, comida repugnante, letrinas apestosas...—Hizo caso omiso del grito ahogado que soltó su madre—. ¡Y hombres aterrados masacrados sin ningún provecho!
Joseph pensó en los soldados que conocía, hombres como Sam, Barshey Gee, Wil Sloan, el propio Cullingford y Andy.
—No estuvo allí el tiempo suficiente para verlo todo —contestó Joseph sin evitar su mirada—. Todo eso que ha dicho es verdad y hay cosas aún peores. Pero también las hay mejores. Hay valentía de verdad, no de cuento de hadas. Hay que avanzar y enfrentarse a lo que te revuelve el estómago y te hace enfermar de miedo, sabiendo que la metralla puede alcanzar tu cuerpo en cualquier momento. Y de todos modos lo haces porque sabes que es lo que hay que hacer. Por encima de todo existe la amistad, en cosas tan grandes como dar tu vida para salvar a otro y tan pequeñas como pasar la noche en vela contando chistes malos y compartiendo tus galletas de chocolate. —Tenía la voz ronca por la emoción que sentía al recordar las noches que había pasado con Sam charlando de todo y de nada y sobreviviendo porque no estaba solo—. Es verte acosado por el frío y el terror y la muerte y encontrar a alguien que te tiende la mano pensando en tu dolor, no en el suyo.
La señora Prentice se mordió el labio. Se hizo un momento de silencio. Las lágrimas resbalaban por las mejillas de Belinda.
—Contaba con alguien dispuesto a publicar su trabajo, ¿verdad? —intervino Judith con la voz ronca por su propia aflicción. Hablaba para apartar la mente de ella—. Porque los periódicos nacionales no lo harían.
— ¡Pues claro! —dijo la señora Prentice enseguida—. Si alguien hubiese encontrado sus notas, se las habríamos hecho llegar.
—Probablemente no hubiese servido de nada —agregó Belinda—. Solía escribir con su propia taquigrafía. A no ser que supieran descifrarla, carecería de sentido.
Era absurdo. Joseph pensó en Sam y en su conocimiento de la clave desarrollada en la escuela. Una semana antes hubiese dado casi cualquier cosa con tal de saber dónde encontrar al editor del periódico. Ahora, gracias a Richard Mason, Matthew lo averiguaría y por tanto ya no importaba.
—No hubiese servido de nada —dijo a la señora Prentice aunque con el fin de hacérselo saber a Judith—. Si el artículo quebrantaba la ley de Defensa del Reino lo habrían eliminado.
Al ver la confusión que invadía el rostro de la señora Prentice se preguntó si había hecho bien en decirlo. Era Judith quien debía saber que no era preciso investigar en esa dirección. La señora Prentice habría conservado el consuelo de sus sueños. ¿Pero acaso podía dar la vuelta a la situación sin resultar condescendiente y retirar cuanto había dicho hasta entonces? ¿Cómo iba a meter el dedo en la llaga sin acentuar el dolor?
—Era un secreto —protestó la señora Prentice—. ¡Su intención era buena! Decía que nadie cuenta la verdad y que la gente tiene derecho a conocerla. No se puede pedir a los hombres que den sus vidas por algo y mentirles sobre lo que se van a encontrar.
—A veces sólo podemos digerir la verdad en pequeñas dosis para sobrevivir —le recordó Joseph—. Tenemos que combatir y para eso necesitamos coraje y esperanza. Para cuando hubiese regresado a Inglaterra quizás Eldon se habría dado cuenta de eso, sobre todo si hubiese hablado con usted.
La señora Prentice apartó la vista.
— ¿Usted cree? —preguntó con un hilo de voz. Se puso de pie—. Lo siento. Tengan la bondad de excusarme.
Y salió presurosa de la habitación.
—No tendría que haber dicho eso —se disculpó Joseph.
— ¡Al contrario, ha hecho muy bien! —dijo Belinda con el semblante muy pálido—. Eldon era demasiado arrogante para escuchar a nadie, pero es agradable imaginar que lo habría hecho. Es lo único que nos queda ahora.
Joseph no dijo nada. Quizá Prentice nunca se habría vuelto más sensato o amable ni madurado para convertirse en un hombre con una humanidad parecida a la de Richard Mason, pero seguía siendo una tragedia que le hubiesen arrebatado la oportunidad de hacerlo. El rostro de Sam le vino a la mente con toda nitidez. Era todo aquello que Prentice no era. Lo que hubiese sido de él era sólo una esperanza, la esperanza de su madre porque lo amaba, quizá porque se sentía responsable de sus defectos así como la protectora de lo bueno que había en él, la capacidad para luchar, para sentir lástima. Cada cual defendía a los suyos, pues hacerlo formaba parte del amor. El instinto era más poderoso que la razón, la pasión que perdonaba, que nunca renunciaba a creer. Había salvado a muchos que no tenían otra cosa.
Ahora era el momento de cambiar de tema y mirar las fotografías. Se volvió hacia ellas y las contempló sin disimulo.
—Es un regalo maravilloso poder conservar los recuerdos así —observó—. Instantes felices captados y rescatados del olvido. ¿Eso es Henley?
Oyó que Judith inspiraba con fuerza.
Belinda siguió su mirada.
—Sí. Lo pasamos muy bien. Fue la penúltima vez, me parece.
—Guapa chica. ¿Estaban muy unidos Eldon y ella? —preguntó Joseph.
Belinda la miró con más detenimiento.
—Creo que no. Recuerdo que me cayó bien, era la mar de divertida.
—Creo que deberíamos marcharnos. —Judith estaba de pie detrás de ellos de cara a Belinda—. Sé que querrías seguir hablando. Habrá otras ocasiones.
— ¿Te espero despierta? —preguntó Belinda con una mirada anhelante cargada de una intensa aunque tímida admiración.
—Regresaré bien entrada la noche —dijo Judith con ironía—. ¿Seguro que no te importa?
— ¡Por supuesto que no! Además me encantaría hablar contigo un poco más antes de que te marches a ver a tu hermana.
—Si puedo, encantada —aceptó Judith—. ¡Por otra parte Londres siempre será mucho más divertido que Cambridge!
Lo dijo con ánimo de bromear y tras un segundo de vacilación Belinda sonrió.
Los acompañó hasta la puerta, les dio las buenas noches y les deseó que lo pasaran bien. Judith titubeó antes de subir al coche por el lado del pasajero y Joseph cerró la portezuela con fuerza y fue a la parte delantera para darle a la manivela y poner en marcha el motor.
— ¡No! —dijo con una sonrisa mientras arrancaba—. No vas a conducir. Me da igual que lo hagas mejor que yo.
Judith rió pero sin ganas.
Joseph le echó un vistazo. La tristeza de su rostro se había acentuado al salir de casa de los Prentice y haber dejado de fingir. Las sombras se hacían más visibles a la luz intermitente de las farolas.
— ¿Estás bien? —preguntó con ternura, no porque la pregunta tuviera algún significado especial sino sólo para que supiera que se daba cuenta.
—No —contestó Judith con voz ronca—. Ahora estoy segura de que fue culpa mía que mataran al general. Esa fotografía de Henley es casi igual a la que vi y le comenté al general Cullingford, pero no es la misma. —Hablaba sin mirar a Joseph—. Había una mujer de más edad, supongo que su mujer, y la chica era otra.
— ¿Estás segura?
La implicación era espantosa. Parecía como si el Pacificador hubiese llegado hasta allí, a aquel detalle tan nimio. La muchacha original era en efecto alguien lo bastante próximo a él como para que lo identificaran a partir de ella, se había enterado de cómo lo había averiguado Cullingford y no sólo lo había matado, y probablemente a Gustavus Tempany, sino que también había cambiado la fotografía en la que aparecía ella. La única alternativa era que todo fuese mera coincidencia: Cullingford habría perdido el tiempo y muerto a manos de un atracador que llevaba un puñal. Que Tempany hubiese fallecido al día siguiente sólo sería una de esas extraordinarias coincidencias de la vida.
Joseph no se lo tragaba.
—Creo que sí —contestó Judith—. Eso demuestra que lo mató el Pacificador, ¿no?
—Sí, me parece que sí. —Joseph apoyó una mano sobre las de su hermana—. Lo siento.
Judith se sorbió la nariz y tragó saliva.
—Luego ya lloraré a moco tendido. No quiero llegar a la fiesta con la cara llena de manchas.
—Claro que no —dijo Joseph—. Todos escondemos alguna herida que otra. La cabeza alta y la mirada al frente.
— ¿Y tú qué te cuentas?
Judith se volvió para mirarlo. Las lágrimas se le saltaban y resbalaban por sus mejillas pero escrutaba la expresión de su hermano para ver si también él estaba ocultando una carga demasiado grande y pesada.
—Sé quién mató a Prentice —contestó Joseph y acto seguido se preguntó por qué se lo había dicho. Pensaba que no iba a decírselo a nadie, pero le estaba resultando difícil vivir conforme a aquella decisión que había tomado en el bote. Tenía que enfrentarse a Sam y estaba bastante seguro de lo que haría en su momento. Le dolería en lo más vivo de un modo casi inaguantable. Pero había visto a cientos de hombres soportar heridas que antes se habrían considerado incapaces de afrontar y sin embargo lo habían hecho con dignidad. Eran hombres corrientes, algunos poco más que chavales. Los hombres enviaban a sus hijos, hermanos y amigos a un horror inimaginable y lo hacían sin lamentar su destino. Él haría lo mismo. La soledad que seguiría sería el precio que pagaban todos ellos.
— ¿Quién fue? —preguntó Judith.
Joseph negó ligeramente con la cabeza.
—Deja que lo solucione. Ahora vayamos a la fiesta. Olvidemos lo demás y finjamos que nos divertimos.
Judith le sonrió y le dio un beso en la mejilla.
La fiesta resultó ser divertida de un modo absurdo y como de sueño. Todas las mujeres lucían vestidos preciosos aunque de tonos apagados. Parecía indecoroso llevar rojos y rosas como si se pasara por alto el luto generalizado y, no obstante, todos los asistentes fingían un buen humor y un desenfado que no podía ser real. Los diamantes resplandecían, los peinados eran impecables y a la última moda, con el pelo hacia atrás y una ausencia casi absoluta de bucles salvo los más discretos, quizás uno en la frente o en la nuca. Más hubiesen resultado inaceptables. Los hombres iban de negro o de uniforme. Pese a que se trataba de una cena formal, nada era más honroso que el caqui y a Joseph lo miraban con un respeto rayano en la deferencia.
Los veinte invitados se sentarían a una mesa larga para poder intercambiar informaciones e ideas con más comodidad. No se había intentado equilibrar el número. Había catorce hombres y seis mujeres. El anfitrión era Dermot Sandwell, alto y delgado, extremadamente elegante de blanco y negro, con el pelo rubio chispeante a la luz de los candelabros.
—Buenas noches, señorita Reavley, capitán Reavley —saludó calurosamente cuando entraron en el salón donde se celebraba la recepción—. Ha sido muy amable al venir —le dijo a Judith—. Hablará en nombre de un cuerpo de mujeres que nos merece una gran admiración. Su nobleza y coraje no tienen parangón.
—También hay hombres, señor Sandwell —le recordó Judith—. Muchos de ellos son jóvenes estadounidenses que se pagaron el pasaje de su bolsillo porque creen en nuestra lucha y les importa.
—Sí, lo sé. Y vamos a hacer más para darles los suministros y el apoyo que les corresponde — prometió Sandwell—. Por eso la necesitamos aquí, para que nos diga exactamente cuáles son sus prioridades. Ha llegado la hora de dejar de ir a ciegas duplicando unas acciones y omitiendo otras. La población civil pone toda su buena voluntad, la gente está dispuesta a hacer lo que sea para ayudar, pero ese esfuerzo requiere urgentemente una organización eficaz.
Se volvió hacia Joseph.
—Veo que es usted capellán. ¿Está en casa de permiso?
—Sí, señor, por poco tiempo —contestó Joseph—. Regreso dentro de dos días.
— ¿Adónde?
—A Ypres.
No cometía ninguna indiscreción al decírselo. Los capellanes cambiaban a menudo de destino y un ministro del gabinete como Sandwell probablemente sabría con mucha más precisión que Joseph qué regimientos estaban destinados en qué lugares y cuáles eran sus números de referencia.
— ¿En el frente? —preguntó Sandwell.
—Sí, señor. Pienso que es donde me corresponde.
— ¿Estaba allí durante el ataque con gas?
El rostro de Sandwell se puso muy serio, casi transido de amargura. Joseph no pudo por menos de preguntarse si había perdido a alguien a quien quería.
—Sí, señor —contestó devolviendo la mirada a aquellos grandes ojos azules y viendo en ellos la imaginación del horror y quizá cierta culpabilidad, porque Sandwell sabía lo que ocurría y aun así no tenía más elección que seguir enviando hombres a enfrentarse con algo que él no había experimentado. Joseph deseó ser capaz de decir algo que al menos diera a entender que lo comprendía. Que los ministros y los generales arriesgaran su vida no ayudaría a nadie. Su carga era distinta pero igualmente real. De repente a Joseph lo atenazó un agudo sentimiento de pérdida por Owen Cullingford, no por Judith sino simplemente por su desaparición, y se dio cuenta de cuánto lo había apreciado—. Sí, estuve presente. Es una clase nueva de guerra.
— ¡Daría cualquier cosa por no tener que enviar hombres a eso! —dijo Sandwell en voz baja y temblorosa—. Dios Todopoderoso, ¿adónde hemos ido a parar? —Suspiró profundamente—. Perdone, capitán. Usted sabe mejor que yo cómo es la realidad. Quizá después de la cena, cuando abordemos el asunto con más seriedad, ¿tendría la amabilidad de decirnos las cosas que piense que nos convienen para prestar mejor ayuda y más apoyo a nuestros hombres?
—Haré cuanto esté en mi mano —accedió Joseph.
Judith y Joseph se adentraron juntos en la estancia e intercambiaron saludos, fueron presentados e hicieron comentarios corteses. Al cabo de un rato se separaron, Judith para hablar con las demás señoras, Joseph para responder a las preguntas de un obispo y miembro de la Cámara de los Lores sobre las provisiones y pertrechos que cabría conseguir mediante donativos de la población civil.
Cuando faltaba poco para que diera comienzo la cena propiamente dicha Joseph oyó una voz que reconoció con una punzada de recuerdo tan aguda que toda su piel transpiró y acto seguido sintió frío.
—Virtuoso y sin duda encomiable, pero ingenuo, señorita Reavley.
Joseph giró en redondo y vio a Richard Mason conversando con Judith. Estaban de pie un poco apartados del grueso de los invitados que desfilaban hacia el comedor. Mason aún se veía cansado, con la piel, igual que la de Joseph, agrietada por el viento, y los ojos hundidos como si la muerte de Andy lo acompañara todo el tiempo. Además había pasado en Gallípoli más tiempo que él y quizá le había impresionado más que a Joseph, quien estaba acostumbrado a los rigores de Ypres. El pelo negro estaba bien cortado y lo llevaba peinado hacia atrás de modo que la fuerza de su semblante y la cuidadosa inhibición de sus sentimientos devenían patentes para cualquier observador que alguna vez hubiese capeado tormentas o conocido sentimientos que desafiaban a la prudencia y al instinto de conservación.
— ¡He visto tantos o más heridos que usted, señor Mason! —replicó Judith con mucha frialdad—. No me trate con condescendencia.
Mason abrió un poco los ojos que brillaron con renuente admiración. Quizá fuera por su espíritu o porque conducía una ambulancia. O simplemente porque era guapa. El enojo y la pena habían quitado a Judith el velo de la inocencia y refinado su fortaleza. Cullingford había despertado a la mujer que había en ella y le había partido el alma con su pérdida todo en un mismo acto. Mason tal vez veía algo de eso en ella porque otra clase de certidumbre había desaparecido de sus ojos y tanto si Judith era consciente de ello como si no, era ella quien lo había provocado.
Sin aguardar su respuesta, Judith se volvió y cruzó el umbral del comedor dejando que él la siguiera o no, según su deseo.
Joseph se sorprendió sonriendo aunque le sobrevino un abrumador instinto protector mezclado con la certeza de que nunca lo conseguiría; nadie podía proteger a Judith ni protegerse de ella.
La siguió admirado, orgulloso y un poco asustado.
Como siempre, Joseph olió el hedor agrio del frente antes de oír las armas y de ver las filas de hombres marchando, los árboles partidos, los ocasionales cráteres junto a las carreteras donde la artillería pesada había arrojado sus obuses. Había una terrible familiaridad en ello, como si uno reingresara en una vieja pesadilla, como si cada vez que el sueño se apoderaba de ti te vieras arrastrado a la misma realidad sofocante.
Igual que los demás, tuvo que recorrer los últimos kilómetros a pie. Se cruzó con Wil Sloan, que conducía una ambulancia vacía y se detuvo, pero no para ofrecerse a llevarle; estaba prohibido y Joseph lo sabía de sobras.
— ¿Cómo está Judith? —preguntó Wil con inquietud sacando la cabeza por la ventanilla e intentando obligarse a sonreír—. Quiero decir... —Se interrumpió abrumado por un vivo recuerdo. Joseph sonrió.
—La última vez que la vi estaba haciendo picadillo a un corresponsal de guerra muy importante —contestó—. Iba guapísima, con un vestido largo azul, y se disponía a cenar en el Savoy.
Wil parecía no saber si creerle.
—En realidad —puntualizó Joseph—, ésa no fue la última vez. Luego la acompañé a su alojamiento.
Wil se relajó.
— ¿Se va a recuperar?
—Con el tiempo —le dijo Joseph—. Todos lo haremos, tarde o temprano.
Se apartó de la ambulancia y se despidió con la mano para evitar que Wil pasara por el bochorno de tener que explicarle que no podía llevarlo aunque fuese capellán.
Wil sonrió y le devolvió el saludo, puso la primera y arrancó. Joseph lo contempló alejarse por aquella larga recta de carretera con sus álamos desmochados y una acequia a cada lado. En los campos llanos había algún que otro cadáver y un par de casas quemadas. Una columna de humo se alzaba en el horizonte.
Anochecía y la artillería pesada disparaba con insidiosa regularidad levantando terrones de color sepia oscuro cuando se presentó ante el coronel.
—Tiene mal aspecto, Reavley —observó Fyfe—. Está visto que los permisos no le convienen. ¿Se encuentra bien? —preguntó en tono informal aunque su rostro reflejaba una viva preocupación.
—Sí, señor.
— ¿Está seguro?
—Sí, señor. Tuve que hacer una gestión en Gallípoli. Surgieron contratiempos al regresar.
Fyfe enarcó las cejas.
— ¿Contratiempos?
—Sí, señor. Un submarino alemán interceptó el barco en el que viajaba. Nos dejaron marchar antes de hundirlo, pero hubo que remar demasiado para mi gusto.
— ¿Está en condiciones para estar aquí? ¡Le veo entumecido!
—Sí, señor, lo estoy, pero no demasiado. —Joseph empleó deliberadamente la frase que había oído pronunciar a muchos heridos—. Estoy bastante mejor que muchos de los que están luchando. Fyfe insinuó una sonrisa.
—Cierto. Me alegra tenerle de vuelta. Necesitamos que levante la moral de la tropa. Hemos perdido a más de un buen hombre durante su ausencia.
Joseph asintió con la cabeza. Todavía no quería saber quiénes eran.
— ¿Sabe adónde han trasladado al comandante Wetherall, señor? Tengo que hablar con él.
El coronel mostró sorpresa y luego curiosidad. Estudió el semblante de Joseph y vio .que no estaba dispuesto a soltar prenda.
—No sé adónde fue pero ya ha regresado. Lleva unos días aquí. Probablemente ocupará el mismo refugio subterráneo de antes. ¿Va a decirme de qué se trata?
—No, señor —negó Joseph.
—Ya. Supongo que su profesión se lo permite.
—Sí, señor.
—Adelante, entonces. Si va a la línea de frente tenga cuidado —advirtió el coronel—. Será una noche dura.
— ¿Piensan efectuar una incursión?
Joseph tragó saliva. Era demasiado pronto. No obstante, ¿qué diferencia había? Fuera cuando fuese el momento llegaría y con él el final. Lo bueno y lo malo de la amistad le dolían en las entrañas. De nada serviría posponerlo.
— ¿Seguro que se encuentra bien, Reavley? —repitió Fyfe.
—Sí, señor.
El coronel asintió con la cabeza e hizo un gesto con la mano.
—Me alegra que haya vuelto. Los hombres le necesitan. El joven Rattray resultó herido pero está fuera de peligro.
—Sí, señor. ¿Sigue aquí?
—En el hospital de Armentières.
—Gracias. Buenas noches, señor.
Una vez fuera anduvo por el barro en la oscuridad hasta la boca de la trinchera de abastecimiento y bajó los escalones. Sin duda había vuelto a llover porque había agua debajo de las rejillas de tablones y oía los correteos de las ratas y el sordo chapoteo que hacían cuando resbalaban.
Enfiló hacia el refugio subterráneo de Sam. Una parte de él esperaba que no estuviera allí para así retrasar lo que tenía que hacer. Recorrió Old Kent Road y giró por Paradise Alley. De vez en cuando una bengala iluminaba las trincheras de delante y acto seguido oía el tableteo de las ametralladoras.
Bajó la pendiente que tan bien conocía y llamó.
Sam abrió la puerta corriendo la cortina de arpillera y la ilusión de ver a Joseph le iluminó el rostro.
— ¡Entra! ¡Tómate un coñac caliente con barro! Tengo galletas de chocolate.
Aguantó la cortina abierta y se hizo a un lado. Joseph estuvo a punto de rehusar. ¿Y si lo dejara para el día siguiente? Sabía la respuesta. Sólo conseguiría empeorar las cosas. Sería portarse como un cobarde y Sam no se lo merecía.
Bajó el escalón y entró en aquel espacio abarrotado que tan bien conocía. Las fotos eran las mismas, los libros, el gramófono, unos cuantos discos que había oído infinidad de veces y la manta roja encima de la cama de Sam. El farol estaba encendido y su luz amarilla ponía un halo dorado en todas las cosas.
— ¡Estás hecho polvo! —dijo Sam alegremente—. Me enteré de lo de Cullingford. Qué vergüenza. Era un buen hombre. ¿Lo lleva bien tu hermana?
—Necesita tiempo.
Joseph se sentó en el montón de cajas que siempre había hecho las veces de sillón para las visitas.
Sam estaba calentando una perola de té. Añadió un chorro generoso de coñac y abrió la caja de galletas de chocolate. Quedaban cinco. Dio tres a Joseph y se quedó las otras dos.
— ¿Y tu hermano? —preguntó.
—Bien. Fui a Gallípoli para hacer una gestión en su nombre. Sam levantó las cejas.
— ¿Gallípoli? No me extraña que traigas esa pinta. Dicen que es peor que esto.
—No, no es peor ni mejor. —Joseph tenía que ser sincero—. Bueno, puede que el caos sea peor. Da la impresión de que no lo pensaron mucho antes de lanzar el ataque. ¡Los pobres diablos ni siquiera sabían que allí hay acantilados!
Sam soltó un taco en voz baja, no con rabia sino con pesar por lo que aquello suponía. Joseph ya no podía dar marcha atrás.
—Conocí a un corresponsal de guerra, allí. Un escritor de talento, no un novato como Prentice.
Sam escuchaba con los ojos muy abiertos.
— ¿Y?
—Y tenía intención de escribir lo que veía al pie de la letra, sin contemplaciones —contestó Joseph.
Ahora Sam estaba inmóvil, con el cuerpo tenso y agarrando con ambas manos su tazón de té.
—Dices que tenía intención. ¿Es que cambió de parecer?
Joseph le miró con detenimiento. Vio temor en sus ojos pero supo sin lugar a dudas que no era por sí mismo sino por Joseph, por lo que éste hubiese podido hacer para luego arrepentirse. ¡Qué bien lo conocía Sam! Y lo aceptaba tal como era.
—En Gallípoli intenté convencerlo para que no lo hiciera pero fue en vano —contestó Joseph—.
Se marchó pero lo alcancé a bordo de un barco que tomé en Gibraltar. Los alemanes nos hundieron y acabamos en el mismo bote salvavidas.
Sam seguía mirándolo fijamente, expectante.
—Volví a intentar persuadirlo —prosiguió Joseph—. Había otros dos hombres con nosotros, un tripulante herido y otro que murió. Mason y yo remamos procurando mantener el bote de cara al viento tanto tiempo como pudimos. Y cuando ya no había manera de manejarlo dimos media vuelta y corrimos el temporal. —Suspiró profundamente. Tenía que decirlo ahora—. Cuando Mason dijo que publicaría su artículo dejé de remar. Me senté en la popa y lo observé mientras luchaba con ambos remos. Pensaba dejar que se ahogara, y nosotros con él, con tal de evitar que lo publicara.
—Pero cambió de opinión —dijo Sam en voz baja—. Tuvo que hacerlo o no estarías aquí. ¿Y confías en él?
—Sí. —Vio incredulidad en el semblante de Sam—. Pero no por lo que dijo. Cuando paró el viento el mar quedó en calma y nos envolvió la bruma. Pasó un barco, me parece que era un destructor. Mason se levantó para hacerle señas. Andy le gritó que no lo hiciera pero llegó demasiado tarde. Mason no le hizo caso. La estela del destructor nos alcanzó, Mason perdió el equilibrio y cayó al agua. Andy saltó tras él. —Le costaba trabajo contarlo—. Yo estaba a los remos. Giré en redondo y retrocedí. Saqué a Mason del agua pero perdimos a Andy. —La garganta le dolía y su voz apenas era audible—. Eso...eso fue lo que hizo cambiar a Mason, no lo que yo le dije. Andy era el típico soldado raso que cuidaba de sus hermanos...
Sam asintió con la cabeza. No necesitó decir nada. De repente el refugio pareció muy pequeño y cerrado.
—Sam... Sé que mataste a Prentice —dijo Joseph rompiendo el silencio—. Y sé por qué. Mason me contó lo que estaba haciendo Prentice, porque no sabía que había muerto. Me dijo que Prentice redactaba sus notas con una clave que se inventó en el colegio. Pero tú sabías leer eso, ¿verdad? —No aguardó una respuesta, estaba en los ojos de Sam—. No sé si yo habría hecho lo mismo o no. Hace quince días hubiese dicho que no. Ahora no estoy tan seguro. Me vi incapaz de matar a Mason con mis propias manos, pero eso es un subterfugio. Estuve dispuesto a dejarlo morir y eso viene a ser lo mismo. Y me caía bien. Asistimos juntos a los heridos en la playa de Gallípoli. Era un hombre decente, no un mal nacido interesado y arrogante como Prentice.
— ¿Pero. . .? —instó Sam con voz ronca y los ojos infinitamente tristes.
No merecía tener que oír a Joseph disculpándose ni hablando del asesinato de Prentice como si eso hiciera más llevadero lo que decía.
—Pero lo mataste —dijo Joseph—. Hay otros hombres aquí, muchachos que están dando sus vidas para salvar aquello en lo que creen, la dignidad que los sustenta, y saben que lo mató uno de los nuestros. Ojalá lo hubiese encubierto en su momento, pero no lo hice y ahora no puede quedar impune.
Sam se vino abajo.
— ¿Piensas entregarme?
—No —dijo Joseph en voz baja—. No puedo hacerlo. Ni siquiera puedo decirte que hiciste mal, sólo que el ejército lo considerará así. Tiene que hacerlo. —Había intentado preparar su discurso desde que decidió lo que iba a hacer la noche que visitó a la señora Prentice, pero de poco le servía ahora—. La próxima vez que se efectúe una gran incursión como la que está prevista para esta noche puedes saltar el parapeto con los demás. —Se le quebró la voz pero no podía detenerse—. Busca un muerto que se parezca a ti o cuyo cadáver resulte irreconocible e intercambia las placas de identificación. —Estaba temblando—. Tú vivirás y Sam Wetherall habrá desaparecido en combate. —Quería decir que lo sentía, que hubiese hecho cualquier cosa con tal de evitarlo, pero nada de eso ayudaría. Quería cerrar los ojos, no mirar el rostro de Sam pero tampoco podía hacer eso—. Si yo lo he podido descubrir también lo descubrirán otros. Antes de que eso suceda... vete... por favor...
Sam no dijo nada durante un rato. Miraba fijamente a Joseph estudiando su semblante.
Joseph quería contestar, pero no podía revocar su decisión ni cuanto significaba. Tampoco diría la verdad al hermano de Sam. Nadie más debía saberlo. No eran su supervivencia o su moralidad las que contaban ahora sino las de Sam. Deseaba con ardiente pasión que viviera. Deseaba que su amabilidad, su enojo ante el mal, su valentía y su compasión siguieran existiendo.
— ¿Habrías muerto para silenciar a Mason? —dijo Sam finalmente—. ¿Y te habrías llevado al tripulante contigo?
—Sí —contestó Joseph sin ningún titubeo.
El ansia del rostro de Sam se borró. Era lo que necesitaba saber. Tendió la mano.
Joseph se la estrechó con tanta fuerza que le hizo daño. Luego se levantó y al salir de la trinchera con los ojos arrasados en lágrimas tropezó con el escalón.
Hubo un gran asalto. Treinta hombres saltaron el parapeto y atravesaron las alambradas hasta las trincheras alemanas. Joseph fue a primera línea y pasó la noche en la grada de tiro hasta que empezó a haber heridos a los que se puso a socorrer. Uno de ellos fue Plugger Arnold, pero sólo tenía un tajo en el muslo.
—Me alegra verlo de nuevo, capellán—dijo apretando los dientes mientras Joseph le ataba el vendaje. Luego Joseph cargó con Plugger a sus espaldas y le dolió toda la musculatura. Allí apenas había sitio para una camilla y era el único modo que tenía de llevarlo sin más ayuda.
Media hora después comenzó a llover. Entonces la artillería pasó a la acción. Joseph oyó renegar a varios hombres porque aquello significaba que los alemanes también fuego. Siempre lo hacían. Las iban a pasar canutas. Habría bajas y mucho que cavar y apuntalar por la mañana.
El pelotón de asalto regresó justo antes del alba con tres prisioneros alemanes, cinco soldados heridos y seis muertos. Uno de ellos era Sam. Se lo dijo el teniente al mando del pelotón.
—Lo siento —dijo cansinamente—. Había un verdadero infierno ahí fuera. Sé que ustedes eran amigos. El cuerpo está allí. Me temo que le dio directamente una granada. Sólo sé que es él por la placa de identificación. Al menos ha sido rápido. Mejor que quedar enganchado en la alambrada.
Y se marchó con sus hombres, los heridos, los traumatizados, los que habían visto a sus amigos volar en pedazos.
Joseph sabía que tenía que ocurrir y una parte de su ser quedó en paz por el deber cumplido. Sam había aceptado y hecho lo que era necesario. Pero no dejaría de ser una pérdida lacerante, un vacío que siempre le dolería como un miembro amputado. Pero antes tenía que ir a reconocer el cadáver para descartar la espantosa posibilidad de que, con repulsiva ironía, en realidad se tratara de Sam. ¡Sam habría sido el único en apreciar el humor negro de semejante suceso! ¡Por Dios! ¡Cuánto iba a echarlo en falta!
Joseph avanzó con dificultad entre las camillas y los cuerpos tendidos en lonas o rejillas de tablas. Le temblaban las piernas. Ya era casi de día. En el cielo flotaban a la deriva largas filas de nubes claras.
Todos los cuerpos estaban muy malheridos, pero uno estaba tan destrozado, sin piernas, con un brazo hecho papilla y la cabeza medio arrancada, que lo único que cabía afirmar con seguridad era que había pertenecido a un soldado de estatura mediana y con el pelo moreno. Podría ser Sam.
Temblando de miedo Joseph cogió la placa de identificación y leyó el nombre y el número de Sam. Se estremeció. Alcanzó la mano sana, que era la izquierda. ¿La reconocería? La miró con detenimiento procurando asegurarse. Entonces vio la pálida marca de una sortija en el dedo corazón, un anillo de boda. Sam jamás había llevado anillo. El alivio le hizo sudar todo el cuerpo.
Estaba mareado, todo daba vueltas a su alrededor.
Alguien lo agarró por detrás y lo sostuvo de pie.
— ¿Se encuentra bien, capellán? Qué desgracia, pobre diablo. Joseph quiso decir algo pero se había quedado sin voz. Respiró a bocanadas para controlar las náuseas.
Alguien le pasó una taza de té caliente con ron. Era repugnante. Lo habían preparado en una perola que había contenido Maconachie, pero se lo bebió y recobró el temple.
—Gracias. Tengo... tengo que escribir cartas. Muchas cartas.
Ofició todos los funerales, breves discursos sobre cruces blancas en la arcilla de Flandes, un puñado de hombres en posición de firmes, el retumbar de la artillería a lo lejos, el cielo plomizo encima de ellos como si lo sostuvieran sus hombros.
El último fue el de Sam. Joseph se quedó solo cuando los demás se marcharon. No se dio cuenta de que había alguien más hasta que oyó la voz de Barshey Gee.
—Lo siento mucho, capitán Reavley. El comandante era un buen hombre.
—Sí—. A Joseph le costaba hablar—. Era amigo mío.
— ¿Llegó a averiguar quién mató a aquel periodista?
—Sí. Ya se han encargado de él.
—Sabía que lo conseguiría —dijo Barshey en voz baja—. Deuda saldada, entonces.
Joseph se volvió para mirarlo. Había lágrimas en el rostro de Barshey Gee, pero estaba sonriendo. Se cuadró y saludó la cruz donde se leía: «Comandante Samuel Wetherall, caído en combate el 25 de mayo de 1915. »