7
Los días y las noches continuaron su rutina alternando violencia y aburrimiento. Joseph ayudaba a cavar y apuntalar trincheras, acarreaba provisiones, asistía a los heridos y agonizantes, escribía cartas a los familiares de las víctimas o, con frecuencia, se limitaba a escuchar a los hombres que necesitaban hablar. Éstos intercambiaban historias, cuanto más largas y fantásticas mejor. Se inventaban chistes malos y cantaban canciones de revista de variedades a las que incorporaban letras subidas de tono de temática militar, y reían a mandíbula batiente hasta que se les saltaban las lágrimas.
Pasaban niños belgas vendiendo periódicos ingleses que los soldados leían con avidez para ver qué ocurría en la patria. Joseph celebraba los servicios religiosos de rigor y procuraba decir cosas que tuvieran sentido.
Sin embargo, en todo momento una parte de su mente se preguntaba por qué Eldon Prentice había ido a la tierra de nadie y quién le había hundido la cabeza en el agua el tiempo suficiente para causarle la muerte. La idea era espantosa y le llenaba de una repulsión muy distinta de la compasión que le revolvía las tripas ante las otras muertes. En aquella acción captaba una dimensión moral, una maldad individual que nada tenía que ver con la locura colectiva en la que todos estaban sumidos.
Nadie quería hablar de ello. Para los demás se trataba de una muerte que carecía de importancia. Prentice tenía una carta del general Cullingford que le otorgaba permiso para entrar y salir de donde quisiera a su antojo y había hecho uso de ella con absoluta libertad. El sentir general era que tenía bien merecido lo que le había ocurrido. La pena se reservaba para otros hombres, como Chicken Hagger y ahora Bibby Nunn, alcanzados por el fuego de los francotiradores.
El reparto del correo era uno de los mejores momentos del día. Las cartas de casa constituían el único medio de contacto con el mundo que importaba, con el amor y la cordura, el precioso corazón de aquello por lo que valía la pena morir. Para cada hombre era algo diferente, un rostro diferente, una casa diferente, pero lo compartían con la media docena de soldados que formaban su «hogar» en el frente.
Como capellán, la soledad de Joseph era excepcional. Era un oficial y por tanto vivía separado de la tropa. Lo más parecido a una familia que tenía era Sam. Con Sam compartía las cartas de Matthew incluso cuando éstas aludían al Pacificador.
Durante una gélida noche de enero él y Sam se habían acurrucado juntos en la grada de tiro de la trinchera conocida como Shaftesbury Avenue buscando refugio del viento que ululaba en las alambradas de la tierra de nadie, el hielo que crujía en el barro y los tablones resbaladizos del suelo. Joseph le refirió la muerte de sus padres y le resumió la conspiración del Pacificador extendiéndose lo justo para que Sam comprendiera la rabia y la pasión que lo empujaban a buscar a los hombres que aún estarían tratando de llevar a cabo semejante traición.
Recordó el rostro de Sam perfilado bajo el breve resplandor de una bengala, la irónica sonrisa de sus labios, terrible y afectuosa a un tiempo. Sam no le dijo nada entonces, simplemente tendió su mano congelada y la apoyó un instante en el hombro de Joseph.
En aquel momento Joseph estaba sentado a solas delante de un montón de hojas de papel y el sol lo calentaba en la quietud de la tarde. A pocos metros de allí Tucky Nunn y Barshey Gee dormían a pierna suelta y sus rostros plácidos aparecían dolorosamente jóvenes. Tucky parecía sonreír, quizás en sueños estuviera en casa.
Un poco más allá Reg Varcoe estaba sentado con el pecho descubierto y aplicaba una cerilla encendida a las costuras de su guerrera. A lo lejos alguien cantaba Keep the Home Fires Burning.
Joseph pensó un momento en la patria: la hierba espesa en los senderos, los bosques llenos de jacintos silvestres, las flores de mayo. En Northumberland, donde solía ir a caminar con Harry Beecher, las colinas ya estarían cubiertas del dorado encendido de la aulaga con su perfume de vino y miel. A veces ayudaba a pensar en las cosas buenas de la vida, otras dolía demasiado. Añoraba a Matthew, echaba en falta la conversación franca y sin reservas, la constatación de un vínculo que se remontaba a la infancia, a la seguridad de cuando desconocían el dolor y el fracaso.
Leyó la carta de Matthew tres veces. No había nada de particular en ella, sólo chismes sobre Londres, una breve descripción del campo cuando estuvo en casa, el clima, unas cuantas bromas. Era como oír la voz de un ser querido. Lo que decía era irrelevante, el mensaje que transmitía era «estoy aquí» y eso era lo que necesitaba saber.
Había una segunda carta para él, escrita con una letra que no le era familiar. La abrió con curiosidad y leyó:
Apreciado capitán Reavley:
Gracias por la carta en la que me informaba de la muerte de mi marido. Habida cuenta del número de bajas me figuro que tendrá que cumplir con tan penoso deber muy a menudo. Fue muy generoso de su parte escribirme de un modo tan personal.
Compartiré sus palabras con mi cuñado, que vive en la casa solariega de los Hughes a pocas millas de aquí. Geraint era un hombre sencillo que amaba las colinas de esta tierra. Solía dar largos paseos, incluso cuando llovía, y cantaba de maravilla, algo muy propio de un galés. Era capaz de tocar cualquier instrumento que cayera en sus manos.
Me cuesta trabajo creer que no va a regresar, pero lo cierto es que hay muchas otras mujeres por todo el país que deben de sentir lo mismo. Quizá sea peor cuando se trata de un hijo, alguien a quien has conocido y amado desde el día que nació. Esa desgracia no me va a ocurrir y estoy agradecida por ello.
Tengo entendido que reciben la prensa con bastante regularidad en las trincheras, de modo que estará al corriente de las últimas noticias. Algunas son muy desalentadoras. Creo que la que más me ha entristecido ha sido la muerte de Rupert Brooke. Falleció el 23 de abril cerca de Gallípoli. No murió en combate sino de septicemia. Me siento terriblemente vacía. Era un hombre maravilloso, lleno de vida. Por descontado, no le conocía en persona pero adoraba su poesía. Decía todas las cosas que a mí me hubiese gustado saber decir. Sus sueños planeaban hasta lugares en los que yo ansiaba estar. Te hacía sentir la pasión, la imaginación y un voraz apetito por la intensidad de la vida como si pudieras tocarlos, saborearlos, cogerlos con tus propias manos, como si pudieras contemplar el ocaso en silencio y adueñarte de su fuego.
Las luces se están apagando, ¿no es cierto? ¿A qué podemos aferrarnos para que un día podamos encenderlas otra vez?
Gracias por la fortaleza de su fe, por creer que en algún momento sabremos dar sentido a todo esto si tenemos el coraje de resistir.
Atentamente,
ISOBEL HUGHES
No volvió a leer la carta. Quizá lo haría más tarde, en otro momento, cuando las palabras tuvieran importancia. Ahora estaba anonadado por el sentimiento de pérdida, mas no la de Geraint Hughes, a quien había acompañado en su agonía, sino la de un poeta cuyos pensamientos y palabras formaban parte del tejido de su propia vida. Rupert Brooke tenía ocho años menos que Joseph. Había estudiado en Cambridge y amado aquel lugar con una pasión desenfrenada que vertió en hermosos versos para darla a conocer a las generaciones futuras. Y en aquel pequeño espacio terrenal habían visto las mismas piedras y los mismos árboles, la misma puesta de sol ardiente abarcando el oeste desde Haslingfield hasta Madingley, habían respirado el mismo aire y observado el vuelo de los mismos pájaros.
Era casi como si Sebastian hubiese vuelto a morir, sólo que en una versión mejor, más lúcida, pues el corazón de aquel hombre había alcanzado el oro que Sebastian había deslustrado.
Los versos de la poesía de Brooke asaltaron su mente y tiñeron de profunda nostalgia la belleza de la tierra que ambos habían amado.
¿Cómo era posible que semejante ansia de vida hubiese desaparecido sin más? ¿Cuántos muchachos verían destrozado un futuro prometedor antes de que éste floreciera, su talento convertido en una vana esperanza? ¿Aquello por lo que luchaban merecía que pagaran tan alto precio? A Isobel Hughes le había dicho que sí porque era lo que ella necesitaba para seguir viviendo, pero ¿lo creía él mismo?
Quizá todo era tan trágico e insensato como el Pacificador pensaba: la falsa ilusión suicida de unos hombres que tenían más coraje para morir que para captar la razón, la unidad y la vida. ¿Habría un Dios en alguna parte llorando por aquel gigantesco error? ¿O acaso la vida no era más que un ciego azar y su propósito sólo un sueño creado por el hombre para consolarse en la oscuridad de un universo sin sentido?
El soldado seguía cantando en la trinchera con voz clara y sincera, acariciando la melodía.
¿Cuánto tardaría en ser aplastado también?
Joseph levantó la vista y vio a Sam de pie delante de él con una cajetilla de Woodbines en la mano.
—No, gracias —dijo Joseph de forma mecánica.
—Tienes muy mal aspecto —observó Sam—. ¿Carta de casa? Su voz era amable y por un momento el miedo asomó a sus ojos, no por su propia aflicción sino por la de Joseph.
—No, en realidad no. De una viuda a quien escribí... para darle la noticia.
Sam aguardó poniéndose en cuclillas al sol con la espalda apoyada en la pared y los pies en la rejilla de listones.
—Ha muerto Rupert Brooke —dijo Joseph.
Sam no contestó. Sus ojos miraban a lo lejos, más allá de la pared de arcilla y de la franja de cielo azul.
—Septicemia —agregó Joseph.
—«Rompe el vínculo que hemos creado y vende la confianza del Amor y la santa alianza al polvo» —citó Sam.
Esta vez fue Joseph quien no contestó. Le dolía la garganta y los ojos le escocían al borde del llanto, no sólo por Rupert Brooke sino por todos los fallecidos, tanto los que había conocido y apreciado como los que no. Recordó los largos paseos por los Backs [2] de Cambridge contemplando las bateas en el río a la luz del atardecer, el negro calado del Puente de los Suspiros contra el colorido del cielo encendido, el oro en el rostro de Sebastian mientras éste hablaba de todo lo que la guerra destruiría, no sólo lo material sino lo espiritual. Y Sebastian también había muerto. —«El gran amante» —dijo Sam en voz alta.
— ¿Cómo?
—Rupert Brooke —explicó Sam—. De ahí es de donde procede, del amante de la vida. «Ni toda mi pasión ni mis oraciones serán capaces de llevarlos conmigo a través de la puerta de la Muerte.»
Sonrió y su rostro reflejó una extraña dulzura.
—Ahora tenemos que hacer que cuente, Joe. Quizá tu Dios lo resuelva en la eternidad, pero me parece que Él quiere que también aquí hagamos algo. Hay muchas cosas que reparar y todos tenemos un sitio.
—Tienes razón —convino Joseph—. Quizá si hago algo concreto olvidaré todo lo que no puedo hacer. Necesito olvidar. No puedo permitirme un sentido de la proporción: me aplastaría.
Joseph sabía lo que tenía que hacer: hallar justicia para Prentice. Era algo definido, algo que por fuerza tendría sentido si averiguaba quién lo había asesinado. Era posible que descubriera que se trataba de alguien a quien apreciaba, como Wil Sloan, pero sus sentimientos personales no alteraban la moralidad de la cuestión. Sería mucho peor que el asesino resultara ser alguien como el comandante Hadrian, quien lo habría hecho en nombre del general Cullingford. Aunque eso era poco probable. No había una razón suficientemente poderosa como para suscitar un acto tan extremo, sobre todo habida cuenta de que Hadrian era un oficial del Estado Mayor, no un soldado que empuñara un arma. No presenciaba la muerte en directo, sólo la conocía en forma de cifras e informes. Joseph tendría que encontrar un móvil mucho más apremiante, más visceral que el hecho de que Prentice fuese arrogante y manipulador, motivo de bochorno para un general a quien Hadrian profesaba una lealtad absoluta.
Con suma renuencia fue hasta el puesto de socorro para averiguar dónde había estado exactamente Wil la noche en que murió Prentice. Era un cálido día de abril. La hierba nueva brotaba verde y lozana en los pocos trozos de tierra sin pisar. Se cruzó con un carromato tirado por cuatro caballos que chapoteaban por el barro esforzándose en su camino hacia el depósito de municiones. El hombre que los dirigía tirando de los arneses saludó a Joseph con un ademán y un grito amistoso.
Un poco más adelante se topó con Snowy Nunn, cuyo pelo rubio brillaba al sol tanto que parecía blanco. Desde la muerte de su primo Bibby estaba muy serio, con expresión tímida y la mirada confundida. La muerte de un camarada era distinta cuando se trataba de alguien muy próximo. El sentimiento iba más allá de la pena; era como si la muerte hubiese tocado tu propio cuerpo, sin llegar a agarrarlo pero sí a rozarlo, cosa que te recordaba su poder.
Joseph se detuvo para hablar con él. No había nada concreto que decirse y no buscó ninguna frase trascendente. Había renunciado a creer que tal cosa existiera; era una mera cuestión de amistad.
Media docena de inmensas ratas negras salió disparada de una de las trincheras de conexión y ambos oyeron que alguien maldecía a pleno pulmón. Snowy se llevó la mano al arma pero enseguida la apartó. No estaba permitido disparar contra las ratas; no había que desperdiciar munición. Además, de nada serviría. Las había a decenas de miles. Y sus cuerpos en descomposición sólo conseguirían aumentar el hedor reinante.
Joseph llegó al puesto de socorro y volvió a encontrarse con la enfermera estadounidense Marie O'Day. Ésta dio muestras de alegrarse de verlo; el rostro se le iluminó.
—Hola, capitán Reavley, ¿qué se le ofrece? Estamos bastante tranquilos en este momento. ¿Le apetece una taza de té?
Joseph aceptó de buen grado, en parte para tener ocasión de hablar con ella de manera más distendida. Le preguntó generalidades mientras hervía el agua. Cogió el tazón de hojalata con mucho cuidado. El té estaba más caliente que el que solían tomar en las trincheras calentado en perolas al calor de una vela. Lo cierto es que olía bastante bien, como el té de verdad, y le dio las gracias.
— ¿Necesita ayuda, capitán? —preguntó Marie otra vez.
Joseph sonrió.
— ¿Tanto se me nota?
Marie asintió sonriendo.
— ¿Se acuerda de aquel corresponsal de guerra tan antipático? —preguntó Joseph.
El semblante de Marie se oscureció.
—Por supuesto. Pero si va a preguntarme si lo vi en compañía de Wil Sloan le contestaré que no. Sé que es mentira, capitán, pero no pienso cambiar mi versión. Lo que hizo el señor Prentice fue horrible. —Se mordió el labio y las lágrimas le asomaron a los ojos—. El pobre Charlie Gee falleció y... y quizás haya sido lo mejor para él. Yo... —Tragó saliva y se tomó un momento para recobrar la compostura—. Nunca desearía aun muchacho que viviera en esas condiciones. Ojalá el Señor hubiese considerado oportuno acogerlo en su seno de inmediato sin que se enterase de lo que le había ocurrido.
—Me gustaría ser capaz de decir algo sensato —confesó Joseph—, pero no se me ocurre nada. Yo tampoco comprendo este horror. Exige mucho a la fe. Pero no iba a preguntarle si había visto a Wil Sloan golpear a Prentice. Prefiero no saberlo. Lo que me gustaría que recordara es si vio a Wil Sloan dos noches después de ese incidente.
— ¿Por qué? ¿Se ha metido en algún lío?
—Prentice ha muerto, señora O'Day.
—Oh. Lo siento. —Pareció más culpable que apenada.
—Era corresponsal de guerra, no soldado —dijo Joseph—. Necesito averiguar por qué estaba en una posición tan adelantada. No tendría que haber ocurrido. ¿Dónde estaba Wil Sloan?
— ¡No pensará que él tenga algo que ver! ¿O sí? —Marie tuvo miedo y Joseph lo vio claramente en sus ojos.
—Me gustaría demostrar que no, señora O'Day. Quizás usted pueda ayudarme, si me dice dónde estaba. Es decir, si lo sabe. —Trajo a un hombre muy malherido hacia las cuatro de la madrugada —contestó Marie—. No sé dónde lo recogió.
— ¿Dónde está ese hombre ahora? ¿Sigue con vida?
—Sí —contestó Marie muy seria—, pero todavía está inconsciente. Perdió mucha sangre. Presentaba profundas heridas de metralla. No estaría vivo de no haber sido por Wil.
La mirada de advertencia de su expresión intentaba convencer a Joseph de que lo dejara correr.
Joseph dudó de cuánto debía revelarle. Necesitaba su cooperación y el instinto lo empujaba a confiar en ella. Admiraba a las mujeres como ella que habían dejado atrás una vida segura y cómoda y viajado miles de kilómetros para trabajar en condiciones durísimas para ayudar a personas a quienes no conocían porque consideraban que era su deber. Ese empeño demostraba un espíritu cristiano mucho más portentoso que el de la mayoría de los clérigos que predicaban una fe de la que sólo estaban convencidos a medias, que aceptaban dinero y posición y se creían buenos siervos de Dios.
Pero la muerte de Prentice era un absoluto. Joseph quería demostrar que Wil Sloan era inocente pero no podía hacer la vista gorda si al final descubría que era culpable. La verdad resultaría profundamente dolorosa para él, más aún porque también afectaría a su hermana Judith. Sin embargo sería algo limpio por más que Prentice hubiese obrado mal. Darle una paliza posiblemente fuese justificable o cuando menos una mala acción subsanable mediante una disculpa. Pero el asesinato no.
Y en silencio, confesándose a su corazón sin saber si era correcto o no, dio gracias a Dios por haberse llevado a Charlie Gee.
Matthew disfrutó de su encuentro con Judith más de lo que había esperado. Después de cenar condujo hasta su apartamento embargado por una sensación de felicidad, olvidando por una vez la vulnerabilidad de la que tan consciente había sido tras los ataques de marzo con zepelines sobre las ciudades de la costa oriental de Inglaterra. De pronto la guerra había cobrado otra dimensión. No era preciso un bombardeo naval o el desembarco de un ejército para ser alcanzado en tu propia casa; las bombas podían llover del cielo esparciendo explosiones y fuego por doquier.
Mientras frenaba y estacionaba el coche delante de su casa sintió una punzada de envidia. Por lo general Judith dormiría donde tuviera ocasión, con frecuencia en la parte trasera de la ambulancia. Su comida consistiría en galletas saladas y latas de carne grasienta. Presenciaría escenas de muerte y violencia, un horror que Matthew apenas podía imaginar. Pero también conocería una camaradería que a él le era negada, la confianza en los compañeros, una paz interior que había perdido desde que Joseph y él descubrieran el documento.
Abrió la puerta y entró en el piso. Sólo encendió una lámpara pequeña cuya luz bastaba para ver la sombra de la librería pero no los títulos de los volúmenes. Ya los conocía: poesía, unas pocas obras de teatro, libros de aventuras de cuando era niño que no estaban ahí para ser leídos de nuevo sino como meros recordatorios de una época diferente, más inocente, un vínculo para ser mirado más que tocado. Y también había libros sobre historia y política, sobre guerra y economía.
Se sirvió un vaso grande de whisky, se lo bebió y se acostó.
Por la mañana tenía dolor de cabeza, tomó tostadas y té para desayunar y luego leyó los periódicos. Estaban llenos de pérdidas en Gallípoli y, por supuesto, a lo largo de todo el frente occidental. Las crónicas eran comedidas, sin histeria, sin rabia, sólo largas listas de nombres.
El plan de Churchill consistía en controlar los Dardanelos y liberar a la Gran Flota Rusa aprisionada en el mar Negro para luego tomar Constantinopla y entregársela al zar a modo de recompensa. Los rusos abrirían una nueva línea de ataque en la retaguardia austro—húngara estableciendo así un nuevo frente. Hasta la fecha dicho plan era un caótico fracaso que estaba costando la vida de miles de franceses y británicos y, sobre todo, de voluntarios australianos y neozelandeses.
La guerra también se había extendido a Mesopotamia y el océano Índico, Italia y el suroeste de África. Un buque italiano había sido torpedeado en el Mediterráneo y quinientos cuarenta y siete hombres habían perecido ahogados.
Matthew fue en coche al trabajo y allí encontró un mensaje de Shearing instándolo a presentarse en su despacho. Fue a verlo de inmediato.
—Buenos días, Reavley —dijo Shearing señalando la silla del otro lado de su escritorio—. Siéntese.
Se le veía tan cansado que la piel parecía de pergamino; los palpados le caían como si necesitara toda su fuerza de voluntad para enfocar la vista. Sus manos fuertes y pulcras se abrían y cerraban sobre el escritorio.
Matthew obedeció a sabiendas de que si se hubiese tomado la libertad de sentarse antes de ser invitado a hacerlo habría sido duramente reprendido. Ése era el método de Shearing para establecer las reglas de la jerarquía antes de permitirse romperlas. No estaba en su naturaleza el hacer lo previsible, ni siquiera ahora que estaba al borde del agotamiento.
—El Lusitania va a zarpar de Nueva York —dijo Shearing con amargura—. Los alemanes nos han advertido de que cualquier buque que lleve pabellón británico o de un país aliado puede ser objeto de un ataque submarino. ¡No podemos protegerlo! Tal como están las cosas, bastante nos cuesta ya proteger a nuestra marina mercante. Necesitamos acero estadounidense para fabricar armas. Sin él perderemos la guerra.
Por primera vez Matthew vio una chispa de miedo en los ojos de Shearing. Hasta entonces nada le había hecho perder la compostura, ni las desesperadas batallas del otoño anterior, ni el invierno en el frente occidental, ni siquiera el ataque con gas en Ypres, y la constatación de ese miedo asustó a Matthew mucho más de lo que hubiese creído. Fue como si un escalón que consideraba firme hubiese cedido bajo el peso de sus pies. Hizo lo posible por disimular su desasosiego.
—Seguramente no osarán hundir un barco que todo el mundo sabe que lleva civiles estadounidenses a bordo, ¿no cree, señor? Hacerlo obligaría a Estados Unidos a entrar en guerra y sabemos que eso es lo último que desea Alemania.
¿O acaso era eso lo que esperaban, una súbita y catastrófica escalada bélica que implicara al mundo entero como un Apocalipsis?
Shearing lo miró con semblante pesimista, la piel le tiraba en los pómulos.
—Me parece que está siendo muy ingenuo, Reavley —señaló con tono crítico e impaciente—. Ha leído la correspondencia del presidente Wilson. Es un hombre de elevados principios morales que no comprende ni por asomo el carácter ni la historia de Europa. En el fondo sigue siendo un maestro de escuela, y se cree que va a arbitrar una riña entre dos niños revoltosos en el patio de recreo. Su intención es ser recordado como el honesto agente de la paz que unió a Alemania y a los Aliados y salvó al Viejo Mundo de sí mismo.
Matthew soltó una palabrota y acto seguido se disculpó.
Un amago de sonrisa curvó los labios de Shearing.
—Exacto —convino—, pero inútil. Chetwin cree que aunque ocurra lo impensable y el Lusitania sea torpedeado y se vaya a pique, Wilson seguirá titubeando, haciendo gala de una virtuosa inactividad, y que sus consejeros le recordarán la acuciante amenaza que supone el caos de México paradas inversiones estadounidenses en minas de cobre y ferrocarriles. El ejército de Estados Unidos es demasiado pequeño para combatir en dos frentes y, como es natural, su propia frontera tendrá prioridad. Salvo si los convencemos del papel que desempeña Alemania en sus problemas, cosa que no podemos hacer, Wilson no moverá un dedo.
Matthew no contestó. Estaba al corriente de todas las estratagemas que el embajador británico había empleado sin éxito para intentar movilizar al presidente Wilson. Estados Unidos vendería acero de Pittsburg a Gran Bretaña del mismo modo que lo vendía a Alemania. Habría ciudadanos estadounidenses que irían a Europa a luchar, y a veces a morir, porque creían en la causa aliada. Pero también había una numerosa población de estadounidenses de origen germano cuyas herencias y lealtades también revestían importancia.
Actuar a partir de cualquiera de los mensajes entre Berlín y Washington que los Aliados habían interceptado pondría de manifiesto que éstos conocían el código y los alemanes lo cambiarían de inmediato.
—Nos saldría el tiro por la culata —dijo Shearing con sequedad como si leyera los pensamientos de Matthew.
—Sí, señor.
Shearing miró fijamente a Matthew.
—Necesitamos algo que nos dé la victoria en la guerra naval —dijo en voz baja, grave y hastiada—. Los submarinos alemanes controlan la travesía del Atlántico. Nosotros tenemos destreza y coraje pero nos están hundiendo sin darnos tiempo a reponer barcos y tripulaciones. Si seguimos a este ritmo, nos veremos obligados a rendirnos por falta de contingentes antes de Navidad.
Matthew pensó en Archie, el marido de Hannah. Se imaginó cómo sería la vida de aquellos hombres en el mar; sabían que la violencia imparcial de los elementos azotaba y devoraba a todos los barcos por igual. Pero sólo ellos eran susceptibles de un ataque enemigo procedente de cualquier dirección, incluso de las insondables aguas que sostenían sus frágiles cascos. Uno podía montar guardia oteando el mar inmenso, vacío hasta los confines del horizonte, silencioso salvo por el viento y el agua y la vibración del motor, y de repente, bajo tus pies, la cubierta estallaba arrojando fuego y trozos de metal. El mar inundaba la nave, te engullía hacia su vasta oscuridad y se cerraba encima de tu cabeza.
Shearing seguía hablando. Matthew salió de su ensoñación y escuchó.
—Conoce a Shanley Corcoran, ¿verdad? —preguntó Shearing. Matthew se quedó perplejo.
—Sí, señor. De toda la vida. Él y mi padre eran amigos desde la universidad. —Bastaba con mencionarlo para que regresara la vieja sensación de afecto, los recuerdos de un centenar de ocasiones felices—. Es uno de los mejores científicos que tenemos.
Shearing lo observaba detenidamente, estudiando su rostro.
— ¿Confía en él?
Por una vez Matthew no tuvo que pensar y el placer que sintió resultó casi embriagador.
—Sí. Absolutamente.
Shearing asintió con la cabeza.
—Bien. Sabrá usted que es el responsable del Claustro de Ciencias de Cambridge.
—Sí, por supuesto. Vive cerca de la casa de mi familia, en...
Una mueca de impaciencia cruzó el semblante de Shearing.
— ¡No se lo estaba preguntando, Reavley! ¡Sé perfectamente dónde vive! Lo que ocurre es que ni quiero enviar a nadie a buscar a Corcoran, ni quiero ser visto allí. Lo que pretendo llevar a cabo podría hacernos ganar la guerra, pero si nos traicionan, a propósito o por descuido, la perderemos en cuestión de semanas. Por consiguiente, no repetirá usted nada de lo que le diga a nadie, ni en el SIS ni fuera de él, ¿entendido?
Matthew tuvo la sensación de que la habitación giraba a su alrededor. La cabeza le martilleaba. Fue casi como si volviera a estar en el despacho de Sandwell amenazado por traidores, sospechas, dudas por todas partes.
— ¡Reavley!
— ¡Sí, señor!
— ¿Qué demonios le pasa, hombre? ¿Está borracho? —inquirió Shearing montando en cólera—. La situación es desesperada, mucho peor de lo que podemos dar a entender al país. Es preciso que detengamos a la armada alemana, ahí es donde se libra la auténtica guerra. El mar es nuestro mayor amigo y enemigo. Tenemos que controlarlo para sobrevivir.
Matthew se quedó pasmado, mirándolo fijamente. Había una espantosa verdad en lo que Shearing estaba diciendo y sin embargo suponía la derrota en Francia y una Europa dominada por Alemania. ¿En verdad se estaba preparando para tamaño desastre? La idea resultaba profunda y dolorosamente aterradora. Hizo un esfuerzo para no perder la concentración y aguardó a que Shearing continuara.
Shearing no había apartado los ojos del semblante de Matthew.
—Necesitamos algo que detenga a los submarinos, un misil que siempre dé en el blanco y no de vez en cuando —declaró—. Los barcos están hechos de acero, igual que los torpedos y las cargas de profundidad. Tiene que haber algún modo, magnetismo, atracción, repulsión, electricidad, algo que haga que un misil encuentre su objetivo con más exactitud. ¡Imagíneselo, Reavley! —Sus ojos oscuros brillaban muy abiertos, casi luminosos. Sus manos dibujaban formas en el aire con delicadeza separando los dedos—. ¡Un torpedo que si es necesario cambia de rumbo, que busca y persigue a un submarino a través del agua y explota cuando lo alcanza! ¿Ha jugado alguna vez con dos imanes y una hoja de papel? ¡Mueves uno y el que está al otro lado de la hoja se mueve con él! Algo semejante tiene que ser posible, sólo tenemos que descubrir cómo hacerlo. ¡Y si hay un hombre capaz de ello, ese hombre es Corcoran!
A Matthew le pareció una idea genial pero al mismo tiempo, como si oyera el crujido del hielo, vio la rendición total si los alemanes se hacían con semejante arma. En tal caso ya no cabría pensar en la Navidad, la guerra terminaría en pocas semanas.
— ¿Lo entiende? —preguntó Shearing inclinándose sobre el escritorio.
—Sí... —Matthew respiró entrecortadamente—. Sí, lo entiendo. Shearing asintió despacio con la cabeza.
—Pues vaya a ver a Corcoran y dele instrucciones de dejar todos los demás proyectos a un lado, que los asigne a sus subordinados y dé toda la prioridad a éste. Es preciso que encargue cada parte de él a personas distintas de modo que nadie conozca el proyecto global. Aun así, todos los trabajos deberán realizarse en secreto absoluto. Me encargaré de que reciba los fondos necesarios directamente de Whitehall, sin pasar por el Tesoro o el Ministerio de la Guerra. ¡Sólo me informará a mí, a nadie más! ¿Le ha quedado bien claro?
—Sí, señor.
Matthew entendió a la primera que el secretismo era imprescindible; no era preciso añadir explicaciones. También entendió, con una revulsión que le produjo náuseas, lo que aquello significaría si Shearing fuese el Pacificador. Sería una ironía de exquisitas proporciones. Cabía la posibilidad de que Shearing fuera a encargar al mejor cerebro de Inglaterra la creación de un arma para la victoria alemana y que pensara robarla justo cuando estuviera a punto de ser utilizada. Y nadie más que Matthew Reavley lo sabría porque habría contribuido indirectamente a su creación. La ironía sería sublime: ¡la venganza por haber frustrado el plan original del Pacificador!
No tenía alternativa. El corazón le latía con fuerza, la lengua se le pegaba al paladar.
—Cuente conmigo. —No podía rehusar. Debía mantener la responsabilidad en sus manos a toda costa—. Iré mañana mismo. Shearing asintió con la cabeza.
—Bien.
Matthew fue en coche hasta Cambridge. Salió de Londres antes de las seis de la mañana para evitar los embotellamientos, y ya había recorrido un buen trecho hacia el norte cuando paró para desayunar poco después de las ocho. Hacía un día radiante. Las nubes cabalgaban por el horizonte y el sol bañaba el paisaje transmitiendo una ilusión de paz. Viendo los corderos cebados en los campos, las reses pastando y los grandes árboles que se encumbraban en el aire y acariciaban la hierba alta con sus faldas verdes de hiedra, la idea de la guerra parecía una obscenidad de pesadilla.
Pero en la taberna del pueblo donde se detuvo sólo había muchachas y ancianos. Y todos tenían los rostros crispados y los ojos tristes. Y miraban con sumo recelo a cualquier hombre joven y saludable que no llevara uniforme.
Un anciano con un brazalete negro le preguntó sin ambages:
— ¿Está de permiso?
—Sí, señor—contestó Matthew mostrando respeto por su pérdida que, a juzgar por el brazalete sería reciente—. En cierto modo. Aunque aprovecho el tiempo de licencia para cumplir con un deber que no puedo comentar.
El anciano pestañeó para contener el llanto. Su rostro reflejaba tanta rabia como pesar y saltaba a la vista que ambos lo avergonzaban, pero su sentimiento era demasiado fuerte para ocultarlo.
— ¡Un muchacho saludable como usted tendría que estar haciendo algo! —dijo con amargura dejando a un lado su jarra de cerveza.
—Tiene razón —admitió Matthew con súbita amabilidad al ver que el hombre estaba atormentado por la pérdida. Los detalles eran lo de menos, la pena los borraba todos, aquel hombre sólo clamaba contra la injusticia—. Pero hay cosas que deben hacerse en secreto — agregó—. Yo perdí a mis padres. Me parece que fueron las primeras víctimas de la guerra entre agentes secretos, una guerra que tampoco hay que olvidar. Mi hermano mayor está en el frente occidental y mi hermana pequeña también está allí conduciendo ambulancias.
En cuanto hubo pronunciado aquellas palabras se preguntó por qué lo había hecho. Nunca se había molestado en contárselo a nadie hasta entonces y desde luego no era la primera vez que lo miraban con expresión desconfiada o incluso abiertamente acusatoria. En aquellos días «cobarde» tal vez fuese la palabra más fea que existía. Se desdeñaba a quienes se quedaban en casa dejando que otros fueran a combatir, a desangrarse, quizás a morir, con un odio más intenso que el dirigido al enemigo.
Tal vez su necesidad de explicarse guardara alguna relación con el hecho de que viajaba desde la gran ciudad a la tierra natal que tanto amaba. Al cabo de una hora poco más .o menos pasaría por el tramo de carretera donde habían matado a sus padres. Presentaría el mismo aspecto que aquel caluroso día de junio en que él y Joseph vieron por primera vez las marcas de gubia en el pavimento, las ramas rotas y las señales en la corteza, testigos mudos de la violencia que tanto les había arrebatado.
Y aún le dolía entrar en el vestíbulo de la casa de St. Giles y ver los muebles con los que había crecido, la manera en que la luz caía dibujando formas que veía hasta con los ojos cerrados. Pero su madre no estaría en la cocina ni su padre en el estudio.
—Mi hijo —dijo el anciano henchido de orgullo tocando el brazalete negro con su mano nudosa—. Gallípoli. Lo enterraron allí.
Matthew asintió con la cabeza. No había nada que decir. Aquel hombre no quería compasión y no cabía ayudarlo. Los lugares comunes sólo servían para poner de relieve la propia impotencia.
Terminó de comer y regresó al coche. Llegó a Selborne St. Gilesa las nueve y diez. La calle mayor estaba desierta. Los niños estaban en la escuela. La tienda del pueblo permanecía abierta, los periódicos que exhibía en el exterior daban las noticias de costumbre: los Dardanelos, el frente occidental, política; nada de lo que no estuviera enterado y, desde luego, nada que le apeteciera leer.
Salió de la calle mayor y recorrió la corta distancia que había hasta la casa. Aparecía silenciosa en la mañana, casi como si estuviera deshabitada. En la imaginación aún veía el Lanchester amarillo de su padre que Judith siempre estaba dispuesta a conducir con cualquier pretexto. Hannah nunca lo había intentado siquiera. Antes de la guerra no había tenido necesidad ya que siempre había alguien que podía llevarla. Ahora pocas personas tenían vehículo propio. El combustible era caro. Los comerciantes ya no repartían a domicilio; los hombres que habrían efectuado ese servicio estaban en el ejército. La gente caminaba y acarreaba sus cosas. Si vivían en lugares apartados empleaban carritos tirados por perros o, en el mejor de los casos, por ponis. ¡Sólo Dios sabía cuántos caballos estaban también en el ejército, pobres bestias!
Apagó el motor, sacó su reducido equipaje del maletero y se dirigió a la puerta principal. La llave no estaba echada. Vaciló un instante antes de abrirla. Fue una tontería, pero por un instante el tiempo retrocedió y era un año antes. Hannah estaría en Portsmouth, Joseph en St. John's en Cambridge, pero todos los demás estarían aquí. Su madre se alegraría de verle y se pondría a pensar en preparar una cena que fuera de su agrado.
Su padre saldría del estudio e irían juntos a pasear con el perro por el jardín, donde se sumirían en la contemplación del panorama que ofrecían los campos, sin necesidad de hacer comentarios, conocedores de su belleza con una serena certidumbre. Los grandes olmos se erguirían en silencio sobre el prado con todo su follaje. Los estorninos se arremolinarían en lo alto del cielo y los reflejos dorados de los chopos titilarían con la brisa del ocaso.
Abrió la puerta y entró. Lo primero que vio en el vestíbulo fue el abrigo azul de Jenny, la hija de Hannah, en el perchero que había junto a la puerta del guardarropa. Tenía ocho años y seguramente estaría en el colegio, pero hacía demasiado calor como para necesitarlo.
El perro entró en el vestíbulo dando saltos y meneando la cola y Matthew se agachó para darle unas palmadas.
— ¡Hola, Henry! ¿Cómo estás, viejo amigo?
Se irguió y llamó a Hannah. Tras un momento de silencio Hannah apareció por la puerta de la cocina. Su pelo era casi del mismo color que el de su madre y tenía sus mismos ojos castaños. Matthew tuvo que hacer de tripas corazón para sonreír. Tenía que amarla por sí misma, por sus penas y alegrías, no porque le recordara a otra persona. Probablemente añoraba a Alys incluso más que él. Habían estado muy unidas y ahora su hermana ocupaba en muchos aspectos el lugar de su madre en el pueblo, tratando de proseguir con la multitud de pequeños deberes, amabilidades, gestos inadvertidos que Alys había convertido en su trabajo a lo largo de los años. Y estaba viviendo en aquella casa donde el pasado era como un eco de cada palabra, un reflejo que se desvanecía un segundo antes de que uno mirara el espejo.
La sorpresa y la dicha iluminaron el rostro de Hannah.
— ¡Matthew! ¡No me habías dicho que ibas a venir! Por poco coincides con Judith, aunque estoy convencida de que eso ya lo sabías.
Se acercó hacia él presurosa mientras se secaba las manos en el largo delantal blanco. Llevaba un vestido de color ciruela con la falda estrecha en los tobillos como dictaba la moda, aunque a Matthew no le pasó por alto que era un corte del año anterior.
La abrazó y la estrechó con fuerza, y sintió su pronta respuesta. Sin duda añoraba espantosamente a Archie. Lo más probable es que ni siquiera le dejaran saber dónde estaba. Su deber era mantener las apariencias para no socavar la confianza de sus tres hijos, Tom, Jenny y Luke, y disipar toda sombra de temor, ocultar su soledad y las interminables horas de incertidumbre que la atormentaban. Y no sufría sólo por Archie, también por Judith y Joseph. Tanto mejor que no tuviera la más remota idea de cómo era la vida en las trincheras, del horror o de las privaciones cotidianas. Matthew esperó que Judith hubiese sido tan discreta como había prometido.
Hannah se apartó sorprendida.
Me vas a estrujar! —exclamó y aunque sonreía lo miró a los ojos temerosa de que trajera malas noticias. La intimidad de su abrazo le había despertado el miedo.
Matthew sonrió.
—Perdona —se disculpó—. Es que sienta muy bien llegar a casa y encontrarte aquí.
Hannah se había mudado desde Portsmouth pocos meses atrás. Archie rara vez disfrutaba de un permiso, pero cuando lo hacía tenía tiempo suficiente para ir hasta Cambridgeshire. Era insensato dejar la casa vacía y ninguno de ellos había querido alquilársela a extraños.
— ¿Tienes hambre? —preguntó Hannah.
—No, pero me encantaría tomar una taza de té.
Hannah pasó delante hacia la cocina, que presentaba el mismo aspecto de siempre: la porcelana blanca y azul en el aparador galés, las jarras de barro cocido marrón con las palabras «leche» y «crema» en blanco, la media docena de platos pintados a mano con motivos de hierbas y flores silvestres colgados en la pared. Hannah había estado preparando masa y los cuencos, blancos por dentro y ocres por fuera, todavía estaban encima de la gran mesa de madera.
Hannah removió el carbón de la hornilla y puso la tetera a calentar. Durante un cuarto de hora charlaron sobre el pueblo y la gente que ambos conocían.
—Bibby Nunn murió —dijo Hannah mirando a Matthew por encima de la taza que sostenía con ambas manos como si tuviera frío—. Se enteraron ayer. Mae Teversham fue una de las primeras en ir a ver a Sarah. ¿Es ridículo, no crees, que haya sido necesaria una muerte para poner fin a esa estúpida riña? Los dos chicos de Mae también están allí y la próxima vez podría tocarle a ella. Creo que ésa es la sensación que todo el mundo tiene.
Matthew asintió con la cabeza.
—Y Jim Bullen, el de la granja de la carretera de Madingley, perdió la pierna en Francia y ahora está inválido en casa. Roger Harradine está desaparecido en combate. Su padre lo llora en silencio. Aún no se atreve a hablar de ello, y Maudie todavía no ha perdido la esperanza.
Habían acabado el té y salido a conversar al jardín antes de que Matthew osara preguntar si últimamente había recibido noticias de Archie.
Hannah contemplaba las malas hierbas de un parterre.
—Añoro a Albert —dijo en voz baja—. Apenas puedo cuidar del jardín. Los niños hacen lo que pueden. A Tom se le da bastante bien aunque no le gusta la jardinería. Luke es demasiado pequeño pero lo intenta. —Pestañeó aprisa y apartó la vista. Hannah no le diría nada, lo consideraría una deslealtad, pero Matthew sabía lo dura que resultaba para su hermana la ausencia de Archie. Todos lo echaban de menos pero sólo ella sabía el peligra que corría. Leía los periódicos y se enteraba cada vez que un barco se iba a pique. Ocultaba su miedo a sus hijos.
Hannah suspiró profundamente con la vista aún clavada en el arriate de frambuesas que era el favorito de Joseph. Cada vez que Joseph pasaba junto a él mientras estaban maduras no podía evitar coger media docena.
—Dice que está bien —dijo Hannah contestando a la pregunta de Matthew—. Tom reza para que la guerra se prolongue lo bastante como para darle tiempo a enrolarse en la Marina —añadió tratando de reír.
Matthew apoyó una mano en su hombro.
—Tiene un padre del que sentirse orgulloso. No es de extrañar que quiera emularlo.
— ¡Sólo tiene trece años! —protestó Hanhah con los ojos encendidos y anegados en lágrimas—. ¡Es un crío, Matthew! No sabe lo que dice. Piensa que es algo emocionante y magnífico. No sabe cuántos hombres mueren, quedan lisiados o desaparecen. Y cuando un barco se hunde, casi nunca hay supervivientes.
—Ya lo sé —convino Matthew—, pero ¿quieres que Tom tenga las mismas pesadillas que tú?
Hannah se volvió hacia él de golpe.
— ¡No! ¡Claro que no!
—Pues no tendrás más remedio que aguantar y dar gracias a Dios de que tenga trece años y no quince —dijo Matthew con tanta amabilidad como pudo—. Y alégrate de que Luke sólo tenga cinco.
—Lo siento —se disculpó Hannah ruborizándose un poco—. Fue muy agradable tener a Judith aquí aunque sólo fuera durante un día y medio. Ha cambiado, ¿no crees? —Rió como para sus adentras—. La he visto tan competente, tan llena de voluntad. Sigue siendo tan emotiva como siempre pero ahora todo está canalizado. Parece casi perverso decirlo pero lo cierto es que la guerra le ha dado algo. Se ha encontrado a sí misma.
Matthew sonrió a su pesar.
—Sí.
Era indiscutible. La guerra había confundido a Hannah dividiendo sus lealtades entre la seguridad del pasado y las necesidades del presente. Había enfrentado a Joseph a un horror que ponía a prueba su fe más allá de los límites de ésta; le había arrebatado todas las viejas respuestas para que él solo buscara otras nuevas. También había destruido la seguridad de Matthew llevándolo a sospechar de todo el mundo. Ya no confiaba en nadie, estaba totalmente aislado. Pero a Judith le había conferido madurez al darle un norte, una actividad que tenía sentido y, por primera vez en su vida, personas que la necesitaban.
—Ojalá pudiera —dijo Hannah en voz baja—. Intento ayudar en el pueblo tal como lo habría hecho nuestra madre. Pero todo está cambiando. Las mujeres están haciendo trabajos que antes hacían los hombres. Comprendo que tiene que ser así. —Miraba fijamente a lo lejos. Las nubes flotaban en el cielo agrupadas en brillantes y silenciosas torres—. ¡Pero el caso es que les gusta! Lizzy, la hermana de Tucky Nunn, está trabajando en un banco en Cambridge y le encanta. Ha descubierto que se le dan muy bien la aritmética y la administración. ¡Quiere quedarse en el puesto cuando regresen los hombres! Está empeñada en que nos organicemos para pedir con más fuerza el voto para las mujeres. Y lo cierto es que no se me ocurre ningún argumento en contra. Aunque, de todos modos, detesto que todo cambie.
Matthew le puso un brazo en los hombros y Hannah se apoyó un poco en su hermano.
—Estoy asustada —admitió Hannah en voz baja—. No soporto estos cambios.
Matthew estuvo a punto de decir que probablemente todo volvería a la normalidad después de la guerra, pero en realidad no sabía si sería así; ni siquiera sabía si ganarían la guerra. Una parte de él deseaba consolarla a toda costa; pero si jamás le había mentido a Judith, no iba a ser menos con Hannah.
—Aguardemos a que los hombres regresen antes de decidir quién va a hacer qué —dijo en cambio—. Tengo que ir a ver a Shanley Corcoran esta tarde y me ha invitado a cenar. Pero vendré a pasar la noche. Puede que llegue tarde, no me esperes despierta.
—Vaya... —contestó Hannah con desilusión, y él percibió lo sola que se sentía. En Gran Bretaña tenía que haber más de un millón de mujeres que sintieran lo mismo, y muchas más en Francia, Austria y Alemania. Estrechó un poco el abrazo. No había más que decir.
— ¡Qué alegría verte! —exclamó Shanley Corcoran con los ojos brillantes de entusiasmo. Estrujó las manos de Matthew vigorosamente con una familiaridad que volvió a despertar en éste recuerdos de la infancia, de una seguridad que parecía pertenecer a otro mundo, sólo por accidente situada en las mismas casas, con los mismos árboles alrededor y los mismos cielos despejados en verano.
—Lamento que haya transcurrido tanto tiempo —se disculpó Matthew con sinceridad. Tenía que pasar mucho más tiempo en Londres que antes, cosa que iba en detrimento de las viejas amistades.
Corcoran entró seguido por Matthew a la casa de techos altos con sus amplias ventanas georgianas, extensos suelos de parqué y paredes de colores cuya viveza se había matizado con los años.
—Lo entiendo —dijo indicando un asiento para Matthew cuando entraron en la sala de estar cuyas cristaleras daban a la terraza. Estaban abiertas y dejaban entrar el leve murmullo de la brisa del atardecer en los árboles y los trinos de los pájaros. Corcoran estaba muy serio. No era guapo de una forma convencional pero su inteligencia y su vitalidad le hacían parecer más despierto que los demás hombres, encendido con más pasión y ganas de vivir—. Andamos todos demasiado ocupados para gozar de los placeres como antes, pero ¿quién puede desdeñar las pequeñas satisfacciones, con los tiempos que corren? —Miró a Matthew con repentina concentración—. Pareces cansado, preocupado. ¿Traes malas noticias?
La mirada se le enturbió anticipando un mal trago. Matthew sonrió a su pesar.
—Sólo noticias de la guerra —contestó—. Judith ha disfrutado de un breve permiso y anteayer la vi.
— ¿Y Joseph? —preguntó Corcoran sin dejar de mirarlo de hito en hito.
—Tiene un trabajo muy duro —respondió Matthew—. Yo no sabría por dónde empezar si tuviera que convencer a los hombres destinados allí de que existe un Dios que los ama y que, pese a que todo indique lo contrario, tiene la situación bajo control.
—Yo tampoco —dijo Corcoran con franqueza—. Aunque lo cierto es que nunca he estado seguro de saber en qué creo. —Sonrió con un afectuoso e íntimo ademán, como burlándose de sí mismo—. No soportaría la idea de que todo fuese un azar sin sentido y que la ética fuera sólo lo que nuestra sociedad establece. Sin embargo, cuando me detengo a analizarla, la religión organizada presenta muchas contradicciones lógicas, absurdos a los que se contesta con el consabido «oh, ése es el sagrado misterio», como si eso lo explicara todo salvo nuestra propia deshonestidad para enfrentarnos a sus contradicciones.
Apretó los labios y prosiguió.
—Pero mucho peor que eso es la insistencia en mezquinas normas obligatorias que prescinden de la bondad que se supone constituye el meollo de todas ellas. Si existe un Dios tal como lo conciben los cristianos, no tendría que haber lugar para la ceguera, la hipocresía, los juicios farisaicos, la crueldad ni ninguna otra cosa que cause sufrimientos innecesarios, y mucho menos para el odio. Y la religión parece nutrirse de éste en buena medida.
—Joseph le diría que es culpa de la debilidad humana —contestó Matthew—. La gente usa la religión para justificar lo que desea hacer. No es la causa sino sólo la excusa.
Los ojos de Corcoran brillaron.
— ¿Eso diría?
—Sin duda alguna —dijo Matthew—. Eso es exactamente lo que le dijo a nuestro padre para rebatir el mismo argumento.
Matthew lo recordaba tan vívidamente como si hubiese ocurrido la semana anterior aunque en realidad, cuando contó los años transcurridos, hacía más de siete. Joseph acababa de ser ordenado sacerdote en lugar de licenciarse en medicina tal como hubiese querido John Reavley. Pero aun así su padre había estado orgulloso de la sinceridad de Joseph y de su voluntad de servir al prójimo aunque fuera por un camino distinto. Se sentaron en el estudio junto a la chimenea, con la lluvia azotando las ventanas, y conversaron hasta bien entrada la noche. Matthew evocaba sus rostros: el de Joseph muy serio, ansioso por explicarse; el de John más sereno, con una profunda satisfacción que fue creciendo poco a poco al constatar que el argumento tenía lógica además de pasión, que acertado o erróneo no carecía de fundamento.
Corcoran también estaba rememorando el pasado, aquella prolongada amistad que se remontaba a los tiempos en que él y John Reavley estudiaban juntos en la universidad, paseaban bajo el sol por los Backs a lo largo del río o permanecían toda la noche en vela hablando de filosofía y de sus sueños y contándose chistes.
— ¿Estás preocupado por él? —preguntó Corcoran regresando al presente.
— ¿Por Joseph? —dijo Matthew—. Tanto como por cualquier otro. —No era verdad pero no quería reconocer ante Corearan ni ante sí mismo el peso de la carga que Joseph estaba soportando—. Hábleme de usted. Parece... —lo pensó un momento— lleno de energía.
Corcoran sonrió de oreja a oreja y se le iluminó el semblante.
—Si pudiera contarte lo que andamos haciendo en el Claustro lo entenderías. —Su voz adquirió de repente un matiz de apremio. Se inclinó hacia delante en el asiento—. Contamos con hombres excelentes, brillantes, y uso el término tal como lo hubiese hecho tu padre, las mejores mentes de Inglaterra en sus respectivos campos. Creo que esta guerra en gran parte se ganará o perderá con ideas en el laboratorio, inventos que cambiarán la manera de combatir, que quizás hasta pongan fin a esta terrible matanza de hombres. Matthew, si logramos crear un arma más poderosa, más destructiva que cualquiera de las que tienen los alemanes, una vez que se lo hayamos demostrado dejarán de enviar hombres a un campo de batalla del que no puedan salir victoriosos. Al principio el coste será alto pero sólo por una corta temporada, muy breve. Al final se habrán salvado cientos de miles de vidas.
Matthew sintió una repentina punzada de esperanza.
— ¿Podrían trabajar en algo para mejorar la guerra en el mar? —preguntó—. Nuestras pérdidas van en aumento, tanto en hombres como en barcos y en suministros esenciales para nuestra supervivencia.
Corcoran no se precipitó; estudió el rostro de Matthew, la intensidad de su expresión, el alcance de sus palabras.
— ¿Por eso es por lo que estás aquí? —le preguntó en voz baja—. No has venido a verme sólo porque estuvieras en Cambridge, ¿verdad?
—No. Me ha enviado mi jefe en el SIS —contestó Matthew—. El asunto es tan secreto que no debe existir nada por escrito. No quiere que usted vaya a Londres ni que nadie lo vea a él por aquí. No debe confiar en nadie. Todo el trabajo que haga deberá dividirse entre sus hombres de tal manera que ninguno por separado pueda deducir en qué consiste el proyecto.
Corcoran asintió muy despacio con la cabeza.
—Entendido —convino por fin—. ¿De qué se trata? Supongo que eso sí me lo podrás decir...
—Algo para mejorar la precisión de las cargas de profundidad o los torpedos —dijo Matthew—. Lo que ahora se hace es arrojar un puñado y confiar en haber adivinado las intenciones del capitán del submarino. Si hay suerte una de ellas caerá en el lugar correcto y a la profundidad correcta y le causará daños. —Se inclinó hacia delante—. Pero si consiguiéramos inventar algo que pegara la carga de profundidad al submarino, o quizá que la hiciera detonar a cierta distancia, tendríamos tanta ventaja que perderían demasiados submarinos como para que éstos resultaran efectivos.
No agregó lo importante que era conservar el control de las rutas marítimas. Como cualquier inglés, Corcoran lo sabía de sobra, y ahora más que nunca.
Corcoran guardó silencio tanto rato que Matthew comenzó a impacientarse, preguntándose si su petición sería un disparate o estaría fuera de lugar por alguna razón que no había tomado en consideración.
—Magnetismo —dijo Corcoran finalmente—. De un modo u otro la respuesta reside ahí. Por supuesto los alemanes también idearán algo parecido y habrá que pensar en el modo de burlar las medidas protectoras que hayan desarrollado, pero eso no impide que tengamos que hacerlo. ¡Hallaremos el modo antes que ellos! Si se les ocurre algo antes que a nosotros y lo incorporan a sus torpedos podemos darnos por vencidos. —A pesar de sus palabras la energía de su rostro desmentía cualquier sensación de desaliento. Estaba aceptando el desafío y el fuego del reto ya ardía en su interior—. Necesitamos un presupuesto —continuó—. Ya sé que todo lo necesita, pero esto es prioritario. Os proporcionaré una lista de especificaciones, cosas que nos harán falta, a quién recomiendo para que participe en el proyecto... Necesitaré algunos datos del Almirantazgo, pero no creo que eso vaya a ser un problema...
Matthew sacó unos papeles del bolsillo interior de su chaqueta y se los pasó.
—Aquí encontrará casi todo lo que necesita. Pero hay dos condiciones.
Corearan se quedó perplejo.
—Has dicho que el trabajo debe distribuirse de modo que nadie conozca el proyecto global. ¿Cuál es la otra?
—Informará única y exclusivamente a Calder Shearing. Alto secreto. A nadie más, ni siquiera a Churchill o a Hall. ¿Acepta?
Corcoran lo miró con una chispa de reconocimiento en los ojos y acto seguido se puso a examinar los papeles. Pasaron varios minutos antes de que terminara.
—Sí —dijo con decisión—. Ya tengo algunas ideas. Quizá consigamos algo que hará historia, Matthew.
Esta creencia no era ciego optimismo sino una fe fundamentada en la posibilidad y el empeño. Viendo su rostro radiante de inteligencia y conocimientos Matthew sintió crecer la esperanza.
—Me encargaré de que tenga su presupuesto —prometió.
No tuvo ocasión de abundar más en el asunto, si bien tampoco quedaba mucho que decir, porque Orla Corcoran entró en la habitación y Matthew se levantó para saludarla. Era esbelta, muy elegante, con el pelo todavía oscuro. La conversación siguió por otros derroteros. Orla estaba ansiosa por recibir noticias de Londres, donde hacía casi tres meses que no había puesto los pies.
—Hay mucho que hacer aquí, más de lo que parece —le dijo con expresión compungida cuando se hubieron sentado a la mesa del comedor—. Por supuesto, lo más importante de la región es el Claustro, pero también tenemos fábricas, hospitales y varias organizaciones que atienden a la gente. En general se procura fingir pero nadie lleva la misma vida de antes. Todo el mundo tiene a alguien de quien preocuparse, sea en el frente occidental o en Gallípoli. Escuchamos las noticias aterrorizados y cuando llega el correo veo los rostros de las mujeres del pueblo y sé lo que están temiendo.
—Lo entiendo —dijo Matthew con una extraña sensación de culpa por participar en la misión de arruinar los planes de los hombres que habrían mantenido la paz, aunque fuese con deshonor, y evitado todo aquello. No dudaba que llevaba razón, sólo que entonces no había imaginado que el precio sería tan elevado, la pérdida de un individuo tras otro en un millón de hogares esparcidos por todo el país.
Ahora bien, si el plan del Pacificador hubiese tenido éxito, ¿qué habría sido de Francia? ¿Se habría convertido en una provincia de Alemania, ocupada por el ejército del káiser, traicionada por Gran Bretaña, en quien había confiado? Y eso habría sido sólo el principio. El resto del mundo habría caído después como una hilera de fichas de dominó: delación, colaboracionismo, traiciones multiplicadas mil veces, juicios secretos, ejecuciones, más tumbas.
No, aquel precio era terrible pero no era el peor.
La conversación los llevó a hablar de su entorno más inmediato. A medida que la velada avanzó fueron hablando menos del presente y ahondando más en episodios alegres del pasado, recordando los tiempos de antes de la guerra.
Matthew se marchó poco después de las once y a medianoche ya estaba en casa en St. Giles. Durmió bien por primera vez en semanas, envuelto en el silencio del campo, el viento en los olmos y la luz de las estrellas.
En la casa de Marchmont Street el Pacificador también hablaba de Cambridgeshire, más en concreto del Claustro de Ciencias allí establecido. El hombre con quien hablaba era joven, de rostro anguloso, lleno de pasión e inteligencia.
—Claro que podré ingresar —dijo muy serio—. Tengo un expediente académico excelente.
—No se muestre demasiado ansioso —advirtió el Pacificador. Estaba de pie junto a la repisa de la chimenea mirando al hombre más joven que ocupaba el sillón, los codos apoyados en las rodillas y la vista levantada hacia él. Tenía mucha confianza en sí mismo, diríase que demasiada tratándose de alguien con tan poca experiencia en el ámbito profesional. Se había licenciado con matrícula de honor en matemáticas e ingeniería. Sabía exactamente lo que quería alcanzar y estaba convencido de que lo conseguiría. Resultaba desconcertante ver a alguien tan ignorante de los caprichos del destino.
—Todo buen inventor es ansioso —respondió el joven—. Si no crees en ti mismo, ¿cómo puedes esperar que lo hagan los demás?
El Pacificador estaba irritado con el muchacho por su arrogancia y consigo mismo por haber permitido que sus propias palabras se volvieran contra él.
—Un hombre que conoce su valía no se muestra ansioso por ser aceptado por poco —dijo fríamente—. Insiste en una gratificación que esté a la altura de tus deseos, bien sea en dinero, honores, oportunidades o colegas con quienes trabajar. Tienen que creer en ti, y puede que tu oportunidad se haga esperar.
El rostro del otro hombre se puso muy serio de repente.
—Sé por qué estoy en esto —contestó—. No lo olvidaré. La paz mundial, un imperio donde los creadores e inventores, los artistas, los escritores y los músicos no estén enganchados a las ruedas de la guerra y su insensata destrucción sino a la mejora de la humanidad. —El timbre de su voz era apremiante—. Con paz, orden y el imperio universal de la ley seremos capaces de construir casas adecuadas para vivir en ellas, aviones que vuelen a través de continentes y océanos sin tener que detenerse a repostar. Podremos erradicar la enfermedad, quizás incluso el hambre y la miseria. Dispondremos de tiempo libre para pensar, para desarrollar una gran filosofía, escribir drama y poesía...
El Pacificador percibió su entusiasmo y se sintió menos cansado. El rostro del muchacho se endureció hasta adoptar una expresión de gélida furia.
—No podemos enviar a nuestros visionarios y poetas a morir como animales en un vergonzoso despilfarro, ni a matar a jóvenes alemanes que también podrían dar al mundo su pasión y su destreza si no estuvieran tumbados boca abajo con el cuerpo hecho pedazos en el barro de un cráter de mala muerte. —Se puso de pie con los puños cerrados—. Sé para qué estoy aquí y aguardaré cuanto sea necesario. ¿Piensa que me está utilizando para llevar a cabo sus planes? ¡Pues se equivoca! Soy yo quien le utiliza a usted porque sé que lo que hago está bien.
El Pacificador sonrió muy levemente.
— ¿Podemos convenir en que nos utilizamos mutuamente? Haré uso de mis influencias para que en el Claustro se tomen tu solicitud en serio. Infórmame muy de vez en cuando y con la mayor discreción. Shanley Corcoran es un hombre fenomenal. Gánate su respeto y confianza y te saldrás con la tuya cuando llegue el momento.
El joven le devolvió la sonrisa con los ojos brillantes y la espalda erguida.
—Así lo haré —prometió.
* * *