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—No lo sé —dijo Sam cansinamente, echándose el pelo hacia atrás y manchándose la frente de barro sin darse cuenta—. Hay tanta confusión que es imposible decirlo con certeza. Parece que uno de los puntales se soltó y parte de la pared se derrumbó. Pero la causa de que eso sucediera es difícil de determinar. ¿Cómo le ha quedado la mano?
Estaban en el refugio subterráneo de Sam, anejo a la trinchera de apoyo. Quedaba tres escalones por debajo del nivel de la propia trinchera, era un profundo agujero en la tierra con rejillas de tablones en el suelo y una cortina de arpillera a modo de puerta. El interior era el típico de las dependencias de muchos otros oficiales: un catre estrecho, una silla de madera y dos mesas hechas con cajas. Había varios libros sobre un estante improvisado junto a la cama, un poco de poesía, alguna leyenda griega, un par de novelas. Encima de una de las cajas había un gramófono y dentro de esa misma caja unos veinte discos, casi todos de música clásica para piano, Liszt y Chopin, un poco de Beethoven y algo de ópera. Joseph se los sabía todos de memoria. También había una fotografía del hermano menor de Sam con el rostro demacrado por la enfermedad.
—Ha perdido dos dedos centrales, creo —contestó Joseph—. Si no se le infecta, quizá conserve el resto.
Sam había preparado té en su perola, la cual ahora estaba cuidadosamente apuntalada sobre una vela encendida. Tenía galletas de chocolate procedentes de un paquete recibido desde su casa. Sirvió el té, dando la mitad a Joseph, y repartió las galletas.
—Gracias —dijo Joseph. Cogió la taza y mordió una galleta. Era crujiente y dulce. Casi compensaba el sabor del té preparado con agua salobre en un cacharro que servía para todo. Al menos estaba caliente.
—Ha venido un corresponsal nuevo —prosiguió Joseph—. Muy arrogante. Limpio y planchado. No tiene ni idea de lo que es meterse en una zapa.
Joseph sólo había entrado una vez en una zapa pero jamás olvidaría aquella sensación. Tuvo que hacer acopio de todo el dominio de sí mismo para no echarse a chillar mientras las paredes parecían cerrarse sobre él y oía el ruido del goteo y los pequeños desprendimientos, además del correteo de los roedores. Cada proyectil disparado podía ser el que derrumbara la entrada y lo enterrara junto con sus compañeros bajo la tierra donde morirían asfixiados. Se había acostumbrado al golpeteo de los alemanes que hacían lo mismo. Uno los oía en los refugios subterráneos. En cierto modo el silencio era peor: podía significar que estaban cebando sus espoletas. Las minas podían explotar en cualquier momento.
Sam le observaba con una mirada de interrogación. No cabía eludir la verdad.
—El periodista piensa que quizá sea una herida provocada —admitió Joseph—. Alguien le ha estado contando historias y no se lo quita de la cabeza.
Sam no contestó. Su rostro curioso e irónico reflejaba los pensamientos que se negaba a decir en voz alta: compadecía a los hombres empujados más allá de sus límites y le constaba que aquello era exactamente lo que podía haber sucedido; temía que su hombre fuera a ser castigado sin que él pudiera hacer nada por protegerlo; y estaba cansado de tanta suciedad, tanto agotamiento y tanto dolor. Esbozó una sonrisa, una expresión sorprendentemente tierna.
—Gracias por intentarlo —dijo.
Joseph cogió una segunda galleta de chocolate y se acabó el té.
—No es suficiente —dijo poniéndose de pie—. Watkins no iba a presentar cargos contra él pero me aseguraré de que así sea. Corliss me ha parecido un tanto inestable. Regresaré al hospital de campaña y comprobaré que esté bien.
Sam asintió con la cabeza, mirándolo con gratitud.
Joseph sonrió.
—Quizá consiga una taza de té como Dios manda —dijo quitándole importancia al asunto—. No tengo nada mejor que hacer.
Fue andando hasta el puesto de primeros auxilios y por el camino se cruzó con Bert Dazely, que llevaba el correo para los hombres de las trincheras de primera línea. Sujetaba un buen fajo de sobres con la mano y sonreía de oreja a oreja mostrando los dientes que le faltaban.
—Buenas tardes, capellán —dijo alegremente—. ¿Ha visto a Charlie Gee ahí arriba? Tengo dos para él. Calculo que esa chica suya le escribe dos veces al día.
—Eso parece —convino Joseph con una momentánea punzada de envidia. Eleanor había muerto de parto dos años atrás y en una terrible noche perdió a su esposa y a su hijo. Se obligó a apartar aquel recuerdo de la mente con toda su fuerza de voluntad. Tenía cosas que hacer ahora, cosas que lo mantendrían ocupado y lo distraerían de los sentimientos—. He estado con el comandante Wetherall. No sé dónde está Charlie.
—Ya lo encontraré —dijo Bert en tono jovial, sabiendo que llevaba consigo el bien más preciado de todo el campo de batalla.
Joseph sólo tuvo que aguardar un cuarto de hora a que llegara una ambulancia y, dado que sólo había que trasladar a dos heridos, pudo pedir que lo llevaran hasta el puesto de urgencias que, de hecho, era un pequeño hospital móvil. Hacía poco que aquellas unidades habían entrado en servicio.
Preguntó a la primera enfermera que vio. Era una mujer alta y muy atractiva. No se dio cuenta de que era estadounidense hasta que habló con ella.
— ¿Qué desea, capitán?
—Sí, verá, enfermera... —Joseph vaciló porque le gustaba llamar ala gente por su nombre.
—Marie O'Day —dijo la joven.
— ¿Irlandesa? —inquirió Joseph sorprendido. Sin duda había confundido su acento.
La enfermera O'Day sonrió y se le iluminó el semblante. —No, la familia de mi marido lo era. Conduce una ambulancia. ¿A quién busca?
—Al soldado Corliss, el zapador que ingresó ayer con la mano aplastada.
El rostro de la enfermera se ensombreció de nuevo.
—Ah. Está bastante mal. Creo que ha perdido tres dedos. No lo está llevando demasiado bien, capellán. Parece muy deprimido. Me alegra que haya venido a verle. —Titubeó un instante, como si fuera a añadir algo más pero no supiera cómo expresarlo.
El miedo hizo un nudo en el estómago de Joseph. Aquéllas eran exactamente las situaciones en las que se suponía que debía prestar ayuda: el trauma, la desesperación, las heridas internas que quedaban fuera del alcance de los médicos.
— ¿Qué sucede, señora O'Day? Necesito saberlo.
—No sé cómo ocurrió ni me importa —contestó la enfermera mirándolo a los ojos con absoluta franqueza—. No entiendo cómo se las arreglan estos chicos para tener el coraje de saltar el parapeto, sabiendo lo que les puede ocurrir, o de meterse en esos túneles bajo tierra. Están muertos de miedo y sin embargo lo hacen y bromean al respecto. —Sin previo aviso los ojos se le arrasaron en lágrimas y tuvo que apartar la vista—. A veces les oigo decir...
Joseph tendió la mano para tocarle el brazo pero cambió de parecer. Sería un gesto demasiado familiar.
— ¿Qué es lo que quiere decirme, señora O'Day?
Marie pestañeó varias veces.
—Hay un joven corresponsal de guerra rondando por todas partes que no para de hacer preguntas. Me consta que tienen que hacerlo, es su trabajo, y también que en la patria la gente tiene derecho a saber qué está pasando. Pero ha oído algo sobre heridas provocadas adrede, sobre todo en las manos, y está insistiendo mucho.
Su rostro seguía mostrando indecisión, la necesidad de decir algo más, o quizás el deseo de que la entendiera sin más palabras.
Joseph recordó el miedo de Sam y el suyo propio. Había visto hombres paralizados por el terror, incapaces de mover el cuerpo o de controlar sus funciones fisiológicas. Los túneles subterráneos eran más de lo que muchos podían soportar; el horror de ser enterrado vivo era peor que el de ser fusilado por cobardía. Ni siquiera sabía qué andaba preguntando Prentice, ni tampoco qué pretendía escribir, y sin embargo Joseph ya estaba a punto de odiarlo.
—Daré con él —prometió—. Los corresponsales de guerra carecen de autorización para acercarse tanto a la primera línea. Son civiles. Cualquier oficial puede ordenar que se vayan y, si está molestando, eso es lo que haré.
Marie tomó aire rápidamente para explicarse.
—Lo sé —la tranquilizó Joseph—. No sabemos cómo perdió Corliss los dedos y no estoy seguro de que queramos saberlo. Marie se serenó. Aquello era lo que necesitaba.
—Gracias, capitán. Tenga la bondad de seguirme.
Se dio la vuelta y salieron por la puerta, recorrieron un sendero de tablones y entraron en otro barracón con camas dispuestas a ambos lados. Joseph sabía que era contiguo al quirófano. Vio a Corliss tumbado de costado en una de las camas con el rostro girado. La figura de. Prentice en medio de la estancia era fácil de reconocer por el uniforme limpio. Estaba conversando con un soldado que llevaba el brazo en cabestrillo. Al oírlos entrar se volvió y su semblante se iluminó a la expectativa.
— ¡Hombre! El capellán otra vez —dijo con entusiasmo, dejando de lado al soldado y dirigiéndose hacia Joseph—. ¿Ha averiguado algo más sobre cómo perdió media mano ese zapador?
— ¡No ha perdido media mano! —le espetó Marie O'Day—. Y haga el favor de hablar en voz baja. En realidad lo mejor sería que saliera de aquí. Esto es una sala de hospital, no una cafetería para que ande de aquí para allá charlando con la gente.
La enfermera era casi de su misma estatura y defendía su territorio y a los hombres a los que cuidaba con admiración y piedad.
Prentice reconoció que lo habían vencido, al menos por el momento, y se batió en retirada.
Joseph dedicó una sonrisa radiante a Marie O'Day y acto seguido fue hasta la cama de Corliss. Estaba tendido con los ojos abiertos, mirando al infinito con la mirada perdida y el rostro inexpresivo.
Joseph sabía que su deber era tener respuestas para situaciones como aquélla, palabras que aliviaran el dolor, que disiparan parte del miedo que retorcía las entrañas y soltaba las tripas, algo que diera sentido a lo insoportable. Sólo lo divino servía; no había nada humano lo bastante grande para abarcarlo.
Ahora bien, ¿qué podía decir? Al mirar a Corliss se daba cuenta de que el joven sabía que sospechaban de él y no podría demostrar su inocencia. Había perdido la mano. Aún podía ocurrir que se le infectara la herida y tuvieran que amputarle todo el brazo. Si lo hallaban culpable de haberse provocado la herida, le vendarían los ojos y lo fusilarían deshonrado. ¿Podía ocurrirle algo peor a un hombre?
Las palabras murieron en la lengua de Joseph. Se limitó a sentarse en la cama y apoyar una mano en el hombro de Corliss.
—Si quieres hablar, aquí me tienes —dijo en voz baja—. Si no, no pasa nada.
Corliss no se movió durante un buen rato. Cuando por fin habló lo hizo con la voz ronca, como si tuviera la garganta seca.
— ¿Qué ha dicho el comandante Wetherall? Me duele como una cuchillada en la barriga haberlo defraudado.
Joseph vio lágrimas en el rostro de Corliss.
—Me ha enviado para que ese periodista te deje en paz —contestó.
—Va a por mí —dijo Corliss—. Piensa que me lo hice yo mismo aposta. Se lo he oído decir.
—No se entera de nada —replicó Joseph—. Veré si puedo llevármelo a una zapa. Eso le dará una idea bastante aproximada de cómo son. Si quiere una historia, ésa sería fantástica. Lo convertiría en un héroe.
Corliss esbozó una sonrisa y tragó saliva.
—Y el comandante Wetherall sabe muy bien lo mal qué se pasa ahí dentro —prosiguió Joseph.
Corliss pestañeó.
Joseph dejó que se hiciera el silencio.
—Gracias, capellán —dijo Corliss finalmente.
Media hora después, tras haber hablado con todos los hombres de la sala, Joseph salió al aire libre en busca de Prentice. Necesitaba apelar a lo mejor que hubiera en aquel hombre. Si consiguiera hacerle entender la magnitud de las pérdidas, el número de heridos y muertos que había en cada batallón sin que hubiera reservas para ocupar sus puestos, quizá dejaría de minar la moral de los hombres que quedaban y que intentaban mantenerse despiertos día y noche a toda costa, a menudo obligados a vigilar a solas en todo un tramo de trinchera, de un recodo al siguiente. Habían pasado casi todo el invierno calados hasta los huesos y la mitad de ese tiempo soportando un frío glacial. Se alimentaban con comida rancia y agua sucia y, para colmo, muy racionadas. Dormían al raso. Todos y cada uno de ellos habían perdido amigos que conocían desde la infancia, hombres a los querían como a hermanos.
Muchos de ellos no deseaban matar alemanes. Algunos tenían pesadillas debido a la culpabilidad, sueños empapados en sangre de los que despertaban gritando, sudando a mares, temerosos de compartir pensamientos que podían considerarse deslealtad, cobardía e incluso traición cuando en realidad eran mera humanidad.
Prentice estaba hablando con el sargento Watkins. Parecía muy tranquilo allí de pie medio de lado junto a una mesa llena de tablillas y vendas, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo. Delante de él, el sargento Watkins estaba prácticamente cuadrado, con la mandíbula prieta y el rostro colorado.
—Así que la moral está bastante baja —decía Prentice con convicción—. En realidad, no podría estarlo más. Me han dicho que algunos hombres ni siquiera desean luchar contra los alemanes. ¿Eso es verdad?
—Ningún hombre en su sano juicio desea matar a otro a no ser que se vea obligado a hacerlo —contestó Watkins en voz baja y enojada—. Pero si Jerry dispara, créame, señor, nuestros muchachos responderán. Vaya a primera línea cuando tenga ocasión, en lugar de rondar por aquí, y no tardará en verlo con sus propios ojos. ¿Qué piensa que es todo ese ruido? ¿Truenos? ¿Dios todopoderoso cambiando los muebles de sitio? Son armas, chico, armas suficientes como para matar a todo bicho viviente en Flandes. ¿Aunque tampoco es que quede mucho con vida por aquí!
—Y también andan ustedes escasos de munición, según me han dicho —continuó Prentice, ni por asomo desalentado—. Tienen que racionar la que entregan a cada hombre e incluso pedirles que devuelvan la que no hayan usado.
—No desperdiciamos nada —contestó Watkins fulminándolo con la mirada—. Todo el mundo lo sabe, sólo que no lo dice. Si Jerry no está enterado, más vale que siga así.
—Con tan pocas probabilidades de ganar y la moral tan baja, ¿no resulta difícil hacer que los hombres salgan a combatir? —preguntó Prentice enarcando las cejas y abriendo mucho los ojos azules.
— ¡Deje de decir estupideces! —exclamó Watkins enojado y con el semblante lívido de rabia—. Tengo cosas mejores que hacer que estar aquí escuchando cómo le da a la sinhueso. Salga afuera y vea la realidad. Y deje en paz a los pacientes. —Watkins comenzó a volverse para alejarse.
—Pensaba que quizás había venido a averiguar si la herida del zapador era provocada —afirmó Prentice con toda claridad.
Watkins se quedó paralizado y luego se volvió de nuevo hacia Prentice muy despacio.
— ¿Que usted qué?
Prentice repitió lo que había dicho con ojos retadores y expresión inocente.
A Joseph se le hizo un nudo en la garganta y se le revolvieron las tripas. Aquello era exactamente lo que había ido a evitar. Tenía que decir algo enseguida, antes de que fuera demasiado tarde.
—Señor Prentice, usted no sabe nada —interrumpió Joseph—. Y la justicia castrense no es asunto de su incumbencia. El sargento Watkins conoce de sobra su trabajo. Es militar de carrera. No necesita que usted le dé instrucciones.
Prentice se volvió hacia Joseph y sonrió torciendo los labios con fría satisfacción.
—Por supuesto que no —convino—. Hará lo correcto por el bien del ejército como entidad y con el fin de ganar la guerra, tanto si le gusta hacerlo como si personalmente le resulta difícil. No debe permitir que el hecho de que le guste o deje de gustarle un hombre se interponga en su labor. Como tampoco lo que opinen los demás, cosa que me incluye a mí —sonrió aún más ampliamente— y también a usted, capellán. Él averiguará la verdad. Aunque me figuro que siendo un hombre de Dios, usted también la busca.
Joseph comprendió que había perdido la discusión y vio en los ojos de Watkins que éste también se había percatado.
— ¿Qué le sucede a un hombre que se haya herido deliberadamente? —prosiguió Prentice—. Es su deber para con el resto de su unidad ocuparse de ello, ¿no es cierto? Una cosa que me ha llamado la atención aquí, aunque sólo llevo unos días, es la lealtad, la extraordinaria profundidad de la amistad entre los hombres, la buena disposición para compartir, para arriesgar y hasta para sacrificarse. —Había un dejo de envidia en su voz y hablaba deprisa en un tono de ira contenida—. Se les debe el honor y la lealtad de quienes tienen el poder de protegerlos y el deber de dirigirlos.
Watkins lo miraba sumido en un amargo silencio.
Joseph buscaba desesperadamente algo que decir, pero ¿acaso lo había? Marie O'Day sabía que la herida de Corliss podía ser deliberada. Hasta Sam temía que así fuera. Había dicho que Corliss estaba a punto de perder el valor.
—Es una... —comenzó a decir Joseph buscando un pretexto médico.
Prentice no le hizo ningún caso y mantuvo la mirada fija en Watkins.
—... cuestión de disciplina militar reunir las pruebas pertinentes —dijo Prentice concluyendo la frase—. Para descubrir la verdad. Tiene que haber alguien que viera lo sucedido. La única razón para no hablar con el testigo sería el miedo a lo que vaya a decir. —Sonrió brevemente—. Estoy seguro que éste no es el caso... ¿verdad?
— ¡Por supuesto que no! —dijo Watkins apretando los dientes—..Voy a investigarlo. Si hay pruebas se celebrará un consejo de guerra. ¡Pero esto sigue sin ser asunto suyo, señor! Haga el favor de largarse. ¡Váyase a hacer su trabajo y deje que hagamos el nuestro!
Giró sobre los talones y salió a grandes zancadas dejando atrás a Joseph, demasiado enojado para seguir hablando y quizás avergonzado por haberse dejado atrapar en aquella encerrona.
Joseph había fallado. En vez de proteger a Corliss había jugado un papel decisivo para que Prentice obligara a Watkins a investigar el incidente, y para colmo Joseph temía en su fuero interno que Corliss fuese culpable. La gente poseía distintos grados de resistencia. Un buen comandante era capaz de ver cuándo se acercaban al límite. Sam lo había visto y había intentado protegerlo. Corliss sólo se había hecho daño a sí mismo, a nadie más. No había abandonado su puesto, ni se había dormido, ni había dejado que otro cargara con la culpa. Se trataba de uno de aquellos casos en los que Hacer la vista gorda posiblemente le hubiese salvado, dándole tiempo para recobrar al menos el amor propio, la capacidad de construir algo con lo que quedaba de él. Prentice no sabía ni por asomo a qué se enfrentaban aquellos hombres y mucho menos los zapadores. Joseph tendría que haber encontrado el modo de evitar aquel desenlace.
Regresó y habló con Marie O'Day. Estaba furiosa con Prentice pero ella no podía hacer nada. Luego pasó un par de horas conversando con los demás hombres, acercándose de vez en cuando a la cama de Corliss, a quien se limitaba a hacer compañía.
Todos oían el bombardeo. La artillería pesada parecía tener un alcance considerable aquella noche. Las paredes se estremecían y las lámparas oscilaban proyectando sombras temblorosas. Hacia las diez llegaron los primeros heridos: algunos con brazos y piernas rotos, un hombre con una profunda herida de metralla en el pecho, otro con el pie arrancado de cuajo. Los cirujanos trabajaban a toda prisa. El olor a sangre preñaba el aire. Todo el mundo presentaba salpicaduras y manchones rojos.
La noche se prolongaba interminablemente. El ruido de la artillería se detenía y recomenzaba una y otra vez. Prentice iba rondando de un lado a otro. Joseph lo vio en varias ocasiones: una vez llevando té; varias ayudando a un hombre herido o sosteniendo una camilla. Ahora su ropa estaba tan arrugada y sucia de sangre como la de todos los demás, su piel clara aún más pálida por la fatiga y quizá también por el horror, la voz ronca de emoción.
Hacia las cuatro de la madrugada, entró Wil Sloan con el rostro ceniciento sosteniendo el extremo de una camilla en la que estaba tendido Charlie Gee. Tenía la piel casi azul, los ojos hundidos en las órbitas y una enorme herida escarlata que manaba sin cesar ocupaba la parte baja de su abdomen allí donde deberían estar sus genitales. Wil había intentado detener la hemorragia con todas las vendas que había encontrado pero éstas ya estaban completamente empapadas.
— ¡Ayúdenle! —gritó, su voz casi un alarido—. ¡Ayúdenle! ¡Por Dios, hagan algo!
El cirujano soltó la aguja con la que estaba cosiendo a otro paciente y un enfermero ocupó su lugar para terminar la sutura. Marie O'Day soltó un gemido de angustia y corrió a ayudar al otro camillero a colocar al herido encima de la mesa.
—Muy bien, soldado —dijo el médico con amabilidad—. Vamos a ocuparnos de ti. Calmaremos el dolor y te coseremos. —Apenas miró a la joven enfermera voluntaria que se había aproximado desde la otra mesa de operaciones—. Traiga agua, compresas abundantes, instrumentos —le dijo.
La muchacha se acercó más, vio la herida y en un espantoso instante comprendió lo que ocurría. El rostro se le puso blanco como el papel, retrocedió tambaleándose y se desplomó.
Joseph la vio pero llegó tarde para evitar que cayera al suelo.
Marie O'Day levantó a la muchacha, la llevó a rastras hasta un rincón y acto seguido fue en busca de lo que el médico había pedido.
Joseph vio que Charlie había comprendido al menos en parte el significado de su lacerante dolor, y que había advertido el desgarrador espanto que reflejaban los rostros de los demás. Charlie intentó mirar a Joseph. Movió los labios pero le faltaban fuerzas para emitir sonido alguno.
Joseph pensó en, la chica que escribía a Charlie todos los días y se sintió tan mal que tuvo miedo de desmayarse como había hecho la enfermera. Pero Wil Sloan estaba de pie junto a él, con los ojos brillantes de lágrimas, tragando saliva y boqueando para no quedarse sin aire, desesperado, suplicando sin palabras, rezando.
¿Qué Dios podía permitir que le sucediera algo semejante a un muchacho? Estaría mejor muerto. De todos modos era harto probable que muriera, fuese por el trauma y la pérdida de sangre o por una infección, pero ¿no podría por lo menos haber fallecido sin saber lo que le había ocurrido?
Joseph tendió la mano y agarró la de Charlie, la estrechó con fuerza y notó un movimiento apenas perceptible de los dedos del soldado.
—Aguanta, Charlie —dijo con voz ronca—. Estamos contigo.
El médico ya había comenzado a trabajar. Charlie seguía consciente.
La herida presentaba muy mal aspecto y seguía manando sangre a pesar de que en el puesto de primeros auxilios habían hecho cuanto habían podido.
Apareció Prentice y puso los ojos como platos.
— ¿Qué le ha ocurrido? —preguntó—, ¡Por Dios bendito! ¡Ha perdido los genitales! ¡No le queda ni rastro!
Los ojos de Charlie se arrasaron en lágrimas y su garganta emitió un grito ahogado. Joseph notó que los dedos de Charlie le apretaban la mano y acto seguido se aflojaban ya que el médico por fin había colocado la máscara de anestesia sobre su rostro.
Wil se dio la vuelta y miró a Prentice. El joven estadounidense, con la tez cenicienta y los ojos desorbitados, boqueaba y jadeaba como si le faltara el aire. Se tambaleó un momento, procurando no perder el equilibrio, y luego arremetió contra Prentice levantando los brazos. El primer puñetazo alcanzó al periodista de refilón en la mandíbula.
Prentice retrocedió trastabillando pero Wil fue tras él emprendiéndola a golpes, ora con el puño izquierdo, ora con el derecho. Prentice chocó contra la pared del otro extremo haciendo saltar por los aires una bandeja de instrumentos que había encima de una mesilla. Levantó los brazos para protegerse el rostro pero de nada le sirvió. Wil estaba ciego de ira y siguió golpeándolo en cualquier parte del cuerpo que pudiera alcanzar: la cabeza, los hombros, el pecho, el vientre.
El médico gritó:
— ¡Por el amor de Dios, deténganlo! ¡Que alguien agarre a ese maldito loco!
Prentice cayó y se deslizó por la pared hasta quedar medio encima de la muchacha que se había desmayado. Wil le agarró los brazos y lo puso de pie de un tirón al tiempo que le golpeaba otra vez. Prentice soltó un chillido agudo y el hombro se le dislocó por la tensión de su propio peso colgado del brazo de Wil, que, sin soltar aún a su presa, le arreó un puñetazo más antes de dejarlo caer de nuevo.
El camillero estaba paralizado. Marie O'Day buscó en derredor algo con lo que golpear a Wil antes de que acabara con la vida de Prentice.
Joseph, obligándose a apartar de su mente la imagen de Charlie Gee, se acercó a Wil por detrás y le agarró el cuello con los brazos, echando todo su peso hacia atrás de modo que Wil se viera forzado a soltar a Prentice. Pero Wil opuso resistencia e intentó voltearse para librarse de su asaltante.
— ¡Basta! —gritó Joseph—. ¡Vas a matarlo, idiota! Y con eso no vas a arreglar nada.
Wil se abalanzó hacia Prentice, casi levantando a Joseph del suelo, pero al final la presa de éste lo obligó a retroceder.
Prentice se estaba incorporando con dificultad. Tenía la cara llena de sangre, el uniforme desgarrado y un brazo colgando sin fuerza del hombro en un ángulo extraño. Su boca era una mueca de rabia y dolor, aunque también estaba a todas luces aterrado.
Joseph no soltó a Wil pero miró a Prentice a los ojos.
—Apártese —le dijo— o lo suelto.
Prentice jadeaba y la sangre de un diente roto le corría por el labio.
— ¡Haré que lo sometan a un consejo de guerra! —dijo atragantándose con las palabras—. ¡Pasará los próximos cinco años en el calabozo!
—No puede someterlo a un consejo de guerra —replicó Joseph fríamente—, Es voluntario. Puede demandarlo ante un tribunal civil siempre y cuando consiga una orden de extradición. Es un estadounidense que ha venido aquí a ayudarnos a ganar la guerra.
— ¡El general Cullingford es mi tío! —Prentice se pasó la mano por la boca e hizo una mueca y soltó un chillido al frotar el diente roto. El gesto no impidió que siguiera manando sangre—. ¡Me encargaré de que no salga de aquí!
— ¿Con qué motivo? —preguntó Joseph abriendo mucho los ojos—. ¡Aquí nadie ha visto nada! ¿Ustedes han visto algo? —inquirió mirando de reojo a Marie O'Day, que estaba trabajando junto al médico, manchada de sangre hasta los codos, y al enfermero que iba pasando instrumentos; compresas, agujas enhebradas con seda limpia.
—No sé de qué me está hablando —dijo el médico sin levantar la vista—. Saque a ese maldito idiota de aquí.
— ¡Tendría que hacer que lo arrestaran! —dijo Prentice jadeando y escupiendo más sangre.
— ¡A él no, a usted! —soltó el médico bruscamente.
— ¡Estoy herido! ¡Me ha roto los puñeteros dientes! —exclamó Prentice furioso.
—Yo no hago dientes. —El médico seguía trabajando en la herida de Charlie con la cabeza gacha—. Vaya a que le vea el dentista del regimiento, si es que logra dar con él.
—Más vale que le diga que ha estado muy cerca de una explosión y que ha caído contra uno de los puntales —dijo Joseph mientras aflojaba el brazo que agarraba a Wil Sloan, quien se enderezó y se puso a toser ahora que podía respirar de nuevo.
Prentice lo fulminó con la mirada.
— ¿Piensa que voy a mentir para protegerle? Existe una cosa que se llama disciplina militar para resolver estos asuntos. No puedes atacar al primero que se cruce en tu camino y seguir tan campante. ¡Ese hombre está loco de atar!
— ¿De veras? —dijo Joseph exagerando el tono de voz—. Yo no he visto nada concreto. Estaba demasiado ocupado pensando en un hombre hecho pedazos para preocuparme por lo que le estaba ocurriendo a un estúpido periodista que no ha sabido mantener la boca cerrada en un quirófano.
—Yo no he visto nada —agregó el enfermero torciendo el gesto con rabia y compasión—. ¿Y usted, señora O'Day?
—Nada de nada —contestó ella—. Y Janet tampoco —añadió señalando a la chica que se estaba levantando despacio de donde había quedado tendida junto a la pared. Todo el episodio había durado sólo unos minutos. La chica miró la escena que tenía delante: Wil y Joseph, la mesa de operaciones y luego a Prentice. Parecía avergonzada pero la única opinión que de verdad le importaba era la de Marie O'Day. Lo que hubiese ocurrido entre los hombres apenas había alcanzado su conciencia.
—Llévese eso —le pidió Marie O'Day indicando las compresas empapadas en sangre que había en una palangana—. Y traiga unas cuantas más. Deprisa.
La chica se dispuso a obedecer, contenta de tener una segunda oportunidad pero manteniendo los ojos apartados de la mesa de operaciones por si el temple le volvía a fallar.
— ¡Fuera! —ordenó Joseph a Prentice. También empujó a Wil para que avanzara; enseguida estuvieron en la entrada y salieron al sendero entarimado.
—Será mejor que te alejes de aquí Joseph a Wil—. Eres un voluntario, puedes ir donde quieras. Si tienes dos dedos de frente, te irás por lo menos hasta el cuartel general de la división. Seguro que allí podrás echar una mano.
— ¿Qué pasa con Charlie? —inquirió Wil—. ¡No puedo dejarlo!
—No puedes hacer nada por él —dijo Joseph con amabilidad—. Que te expulsen no le será de mucha ayuda, que digamos. Ahora tienes que pasar inadvertido un tiempo. Ve a Armentières o a algún otro sitio por el estilo y serénate.
Los ojos de Wil seguían hundidos por la impresión y ahora, debido al agotamiento, tras haberse enfriado la rabia y regresado el horror, se puso a temblar. Sin embargo, y muy a su pesar, fue tambaleándose y resbalando por los tablones del sendero que comunicaba los barracones hasta que dobló la última esquina.
—¡No crea que voy a olvidarme de esto! —gruñó Prentice soltando burbujas de sangre entre los labios magullados y tumefactos. Un ojo se le estaba amoratando y la otra mejilla estaba muy sucia. El brazo le colgaba inutilizado y obviamente dolorido.
—Puede recordar lo que le venga en gana —respondió Joseph—, pero lo más sensato será que no diga ni haga nada. Si alguien se entera de lo que ha dicho delante de Charlie Gee no obtendrá cooperación de ninguno de los hombres. Y quizá se encuentre con que sufre otros «accidentes» en las noches oscuras. Tal como ha señalado al sargento Watkins, la amistad es prácticamente lo único con lo que contamos aquí, eso y la lealtad a tu unidad junto con la creencia de que estamos luchando por algo que importa: el honor, un estilo de vida, las personas a quienes amamos.
Miró a Prentice a la cara. El periodista no estaba acostumbrado al dolor físico y saltaba a la vista que el brazo le hacía mucho daño.
—Más vale que se dirija a uno de los puestos de primeros auxilios que hay más adelante —le aconsejó Joseph—. No puede decirse que esté usted para ingresar pero le vendrá bien un poco de atención, uno o dos puntos tal vez, y alguien que vuelva a ponerle el brazo en su sitio. Es una operación bastante sencilla aunque hace un daño de mil demonios. —Esto último lo dijo con regocijo—. Una explosión de metralla cerca de usted probablemente sea la mejor historia. Parece que se haya caído. Habrá un montón de soldados con heridas peores que la suya, de modo que se pondrá en ridículo si hace muchos aspavientos. La tropa es despiadada con los cobardes. —Le dedicó una breve y apretada sonrisa—. Y hágalo ya, antes de que lo arreste.
Prentice estaba fuera de sí.
— ¡Ese loco me ha atacado! ¡Ni siquiera me he defendido! ¿O es que también va a mentir a propósito de eso?
—Por entorpecer el tratamiento a los heridos y hacer perder el tiempo a los oficiales médicos —prosiguió Joseph sin titubear—. No se ha defendido porque Wil no le ha dado ocasión. Debería estarme agradecido por no haberle arrestado ya.
Prentice le miró fijamente el tiempo justo para darse cuenta de que hablaba en serio, luego dio media vuelta y se marchó arrastrando los pies, resbalando en los tablones, aturdido por el zarandeo físico y la impresión emocional.
Joseph volvió a entrar en el barracón hospital para ver si Charlie Gee iba a sobrevivir, aunque no estaba seguro de querer que así fuera. Si vivía, ¿qué iba a hacer o decir Joseph para hacerle soportable la vida? Aquello era demasiado. Recordó la soledad y la ineptitud que sintió cuando sus padres murieron convirtiéndolo de repente en el cabeza de familia, en alguien que debía saber todas las respuestas y tener la fortaleza y el convencimiento necesarios para ayudar a los demás.
Aquello no había sido nada comparado con lo que tenía que hacer ahora. Ninguna enseñanza, ningún ministerio te preparaba para dar respuestas a una situación como aquélla. ¿Qué clase de Dios te arrojaba a ese infierno sin enseñarte lo que se suponía que debías hacer, decir, incluso pensar, con vistas a conservar la fe? No había ninguna respuesta, sólo un sinfín de hombres jóvenes hechos pedazos y necesitados de ayuda urgente.
Subió el escalón y entró al barracón.
Transcurrieron varios días después de que Matthew regresara de visitar a Mary Allard en Brighton antes de que dispusiera del tiempo necesario para viajar a Cambridge y tener ocasión de hablar con Aidan Thyer. Era una resplandeciente mañana de primavera con viento fresco y la luz del sol emitía destellos en los adoquines húmedos de las calles.
El portero le franqueó la entrada a St. John's College. Al parecer le habían prevenido de su llegada puesto que lo acompañó a través del patio principal y el pasadizo abovedado hasta el patio interior más pequeño en cuyo extremo opuesto se encontraba la casa del director.
—Ya hemos llegado, señor —dijo respetuosamente el portero. Trataba a todos los hombres uniformados con especial dignidad, tanto si los conocía como si no, y recordaba a Joseph con afecto y con particular reverencia por su relación con la tragedia del verano anterior. No quería resultar entrometido y su rostro reflejaba indecisión, pero no pudo por menos de preguntar:
— ¿Cómo está el reverendo Reavley, señor? Nos acordamos mucho de él.
—Está bien, gracias —contestó Matthew.
—Se encuentra en Flandes, ¿verdad?
Fue una afirmación y la pronunció con orgullo.
—Sí, cerca de Ypres.
Matthew se sorprendió del orgullo que también él sentía. Se dio cuenta una vez más de lo poco que conocía a Joseph. Había dado casi por sentado que permanecería en la patria y que buscaría un puesto en la administración, quizás en uno de los cuarteles generales del alto mando situados a buena distancia de la línea de fuego. Sus conocimientos de idiomas posiblemente le habrían sido de utilidad. Le hubiese resultado fácil evitar lo peor de la violencia y el dolor y nadie le habría culpado por ello.
El portero asintió con la cabeza. Era un hombre tranquilo, impasible, amante de tomar una cerveza al atardecer y dar un paseo junto al río.
—Tenemos a algunos de nuestros muchachos allí. Y también muchos en Francia, por supuesto. Y en Gallípoli. Esto ya no es como antaño. Ya no se oye a los jóvenes reír, tontear y gastar bromas. —Suspiró, y su rostro franco reflejó un sentimiento de pérdida—. Alocados, la mitad del tiempo. Aunque sin ninguna maldad, sólo de buen humor. Y ahora algunos han muerto. El joven Mowbray, que estudiaba Historia, perdió los dos pies. Congelación, dijeron que fue, y luego gangrena. Uno no piensa en eso cuando piensa en la guerra, ¿verdad? Piensa en tiros, bombas, cosas así. — Suspiró profundamente—. Ésta es la casa del director, señor. Le está esperando.
Matthew le dio las gracias y fue hasta la puerta, que se abrió en cuanto hubo llamado. Una doncella de unos dieciséis años lo condujo hasta un salón cuyas cristaleras daban al jardín del director, a la sazón lleno de rosales podados con las ramas desnudas esperando a que mejorara el tiempo y algunos llamativos narcisos tardíos en flor. Aquí y allí destacaban densos macizos de violetas en la tierra húmeda y umbría.
Aidan Thyer estaba sentado en su sillón con una pila de papeles en una mesa contigua, presumiblemente ensayos, tesis sobre temas diversos. Se levantó en cuanto vio entrar a Matthew. Su estatura era superior a la media, pero lo que más llamaba la atención en su apariencia era el pelo blondo, tan claro que reflejaba la luz cada vez que movía la cabeza. Tenía el rostro alargado y sus facciones trasmitían una extraña mezcla de melancolía y humor, aunque ambos impregnados de una aguda inteligencia.
—Pase, capitán Reavley —invitó señalando la butaca que había delante de la suya—. ¿Le apetece tomar algo? ¿Té o una copa de jerez?
—Un jerez me parece excelente idea, gracias —aceptó Matthew—. Ha sido muy amable al concederme esta entrevista.
—Faltaría más. Dijo que se trataba de un asunto importante. ¿Qué puedo hacer por usted? — Mientras hablaba se dirigió al aparador, lo abrió y sirvió dos copas de jerez seco. Le llevó una a Matthew y se arrellanó en su sillón con la otra—. ¿Ha tenido noticias de Joseph últimamente? — preguntó con interés—. Escribe de vez en cuando pero no dejo de preguntarme si resta importancia a lo que le está sucediendo. Es muy propio de él poner al mal tiempo buena cara.
—Seguro que lo hace —contestó Matthew—. A veces es la única manera de sobrellevarlo.
Thyer sonrió con un aire sombrío. Estaba aguardando a que Matthew explicara el motivo de su visita.
Matthew también vacilaba. Tenía que actuar con sumo cuidado; no podía permitirse ser tan franco y directo como había sido con Mary Allard. Thyer era menos emotivo y mucho mejor juez del carácter de los demás. Sentado en aquel silencioso salón, rodeado por el polvo y las piedras viejas, por las escaleras de madera que habían desgastado los pies de un sinfín de estudiantes a lo largo de los siglos, por aquella peculiar mezcla de sabiduría y entusiasmo, era del todo consciente de que quizás estaba delante de un hombre que había conspirado activamente para traicionar y destruir en nombre del militarismo idealista y la rendición incruenta.
—He estado pensando en la muerte de mis padres —comenzó Matthew percibiendo un guiño de compasión en el rostro de Thyer—. Probablemente ya sepamos cuanto se pueda saber sobre los hechos —prosiguió—, y quizás ahora ya no tenga importancia, pero sigo sintiendo la necesidad de comprender lo ocurrido. Parece incontestable que Sebastian Allard provocó el accidente de forma deliberada y las pruebas relativas a cómo lo hizo son aplastantes. —Se dio cuenta de que estaba sentado con una rigidez muy poco natural. El silencio que reinaba en la habitación era palpable—. Sigo sin tener la menor idea de por qué lo hizo y eso me reconcome.
Aguardó la reacción de Thyer tratando de descifrar su expresión. Thyer se mostró asombrado.
—Mi querido Matthew, de haber sabido el porqué se lo habría dicho en su momento. O al menos, para ser más exactos, probablemente se lo habría dicho a Joseph.
Matthew se echó un poco hacia atrás, juntó las puntas de los dedos y miró a Thyer por encima de ellos.
— ¿En serio? ¿Aunque hubiese sido por un motivo doloroso, bien para Joseph o para los Allard, por ejemplo? ¿O en caso de que hubiese adivinado algo, quizá más tarde, a la luz de otros acontecimientos?
—No lo sé—dijo Thyer frunciendo el ceño—. Esa cuestión es absolutamente hipotética. No sé nada sobre su familia que pueda explicar lo que hizo Sebastian y admito que le he dado muchas vueltas sin llegar a ninguna conclusión. Lo poco que sabemos carece de sentido.
—No fue por motivos personales y tampoco cabe pensar que fueran económicos —continuó Matthew. Había sopesado lo que iba a decir durante el viaje desde Londres. Si hablaba más de la cuenta, Thyer comprendería que sospechaba de él, aunque si en efecto era el Pacificador sabría exactamente por qué estaba Matthew allí así como todo lo que éste sabía acerca del documento y también sobre el asesinato de Reisenburg. El riesgo de no averiguar nada nuevo era demasiado grande como para permitirse un exceso de cautela.
— ¿Qué está insinuando? —instó Thyer. Su voz era firme. Su dicción perfecta. Había estado sentado allí mismo, interrogado por algunas de las mentes más brillantes de más de una generación, hombres que luego ocuparían los puestos más elevados en el campo, la industria, la ciencia, las finanzas y el gobierno. Y era él quien los moldeaba a ellos, no ellos a él.
— ¿Quizás un asunto político? —sugirió Matthew cautelosamente.
Thyer reflexionó un momento.
—Me consta que Sebastian tenía firmes convicciones, pero eso es bastante común entre los muchachos de su edad. El cielo nos proteja de quienes no tienen ninguna. —Inspiró profundamente—. Lo siento, he olvidado por un momento lo que hizo. Le ruego me disculpe. Pero conociendo a su familia me resulta en extremo difícil creer que su padre tuviera alguna convicción que pudiera enfurecer a alguien o hacerle sentirse amenazado hasta el punto de recurrir al asesinato.
¿Se trataba de un ardid para provocar que Matthew demostrara que su hipótesis tenía fundamento? Era como una compleja partida de ajedrez, movimiento contra movimiento, pensando con tres jugadas de antelación. Matthew ya lo había tenido en cuenta.
—Me he estado preguntando si podría guardar relación con los amigos alemanes de mi padre.
Observó el rostro de Thyer. La expresión de éste apenas cambió, y se limitó a parpadear.
— ¿Se refiere a alguna conexión con la guerra? —preguntó Thyer con cierto escepticismo—. No me imagino cuál, salvo que estuviera fundamentada en un error. Su padre no estaba a favor de la guerra, ¿verdad? Me consta que Sebastian detestaba la idea. Aunque lo mismo sentían muchos otros jóvenes. Puesto que son ellos quienes siempre han tenido que combatir en nuestras guerras y entregar su vida y la de sus amigos a la carnicería, tampoco es que quepa culparlos por ello.
Matthew sintió un leve picor por todo el cuerpo en aquella habitación tan silenciosa, tan esencialmente inglesa con su mesa Pembroke de caoba en el otro extremo, sus grabados en la pared. Reconoció uno de la abadía de Rievaulx en Yorkshire, las ruinas encumbrándose como un boceto inacabado, más sueño que piedra. Había narcisos en un jarrón chino, la labor de bordado de Connie Thyer en un canasto, la luz del sol de abril en las flores del jardín detrás de las cristaleras, paredes con siglos de historia.
Más allá del patio que quedaba en dirección opuesta habría estudiantes con birrete y toga, exactamente iguales a los que los habían precedido durante cientos de años, llevando consigo pilas de libros, dirigiéndose con premura a sus clases. Otros estarían cruzando el río por el Puente de los Suspiros, quizás echando un vistazo entre el calado de piedra hacia las bateas que se deslizaban perezosas por las aguas mansas o hacia el verdor de la hierba segada bajo los árboles gigantescos.
—Mi padre no era partidario de la guerra —respondió Matthew—, pero tampoco lo era de la rendición. Habría elegido luchar si lo hubiesen presionado lo suficiente.
Mantuvo un tono de voz ligero, como quitando hierro a la cuestión. —Igual que todos nosotros —dijo Thyer con una sonrisa forzada—. Lo cierto es que no puedo ayudarle, Matthew. Ojalá pudiera. La muerte de sus padres es un sinsentido para mí. Sebastian estuvo en Alemania el verano pasado, si no recuerdo mal. Quizás allí le contagiaron ideas extrañas. El socialismo internacional se ha convertido en una religión para algunos, y esa doctrina posee toda la irracionalidad y el fervor de una religión, incluso ofrece la corona de mártir para quienes necesitan una causa que seguir.
—Habla como si tuviera experiencia en ese ámbito —observó Matthew. Parecía un mundo en las antípodas de Cambridge, pero las ideas viajaban tan lejos como llegaran las palabras.
Thyer sonrió.
—Soy el director de St. John's; mi trabajo consiste en saber con qué sueñan los muchachos, de qué hablan, a quién escuchan y qué leen, tanto por recomendación como motu propio. Los mejores de ellos siempre anhelan cambiar el mundo. ¿Usted no quiso hacerlo? —preguntó con una expresión amable que a primera vista no revelaba más que un educado interés, si bien sus ojos azul claro no podían ser más penetrantes. ¿Acaso aquel hombre deseaba cambiar el mundo, convirtiéndolo en una hegemonía anglogermana?
—Lo importante no es el cambio —contestó Matthew notando el corazón palpitar en la garganta. No tenía que ponerse en evidencia. Una palabra torpe en ese momento bastaría para desmontar su estrategia—. Lo importante son los medios que uno se proponga emplear para llevarlo a cabo —sentenció.
—Sebastian era muy persistente en su oposición a la guerra —afirmó Thyer con plena certidumbre—. Admiraba la ciencia y la cultura alemanas, sobre todo la música. Pero eso no lo convierte en un sujeto especial. Dígame dónde hay un hombre civilizado que no sienta lo mismo.
Iban dando vueltas uno alrededor del otro, como en una danza medieval, sin llegar a tocarse nunca. Matthew no estaba averiguando nada salvo el extraordinario poder sobre las mentes que podía ejercer el director de un colegio universitario, cosa que ya sabía. Thyer se limitaba a recordárselo. ¿Intencionadamente? ¿Acaso se divertía jugando con él?
—Usted habló con Sebastian el día antes de que matara a mis padres —dijo Matthew subiendo un poco el volumen de su voz.
Thyer por fin se sobresaltó aunque sólo lo hizo patente en el pestañeo de sus ojos.
— ¿Cómo lo sabe? —preguntó en voz baja.
—Usted no hizo nada para ocultarlo —contestó Matthew—. ¿Es que era un secreto?
Thyer se relajó, con un levísimo toque de humor en las comisuras de la boca.
—No, ni mucho menos. —Su rostro carecía de expresión casi por completo—. Lo llamé para recordarle que había prometido darme unas cuantas citas para una cena con un grupo de amigos. Era un tanto olvidadizo. Mis invitados eran estudiosos del griego que sabrían apreciar sus traducciones de poesía épica.
Era otro mundo, un año atrás y sin embargo una vida diferente.
— ¿Y se había olvidado? —preguntó Matthew. ¡Poesía heroica! Y al día siguiente había asesinado a John y Alys Reavley.
—No —respondió Thyer—. Lo tenía preparado y lo había hecho de buen grado. Por descontado, cancelé la cena. No me pareció correcto celebrarla. Joseph era uno de los invitados y habida cuenta de las circunstancias ninguno de nosotros tenía el ánimo para fiestas. —Thyer se mordió el labio y se inclinó un poquito hacia delante—. Soy muy consciente de lo que anda buscando, Matthew. A mí también me resulta casi imposible creer que Sebastian estuviera planeando un asesinato —dijo con seriedad—. En ningún momento dejó de comportarse como el muchacho que todos conocíamos: vehemente, encantador, exasperante, lúcido y a veces absolutamente divertido. Y, por supuesto, veleidoso.
Matthew se sorprendió.
— ¿Veleidoso?
El rostro de Thyer se suavizó inesperadamente revelando una profunda tristeza.
—Era muy guapo. Tenía toda la vida por delante y muy buen apetito para los placeres que ésta ofrece. Quería probarlos todos. Yo no supe que tenía novia hasta que ésta se presentó aquí después de su muerte, pero conocía de sobra sus devaneos con la muchacha que sirve en la taberna que hay junto al estanque de Mill Pond, así como con otras. Procuraba ser bastante discreto en sus encuentros con ella, pero Cambridge no es una localidad muy grande y, además, él no pasaba inadvertido.
—No sabía que hubiera otras chicas en su vida. —Matthew no salía de su asombro y desconcierto—. ¿Quiénes eran?
—No tengo ni idea —confesó Thyer—. Me figuro que no quería que ninguna de sus... chicas... supiera de las demás.
— ¡Pero usted lo sabía! —señaló Matthew.
Thyer esbozó una sonrisa.
—A mí se me dicen muchas cosas que no llegan a oídos de todos. En la medida en que su comportamiento no rebase ciertos límites, las aventuras amorosas de los estudiantes no son de mi incumbencia. Tal vez no las apruebe pero no interfiero.
Aquella revelación le dejó a Matthew un inquietante sabor de boca. Sebastian se había tomado considerables molestias para engañar al menos a tres mujeres. No pudo ser tarea fácil; exigía planificación, estratagemas, incluso mentiras. Y peor aún, requería cierto grado de engaño a sí mismo. A su novia le había propuesto matrimonio o, al menos, se lo había dado a entender. A Flora, la muchacha de la taberna del río le había ofrecido una amistad profunda y quizás incluso íntima, y ahora parecía que también había dedicado tiempo y cuanto menos cierto grado de afecto a otras mujeres. Había comprometido una parte de sí mismo con cada una de ellas y, sin embargo, cada una de ellas habría supuesto que era la única.
¿Semejante engaño afectivo en un hombre indicaba una duplicidad capaz de traicionar a sus amigos e incluso a su patria? ¿En qué momento la omisión de la verdad comenzaba a convertirse en una mentira?
El teléfono sonó en la pared que había junto a Thyer. —Disculpe —dijo éste antes de levantarse para contestar. Inconscientemente se enderezó un poco mientras escuchaba asintiendo con la cabeza y sonriendo—. Sí, por supuesto —dijo en voz baja—. Conozco su opinión al respecto pero a mí me parece necesario alcanzar un compromiso.
Thyer aguardó un momento mientras la persona del otro lado de la línea hablaba. Asintió de nuevo y manifestó su conformidad con esporádicos murmullos. No había dicho el nombre de su interlocutor en voz alta y, no obstante, su actitud respetuosa hizo que Matthew supusiera que se trataba de alguien de considerable importancia y su mente percibió con renovada agudeza el poder que poseía un hombre en la posición de Thyer. ¿Qué lugar había mejor que aquél para el Pacificador? Conocería a responsables del gobierno, el ejército, la casa real y el cuerpo diplomático, estaría enterado de sus sueños y debilidades y, por encima de todo, confiarían en él.
Thyer seguía hablando, ofreciendo consejo con amabilidad y la más sutil de las presiones.
¿Qué había dicho en realidad durante aquella conversación telefónica con Sebastian la última tarde antes del asesinato? No tenía que ser forzosamente nada más comprometedor que la concertación de una cita. El descubrimiento del documento y la necesidad de tan horrenda violencia no eran cosas que se trasmitieran de ese modo; tuvo que haber un encuentro cara a cara. Matthew imaginaba a su pesar las emociones en juego: el horror de Sebastian ante semejante violencia, el irreparable compromiso con un único acto que contravenía todo aquello que manifestaba creer. Y el Pacificador habría sacado a colación un bien supremo, el sacrificio de uno mismo para salvar a la humanidad, la urgencia para evitar el caos de la guerra sin tiempo para demorarse ni andarse con rodeos. Quizás hasta lo había acusado de ser un cobarde, un soñador sin pasión ni coraje.
Tuvo que haber un encuentro. Si Thyer era el Pacificador, sin duda lo había visto aquella tarde o a primera hora de la noche. Resultaba grotesco permanecer en aquel salón conversando educadamente, jugando el uno con el otro, como si lo que estuvieran sacrificando fuesen piezas de ajedrez, no vidas. Había una locura como de mal sueño en todo ello, tanto más demencia! porque era real.
Thyer colgó el teléfono. Se quedó de pie junto al aparato. Fuera el sol matutino resplandecía en las rosas. Se oyeron unas risas a lo lejos.
—Supongo que no lo vio —dijo Matthew en voz alta, en un tono que le resultó forzado—. A Sebastian, quiero decir.
—No. Sólo hablé con él por teléfono —contestó Thyer—. No había necesidad de decir nada más. —Su semblante se ensombreció muy levemente—. Fuera lo que fuese lo que lo llevara a cometer semejante crimen al día siguiente, creo que tuvo que suceder después de nuestra conversación, aunque no tengo idea de qué pudo ser. Me parece que tendrá que resignarse a aceptar que tal vez no lo descubramos nunca. Lo lamento de veras.
¿Era un actor consumado? ¿O sólo lo que parecía, un académico, un hombre tranquilo que estaba viendo que la mitad de sus alumnos eran enviados a los campos de batalla de Europa a desperdiciar sus sueños y su aprendizaje en un baño de sangre?
— ¿A qué hora habló con él? —preguntó Matthew.
—Hacia las tres y cuarto, me parece —respondió Thyer—. Aunque estaba con el profesor Etheridge, del departamento de Filosofía en ese momento. Seguramente se acordará mejor que yo, si es que lo considera importante.
—Gracias —dijo Matthew con una extraña mezcla de sinceridad y confusión. Se despidió y se marchó. Le sería harto sencillo comprobar todo lo que Thyer le acababa de decir y, sin embargo, de ser verdad, ¿qué habría averiguado? ¿Quién había hablado con Sebastian y dónde? ¿Cómo se habían puesto en contacto con él para darle la orden de cometer el crimen que había acabado con sus víctimas y con él mismo?
Matthew salió de la casa del director y, tras buscarlo un buen rato, encontró al profesor Etheridge quien confirmó con toda exactitud lo que Thyer había dicho. Matthew también verificó sin mayor dificultad el paradero de Thyer durante el resto de la tarde y la velada hasta pasada la medianoche. Después de cenar en el refectorio había participado en una prolongada tertulia en el salón de profesores para luego retirarse a sus aposentos. No había estado a solas en ningún momento.
¿Demostraba algo aquello? Según Mary Allard, Sebastian había salido y al regresar parecía trastornado. ¿A quién había visto? Lo único que Matthew sabía era que no había sido a Aidan Thyer.
Regresó a Londres en su coche; sólo había averiguado que el director de St. John's ostentaba una posición de inmenso poder que le permitía hacer exactamente lo que el Pacificador planeara y que Sebastian se había estado viendo con una tercera mujer, y quizás una cuarta, demostrando una capacidad de engaño que lo dejaba perplejo. El misterio que arrojaba aquel conocimiento a medias era como una niebla asfixiante, cegadora e inasible.
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