9
Para Joseph todavía era imprescindible averiguar quién había matado a Eldon Prentice, aunque nadie parecía dispuesto a ayudar con nada que no fuera información redundante y por tanto inútil. Edwin Corliss seguía arrestado en la prisión militar a la espera del veredicto final sobre su apelación. Toda aplicación de la pena capital era remitida a la consideración del mismísimo general Haig fueran cuales fuesen el delito y sus circunstancias, pero el sentimiento contra Prentice por haber forzado el asunto, cuando el sargento Watkins lo hubiese dejado correr, hacía que ahora a nadie le importara mucho cómo había muerto el propio Prentice.
También pesaba su conducta apropósito de las heridas de Charlie Gee, por más que fueran menos quienes estaban enterados de ese incidente. Los compañeros de Charlie estaban consternados. Cualquier hombre comprendía el horror de semejante mutilación y su rabia contra la insensibilidad de Prentice constituía un desahogo del miedo a que les ocurriera lo mismo a ellos. Pero de todas maneras seguía siendo rabia y el personal médico y voluntario también se mostraba renuente a dar información a Joseph que pudiera ayudarle a descubrir una verdad que no tenían inconveniente en obviar.
Ahora bien, Prentice había sido asesinado por un soldado británico o por un conductor de ambulancias de aquella división y Joseph sentía un temor creciente de que pudiera haberlo hecho Wil Sloan. No conseguía olvidar la violencia incontrolada, casi histérica, de Wil contra Prentice en el puesto de socorro al que había llevado a Charlie Gee y donde Prentice se había mostrado tan insensible. De no haberlo impedido Joseph, Wil habría golpeado a Prentice hasta dejarlo inconsciente y quizás hasta lo habría matado allí mismo.
¿Podría ser que Prentice hubiese sido tan idiota como para sacar el asunto a colación más tarde en presencia de Wil y que Wil se las hubiese ingeniado para seguirlo, o incluso para llevárselo a la tierra de nadie quizá con el pretexto de ir a buscar heridos? Nadie parecía tener una explicación de cómo había ido Prentice hasta allí ni por qué.
La otra alternativa que Joseph no podía pasar por alto era que el asesino fuese un hombre de Sam amigo de Corliss.
—Déjalo correr, Joe —dijo Sam gravemente. Estaban sentados en el refugio subterráneo de Joseph comiendo pan rancio del rancho con una lata de excelente paté que Matthew había enviado en un paquete de la charcutería Fortnum & Mason's de Londres junto con otros manjares. De postre tomarían galletas de chocolate de las que enviaba el hermano de Sam siempre que podía.
—No puedo dejarlo correr —dijo Joseph tragándose el último bocado—. Lo mataron.
Sam le dedicó una sonrisa torcida.
— ¡Como a todos los demás! —exclamó con una amargura que rara vez permitía que aflorase.
—Filosóficamente, tal vez. Joseph miró a Sam a la cara buscando sus ojos oscuros e inteligentes—. Pero el resto de nosotros moriremos de frío, de enfermedad, por accidente o a manos de los alemanes, todo lo cual es de esperar en una guerra.
—Te has olvidado de decir ahogados —le recordó Sam—. Eso también cabe esperarlo.
—Pero no que alguien te sujete la cabeza bajo el agua —replicó Joseph notando que se le quebraba la voz. Despreciaba a Prentice pero era horrible pensar en cualquier hombre ahogándose en aquella agua inmunda, con el hedor de los cadáveres en descomposición y las ratas y los persistentes restos del gas de cloro. Imaginó la presión en el cogote de Prentice hasta que le estallaron los pulmones y la oscuridad lo envolvió.
Sam se estremeció como si el horror también llenara su mente. Tenía el rostro tenso y la piel pálida alrededor de la boca.
—No pienses en ello, Joe —dijo en voz baja—. Pasara lo que pasase, fuera quien fuese el culpable, lo más probable es que no tarde en morir también. Déjalo correr. Ocúpate de los vivos.
—Es de los vivos de quien me estoy ocupando —arguyó Joseph—. Los muertos no necesitan justicia. De todos modos la tendrán si es que Dios existe. Y si no, qué más da. Somos nosotros, los que estamos aquí, quienes debemos cumplir las reglas. Por nuestro propio bien. A veces son lo único que tenemos.
—No conoces las reglas, Joe —dijo Sam en voz baja—. Al menos no todas.
—Sé que asesinar está mal.
— ¡Asesinar! —espetó Sam bruscamente levantando la cabeza con los ojos muy abiertos—. ¡Por Dios, Joe! He visto hombres morir por balas de francotiradores, por metralla, por mortero, por explosivos, por bayonetas, por ametralladoras y por gas venenoso. ¿Quieres que siga? He clavado mi bayoneta a jóvenes alemanes que no había visto en mi vida sólo porque los tenía delante de mí. Y he oído a nuestros muchachos llorar en sueños por causa de la sangre, el pesar y la culpa. Los he visto rezar de rodillas porque saben lo que han hecho a otros seres humanos que serían idénticos a nosotros si no fuesen alemanes. ¡Decenas de ellos cada día! ¿Qué reglas existen para protegerlos o devolverles la inocencia y la cordura?
Miró a Joseph de hito en hito, sin pestañear, con una profunda tristeza que por un momento reveló su propia vulnerabilidad.
—De acuerdo, no estuvo bien —continuó Sam—, pero dar caza al responsable no va a mejorar nada. Hay que mantener alta la moral de la tropa y ése es tu trabajo. Tenemos que sobrevivir. Los hombres necesitan tu apoyo, no que los juzgues. Debemos creer los unos en los otros así como en que podemos vencer.
Joseph titubeó.
—Déjalo correr, Joe —insistió Sam—. Creer o no creer puede suponer vencer o no vencer.
—Lo sé. —Joseph bajó la vista al suelo—. Todos necesitamos creer en algo si no queremos olvidarlo todo. Ojalá tuviera más claro en qué creo. No existen muchos absolutos pero se supone que debo saber cuáles son.
—La amistad —contestó Sam—. Lo mejor de ti mismo que puedes dar, el buen humor, el seguir adelante pese a las dificultades, la capacidad de olvidar cuando toca. ¿Quieres otra galleta?
Le tendió el paquete con la última que quedaba. Joseph vacilo un instante y la cogió. Sabía que se la ofrecía de corazón.
Llegó el cabo con el correo y Joseph tuvo las mismas ansias que los demás por ver si recibía algo de casa. Había tres cartas para él. Una era de Hannah con noticias sobre el pueblo. Percibió la tensión de su hermana pese al cuidado con que la había redactado en su afán por ocultársela.
La segunda era de Matthew contándole que había visto a Judith y visitado a Shanley Corcoran con quien había pasado un rato muy agradable.
Por último tenía carta de Isobel Hughes. Le sorprendió que volviera a escribirle pero aun así la abrió encantado.
Era una carta sencilla, bastante franca y desenvuelta, en la que le hablaba de la granja, de cómo se las tenían que arreglar con las muchachas para cultivar la tierra ya que los hombres se habían alistado y marchado a la guerra. Mencionó algunos de sus logros y bastantes calamidades. La señora Hughes poseía un saludable sentido del humor del que se erigía en primera víctima y Joseph se sorprendió riendo con ganas, cosa que era lo último que había esperado.
La señora Hughes describía la feria de primavera, la función benéfica organizada en la iglesia, la vida tal como siempre había sido aunque con cambios tristes y curiosos que dejaban entrever gestos de valentía personal e inesperada generosidad.
Joseph leyó la carta dos veces y acto seguido le contestó. Más tarde, cuando ya había echado la carta al correo y por tanto nada podía hacer al respecto, pensó que le había contado demasiadas cosas. Le había escrito acerca de sus dificultades para tratar de convencer a los hombres de que existía un orden divino por encima del caos que veían, una razón de ser para todos los estragos de la guerra. Se sentía hipócrita al decir eso cuando no tenía ninguna razón para creerlo él mismo. No tendría que haberle dicho aquello. La señora Hughes le había hecho reír, por un momento se había sentido limpio y cuerdo disfrutando de las pequeñas alegrías de la vida y él la había recompensado planteándole abrumadores problemas del alma ante los cuales ella nada podía hacer. Tales dilemas la hundirían, se entrometerían en su aflicción, cuando la pobre estaba haciendo de tripas corazón para no perder el dominio de sí misma.
Casi seguro que no volvería a escribirle y Joseph perdería algo que le hubiese hecho mucho bien.
En cuanto tuvo ocasión Joseph fue al hospital y preguntó a Marie O'Day si el hombre que había llevado Wil Sloan la noche del asesinato de Prentice ya había recobrado el conocimiento.
—Sí, pero todavía padece terribles dolores —dijo Marie con cautela—. ¿Aún sigue empeñado en averiguar si realmente fue Wil quien lo trajo hasta aquí desde donde lo hirieron?
—Sí. Me gustaría saberlo.
—Muy bien, ¡pero no lo presione! si no lo sabe, no lo sabe y punto —advirtió la enfermera.
El caso fue que sí lo sabía y se alegró de contar a Joseph con todo lujo de detalles cómo le había salvado la vida Wil, corriendo un riesgo considerable, y lo dificultoso que había sido el camino hasta las trincheras. Su relato fue un tanto embrollado pero lo bastante claro como para demostrar que Wil no pudo haber estado en las proximidades del tramo de trinchera conocido como Paradise Alley, que era desde donde Prentice había saltado a la tierra de nadie. Wil estuvo en todo momento a más de dos kilómetros de allí.
Joseph salió al aire libre profundamente aliviado. Wil Sloan no podía ser culpable. Se quedó un momento parado de cara al sol delante del puesto de socorro mientras se sentía ridículamente contento. Se sorprendió sonriendo y echó a andar a paso vivo de regreso a la trinchera de aprovisionamiento.
Había recorrido la mitad de su longitud, pisando arcilla seca por una vez y con las ratas haciendo un ruido como de viento en las hojas al corretear delante de él, cuando cayó en la cuenta de que aquello conducía de forma inevitable a la sospecha de que el asesino fuese uno de los hombres de Sam. Todavía no estaba preparado para enfrentarse a esa posibilidad. Antes efectuaría otras averiguaciones. Una de ellas sería aclarar cómo había conseguido Prentice el permiso para tener acceso a posiciones tan avanzadas, qué oficial le había autorizado a acompañar al grupo de asalto y quién había dado la orden.
Estaba en una trinchera conocida como Old Kent Road cuando Scruby Andrews fue a su encuentro cojeando.
—Dios, cómo me duelen los pies —dijo con una sonrisa torcida—. ¡Para mí que fue un maldito alemán el que hizo mis botas! ¡Si alguna vez doy con él, lo mataré con mis propias manos! Usted perdone, capitán, pero es que es una tortura.
— ¿Te enjabonas los calcetines? —preguntó Joseph con interés. Un soldado sobrevivía o moría de pie. Un viejo truco consistía en emplear jabón en pastilla para suavizar las partes ásperas de lana en contacto con la piel sensible.
Scrubby hizo una mueca.
—Tendría que haberlo hecho mejor. Barshey Gee dice que anda usted haciendo preguntas sobre ese escritor que se ahogó ahí fuera.
Señaló con la mano hacia el esporádico tableteo de una ametralladora.
—Lo que realmente necesito saber es qué hacía ahí para empezar —contestó Joseph—. No tendría que haber salido.
Scruby se encogió de hombros.
—No tendría que haber hecho muchas cosas. No escuchaba, iba a su aire y se puso a tiro. Le estuvo bien empleado.
Se sentó en la grada de tiro y comenzó a desabrocharse las botas.
—Me atrevería a decir que en cierto modo lo merecía —convino Joseph con renuencia—, pero ¿quién de nosotros puede aceptar lo que merece? Necesito algo mejor, ¿tú no?
Scruby levantó la vista y sonrió.
—Lleva razón, capitán, pero las cosas no funcionan así. Existen reglas que hay que cumplir. Si no nada tiene sentido. No nos queda nada. Las reglas tendrían que haber impedido que Jerry entrara en Bélgica. Porque Bélgica no es suya, es de los pobres belgas. —Se quitó la bota izquierda y se frotó el pie con delicadeza—. El otro día vi a un viejo que intentaba empujar una bicicleta rota por la carretera con un saco de patatas encima y una chiquilla trotando a su lado con una muñeca que sólo tenía un brazo.
Arrugó el semblante, se puso otra vez la bota y la abrochó sin apretar.
—Ese tío no me gustaba, capitán. Era un cabronazo. Pero digo yo que las reglas sirven precisamente para la gente que no te cae bien. No les harás daño aunque ellos lo hagan. ¿No es eso lo que nos pide Dios, que seamos justos con ellos aunque nos caigan mal?
—Sí, es una buena forma de resumirlo —convino Joseph—. A mí también me sacaba de quicio cada vez que coincidía con él.
—Yo no sé si será verdad —prosiguió Scruby pensativamente—, pero he oído que estaba empeñado en saltar el parapeto... supongo que para poder presumir, ¿me entiende? Pero usó el nombre del general de mala manera, como si el general fuese su padre, y nadie se atrevió a impedírselo. Decía que tenía una autorización, ¡por escrito y todo! Una auténtica chorrada, si quiere que le dé mi opinión.
—Lo cierto es que el general era su tío —respondió Joseph—. Aunque no me lo imagino dando su autorización a un corresponsal de guerra para que salte el parapeto. Me gustaría averiguar con quién fue exactamente y hasta dónde llegaba ese permiso.
—No lo sé, capitán. Supongo que tendrá que preguntárselo al propio general. No creo que ningún otro se lo vaya a decir porque a nadie le importa un bledo.
Joseph no tuvo más remedio que aceptar que Scruby llevaba razón. El capitán que iba al frente de la incursión había fallecido y todos los demás sostenían que en la oscuridad resultaba imposible distinguir a Prentice de cualquier otro. Joseph había sido muy discreto en sus pesquisas, pero a esas alturas ya sabía que casi todos los zapadores contaban con algún compañero que pudiera dar cuenta de su paradero. Atormentado por la duda, finalmente pidió que lo llevaran en una ambulancia medio vacía y fue al cuartel general de Cullingford en Poperinge para hablar directamente con él. En ese momento le habría gustado seguir el consejo de Sam y dejarlo correr, pero Scruby Andrews tenía razón: si la moralidad tenía algún significado, debía aplicarse con tanta más honestidad cuanto más difícil resultara y proteger con ella a quienes detestabas con toda el alma.
Pero cuando llegó a la casona de las afueras de Poperinge y preguntó si el general Cullingford podía concederle una breve audiencia, el comandante Hadrian le dijo que Cullingford había salido.
—Si dispone de tiempo puede esperarle, capitán, aunque no sé a qué hora regresará —dijo Hadrian—. ¿Puedo hacer algo por usted?
Joseph estaba indeciso. Prefería que sus indagaciones no dieran pie a más especulaciones de las que ya habían suscitado, pero ¿cómo iba a decidir la cuestión en un sentido u otro si le faltaba el coraje de preguntar? Podían pasar días antes de que tuviera ocasión de hablar con Cullingford en privado. Y además, descubriera lo que descubriese, tendría que pedir a Hadrian que lo confirmase.
—Sí, tal vez pueda —dijo Joseph eligiendo las palabras con sumo cuidado. Estaban solos en el despacho de Hadrian; no cabía mayor discreción—. Quizás esté enterado de que antes de fallecer el señor Prentice estaba ansioso por recabar tanta información de primera mano sobre la guerra como le fuese posible.
Hadrian torció el gesto con desagrado. Estaba de pie detrás de su escritorio, menudo y extremadamente pulcro, con el corte de pelo impecable y el uniforme inmaculado.
—Sí, estoy al corriente, capitán.
Se abstuvo de decir que no le interesaba lo más mínimo pero su expresión fue de lo más elocuente. Hadrian era sumamente leal a Cullingford y si Prentice había sido motivo de bochorno para el general no iba a obtener ninguna protección por su parte.
—Se las ingenió para llegar a posiciones mucho más adelantadas que cualquier otro corresponsal de guerra —prosiguió Joseph—. Afirmaba contar con la autorización expresa del general Cullingford. ¿Sabe si eso es verdad?
Hadrian procuró mostrar perplejidad abriendo mucho los ojos.
— ¿Acaso importa ahora, capitán? El señor Prentice ha muerto. Hiciera lo que hiciese en vida ya no volverá a causarnos problemas.
El único modo de eludir la verdad sería darse por vencido y marcharse. No podía hacer eso.
—El problema no desaparecerá del todo, comandante Hadrian —contestó Joseph—. El señor Prentice no murió por accidente. Lo mataron, y al menos una parte de los hombres lo sabe. Si no por la justicia, al menos por la moral de la trópa es preciso dar una explicación.
Hadrian frunció el ceño.
— ¿Justicia, capitán?
—Si no creemos en ella, ¿por qué estamos combatiendo? —preguntó Joseph—. ¿Por qué no nos limitamos a abandonar a Bélgica a su destino y a Francia también? Podríamos regresar a casa y seguir con nuestras vidas. Si la promesa de defender al débil carece de valor, ¿qué pinta Gran Bretaña en estas tierras? ¿Por qué sacrificamos a nuestros hombres, nuestras vidas y nuestra riqueza por algo que de buen principio no era asunto nuestro?
Hadrian se quedó pasmado.
— ¿Está comparando al señor Prentice con Bélgica, capitán Reavley?
Su sobrio semblante mostró un profundo desagrado.
—No le tenía ningún aprecio, comandante Hadrian —dijo Joseph—, y deduzco que usted tampoco, pero eso no es un argumento. Casi ninguno de los hombres que han muerto en estos lodazales había estado antes en Bélgica y apuesto a que muchos no habrían sabido encontrarla en un mapa.
Hadrian tragó saliva moviendo ostensiblemente la nuez.
—Comprendo su postura, capitán, pero sin duda a Prentice lo mató un alemán. Estaba en la tierra de nadie y por tanto constituía un blanco perfectamente legítimo. Y aunque no fuera así, no podríamos hacer nada al respecto. No tendría que haber saltado el parapeto.
—No, desde luego —convino Joseph—. ¿Quién le dio permiso? Hadrian se puso rojo como un tomate.
— ¿Acaso es de su incumbencia, capitán? si considera que debe alguna clase de explicación a su familia, el general Cullingford es su tío como sin duda sabe de sobra.
—Puede que no me haya expresado bien. Al señor Prentice no lo mató un soldado alemán, lo mató uno de los nuestros.
El rubor del rostro de Hadrian se esfumó para dar paso a una intensa palidez.
— ¿Me está diciendo que lo asesinaron?
—Sí. De momento lo saben muy pocos hombres, pero me gustaría averiguar la verdad y obrar en consecuencia antes de que lo hagan ellos. Agradecería mucho su colaboración, comandante. Estoy convencido de que entiende por qué. Era un joven bastante desagradable y suscitó cierta aversión. La gente especulará. Confieso que en muchos aspectos me preocupa más proteger a los inocentes que descubrir al culpable.
Hadrian guardó un desasosegado silencio.
Un miedo frío comenzó a tensarse dentro de Joseph hasta formar un doloroso nudo. Si Cullingford en efecto había dado permiso a Prentice para que fuera a donde quisiera, ¿por qué lo habría hecho? Era de lo menos profesional. No hubiese concedido tal libertad a ningún otro corresponsal. ¿Se trataba de un favor familiar o acaso Prentice lo había presionado? Pensó en los chistes subidos de tono y las risotadas que había oído a propósito del conductor sustituto de Cullingford, el desventurado Stallabrass, y de la confesión en estado de embriaguez de su pasión no correspondida por la jefa de la sucursal de correos de su pueblo. La anécdota se había extendido como un reguero de pólvora por las trincheras. Los soldados necesitaban reír para sobrevivir y las burlas eran despiadadas. Cada vez que alguien recibía carta en presencia de Stallabrass comenzaban las bromas.
Joseph también sabía que Judith y Wil Sloan habían emborrachado a Stallabrass adrede para que Judith pudiera recuperar su puesto como conductora de Cullingford y que Cullingford lo había permitido. Cabía sacar toda clase de conclusiones, fueran exactas o no.
— ¿El general Cullingford dio permiso por escrito a Prentice para ir a donde quisiera? — preguntó—. Eso es lo que él afirmaba.
Hadrian lo miró con un sufrimiento imposible de disimular. Saltaba a la vista que estaba dilucidando si podía servirse de una mentira para proteger a Cullingford y en tal caso de cuál.
Joseph sacó a Hadrian de su indecisión, en parte porque una vez que se le ocurriera una mentira no tendría más remedio que aferrarse a ella por más descarada que fuese.
—No necesito saber las razones que tuviera el general para hacerlo —dijo mirando a Hadrian a los ojos—. Prentice era un manipulador nato y no dudaba en servirse del chantaje emocional si percibía un punto débil.
Hadrian abrió mucho los ojos.
—Antes de que alguien haga insinuaciones, me gustaría saber dónde estaba el general la noche que Prentice murió —prosiguió Joseph con firmeza.
— ¡No estará pensando que tuvo algo que ver con su muerte! —exclamó Hadrian con voz de falsete fruto más del miedo que de la indignación.
En ese momento, Joseph tuvo bastante claro que fuera cual fuese la presión que hubiese empleado Prentice, ésta había sido poderosa y efectiva. En su fuero interno comenzó a pensar que además atañía a su hermana Judith.
—No, claro que no —dijo Joseph intentando imprimir a su voz más convencimiento del que sentía—. Pero tenemos que estar en condiciones de demostrarlo, comandante Hadrian.
—Sí. —Hadrian tragó saliva—. Estuve en la escuela con Prentice, capitán Reavley. Ya entonces era un incordio. Siempre se las arreglaba para... utilizar a la gente. No estoy siendo más cruel de la cuenta. Si no me cree pregunte al comandante Wetherall. Él también estuvo en el Wellington College, en mi curso. Prentice solía tomar notas sobre los demás alumnos. Lo apuntaba todo con una clave de su invención. Nunca conseguí descifrarla pero Wetherall era muy inteligente y al final lo logró. Me contó qué clase de cosas anotaba.
Hadrian estaba tenso, con los ojos clavados en los de Joseph. Pese a la aprensión sabía que necesitaba la colaboración de Joseph. Su desasosiego se palpaba en el aire.
Joseph no quería saber de qué se había servido Prentice para presionar a su tío salvo si era absolutamente necesario, ya que sospechaba que salpicaría a Judith. Aquella situación lo estaba hundiendo en la desdicha.
—No lo sabía —dijo—. ¿Dónde estuvo el general esa noche?
—Las líneas telefónicas funcionaban peor que de costumbre —contestó Hadrian—. Parecían cortadas en todas direcciones. Establecías contacto con alguien y volvías a perderlo antes de terminar una frase. Finalmente, alrededor de medianoche, se perdió toda comunicación. No quedó más remedio que acudir a donde fuera en persona. El general fue hacia el norte y el este. Yo hacia el oeste. Puede preguntar a los mandos de la zona: cualquiera le dirá dónde estuvo el general. Créame, no será en las inmediaciones de Paradise Alley, que según tengo entendido es donde lo encontraron.
—En efecto. Gracias, comandante. Entonces fue usted quien tuvo que ir por la parte de Paradise Alley. ¿Vio a Prentice?
Hadrian estaba sorprendentemente tranquilo.
—No. Tuve un percance. El coche se averió. Tuve que hacer un apaño. Usé un pañuelo de seda para reemplazar la correa rota del ventilador. Tardé lo indecible. No se me dan bien esas cosas. Pero no tenía elección. No había a quién recurrir.
—Entiendo. Gracias, comandante Hadrian.
Joseph no estaba seguro de creerle, pero ya no tenía nada más que preguntar allí. Supuso que habría algún modo de averiguar si había estado donde decía pero de momento no se le ocurría. Se despidió y estaba saliendo al patio cuando el coche del general llegó con Judith al volante. Se detuvieron a cierta distancia de él. Ya anochecía y las sombras eran alargadas y desdibujaban el contorno de las siluetas.
Judith apagó el motor y se apeó. Estaba muy delgada y la falda larga y lisa del uniforme de voluntaria acentuaba la delicadeza de su figura, sus hombros ligeramente angulosos. Se movía con una elegancia sumamente femenina. A la luz de los faros su rostro presentaba la sutileza de los sueños que habitaban en ella, el ardor de sus sentimientos. Miraba a Cullingford apearse del coche y cerrar de un portazo. Había que hacerlo así para asegurarse de que el pestillo encajara.
Cullingford se detuvo un instante y dijo algo, pero Joseph estaba demasiado lejos para oírlo. Hablaba en voz muy baja pero fue su expresión lo que atrajo la atención de Joseph. Sin duda Cullingford no tenía ni idea de lo elocuente que resultaba: la ternura de sus ojos y sus labios lo delataban por completo.
Luego se cuadró, dio media vuelta y se dirigió hacia la entrada. Su desenvuelto modo de andar disimuló su cansancio con el hábito de la disciplina hasta que entró en el edificio.
Joseph avanzó hacia la zona que iluminaban los faros.
Al principio Judith sólo vio a un soldado y de repente lo reconoció.
— ¡Joseph!
Dejó caer la manivela de arranque al suelo de gravilla y fue a su encuentro.
Joseph la abrazó con fuerza y la retuvo un momento. Quizá no fuera correcto pero a veces los sentimientos eran más importantes que la etiqueta. El contacto de alguien a quien amabas, el instante de comunicación sin hablar eran un bálsamo para la necesidad descarnada, una rememoración de las cosas que daban sentido y vida al hombre encerrado en su cascarón. Notó la fuerza y la suavidad de su hermana, el aroma a jabón de su piel y a aceite de motor en sus manos. Estaba tan enojado con ella por haber sido débil, por influir en los sentimientos de Cullingford hasta hacerlo vulnerable ante Prentice y por exponerse al desdén, que las palabras se le atragantaron.
La apartó de sí.
— ¡No tendrías que haberlo hecho, Judith! —dijo con voz ronca—. Si se tratara de otra persona podría disculparla alegando ignorancia, pero en tu caso no.
— ¿Hacer qué? —repuso Judith a la defensiva aunque su inocencia no resultaba creíble. Por más que lo intentara su sinceridad innata la traicionaba—. ¿De qué me estás hablando?
Joseph la sostenía con los brazos estirados.
—Es impropio de ti pero si quieres que te lo diga no tendrías que haber coaccionado a Wil Sloan para que te ayudara a emborrachar a Stallabrass de modo que perdiera su empleo. Y te quedaste aguardando allí mismo dispuesta a recuperarlo. ¿Crees que nadie sabe lo que estás haciendo? ¡Ese pobre diablo es el hazmerreír de toda Bélgica! ¡No puede recibir una carta sin que los hombres se pongan a bromear sobre esa desdichada empleada de correos de quien está enamorado!
Judith se mordió el labio.
—No lo sabía...
— ¡No te importaba! —espetó Joseph furioso—. No te detuviste a pensar en Stallabrass, era un mero estorbo en tu camino, como tampoco pensaste en Wil Sloan. Sabías que era tu amigo y que haría cualquier cosa por ayudarte. Lo utilizaste. ¡Sólo Dios sabe qué pensabas que le estabas haciendo a Cullingford! Esta guerra no se libra para que te diviertas ni para ponerte más fácil tener un romance imposible.
Judith se sintió culpable, quizá no tanto por lo que había hecho como por las ideas y sueños acerca de lo que haría si se le presentara la oportunidad. No había rechazado a Cullingford y al parecer no le quedaban reservas de virtud de las que echar mano para refrenar cualquier apetito o necesidad que se apoderase de ella.
Optó por aferrarse al detalle menos importante.
— ¡Yo no coaccioné a Wil! —dijo con vehemencia—. ¡Fue idea suya!
—Eso es una excusa barata, Judith —replicó Joseph con amargura—. Es tu amigo y lo hizo para complacerte. Si tienes agallas para hacer algo que no está bien, al menos ten la elegancia de atenerte a las consecuencias. No te escudes en un tercero.
La acusación le dolió como un trallazo, quizá porque en parte era cierta o porque era su hermano quien la formulaba.
— ¡No me estoy escondiendo! —exclamó Judith airada—. ¡Yo estuve allí con Wil! ¡Y Stallabrass bebió porque quiso! ¡Mi trabajo no es hacer de niñera!
—Tu trabajo es cuidar de quien lo necesite —respondió Joseph sin dar su brazo a torcer—. Te aprovechaste de la amistad de Wil, de la ignorancia de Stallabrass y de la atracción de Cullingford porque deseabas algo que no te pertenecía. ¿Acaso Cullingford es la clase de hombre capaz de tener una aventura con una mujer y pasar página sin culpabilidad, sin pensar que ha traicionado a su esposa y, lo que es más importante, a lo mejor de sí mismo? —inquirió—. Y si es así, ¿ésa es la clase de hombre cuya atención andas buscando? ¿Para qué? ¿Para demostrarte que puedes conseguirlo?
— ¡Soy su conductora! —Estaba levantando la voz, seguramente sin darse cuenta, encendida por la rabia y la culpa—. ¡Eso es todo! Tienes una imaginación sucia y maliciosa y como hermano que me conoce desde que nací, me repugna que pienses eso de mí. ¿Crees que puedes ocupar el puesto de nuestro padre? ¡No eres digno de pisar el mismo suelo que él! —Inspiró entrecortadamente y se apartó un poco más—. Ve a dar sermones sobre moralidad a esos pobres heridos que no pueden huir de ti. ¡Yo sí puedo escapar y voy a hacerlo!
Dio media vuelta y lo dejó solo, cansado, enojado y disgustado en el patio de gravilla que la noche se estaba tragando.
Pero Joseph no podía dejarlo correr. Aún carecía de pruebas de que Cullingford no hubiese sido cómplice del asesinato de Prentice directa o indirectamente. Los últimos minutos habían sacado a relucir lo sumamente vulnerable que era el general.
Joseph siguió a Judith a grandes zancadas y la alcanzó junto a la puerta principal del château. Ella sin duda oyó sus pisadas en la gravilla porque giró en redondo para darle la cara. Bajo la luz grisácea de la anochecida Joseph vio que su hermana tenía los ojos arrasados en lágrimas, pero supo que eran de rabia además de dolor.
— ¿Qué quieres ahora? —masculló Judith.
Joseph echó un vistazo alrededor para cerciorarse de que no hubiera nadie que pudiera oírlos. No tenía sentido intentar ser diplomático con ella; ya lo había hecho imposible.
—Cullingford autorizó a Prentice por escrito para que fuera a donde quisiera, incluso a la línea de frente —dijo con gravedad—. Ningún otro corresponsal de guerra tiene permiso para hacerlo. Eso significaba que ninguno de nosotros tenía potestad para arrestarlo y obligarlo a retroceder hiciera lo que hiciese.
Judith lo miró con ojos centelleantes y expresión de desafío pero no dijo nada, obligándolo a continuar.
—Prentice sin duda tuvo que presionarlo para conseguirlo —agregó Joseph—. Se sirvió de ti.
Judith tragó saliva. Quiso decir algo, cualquier cosa para defender su honor y el de Cullingford pero no supo qué. La impotencia ardía en su mirada.
— ¡Era un cabrón! —dijo entre dientes—. ¿Es eso lo que quieres que diga? Puedes quedarte ahí plantado y ser todo lo santo que quieras, Joseph, puedes culparnos a todos y gozar de tu supuesta superioridad moral. Puedes hacerme sentir tan sucia y asustada como sólo tú eres capaz de hacerlo ya que eso se te da muy bien. No puedo hacer nada para evitarlo. Dices que la gente se burla de Stallabrass y que... que hablan del general Cullingford. ¿Has venido a decirme que soy una mujer de la vida, cosa que no soy? ¿O realmente tienes algo importante que decir?
Para Joseph fue como si lo abofeteara. Debería escocerle la mejilla. Resultaba sorprendente lo hirientes que podían llegar a ser las palabras.
—Eldon Prentice fue asesinado por uno de nuestros hombres —contestó en voz muy baja y grave—. Yo lo detestaba por muy diversas razones: por Edwin Corliss, por Charlie Gee y por su presión moral sobre el general Cullingford. Pero ninguna de esas cosas, por más repulsivas que sean, hacen perdonable el seguirlo a la tierra de nadie y hundirle la cabeza en el agua de un cráter lleno de inmundicias hasta matarlo. Necesito saber quién lo hizo, como mínimo para proteger a quienes no son culpables.
Judith respondió con voz ronca y el rostro muy pálido.
— ¿Piensas que lo hizo el general? ¡Estás loco! Prentice era despreciable pero Cullingford no haría algo así bajo ningún concepto. No pensarás...
—No, pero eso no importa, Judith. Lo único que cuenta es lo que se puede demostrar.
—Si alguien asesinó a Prentice por culpa de un chantaje moral, tuvo que ser Hadrian —contestó Judith casi sin aliento—. El general Cullingford se dirigió al norte y al oeste de vuestras posiciones y eso es bastante fácil de demostrar. Yo misma estaba con él.
—Por supuesto. Nadie piensa que se arrastrara por el fango hasta el cráter de un obús para hundir la cabeza de Prentice debajo del agua —respondió Joseph—. He interrogado a Hadrian. Estaba en la zona. Me ha dicho que sufrió una avería que arregló con un pañuelo de seda.
Judith percibió dudas en su tono de voz.
— ¡No le crees!
— ¿Tú sí?
Judith vaciló demasiado y se dio cuenta.
—No lo sé. Puede hacerse.
—Pero no tienes modo de saberlo —razonó Joseph.
—Sí que lo tengo —dijo Judith de inmediato—. No cuesta nada preguntar a los demás conductores si Hadrian devolvió un coche con un pañuelo a modo de correa del ventilador. Si lo entregó así, alguien lo sabrá. Luego puedes hacer comprobaciones en los sitios donde afirma haber estado y ver si dice la verdad. ¡Puedes hacerlo, Joseph! Los coches son bienes muy valiosos aquí. Sabemos lo que les sucede a todos y cada uno de ellos. ¡Hazlo! —Ahora su expresión era entusiasta y se inclinaba un poco hacia él—. Si realmente estás intentando demostrar quién es inocente además de quién es culpable, puedes comenzar por Hadrian.
Había desafío en su voz y también miedo a estar equivocada. Aún estaba enojada, asustada y profundamente herida porque Joseph la culpara y estuviera obligándola a culparse a sí misma.
—Lo averiguaré —contestó Joseph—. Pero eso no cambia nada. Si Prentice obtuvo permiso de Cullingford para adentrarse en el frente porque le hizo chantaje a propósito de ti, fuiste tú quien lo hizo posible.
— ¡A veces, Joseph, resultas insufriblemente pomposo! —le escupió Judith con voz ahogada y los puños cerrados—. Todos nos quedamos desolados cuando Eleanor murió. Fue terrible. Era encantadora y no merecías perderla. Pero desde entonces has huido de los sentimientos como de la peste. Te has vuelto frío, distante, cerebral y sin corazón. ¡A veces me equivoco, pero no soy una cobarde! ¡No tengo miedo de sentir!
Y sin aguardar siquiera a ver cómo reaccionaba su hermano, dio media vuelta y entró hecha una furia al vestíbulo, lo atravesó y desapareció por la puerta del fondo dejando que diera un sonoro portazo a sus espaladas.
Joseph salió a la oscuridad de la noche aturdido por el peso de lo que Judith acababa de decirle. Hacía mal en quedarse con Cullingford sabiendo que éste estaba enamorado de ella, por más que el general se sintiera solo o necesitara al menos un contacto humano donde cupieran la compasión, la risa, la ternura, las ganas de no estar solo aunque fuese durante una hora. Una hora llevaba a un día, a una semana, a ansiar toda una vida.
Joseph había tenido intención de hablarle con sensatez, tal como habría hecho su padre, para que ella misma reparara en su error y tuviera tantas ganas de enmendarlo como él. Se había propuesto aproximarse a ella para que al llegar el momento de la renuncia supiera que contaba con todo su apoyo y que no estaba sola ni en sentido literal ni en el emocional.
En cambio la había apartado tan lejos de sí que ahora mediaba entre ambos una barrera que no sabía cómo superar.
Aunque lo que sí podía hacer era seguir la pista del coche que Hadrian había utilizado la noche en que mataron a Prentice y ver si se había averiado tal como afirmaba el comandante y en efecto había empleado un pañuelo de seda para hacer una chapuza que le permitiera regresar a Poperinge. Joseph también debería comprobar si alguien más había visto a Hadrian a lo largo del trayecto que había recorrido. Quizás así demostraría que no había podido estar en la tierra de nadie al mismo tiempo que Prentice.
Al día siguiente por la tarde ya casi había finalizado esa tarea cuando habló con la enfermera Marie O'Day. Parecía indiscutible que Hadrian en efecto estuvo donde había dicho mientras que Cullingford anduvo a quince o veinte kilómetros de distancia en dirección contraria.
—Fue una mala noche —dijo Marie O'Day—. Vi a Prentice, pero iba solo. ¿Por qué pregunta por él, capitán Reavley? ¿Qué es lo que necesita saber? Está muerto. Nadie lo apreciaba y sabe de sobra por qué. Usted estaba aquí cuando le hizo aquello a Charlie Gee, pobre muchacho. —Torció el gesto con pesar al recordarlo—. No es culpa de nadie que saltara el parapeto. ¡Nadie le obligó a hacerlo!
— ¿Y nadie se lo sugirió? —insistió Joseph—. ¿No sabe quién le dio la idea?
—Aun suponiendo que lo incitaran, ¡no tenía por qué hacerlo! —señaló Marie.
— ¿Y lo hicieron?
—No. Ya lo había decidido cuando nos alcanzó.
Fue la constatación de un hecho y no hubo el menor titubeo en la voz de Marie, ningún énfasis excesivo que hiciera sospechar que estaba mintiendo.
— ¿De dónde venía cuando los alcanzó? —preguntó Joseph con curiosidad—. ¿Dónde había estado antes?
—No lo sé —admitió Marie—. Más al este. Estaba envanecido, decía que ya había ido hasta la alambrada alemana y que quería volver a ir.
— ¿Hasta la alambrada alemana? —Joseph no daba crédito. ¿Era posible que Prentice en efecto hubiese estado con otro regimiento y saltado el parapeto con ellos, y que luego quisiera repetir la aventura allí?—. ¿Está segura?
—Desde luego —respondió Marie con sumo desdén—. No paraba de jactarse. Decía que era excitante y peligroso, que había probado el auténtico sabor de la guerra y que iba a escribir algo que captaría la atención de todo el mundo. Quería añadir a lo que ya tenía escrito la experiencia de un asalto; quizá matar a unos cuantos alemanes él mismo. Así podría escribir como un verdadero soldado y contar a la gente cómo es esta vida en realidad, qué se siente, el olor de los cadáveres, las ratas, todo tal como es, para que sus lectores lo supieran. —Torció el gesto—. Quizá le parezca una infamia por mi parte, capitán Reavley, ya que es usted un hombre de Dios, pero me alegra que no viviera para hacer eso.
Joseph estaba anonadado. No sabía que los corresponsales escribieran de un modo tan gráfico.
—Yo también me alegro, señora O'Day. Quizá no sea un hombre tan piadoso como piensa usted. Gracias por su ayuda.
La dejó recogiendo los tazones para llevarlos al interior de la tienda, una figura alta y triste con un vestido gris manchado de sangre, atareada con los pequeños quehaceres cotidianos.
Joseph habló más tarde con Lucy Crowther, ayudanta de Marie O'Day. Estaba enrollando vendas en una mesa del puesto de primeros auxilios. Llevaba el pelo negro recogido muy tirante, tenía los nudillos blancos de hacer fuerza y evitó en todo momento su mirada.
—Sí. Alardeaba de que iba a saltar con los hombres —contestó a la pregunta de Joseph.
—Por segunda vez —dijo él.
Lucy levantó la vista.
—No. Era la primera vez que saltaba el parapeto.
— ¡Pero si le contó a la señora O'Day que había llegado hasta la alambrada alemana!
— ¡Ah, eso! —dijo Lucy quitándole importancia—, ¡Cualquier idiota puede hacerlo una vez que los zapadores han cavado el túnel!
— ¿Quiere decir bajo tierra? —De nuevo le costó trabajo creer lo que oía.
—Exacto. Los zapadores estuvieron trabajando en Hill 60. El comandante Wetherall y sus hombres. Prentice fue a reunirse con ellos allí.
— ¿Prentice fue con el comandante Wetherall?
—Sí. —Lucy terminó de enrollar la última venda—. No sé cómo podía soportarlo el comandante Wetherall, pero me figuro que le traía sin cuidado pues de lo contrario se habría librado de él — dijo—. Los zapadores no tienen que aguantar a nadie que no quieran. Hacen un trabajo muy peligroso, con explosivos, derrumbes, agua y todo lo demás —explicó Lucy con admiración y un tono de voz radicalmente distinto, rayano en la ternura.
Joseph se sorprendió sonriendo. Le constaba que lo que Sam hacía era tan peligroso como vital. Si un obús caía en algún punto del túnel podían quedar enterrados vivos, aplastados por la tierra al derrumbarse o, peor aún, aprisionados y abandonados hasta morir por asfixia. Y además estaba el infierno moral de aproximarse tanto a las trincheras alemanas que llegabas a oír a los hombres conversar, la risa y las bromas, alguna canción esporádica, todos los sonidos cotidianos de la vida lejos de casa y bajo una amenaza constante. Percibías el compañerismo, el pesar por las pérdidas, el dolor, la soledad, el susurro del miedo o la culpa, los cientos de pequeños detalles que demostraban que eran hombres exactamente como ellos y en su mayoría también de diecinueve o veinte años.
Escuchaban para obtener información. A veces colocaban explosivos para volar la propia trinchera. Más de una vez habían irrumpido por accidente en una zapa enemiga para encontrarse cara a cara con alemanes que estaban haciendo exactamente el mismo trabajo con el mismo miedo y la misma culpabilidad. Joseph había pasado horas escuchando a los zapadores, ya que escucharlos era lo único que podía hacer para ayudarlos, y su admiración por ellos era inconmensurable.
—Gracias —dijo en voz alta—. ¿Quién estará enterado de lo que hizo Prentice, de qué dijo y con quién fue?
—Pruebe con el cabo Gee. Barshey Gee —añadió Lucy sabedora de que había muchos Gee en el regimiento.
Joseph le dio las gracias y salió al aire libre, donde ya oscurecía mientras retumbaba el fuego de la artillería, para ir en busca de Barshey Gee.
Los cañonazos de la artillería pesada iban en aumento en ambos bandos. Joseph fue avanzando de una trinchera a otra. Había hombres apostados en nidos de ametralladoras, otros aguardaban, rifle en mano, por si se aproximaba un pelotón de asalto alemán. Los ojos de unos y otros escudriñaban la alternancia de resplandor y oscuridad de la tierra de nadie. Era fácil confundir la escuálida silueta de un tocón de árbol con la de un hombre.
De pronto un obús alcanzó el promontorio de Hill 62 y Joseph se olvidó de Barshey Gee, de Prentice y de todo lo demás mientras socorría a los heridos, las más de las veces cargando con ellos a hombros. Era imposible doblar los recodos con una camilla de dos metros sin volcarla.
Hacia medianoche el fuego disminuyó un poco durante un rato. Al cabo arreció de nuevo y el pelotón de asalto que estaba esperando atacó. Las bengalas iluminaron el cielo y las siluetas de los soldados se recortaban momentáneamente en plena carrera pintadas de negro. Bajo el resplandor, las balas rebotaban en todas direcciones. Algunos hombres cayeron, pero la incursión fue repelida. Tomaron dos prisioneros, pálidos, enmudecidos y sólo con heridas superficiales. Aparentaban unos veinte años, eran rubios y de tez clara. Joseph fue enviado a hablar con ellos ya que hablaba bien alemán, pero sólo logró enterarse de sus nombres, graduación y regimiento. Era lo que esperaba. Los habría despreciado y compadecido a un tiempo si le hubiesen revelado algo más.
Faltaba poco para el amanecer cuando por fin dio con Barshey. Estaba sentado en un cajón de munición vacío fumando un Woodbine sin hacer el menor caso a la sangre que formaba costras en su mejilla y el brazo izquierdo.
—Hola, reverendo —saludó alegremente—. Me parece que ésta la hemos ganado.
—Las incursiones en tierra de nadie siempre salen caras —dijo Joseph poniéndose en cuclillas delante de él.
Barshey le ofreció un Woodbine.
— ¿Quiere uno?
—No, gracias —rehusó Joseph—. ¿Recuerdas la incursión de la noche en que mataron a Prentice?
— ¿Quién es Prentice?
—El corresponsal de guerra.
— ¡Ah, ése! —Barshey se encogió de hombros—. Menudo sujeto. Sí, claro que me acuerdo. No regresó. Dicen que se ahogó. Estúpido cabrón, no tendría que haber ido. —Dio una fuerte calada a su cigarrillo—. Ya se lo dije, pero estaba empeñado. Había estado en las zapas con los hombres del comandante Wetherall y pensaba que ya era un soldado. —Torció los labios con desdén—. No hacía más que hablar de lo que iba a escribir para contar a nuestros compatriotas todo lo que no quieren saber. Yo mismo podría haberlo empujado a un cráter si se me hubiese ocurrido.
—Supongo que no sabes quién lo hizo —dijo Joseph con indiferencia.
—Ni idea.
Barshey aplastó la colilla de su Woodbine y encendió otro ocultando la llama de la cerilla con la mano por puro hábito pese a que ahora estaban alejados de la línea de frente.
— ¿No fueron usted y el soldado de primera Goldstone quienes salieron a ver si quedaban supervivientes? —preguntó Barshey.
—Sí. Así es como encontré el cuerpo de Prentice.
Barshey se encogió de hombros.
—No entiendo por qué arriesgó el cuello por ése. Al fin y al cabo ya estaba muerto. No tenía sentido, la verdad.
—Lo traje de vuelta como habría hecho con cualquier otro —replicó Joseph.
De repente Barshey sonrió.
—Para mí que está usted loco, capi, pero en parte es un consuelo. Me gusta pensar que iría a buscarme aunque ya no estuviera en condiciones de luchar. Porque a veces pienso que estoy bien pero otros días me despierto con la cabeza llena de Jerrys muertos y pienso en sus madres y esposas, y en que quizá son los mismos a los que a veces he oído cantar. O los que nos han dejado salchichas ahí fuera, o los que preguntan a gritos los resultados del fútbol, y no lo puedo soportar. Necesito pensar que habrá alguien que vaya a por mí pase lo que pase.
Seguía sonriendo pero sus ojos brillaban con la dolorosa intensidad de su congoja.
—No lo dudes —dijo Joseph en voz baja—. Te garantizo que iría.
Barshey asintió con la cabeza pestañeando un poco. Entrecerró los ojos y bajó la vista al paquete vacío de Woodbine para disimular sus sentimientos, no porque quisiera otro cigarrillo.
—Mire, si quiere averiguar qué le pasó a ese imbécil tendría que hablar con el comandante Wetherall. Estuvo con él en las zapas porque Prentice no paraba de fanfarronear. Creía que Wetherall le consideraba todo un soldado. Puras sandeces, si quiere mi opinión. Wetherall lo despreciaba. Durante la incursión el comandante vino desde las zapas hasta nosotros a través de la tierra de nadie. Tiene más arrestos que cualquier otro hombre que yo conozca. Puede que viera al memo de Prentice caer en un cráter.
Joseph sintió frío en la boca del estómago.
— ¿El comandante Wetherall vino a través de la tierra de nadie durante la incursión?
Barshey sonrió.
—Como le he dicho, es un fuera de serie.
Era la única respuesta que Joseph no había contemplado: cualquier otro zapador, los amigos de Corliss, ¡pero Sam no!
— ¿Se encuentra bien, capi? —preguntó Barshey con amabilidad—. Tiene mala cara. ¿No le habrán alcanzado, verdad?
— ¿Alcanzado? —repitió Joseph tontamente.
— ¿Le han dado durante el último asalto? —repitió Barshey despacio escrutando el semblante de Joseph—. ¿Se encuentra bien? Parece mareado.
—Sólo es una magulladura —contestó Joseph—. Una magulladura interna, creo.
— ¿Duele, verdad? —dijo Barshey con comprensión aunque sin estar seguro de a qué se estaba refiriendo.
—Sí —convino Joseph—. Sí que duele.
Ojalá hubiese seguido el consejo de Sam y no hubiese investigado. Ya no quería saber, pero es imposible ignorar lo que se sabe. Sabía quién había matado a Eldon Prentice. Si uno pensaba en Corliss, quien seguía a la espera de saber si iba a enfrentarse a un pelotón de fusilamiento, quizá no resultaba tan difícil comprender por qué. Quizá tendría que haberlo adivinado desde el principio. Pero no podía dejarlo correr sólo porque le doliera en lo más vivo sacar a relucir la verdad.
De nada serviría titubear. Le habría gustado eludir el enfrentarse a todo lo que conllevaba pero al mismo tiempo entendía que no era posible. Las palabras de Scruby Andrews resonaban en su cabeza y la verdad que encerraban no le dejaría en paz. No lo haría ahora y sabía que más adelante tampoco.
Cuando tocaran diana Sam estaría en su sitio habitual. La hora del desayuno no era el mejor momento para semejante confrontación y justo después ambos estarían ocupados con otros deberes. Tenía que ser antes. No había más alternativa que ir a despertar a Sam enseguida.
Caminó lentamente por la tierra húmeda del amanecer. Las paredes de la trinchera estaban tachonadas de escarabajos. Una rata se alejó sin prisa ni susto. Subió los escalones y enfiló por la trinchera de aprovisionamiento. Reinaba un silencio extraño e inquietante. Ambos bandos habían dejado de disparar. Oyó el canto de un pájaro en lo alto del inmaculado cielo azul de la mañana.
Había recorrido aquel trecho de Paradise Alley tan a menudo que lo conocía como la palma de su mano, cada recodo, cada hondonada, la ubicación de cada montante y cada refugio. En otras ocasiones había experimentado una sensación de expectación, incluso de placer. Ahora tenía que obligarse a avanzar porque no tenía sentido demorarse. Un retraso no cambiaría nada.
Llegó al refugio subterráneo de Sam y se detuvo. Cada muesca y cada agujero de clavo de la madera que lo rodeaba le resultaba familiar. No había llamador pero uno no entraba en la improvisada morada de otro hombre a aquellas horas sin intentar mostrar cierta cortesía.
— ¡Sam! —llamó con voz ronca como si tuviera la garganta seca—. ¡Sam!
Silencio. ¿Estaba aliviado o enojado por tener que posponerlo después de todo? ¿Quizá Sam había ido a desayunar más temprano? No. Aún no habían tocado diana. Quizás estaba dormido.
— ¡Sam! —gritó.
Una cabeza rubia despeinada asomó por el hueco de la arpillera.
— ¿Busca al comandante Wetherall? Lo siento. Lo han trasladado. Una emergencia en otra parte del frente. Pero no sé dónde.
Joseph miró fijamente a aquel hombre. No concebía que aquel desconocido con la expresión perdida ocupara el refugio subterráneo de Sam. ¿Dónde estaban las pertenencias de Sam? ¿Cómo podía ocurrir algo así sin previo aviso?
El soldado pestañeó y reparó en los galones de Joseph.
—Lo siento, capellán. Espero que no trajera malas noticias para él.
—No —contestó Joseph despacio. Inspiró profundamente—. No. Ninguna novedad, al menos por ahora. Gracias.
Dio medio vuelta y tropezó con un surco del suelo irregular. Aquello sólo era un respiro, no cambiaba nada, pero por el momento no tenía que enfrentarse a Sam y destruir la amistad que era su único puente hacia la risa, la calidez del contacto humano, la mano que se abría y estrechaba la suya en las tinieblas de aquella destrucción universal.
* * *