6

Judith estaba en la cubierta del vapor de transporte de regreso a Inglaterra a través del canal de la Mancha. Miraba las luminosas sombras de la superficie del mar y pensaba en la señora Prentice. Si se parecía en algo a Eldon, a Judith le resultaría extremadamente difícil ser amable con ella o tener el detalle de ocultar lo poco apreciado que había sido su hijo y, peor aún, el desdén que suscitaba. Tendría que hacer acopio de todo su dominio de sí misma para pensar sólo en la arrolladora sensación de pérdida que toda mujer debía sentir cuando moría un hijo suyo.

Judith no tenía hijos pero había visto morir a muchos hombres desde su llegada al frente y además aún tenía abierta la herida que le había causado la pérdida de sus padres. Cuando estaba en casa, había habido muchos momentos en los que esperaba oír los pasos silenciosos de su madre o la voz de su padre hablando con el perro. Había aguzado el oído para escuchar el regreso del coche, el viejo Lanchester amarillo que ahora sería un amasijo de hierros arrumbado en una chatarrería y que probablemente aún tendría manchas de sangre. Sin duda pensar en aquello la ayudaría a hablar con la señora Prentice sin caer en los tópicos al uso.

El viento que le azotaba el rostro olía a sal y el golpeteo del agua contra el casco marcaba un ritmo rápido. Avanzaban aprisa. Seguramente la luna no tardaría en iluminar la línea blanca de los acantilados de caliza de Dover.

¿Y si la señora Prentice se parecía al general? Judith rememoró su rostro con toda claridad, cada expresión, como si lo conociera de años cuando en realidad sólo hacía un par de meses. ¿Tendría la señora Prentice la misma gravedad, la misma sonrisa repentina, los ojos que te leían el pensamiento aunque rara vez revelaban los suyos y en esas ocasiones te abrumaban con su toque?

Oyó reír a los soldados y luego los pasos de uno de ellos al acercarse. Judith se volvió, contenta de no estar distraída.

— ¿Es usted enfermera, señorita? —preguntó el soldado.

—No, soy conductora de ambulancias.

Conducir el coche del general no era su verdadero trabajo y no tenían por qué saber nada al respecto. Además preferiría no oír la opinión que tuvieran de él, ni siquiera en el tono de voz, en aquella cubierta ventosa y oscura donde los rostros sólo eran pálidas manchas en la noche.

Hubo un momento de apreciativo silencio y luego la elogiaron, le gastaron bromas y rieron a carcajadas, eufóricos de alegría por regresar a casa y ver a sus familias de nuevo, preguntándose qué habría cambiado en su ausencia, diciendo lo primero que les pasaba por la cabeza para aliviar la tensión.

El barco atracó al amanecer y Judith fue directamente a la estación para tomar el tren de Londres. Iba atestado y era ruidoso y lento como todos los trenes de transporte de tropas, pero a las nueve en punto ya estaba en Londres y el sol matutino calentaba las calles.

La ciudad parecía más populosa y vieja de como la recordaba. Había más coches y menos caballos. Procuró no pensar en los caballos muertos que había visto en Ypres con las patas destrozadas y los cuerpos a veces abiertos en canal, pero a pesar de su voluntad por apartarlos de su mente recordaba los ojos de Cullingford cada vez que veía uno. En sus tiempos en la caballería su vida había dependido de un buen caballo y aquella confianza no había fenecido.

Compró un periódico y lo leyó por encima, centrándose en los titulares y algún artículo principal. Las noticias sobre la guerra eran las más importantes, por supuesto. La mayoría aludían al frente occidental o a los Dardanelos aunque también había alguna referencia a África Oriental.

Los datos estaban allí, al menos en parte, pero eran las palabras lo que la fascinaban, toda aquella verborrea sobre la valentía, el honor y el sacrificio, los soldados en lucha por el bien. Y, por supuesto, en todo momento estaba implícita la fe en la victoria final. Se daban las cifras de víctimas, tenían que darse, pero la crónica distaba mucho de reflejar la realidad que ella conocía. Nadie escribía sobre el terror, la suciedad y el dolor. Era como si los combatientes se adentraran sonrientes en la noche, limpios y dignificados.

Probablemente fuese necesario. Demasiada verdad provocaría terror y parálisis y no serviría de nada a nadie. La única manera de seguir adelante era pensar en lo que tenías que hacer, creer en lo que pudieras y afrontar cinco minutos cada vez, luego los cinco siguientes, y ayudar en lo posible.

No fue de inmediato a casa de los Prentice. Primero necesitaba hallar un hotel y darse un baño, un lujo que no había disfrutado desde hacía mucho tiempo. Llenó la bañera hasta donde se atrevió y luego se sumergió hasta la barbilla en el agua humeante. Dejó que la mente se le vaciara por completo, pensando sólo en el suave calor que le envolvía la piel. Añadió jabón al agua y jugó con la espuma paseándola por todo el cuerpo, estirando y levantando las piernas y los brazos. La bañera era grande, el cuarto de baño lujoso, y Judith sumergió sus sentidos en cada exquisito momento de aquel ritual.

Cuando el agua comenzó a enfriarse salió, se envolvió con la toalla grande y se tendió en la cama. Tenía intención de secarse, ponerse ropa interior limpia y dormir. Sin embargo, se sumió en un delicioso estupor y se despertó sobresaltada al cabo de un par de horas, ya en plena tarde, con un hambre canina.

Al deshacer la maleta había colgado el traje para que el vapor del baño le quitara parte de las arrugas. Lo había comprado durante el permiso anterior. Como todo lo que estaba de moda, era azul oscuro, pues nadie se ponía colores vivos, pero estaba muy bien cortado, con una sobrefalda hasta media pantorrilla y la falda estrecha hasta los tobillos. La chaqueta era corta, ceñida en la cintura, alta de cuello y con muchos botones. Se miró en el espejo y opinó que le sentaba muy bien.

Por consiguiente eran casi las cinco cuando el taxi la dejó en Hampstead y Judith enfiló el sendero hacia la casa con las persianas cerradas en señal de luto. Se sintió tímida, entrometida, culpable por estar allí cuando nunca le había gustado Prentice. De no haber llevado consigo la carta del general Cullingford, carta que había prometido entregar a su hermana, habría dado media vuelta y regresado al hotel. Lo único peor que aquello sería decirle que le había fallado. Quizá no la culpase, tal vez hasta la comprendiera, pero destruiría la confianza que había surgido entre ellos y Judith no estaba dispuesta a perderla.

Llamó a la puerta.

Al cabo de varios minutos la abrió una muchacha de unos dieciséis años con un vestido negro largo y un delantal y una cofia de lo más sencillo. Tenía el rostro pálido y los ojos enrojecidos.

— ¿Qué desea, señorita? —preguntó con escaso interés.

—No quisiera importunar —dijo Judith—, pero traigo una carta para la señora Prentice. Me llamo Judith Reavley y soy la conductora del general Cullingford en Bélgica. ¿Puede preguntar a la señora Prentice si querría recibirme, por favor?

La muchacha titubeó. Saltaba a la vista que el mensaje la había dejado un tanto confundida.

—Por favor —repitió Judith—. Prometí al general que le entregaría la carta en mano.

—Sí, señorita. Pase, por favor. Iré a preguntar.

Abrió la puerta de par en par y acompañó a Judith hasta un salón de recibir escasamente amueblado que daba al vestíbulo. Los espejos estaban vueltos de cara a la pared, las persianas cerradas, pese a que aún era de día, y había un tapete de crepé negro sobre la repisa de la chimenea. La doncella dejó a Judith en la sala y fue en busca de la señora Prentice.

Judith echó un vistazo a la estancia tratando de imaginarse a Eldon Prentice allí. Aunque aquélla no era la sala donde haría vida la familia; era la sala formal donde aguardaban las visitas o las personas que llegaban con cartas, o donde se despachaban asuntos de negocios. Era del todo impersonal.

Se preguntó cómo sería el hogar de Cullingford. ¿Sería confortable, lleno de objetos que hablaran de su vida: libros, cuadros, quizás adornos, obras de arte cargadas de recuerdos? ¿Habría guantes de jardín o cañas de pescar, botas, binoculares para observar a los pájaros, un bastón para dar largos paseos, sombreros para ocasiones distintas? ¿Tendría un perro como Henry, al que su padre tanto había querido?

La puerta se abrió y la señora Prentice entró en la sala. Judith supo que era ella porque presentaba cierto parecido con Cullingford. No en sus facciones; las de ella estaban menos marcadas por la experiencia, eran más suaves y sin el fervor interno que transmitían las de su hermano. Sí en cambio en el corte de cara, en la frente, en la calma que irradiaba y en la mirada. Ahora estaba cansada y su sufrimiento resultaba evidente.

— ¿Señorita Reavley? —saludó vacilante. La entonación de la voz también era semejante a la de Cullingford.

—Gracias por recibirme, señora Prentice —contestó Judith con un amago de sonrisa. Estaba tan acostumbrada a la muerte que ya no la incomodaba y por eso dijo con toda normalidad—: Me consta que en estos momentos no desea recibir visitas pero traigo una carta de parte del general Cullingford. Pensó que tal vez le apetecería hablar conmigo dado que conocí un poco al señor Prentice. Hablar ayuda algunas veces, otras no. Mis padres fallecieron en julio del año pasado y no siempre sé si tengo ganas de hablar de ellos o no. A veces me enojo cuando la gente se esfuerza por tener tacto y evita mencionarlos como si nunca hubiesen existido.

—Lo siento mucho —dijo la señora Prentice en voz baja—. Me parece espantoso. ¿Su padre y su madre a la vez? —Sus ojos eran pura compasión y por un instante olvidó su propia pérdida.

—Fue un accidente de carretera. —No era preciso contarle que los habían asesinado, igual que a su hijo. Tampoco era preciso que supiera eso. Judith sonrió—. En realidad soy conductora de ambulancias y paso la mayor parte del tiempo en la retaguardia, pero cuando hirieron al conductor del general Cullingford resultó que yo estaba allí; él tenía que acudir a toda prisa a una reunión con los franceses, y los idiomas se me dan bastante bien.

—Tiene que ser usted muy valiente. ¿Cómo está Owen? —La sombra reapareció en sus ojos y de nuevo fue visible la pena que la abrumaba.

Judith sabía que tenía que contestar diciendo buena parte de la verdad; así las mentiras serían más fáciles de creer.

—Está bastante bien, creo yo —dijo con sinceridad—. Pero me parece que sería impropio de él quejarse de algo salvo si fuese muy grave. —Percibió una fugaz expresión de reconocimiento en el semblante de la señora Prentice—. Por supuesto, carga con una tremenda responsabilidad. Sabe mucho más de lo que está ocurriendo en realidad que los soldados y debe tomar decisiones muy importantes y luego asumir las consecuencias. —Aquello era más de lo que se había propuesto decir, pero cierta reserva en la otra mujer la había inducido a defenderlo. ¿Tenía su familia la más vaga idea del peso que soportaban sus hombros? ¿Acaso el general, como muchos de los hombres, escribía cartas triviales a sus familiares, contándoles lo que deseaban oír, protegiéndolos así de la realidad? Así lo había dado a entender en lo que a su esposa se refería. ¿Actuaría de la misma manera con su hermana? ¿No había nadie a quien pudiera confiar su fuero interno, nadie con quien compartir su intimidad sin reservas?

—Me imagino que es muy duro —contestó la señora Prentice, aunque sin sentimiento en la voz. Sólo estaba siendo educada—. ¿Ha venido desde muy lejos? ¿Le apetece una taza de té?

—Anoche salí de Dunkerque —dijo Judith—. He llegado a Dover esta mañana y tomé el tren hasta Londres. Me encantaría una taza de té, gracias.

—Pero ¿habrá comido algo, espero? —Era un refugio en lo práctico, una ocupación sencilla.

—Oh, sí, almorcé en el hotel, gracias, pero un té sería magnífico —aceptó Judith. Debía darle la oportunidad de que le hiciera preguntas o simplemente de recordar a su hijo junto a alguien que lo había conocido.

La señora Prentice la llevó hasta la sala de estar. El papel pintado de las paredes era amarillo y las ventanas daban a un patio con césped y los últimos tulipanes en flor. El aroma de las lilas flotaba en la brisa y sorprendió a Judith con una repentina sensación de absurdo. Todo era tan normal, tan terriblemente inglés: césped segado, perfume de flores, té por la tarde, como si la vida fuese la misma de siempre. Y dentro el vacío de la pérdida era irreparable.

La señora Prentice llamó a la doncella y pidió el té. Veinte minutos más tarde se lo sirvieron con bocadillos de pepino, berros y queso y unos pedazos de bizcocho al Madeira.

—Mi hija Belinda lamentará mucho no haberla conocido —dijo la señora Prentice mientras servía el té y le alcanzaba una taza—. Ella y Eldon estaban más unidos de lo que a veces parecía. Le ha costado mucho aceptar su... su muerte. —Le resultaba difícil pronunciar aquella palabra. Judith comprendió que su anfitriona se estaba obligando a hacerlo, como si hasta entonces no hubiese sido capaz.

—Tengo hermanos —comentó Judith para ayudarla—. Tenemos nuestras desavenencias, pero sólo son superficiales.

—Sí, suele ocurrir —respondió la señora Prentice al instante—. Sé a qué se refiere. Con frecuencia no hallamos el modo de decir lo que realmente importa. Damos por hecho que los demás lo saben y tal vez no siempre sea así.

Judith se preguntó si estaba pensando en Prentice y su hermana o en ella misma y Cullingford. Desde luego Cullingford no lo sabía. Deseaba aproximarse a su hermana pero tenía la impresión de que no sería bien recibido.

—El señor Prentice era muy valiente —dijo Judith en voz alta—. Creo que eso lo sabíamos todos.

La señora Prentice sonrió pestañeando con fuerza.

—Supongo que ahora resulta ridículo pero el caso es que nunca pensamos que ser corresponsal de guerra fuese un trabajo peligroso. Me lo imaginaba hablando con los heridos, viendo ambulancias, médicos, oyendo en boca de otros lo que ocurría en el campo de batalla. ¡Pensaba que Owen cuidaría de él!

Sin previo aviso, allí estaba el enojo, la arremetida de un dolor difícil de controlar.

— ¡No pudo hacerlo! —replicó Judith al instante recordando apasionadamente, contra su voluntad, el enfado de Cullingford con Prentice y a Prentice obligándolo a escribirle un pase para ir adonde quisiera—. Todos nuestros corresponsales tienen órdenes de no ir a la línea de frente pero el señor Prentice quería ver cómo era por sí mismo y las desobedeció. —Percibió su propio disgusto en su tono de voz y procuró domeñarlo. No era ella quien había perdido a un ser querido— Quería... quería experimentarlo, no que se lo contaran.

—Por supuesto. —La señora Prentice dominó su enojo de nuevo—. Es sólo que sé que Owen en realidad no aprobaba a Eldon. Solían estar muy unidos cuando Eldon era más joven, pero luego se fueron distanciando. Eldon no tenía mucho respeto por los mandos del ejército y a menudo carecía de tacto al decirlo. —Defendía una herida que aún estaba abierta—. Pero era muy inteligente, ¿sabe usted? Tenía una mente brillante. Hubiese sido un gran escritor —concluyó con ojos retadores, desafiando a Judith a negarlo como si a través de ella se comunicara con Cullingford, obligándolo a reconocer la valía de su hijo, a darle lo que le había rehusado antes, como si aún tuviera importancia.

—Ésa es una de las peores cosas de la guerra —contestó Judith con un nudo en la garganta—.

Con frecuencia los mejores son los que mueren. Lo siento mucho.

La señora Prentice pestañeó para contener el llanto. Fuera había un mirlo cantando mientras la luz anunciaba el atardecer.

—Ha sido muy amable al renunciar a parte de su permiso para venir aquí —dijo la señora Prentice con voz ronca, esforzándose por guardar la compostura. Ahora necesitaba hablar de otras cosas, mantener a raya el dolor hasta que recobrara las fuerzas.

—Sé lo mucho que duele cuando alguien se va —dijo Judith con ternura— y nadie te habla de él. La gente tiene miedo de herir tus sentimientos y teme que puedas venirte abajo.

La señora Prentice rió con suavidad.

—Tiene razón. ¿Querría... querría quedarse a cenar y conocer a Belinda? Ya sé que es una imposición, pero significaría mucho para ella y también para mí.

—Por supuesto. Gracias. Mi único plan era regresar al hotel y seguramente hubiese cenado sola.

— ¿No conoce a nadie en Londres?

—Tengo a mi hermano Matthew, pero él no sabía que iba a venir. Espero verle mañana.

—Debe de ser un alivio para usted que no esté en el ejército. —En cierto modo lo está, sólo que destinado en Londres.

— ¿Ha dicho que tenía dos hermanos o lo he comprendido mal? —Tengo dos, en efecto. Joseph está en el frente, bastante cerca de mí. Es capellán.

—Pensaba que los capellanes permanecían en la retaguardia, con los heridos, aconsejando a la gente, consolándola y celebrando misas. Eldon me dijo que la asistencia a los servicios religiosos era obligatoria.

—Y lo es. Pero Joseph pasa la mayor parte del tiempo en las trincheras.

—Eldon lo habría admirado dijo la señora Prentice con nostálgica satisfacción.

Judith pensó en lo mucho que Joseph había despreciado a Prentice y en cómo el honor, que no el deseo, le obligaba a averiguar quién lo había matado. Eran demasiados quienes habían querido verle muerto y a pesar de sí mismo simpatizaba con ellos, pero ahora no era momento de decir eso. Tenía que avanzar por una sutil línea divisoria entre la verdad y las evasivas.

Echó un vistazo a la habitación con sus silenciosos recuerdos, objetos de buena calidad un poco desgastados por el uso. Había varias fotografías, imágenes de sólo un año o dos atrás que sin embargo parecían pertenecer a otra época. Había varias de Prentice, otra de un hombre de más edad. También una de Cullingford agarrando un caballo por la cabeza, su rostro pegado a la cara alargada del animal. Parecía contento. A juzgar por la suavidad y la ausencia de arrugas en las facciones debía de ser de nueve o diez años atrás.

Judith apartó la vista enseguida. Incluso en aquella pequeña imagen en blanco y negro había una intensidad de sentimiento que la impresionaba. Aquélla era una parte de su vida que no podía tocar salvo con la imaginación. Pertenecía a otra persona con quien no compartía el tormento emocional que los desgarraba con la crudeza del dolor, que los había apartado de lo corriente y cambiado para siempre.

Un retrato de grupo atrajo su atención: Cullingford sonreía al lado de una mujer. Ella tenía un rostro delicado y el pelo rizado, un poco más oscuro que el de él, quizá castaño rojizo ya que tenía pecas en la cara, aunque era imposible asegurarlo. Prentice estaba al lado de ellos y a su derecha había una chica alta con los ojos muy llamativos, de mirada muy franca y sorprendentemente claros. Prentice sostenía un remo con la mano izquierda como si fuese una lanza y llevaba un canotier.

Judith miró hacia otra parte, no quería fisgar más. Por absurdo que fuera, ver a Cullingford con quien casi con toda seguridad era su esposa le recordó que existía una realidad ajena a la guerra, una vida tal como solía ser antes y en la que ella no tenía ningún papel a su lado. A ella le correspondían las batallas, los apuros y privaciones, no aquello que ambos añoraban que volviera a ser la vida.

El reloj de la repisa de la chimenea dio las siete. Al otro lado de las ventanas una ligera brisa removía las hojas plateadas de un abedul. En su casa de St. Giles las bandadas de estorninos surcarían el cielo arremolinándose por encima de los olmos y columpiándose sobre los campos. Pero aquella imagen pertenecía al pasado, pertenecía a los sueños que la conservaban a salvo de un presente que la podía lastimar.

Veinte minutos después Belinda, la hermana menor de Prentice, llegó a casa del trabajo voluntario al que había dedicado la tarde haciendo paquetes para enviar a los soldados del frente. También se parecía a Prentice pero era más morena. Su rostro presentaba la misma inteligencia y entusiasmo pero matizados por una paz interior de la que su hermano carecía.

Cuando Judith le fue presentada el cansancio de Belinda se desvaneció.

— ¿Está en el mismo frente? —dijo con suma admiración y los ojos brillantes—. ¿Con nuestros hombres?

Judith sintió una mezcla de orgullo y vergüenza.

—En realidad no estoy en las trincheras aunque sé bastante bien cómo son. No vamos más allá de los puestos de atención primaria, que es donde llevan a los heridos para que los recojamos.

Belinda tenía los hombros tensos y el rostro iluminado por la imaginación. Todavía no se había sentado.

— ¿Es muy espantoso? Antes pensaba que era heroico pero Eldon me dijo que no, que es asqueroso y denigrante y que muchos hombres mueren hechos pedazos sin haber entrado siquiera en combate. Decía que si aquí en la patria tuviéramos idea de cómo es la vida allí, nadie se alistaría puesto que es un esfuerzo vano; que sería más rápido tomar un autobús hasta el matadero para morir con el ganado.

Belinda escrutaba el rostro de Judith en busca de una ansiada respuesta. Costaba poco imaginar las discusiones que habrían tenido los hermanos a ese respecto, los sueños de ella, el enojo de él. Ahora á Belinda sólo le quedaba la confusión y nadie que la ayudara a resolver las verdades que necesitaba saber por sí misma, no sólo para aliviar su pesar sino para seguir adelante.

Judith formuló su respuesta con sumo cuidado.

—Puede causar mucha impresión cuando llegas por primera vez —le dijo a Belinda evitando la mirada inquieta de la señora Prentice—. El olor es espantoso, en eso llevaba razón. Te revuelve el estómago incluso cuando te acostumbras. Y hay ratas, piojos, pulgas, toda clase de bichos desagradables. El número de víctimas es elevado, pero salvamos a casi todos los heridos.

Belinda se sentó lentamente y cruzó las manos en el regazo sin apartar los ojos del rostro de Judith.

—Pero de lo que según parece no le habló su hermano es de la amistad —prosiguió Judith—. La lealtad, el saber que los hombres que están a tu lado compartirán cuanto tengan contigo: comida, calor, refugio, bromas, risas y penas, sus vidas si fuese necesario. Quizá como corresponsal no lo vio pero eso existe en la línea del frente. Así como el coraje y el espíritu de sacrificio. No se trata sólo de propaganda. La diferencia es que allí son cosas reales, no meras palabras; y ninguna palabra puede decirle cómo son, por más apasionada o inteligente que sea. Tal vez un poeta algún día capte parte de ello. Quizás el frío y el dolor, así como el intenso, bravo, tierno y divertido amor que une a un hombre a sus amigos sea algo que no se pueda contar.

Belinda tenía el rostro bañado en lágrimas, pero no se avergonzaba de ello.

—Ojalá Eldon hubiese conocido eso —dijo la muchacha con la voz tomada—. Supongo que no estuvo allí el tiempo suficiente. —Sus palabras eran valientes pero sus ojos revelaban el temor de que no fuese la escasez de tiempo sino el carácter de Prentice lo que lo había cegado—. ¿Va a regresar? —preguntó.

A Judith ni se le había ocurrido la posibilidad de no hacerlo.

— ¡Por supuesto! —Apenas esbozó una sonrisa pero sintió que su certidumbre le recorría el cuerpo como una oleada de calor—. Tengo que hacerlo. Mi trabajo está allí. Eso es lo que soy. Y las personas que amo también están allí.

La verdad de lo dicho vibró en su voz con un convencimiento que la sobresaltó.

Belinda no lo comentó, pero su admiración era tan intensa que ardía en sus ojos y en la amable sonrisa con la que le respondió.

Sirvieron la cena y Judith se concentró en medir sus palabras mientras contaba a la familia de Prentice cuanto podía sobre la vida y los logros del fallecido.

Se abstuvo de agregar más detalles sobre la vida en las trincheras: no era necesario que los conocieran. Que durmieran tan bien como pudieran. Bastante tenían con el pesar de su pérdida. En cambio procuró decir cosas buenas sobre el propio Prentice. Resultaba difícil dar detalles, como si en realidad le hubiese conocido, sin mencionar también su espantosa conducta, la cual había terminado cuando Wil Sloan le pegó aquella paliza. No podía pensar lo bastante deprisa como para no mentir, de modo que lo hizo y, para su vergüenza, con una soltura asombrosa.

Cuando aludieron a Cullingford lo hicieron de manera distante y Judith se imaginó cuánto le habría dolido constatarlo al general, de modo que cambió de tema.

— ¿Pero cómo es posible que Eldon estuviera tan adelante? —preguntó Belinda por segunda vez—. Creía que los corresponsales de guerra se mantenían a buena distancia de la línea de fuego. Al fin y al cabo, comparten las informaciones que obtienen, ¿no es cierto? Eso es lo que decía Eldon.

—Sí, en efecto —convino Judith enseguida.

—En ese caso, ¿por qué el tío Owen envió a Eldon a la tierra de nadie? ¡Según dice usted fue allí donde lo encontraron!

—El general no lo envió —aclaró Judith. Dios quisiera que eso fuera medio verdad. ¿Acaso era posible que Hadrian, haciéndose eco de su angustia y movido por la lealtad; hubiese hecho lo que Cullingford no podía hacer por sí mismo? Sintió miedo. El rey Enrique II había exclamado: «¿Quién me librará de este sacerdote agitador?», y sus hombres, llevados por una lealtad errónea, asesinaron a Thomas Becket, y Enrique pagó con culpabilidad hasta el fin de sus días.

— ¿Cómo pudo hacer eso? ¡Sabía que Eldon no era soldado! —inquirió la señora Prentice en tono acusador. Seguía buscando un culpable; resultaba mucho más fácil estallar de ira que enfrentarse al vacío del dolor.

Judith tragó saliva.

—El señor Prentice estaba empeñado en ver con sus propios ojos lo que los demás corresponsales no habían visto y tener experiencias de primera mano —contestó—. Insistió en que le concedieran un permiso más amplio y se sirvió del nombre del general para obtenerlo. Nadie le instó en ningún momento a «saltar el parapeto» con el pelotón de asalto. —Vio que el enojo endurecía el semblante de la señora Prentice—. Era joven y valiente —añadió Judith con premura—. Sabía el riesgo que corría y aun así decidió ha

Los ojos de la señora Prentice se arrasaron en lágrimas.

—Gracias. —Respiró entrecortadamente—. Ha sido muy amable al venir a contarnos todo esto.

—El general Cullingford me lo pidió y no ha supuesto ningún problema para mí —contestó Judith—. Lo único que lamento es el motivo de mi visita.

Belinda se apresuró a sonreírle, llena de gratitud y comprensión, y condujo la conversación hacia otros temas. Judith no se marchó hasta bien entrada la noche.

Judith había quedado con Matthew para cenar al día siguiente y lo estaba esperando en un restaurante atestado de gente que hablaba con gran animación. Oyó fragmentos de noticias sobre la guerra, pero el grueso de las conversaciones giraba en torno al último estreno teatral, cotilleos políticos de Westminster, especulaciones sobre posibles cambios y exposiciones de arte y ciencia. Dos jóvenes estaban entusiasmadas con la última película protagonizada por Charlie Chaplin y Marie Dressler.

Al cabo de diez minutos vio a Matthew en la entrada. El uniforme atrajo su atención antes de reconocerlo. Era de la misma estatura que Joseph pero más ancho de hombros y con el pelo rubio. Poseía la misma nariz prominente y el mismo matiz de humor en la comisura de los labios. Parecía muy cansado, como si también él hubiese pasado demasiadas noches en vela y no consiguiera quitarse de encima la inquietud de saber y preocuparse más de lo que deseaba.

Tardó un poco en localizarla y cuando lo hizo sonrió y se aproximó con paso decidido. Judith se levantó, ansiosa por abrazarlo y dejarse abrazar. Fue un breve paréntesis de intimidad en la prolongada soledad de ambos hermanos. La amistad aliviaba el corazón y la mente pero había ocasiones en que el contacto de unos brazos estrechando tu cuerpo curaba más que ningún otro remedio.

— ¿Cómo estás? —preguntó Matthew buscando la respuesta más en su cara que en lo que ella fuera a decir.

—Estoy bien —contestó Judith con una sonrisa ligeramente sardónica. Ella también le observaba tratando de averiguar lo que era mero cansancio en sus ojos y en las profundas arrugas que le iban de la nariz a la boca. Lo que vio fue un miedo que no desaparecería con palabras reconfortantes o una larga noche de sueño.

— ¿Has visto a Hannah últimamente? —preguntó Judith—. En sus cartas habla mucho de lo que hace y muy poco de cómo se siente. Me parece que eso indica que no se atreve a comentarlo. ¿Es posible que todo el mundo esté poniendo buena cara al mal tiempo por miedo a venirse abajo si profundizan más?

—No, las cosas no están tan mal. —Matthew le sostuvo la silla y Judith se volvió a sentar. Él tomó asiento frente a ella—. A algunos nos entra miedo cuando leemos las noticias, porque estamos acostumbrados a leer entre líneas y tememos que la situación sea peor de lo que nos cuentan. Por otra parte, casi todo el mundo conoce al menos a una persona que ha perdido a un hijo o a un hermano.

Llegó el camarero. La variedad de alimentos seguía siendo sorprendentemente amplia y pidieron ternera asada con verduras y una botella de vino tinto. Si había escasez de algo lo habían disimulado muy bien.

— ¿Cómo está Joseph? —preguntó Matthew en cuanto volvieron a estar a solas. Su pregunta estaba preñada de soledad, casi de apremio.

Hasta aquel momento Judith no había estado, segura de si iba a contarle el caso de Prentice, pero ahora que lo tenía allí, delante de ella, y que su rostro, su voz, todo lo que sabía de él le recordaba la casa familiar, la seguridad y la dulzura de antaño perdidas, la idea de no contárselo le pareció absurda. Mathew sabría que estaba mintiendo y temería que le estuviera ocultando algo todavía peor que la verdad: Además, aún la corroía, llenándola de inquietud, que lo que Prentice había dicho acerca del reclutamiento pudiera ser cierto.

—Tiene un trabajo horrible —dijo Judith en voz alta—. Sobre todo después del gas, cuesta lo suyo decir a la gente que existe un Dios que lo controla todo y nos ama, pues no abundan las pruebas que lo demuestren.

—Me parece que Joseph nunca ha dicho que Dios tuviera el mando —señaló Matthew tras tomar un sorbo de vino antes de probar la comida—. No ejerce ningún control sobre nosotros y somos nosotros quienes hemos provocado esta catástrofe, no Dios. Será mejor que se lo recuerdes. —Sus ojos chispearon con ironía aunque también con compasión y con la misma preocupación de antes.

—Tuvimos a un joven corresponsal de guerra en el frente —prosiguió Judith atenta al semblante de su hermano—. Un sujeto bastante asqueroso, la verdad. Arrogante, entrometido, sin ninguna sensibilidad. Era sobrino del general Cullingford, que es quien está al mando de nuestro tramo...

—Sé quién es —interrumpió Matthew sonriendo.

Judith notó que se sonrojaba un poco y se apresuró a continuar.

—Convenció al general para que le diera un permiso por escrito para ir a todos los sitios a los que no tienen acceso los demás corresponsales, con inclusión de las trincheras de primera línea.

Matthew sólo mostraba un ligero interés.

— ¿Por qué demonios haría eso? Pensaba que Cullingford habría tenido más sensatez, aun tratándose de un pariente —dijo Matthew con un leve dejo de desdén que molestó a Judith.

—Prentice no le dejó otra alternativa. Era un verdadero canalla. El comandante Hadrian, ayuda de campo del general, fue al colegio con él y dice que ya entonces se portaba como un cerdo. Ayer fui a visitar a su hermana y su madre, porque lo mataron y el general me dio una carta para ellas. La señora Prentice es su hermana. Matthew, Prentice sostenía que el reclutamiento de hombres era deshonesto y que si los reclutas supieran cómo es en realidad la vida en el frente ninguno se alistaría. ¿Es eso cierto? ¿Tan mal están los ánimos en casa?

Matthew percibió el pánico de su voz pero no le contestó con perogrulladas.

—No. En algunos lugares incluso se han reavivado después del ataque con gas en Ypres. Pero no estoy seguro de que eso vaya a durar. El número de víctimas es muy elevado y la gente está comenzando a darse cuenta de que el conflicto no va a terminar tan pronto como creían. Kitchener lleva razón: el camino a la victoria será largo y difícil.

— ¿Venceremos?

Por toda respuesta, Matthew sonrió, Judith añadió:

—La cuestión es mantener la moral, ¿verdad? si pensamos que vamos a perder, perderemos.

—En buena medida sí —convino Matthew.

Judith apartó la vista y se concentró en la comida durante un rato. Se imaginaba lo que ocurriría en los centros de reclutamiento si la gente oyera las cosas que Prentice al parecer había contado a Belinda.

—Eso no es todo —dijo Judith por fin en voz baja y un tanto ronca—. No es sólo que Prentice muriera: alguien lo asesinó. —Hizo caso omiso de la reacción de Matthew—. Y no de manera obvia. Saltó el parapeto_ Nadie sabe qué lo empujó a hacer algo tan estúpido ni qué pretendía con ello, como no fuese una bravuconada. Joseph fue quien encontró su cadáver y lo llevó a la retaguardia.

Matthew se quedó consternado. El cuchillo le cayó de la mano al plato con gran estrépito.

— ¿Qué diablos hacía Joseph ahí fuera? ¡Es capellán, por el amor de Dios!

—Ya lo sé. —Ahora al menos pisaba terreno firme y la llenaban una certidumbre moral y un acalorado orgullo—. Pero Joseph ha convertido eso en parte de su trabajo. Me refiero a ir en busca de heridos y llevarlos de vuelta a la trinchera. Y cuando no encuentra supervivientes, recupera los cuerpos de los soldados abatidos. —Vio en el rostro de Matthew el reflejo de sus propios sentimientos—. Sólo que a Prentice no le habían disparado sino que lo habían ahogado en uno de los cráteres todavía lleno de agua. Y Joseph averiguó que no hubo ningún alemán en los aledaños cuando eso sucedió. Tuvo que hacerlo uno de nuestros hombres. Prentice se portó como un cerdo con algunas personas...

— ¿Tanto como para que lo mataran? —preguntó Matthew incrédulo.

Judith apartó la vista.

—Cada día muere mucha gente. Salvo si tienes un vínculo personal con las víctimas, acabas acostumbrándote para no volverte loco. Esto es... diferente.

Matthew alargó el brazo como si quisiera tocarle la mano pero cambió de parecer. No era un gesto que hiciera con naturalidad, era fruto de una súbita y urgente comprensión.

— ¿Tienes miedo de que haya sido el general? —preguntó con mucho cuidado.

Las mentiras de nada servirían.

—No lo sé —admitió Judith levantando la vista hacia él—. Y aunque no lo haya hecho él dudo que no acabe cargando con la culpa. Los generales no son del agrado de todo el mundo.

Matthew rió abiertamente: una carcajada breve y amarga. No necesitó palabras para englobar la mezcla de rabia y temor, las lealtades divididas que sentía la inmensa masa de gente que sólo sabía lo que leía y que sufría el dolor de las pérdidas, la lucha incesante entre el orgullo y el terror por sus seres queridos atrapados en un combate y sumidos en un horror que sólo cabía imaginar. Era natural echarle la culpa a alguien.

Volvió a llenarse la copa y Judith sintió otro estremecimiento de preocupación, como si alguien hubiese abierto la puerta dejando entrar el frío de la calle.

—Matthew, ¿has descubierto algo más acerca del Pacificador? —preguntó cogiéndole la botella de la mano y añadiendo un poco de vino a su copa aunque apenas había bebido—. Ojalá pudiéramos ayudarte más. No estamos haciendo nada...

—Es que no podéis hacer nada —dijo Matthew enseguida, suavizando sus facciones—. Bastante tenéis con vuestro trabajo. Judith buscó algún indicio en su rostro, en sus ojos.

—Sabes algo, ¿verdad? —El secretismo y la tensión de Matthew la asustaron—. ¿Sabes quién es, Matthew?

—No. Pienso que podría ser Ivor Chetwin pero faltan pruebas.

— ¿Ivor Chetwin? Pero... ¿Pero no trabaja en Inteligencia? —Estaba horrorizada. La traición podía llegar de cualquier parte—. Matthew, por favor...

—Tengo cuidado —dijo Matthew anticipándose—. Y no sé si es él. Podrían ser muchas personas. He estado meditando sobre cómo se puso el Pacificador en contacto con Sebastian para decirle lo que tenía que hacer. No es la clase de cosa que se diga por carta o por teléfono. Tuvieron que mantener una prolongada conversación en persona para convencerlo. Y por fuerza tuvo que ser aquella tarde.

—Bien, ¿adónde fue Sebastian? —razonó Judith—. ¿No podemos averiguarlo?

—Estoy en ello.

— ¡Ten cuidado! ¡No sabemos quién es el Pacificador pero él nos conoce! ¡No lo olvides! Estará aguardando a que vayas tras él. —Tragó saliva al darse cuenta de repente de lo asustada que estaba—. Matthew...

—Voy con mucho cuidado —repitió Matthew—. No tragues así o tendrás una indigestión. Ya que te invito a tomar ternera asada en lugar de conserva de carne con galletas saladas, preferiría que no echaras a perder la comida poniéndote enferma.

Judith se obligó a sonreír pese a la impaciencia, la frustración, el deseo de proteger a su hermano y el miedo.

—Mañana me voy a casa. Tengo ganas de pasar un par de días con Hannah.

—Buena idea. Al menos descansarás un poco. Y ahora come o se te va a enfriar la comida. Judith...

— ¿Qué?

—No le cuentes nada de esto a Hannah. Y tampoco lo del periodista asesinado. No es preciso que lo sepa. Bastante tiene con cuidar de sus tres hijos y sobrellevar las pérdidas del pueblo, tratando de ayudar a todos a conservar la esperanza y no sucumbir cada vez que llega el cartero, temiendo que traiga el telegrama. Se sienten muy impotentes. Eso en sí mismo es una forma de sufrimiento.

—Ya lo sé. No le contaré nada que no deba contarle —prometió—. Y me alegrará mucho no tener que hablar de eso, puedes creerme.

Sin embargo, no resultó tan fácil como pensaba. Tomó el tren hasta Cambridge y luego un taxi hasta St. Giles. El pueblo presentaba el mismo aspecto de siempre hasta que vio las persianas entrecerradas en casa de los Nunn y en la de unos vecinos pocos números más allá. Un anciano caminaba lentamente por el césped con un brazalete negro en señal de luto. Judith vio a Bessie Gee cargada con la cesta de la compra y apartó la vista sintiéndose incapaz de saludarla. Era un acto de cobardía y lo sabía pero no estaba preparada para ver lo que sentía la pobre mujer, al menos no de momento.

El taxi se detuvo delante de su casa. Pagó al conductor y se apeó. Tuvo que llamar al timbre y aguardar a que Hannah acudiera a abrir.

—Sólo un par de días —dijo Judith sonriendo. Fue absurdo, pero la embargó una profunda emoción al verse en el umbral de la casa familiar. Le pareció más pequeña y destartalada de como la recordaba pero no por ello menos hermosa. La poblaban los recuerdos de sonidos y olores tan fuertes que constituían la trama y la urdimbre que habían dado forma a su vida, los hilos tejidos para hacer de ella quien era. Allí era donde había amado y llorado, donde había estado más segura y arrostrado los mayores peligros.

— ¡Faltaría más! —dijo Hannah encantada. El rostro se le iluminó apartando por un momento las inquietudes del presente—. ¡Qué alegría verte! ¿Por qué no avisaste de tu llegada? ¡No tengo nada decente para comer!

Judith se encogió de hombros y se estrecharon en un fuerte abrazo.

— ¡No importa! —dijo Judith riendo ante aquella trivialidad—. ¡Cualquier cosa será mejor que el rancho del ejército!

— ¿Tan malo es? —preguntó Hannah con súbita preocupación.

Judith recordó lo que le había prometido a Matthew.

—No, qué va —dijo enseguida—. ¿Tengo aspecto de pasar hambre?

Los hijos de Hannah llegaron del colegio y se alegraron de verla aunque también se mostraron tímidos porque sabían que su tía estaba en la guerra. El conflicto no era real para ellos pero sin embargo constituía el telón de fondo que daba la medida de cuanto estaba sucediendo.

— ¿Crees que durará hasta que pueda alistarme en la Marina, tía Judith? —preguntó Tom con un matiz de preocupación. Tenía trece años y estaba cambiando la voz pero aún no presentaba la más leve sombra de barba en las mejillas. Tenía miedo de perderse la oportunidad de hacer algo heroico que demostrara su hombría.

Por un momento Judith sólo vio hombres a quienes conocía hechos pedazos, hombres como Charlie Gee que habían sido niños como Tom hacía sólo unos arios.

—No lo sé —contestó absteniéndose de mirar a Hannah—. Creo que de momento nadie lo sabe. Hacemos cuanto podemos cumpliendo con nuestro deber día tras día. Tu trabajo está aquí ahora. Un buen soldado o marinero hace el trabajo que le encomiendan. No discute con su comandante lo que prefiere hacer.

Tom la miró con solemnidad procurando descubrir si le estaba hablando como a un niño o como a un hombre.

Judith le dio tiempo sin darle a entender una cosa ni la otra.

—Muy bien —aceptó Tom asintiendo con la cabeza—. Pero me alistaré en la Royal Navy en cuanto pueda.

—Estupendo —dijo Judith mintiendo descaradamente y todavía evitando la mirada de Hannah—. ¿Como oficial, espero? Tom sonrió de repente.

—Quieres decir que tengo que concentrarme en la escuela y aprobar todos los exámenes, ¿verdad? —dijo con complicidad. —Algo por el estilo —convino Judith.

Al anochecer, cuando los niños se hubieron acostado, Judith y Hannah salieron a pasear por el jardín. Appleton se había marchado a trabajar la tierra. La comida era más importante que las flores. La señora Appleton se había ido con él. Estaban por la parte de Cherry Hinton. No quedaba muy lejos pero sí lo suficiente como para que no pudiera ir a cocinar y limpiar la casa. Las malas hierbas habían crecido mucho al calor de los prolongados días de primavera.

—No tengo tiempo de cuidarlo —dijo Hannah mirando el jardín con abatimiento—. Hasta las frambuesas han crecido más de la cuenta. Los niños me ayudan un poco, pero con eso no basta. Siempre hay cosas que hacer. En el pueblo ya hay quince familias que han perdido a alguien, sea en el frente occidental o en el mar. Ayer nos enteramos de la muerte de Billy Abbot. Su barco se hundió en el Atlántico Norte con toda la tripulación.

Judith no dijo nada. Sabía que Hannah estaba pensando en Archie pero ninguna de las dos quiso mencionarlo. Había cosas que era mejor no manifestar en voz alta. El silencio ayudaba a mantener una apariencia de normalidad. Había trabajo que hacer, niños que necesitaban tener fe en la supervivencia. En la medida en que tú no sucumbías al terror tampoco ellos lo hacían. Tenías que mantenerte ocupada, sonreír; y si tenías que llorar, llorabas a solas. Quizá las mujeres que tenían hijos fueran afortunadas. Te daban una razón para obligarte a dar lo mejor de ti misma sin bajar nunca la guardia, y al final adquirías el hábito.

Fue Hannah quien abordó el tema del Pacificador.

—Matthew nunca me cuenta nada de la investigación que lleva a cabo sobre quién mató a nuestros padres —dijo cuando llegaron al final del césped y se volvieron a mirar las últimas luces en el cielo de poniente—. ¿Acaso se ha dado por vencido?

—No. —Mentir ahora le pareció una traición y además Judith no se veía con ánimos de soportar la soledad del engaño—. Está intentando descubrir con quién habló Sebastian Allard el día antes.

— ¿Por qué? Ah, claro... Quieres decir que el Pacificador... ¡Qué nombre tan absurdo! Que el asesino tuvo que decirle lo que tenía que hacer.

—Seguramente no lo hizo en persona —respondió Judith—. No correría semejante riesgo. Recuerda que tiene que ser alguien muy conocido y bien situado. Alguien a quien papá ya conocía y en quien confiaba. Sin duda envió a una tercera persona a convencer a Sebastian. Dudo que fuera tarea fácil. No quedas con alguien y le dices: «Por cierto, me gustaría que asesinaras a un amigo mío mañana. Tiene que ser mañana porque el asunto que nos llevamos entre manos se ha vuelto apremiante. ¿Me harás este favor?» No. Tendrías que darle toda clase de razones para convencerlo. Sebastian era un pacifista ferviente. Seguro que tuvieron que discutir con él largo y tendido para hacerle creer que ese asesinato era el único modo de preservar la paz en Europa.

Hannah guardó silencio por espacio de varios minutos. Los últimos rastros de luz, poco más que una luminiscencia en el aire, le alcanzaron las mejillas, la frente y la curva de los labios, suavizando la inquietud y haciendo que pareciera tan joven como un año antes.

—Hablo bastante con Nan Fardell. Su marido también sirve en la Marina. Vive en Haslingfield. —Hannah titubeó un momento—. Nan me dijo que vio a Sebastian en la taberna de Madingley la tarde antes... Estaba con una chica. Parecían muy unidos y discutían acaloradamente pero, según parece, antes de separarse hicieron las paces. —Hannah frunció el entrecejo—. Nan lo sacó a colación porque sabía que él estaba prometido y pensó que aquello era muy feo. Supuso que Sebastian estaba intentando romper con aquella chica y que ella no le dejaba, de modo que él se rindió y alcanzaron alguna clase de acuerdo. Nan dijo que era una chica muy guapa, casi tan alta como él. Me figuro que el Pacificador será un hombre, pero eso no implica que quien dio instrucciones a Sebastian también tenga que ser un hombre. ¿No te parece? —Hannah se volvió hacia Judith—. Muchos idealistas que consiguen grandes logros son mujeres. Las ha habido en el pasado y las hay ahora. ¿Qué me dices de Beatrice Webb o, mejor aún, de Rosa Luxemburg? Nan dijo que esa muchacha era muy poco corriente. Tenía unos ojos muy llamativos, de un azul muy claro y luminoso.

La cabeza de Judith se puso a dar vueltas. ¡Podría ser! La posibilidad resultaba estremecedora y Judith no tenía ni idea de quién podía ser aquella mujer ni cómo encontrarla y seguirle la pista hasta el Pacificador.

—Supongo que Nan Fardell no sabe quién es.

—Ni por asomo. Se lo pregunté por pura curiosidad. Era la primera vez que la veía. t Crees que pudo ser ella quien dio instrucciones a Sebastian para....—No terminó la frase.

Judith tuvo un escalofrío.

—Sí, es posible. Matthew piensa que el Pacificador podría ser Ivor Chetwin, cosa que me parece espantosa.

—Tiene que ser alguien a quien conocemos —dijo Hannah en voz baja—. Es horrible. Vayamos adentro. Empieza a hacer frío.

Comenzaron a regresar muy despacio, sin precisar ni desear hablar más, aunque en la mente de Judith surgió la fotografía de una chica inusualmente alta con los ojos muy claros que estaba de pie al lado de Eldon Prentice.

* * *