10

Aquel mismo atardecer, mientras Joseph conversaba con Marie O'Day, Judith estaba sentada en la cocina del château. Le habían dado una cena excelente, aunque aparte de Cullingford y los oficiales franceses con quienes se había reunido. Comió el último pedazo de pan crujiente y aún caliente con queso Brie, apuró su copa de vino y dio las gracias al cocinero con un entusiasmo y una gratitud que no tuvo que fingir.

Después, en el aire templado y agradable del jardín, oyó el canto de los pájaros y olió la tierra húmeda. Hacia el norte el resplandor de los obuses destacaba contra la oscuridad del ocaso y el ruido era más fuerte a medida que los cañonazos iban en aumento.

Cullingford la encontró cuando la última luz del día se desvanecía del cielo. Los pesados racimos de lilas parecían más sombras que materia y su perfume penetrante envolvía y atrapaba los sentidos.

— ¿Te han dado una buena cena? —preguntó Cullingford como si tal cosa.

Judith se volvió sorprendida. Cullingford sólo estaba a un par de metros y no había oído sus pisadas sobre la hierba mullida.

—Sí, gracias. Ha sido mi mejor comida desde... desde la cena con la señora Prentice.

— ¿No olvidas la invitación de tu hermano Matthew?

Cullingford sonrió con el rostro de cara a la luz pero Judith no vio serenidad en él y tampoco, pensó, felicidad. ¿Se debía a que le había hecho pensar en su hermana y en la muerte de Eldon Prentice?

—La verdad es que no recuerdo qué comimos —reconoció Judith. Quería preguntarle si todo iba bien pero no quería parecer entrometida.

Quizá Cullingford lo adivinó en su semblante. Se metió las manos en los bolsillos, algo que Judith sabía que hacía cuando estaba muy concentrado y olvidaba cuanto le rodeaba. Era un gesto relajado y curiosamente íntimo. Se puso a caminar bastante despacio y ella le siguió el paso. Si no fuera por el ruido de las bombas en la distancia podrían haber estado en un jardín inglés con los campos de maíz al otro lado del seto.

—He estado reflexionando sobre lo que me dijiste acerca de la muerte de tu padre —dijo Cullingford sacando del bolsillo una pipa que llenó de tabaco—. El veintiocho de junio del año pasado. Me dijiste que había descubierto una conspiración aunque me contaste poca cosa más. Mencionaste al amigo de tu hermano que fue autor material del accidente pero apenas nada del hombre que estaba detrás del complot. —Se volvió para mirarla—. Sigue libre, ¿no? Y con el mismo poder y libertad que tenía antes.

—Sí —dijo Judith con voz tensa. La rabia y el dolor perduraban, incluso la sorpresa porque todo lo que daba sentido y valor a su vida hubiera sido destruido de un solo golpe. Había escondido parte de su tristeza, buscándose ocupaciones para no hundirse en ella, pero distaba mucho de haberla superado. Quería compartirla con Cullingford. Él comprendía la soledad, los sentimientos de horror y pérdida que moldeaban la mente con fuerza incontrolable, más profundos que las palabras, devoradores y demasiado íntimos como para explicarlos a quien nunca hubiese experimentado algo semejante.

Cullingford no había contado a su esposa nada de la realidad de su vida allí en Flandes: los riesgos que corría a diario, las decisiones y deberes que conformaban su actividad. ¿De qué hablaban entonces? ¿De asuntos domésticos, de conocidos comunes y del tiempo? ¿Todo lo que significaba pasión y dicha quedaba sin decir porque ella no quería conocer su mundo ni él el de ella? La soledad de la ignorancia podía ser como un peso que te dejaba sin aire.

—Sí —dijo Judith otra vez, consciente de que Cullingford la estaba mirando fijamente y con un anhelo en los ojos que no podía saber que ella descifraba. Judith no le miró, pero no hacía falta; el rostro de Cullingford estaba en su mente igual que si lo estuviera mirando. Era lo primero que veía al despertar y lo último antes de rendirse al sueño.

—Y no se detendrá sólo porque haya fracasado la primera vez —agregó Judith—. Matthew piensa que quizás esté tratando de minar la moral en la patria para socavar la campaña de reclutamiento y evitar que Kitchener forme un nuevo ejército.

Entonces recordó lo que Belinda había dicho sobre los artículos que Prentice se proponía escribir para relatar la verdad sobre las muertes inútiles y cómo ese conocimiento afectaría a quienes estuvieron considerando la posibilidad de alistarse. Quizá Cullingford también lo tuviera en mente.

—Lo siento —se disculpó Judith consciente del desgarro que la lealtad a la familia le debía de estar infligiendo—. Me figuro que Prentice no se daba cuenta de lo que hubieran provocado sus artículos. Y de todos modos los habrían censurado.

—Querida, yo conocía muy bien a Eldon —dijo Cullingford—. No se habría tomado la molestia de averiguarlo. Están muriendo demasiados hombres como para que pretendamos que todos son buenos. Ésa es una ingenuidad buena para los tiempos de paz. Los que no tienen que tomar decisiones pueden permitirse soñar, pero quienes debemos tomarlas no. Por favor, cuéntame lo que sepas acerca de este... creador de paz a cambio de esclavitud y deshonor —pidió Cullingford.

Judith se lo contó amparada en la creciente penumbra mientras paseaban por los senderos, ahora un tanto asilvestrados ya que los jardineros habían sido llamados a filas. La tierra desatendida había florecido con su verdor habitual como si no supiera que a escasos kilómetros la estaban envenenando y convirtiéndola en un erial.

Judith ya había referido al general parte de los acontecimientos así como de la investigación posterior cuyas piezas se habían ido reuniendo hasta que por fin, con Europa al borde de la guerra, los hijos de John Reavley habían descubierto el complot.

—Tu padre fue un hombre muy valiente —dijo Cullingford en voz baja cuando Judith hubo terminado—. Ojalá le hubiese conocido.

Judith se enfureció consigo misma porque los ojos se le arrasaron en lágrimas y la voz se le quebró cuando intentó contestar.

—Lo siento —dijo Cullingford. Soltó la pipa un momento para sacar un pañuelo del bolsillo. Se lo tendió a Judith.

Judith intentó enjugarse las lágrimas sin éxito, y se sonó la nariz. Se quedó con el pañuelo, para no devolvérselo sucio.

—Pienso que Eldon quizás estuviera envuelto en ese asunto —dijo Cullingford meditabundo. Había una tristeza inmensa en su rostro, pero no rehuyó aquella posibilidad por más desagradable que le resultara—. He estado reflexionando sobre algunas cosas que me dijo la última vez que estuve de permiso. Se jactaba de que cambiaría las cosas. Lo hacía a menudo, como todo muchacho, pero me pareció más seguro de sí mismo que antes, como si se estuviera refiriendo a algo concreto.

Judith no dijo nada.

Cullingford se llevó la pipa a los labios y soltó una bocanada de humo. Judith olió su aroma en el aire húmedo.

—Tuvimos una de nuestras estúpidas discusiones como tantas otras veces. Odiaba el ejército y cuanto guardara relación con el militarismo, como él lo llamaba. Decía que había un camino mejor que la violencia, un camino de paz y gobierno que sustituiría al mezquino nacionalismo, que pronto pasaría a ser un anacronismo, que esperara a ver. —Había dejado de andar y sostenía la pipa entre las manos como si no supiera qué hacer con ella. La luz se reflejaba en la madera pulida de la cazoleta—. Entonces pensé que sólo fanfarroneaba, pero al verlo con la perspectiva de ahora pienso que sabía muy bien lo que estaba diciendo.

Judith se volvió para mirarlo y Cullingford desvió los ojos pese a que en la penumbra apenas hubiera podido ver su expresión. Judith entendió que el general se avergonzaba de haber leído el pensamiento de Prentice con tanta facilidad, lo superficial y vulnerable que había en él, el niño que había sentido necesidad de impresionar a los demás y el adulto que había abrazado una causa maléfica con ese mismo fin, quizá sin darse cuenta de ello. Judith volvió la mirada hacia los árboles recortados contra el cielo que ahora eran poco más que sombras en el crepúsculo.

—Vi fotografías de él —dijo Judith en voz baja—. En una regata. Tú también salías. Prentice aparecía joven y entusiasta, como si todo lo bueno estuviera aún por llegar. Supongo que hay miles de muchachos así. La gente debe de ver esas fotos y... —No pudo continuar. Estaba haciendo daño a los dos sin ninguna necesidad. Cullingford alargó la mano y le tocó el brazo. Sus dedos fuertes lo apretaron con firmeza, sólo un instante, y la volvió a soltar.

—También aparecía una muchacha —dijo Judith para romper el silencio.

—No me acuerdo —contestó Cullingford.

—Era una chica poco corriente, muy alta —explicó Judith—. Con unos ojos espectaculares, muy pálidos, de un verde o un azul muy claro.

De súbito la asaltó el recuerdo de Hannah utilizando prácticamente las mismas palabras.

Se paró en seco y dio media vuelta para mirar a Cullingford con el corazón palpitando.

— ¡Creo que ya sé cómo dieron a Sebastian la orden de matar a mis padres! No pudo ser por carta, uno no dice esa clase de cosas por escrito. Además, tenían que asegurarse de que Sebastian lo haría. ¡No había tiempo de esperar una respuesta a vuelta de correo! Tenía que hacerse en persona. Matthew me dijo que sólo recibió una llamada telefónica del señor Thyer, el director de St. John's, con quien mantuvo una conversación muy breve. Pero sé que se reunió con una muchacha en una taberna de Madingley. —Hablaba cada vez más aprisa levantando la voz con excitación—. ¡Una amiga de Hannah la vio! ¡Era alta, con unos ojos claros fuera de lo común! Por supuesto no tiene por qué tratarse de la misma mujer, ¡pero podría serlo! ¡Es posible que también metiera a Prentice en la conspiración!

Cullingford la contemplaba asombrado, vulnerable, como desnudo bajo los últimos restos de sol que apenas coloreaban el cielo.

—Sí—convino a media voz—. Podría ser. Mañana voy a Londres. Sólo un par de días. Lo investigaré. Me enteraré de quién es.

Judith se quedó perpleja. Cullingford no le había dicho nada de aquel viaje hasta entonces. Se asustó al comprobar cuánto lo añoraría aunque fuese por tan poco tiempo. Sacó el pañuelo del bolsillo e hizo ademán de devolvérselo.

Cullingford rió con cierta timidez.

—Guárdalo —dijo levantando el brazo para tocarle la mejilla con las yemas de los dedos—. ¿Estarás aquí cuando regrese, por favor?

— ¡Por supuesto! —respondió Judith con voz ronca. Le dolía tanto la garganta que apenas podía tragar.

Cullingford se inclinó y la besó con ternura en la boca y, tras vacilar un instante, con renovada pasión. Acto seguido se apartó de ella y dio media vuelta para dirigirse a la casa sin volver la vista atrás.

El general llegó a Londres a las once y media de la mañana. Lo primero que hizo fue ir a ver a Abigail Prentice. Fue un encuentro tenso y cargado de emoción en el que ninguno de los dos supo salvar el abismo de dolor que mediaba entre ellos.

—Hola, Owen —saludó Abigail tan calurosamente como pudo. Se manejaba con torpeza puesto que no le perdonaba del todo que fuera un militar de carrera, un hombre que había entregado su vida al combate, cosa que no comprendía, y estuviese allí, lleno de vida. Su hijo, que luchaba con su mente y sus creencias, cuya única arma era una pluma, había perecido ahogado en la tierra de nadie y yacía enterrado donde ni siquiera podría visitar su tumba. No había podido abrazarlo ni llorar a su lado.

—Hola, Abby.

Cullingford la besó en la mejilla. Fue cuanto ella le ofreció.

— ¿Estás de permiso? —preguntó Abigail pasando delante de él hacia la sala de estar.

—Un par de días —contestó Cullingford.

—Pensaba que como general habrías podido quedarte más tiempo. —Se sentó en el viejo sillón junto a la chimenea. Había rosas tempranas de color amarillo en un jarrón sobre la mesa. Todavía estaban en capullo y eran de tallo corto, cortadas de la enredadera de la pérgola del jardín. En un par de semanas estarían en su máximo esplendor—. Supongo que no saben arreglárselas sin ti — agregó con tanto orgullo como resentimiento en la voz.

Cullingford se preguntó si estaría sentado en el mismo sitio que había ocupado Judith cuando estuvo allí. Echó un vistazo a la habitación que tan bien conocía, las fotografías de Prentice, una o dos de él mismo, no muchas. Había varias de Belinda, algunas de Abby y su marido. Entonces vio la que Judith le había mencionado. Recordó la ocasión. Fue en Henley, tal como ella había supuesto. Un día caluroso, el sol deslumbrante en el agua, montones de muchachos con pantalones claros, sombreros canotier, blazers a rayas, chicas con vestidos afectadamente náuticos o llenos de muselinas y cintas y parasoles para evitar quemarse el cutis con el sol. Una jornada llena de risas, limonada fría y cerveza, cestas de picnic, frutas y sorbetes, gelatina de faisán, bocadillos de pepino y algunas copas de champán.

Y allí estaba Laetitia Dawson con sus sorprendentes ojos, casi tan alta como Cullingford y un poco más que Prentice, su rendido admirador. ¿Sería posible que su relación con el Pacificador hubiese comenzado precisamente allí, al conocer por vez primera sus seductoras y terribles ideas?

¿Sería ella también quien había dado a Sebastian Allard la fatídica orden que tan trágicas consecuencias tendría?

— ¿Te apetece un té? —preguntó Abby.

—Gracias —aceptó Cullingford, ya que así le resultaría más fácil estar sentado sin hacer nada y tampoco podía marcharse tan pronto.

— ¿Te quedarás a almorzar? —añadió Abby.

—No, no, gracias. Tengo que ir al centro a visitar a varias personas.

—Gracias por enviar a la señorita Reavley —prosiguió Abby con torpeza—. Fue todo un detalle. Es una chica muy amable. Habló muy bien de Eldon.

Cullingford imaginó a Judith sentada en aquel salón estrujándose los sesos para encontrar algo que decir, tal como ahora estaba haciendo él. Judith había detestado a Prentice por su insensibilidad ante el sufrimiento de unos hombres a quienes apreciaba sin límites. Al pensar en ella se le aceleró el pulso; el salón se empequeñeció, aprisionándolo. Deseba estar de vuelta en Flandes pese a la violencia y los padecimientos, el ruido, el miedo y la suciedad. En Flandes había personas a quienes amaba y causas que comprendía.

—Bien —dijo Cullingford en voz alta—. Me alegra que te fuera de ayuda.

—Nada ayuda, Owen —contestó Abby—. Sólo agradezco tu amabilidad.

—Abby, yo no lo mandé a la tierra de nadie —le dijo Cullingford. Quiso alargar el brazo y tocarla pero la vio demasiado envarada, demasiado frágil, y no se atrevió—. Corrió un riesgo como lo haría cualquier otro muchacho —prosiguió—. Si te enojas con todas las personas que viven porque él ha muerto vas a hacerte un daño intolerable. En la guerra hay bajas igual que en la vida. Hacemos cuanto podemos. A veces nos equivocamos. Eldon obedecía a sus creencias. No culpes a otras personas de ello.

Le estaba mintiendo. Hadrian le había contado que Eldon había muerto asesinado, cosa que nada tenía que ver con la guerra. Pero había dado motivos de sobra a muchas personas para que lo odiaran y Cullingford no sabía a cuál de ellas se le había presentado la oportunidad y la había aprovechado. No podía culpar al hermano de Charlie Gee, si había sido él, como tampoco a los amigos de Corliss. Pero no era preciso que Abby supiera aquello. Bastante pena tenía ya.

Abby lo miraba fijamente a la expectativa, deseosa de discutir pero sin atreverse a hacerlo. Tenía que soltar la rabia, pero no contra él.

Cullingford se levantó despacio.

—No tenemos tiempo que perder con odios, Abby —dijo en voz muy baja—. Aprovecha las cosas buenas que tienes mientras duren. El tiempo es muy valioso y escaso.

Las lágrimas se derramaron por las mejillas de Abby, y con poca soltura, como si no lo hubiese hecho nunca antes, Cullingford se arrodilló delante de su hermana y la estrechó entre sus brazos.

Cullingford ya había dado muchas vueltas al asunto y sabía con qué amigo iba a hablar a propósito de la idea que estaba tomando cuerpo en su mente. Era tan espantosa como plausible. Si lo que averiguase a continuación encajara con lo que Judith le había contado, la identidad del Pacificador dejaría de ser una incógnita.

Anduvo por Piccadilly bajo el sol con una sensación de irrealidad. Todo parecía exactamente igual que un año atrás y sin embargo aparecía indefiniblemente más deslucido. En parte se debía a los vestidos de las señoras. No había colores brillantes, nada de rojos, naranjas ni rosas encendidos, como si éstos fueran a resultar de mal gusto en medio del luto general.

Tal vez había menos caballos y más automóviles, cosa que quizá se debiera a la guerra o simplemente al progreso. Los vendedores de periódicos voceaban titulares en las esquinas y las noticias eran las mismas: cifras de bajas en Flandes, Francia y Gallípoli, crónicas de otras regiones en África y el Mediterráneo. Curiosamente seguía habiendo folletos que anunciaban musicales, obras teatrales, el último espectáculo y, por supuesto, películas.

Se detuvo un momento para orientarse y luego cruzó la calle para entrar en un gran bloque de apartamentos cada uno de los cuales era como una casa elegante con su vestíbulo y varias habitaciones.

Gustavus Tempany le estaba esperando. Era no menos de quince años mayor que Cullingford y tenía el pelo cano. Alto y delgado, cojeaba por culpa dé una herida que supuso su cese en el ejército indio diez años atrás. Su porte seguía siendo el de un soldado. Sus pensamientos y sueños estaban con los hombres destinados en Francia, pero sus días de combate habían terminado.

Dio la bienvenida a Cullingford y le ofreció whisky pese a que era temprano; no le sorprendió que lo rehusara.

— ¿Y bien? —dijo Tempany con gravedad mirando a Cullingford, que se había sentado con las piernas cruzadas afectando informalidad como si estuviera la mar de relajado—. No juegues al ratón y al gato conmigo, Cullingford. Hay algo que te reconcome, de lo contrarío no estarías aquí. No es momento para remilgos.

— ¿Conoces a Laetitia Dawson? —preguntó Cullingford sin rodeos.

Tempany abrió mucho los ojos pero no hizo ningún comentario.

—Por supuesto.

— ¿Sabes qué anda haciendo últimamente?

— ¿Te refieres a su vida social? Ni idea. No me interesan demasiado esas cosas. —Puso mucho cuidado en no preguntar por qué demonios estaba Cullingford interesado en algo tan superficial.

Frunció el ceño—. ¿Es importante?

—Podría serlo. ¿Sigue viviendo en Londres? ¿Se ha casado, se ha ido al extranjero o algo por el estilo?

—No. La vi cenando en el Savoy hace un par de semanas, o quizá sean tres.

— ¿Con quién? ¿Lo recuerdas?

—Con el hermano de alguien. Algo informal —le respondió Tempany.

Cullingford reparó en su curiosidad y sonrió. Podría haber confiado en su discreción y su honor, pero si Judith llevaba razón aquella información era intrínsecamente peligrosa y Tempany era demasiado buen amigo y desde hacía demasiado tiempo como para arriesgar su seguridad.

— ¿Podrías ponerme en contacto con alguien que la esté tratando actualmente? —pidió.

—Cullingford, ¿estás seguro de lo que haces? —preguntó Tempany con inquietud—. No se avendrá a nada cuestionable y lo sabes. ¿Sabes los contactos que tiene su familia? ¿Sabes quién es su tío?

—Sí, claro. Por favor. Es importante.

—Bueno, si no hay más remedio, me parece que ahora pasa mucho tiempo cerca de Cambridge, en la casa solariega. ¿Sabes dónde está?

—Sí, lo sé.

—Podrías probar con uno de los jóvenes científicos del Claustro. Ahora no recuerdo su nombre, pero dicen que es un genio. Todo es alto secreto. Campaña solidaria con la guerra. ¿Es eso lo que andas buscando?

Cullingford no contestó. Las piezas estaban encajando con demasiada facilidad: primero Laetitia Dawson con Eldon, aunque sólo era una suposición. Luego el mensaje a Sebastian Allard. Ahora había un joven científico en Cambridge. La conexión era perfecta. La pasión estaba allí, el idealismo, el poder. Tendría que ir a Cambridge, por supuesto. Cada paso precisaba ser demostrado, pero no preveía mayores dificultades. Sería fácil conseguir una fotografía de Laetitia en las páginas de sociedad de la revista Tatler. La mostraría en la taberna que había mencionado la hermana de Judith y la cadena quedaría completa.

Tomó un almuerzo rápido en la estación de ferrocarril y fue a Cambridge en el tren de la tarde, que llegó poco después de las tres. Por suerte el día en que mataron a John y Alys Reavley era una fecha que en Inglaterra se recordaría mientras existiera la historia escrita puesto que ese día tuvo lugar un asesinato en los Balcanes que precipitó una guerra que parecía conducir al fin del mundo tal como lo conocía Europa y al principio de algo desconocido, quizá más rápido, más oscuro e infinitamente más feo.

El general apenas tardó en encontrar un conductor que le llevara hasta la taberna del pueblo donde Sebastian y Laetitia Dawson habían sido vistos según Hannah había contado a Judith.

—Una chica muy guapa, caramba —convino el tabernero levantando la vista de la foto de la revista para mirar Cullingford con respeto. El general iba de uniforme, igual que otros miles de hombres, aunque en su caso se debía a que no había tenido tiempo ni ganas de pasar por su casa. Tenía prisa por resolver aquel asunto y, a decir verdad, no abrigaba el menor deseo de ver a Nerys y tener que ponerse la máscara que por el bien de ella ocultaba sus sentimientos. Dudaba tener las fuerzas necesarias para soportar semejante esfuerzo. Estaba demasiado cansado, con las emociones demasiado a flor de piel como para intentarlo.

— ¿Se acuerda de ella? —preguntó Cullingford pacientemente.

—No se la ve mucho últimamente —contestó el tabernero—. Andará atareada, digo yo. Como casi todo el mundo.

—Estoy intentando reconstruir un acontecimiento que ocurrió hace poco menos de un año para librar de toda sospecha a un conocido mío —explicó Cullingford sesgando un poco la realidad—. Seguro que recordará usted el día del asesinato del archiduque Francisco Fernando...

El tabernero puso los ojos en blanco.

— ¿Que si me acuerdo? ¡Cómo voy a olvidarlo!

—Desde luego, no creo que nadie pueda —convino Cullingford—. ¿Vio a esta mujer el día anterior? —Recordó la descripción que Judith hiciera de Sebastian Allard—. Puede que la acompañara un muchacho también alto, muy guapo, con el pelo castaño claro y la piel morena. Con aspecto de poeta, de soñador.

El tabernero sonrió.

— ¡Sí, claro! Me acuerdo de él. Muy bien parecido, en efecto. No he vuelto a verlo desde entonces. Me figuro que se fue a la guerra, como casi todos. —Su rostro se llenó de tristeza y pestañeó varias veces. Sacaba brillo al vaso que tenía en la mano con tanta fuerza que tuvo suerte de no romperlo—. Ojalá no lo hayan matado. Tenía una mirada increíble, como encendida desde dentro. —Negó con la cabeza—. Y no era amor como tantas veces ve uno en los muchachos de su edad. Era algo más grande, como usted dice, un sueño. Y él y la chica se trataban como amigos, nada más. Ella también era muy guapa aunque un poco demasiado alta para mi gusto. ¿Le sirve de algo?

—Sí —dijo Cullingford enseguida—. Sí, gracias.

Era lo que necesitaba saber. Informaría a Matthew Reavley. A él correspondía saber cómo arrestar al Pacificador o qué otra cosa hacer al respecto. Pero al menos ahora sabría quién era. Podría cortarle las alas para siempre. Quizás actuarían con discreción, sin una acusación en toda regla y, desde luego, sin juicio.

Volvió a dar las gracias al tabernero, le dejó una generosa propina por su colaboración y salió a la calle soleada.

¿Habría aún quien se suicidara por honor si era hallado culpable de traición? Sin duda el gobierno jamás lo haría público. ¿Le ofrecería alguien una espada o una pistola? Sería la mejor manera de hacerlo.

El conductor le estaba esperando y Cullingford regresó a la estación para tomar el siguiente tren a Londres. Tendría que haber pensado en pedir a Judith la dirección de Matthew, pero no había querido decirle lo que se proponía hacer. De habérsela preguntado lo habría adivinado. Ahora tendría que telefonear a uno de sus amigos de los Servicios de Inteligencia y pedirla. Sólo era un contratiempo sin importancia.

El viaje de regreso desde Cambridge fue muy agradable. Cullingford se permitió echar una siesta'. Se despertó sobresaltado y vio que ya estaba en las afueras de la ciudad. Tendría que buscar un hotel donde pasar la noche y tal vez ir a su casa al día siguiente. Tendría tiempo de enfrentarse a esa decisión cuando llegara el momento.

Eran casi las siete y ya comenzaba a atardecer cuando recorrió el andén bajo el inmenso techo de la estación hasta la calle. El aire templado acariciaba la piel como si el verano estuviera al caer.

Se dio cuenta del hambre que tenía y buscó un restaurante para cenar como era debido antes de ir a visitar a Matthew Reavley. Matthew era un joven soltero. No había motivo para pensar que regresaría temprano a su casa o, en realidad, que fuera a regresar. Aun así debía intentarlo aunque le llevara toda la noche y tuviera que ir a las oficinas del SIS a la mañana siguiente. Aunque sería mejor verlo aquella misma noche, por distintas razones. La revelación debía tener lugar en la más estricta intimidad, de modo que nadie más pudiera oír ni una sola palabra. Y acaso no fuera tarea fácil convencer a Matthew de que el Pacificador era en efecto quien Cullingford sabía que era.

Otra razón de peso era que deseaba hacerlo cuanto antes. Cada hora que pasaba era una hora de libertad que el Pacificador aprovecharía para hacer más planes, traicionar a más personas, quizás hasta significase la muerte de otros hombres y la aproximación de la derrota.

Después de cenar hizo una única llamada telefónica y obtuvo la información que deseaba. Paró un taxi y dio al conductor una dirección que quedaba a unos doscientos metros de la calle de Matthew. Seguramente fue una precaución innecesaria, pero aun así no quería facilitar la dirección del domicilio de Matthew ni siquiera a un taxista, pues éste podía muy bien recordar a un pasajero con uniforme de general.

Eran casi las diez cuando acabaron de abrirse camino entre el tráfico y por fin pagó la carrera y se apeó. La temperatura seguía siendo templada pero ya había oscurecido del todo y las farolas sólo proyectaban discos de luz que semejaban perlas gigantes dispuestas a lo largo de la acera.

Al doblar la esquina y entrar en la bocacalle estaban más separadas entre sí. Cullingford vio que había un hombre a pocos metros de la farola más cercana a la portería que a su entender correspondía al piso de Matthew. Estaba junto al bordillo, como si esperase que pasara un taxi para pararlo. No podía estar aguardando para cruzar puesto que nada se lo impedía. La calle estaba en silencio. Cullingford esperó que no fuera el propio Matthew. Llevaba abrigo y sombrero y empuñaba un bastón. Costaba discernir su estatura. Las sombras lo hacían más alto de lo que era.

Se volvió justo cuando Cullingford llegaba a su altura como si el ruido de sus pisadas hubiese atraído su atención. Por un instante la luz brilló en su semblante y le sonrió.

—Buenas noches, Cullingford —dijo en voz baja—. Me figuro que ha venido a ver a Reavley. Es una lástima.

Cullingford vio el rostro del Pacificador torcerse con una mueca de pesar pero sin una pizca de indecisión.

Llegó a ver la luz de la farola reflejada en la hoja del bastón espada y acto seguido la notó en su cuerpo como un golpe paralizante, para nada punzante, sólo un entumecimiento que se apoderaba de él mientras se desplomaba en un abismo de tinieblas.

Joseph estaba sentado en su refugio subterráneo escribiendo cartas cuando oyó ruido en la entrada y un momento después entró Barshey Gee sin avisar. Tenía el rostro blanco y miró a Joseph sin siquiera intentar disculparse.

Joseph soltó la pluma y se levantó. En dos pasos se plantó delante de Barshey. Lo cogió por los hombros.

— ¿Qué ha ocurrido? —preguntó con voz grave, preparándose para encajar la noticia de que habían matado a uno de los hermanos de Barshey. Tenía que haberlo hecho un francotirador a aquellas horas de la tarde—. ¿Qué ha ocurrido, Barshey? —repitió.

Barshey respiraba entrecortadamente.

—Acabo de enterarme, capitán. ¡Han asesinado al general Cullingford! En Londres. Estaba de permiso y un ladrón le clavó un cuchillo en plena calle. ¡Dios mío, espero que cuelguen a ese cabrón! —Procuró respirar con normalidad inspirando profundamente—. ¿Qué nos está pasando, capitán Reavley? ¿Cómo es posible que alguien mate a un general en plena calle? —Los ojos se le salían de las órbitas—. ¡Caray! ¡Tiene muy mala cara!

Joseph se encontró con la boca seca y el corazón palpitante, no ya por él sino por Judith. Fue como si el pasado volviera a acechar: muerte donde nunca la habrías imaginado, como si segaran tu vida de raíz pero te dejaran consciente para que pudieras verlo con tus propios ojos, obligado a estar presente y enterarte de todo. El final de la vida pero sin la clemencia del olvido.

¡Judith iba a sufrir lo indecible! Cullingford no era su marido, aquel amor era un desatino, nunca hubiese conducido a una felicidad futura, pero eso nada tenía que ver con el dolor que padecería. ¡Seguía siendo amor! Era dicha, comprensión, amabilidad, ternura apasionada. Era la voz en la oscuridad del miedo ante un mundo que se venía abajo; el contacto que significaba que no estabas solo. ¡Cuánto sufriría! Sufriría hasta que se sintiera del todo vacía. Luego el reposo la restablecería y volvería a tener fuerzas para sufrir otra vez.

—Gracias por decírmelo, Barshey. ¡Tengo que ir a Poperinge ahora mismo! ¡Ayúdame a encontrar un coche, una ambulancia, lo que sea!

Barshey no discutió, se limitó a obedecer.

Una hora después Joseph estaba en el puesto de ambulancias de Poperinge. Primero fue a ver a, Hadrian. Debía informarse con todo detalle. Todavía abrigaba una remota e indefinida esperanza de que Barshey estuviera equivocado.

No lo estaba. Hadrian estaba aturdido por la impresión pero dijo a Joseph que era verdad. Había ocurrido por la noche en la misma calle donde vivía Matthew.

Salió del despacho de Hadrian y una vez en la calle vio a Judith y Wil Sloan riendo junto a una ambulancia. Debieron de oír sus pasos sobre el adoquinado porque ambos se volvieron a mirarlo. La risa cesó al instante.

Judith se aproximó a Joseph y al verle palideció.

Joseph le apoyó las manos en los hombros. Ella aguardó sabiendo por sus ojos que el golpe iba a ser terrible. Quizá temía que se tratara de Matthew.

—Judith —comenzó Joseph y se le quebró la voz. Tuvo que carraspear para proseguir—. Han asesinado al general Cullingford en plena calle, en Londres, delante de casa de Matthew. No se sabe quién ha sido.

— ¿Qué?

No era que no le hubiese oído, simplemente no podía aceptar la enormidad del suceso.

—Es lo único que sé. ¡Lo siento! ¡No sabes cuánto lo siento!

— ¿Ha... muerto?

—Sí.

Judith se inclinó y hundió la cabeza en el hombro de Joseph, que la rodeó con sus brazos y la estrechó con fuerza. Transcurrió un buen rato antes de que rompiera a llorar y entonces todo su cuerpo se estremeció como si nunca fuese a recobrar el aliento, como si el dolor que le partía el alma nunca fuera a remitir.

Joseph siguió sosteniéndola. Wil se quedó plantado donde estaba con el rostro transido de horror e impotencia.

Finalmente Judith se apartó. Mantenía los ojos cerrados como si no soportara ver nada.

—Es culpa mía —susurró con voz ronca—. ¡Fue a dar caza al Pacificador a causa de lo que le dije! ¡Lo he matado yo!

Joseph le apartó el pelo de la cara.

—No —respondió en voz muy baja—. Lo ha matado la guerra. Judith volvió a apoyarse en él, muy quieta ahora, demasiado agotada como para seguir llorando, al menos por el momento. Joseph se limitó a abrazarla.

* * *