18. Epílogo

 

 

 

 

—Es horrible —dijo el Almirante—. Un verdadero engendro.

Él y Falcó se encontraban entre la gente que visitaba el pabellón español de la Exposición Internacional de Artes y Técnicas, inaugurado dos días atrás. A la izquierda de los ventanales que por ese lado iluminaban el recinto, bajo los grandes pilotes de acero que sostenían las vigas del techo, el Guernica ocupaba casi por completo el muro principal con su atormentada geometría de grises y negros.

—Podría haberlo pintado un niño de cuatro años.

—Pues hay a quien le gusta —apuntó Falcó.

El ojo de cristal y el ojo sano del Almirante dirigieron en torno una mirada furibunda. El jefe del SNIO se mordía el mostacho mientras aparentaba buscar, desafiante, a alguien que confirmase tales palabras.

—Es basura bolchevique —zanjó—. Además, tú de arte no tienes ni puñetera idea. Velázquez, Murillo, Goya... Eso es pintura de verdad. Esto, sin embargo, es... Es...

Se detuvo, buscando términos adecuados.

—¿Arte degenerado? —apuntó Falcó, malicioso.

—No, coño. Eso lo dicen los nazis, no mezclemos. Es, simplemente, una monumental tomadura de pelo.

Sonrió Falcó. Estudiaba el lienzo con atención, buscando diferencias con el que había destruido en la rue des Grands-Augustins. Pero apenas era capaz de encontrarlas. Aparte algunas pinceladas espesas que habían goteado a causa de las prisas, parecía casi idéntico. Sin duda las fotos del original hechas por la amiga de Picasso, Dora Maar, habían sido decisivas en eso.

—Al final no pudimos impedirlo —dijo.

El Almirante no tenía nada que reprocharle.

—Hiciste lo que podías, y estuvo muy bien. Los rojos han inaugurado su pabellón con mucho retraso, y las pasaron canutas para meter el cuadro a tiempo. Por lo menos hemos conseguido que les sangre la nariz.

Caminaron un poco alejándose del cuadro, junto a las mesas del café restaurante contiguo a éste. Al retroceder, contemplándolo de lejos sobre las cabezas del público, el Almirante casi tropezó con la barandilla metálica que circundaba una escultura en forma de fuente.

Fuente de Mercurio, de Calder —gruñó, mirándola con el mismo mal humor—. Otro payaso... Como el segador de Miró que hay en el piso de arriba, que ni es segador ni es nada.

—Hoy lo veo poco tolerante, señor.

—Tolerante y un carallo. Me sacan de quicio estos rojos estafadores con su burda propaganda. Ya has visto las fotos de antes: milicianos salvando patrimonio artístico de iglesias destruidas por los fascistas... ¿Hay mayor cara dura?

—Cada cual se lo monta como puede.

—Cállate esa boca.

—A la orden.

—Eso mismo. A mi orden.

El jefe del SNIO sacó de un bolsillo la pipa vacía y se puso a morder la boquilla con fiereza.

—Cuánto cuento y cuánta mierda —dijo.

Y tras dirigir una última mirada censora en torno, hizo con la cabeza un ademán indicando la salida.

—Vámonos de aquí, que me estoy poniendo enfermo.

Cruzaron el patio cubierto con fotomontajes, carteles y estadísticas sobre los logros de la República, encaminándose a la escalera que bajaba hasta el nivel de la calle. Allí, con los brazos en jarras tras ponerse el sombrero, entornados aún los ojos por el resplandor del sol, el Almirante se detuvo junto a un alto tótem semejante a un cactus, ante el cartel colgado en uno de los muros del edificio: Hay en las trincheras más de medio millón de españoles con bayonetas que no se dejarán pisotear.

—Ellos mismos se desprestigian con estos disparates. Mira las caras de la gente, o lee lo que publican los periódicos. Todos ponen el Guernica a caer de un burro... Si con eso pretenden conmover a la clase trabajadora internacional, van listos.

—Supongo que sí —admitió Falcó—. El proletariado toca otra música.

—Vaya si la toca. Y la baila.

Se alejaron entre la multitud y los vendedores de recuerdos y tarjetas postales. Por la megafonía se oían mensajes en media docena de idiomas, el ambiente era festivo y la avenida central hormigueaba de gente a ambos lados de los surtidores de la gran fuente central, bajo los carteles indicadores de los pabellones más próximos: Egipto, Polonia, Uruguay, Portugal.

—Tengo un informe delicioso —dijo el Almirante— sobre la oferta que Picasso ha hecho al presidente Aguirre para que el gobierno vasco se quede con el cuadro al acabar la Exposición. Te tronchas de risa con los comentarios. Dicen que no, gracias. ¿Y sabes cómo lo ha descrito el propio Ucelay, el pintor vasco comisario del pabellón?... «Son siete por tres metros de pornografía que se cagan en Guernica, en Euskadi y en todo.»

Se detuvo, complacido con sus propias palabras. Mirando a Falcó cual si lo considerase testigo importante de todo aquello.

—Pero ahí lo tienen, qué remedio. Comiéndoselo con patatas —le dio un golpecito con el caño de la pipa en un hombro—. Querían Picasso, ¿verdad?... Pues toma Picasso.

Falcó, inclinado el panamá sobre los ojos, alzaba el rostro para contemplar los pabellones alemán y soviético, situados a cada lado de la avenida: una enorme torre de cemento bajo un águila dorada con la esvástica entre sus garras y también en el círculo blanco de dos grandes banderas rojas, ante una escultura de casi treinta metros con una pareja de obreros, hombre y mujer, hoz y martillo en mano, anunciando un glorioso futuro proletario. Dos totalitarismos frente a frente.

El Almirante seguía su mirada con curiosidad.

—¿Qué te parecen? —inquirió.

Lo pensó un momento Falcó.

—Simetría.

—¿Sólo eso?

—Simetría siniestra, ya que lo pregunta.

Miró de nuevo el Almirante los dos pabellones, ahora con más detenimiento.

—Tienes razón —concluyó—. Acojonan, ¿verdad?

—Sí.

—Son malos tiempos para la arquitectura menor.

—Y que lo diga.

—A ver cómo sale la pobre España de lo que viene.

—O de lo que tiene ya.

Había una terraza con una mesa libre y fueron a sentarse allí, cerca de los surtidores de la fuente grande. Más allá del puente de Jena, recortada en un cielo muy azul sobre los pabellones situados en la otra orilla, se alzaba la estructura metálica de la torre Eiffel.

—¿Cuándo vuelves a España? —preguntó el Almirante.

—En el expreso de mañana a Hendaya. ¿Y usted?

—Te veré en Salamanca la semana próxima, pues tengo asuntos aquí. Preséntate el viernes.

—Usted manda, señor.

—Hasta entonces, no te metas en líos consolando a esposas de guerreros ausentes... Recuerda que allí casi todos los maridos llevan pistola.

Pidieron cinzanos y rechazaron a un vendedor que pretendía colocarles el álbum de la Exposición por veinticinco francos. Muy caro, decía el Almirante. Très cher. Se abanicaba con el sombrero.

—Hiciste buen trabajo con Bayard, ¿sabes?... O no fue malo del todo.

—¿Intuyo un elogio, Almirante?... Ése no es su estilo. No me acostumbre mal.

—Bueno. Que no sirva de precedente. Pero a veces te equivocas y haces las cosas medio bien —miró en torno y bajó la voz—. ¿Crees que aparecerá alguna vez el cuerpo?

—Lo dudo.

—Estilo soviético, ya sabes. Dejar la cosa ambigua, insinuando una fuga, un retiro dorado. Es marca de la casa. Acaban de hacerlo en Barcelona con un trotskista que dicen se ha pasado a nuestro bando, Andrés Nin, y que a estas horas estará más muerto que mi abuela... La duda destruye más que las certezas.

Llegaron los vermuts, y el Almirante mojó el mostacho en el suyo. Luego alzó el vaso para observarlo al trasluz y pareció complacido. Bebió de nuevo.

—¿Me permite una pregunta, Almirante?

—Hazla y veremos si te la permito.

—¿Desde cuándo sabía usted que Eddie Mayo era una agente británica?

—Desde el principio.

—¿Y por qué no me puso al corriente?

—Porque no me dio la gana. Esa información te era innecesaria.

—¿Estaba ella al tanto de nuestra operación Bayard?

—Para nada... Siempre creyó que sus informes eran más o menos inofensivos. Que el MI6 sólo pretendía tener a Bayard bajo control.

—¿Nunca vio venir lo que estábamos montando?

—Cuando al fin se dio cuenta, en parte por tu intervención, era demasiado tarde.

—Incluso para ella.

—Sí.

—Yo podría haber...

—Tú no podías un carallo. Y ya vale. No te metas en lo que no te importa.

—Eso me importa, señor.

—¿Por qué?... Es asunto de los ingleses, no nuestro —lo miró con súbito recelo—. ¿O es que llegaste con ella a mayores?

—En absoluto.

—Era guapa, creo.

—¿Nunca vio una foto suya?

—Me parece que no.

—Pues sí —Falcó bebió un sorbo de vermut—. Lo era.

Suspicaz, el ojo sano del Almirante seguía estudiándolo.

—De un desalmado como tú me lo espero todo.

—Le digo que no, señor. Negativo. Ausencia de contacto.

—¿Miraste al soslayo, fuiste y no hubo nada?

—Hubo que la asesinaron. Ante mis narices.

—No fue culpa tuya.

—No es eso, señor... Kovalenko lo ordenó casi como una broma personal, para burlarse de nosotros. Y me fastidia que se vaya de rositas. Sin pagar el precio.

—Tú también matas, chico.

—Ya pagaré cuando me toque.

—Pues a ese caimán bolchevique tampoco le toca, de momento. Y en cualquier caso, lo de la mujer es una minucia en su currículum. Como aplastar una mosca.

—Lo sé.

—Échate agua fría por la cabeza y olvídalo.

Miraron alrededor. Junto al puente se veían las velas de los barquitos que evolucionaban en el río. Por la megafonía sonaba ahora una canción de Tino Rossi.

—No tengo por qué contarte nada —dijo el Almirante—, pero puedo decir que ese cabrón coopera. Es una carambola inesperada, y la gestionaste de maravilla. Lo tengo en una casita de campo entre encinas y cochinos de bellota, bien vigilado. Nos lo da con cuentagotas, administrando su capital; pero resulta valiosísimo: nombres, contactos, agentes en nuestra zona, operaciones de gran envergadura, secretos gubernamentales... Lo estamos exprimiendo como Dios manda.

—Hasta donde se deje.

—Ah, claro. Ha dicho que sobre ciertas cosas seguirá punto en boca. Supongo que se trata de su seguro de vida con el Kremlin, o algo así... Desde luego, es un fulano notable: frío, metódico, cruel, inteligente... Con esa pinta de pobre hombre a primera vista, hasta que te sientas enfrente, lo miras a los ojos y te percatas de que es un perfecto hijo de puta, estilo Parménides —le dirigió una ojeada dudosa—. ¿Sabes quién era Parménides?

—Ni idea.

—Es igual. Redondo, quiero decir. Compacto y sin poros. Me refiero a Kovalenko. Incluso su hija tísica lo hace pestañear lo justo.

Pasó un pequeño tren eléctrico lleno de gente, haciendo sonar la campanilla. Pensativo, el Almirante lo miró abrirse camino entre la multitud y cerrarse luego ésta tras su paso.

—Cuando termine, que será dentro de unos meses, cumpliremos con el trato... Nuestro común amigo el coronel Queralt quiere echarle el guante y fusilarlo sin más trámite, según el recio laconismo de su estilo; pero nosotros contamos con el beneplácito de Nicolás Franco, que es hombre pragmático. Y el Caudillo nos respalda en eso.

—¿Ya ha dicho adónde quiere ir?

—Se inclina por Sudamérica. De todas formas, lo que le ofrecemos es inmunidad y cobertura por algún tiempo. Punto. No va a sacarnos ni una perra gorda.

—Dijo que disponía de ahorros.

—Sí. En Suiza, me parece. Menudo pájaro.

El Almirante apuró el vermut, dejó el vaso sobre la mesa y se enjugó con un dedo el mostacho.

—No le envidio el resto de su vida mirando por encima del hombro —dijo tras un momento— y cada vez que llamen a su puerta, pensar que puede ser un asesino enviado por Stalin... Pero oye. Cada cual se busca los garbanzos como puede.

Se quedó mirando a Falcó como si esperase un comentario de su parte, pero éste no dijo nada. Al cabo de un rato, el Almirante sacó el reloj de un bolsillo del chaleco y consultó la hora.

—Tengo cosas que hacer... ¿Te dejo en algún sitio?

—Prefiero dar un paseo.

—Acompáñame hasta el coche. Tienes ahí la cartera que le dejaste a mi chófer.

—Sí, es verdad.

—Pues venga —se habían puesto en pie—. Paga y andando.

—Sólo son cinco francos, señor —protestó Falcó contando monedas en la palma de la mano—. Una miseria. Podría usted estirarse alguna vez.

—Ya me estiro pagándote cuatro mil pesetas al mes, más gastos... Además, no llevo suelto.

Caminaron hacia la puerta que daba al quai de Passy, donde estaban aparcados los automóviles. El Almirante se volvió dos veces de reojo a Falcó, sin decir nada.

—De tu amiga la Neretva no tenemos noticias —comentó al fin—. Cero absoluto. Su rastro se perdió en Moscú.

Falcó miraba a los transeúntes con expresión inescrutable.

—No le he preguntado por ella.

—Cierto, no lo has hecho. Eres un muchacho duro y todo eso... Pero como soy tu jefe, comento lo que me sale de las narices. ¿Lo captas?

—Lo capto.

Anduvieron un poco más, en silencio. Falcó caminaba con las manos en los bolsillos, inclinada el ala del sombrero. Tras unos pasos asintió muy despacio, dos veces, como al término de un razonamiento íntimo.

—Sé que está muerta.

—Sí. Kovalenko opina lo mismo.

Se quedaron callados otra vez. Los sonidos de la megafonía se apagaban a su espalda. Numeroso público cruzaba la verja camino de la estación de metro cercana.

—Lo de Tánger...

—Olvide lo de Tánger, señor. Ocurrió hace siglos.

Habían llegado junto al Mercedes del Almirante. Un chófer uniformado de gris, con gorra y polainas, salió del coche y abrió la puerta trasera. Falcó le pidió que abriese también el maletero y sacó de allí la cartera de piel que había dejado antes de entrar en el recinto.

—Tengo un regalo para usted, señor.

—¿Un regalo?

—Así es. Un souvenir de París. De la Exposición, en concreto.

Hizo alejarse al chófer. Después sacó un llavín del bolsillo, abrió la cerradura y puso el contenido de la cartera en manos del otro: un retal grande de lienzo pintado de gris, doblado sin miramientos en dos.

—¿Qué coño es este pingajo?

—Un trozo del Guernica. La cabeza del caballo.

El jefe del SNIO dio un respingo que casi lo alza del suelo. Volvió a doblar el lienzo a toda prisa, mirando con sobresalto al chófer, y luego a uno y otro lado.

—No fastidies.

—Se lo juro. Lo corté antes de ponerle el petardo al cuadro.

—¿Y para qué?

—Como prueba del sabotaje. Por si algo salía mal, que usted se lo creyera.

El Almirante lo miraba, estupefacto. Volvió a entreabrir a medias el trozo de lienzo, estudiándolo preocupado, y lo dobló de nuevo.

—¿Y qué quieres que haga con esto?

—Pues no sé —Falcó sonreía como un escolar desvergonzado—. Lo mismo le apetece ponerlo en un marco y colgarlo en su despacho.

—¿En mi despacho?... Tú estás mal de la cabeza, hombre.

—Considérelo un trofeo de guerra.

El ojo de cristal y el ojo sano del Almirante convergían con extrema fijeza en Falcó. Imposible saber si era una mirada de cólera o de diversión contenida.

—Guárdate esta basura, anda —le golpeó el pecho con el lienzo al devolvérselo—. Tíralo por ahí. Con discreción, claro... No sea que lo encuentre quien no debe y vayamos a liarla.

—Yo no lo necesito. Tengo un retrato que me hizo.

—¿Picasso a ti? —el Almirante se había quedado con la boca abierta—. ¿Un retrato?

—Como lo oye.

—Joder.

—Sí.

Seguía el otro mirándolo como antes. Al fin se quitó el sombrero y pasó la mano por el cabello duro y gris, como si de pronto sintiera demasiado calor.

—Tú no eres católico practicante, ¿verdad, chico?... De comunión y tal.

—No demasiado.

—Claro —el jefe del SNIO asentía irónicamente comprensivo—. Tendrías que ir a confesarte... Y en tal caso, después de escuchar cinco minutos, el cura colgaría la sotana para hacerse rico escribiendo un libro.

Se detuvo mientras se ponía el sombrero, y ahora no había duda: Falcó advirtió que el ojo sano destellaba burlón. Con evidente regocijo.

—Aunque hay otra posibilidad, claro. Que, recibida la absolución, te cargaras al cura.

Dicho eso, el Almirante volvió brusco la espalda y se metió en el asiento trasero. Un poco después, Falcó veía alejarse el automóvil. Cuando lo perdió de vista, volvió sobre sus pasos y caminó despacio hasta la orilla del Sena, donde estuvo un buen rato mirando los balandros que navegaban con las pequeñas velas henchidas por la brisa.

Al cabo de un momento encendió un cigarrillo. Con él humeando en la comisura de la boca, apoyado inmóvil en la barandilla sobre el río, tenía buen aspecto: alto y apuesto, inclinado el sombrero sobre la ceja derecha, el traje claro bien cortado, la corbata de seda roja sobre la camisa impecable, el rostro moreno y los ojos grises que contemplaban el mundo con tranquila curiosidad. Dos mujeres jóvenes, bonitas y bien vestidas, que pasaban en uno de los veleros, lo saludaron agitando las manos, y él se tocó con dos dedos el ala del panamá para devolver el saludo, con una sonrisa que pareció abrirle un espléndido trazo blanco en la cara.

Después dejó caer el cigarrillo, lo aplastó con la suela del zapato y se alejó sin prisa, perdiéndose de vista entre la gente. Con la cartera y el trozo del Guernica bajo el brazo.

 

 

 

Buenos Aires, mayo de 2018