4
— ¡Por aquí, padre! —dijo Goldstone con apremio.
Joseph había dejado de tomarse la molestia de decirle que pertenecía a la Iglesia de Inglaterra, no a la católica romana. No tenía mucha importancia y aceptaba la buena intención del apelativo.
—Ya voy —respondió, mientras resbalaba en el barro espeso y pegajoso, mojado en la superficie por culpa de la llovizna que había caído todo el día. El grupo de asalto que el coronel Fyfe había enviado a última hora de la tarde no había sorprendido a los alemanes, que repelieron la incursión con firmeza. Se habían producido bajas, y Joseph y el soldado de primera Goldstone se contaban entre quienes se habían ofrecido voluntarios para ver si aún era posible encontrar a alguien con vida.
—Ahora apenas queda nada al alcance de los francotiradores —prosiguió Goldstone abriéndose paso por una estrecha garganta de tierra entre cráteres anegados. De vez en cuando una bengala mostraba aquel paisaje de pesadilla en negros y grises, lodazales de arcilla espesa y pegajosa, charcas de agua y cieno, árboles muertos, hombres muertos y, aquí y allí, caballos, cuerpos desmembrados flotando y brazos emergiendo como ramas de las lisas superficies de las zanjas y hoyos. Resultaba imposible decir dónde era seguro apoyar el peso. Cualquier paso podía engullirte, agarrarte y arrastrarte hacia el fondo, como si el cráter fuese una inmensa boca inmunda que tirase de ti hacia un estómago primigenio para que la tierra te tragara y te convirtieras en parte de ella.
El viento gemía, estridente al silbar entre las alambradas. Aún hacía frío. Costaba recordar que ya era primavera aunque de vez en cuando uno oyese alondras, incluso allí, y en la retaguardia, en los pueblos quemados y en ruinas, hubiese flores silvestres.
—Tuvieron que venir por aquí y nos estamos acercando a las líneas alemanas —dijo Goldstone con voz ronca. Su figura negra y un tanto desgarbada aparecía y desaparecía de forma sucesiva delante de Joseph—. No podemos avanzar mucho más. ¡Dios, esta mierda apesta! —Sacó la bota de la inmundicia con un sonoro ruido de succión—n. Todo sabe a barro y muerte. A veces sueño que se me mete en la boca. Por allí se ve un cráter bastante grande. ¿Lo ve? Podría haber uno de nuestros muchachos dentro. Vayamos a comprobarlo.
Joseph obedeció a regañadientes. Su pie resbaló, perdió el equilibrio y faltó poco para que cayera encima de Goldstone, que levantó el brazo para ayudarlo. Justo cuando alcanzaban el borde del cráter otra bengala iluminó el cielo. El consejo para tales casos era quedarse inmóvil porque el movimiento atraía la atención, pero el instinto hacía que te tiraras al suelo. Goldstone ya se había zambullido y Joseph hizo lo mismo sin pensarlo dos veces.
Aterrizó en el lodo blando y apestoso. Su mente se llenó de imágenes de sí mismo hundiéndose sin remedio en aquel fluido tóxico que a cada movimiento suyo por salir lo engullía más hacia el fondo hasta que le llenaba la boca y la nariz y le cubría la cabeza. Era una forma de morir bien desdichada. Preferiría que lo matara un disparo.
Una oleada de alivio lo inundó al chocar contra un cuerpo acurrucado en el barro.
—Shalom, Shlomo ben—Yakov. Baruch he—Shem —dijo el cuerpo—. ¿Tenéis noticias del Arsenal para mí?
—Shalom, Isaac —respondió la inconfundible voz de Goldstone desde la oscuridad—. Una defensa impenetrable, en mi opinión. No veo que ningún ataque pueda romperla.
Joseph tuvo un escalofrío al darse cuenta de que Goldstone sin duda conocía bien a aquel alemán y le estaba revelando información militar.
—Pero ojo, si el Manchester United está en forma, les dará motivo de preocupación — prosiguió Goldstone—. Aunque los del Chelsea están para el arrastre ahora mismo, su defensa es como un colador. El sábado pasado el Arsenal les coló cuatro goles seguidos. ¿Usted sigue el fútbol, padre?
Joseph rompió a reír aliviado y el eco de su risa resonó por encima de los ruidos de succión del fango y del viento en las alambradas. Estaba en tierra de nadie comentando resultados de la liga de fútbol con dos soldados judíos.
—La verdad es que no —dijo entrecortadamente.
—Algunos de sus hombres han pasado por aquí hace unas horas pero se olvidaron de darme los resultados de los últimos partidos —prosiguió Isaac—. Mataron a algunos pero capturamos a tres.
—Isaac, éste es el capitán Reavley —le dijo Goldstone mientras otro obús estallaba a una veintena de metros y los cubría de barro. Joseph avanzó un poco más deslizándose por el agua gélida—. Es un padre —continuó Goldstone—. Capitán, éste es Feldwebel Eisenmann, es hincha del Arsenal pero, aparte de eso, es un buen hombre. Solía visitar nuestra joyería en Golders Green con bastante frecuencia antes de la guerra.
—Guten Abend, Feldwebel Eisenmann —dijo Joseph apartándose la mugre de la cara con el dorso de la mano—. No esperaba tropezar contigo de esta manera.
La bengala siguiente mostró un asomo de sonrisa en el semblante de Isaac al volverse éste hacia Joseph.
—Los judíos tenemos un dicho: «El año que viene en Jerusalén.» Un día, padre, tendremos nuestra propia patria. Entonces no verá a los judíos luchar entre sí como ahora. Nosotros no somos de aquí. Ustedes los cristianos han tomado prestada nuestra religión y nos han perseguido durante siglos pero pronto nos habremos apartado de su camino. Tal como dijo el profeta: «Convertirán sus espadas en rejas de arado y sus lanzas en tijeras de poda. Ninguna nación levantará la espada contra otra nación.»
— ¿Y en el libro de Joel —contestó Joseph, citando en hebreo clásico— no está escrito «Convierte tus arados en espadas y tus tijeras de poda en lanzas?». Antes enseñaba griego y hebreo en la Universidad de Cambridge. Soldado de primera Goldstone, me parece que sería mejor que regresáramos a nuestras líneas.
— ¡Veo que habla nuestro idioma, padre Yusuf! —dijo Eisenmann—. Espero que volvamos a encontrarnos. Shalom. Leheitraot.
—Hasta la vista, Sonriente —contestó Joseph traduciendo el significado del nombre de Isaac mientras subía gateando al borde del cráter.
—Una última cosa, padre Yusuf —agregó Isaac.
Joseph titubeó, aferrándose al borde.
— ¿Sí?
— ¿Me dirá qué tal le va al Arsenal, por favor?
Otra bengala les hizo aplastarse contra el suelo pero al mismo tiempo les mostró con toda claridad dónde estaban, casi a doce metros de la alambrada alemana. Había varios cuerpos que se distinguían más por la forma que por el color. Algunos quizá siguieran con vida pero nada se movía, aunque eso era lo normal cuando había luz.
La bengala se desvaneció y la noche pareció oscurecerse más que antes. El cielo estaba encapotado y lloviznaba. La negrura era casi impenetrable. Resultaba en cierto modo reconfortante saber que estaban donde más o menos habían calculado. Los hombres a veces se perdían y terminaban dando tumbos hasta llegar a las trincheras enemigas en vez de las suyas.
Eisenmann levantó las manos para despedirse y acto seguido se internó en las sombras gateando y desapareció bajo la lluvia.
—Lo conocí en Navidad —dijo Goldstone en voz baja con un dejo de tragedia en la voz. Siguió avanzando paso a paso por el barro—. Pero no volverá a suceder. El año que viene no habrá tregua. Nos estamos adentrando en la noche, padre. Ya no hay nada de lo que podamos reír juntos.
Goldstone se refería al singular incidente del maestro pastelero alemán que había estado horneando tartas en Nochebuena y que, furioso con las tropas francesas que seguían disparando en el frente, había agarrado una rama de árbol de Navidad y sin quitarse, el gorro blanco de cocinero se había adentrado en la tierra de nadie para anunciar a pleno pulmón su indignación ante tamaña ignorancia. E ignorancia resultó ser. Las tropas en cuestión estaban formadas por argelinos franceses y por consiguiente musulmanes que no tenían ni idea de qué estaba ocurriendo. Los teléfonos sonaron a lo largo de todo el frente y el fuego cesó.
El cocinero, Alfred Kornitzke, plantó el árbol, sacó cerillas y encendió las velas con toda solemnidad. Entonces les gritó en el silencio de la noche:
— ¡Muy bien, tarugos! ¡Ahora ya sabéis qué está pasando! ¡Feliz Navidad!
Y regresó ileso para seguir amasando sus mazapanes.
Joseph recordaba la Navidad con un dolor que aún le retorcía las entrañas. Nunca el cielo y el infierno le habían parecido más próximos que cuando estuvo de pie en la grada de tiro y miró a través del páramo, con sus restos de carnicería humana, y en, la quietud bajo el resplandor de las estrellas oyó la voz de Victor Garnier de la Ópera de París cantando Minuit Chrétiens, c'est l'heure solennelle.
Un silencio absoluto cayó sobre las trincheras que quedaban al alcance del oído. A lo largo de toda la línea de frente, fuera cual fuese su fe, ni un solo hombre rompió la gloria de aquel momento.
Pero aquello ya formaba parte del pasado.
Joseph y Goldstone avanzaron despacio hacia la alambrada en la oscuridad, arrastrándose sobre el vientre, resbalando donde la arcilla estaba mojada, tanteando el fango y el agua en busca de puntos de apoyo. Cada vez que se encendía una bengala se aplastaban contra el suelo y por un instante el terreno marcado de viruela quedaba iluminado, revelando marañas de alambrada que destacaban en negro contra los colores pardos de la tierra, con cuerpos atrapados como moscas gigantes en una tela de araña.
Hallaron a varios hombres muertos y a uno que seguía vivo. Tardaron casi media hora, trabajando en los intervalos sin bengalas, en sacarlo del barro sin arrancarle la pierna herida y causarle una hemorragia fatal. Luego lo llevaron entre ambos a través de la tierra sembrada de cráteres por senderos sinuosos que rodeaban tocones de árboles y charcos de agua gélida que aún desprendían el repugnante olor del gas, hasta que llegaron al parapeto de las primeras trincheras. Contestaron al alto del centinela y se deslizaron hasta el interior para encontrarse con que el hombre había muerto por el camino.
Joseph se sintió abrumado por la sensación de fracaso. Los dos hombres que había en la trinchera y Goldstone le miraban esperando que dijera algo que diera sentido a aquella situación. No había nada, ningún sentido, ni humano ni divino. Resultaba injusto que esperaran que él tuviera una respuesta sólo porque representaba a la Iglesia. La mente humana era incapaz de hallar cordura o esperanza en aquella sucesión de días de ciega destrucción.
— ¿Capellán? —instó Peter Rattray, a quien había enseñado en Cambridge. Delgado y moreno, había demostrado una gran imaginación y sentido poético en la traducción de idiomas antiguos. Habían paseado juntos por la hierba bajo los árboles, discutiendo sobre poesía mientras contemplaban a los estudiantes que iban en batea por el río. Ahora su rostro estaba salpicado de sangre, llevaba el pelo corto bajo la gorra y pedía a Joseph que le diera un motivo para aquel caos de muerte, para entresacar algún significado, tal como antaño había hecho con los pasajes difíciles de traducir.
—Teníamos que intentarlo —dijo Joseph sabiendo que aquellas palabras no bastaban—. Pudo haberlo conseguido.
—Por supuesto. —Rattray se frotó el mentón con la palma de la mano—. Si yo estuviera ahí fuera, necesitaría pensar que usted vendría a por mí. —Sonrió, y su sonrisa fue un gesto desesperado, una fila de dientes blancos bajo el resplandor de una bengala—. ¿Queda alguien más?
Joseph asintió con la cabeza y junto con Goldstone saltó de nuevo el parapeto en cuanto volvió a reinar la oscuridad.
El siguiente herido llegó con vida a la trinchera y se lo confiaron a los camilleros.
—Gracias, capellán —dijo el soldado rescatado con voz apenas audible. Se lo llevaron enseguida, dándose golpes en los codos contra los sinuosos muros de la trinchera, resbalando sobre los tablones húmedos y manteniendo el equilibrio con dificultad.
Poco antes del alba Joseph vio un cuerpo boca abajo al borde de un cráter y supo antes de llegar hasta él que el hombre estaba muerto. Tenía la cabeza medio sumergida, como si le hubiese alcanzado un disparo de lleno y se hubiese desplomado hacia delante.
Aún había tiempo antes de que amaneciera para recuperar su cadáver. Si era posible, siempre era mejor enterrar a las víctimas en la retaguardia que dejarlas allí para que se pudrieran a la intemperie. Así al menos los familiares sabían a qué atenerse en lugar de soportar la angustia de la «desaparición en combate» y nunca saber a ciencia cierta qué había ocurrido, oscilando entre la desesperación y la esperanza. Se negó a imaginar una mujer levantándose cada mañana para enfrentarse a otro día de incertidumbre, tratando de creer y temerosa de pensar.
Se arrodilló junto al hombre y le dio la vuelta al tiempo que tiraba un poco de él. Era fornido. Transportarlo no sería tarea fácil. Pero dado que estaba muerto no sufriría si lo arrastraba.
Había una mancha gris en el cielo hacia el este pero todavía no se veía gran cosa salvo cuando lanzaban bengalas. Y así fue como lo vio con claridad: el pelo rubio y, a pesar del barro, el rostro de Eldon Prentice.
Joseph se quedó de una pieza mientras una oleada de incredulidad se adueñaba de él. ¿Qué demonios había estado haciendo Prentice allí fuera? No pintaba nada en las trincheras de primera línea y mucho menos en la tierra de nadie. ¡Y ahora lo habían matado! Joseph tenía que llevárselo de vuelta antes de que la luz del día se lo impidiera. Estaba tan cansado que le dolían todos los músculos del cuerpo y las piernas apenas le obedecían. Goldstone estaba en alguna parte a su izquierda, buscando en otro cráter, y era imposible que Joseph pudiera llevar el cuerpo de regreso solo. Para cargárselo a hombros tendría que ponerse en pie, y ya había demasiada luz como para correr ese riesgo.
¿Por qué se molestaba en recuperar el cadáver de Prentice? Ni siquiera era un soldado. Había sido el responsable del consejo de guerra de Corliss. De no haber sido por el entrometimiento de Prentice, Watkins lo habría dejado correr. Y su tremenda falta de sensibilidad ante la mutilación de Charlie Gee aún llenaba a Joseph de rabia y dolor.
Ahora bien, si la fe de Joseph, incluso su moralidad, se fundamentaba en algo, ese algo tenía que ser la humanidad. Que alguien le gustara o dejara de gustarle no tenía nada que ver. Preocuparse por aquellos a quienes apreciabas era natural. Esa preocupación sólo se elevaba al grado de moralidad cuando tu odio luchaba contra ella. Bajó la vista al cuerpo. Todo el desagrado que Joseph hubiese sentido por aquel hombre había dejado de tener importancia. Ahora, en la muerte, era como cualquier otro. La muerte hacía irrelevantes las diferencias.
La pálida mancha de luz se iba extendiendo por el cielo parduzco.
Joseph comenzó a tirar de él boca arriba para que su cara no se hundiera en el fango si tenía que soltarlo de improviso debido al lanzamiento de una bengala.
Le pareció que tardaba una eternidad en atravesar aquel espacio abierto. Tropezó con varios tocones por el camino, así como con un caballo muerto. Dos veces resbaló, a pesar de que la luz iba en aumento, y el peso del cuerpo de Prentice lo arrojó a cráteres poco profundos llenos de agua sucia. La fetidez de las ratas muertas y de la carne en descomposición de los cadáveres demasiado destrozados como para recobrarlos parecía calar a través de su ropa y pegarse a la piel. Pero estaba resuelto a llevar a Prentice de vuelta para que fuera enterrado como era debido. El hecho de que le hubiese caído mal, de que siguiera siendo pesado y torpe incluso muerto, tal como lo había sido en vida, no hizo más que reforzar la determinación de Joseph. ¡No iba a permitir que Prentice lo derrotara!
— ¡Voy a llevarte de vuelta! —masculló entre dientes cuando el cuerpo de Prentice volvió a escapársele de entre las manos al atascarse. ¿Dónde diablos estaba Goldstone?—. ¡No voy a abandonarte aquí fuera por más puñeteramente torpe que seas! —gruñó tirando de él medio de lado. El pie de Prentice, que al parecer se había trabado bajo la arcilla, se soltó de repente y Joseph cayó de espaldas. Renegó repitiendo con satisfacción varias palabrotas que había aprendido de Sam.
Recorrió otros diez metros antes de que la siguiente bengala le hiciera buscar el precario refugio de un cráter. Sólo quedaban diez metros más. El fuego de los francotiradores comenzaría de un momento a otro. Los alemanes percibirían sus movimientos con aquella luz.
Los hombros le dolían de soportar el peso muerto, los pies se le hundían en el fango como si la tierra hubiese decidido que Prentice debía ser enterrado allí, en aquella franja de tierra devastada que no pertenecía a nadie. Joseph se preguntó, por un momento, si alguna vez volvería a crecer algo allí. ¡Qué absurdo resultaba matar y morir por algo tan vilmente destruido! Había otros lugares, a menos de cien metros, donde las flores se estaban abriendo.
De repente apareció Goldstone y agarró a Prentice por los hombros. Recorrieron los últimos metros, lo arrojaron por encima del parapeto y cayó pesadamente contra la grada de tiro justo cuando una ametralladora comenzó a disparar; sus balas hicieron un mido sordo en la arcilla a pocos metros de ellos.
—Está muerto, padre —dijo Goldstone en voz baja con el rostro transido de preocupación bajo la luz del alba, no por el cuerpo sino por Joseph, quien, por segunda vez en una noche, se había esforzado denodadamente por salvar a alguien y había llegado demasiado tarde.
—Ya lo sé —contestó Joseph para tranquilizarlo—. Es el corresponsal de guerra. He pensado que había que enterrarlo como es debido.
Dos horas más tarde Joseph estaba sentado encima de una caja de munición vacía en el refugio subterráneo de Sam, bastante limpio y casi seco. El intendente había distribuido las raciones de rancho y éstas habían llegado hasta la línea de frente, de modo que habían tomado un buen desayuno consistente en pan, mermelada de manzana y ciruelas, un par de lonchas de tocino y una taza de té caliente y muy cargado.
Sam estaba sentado delante de Joseph, mirándolo con los ojos entrecerrados a través de una nube de humo de cigarrillo cuyo olor era mejor que la peste a muerte o a letrina y completamente distinto al del gas de tres días antes.
—Bueno —dijo Sam sin rodeos—, hemos perdido hombres mucho mejores que Prentice y perderemos muchos más antes de que esto acabe. Me figuro que tus deberes cristianos exigen que finjas lamentarlo. Los míos no. —Sonrió con tristeza. Había comprensión en su sonrisa, respeto y una irónica percepción de sus diferencias, las cuales jamás habían mermado la amistad que los unía. Sam exigía honor, humor y valentía pero nunca que los demás fueran de su opinión—. Puedes decir una oración por él —agregó—. Por lo que a mí respecta, iré a bailar sobre su tumba. Siempre fue un mal nacido de la peor calaña.
— ¿Siempre? —apuntó Joseph enseguida.
Sam entrecerró los ojos por el humo.
—Fuimos juntos al colegio. Iba tres cursos por detrás de mí pero ya entonces era un mal bicho. Andaba siempre escuchando y observando a los demás, tomando notas. —Las ojeras se veían acentuadas por la luz del farol que alumbraba el refugio. El agujero era demasiado profundo para que la poca luz del sol que se colaba entre las altas paredes de la trinchera iluminara más allá del primer peldaño de la entrada—. Bastante tengo con la pena por los hombres que me importan — agregó con voz súbitamente ronca. Se frotó el mentón con la mano—. Sabe Dios a cuántos más tendremos que llorar.
Joseph no contestó. Sam sabía que estaba de acuerdo con él y una mirada suya se lo confirmó.
Se oyó un ruido fuera, la voz de un chico preguntando en francés si alguien quería un periódico: Times, Daily Mail, ejemplares de la víspera.
Joseph se puso de pie.
—Te conseguiré uno —propuso—. Luego será mejor que vaya a ocuparme de los cadáveres.
Era deber suyo preparar a los hombres para que fueran enterrados y después de una mala noche a menudo sólo había tiempo para el decoro más elemental. Se comprobaba la identidad de los difuntos, se recogían las chapas de identificación y los efectos personales y luego se enterraban los cuerpos, o lo que quedaba de ellos, detrás de la línea de frente. Eso era lo mínimo que cabía hacer por un hombre y, en ocasiones, lo máximo.
Sam sonrió a Joseph antes de que éste saliera. Una vez fuera, Joseph compró un periódico al chico, que aparentaba unos doce años, y le dijo que se lo llevara a Sam. Luego fue por la trinchera de aprovisionamiento hasta el puesto de socorro adonde habían llevado los cuerpos. Hacía una mañana templada y luminosa, la neblina se había disipado excepto en los cráteres más hondos. Se oía el disparo ocasional de un francotirador por encima de los ruidos que hacían los hombres al trabajar; alguien cantaba Goodbye Dolly Gray y de vez en cuando otras voces rompían a reír.
Llegó al puesto de socorro y encontró a tres hombres atareados. No se habían producido muchas bajas la víspera y sólo había cinco muertos, depositados sobre sendas mesas alargadas. Joseph fue a ayudar al equipo de enterradores porque se sentía obligado a guardar respeto a Prentice y también a terminar lo que había empezado. A fin de cuentas, él era quien lo había encontrado y lo había traído de vuelta. Le pareció que sería una evasión desentenderse de los preparativos y regresar más tarde para decir las palabras de rigor ante su tumba.
Había otros dos camilleros en la sala improvisada: Treffy Runham, menudo, anodino, siempre pulcro, y Barshey Gee, el hermano de Charlie Gee. Parecía cansado, con profundas ojeras como si le hubiesen golpeado y la tez desprovista de color. Trabajaban aprisa, contando chistes malos para disimular la emoción mientras adecentaban en la medida de lo posible el aspecto de los finados y recogían sus escasos efectos personales para enviarlos a quienes los habían amado. Levantaron la vista cuando Joseph entró.
—Buenos días, capellán —dijo Treffy con un amago de sonrisa—. Podría haber sido peor.
—Buenos días, Treffy —contestó Joseph—. Buenas, Barshey.
Fue directamente hasta ellos para echarles una mano. Lo había hecho tantas veces que no tuvo que preguntar qué debía hacer.
Barshey le miró con ojos angustiados, llenos de preguntas que no osaba formular. Joseph sabía cuáles eran: ¿tenía que desear que Charlie muriera para poner fin a su agonía tanto física como mental o la vida era sagrada, fuera como fuese? ¿Qué era lo que esperaba Dios, suponiendo que existiera?
Joseph no tenía respuestas. Estaba tan perdido como todos los demás. La diferencia estribaba en que se suponía que él no debía estarlo. No combatía, no era un zapador como Sam, ni un médico, ni un conductor de ambulancia. El objeto de su presencia allí era dar respuestas.
Contempló los cadáveres. Uno era Chicken Hagger. Presentaba desgarrones en la guerrera y la carne, hasta donde alcanzaba a ver, y varios agujeros de bala. Sin duda había quedado atrapado en una alambrada. Era una muerte espantosa, por lo general lenta.
Barshey observaba a Joseph pero no dijo nada.
Joseph fue hasta el cuerpo de Prentice. Lo habían dejado para el final, seguramente porque los otros eran hombres a quienes habían conocido y apreciado casi como si formaran parte de su familia. Prentice era un extraño. Aquello distaba mucho de ser la muerte imprevista y espeluznante de un civil. Tampoco había nadie buscando culpables como había ocurrido con Sebastian Allard y Harry Beecher el verano anterior en Cambridge. Aquí apenas importaba cómo había ocurrido la muerte; no había ninguna conclusión que sacar, ninguna pregunta que hacer.
Aun así, el cadáver de Prentice resultaba inusual dado que no presentaba ninguna señal de violencia. No le habían disparado, no estaba hecho pedazos por un explosivo o metralla; simplemente se había ahogado en el agua inmunda de un cráter. La ropa estaba intacta salvo por las señales de haber sido arrastrado por un terreno pedregoso. No había rastro de sangre.
Tampoco era que eso fuese excepcional. Otros hombres se habían ahogado. En invierno algunos habían muerto congelados.
Lo único que Joseph podía hacer era tenderlo, limpiarle el barro de la cara y peinarlo. Al haberse ahogado presentaba los rasgos deformados. Las magulladuras de la paliza que le había dado Wil Sloan seguían oscuras e hinchadas y aún tenía el labio partido. Aunque nadie iba a verlo, salvo si se decidía repatriarlo. Cabía tal posibilidad, ya que no era un soldado. Quizá, pensó Joseph, sería mejor lavarlo bien, incluso él pelo. Aquel día había tiempo para tales gestos.
Trajo una palangana con agua y limpió el barro y el agua fétida del cráter. Barshey Gee le ayudó sosteniendo otra palangana debajo para no empapar el suelo.
— ¿Qué es eso? —preguntó mientras Joseph envolvía la cabeza de Prentice con una toalla y comenzaba a secarlo.
— ¿El qué? —Joseph no veía nada raro.
—Ha quedado un poco de barro en el cuello —contestó Barshey. Su voz era fría. Alguien le habría referido el incidente ocurrido en el puesto de socorro. No tendrían que haberlo hecho. No era preciso que Barshey cargara con aquella pena.
Joseph retiró la toalla y echó un vistazo. Había unas manchas oscuras en el cogote de Prentice justo debajo del pelo rubio como el oro. A Joseph le bastó un instante para ver que era piel magullada, no barro. Una inspección más atenta reveló señales parecidas en la parte derecha. Tenían una forma redondeada, dos a cada lado. Oyó que Barshey inspiraba bruscamente y levantó la vista para mirarlo a los ojos. No tuvo que decir nada para saber que lo había asaltado la misma idea que a él. Alguien había sujetado a Prentice y le había hundido la cabeza en el barro hasta que éste le llenó los pulmones.
— ¿Es posible que alguien hiciera esto? —preguntó Joseph esperando una respuesta negativa—. ¿No habría luchado para zafarse? ¿Quitarse a quien fuera de encima?
—No si quien lo hizo apoyó su peso sobre él —contestó Barshey con voz ronca sosteniendo la mirada de Joseph—, presionando con la rodilla en medio de su espalda.
Joseph dio la vuelta al cuerpo, manteniéndose arrimado a él para evitar que cayera al suelo. Levantó la guerrera y la camisa y miró la carne muerta de la espalda. Allí estaban las señales, más bien pequeñas, no más que dos abrasiones con motas de sangre como cabezas de alfiler que sin duda eran fruto de la rozadura de la tela contra la piel bajo la presión del asaltante.
Barshey renegó en voz baja.
—Oye, Treffy. ¡Ven a ver esto! Alguien lo sujetó con la cabeza hundida en el barro, a propósito, hasta que se ahogó. ¿Por qué iba nadie a hacer algo así? ¿No crees que habría bastado con pegarle un tiro?
—No lo sé —reconoció Treffy mordiéndose el labio—. Puede que fuese algo personal. O que estuviera cerca de nuestras líneas y no quisiera hacer ruido.
— ¿Y por qué no utilizó la bayoneta? —inquirió Barshey con ojos enojados y asustados—. Sirve justamente para eso.
—Igual había perdido a un amigo o algo por el estilo —sugirió Treffy—. Quizá necesitaba hacerlo con sus propias manos. Será mejor no decírselo a nadie. ¿No está de acuerdo, capellán?
—Sí —convino Joseph enseguida. Bajó la guerrera de Prentice, lo puso otra vez boca arriba y le arregló el pelo. Aquel hombre le había caído muy mal en vida. Comprendía de sobra los sentimientos de Barshey y también los de Wil Sloan. Y comprendía mejor aún los de Sam. El juicio de Edwin Corliss había sido una pesadilla y de no haber sido por Prentice jamás habría tenido lugar. Sam no lamentaría lo sucedido; probablemente bendeciría al alemán que había hecho aquello.
—Sí —dijo Joseph otra vez—. Será mejor no decírselo a nadie. No hay ninguna necesidad.
Joseph salió del puesto de socorro para ir a hablar con las otras víctimas de la víspera: los heridos y los desconsolados, hombres que habían perdido a sus amigos. Casi todo el mundo pertenecía a un «hogar», un grupo de una media docena de hombres que trabajaban, comían, dormían y combatían codo con codo. Compartían el rancho, los paquetes que recibían de casa, las cartas y las noticias, un sentimiento de familia. Escribían a las novias y parientes de unos y otros pues con frecuencia los conocían personalmente. A veces habían crecido juntos y conocían y amaban los mismos lugares, habían hecho novillos del colegio los mismos días de verano para hurtar unas cuantas manzanas de los árboles del mismo granjero.
En las trincheras se sentaban apiñados para darse calor, se contaban chistes ridículos, compartían los sueños y los pesares. Arriesgaban sus vidas para salvar la de cualquiera de su grupo y la muerte de uno de ellos devenía un asunto personal y muy profundo, como la muerte de un hermano.
Joseph se sentó en la parte soleada de la trinchera junto a Cully Teversham, el hermano de Whoopy, que andaba ocupado pasando una cerilla encendida por las costuras de su guerrera para matar los piojos. Lo hacía con sumo cuidado, sosteniendo con mimo la tela con sus manazas y manteniendo la llama a la distancia exacta para no quemar los hilos.
Joseph escuchaba como solía; pero ahora, más que en el pasado, tenía miedo de no tener las respuestas que le pedían. Si decía que todo aquello tenía un sentido, que había un Dios del amor detrás de la carnicería y el dolor, ¿quién iba a creerle? ¿Acaso no pensarían que repetía como un loro lo que se esperaba de él, las cosas que le habían enviado a decir unas personas que ni por asomo sabían cómo era la realidad de la guerra? ¿Qué clase de hombre contemplaba el infierno en la tierra y pronunciaba frases sencillas y reconfortantes en las que no creía ni él mismo?
Un hombre deshonesto, un cobarde.
Cully soltó la cerilla y encendió otra.
— ¿Cree que Charlie Gee se salvará? —preguntó—. No hay derecho. Hicimos buenas migas. Whoopy y yo no conocíamos a los Gee hasta que vinimos aquí. Los Teversham y los Gee no se hablan. Todo por un trozo de tierra. Algo que pasó hace años. Ni siquiera sé exactamente qué ocurrió. Tenía que ver con unos cerdos. Arrancaban todo lo plantado. Pero eso es lo que hacen los cerdos. Todo el mundo lo sabe.
Joseph no dijo nada y siguió escuchando.
—Aunque tienen razón Charlie y Barshey —prosiguió Cully con la cabeza gacha, el sol arrancando destellos a su pelo anaranjado—. Y ese periodista no tendría que haber estado nunca en el puesto de socorro y mucho menos decir lo que dijo. ¿Por qué no hacen algo al respecto en vez de machacar a ese pobre cabrón que se hizo polvo la mano, eh?
Por fin levantó la vista, aguardando una respuesta de Joseph.
¿Qué podía decir? La verdad de poco servía y mentir aún era peor. No podía decirles que él tampoco veía ningún sentido en ello, que tenía tanto miedo como ellos, quizá no de quedar mutilado o morir pero sí de haber pasado toda una vida esforzándose por tener fe en algo que quedaba más allá de su comprensión y que, en el peor de los casos, sería fruto de su propia necesidad. ¿A qué rendía culto sino a la esperanza y a una desesperada y ansiosa necesidad de que existiera un Dios?
Rendía culto a la bondad: el coraje, la compasión, el honor, la pureza de mente que no conoce mentiras ni siquiera para con uno mismo; la dulzura de perdonar de todo corazón; la capacidad de tener poder y en ningún momento hacer mal uso de él. El buen talante y la fortaleza para resistir, para abrigar esperanzas aun cuando nada tuviera sentido. Que te hallaran muerto en tu puesto, si fuese preciso, pero aún mirando al frente. Ésa era la respuesta que se daba a sí mismo y que de alguna manera daba a los demás.
—Me parece que tienen tan pocas respuestas como nosotros —dijo Joseph a Cully—. El comandante Wetherall hará cuanto esté en sus manos por Corliss, y Prentice ya no será motivo de preocupación.
Levantó la vista a la estrecha franja de cielo enmarcada entre las paredes de la trinchera, donde el viento arrastraba pedazos de nubes deshilachadas. A veces aquélla era la única belleza que podían ver, un recuerdo del resto del mundo, de la gloria y el propósito por los que combatían.
—Me alegra que ese cabrón esté muerto —dijo Cully al tiempo que dejaba caer al barro la cerilla gastada. Miró la guerrera con aire crítico. Al parecer se dio por satisfecho puesto que se la volvió a poner—. ¿Hago mal?
Joseph sonrió.
— ¡Espero que no!
Cully se relajó.
— ¡Menuda mala suerte la suya! Tuvo que toparse de narices con el único Jerry que había por aquí, porque nosotros estábamos al este de donde lo encontró y el grupo de Harper al oeste. No entiendo cómo pudo colarse ese Jerry.
Joseph se quedó desconcertado, pero apenas volvió a pensar en ello hasta el anochecer, cuando estaba ayudando a Punch Fuller a encender una vela para calentar té. Oyó por casualidad una conversación que le dejó claro que había habido una patrulla entre las líneas alemanas y el lugar donde había encontrado a Prentice.
— ¿A qué hora? —preguntó.
—Bueno, no lo sé, capellán —dijo Punch abriendo mucho los ojos—. La línea aguantó, es lo único que sé. Perdimos a Bailey y dieron a Williams en un hombro pero nadie cruzó nuestras posiciones. ¡Apostaría la vida!
Era la vida de Prentice la que Joseph tenía en mente.
—Pero tuvo que pasar al menos un alemán —arguyó. Tenía que ser así. Quizá por eso ahogó a Prentice en lugar de dispararle. Todo comenzaba a encajar. Un alemán había quedado atrapado, probablemente mientras efectuaba un reconocimiento de las líneas británicas, y estaba solo, de modo que no podía permitirse hacer ningún ruido si no quería atraer la atención de la patrulla.
— ¿Por qué lo dice, capellán? —preguntó Punch.
—Encontré a uno de nuestros hombres muerto —contestó Joseph—. A unos veinte metros delante mismo de Paradise Alley. —Aquél era el nombre con el que la tropa había bautizado al lugar.
—Entonces también tuvo que encontrar al Jerry que lo hizo —le aseguró Punch—. Nadie regresó atravesando nuestras posiciones.
—Seguramente aguardó hasta que os fuisteis antes de ir a reunirse con los suyos.
—No volvimos hasta el amanecer —insistió Punch—. Por eso perdimos a Bailey. Nos retrasamos más de la cuenta. Si un Jerry se hubiese levantado del barro se habría topado con nosotros. Créame, eso no sucedió. Todos le habríamos visto: nosotros, nuestros centinelas y los suyos. —Se volvió hacia Stan Meadows que estaba detrás de él—. ¿No llevo razón?
Stan asintió enérgicamente con la cabeza.
—Debo de estar equivocado —dijo Joseph, y volvió a centrar su atención en la vela, el cacharro y el tazón de té. No estaba equivocado pero no quería que nadie más comenzara a pensar lo que le estaba asaltando la mente. La idea era harto desagradable y le devolvía dolorosos recuerdos de la muerte de Sebastian: la sorpresa y la sospecha, la confianza rota y el saber cosas que hubiese preferido ignorar. Bastante triste era la muerte; el asesinato suponía la destrucción de muchas otras cosas más. Despojaba de toda protección la más elemental intimidad y revelaba debilidades que de otro modo sólo cabía suponer y resultaba preferible olvidar.
¿Se enfrentaba a otro asesinato? ¿Acaso amparado en la carnicería generalizada de la guerra alguien había aprovechado la oportunidad para matar a Prentice creyendo que todos darían por sentado que sólo era una víctima más?
¿Quién? No quería ni pensarlo.
¿Qué ocurriría ahora si contaba al coronel Fyfe lo que había averiguado? Todo el mundo se enteraría. La confianza entre los hombres quedaría destrozada y con ella la amistad que hacía soportable la vida, los chistes malos, las bromas, la buena disposición para escuchar hasta las cosas más tontas, inquietudes que eran estupideces, sueños que jamás se harían realidad, el mero hecho de compartir. La certeza de que cada hombre arriesgaría su vida por la de los demás era el vínculo que los convertía en una unidad de combate.
La sospecha de asesinato y las preguntas que traería aparejadas envenenarían el ambiente y el coste sería mucho mayor aquí de cuanto lo había sido en Cambridge. Si se lo contaba a Fyfe comenzaría una investigación.. Quizá descubrieran la verdad, o quizá no, pero ¿a qué precio? ¿Wil Sloan? ¿Incluso Barshey Gee? ¿O uno de los zapadores que había sido amigo de Corliss? Y si no la descubrían, si nunca la llegaban a saber, ¿qué sombra se proyectaría sobre todos ellos, quizá para siempre?
Ahora bien, entre todas las cosas que no podía evitar, que no podía siquiera aliviar, ¿no era ésa una pequeña certidumbre que sí estaba en sus manos corroborar? A Prentice lo había matado uno de los suyos. El hecho de que Prentice hubiese sido arrogante, insensible e incluso cruel no alteraba la inmoralidad de semejante acto. ¡Decir lo contrario equivalía a erigirse en árbitro para decidir quién podía o no ser asesinado con impunidad!
La imparcialidad de la justicia constituía un principio absoluto en un mundo que se estaba precipitando hacia el caos. La verdad era la única certidumbre que merecía la pena perseguir, hallar y preservar. Por más trabajo o dolor que conllevara, Joseph tenía una misión que cumplir.
De momento no diría nada al coronel Fyfe. El momento de actuar llegaría cuando supiera la causa y pudiera demostrarla.
Quedaban muchos cabos por atar, cosas que precisaba saber. La primera era la que más temía averiguar y quizás, en el fondo de su corazón, fuese el motivo por el que tenía que descubrir la verdad. No podía olvidar la rabia de Sam durante el consejo de guerra de Corliss. Todo el asunto había sido despiadado y nunca habría ocurrido si Prentice no hubiese insistido en ello. Quizá Corliss había perdido momentáneamente el valor. No sería el primer hombre que se habría visto presionado más allá de sus límites y que por un instante se hubiese venido abajo. Los hombres se encubrían entre sí. El momento de terror se mantenía en secreto. Eran muy escasos quienes no lo comprendían.
Corliss era uno de los hombres de Sam y a. éste correspondía castigarlo o protegerlo. En eso se fundamentaba la lealtad y Corliss había confiado en él igual que el resto de sus hombres.
¿Cómo podía interrogar a Sam? ¿Cómo podía protegerlo? Sólo demostrando que no era posible que estuviera envuelto en ello antes de comenzar a hacer pesquisas.
Sam levantó la vista del fusil que estaba limpiando.
— ¿En serio? —dijo sin la menor emoción.
—Sí. —Joseph se sentó a su lado haciendo caso omiso del barro—. Tengo que descubrir quién lo hizo.
— ¿Por qué? —Sam encendió un cigarrillo.
—Uno no puede ir por ahí asesinando personas sólo porque piense que merecen morir — contestó Joseph.
Sam sonrió y sus ojos negros brillaron.
—Es un motivo mejor que porque sean alemanes.
Joseph no le devolvió la sonrisa.
El semblante de Sam se ensombreció.
—Déjalo correr, Joe —dijo en voz baja—. Muchas personas tenían sobrados motivos para matar a Prentice. Esto no es Inglaterra en tiempos de paz. Hombres mejores que Prentice mueren a diario. Tenemos que aprender a vivir con ello y enfrentarnos al hecho de que mañana podría ser nuestro turno, o el de alguien a quien amamos, alguien por quien daríamos la vida. ¿Has visto a Barshey Gee últimamente? Sabe lo que le ocurrió a Charlie. ¡Es su hermano, por el amor de Dios!
— ¿Estás diciendo que Barshey Gee mató a Prentice? —Joseph tenía la boca seca.
— ¡No, ni mucho menos! —espetó Sam—. Estoy diciendo que sospecharían de él. Igual que de Wil Sloan o de cualquiera de mis hombres. ¡O de mí! —Miró a Joseph sin pestañear—. Yo mismo dije que quería verlo en el infierno.
—Ya lo sé. —La voz de Joseph fue poco más que un susurro—. Por eso estoy aquí. Quiero demostrar que no pudiste hacerlo tú antes de comenzar mis investigaciones. ¿Dónde estabas cuando Prentice saltó el parapeto?
—Dentro de un túnel debajo de las líneas alemanas —respondió Sam—, aunque no puedo demostrarlo. Huddleston me vio entrar pero no me acompañó.
El alivio invadió a Joseph como una oleada de calor.
—Tenía que preguntar —dijo en voz alta.
—Déjalo correr, Joe —repitió Sam—. ¡No te gustará lo que descubras!
Joseph se levantó.
—Quizá no me guste pero tengo que saberlo. Es mi trabajo. Es prácticamente la única cosa concreta que puedo hacer.
Sam tenía el ceño fruncido.
—Hannah me ha enviado un bizcocho —anunció Joseph—. Ven a tomar un poco cuando te releven.
Sam levantó la mano para saludarlo y aceptar el ofrecimiento, y siguió limpiando su fusil.
Joseph tenía claro que no iba a ser tarea fácil. Nadie más deseaba saber qué le había ocurrido a Prentice. Los hombres lo habían aborrecido y en el mejor de los casos tolerado. Contestaron a las preguntas de Joseph por deferencia hacia él pero a regañadientes.
—No lo sé, capellán —dijo Tucky Nunn rotundamente—. No se ve gran cosa ahí fuera, apenas lo que tú mismo estés haciendo.
—Lo siento, capellán —dijo Tiddly Wop Andrews con timidez echándose el pelo hacia atrás como si aún lo llevara lo bastante largo como para taparle los ojos—. Cayó mal a todo el mundo. Después de lo que le hizo a ese pobre zapador nadie le prestaba mucha atención. No sé decirle adónde fue.
—Lo vi bastante antes —dijo Bert Dazely negando con la cabeza. Estaban de pie apoyados de espalda contra la pared de la trinchera. Lloviznaba y el viento era frío. Joseph le ofreció un Woodbines y Bert lo aceptó—. Gracias, capitán. —Lo encendió y aspiró el humo pensativamente— . Andaba haciendo un montón de preguntas sobre lo que uno sentía al matar alemanes. ¡Le dije que era una sensación asquerosa! Y es verdad. ¿Sabe que los oigo en los días serenos o cuando el viento sopla en nuestra dirección? —Miró de reojo a Joseph con el ceño fruncido—. A veces nos llaman. Una vez hasta me comí un par de sus salchichas. Las dejaron ahí fuera para nosotros y nosotros les dejamos un par de cajetillas de Woodbines y una lata de Maconochie.
—Sí, muchos hombres hacen eso —convino Joseph sonriendo—. Yo también he comido alguna que otra salchicha alemana. Me parecen mejores que las Maconochie.
Bert le sonrió pero acto seguido volvió a ponerse serio. Miró de hito en hito a Joseph.
—Si un día intercambio comida con ellos y al día siguiente salgo a matarlos, ¿en qué me convierto, capellán? ¿Qué clase de hombre seré cuando vuelva a la patria, si es que algún día regreso? ¿Cómo voy a explicar a mis hijos lo que he hecho?
Joseph tenía en la punta de la lengua la respuesta trillada, la que ya había dado en un sinfín de ocasiones: que un soldado no tenía alternativa, que las decisiones no estaban en sus manos, que no era culpable de sus actos. De repente le pareció vacía, una excusa para no contestar, una evasión de su responsabilidad.
—No lo sé —dijo en cambio—. ¿Hubieses preferido ser objetor de conciencia?
La respuesta fue inmediata.
— ¡No!
—Entonces te conviertes en un hombre que, aun a regañadientes, está dispuesto a luchar por lo que ama y por lo que cree —le dijo Joseph—. Nadie dijo que el combate fuera a ser seguro o agradable, o que sólo entrañara el riesgo de resultar herido, sino también el de lesiones mentales o espirituales.
—Sí, supongo que tiene razón, capellán —dijo Bert asintiendo con la cabeza—. Usted sabe cómo discernir la verdad y darle sentido. Un hombre que no luche por lo que ama es que no lo ama mucho. En realidad, quizá no lo ama lo bastante como para merecerlo, ¿eh?
—Quizá tengas razón —convino Joseph.
—Digo yo que es cuestión de decidir qué es lo que amas. —Levantó la cabeza y miró al cielo. A lo lejos volaba una bandada de, pájaros, por la parte del sur, a buena distancia de las armas. Bert conocía todos los pájaros y sus costumbres. Sabía imitar la llamada de casi todos ellos—. Me parece que sé qué es lo que a mí me importa: Inglaterra tal como era antes —agregó en voz baja—. La gente que va y viene a su antojo, que discute y se reconcilia, una jarra de cerveza en la taberna, el tiempo de la siembra y el de la siega. Me gustaría celebrar mi boda y que hicieran mi funeral en la iglesia donde me bautizaron. Me gustaría ver otros lugares, pero a la hora de la verdad Cambridgeshire es lo bastante grande para mí. Pero si no detenemos a Jerry aquí, donde está haciendo esto a los puñeteros belgas, para cuando llegue a nuestros pagos ya será demasiado tarde.
—Sí, creo que sí —convino Joseph. La idea anidó en su fuero interno y le produjo un daño que lo dejó sin aliento. Pensar que la tierra que amaba tanto como si fuese una parte de su propio ser pudiera verse arrasada como la que tenía delante le resultaba insoportable.
—Gracias —dijo Bert con sinceridad—. Hace usted que las cosas parezcan más sencillas, sabe separar el bien del mal.
Joseph tomó aire para responder pero de pronto se encontró sin saber qué decir. Su trabajo allí consistía en dar sentido al caos, en justificar el descenso a los infiernos, incluso en hacer soportable el sufrimiento intolerable porque tenía un significado, en insistir en la existencia de un Dios que al final perdonaría a los justos.
Los hombres como Bert Dazely no perdonaban el asesinato bajo ninguna circunstancia. ¿En qué seguirían creyendo si Joseph sabía que Prentice había sido asesinado por uno de ellos y no hacía nada al respecto? Rompería aquella delicada trama de confianza que preservaba la vida y evitaba que se precipitaran al abismo.
Si el asesinato por venganza, o para librarse de la vergüenza o el dolor, fuese aceptable, ¿por qué valores estarían luchando? Bert había hablado de cosas del campo como la iglesia y la taberna, un pueblo a cuyos habitantes conocías, la certidumbre de las estaciones, pero a lo que aludía era a la bondad que había en ellos, a la creencia en una justicia moral que perduraba.
Aceptar el asesinato de Prentice y cruzarse de brazos sería traicionar todo eso y Joseph no iba a caer tan bajo.
— ¿Le contaste a Prentice cómo te sentías? —preguntó. Bert negó con la cabeza.
—No era asunto suyo, con el debido respeto, capellán. No hablo de esas cosas con los tipos como él. No era uno de los nuestros.
Joseph ya se había formado una idea bastante exacta de quiénes habían estado en la zona, o podían haber estado, en la medida en que no habían sido vistos en otras partes. Casi todos los hombres destacados en la línea de frente podrían demostrar dónde estaban y la mayoría de los camilleros, enfermeros y demás soldados no habrían ido más allá de las trincheras de abastecimiento y probablemente permanecieron en los puestos de socorro avanzados o en otros refugios subterráneos.
Pero alguien tuvo que ver a Prentice e incluso darle permiso y ayudarlo a saltar el parapeto. Cosa que planteaba de nuevo la pregunta de por qué se encontraba allí. ¿Había sido por propia iniciativa o alguien se lo había sugerido o incluso le había tendido una trampa? En sus interrogatorios Joseph debía ser lo bastante discreto como para que nadie sospechara nada más que un interés por informar a los familiares de Prentice y, por supuesto, al general Cullingford, acerca de lo ocurrido. Joseph tenía que hacer eso, al menos por cortesía. Tal vez otra persona ya les había comunicado los hechos sin más.
Tenía que apresurarse en hacer sus preguntas o sus motivos dejarían de ser válidos. Uno no investigaba el destino de un hombre durante más de unos días pues había muchos otros casos más. El regimiento entero estaba a su cargo.
Preguntó a Alf Griggs en tono bastante informal dónde había estado Prentice por la tarde del día de autos, casi como si no tuviera gran interés.
—En el refugio subterráneo de primeros auxilios que hay en Plugstreet Way —dijo Alf mientras encendía un Woodbine; sacudió la cabeza. Era un hombre menudo y atildado que poseía el don de conseguir cualquier cosa que alguien necesitara a cambio de un precio—. No paraba de dar la lata —prosiguió Alf—. Fue detrás del intendente como un perro famélico durante no sé cuánto rato hasta que le dijeron que se largara de allí ó lo trincharían y lo servirían a la tropa para cenar. No sé dónde se metió después de eso. —Dio otra calada a su cigarrillo—. ¿Qué más da, capellán? El pobre cabrón se ha ido al otro barrio de todos modos.
—Sólo quería dar una idea a su familia de cómo se produjo su muerte. —Joseph se avergonzó ante la facilidad con que decía aquella mentira—. Cuesta más de comprender cuando se trata de un periodista en vez de un soldado.
— ¡Lo que cuesta comprender es cómo no lo aplastaron mucho antes! —dijo Alf torciendo el gesto—. ¡Era un maldito canalla! Usted perdone, capellán, pero la muerte no hace que un hombre sea bueno, sólo significa que su maldad ya no es un incordio.
Joseph le dio las gracias y siguió el camino relativamente recto de la trinchera de segunda línea hasta el tramo conocido como Plugstreet, nombre que había recibido por su proximidad con la localidad de Ploegsteert. Encontró a un par de camilleros fumando a la entrada del refugio subterráneo de primeros auxilios. Un tercero dormitaba con los pies tendidos hacia el sol y las botas desabrochadas. El barro de debajo de los tablones estaba casi seco en aquella parte. Había dejado de llover y el cielo era de un azul neblinoso. En ese momento las armas guardaban silencio.
Hasta daba la impresión de que hubiera menos ratas que de costumbre.
Lanty Nunn, hermano de Tucky, abrió los ojos.
—Hola, capellán. ¿Busca a alguien?
Joseph se sentó y se puso cómodo.
—Sólo trato de averiguar algo más sobre cómo murió el periodista —contestó—. Supongo que el general querrá saberlo y su familia también. Hay que tener en cuenta que no era un soldado.
— ¡Y también que no hacía más que estorbar! —replicó Lanty.
Whoopy Teversham, que había estado medio dormido, se apoyó en los codos. Tenía el pelo anaranjado y brillante y unos rasgos como de goma, capaces de adoptar cualquier expresión.
—Capellán, me figuro que no querrá decir a la madre de ese pobre cabrón que su hijo era insoportable —dijo alegremente—. ¡Aunque me figuro que ya lo sabe de sobra! Estaba empeñado en conseguir el artículo que lo haría famoso —agregó—. Se metía en todo sin parar de preguntar. Parecía que iba a escribirlo como si él solito hubiese salvado el frente occidental. Quería enterarse de todos los datos y cifras: heridos, gaseados, enviados a casa lisiados, dónde y cómo se enterraba a los muertos. Supongo que eso ya lo sabrá a estas alturas, ¿eh?
Rompió a reír y acabó tosiendo.
—No le haga caso, capellán —dijo Lanty con amargura—. ¡Es un caso perdido!
Doughy Ward pestañeó mirando a Joseph con el ceño fruncido. —Diga a su familia que se acercó demasiado al enemigo y lo alcanzó el fuego cruzado. ¿Qué importancia tiene? Está muerto. —En realidad lo ahogaron —dijo Joseph.
— ¿En serio? —Doughy abrió mucho los ojos—. No sabemos qué andaba buscando ahí fuera y, a decir verdad, capellán, nos trae sin cuidado. Siempre estaba metiendo las narices en todo y preguntando cosas que no eran de su incumbencia.
— ¿Os dijo si tenía intención de ir al otro lado del parapeto? —No le hicimos caso. Lo cierto es que lo mandamos al infierno —dijo sonriendo.
— ¡Y parece que nos obedeció! —dijo Whoopy en tono jocoso—. ¡Se lo habría dicho antes si hubiese sabido que lo haría!
— ¡Un poco de respeto por el capellán! —Lanty negó con la cabeza y lanzó una mirada de disculpa a Joseph.
Joseph les dio las gracias y continuó sus pesquisas. Nadie demostró muchas ganas de ayudar y percibió la indignación de los soldados al ver que dedicaba su tiempo a intentar averiguar algo que todos consideraban irrelevante.
—Está muerto—dijo el comandante Harvester con sequedad. Su rostro duro y huesudo revelaba un gran cansancio—. Igual que muchos otros hombres que valían más que él. Haga lo que tenga que hacer, capellán. Diga lo que tenga que decir, hasta puede lamentarlo si lo considera su deber, pero una vez hecho eso vuelva a ocuparse de nuestros hombres. Es para lo que está usted aquí. Prentice era un maldito entrometido. No hacía más que entorpecer la faena. Y, bueno, parece que con demasiada frecuencia estaba en el lugar equivocado en el momento menos oportuno. Me figuro que no será el último corresponsal de guerra que muera haciendo su trabajo.
—El caso es que me gustaría saber cómo se las arregló para llegar tan adelante —insistió Joseph—. Se suponía que no estaba autorizado para estar aquí.
El rostro de Harvester se endureció.
— ¿Insinúa que fue culpa de un tercero, capellán?
—No, señor —negó Joseph enseguida. Todavía no estaba dispuesto a contar a Harvester la verdad—. No dudo que la culpa fuera del propio Prentice, pero me gustaría estar en condiciones de demostrarlo si alguien pregunta.
Harvester se relajó.
—Tiene razón. Perdone que haya sacado una conclusión errónea. Pero sigo sin saber cómo se las arregló para pasar más allá .de la segunda trinchera y mucho menos de la trinchera de fuego.
Joseph tampoco encontró a ningún centinela que hubiese reconocido a Prentice entre los soldados que habían saltado el parapeto. A la luz de las bengalas, un hombre con un fusil en las manos era como cualquier otro. Y era más que obvio que a nadie le importaba. Ninguno se insubordinó diciéndole que dejara en paz a los muertos y atendiera a los vivos, pero el enojo que anidaba en sus espíritus resultaba bastante patente.
Ahora bien, alguien había matado a Prentice. No había sido un accidente o un infortunio de la guerra sino un asesinato, y la maldad que conllevaba era lo único tangible sobre lo que Joseph podía hacer algo en medio de aquel caos. La dificultad del asunto, el hecho de que a nadie más le importase, incluso su propio desdén hacia Prentice, no hacía más que aumentar su determinación.
* * *