9. Negro azabache y gris acero
Estaban en un rincón del bar, sentados en los altos taburetes, bebiendo cocktails y fumando. Al otro lado de la barra, el barman y un camarero fregaban los vasos. La banda había dejado de tocar y los últimos clientes se marchaban. Con el rumor decreciente de conversaciones, el club recobraba despacio el silencio.
—Así es como ocurrió —decía María Onitsha.
Asintió Falcó. El relato completaba sus recuerdos y las noticias que llegaban de la capital del Reich. Ella misma formaba parte de aquello. Nacida treinta y cuatro años atrás en el África Sudoccidental alemana, en 1922 la habían llevado a Berlín, donde su impresionante físico y su voz formidable hicieron el resto. Dotada para el blues americano y la canción francesa, tras actuar en el Dorian Gray y el Hohenzollern —dos cafés para lesbianas de la Bülowstrasse— había pasado al sofisticado local nocturno de Toni Acajou, donde se encontró con la trompeta virtuosa de Melvyn Hampton y su banda.
—Yo era una estrella, como sabes —dijo la mujer—. Aquello se llenaba para oírme cantar. Pero en los últimos tiempos esos bestias me veían como basura inferior... «Ni negros ni judíos», le pintaron a Toni en la puerta del Blaunacht. «Basta de música degenerada» y cosas así. Él lo borraba y ellos lo volvían a pintar. Me pregunto cómo pudo aguantar tanto...
Se detuvo un momento, humeante un cigarrillo entre los dedos, apoyado el codo en el mostrador. Primitiva y distinguida al mismo tiempo, sólo llevaba maquillaje en los ojos: dos trazos que resaltaban la negrura de las pupilas y el contorno arrogante de los pómulos.
—¿Ya sabes lo de su socio? —preguntó.
—Sí. Me lo contó hace un rato.
—Estuvieron a punto de detenerlo durante una redada en el Adonis Café, un bar de transexuales... Se escapó, huyendo hasta el Blaunacht, donde fueron a buscarlo. Allí le dieron una paliza delante de todos. Después lo llevaron a un campo de ésos.
Se interrumpió otra vez. Ladeaba ligeramente la cabeza. Ya no llevaba en los lóbulos de las orejas los grandes aros de plata, y los bellos rasgos africanos de su rostro parecían fatigados. Miraba a Falcó, aunque la expresión de los ojos negrísimos, cuyo blanco surcaban minúsculas venas rojizas, se había vuelto opaca.
—Lo curioso es que uno de los policías era un invertido, cliente habitual del cabaret. Y fue el que más le pegó.
—Pobre Hans.
—Chillaba como un perrito torturado. Al día siguiente, Melvyn y yo decidimos venir a París. «Soy negro y homosexual», dijo Mel. «Lo único que me mantiene vivo y libre es mi pasaporte norteamericano»... Toni se mostró de acuerdo, porque también estaba asustado; así que nos rescindió el contrato. Poco después lo vendió todo y se escapó. Abrió aquí el Mauvaises Filles y vinimos a trabajar con él.
—Es un buen hombre.
—Desde luego —recordó algo—. Y por cierto, Mel te manda saludos. Te vio antes bailando en la pista. Ha tenido que irse, y espera que vuelvas otro día.
—¿Qué tal le va todo?
—Igual que siempre. Es feliz con su trompeta, con su música y con su público.
—¿Sigue solo?
Ella aplastó el cigarrillo en el cenicero.
—Solo y melancólico —dijo con un suspiro—. Es el único negro americano triste que conozco... Ya sabes que todos sus amores son imposibles, pero me tiene a mí. Él cuida de María, y ella cuida de Mel.
—¿Cómo conseguisteis salir de Alemania?... Últimamente no es fácil.
Uno de los dedos de largas uñas lacadas se deslizó por la copa del cocktail, sin cogerla. Los exóticos labios, carnosos y sensuales, se retraían desdeñosos sobre los dientes blanquísimos.
—Aquel comisario amigo tuyo. Fui a verlo y nos ayudó.
—¿Toepfer?
Ella le dirigió una mirada inesperada, casi violenta.
—Ése.
Asintió Falcó. Desde la llegada de los nazis al poder en 1933, Rolf Toepfer era jefe de una sección importante de la Geheime Staatspolizei del Reich, más conocida como Gestapo. Ambos habían hecho buenas migas a finales de los años veinte, cuando el otro era sólo un subcomisario de policía con buenos contactos. Eso había facilitado operaciones lucrativas, como la venta de doscientas pistolas Steyr-Hahn y treinta fusiles ametralladores MP-18 a grupos paramilitares de la extrema derecha alemana. Durante casi una década, Toepfer y Falcó se habían visto a menudo en Berlín. El subcomisario era aficionado a la vida nocturna, y aquélla aún era la época dorada de una ciudad donde ninguna diversión ni vicio eran desconocidos. Habían frecuentado, juntos, desde cabarets de lujo a antros de mala muerte.
—No es mal chico, Toepfer.
Ella hizo un ademán resignado.
—Se limitó a cobrarnos medio kilo en oro y no intentó acostarse conmigo... Sólo me hizo chupársela —puntualizó—. En su oficina.
Falcó asentía otra vez, comprensivo.
—Sí... No es mal chico, dentro de lo que cabe.
—Tan mal nacido como tú —dio una chupada al cigarrillo, objetiva—. O a lo mejor un poco más.
—Sólo un poco —asumió Falcó.
—Sí.
Siguió un silencio durante el que apuraron el resto de sus copas. La chica del guardarropa, aún con la cofia almidonada pero vestida ahora con un guardapolvos, barría el vestíbulo. Las luces del salón se apagaron y sólo quedaron encendidas las del bar.
—Te he recordado mucho —dijo ella.
Había desaparecido la dureza en sus ojos. Ahora brillaban con afecto.
—Y yo a ti —repuso Falcó.
—Embustero.
—Te digo la verdad.
—Tú no has dicho una verdad en tu vida... Estás hablando conmigo, blanquito listo. Te conozco un poco. Y sólo te recuerdas a ti mismo.
Estudiaba Falcó sin disimulo su vestido y cuanto contenía, pregonado en el escote rotundo donde relucía una fina cadenita de oro sobre la carne tersa y oscura de los senos. María Onitsha, pensó, era la mujer más hermosa entre cuantas había conocido. Una belleza agresiva, casi animal. Sentada en el taburete, cruzadas las piernas perfectas cubiertas de seda, el crespón de color crema moldeaba, esculpiéndolo con minuciosa precisión, un cuerpo espectacular. Millones de hombres, concluyó, y también no pocas mujeres, habrían vendido su alma por poseerlo durante un rato.
—Bonito vestido —comentó con calma—. Muy elegante. Estás formidable con él... ¿Lanvin?
Lo miró ella con fijeza, casi divertida, sin acusar en exceso el halago.
—Suzanne Talbot.
Sonrió Falcó. Después se llevó la copa a los labios y sonrió de nuevo.
—No olvido el que llevabas cuando nos conocimos —dijo—. Era blanco, ¿recuerdas?... Blanco como la nieve, y el contraste con tu piel era fantástico.
—Eso dijiste... Hablaste de mi tez oscura con una naturalidad deliciosa. Nadie lo había hecho así nunca.
—Aún cantabas en el Dorian, me parece. Antes de que te contratara Toni y conocieras a Melvyn.
—Tienes buena memoria.
—¿Que si la tengo? —soltó una carcajada de felicidad retrospectiva—. Era una mañana de primavera y tú estabas mirando el escaparate de una zapatería elegante de la Friedrichstrasse, hermosa, alta, con aquel vestido ligero que te marcaba un cuerpo de diosa... Me quedé tan asombrado que se me secó la boca.
—No se te secó del todo, porque te quitaste el sombrero y viniste a mí con mucho aplomo. Poniendo por delante esa sonrisa canalla que utilizas cuando te conviene.
—¿Te acuerdas de lo que dije?
—Pues claro: «No sé qué sueño maravilloso es usted, pero no puedo permitir que desaparezca. Debo hacer una gestión cerca, sólo diez minutos. Si cuando salga no sigue aquí, entraré en esa armería de enfrente a comprar un revólver y me pegaré un tiro»... Y añadiste: «Por favor, mientras espera, entre en la zapatería y compre cuanto desee. Yo se lo regalo».
—Exacto, eso dije. Luego me fui, volviéndome a mirarte mientras tropezaba con la gente que venía en dirección contraria. Y cuando regresé, once minutos después, seguías en el mismo sitio, con tu bolso en las manos y el sombrero de paja que te enmarcaba esos ojos negros como el azabache. Sonriendo.
—No. Muerta de risa.
—Todavía no me explico cómo tuviste la paciencia de esperarme.
—Fácil. Eras el hombre más guapo que había visto en mi vida.
Se quedaron callados, mirándose a los ojos. Azabache ante gris acero. Ella tenía en la boca una sonrisa radiante que se fue apagando despacio.
—¿Qué has hecho en todo este tiempo? —preguntó al fin.
—No sé —hizo Falcó un ademán ambiguo—. Un poco de todo. Viajé de aquí para allá.
—¿Y España?
—¿Qué pasa con España?
—Sigue la guerra, que yo sepa.
—Oh, sí. La guerra sigue, claro. Terrible.
—¿Y no estás implicado?... ¿No luchas?
—No mucho, como ves.
—Nunca supe bien qué hacías en Berlín, sobre todo las últimas veces. Aquellos sujetos que frecuentabas: Toepfer y los otros.
—Negocios.
Lo dijo sin mirarla, con la copa cerca de los labios. Ella alargó una mano —la palma era de un tono tenue, más clara que el dorso— y la apoyó en su brazo derecho.
—¿De qué bando eres?
—Del mío, ya sabes. Yo siempre soy del mío.
María retiró despacio la mano.
—¿Quién es la rubia flacucha con la que bailabas antes?... La he visto otras veces por aquí, con gente conocida.
Había cambiado el tono. Ahora era impersonal, más frío. Falcó dejó la copa sobre el mostrador.
—Es una amiga. Novia de un amigo.
—Nunca te detuvo eso, que yo sepa.
—Este caso es diferente.
Movía ella la cabeza, escéptica. Se pasó la lengua sonrosada por el labio superior y éste brilló como si le hubieran deslizado un pincel húmedo y suave.
—Ocho meses desde la última vez... Sólo estuviste unos días en Berlín. Dos noches conmigo.
No era un reproche. Tan sólo la mención de un hecho cierto. En su última visita a Berlín, durante el curso de técnicas policiales con la Gestapo, Falcó sólo había pasado dos noches con María Onitsha. La última —no demasiado brillante por su parte—, después de presenciar un interrogatorio de cuatro horas a una joven de diecisiete años, miembro de una red de estudiantes antinazis desarticulada en la Universidad de Heidelberg.
—Fui un imbécil —resumió—. Pero eran días complicados.
Después alzó una mano, y con el dorso de los dedos rozó apenas el cuello de la mujer. La piel, que parecía satén oscuro, se erizó ligeramente bajo el contacto. Ella entornó los párpados de espesas pestañas.
—La última noche en Berlín hablamos más que otra cosa —dijo—. Tumbados y desnudos, sin luz... O más bien lo hacías tú. Fumabas y hablabas.
—No me acuerdo bien —mintió Falcó.
—Dijiste una cosa... De pronto dijiste algo que no he olvidado: «Es posible que los hombres que fueron acariciados por muchas mujeres encaren sus horas finales con más decisión y con menos miedo»... ¿Sigues pensando lo mismo?
—No sé —volvió a mentir Falcó—. No recuerdo haber dicho eso.
Se quedó un momento callado. Al cabo inclinó la cabeza.
—También tú dijiste algo esa noche —añadió tras el silencio—. «¿Quieres saber por qué las negras somos tan cariñosas?», me preguntaste. Y ante mi sorpresa, añadiste: «Porque hubo un tiempo en que a nuestros hombres los vendían o mataban, y nunca sabíamos cuánto tiempo íbamos a estar con ellos».
Destelló el doble azabache enmarcado en azul, y los dientes blanquísimos se destacaron casi luminosos en el rostro oscuro. Ella reía, complacida.
—Me gusta ser negra.
—Y a mí que lo seas.
Alargó ella una mano para retocarle el nudo de la corbata.
—¿Siempre dejas buen recuerdo en las mujeres?
—No lo sé —lo pensó un instante, o fingió pensarlo—. Supongo que no siempre.
Otro destello blanco. Otro brillo azabache. María reía de nuevo.
—Yo diría que casi siempre —lo corrigió—. Y creo saber por qué.
Se había bajado del taburete con un movimiento semejante al de un hermoso animal desperezándose. Tan alta que su boca quedaba a la altura de los ojos de él.
—Estoy cansada —dijo—. No es uno de mis mejores días. Pero aun así, me gustaría que comprobaras si las negras seguimos siendo cariñosas... ¿Qué te parece?
Falcó también había dejado el taburete. Asentía despacio, pensativo. Hay vidas peores que la mía, se dijo. Dure lo que dure. Después, sin el menor complejo, se alzó un poco sobre la punta de los zapatos y, sonriente, rozó la boca de María con un beso rápido y tierno.
—Me parece una buena idea.
Yuri, el portero, les buscó un taxi. Después, mientras gorra en mano abría la portezuela y aceptaba la propina, señaló con el mentón hacia el coche que seguía detenido junto a la acera, al final de la calle. Son dos y no se han movido de ahí, dijo. Tenga cuidado con los maridos celosos. Y algo más tarde, cuando el taxi ya descendía por el bulevar, Falcó se volvió con disimulo, para comprobar que el automóvil se había puesto en marcha y los seguía a distancia.
—¿En dónde te alojas? —le preguntó a María.
—En un hotelito agradable de la rue Bréguet... Aunque hay un problema. La patrona no admite visitas a estas horas.
De modo casi automático, Falcó hizo rápidos cálculos tácticos sobre el plano mental de la ciudad, moviéndose como pieza de ajedrez por una precisa geometría de ataques, respuestas y supervivencia: ángulos buenos, ángulos malos, líneas rectas y curvas, situaciones probables y demás. Estaba adiestrado para ello. Por un momento pensó en soltar lastre, dejar a la mujer en su hotel e ir solo al Madison; pero eso habría exigido explicaciones inoportunas. Fueran quienes fuesen los que lo seguían, no se esforzaban en pasar inadvertidos: cagoulards, rojos o nacionales, muy bien podían estar limitándose a una simple vigilancia de rutina. Y tampoco era cosa de matar moscas a cañonazos. Por otra parte, la proximidad de la mujer en la intimidad del asiento trasero despertaba en su organismo interesantes estímulos que no estaba dispuesto a pasar por alto. Desde luego, no mientras se mantuvieran estables las circunstancias y tranquilo el paisaje. Mientras él siguiera vivo y sano. Porque una vez muerto, concluyó con una sarcástica mueca interna, nada ni nadie iban a estimularlo un carajo.
—Vamos a mi hotel —decidió.
Con objeto de limitar la posibilidad de una sorpresa desagradable —quizás una encerrona en calles estrechas—, ordenó al taxista que se dirigiera a Saint-Germain por el boulevard de Sébastopol y el puente Saint-Michel, a fin de controlar mejor a sus perseguidores. De vez en cuando se volvía hacia María, en la penumbra del taxi, y en cada ocasión encontraba sus golosos, húmedos y acogedores labios. Y mientras se besaban —prometedora, la anatomía desbordante de la mujer se pegaba a él—, aprovechaba para echar un vistazo de reojo por la ventanilla trasera a los faros que seguían allí, moviéndose tras ellos por las calles mal iluminadas y casi desiertas.
Amanecía cuando acabó en su boca. Incorporado de rodillas sobre la almohada, apoyadas las manos en el cabezal de la cama, tenso como un resorte de acero forzado al máximo, se clavó casi con crueldad en la garganta de María Onitsha y se dejó ir en silencio, poniendo término a una prolongada lucha consigo mismo para mantener el control. Después, claudicante al fin, exhausto tras casi dos horas de acometidas, besos y caricias, cedió la responsabilidad y se desmoronó sobre el cuerpo desnudo de la mujer, concluyendo así el denso combate.
Podrían fácilmente matarme ahora, se dijo de modo automático, cerrados los ojos soñolientos. Solía pensar eso cuando estaba con una mujer, inmóvil y sin fuerzas, intentando recobrar la lucidez y la energía. Si alguien entrase ahora por la puerta con una pistola o un cuchillo, ni siquiera haría ademán de defenderme, pensó. Me dejaría matar en este minuto de lasitud indiferente. Esa vieja historia de Dalila, o como se llamara, cortándole el cabello a Sansón para entregarlo inerme a los filisteos, es mentira. Una excusa tonta. Lo agarraron como nos pueden agarrar a todos, en la cama, cuando acababa de terminar y yacía indefenso sobre ella. Presa fácil, claro. Como a cualquier idiota.
María le acariciaba la espalda, afectuosa y tranquila. Cuando una mujer empieza a acariciarte la espalda después de que hayas terminado, le había dicho en cierta ocasión a Falcó un tío suyo —su padrino Manolo González-Osborne, avezado y elegante seductor—, es hora de largarse porque va a empezar a complicarte la vida. Así que, llegado ese momento, por muy atractiva e inteligente que sea la dama, y en especial si es lo último, incluso aunque estés empezando a enamorarte o descubras que ya lo estás, mi consejo es que te vistas sin prisa y con elegancia, sonrías, la beses y te vayas. Para siempre, quiero decir. Entre tipos como nosotros, Chenchito —su padrino siempre lo llamaba así—, quien pierde a una mujer que le acaricia la espalda no sabe lo que gana.
Durante toda su vida, Falcó había seguido con razonable puntualidad el consejo del tío Manolo. Pero María Onitsha no era una mujer de la que fuera necesario huir, aunque le acariciase la espalda. La conocía bien, o al menos estaba convencido de ello. De conocerla. Tumbado boca abajo sobre aquella anatomía espléndida —las rotundas formas de ébano habrían hecho enloquecer a un pintor o un escultor—, Falcó sentía en la mejilla su respiración pausada; y bajo el cuerpo, la piel cálida, tersa, mojada de sudor por el largo esfuerzo que los había mantenido enlazados uno con otro.
Abrió los ojos y encontró los de ella, tan cerca que los veía desenfocados en la penumbra grisácea del amanecer: dos iris negrísimos circundados de córneas blancas ligeramente enrojecidas. Lo miraba con pensativa fijeza.
—Eres el único hombre cuyo semen soy capaz de tragar —murmuró.
La voz había sonado roncamente profunda. Después, la boca africana tan carnosa y atrevida, dibujada de excesos, se distendió en una ancha sonrisa. Entonces Falcó deslizó un beso suave en aquellos labios formidables. Ignoraba si lo que ella había dicho era cierto, pero daba igual. En cualquier caso, sonaba adecuado.
—Gracias —murmuró.
—No, cariño —se ensanchó aún más la sonrisa de ella—. Gracias a ti.
—Hago lo que puedo.
—Pues lo haces muy bien.
Con esfuerzo y melancólica pereza, Falcó se apoyó sobre los codos, apartándose despacio de la carne tibia de la mujer. Giró luego hacia un costado de la cama, se sentó en el borde y tras quedarse un momento inmóvil, mirando en torno, se puso en pie. Para entonces ya había recobrado el dominio del propio cuerpo y sus reflejos. Sobre todo, la claridad de mente: la certeza de los peligros y sus posibles defensas, la conciencia del lugar en que se hallaba y la jerarquía de amenazas próximas o lejanas. Eso lo llevó a pensar en el automóvil que los había seguido hasta el hotel. Y en sus ocupantes.
Desnudo como estaba, fue hasta la ventana, apartó los visillos y observó el exterior. Todo parecía tranquilo. Inofensivo. Una claridad cenicienta empezaba a asentarse a lo largo del bulevar, aislando sombras y aclarando recodos oscuros. Dos barrenderos municipales caminaban sobre el asfalto mojado, cargando con una larga manguera. El filósofo o escritor de bronce, el tal Diderot, parecía dormitar entre las hojas jóvenes de los castaños. Ninguno de los cinco automóviles estacionados que Falcó alcanzaba a ver era el que los había seguido desde Pigalle.
Olvidaba a las mujeres con fría rapidez, hasta que volvía a encontrarlas y desearlas. Tenía ese hábito: ninguna permanecía demasiado tiempo en sus sentidos o su memoria. Sólo una de ellas, única entre todas, escapaba a la regla; pero estaba demasiado lejos —si es que aún estaba en alguna parte—, y lo más probable era que sus caminos no volvieran a cruzarse jamás.
Pensaba en eso cuando, yendo hasta la cómoda, abrió la pitillera y encendió un cigarrillo. Fumó de ese modo, de pie, admirando el cuerpo inmóvil sobre las sábanas arrugadas, el contraste que la creciente claridad acentuaba. Después fue a observarla más de cerca. Ahora ella dormía, y Falcó escuchó su respiración suave, acompasada, regular. Estaba boca arriba, entreabierta la boca, hundida en la almohada la cabeza de pelo cortísimo. Los grandes senos con areolas muy oscuras —círculos de negro carbón sobre piel chocolate— se inclinaban mórbidos a cada lado del torso, y el vientre proyectaba un paisaje formidable de las caderas a los muslos entreabiertos, allí donde, entre el vello púbico, se insinuaba todavía húmeda la hendidura del sexo.
Aquél, confirmó de nuevo Falcó, era el cuerpo de una hembra grande, poderosa y perfecta. Una mujer de etnia herero, tribu del África Sudoccidental casi extinguida por el genocidio alemán, aún más brutal que el de los turcos contra los armenios. Sin dejar de mirarla pensó en lo que había conducido a María Onitsha hasta Berlín, primero, y luego a París. Tres décadas atrás, por sublevarse contra los colonos que los reducían a la esclavitud, sesenta mil hereros habían sido exterminados por los soldados del general Von Trotha, ejecutados los hombres y empujados mujeres y niños al desierto después de envenenar los pozos para que murieran de hambre y sed. Huérfana y sin familia, María había sobrevivido a la matanza gracias a la compasión de un ingeniero de minas que acabó llevándola a Alemania, primero como sirvienta de su esposa y luego como amante.
Pensó de nuevo Falcó en el tío Manolo. En lo que habría dicho, y sin duda aplaudido, de ver a su sobrino en París, o en donde se terciara, con aquel hermoso ejemplar de mujer a tiro de pistola. O con cualquiera de las otras. Hermano de su madre, vividor viajado, pródigo y elegante, solterón contumaz de tertulia y casino, sobreviviente incluso a un anacrónico duelo por asunto de faldas, Manuel González-Osborne había muerto en Jerez sólo unos días después de que su ahijado fuese expulsado de la Academia Naval de San Fernando por pegarse con un profesor, capitán de corbeta, con cuya esposa se había acostado. Vencido, el tío Manolo, por una pulmonía doble cuyo desenlace afrontó con entereza en plan adiós, me voy, es cierto, pero que me quiten lo bailado. Ahí os quedáis y que aproveche. Dándole tiempo a dedicar a Falcó, sinceramente afligido al borde de su lecho, un comentario afectuoso que rubricaba con cierta precisión la historia de uno y otro: Chenchito, querido sobrino, yo he perdido pocos trenes en la vida; pero tú te subes hasta en los mercancías.