13. De profesional a profesional
De nuevo se disponía a matar a un hombre. Por lo menos, a uno.
Sin dramatismos ni trascendencias de por medio, iba a ejecutar otra vez la cadena de actos técnicos que su naturaleza moral, su carácter y su visión del mundo y la vida, le permitían encarar sin escrúpulos ni remordimientos. Sin otras cautelas que las que podían ayudarle a salir indemne e impune del episodio, lo que ya era bastante trabajo.
Durante siglos, pensaba Falcó para entretener la espera, el ser humano había intentado dotarse de reglas que corrigiesen su naturaleza. Él no respetaba esas reglas, que le eran indiferentes por carácter y adiestramiento. Suponían obstáculos a que la naturaleza siguiera su curso. A fin de cuentas, los animales —y eso abarcaba a los seres humanos— llevaban millones de años pereciendo por vejez, enfermedad o violencia. En ese contexto, toda clase de muerte era perfectamente lógica. Incluida la propia, por supuesto, cuando en la ruleta le cantasen el cero y llegara el momento de levantarse de la mesa con una última y tranquila sonrisa. O al menos así esperaba que fuera.
Sentado en el asiento de atrás del automóvil, disimulando entre los faldones de la gabardina —una elegante Burberry que sustituía a la perdida en el Sena—, enroscó el silenciador Heissefeldt en el cañón de la pistola. A su lado, Sánchez observaba la operación.
—Nunca había visto uno de ésos —comentó—. ¿Es de verdad eficaz?
—Razonablemente. Pero reduce mucho el alcance.
—Ah.
En el asiento delantero, al volante, uno de los hombres que les había asignado Verdier, el jefe local de La Cagoule, permanecía inmóvil fumando un cigarrillo. Era el mismo que unos días antes había ido a buscar a Falcó al hotel para conducirlo a Les Halles; el barbudo bajo y fuerte que había exhibido un carnet —seguramente falso— del Deuxième Bureau.
El otro, el más alto, estaba en la calle, el sombrero inclinado sobre los ojos y las manos en los bolsillos del mismo impermeable negro, sentado a una mesa bajo la marquesina de un café, en el cruce de la rue de Vouillé con la de l’Orne. Protegido de la llovizna suave que chispeaba del cielo gris.
—¿Cuántos hay dentro? —le preguntó Sánchez al conductor.
Éste levantó en silencio una mano, alzando tres dedos.
—¿La mujer iba a la misma casa?
Asintió el cagoulard, impasible. Sánchez se removió en el asiento, mirando a Falcó con cierta aprensión.
—No me gusta que haya mujeres en esto —murmuró.
—Nadie la obliga a estar ahí —dijo Falcó.
Lo pensó un poco el agente nacional, pasándose por la cara los dedos amarillentos de nicotina. Mostraba el aire fatigado de siempre.
—Supongo que tiene razón —concluyó.
—Da igual tenerla o no. Es lo que hay.
Le dirigió el otro una furtiva mirada suspicaz, cercada de insomnio.
—Mi trabajo en esta ciudad no suele incluir esta clase de asuntos —dijo tras un momento—. No personalmente, al menos.
—Alguna vez tiene que ocurrir, ¿no?
—Imagino que sí.
Falcó se metió el arma bajo la chaqueta, cubriéndola con la gabardina.
—Todos estamos en esto. Se trata de una guerra civil, no de un certamen de damas y caballeros.
—Qué tontería. Pues claro. Sólo quería decir...
Lo dejó ahí, sin que Falcó mostrase interés por que acabara la frase. Con manos que todavía olían al sexo de María Onitsha —dos horas antes la había dejado dormida y desnuda entre las sábanas, en la habitación del Madison—, estaba comprobando la Browning: seis balas en el cargador y una en la recámara. Se aseguró de que el bloqueo principal estaba puesto, insertada la cuña en la muesca del carro. El otro, el de empuñadura, se anulaba de forma automática al apuntar el arma. La FN 1910, pensó una vez más, satisfecho, aquella vieja y fiable mataduques, era una buena pistola; una herramienta perfecta. El percutor cubierto permitía, incluso, dispararla desde el bolsillo sin temor a que se trabara. Aunque esta vez no sería el caso: con el supresor de sonido, casi alcanzaba los dos palmos de longitud.
Retiró el puño almidonado de la camisa para mirar el reloj: nueve y veinte de la mañana, casi la hora prevista para entrar en acción. Al advertir su gesto, Sánchez hizo lo mismo. Después sacó un revólver Orbea bastante grande y revisó el tambor antes de cerrarlo otra vez con un chasquido.
—Úselo sólo en caso necesario —sugirió Falcó—. El calibre treinta y ocho hace demasiado ruido, incluso dentro de una casa... Mientras sea posible, déjeme actuar a mí.
—De acuerdo.
—Yo entro primero y usted me cubre.
—Bien.
Tras decir eso, Sánchez tosió y se llevó un pañuelo a la boca, ocultando de inmediato lo que pudiera haber escupido en él. Apartó Falcó la vista, por cortesía, mirando la calle. Estaban bajo los gruesos arcos con remaches de hierro del puente ferroviario, y más allá del túnel, entre los árboles alineados en las aceras, relucía el asfalto mojado en la claridad plomiza de la mañana. El cagoulard alto seguía sentado ante el café, vigilando la rue de l’Orne. No se había movido en más de media hora. De pronto se puso en pie y miró hacia ellos.
—Vamos —dijo Falcó, abriendo la puerta del automóvil.
Había diversas formas de matar, unas ruidosas y otras discretas. Las ruidosas eran más cómodas y requerían menos esmero táctico, pero las silenciosas eran más seguras, siempre y cuando uno fuese capaz de aplicarlas. No todos estaban dotados para eso, aunque Falcó sí lo estaba.
Sentía esa gélida certeza mientras la humedad de la llovizna refrescaba sus ojos grises bajo el ala del sombrero; cuando, cerrándose la gabardina, salió del túnel para caminar pegado a un muro de ladrillo antes de torcer a la derecha, internándose en la calle. Oía detrás los pasos de Sánchez y del conductor, y vio que el otro cagoulard abandonaba la esquina para dirigirse hacia el mismo sitio, un edificio de seis plantas cuyo portal estaba cerrado. El número 34.
Se reunieron allí un momento mientras el del impermeable negro sacaba una ganzúa y franqueaba el paso, y avanzaron después por un vestíbulo oscuro que daba a un patio interior. No había portero. La escalera estaba a la izquierda; y cuando subían por ella haciendo el menor ruido posible —el del impermeable se quedó abajo, de centinela—, Falcó se abrió la gabardina y extrajo la pistola de bajo la chaqueta, quitándole el seguro.
En el rellano del tercer piso, Falcó y Sánchez se detuvieron ante la puerta mientras el otro cagoulard seguía escalera arriba, apostándose allí. Por la montera de vidrio que coronaba el hueco bajaba una claridad cenital que hacía más siniestras las sombras en los rostros de los dos hombres cuando se miraron, inmóviles unos segundos, antes de que Falcó se quitara el sombrero dejándolo caer al suelo y, tras desabotonarse la gabardina e inspirar hondo varias veces, aguardase a que su sangre, batiendo por la tensión, dejara de ensordecerle los tímpanos. Al fin hizo un gesto afirmativo. Entonces Sánchez hizo girar la llave del timbre y se echó a un lado.
Sonaron pasos en el corredor, y desde dentro abrieron la rejilla de latón de la puerta.
—Bonjour —dijo Falcó en tono oficial, mostrando un documento—. Inspection des Eaux du Quinzième.
Sonó el pestillo y se abrió la puerta: un hombre en un vestíbulo pequeño y un pasillo a su espalda. El hombre, de mediana edad, más bien grueso, con pelo escaso y ojos miopes, miró unos segundos a Falcó antes de que la expresión se le trocara en desconcierto y luego en pánico, al bajar la vista hacia la pistola que aquél empuñaba. Entonces emitió un sonido indeterminado, a medias entre gemido de angustia y grito de alarma, dio media vuelta y echó a correr por el pasillo. Falcó alzó el brazo, contuvo dos segundos el aliento y le disparó a la espalda cuando casi había llegado al extremo; la Browning brincó en su mano una sola vez, con el ruido que habría hecho una palmada fuerte, y el hombre se desplomó de bruces, dando un golpe sordo en las baldosas.
Para ese momento Falcó ya avanzaba con rapidez por el pasillo, seguido por Sánchez. Sorteó el cuerpo caído —por un instante pensó en rematarlo, pero ignoraba cuántas balas iba a necesitar todavía—, torció a la izquierda, pasó ante un cuarto donde una mujer aterrada acababa de ponerse en pie derribando una silla tras un carrito con máquina de escribir, y mientras Sánchez la encañonaba siguió adelante hasta la habitación del fondo, donde se oía la voz de Lucienne Boyer cantando Parlez-moi d’amour en Radio-Paris. Irrumpió allí con la pistola en la mano derecha y la izquierda afirmándola por la muñeca, y apuntó al hombre en mangas de camisa y tirantes que se levantaba sorprendido tras una mesa.
—Quieto —dijo— o te mato.
El otro no se quedó quieto. Precipitadamente intentó abrir un cajón, y entonces Falcó apretó de nuevo el gatillo. No tenía, en ese momento, intención de matar o de no hacerlo. Fue un acto reflejo, instantáneo, aunque lo bastante azaroso como para no acertar en el pecho o la cabeza. El balazo pegó delante del hombre en mangas de camisa, sobre la mesa, haciendo volar una nube de astillas; y la bala, o su rebote, y parte de las astillas, lo alcanzaron en el brazo que había metido en el cajón.
Rodeó Falcó la mesa sin dejar de apuntar al otro, que había dado un traspié y retrocedía hasta apoyar la espalda en la pared, apretándose el brazo salpicado de desgarrones y sangre. Crispado el rostro de dolor. Era flaco y moreno, con un fuerte pelo rizado, cejas espesas y las mejillas oscurecidas por una barba reacia a cuchillas de afeitar. Cara de campesino seco y duro, pensó fugazmente Falcó, que exigía más una boina que un sombrero de fieltro. De antiguo minero, recordó de pronto. Emilio Navajas en persona. Comunista y veterano de las checas murcianas. El nuevo jefe de los servicios de información de la República en París.
—Si parpadeas, te disparo en la cabeza.
El otro lo miraba en silencio, muy pálido, sujetándose el brazo herido, que le temblaba con espasmos nerviosos y del que manaba abundante sangre. El dolor debía de ser intenso, pues las rodillas le flaquearon y poco a poco se fue deslizando con la espalda en la pared hasta quedar sentado en el suelo.
Sin dejar de apuntarle, Falcó cogió con la mano izquierda la pistola Tokarev que estaba en el cajón y se la metió en un bolsillo. Después apagó la radio. Su pulso, excitado por la acción, se calmaba poco a poco. Empezaba a dolerle la cabeza.
—¿Todo bien? —preguntó Sánchez a su espalda.
El agente nacional se había asomado, aún con el revólver en la mano, para echar un vistazo. Asintió Falcó.
—¿Qué pasa con la mujer?
—La he atado.
—¿Francesa?
—Española.
—¿Y el otro?
—Tiene mala pinta, pero todavía rebulle un poco.
—Vigile a éste. Ahora vengo.
Salió al pasillo. La mujer estaba en el suelo, al pie del carrito de la máquina de escribir: treinta y tantos años, rubia oxigenada y rostro desencajado por el terror. Sánchez la había amordazado y atado de pies y manos con esparadrapo ancho. A pocos pasos estaba tumbado el hombre grueso de ojos miopes. Se había arrastrado un poco, pues había un reguero rojo a sus pies y ahora estaba sobre un costado, respirando de forma irregular y débil. Con cuidado para no mancharse de sangre, Falcó le abrió la chaqueta y buscó cartera y pasaporte: Julián Pérez Turrillas, cuarenta y cuatro años, natural de Berja, Almería. También había allí, oculto entre otros documentos, un carnet de la DGS con el escudo de la República. Poniéndose en pie, tras guardárselo todo en los bolsillos, acercó la pistola a la cabeza del moribundo y le pegó un tiro.
Al regresar a la habitación principal se puso en cuclillas ante Emilio Navajas, que seguía sentado contra la pared, oprimiéndose el brazo herido. Sus ojos oscuros, turbios de dolor, miraban con odio a Falcó. El agente rojo no era, comprendió éste, ningún cobarde.
—Somos nacionales —dijo, incluyendo con un ademán a Sánchez, que apoyado en la mesa asistía en silencio a la escena.
—Lo que sois —masculló el otro entre dientes— es unos fascistas hijos de puta.
Cambió Falcó una ojeada con Sánchez, y éste miró hacia la nada.
—Tu guerra termina aquí —le dijo Falcó al herido—. A menos que respondas a unas preguntas.
Navajas tuvo arrestos para componer una mueca que se pretendía sonrisa.
—Vete a tomar por culo —dijo.
Asintió despacio Falcó, cual si de veras considerase la posibilidad. Puso la pistola en el suelo y alargó una mano para tocar el brazo del herido, a ver cómo estaba aquello; pero el otro lo retiró con una brusquedad que debió de dolerle, pues apretó los dientes ahogando un quejido.
—Quizá salgas de ésta si...
—He dicho —lo interrumpió el republicano— que te vayas a tomar por culo.
Falcó se lo quedó mirando con atención. De profesional a profesional. A la gente sólo le interesaban los ganadores, pensó. Sólo a cierta clase de ganadores le interesaba el perdedor.
—Conozco tu biografía —dijo, paciente—. Te llamas Emilio Navajas Conesa. El otro día ordenaste matarme, pero a tu gente le salió mal.
—No sé de qué hablas.
—Ya lo imagino. Pero yo sí sé de qué hablo... Antes de venir a París estuviste muy activo en puestos de responsabilidad en zona roja. Has visitado Rusia al menos dos veces, se supone que para adiestrarte, y en España has detenido, torturado y ejecutado lo mismo a gente de derechas que a libertarios y trotskistas... Algunos de los que te cargaste, supongo, merecían su suerte y otros no. Todo es cuestión de puntos de vista, y en cualquier caso no es asunto mío. No soy un justiciero.
—¿Qué coño eres, entonces?
—Alguien con un trabajo por hacer. No hay nada personal en esto, fíjate. Acabo de cargarme a un fulano al que no conocía: tu camarada Julián. Porque supongo que erais camaradas. Y ahora, si no colaboras, te voy a matar a ti.
Torció el otro la boca con desprecio.
—Lo vas a hacer de todas formas.
—Puede que sí y puede que no. De cualquier modo, mientras tengamos cosas de que hablar podrás seguir vivo... Mejor eso que nada, ¿no?
—¿Y qué quieres saber?
—Detalles. Cómo queda la embajada con el nuevo gobierno de Valencia, qué gente tenéis aquí, cuáles son los planes y operaciones en marcha... Ya sabes. Cualquier cosa que sea útil a la cruzada de liberación nacional.
—Estás de broma.
—Sí, lo confieso... Con lo de la cruzada, sí. Pero lo otro lo digo en serio.
El herido miró a Sánchez con desconfianza.
—¿Y ése?
—Él se toma la cruzada más en serio que yo... Por cierto, ¿quién es la mujer?
Un brillo de esperanza animó los ojos del otro.
—¿Sigue viva?
—Claro. Los buenos no matamos a mujeres.
—¿No?... Pues será ahora. Pregúntales a vuestros criminales moros y a los canallas del Tercio. ¿Te suena Badajoz?... ¿Y Málaga?
—Me suenan.
—Pues vete a la mierda.
Siguió un silencio. Falcó y Sánchez cambiaron una mirada significativa mientras el herido se observaba el brazo, crispadas las mandíbulas de dolor. La sangre seguía fluyendo; teñía de rojo la manga desgarrada de la camisa y goteaba en el suelo.
—No voy a contaros nada.
—Bien —asintió Falcó, comprensivo—. Entonces echaremos un vistazo a lo que tienes por aquí. Algo en limpio sacaremos, ¿verdad?... Y también le vamos a preguntar a ella: a tu secretaria, asistente o lo que sea. No hay prisa.
Inclinó el herido la cabeza, como si reflexionase, y permaneció así un momento. El rostro moreno y obstinado mostraba una expresión de desafío cuando lo alzó de nuevo.
—Viva la República —masculló entre dientes.
Falcó se inclinó un poco más hacia él.
—Disculpa, no te he oído bien... ¿Qué has dicho?
—He dicho que viva la República, cabrón.
—De acuerdo, camarada. Te vas como un tío. Eres un rojo hijo de puta, pero tienes cojones. A cada cual lo suyo —cogió la pistola y se puso en pie—. ¿Algún encargo de última hora?
—Que te den.
Asintió Falcó, casi melancólico.
—Me darán —sus pupilas se contrajeron, carentes de humor—. A todos nos acaban dando.
Después le apoyó el supresor de sonido en la frente y apretó el gatillo.
La mujer estaba en el suelo del otro cuarto, todavía junto al carrito de la máquina de escribir y la silla caída, maniatada y amordazada. Mirándolos con ojos desorbitados, inmóvil y encogida como un animal presa del terror.
—¿Qué hacemos con ella? —preguntó Sánchez en voz baja.
El agente nacional tenía a los pies una bolsa de lona llena de documentos. Lo habían registrado todo, apoderándose de cuanto consideraron útil. El resto de papeles y carpetas lo dejaron revuelto, tirado por todas partes. Y entre esos documentos dejados atrás, Falcó había introducido un falso informe del SIM republicano, minuciosamente redactado, sobre presuntos vínculos secretos de Leo Bayard con organizaciones fascistas. Esperaba que, durante la investigación policial sobre lo ocurrido en el 34 de la rue de l’Orne, el informe acabase en las manos adecuadas.
—¿Qué hacemos? —insistió Sánchez.
Falcó había sacado de un bolsillo el tubo de cafiaspirinas. Sin responder, se metió una en la boca, masticando el sabor amargo, fue a la cocina y acabó de ingerirla con un vaso de agua. Después, al regreso, miró pensativo a la mujer. Ambos la contemplaban desde el pasillo.
—Nos ha visto la cara —dijo al fin, seco—. Y podría identificarnos.
Sánchez palideció. Se pasó una mano por la boca y miró incómodo hacia la habitación.
—Es una mujer —susurró.
—Ellas matan igual que los hombres.
—Ésta no ha matado a nadie.
—¿Cómo lo sabe?
—La tenemos investigada desde que llegó en diciembre. Se llama Nuria Gisbert Portau, según acabo de confirmar con su pasaporte... Buena familia de Barcelona, miembro del Partido Comunista, hija de un ministro de la Generalidad catalana y casada con un sobrino de Negrín.
—Vaya... Una dama de cierto nivel.
—Eso parece.
—¿Y dónde está el marido?
—En Madrid. Por lo visto, dirige la segunda sección de estado mayor del Ejército del Centro.
—Un pez gordo, entonces.
—Sí. Seguramente la mandó a Francia para tenerla a salvo.
—Pues tuvo buen ojo, el tío... ¿Qué hace ella aquí?
—Lleva los archivos —señaló Sánchez la bolsa que estaba en el suelo, llena de cartulinas escritas a máquina, algunas con fotos—. Entre ellos, el fichero de nuestra gente en Francia... También se ocupaba del gabinete de cifra de Navajas. He encontrado en su cajón un libro de códigos. Parece la nueva clave rusa Monomio-Binomio, pero habrá que estudiarla a fondo.
Reflexionó minucioso Falcó. Los pros y los contras.
—En España podríamos canjearla por alguien —apuntó Sánchez.
—Tal vez. Pero estamos en Francia.
Miró el reloj, preocupado: media hora desde que habían entrado allí. Llevaban demasiado tiempo en aquella casa.
—No podemos interrogarla —concluyó—. Ni llevárnosla.
El otro se agitó, dubitativo. Sombrío.
—Tiene que haber alguna forma... Esos de La Cagoule podrían hacerse cargo, ¿no cree?
Lo miraba Falcó con sincero asombro.
—¿Hacerse cargo?
—Mantenerla retenida, quiero decir.
—¿Algo así como ponerle un piso?... No me fastidie, hombre.
Sánchez señaló el muerto del pasillo y la habitación donde yacía el otro.
—¿No cree que ya está bien? —preguntó, bajando aún más la voz.
—Ya está bien ¿de qué?
—Dos muertos es suficiente.
De pronto, los ojos de Falcó parecieron cuajarse en metal. Hechos de acero gris.
—En España mueren por docenas o centenares todos los días —dijo despacio, casi con suavidad.
—Esto es diferente.
—Oiga... Cuando usted y sus amigos militares se sublevaron contra la República, yo estaba dedicado a otros asuntos. No empecé esto. Por razones diversas me encuentro de su lado, y no protesto. Hago mi trabajo con lealtad y eficacia. Pero no venga a tocarme las narices con escrúpulos de conciencia... Si los suyos pagaron la orquesta, ahora disfruten la música.
—También usted es de los míos —objetó Sánchez, molesto.
—Ahí se equivoca. Yo bailo solo.
Iba el otro a responder cuando le sobrevino un ataque de tos. Sacó el pañuelo para escupir en él. Las sombras de su rostro eran ahora más profundas y los párpados más enrojecidos y febriles.
—Es una mujer, coño —se guardó el pañuelo con salivaduras rosadas—. Mírela.
Contempló Falcó a la mujer tendida en el suelo y movió la cabeza.
—Lo que veo es a una agente comunista a la que le hemos matado a dos compañeros. Y en cuanto salga de aquí contará quién lo hizo, con pelos y señales... A mí me quedan pocos días en París; pero, ¿usted puede permitirse eso?
Inclinó Sánchez la cabeza, sin responder. Parecía mirarse las puntas gastadas de los zapatos.
—No me importa hacerlo yo —dijo Falcó—. A estas alturas, igual me dan dos que tres.
El otro seguía con la cabeza inclinada, indeciso, debatiéndose en confusos tormentos interiores. Tras una larga indecisión, metió al fin una mano en el bolsillo derecho de la chaqueta, donde llevaba el revólver. Pero pareció pensarlo mejor. Sacó la mano vacía, alzando la vista hacia Falcó. Le temblaba ligeramente la barbilla.
—Déjeme su pistola.
Se miraron con fijeza. Entonces Falcó extrajo del cinturón la Browning, que aún tenía enroscado el silenciador. Con el dedo pulgar le quitó el seguro antes de ponerla en las manos de Sánchez. Después, desentendiéndose del asunto, apoyó la espalda en la pared del pasillo mientras sacaba la pitillera y el encendedor.
En el momento de acercar la llama al cigarrillo, escuchó el sonido amortiguado del disparo.