4. Comunista y torero

 

 

 

 

Los trenes, pensó Falcó, con su ambiente promiscuo y móvil, eran buen lugar de caza, pero también facilitaban el ser cazado. Para un oficio turbio como el suyo, conservar en ellos la salud tenía sus reglas. Exigía un continuo estado de alerta; un ojo avizor y despierto. Eran muchas las cosas desagradables que podían ocurrir entre estación y estación, en la oscuridad repentina de los túneles o en la soledad nocturna de un pasillo. También, naturalmente, las que uno mismo podía ejecutar contra otros. De cualquier modo, operar en los trenes no se improvisaba; eran necesarios un adiestramiento y una técnica: un conocimiento detallado de los horarios, recorridos y estaciones, del tiempo de parada o el de trayecto entre cada punto, de la composición del convoy, de la idiosincrasia de los empleados de ferrocarriles, de las costumbres y rutinas de los viajeros. De los inconvenientes y las ventajas.

Reflexionaba sobre eso mientras se anudaba, ante el espejo de la toilette de su departamento individual, una corbata de seda con la etiqueta Charvet-París en el envés. Abrochó después los picos del cuello de una camisa de color hueso, cerró el chaleco dejando libre el último botón y se puso la chaqueta del traje de tweed Donegal en cuya mezclilla predominaban los tonos ocres. Después se pasó las manos por las sienes del pelo peinado con fijador hacia atrás, la raya a la izquierda y muy alta, puso el maletín en la red del equipaje, confirmó que la pistola y los documentos estaban bien ocultos en un hueco bajo el lavabo, y salió al pasillo del coche cama cuando el encargado del vagón pasaba agitando la campanilla para el turno de restaurante.

La campiña francesa, dilatada y verde, desfilaba en panorámica por la ventana del vagón, pautada por los postes telefónicos que discurrían con extrema rapidez. Al llegar Falcó a la plataforma y el fuelle que comunicaba con el restaurante, el ruido del convoy y el traqueteo de los bogies, capaces de ahogar un grito y tal vez un disparo, le hicieron dirigir un vistazo precavido a las puertas cerradas, a la garita desierta del encargado y al pasillo que dejaba atrás. Pero todo parecía en orden, sin presencias hostiles ni amenazas a la vista. Entonces relajó los instintos profesionales y su rostro adquirió una expresión amable, tranquila, mientras empujaba la puerta del vagón restaurante.

Treinta y cinco minutos después, cuando un camarero retiró el último plato vacío, Falcó encendió un cigarrillo y echó un vistazo distraído por la ventana —puentes, ríos y bosques; Francia era un paisaje afortunado— antes de dedicar un rato al ejemplar de La Presse que tenía doblado sobre el mantel. Después alzó la vista para mirar con curiosidad a las dos mujeres que, en voz demasiado alta, conversaban en la mesa contigua.

Lo hacían en inglés, con acento norteamericano. Apenas habían probado la poularde valois, observó Falcó, pero en ese momento despachaban la segunda botella de burdeos. Tenían un inequívoco aire de turistas explorando Europa. Una era trigueña y casi robusta, de facciones redondas. Ni fea ni guapa. Bonitos dientes. Poseía unos ojos vivos, de color pálido azulado, y llevaba el pelo ondulado y corto a la moda, con raya en medio. Vestía con buen gusto —traje sastre cómodo y casi masculino— y el collar de perlas que llevaba sobre el cuello de la blusa, ahuecada en el escote, parecía de buena calidad. Su acompañante era delgada, morena, desgarbada más que esbelta. Daba la espalda a Falcó. Se recogía el pelo en una trenza.

—Absurda, querida... Una situación por completo absurda.

La trigueña llevaba la voz cantante. Su tono delataba posición y dinero. Parecía, concluyó Falcó, una de esas mujeres que solían ser desesperación de los empleados de los hoteles de lujo, de los capitanes de transatlántico y de las secretarias de sus maridos, cuando los tenían. La otra se limitaba a asentir, refrendándole el discurso, que se refería a la imposibilidad de conseguir una habitación en el Ritz de París; lo que, al parecer, obligaba a ambas a conformarse con el George V.

En ese momento, los ojos pálidos de la trigueña se posaron casualmente en Falcó, que la miraba. Sonrió éste de modo instintivo, pues poseía el don más preciado del nómada y el aventurero: la facilidad para entablar conversación con cualquier extraño, sobre todo si el extraño pertenecía al sexo opuesto.

—El George V no está tan mal —dijo en inglés, con mucha naturalidad, y miró las copas de vino que las mujeres tenían sobre el mantel—. Es un hotel moderno y con estilo de jazz, ¿saben?... El chef Montfaucon es un encanto, el cocinero principal prepara un koulibiac a la rusa extraordinario y la bodega tiene una formidable provisión de Haut-Brion y Chambertin.

—Parece usted una guía de viaje —dijo la trigueña.

—Acierta de pleno —Falcó hizo una leve inclinación de cabeza, presentándose—. Luis Colomer, redactor de la Guía Michelin, a su servicio.

—Vaya. Qué casualidad.

—Sí... Una feliz casualidad.

Le prestaban súbita atención, entre interesadas y divertidas. La morena de la trenza se había vuelto a mirar a Falcó: llevaba unos lentes redondos de acero que daban aire de institutriz de provincias a unas facciones en principio vulgares. Jersey de cachemir y falda gris. Con breve ojeada experta, Falcó advirtió que ésta le miraba las manos, y su compañera, la boca. Así que la segunda sonrisa se la dedicó a la trigueña.

—Soy Nelly —dijo ésta—. Ella es Maggie.

Inclinó Falcó de nuevo la cabeza, cortés.

—¿Su primer viaje por Europa?

—No, en absoluto —la tal Nelly seguía llevando la voz cantante—. Hemos estado dos semanas recorriendo la costa, de Brest a Burdeos. Ahora regresamos a París.

—Turismo, supongo.

—Supone bien —la mujer seguía estudiándolo, valorativa, y no parecía desagradarle lo que veía. Al fin abrió el bolso, se retocó la boca con una barrita de rouge y señaló el asiento libre a su lado—... ¿Quiere acompañarnos en el café?

—Con mucho gusto.

Fue a sentarse junto a ella, de cara a la otra. Tenía la morena facciones más bien secas, tal vez fatigadas. Sobre los cuarenta, quizá mayor que su compañera. Seguramente había sido bonita de joven, antes de que el tiempo o la vida la marchitasen. La otra era más viva y lozana: parlanchina, dinámica, desenvuelta, con el descarado aplomo de las norteamericanas viajadas, de buena familia. Olía a dólares familiares con más intensidad que a Max Factor; a verano en Nueva Inglaterra e invierno en la Costa Azul, con cabina de primera clase en el Queen Mary de por medio. La otra olía a amiga pobre, de compañía. Tenía un libro al lado, sobre el mantel. Ninguna de las dos llevaba anillo de casada.

—¿De verdad es redactor de la Guía Michelin?

La sonrisa de Falcó subió a treinta y ocho grados Fahrenheit.

—No... Les mentí como un truhán. En realidad soy hidalgo español. Y torero, en mis ratos libres.

—¿Torero?

Asintió, impávido.

—Naturalmente.

—¿También comunista?

—Por supuesto. Comunista y torero... Todos en mi país lo somos, cuando no tenemos una guerra en la que ocuparnos.

—Está loco —rió Nelly.

La morena de la trenza, Maggie, lo miraba con ojos graves tras los cristales con montura de acero. Ojeras melancólicas. A Falcó no le habría sorprendido que escribiera poesía en sus ratos de intimidad. Era ese perfil, calculó. Más o menos. Miró de reojo el título del libro: Gran Hotel.

—Es terrible lo de España —comentó ella, sombría.

Falcó hizo una seña al camarero, sacó la pitillera y la ofreció abierta a las dos mujeres.

—Sí —dijo.

 

 

 

Regresó a su sleeping una hora después, tras una charla simpática y un flirteo superficial con Nelly —una forma de mantener afiladas las herramientas como otra cualquiera— que le había ayudado a pasar el rato de modo agradable. Colgó la chaqueta de una percha, se quitó los gemelos, remangó la camisa y se refrescó la cara en el lavabo tras comprobar que la pistola seguía en su escondite y todo estaba en orden. Después bajó la mesita plegable, dejó los cigarrillos y el encendedor a mano y se puso a leer el dosier sobre Leo Bayard.

El francés tenía cuarenta y dos años. Oficial en la Gran Guerra, periodista y escritor de éxito, sus Nada que contar y La trinchera olvidada —ganador este último del Premio Goncourt— habían fraguado su imagen de intelectual de izquierdas. Admirador de la Unión Soviética, se había consagrado con un discurso entusiasta ante el Presídium de Escritores. En opinión del anónimo redactor del dosier que Falcó tenía en las manos, Bayard no era un comunista teórico, sino un simpatizante práctico: hombre de acción, apasionado y vital, experimentaba una viva admiración por el régimen estalinista, del que negaba toda sombra y sólo proclamaba bondades. Aficionado a la aviación, los primeros momentos de la guerra de España le habían dado la idea de reclutar una fuerza aérea para la República. De ese modo, hasta que seis meses después fue integrada en el Ejército Popular, la escuadrilla Bayard había empleado a quince pilotos y ocho mecánicos de varias nacionalidades, llegando a contar con una docena de aviones. El propio Bayard había participado en misiones de combate, y eso reforzaba su leyenda. Ahora, en París, saboreaba la gloria adquirida, escribía influyentes artículos a favor de la causa republicana y sonaba para ministro de Cultura en el próximo gabinete del frentepopulista Léon Blum.

Había también fotografías, y Falcó las estudió despacio. En una de ellas se veía a Bayard en una tribuna, pronunciando su discurso ante los escritores en Moscú. Otra había sido hecha en el café Les Deux Magots de París, y en ella compartía mesa con el cineasta soviético Sergei Eisenstein. La tercera, tomada en una base aérea española, mostraba a Bayard de cuerpo entero, delgado y alto, con las manos en los bolsillos del pantalón y una canadiense de piloto sobre los hombros. Tenía un cigarrillo en la boca, el pelo revuelto por el viento y una expresión de aristocrático desdén dirigida al fotógrafo o al mundo en general. Y mirando aquella foto, Falcó moduló una sonrisa al recordar las palabras con que el Almirante había definido al paladín aéreo de la República: un vanidoso cantamañanas.

Había otros documentos útiles en el informe, y Falcó los estudió minuciosamente. Después quemó algunos en el lavabo, haciéndolos desaparecer por el desagüe, y guardó el resto. Al otro lado de la ventanilla había oscurecido, y en el traqueteo del tren desfilaban sombras y luces lejanas reflejadas en la extensión negra del Loira. El camarero del vagón restaurante había pasado dando los campanillazos del primer turno para la cena, pero Falcó no tenía hambre. Se puso la chaqueta y salió a estirar las piernas mientras el empleado del vagón levantaba el sofá del departamento y le preparaba la cama.

Fumaba recostado en la barra de la ventana, tras bajar ésta, con el aire salpicado de carbonilla despejándole la cara, cuando un hombre se acercó por el pasillo. Era de mediana estatura, no llevaba sombrero, y la luz tenue iluminó un bigote recortado y el pelo negro, rizado y escaso. Por instinto, Falcó adoptó una actitud defensiva: el cuerpo endurecido, hurtando el vientre a un posible navajazo, el brazo derecho libre para golpear —años atrás, en el expreso París-Bucarest, había tenido una mala experiencia de esa clase—; pero el otro se limitó a pedirle fuego en francés y siguió adelante sin más, después de que Falcó acercase la llama al pitillo que el desconocido tenía en la boca.

Iba a regresar a su departamento cuando aparecieron las dos norteamericanas. Venían del vagón restaurante, charlando y riendo, y parecieron complacidas de ver allí a Falcó. Sobre todo la trigueña Nelly.

—Lo hemos echado en falta durante la cena.

—Lo siento... No tenía hambre.

Sacó cigarrillos y fumaron los tres. Las dos mujeres olían a vino reciente, de buena calidad. A Nelly, sobre todo, le chispeaban los ojos, alegres.

—Durante la comida —comentó ésta— nos dijo que tenía una botella de auténtico bourbon de Kentucky en su departamento...

Sonrió Falcó al oír aquello, con mucha sangre fría.

—Mentí. Era una trampa.

—Nos encantan las trampas... ¿Verdad, Maggie?

Se miraron. Divertido Falcó, expectante Nelly, seria la amiga.

—Pero podemos arreglarlo —aventuró él.

—Sería perfecto. Nos encanta el bourbon.

—Esto es Europa, ya saben... ¿Se conformarían con un escocés?

—Puede valer.

Alzó Falcó un dedo instándolas a aguardar allí, abrió la puerta de su departamento y pulsó el timbre para llamar al camarero, que se presentó en seguida. Diez minutos después estaba de vuelta con una botella de Old Angus, otra de sifón y tres vasos. Después de que lo instalara todo en la mesita plegable, Falcó le metió veinte francos en el bolsillo e invitó a entrar a las dos mujeres.

—Ya le han preparado la litera —protestó suavemente Nelly.

—No se preocupen por eso —cerró la puerta con pestillo—. Podemos sentarnos los tres en ella.

—Temo que se la vayamos a arrugar.

La sonrisa de lobo guapo entornó los ojos gris metálico de Falcó. Había abierto la botella y vertía whisky en los tres vasos. Lo completó con tres cortos chorros de sifón.

—Me gustan las camas arrugadas —dijo mientras las dos mujeres empezaban a besarse.

 

 

 

No era Falcó de los hombres a los que les gusta mirar. No era ése su carácter, ni su visión del mundo y la vida. Dos mujeres semidesnudas acariciándose en la penumbra del departamento sólo tenían sentido para él si contribuía de manera activa a que las cosas discurrieran del modo adecuado.

Por otro lado, era evidente que, al menos por parte de Nelly, era eso lo que se esperaba de él. Así que, sin prisas, después de echar un breve y tranquilo vistazo para situarlo todo de forma eficaz —tendencias, dominancias, sumisiones y otros detalles útiles—, bebió con calma un sorbo de Old Angus aguado con sifón, colocó el vaso en la mesita, se quitó el reloj de la muñeca izquierda y se arrodilló junto al borde de la litera, en la posición adecuada para besar la boca que ahora Nelly, desnuda ya de cintura para arriba y con la falda subida hasta los muslos, le ofrecía con cierta avidez mientras su compañera se ocupaba de otros asuntos íntimos.

—Cerdo —dijo la norteamericana.

En realidad lo dijo en inglés. Dirty pig, fue la expresión. Era esa clase de chica, concluyó Falcó. O chica con esa clase de inclinaciones técnicas. Resignado, varón de fácil conformar, solícito como buen torero comunista, se aplicó de inmediato a lo que, según el escueto prólogo, supuso se esperaba de él. En la distancia corta, Nelly ofrecía atractivos que hasta ese momento no habían estado a la vista: carne bien formada, cálida y vulnerable, que el placer erizaba y estremecía. Y lo de dirty pig era una pista inequívoca sobre el modo de ocuparse de ella. Sugería el tratamiento adecuado.

—Zorra.

Se lo susurró bajito, junto a una oreja. En español sonoro y castizo. No pudo saber si entendía o no la palabra, pero el tono resultó inequívoco, porque la mujer parpadeó con violencia, se le entrecortó la respiración y se puso a dar sacudidas que la agitaron de arriba abajo; hasta el punto de que Maggie, la amiga, levantó la cara de entre sus muslos entreabiertos para observarlos a los dos con sorpresa, como preguntándose si era ella la autora del feliz suceso.

—Zorras —repitió Falcó, esta vez en plural, por elemental cortesía.

Maggie seguía mirándolo con curiosidad. Sus gafas habían desaparecido y la trenza se le deshacía poco a poco. Los ojos fatigados, la boca jugosa y húmeda, conferían un atractivo nuevo a la sequedad de su rostro. Lo humanizaban de un modo inesperado. Además, tenía abierta la blusa, y lo que se veía aparecer debajo era turgente y muy atractivo. Quién lo hubiera dicho, pensó Falcó, recordándola desgarbada, más bien fría, en el vagón restaurante. Quién lo hubiera dicho. De pronto se sintió en plena forma: contento de estar vivo y de que nadie lo hubiera quitado de en medio todavía. Con muchos kilómetros de tren por delante. Aún de rodillas sobre la alfombra junto a la litera, se despojó despacio de la ropa y luego, con toda calma, tenso y dispuesto al combate, se deslizó junto al cuerpo cálido de Nelly, rozándolo con una prolongada caricia pero encaminándose hacia la amiga, que retrocedió un poco para recostarse en el mamparo, mecida por el traqueteo del tren y el sonido rítmico de los bogies mientras le ofrecía, oscuros, entreabiertos y desamparados entre las medias negras, sus secretos insondables.

—Guapa —dijo Falcó, también en español.

La noche iba a ser larga, pensó divertido. Y la litera, estrecha.

 

 

 

En París, los castaños estaban en flor. La temperatura era agradable y no llovía, comprobó satisfecho cuando salió del hotel, cruzó el bulevar, pasó ante la fachada medieval de Saint-Germain-des-Prés y torció por la rue Jacob hasta la esquina de Saints-Pères.

Era la una en punto cuando llegó a Michaud; había gente aguardando en la puerta, junto a la carta enmarcada en el zaguán, y también de pie en el vestíbulo. Con aire casual se introdujo entre los que esperaban mesa, el sombrero en la mano, para echar un vistazo al interior. Hupsi Küssen estaba al fondo, junto a la ventana, comiendo con otras dos personas: un hombre moreno y una mujer rubia. Al verlo, el austríaco levantó una mano. Fingía sorpresa y animación. Sus acompañantes se volvieron a mirar, y Falcó cruzó la sala, ignoró la ojeada reprobadora del maître y anduvo sin vacilar hasta la mesa. Dejando la servilleta sobre el mantel, Küssen se había puesto en pie para recibirlo.

—¡Nacho Gazán, qué sorpresa! ¿Qué haces en París?... Permíteme... Leo Bayard, Eddie Mayo... ¿Buscas mesa? ¿Estás solo?... ¿Por qué no te sientas con nosotros?

Muy desenvuelto y con todo aplomo, tal como estaba previsto, Küssen lo presentó como un viejo amigo, español radicado en La Habana. Falcó estrechó la mano de Bayard, que se había levantado, y saludó a la mujer con una inclinación de cabeza mientras los camareros le acercaban una silla.

—¡Qué sorpresa! —insistía Küssen, perfecto en su papel—... ¡Qué agradable sorpresa!

Leo Bayard —Falcó tenía el hábito de examinar a la gente con fines operativos— era alto, muy delgado, de modales lánguidos. Vestía con elegancia. Sus facciones eran angulosas, atractivas, con un vago punto ascético: tenía la nariz atrevida y aguileña, y un mechón de pelo, seguramente deliberado, rejuvenecía su amplia frente patricia. Un hombre distinguido, en suma. De buena cepa. Por su parte, Eddie Mayo era una guapa inglesa rubia, de ojos azules fríos y rostro delicado. Vestía un jersey masculino de lana y amplia falda azul, y llevaba el pelo en forma de casco, estilo Louise Brooks, de diez o quince años atrás: un corte pasado de moda que, en una mujer como ella, parecía de plena vanguardia.

—¿Ignacio es su nombre? —inquirió Bayard, aún secamente formal.

—Se lo ruego —desplegaba su sonrisa de chico estupendo—. Los amigos me llaman Nacho.

—Sí —confirmaba Küssen, jovial pero sin pasarse de rosca—. Todos lo llamamos así.

Aún no les habían servido el plato principal, así que Falcó se puso a la par encargando al maître un entrecot con salsa bearnesa, tras aceptar una copa de la botella abierta sobre la mesa, que era un Château-Latour del año 24.

—¿Viene usted de España?

—No, por Dios —displicente, Falcó sonrió en el borde mismo de su copa de vino—. Ésa no es mi guerra... Vengo de Lisboa y Biarritz.

Bayard lo estudiaba con pensativa atención. Tenía una mirada inquieta que revoloteaba de un sitio a otro, como la de un pájaro indeciso, hasta que de pronto se quedaba inmóvil, fija en alguien o algo.

—¿No es su guerra, dice? —preguntó al fin.

—No del todo —satisfecho de entrar temprano en materia, Falcó apoyó los puños almidonados en el mantel y se inclinó un poco, casi confidencial—. Vivo en La Habana desde hace ocho años.

—¿Negocios?

—Sí, familiares. Cigarros de Vuelta Abajo.

—Los mejores de Cuba —apuntó Küssen, atento a la maniobra—. A Nacho y su familia les encanta el arte. Son buenos compradores... Hice de intermediario en alguna de sus últimas adquisiciones.

Miró Bayard a Falcó con renovado interés.

—¿Por ejemplo?

—Unos Fujitas eróticos formidables. Precisamente hablamos también de los trabajos fotográficos de Man Ray —acariciándose el bigotito, con aire de improvisar, Küssen se había vuelto a Eddie Mayo—. Quizá sea buen momento para que Nacho visite tu exposición.

Por primera vez sintió Falcó la mirada directa de la mujer. Ella era hermosa y serena, comprobó. Y al observarla de cerca situó mejor su rostro. Años atrás lo había visto en las portadas de revistas de moda, como maniquí de alta costura. Más joven. Más inocente o frágil, tal vez. Ahora debía de andar por los treinta y pocos años, y su belleza era más aplomada. Más hecha y densa.

—¿Expone usted? —preguntó, amable.

—Sí... En la galería Hénaff.

—A dos pasos de aquí —apuntó Küssen, solícito.

—¿Pintora?

—Fotógrafa —repuso ella en tono neutro.

Convincente, Küssen seguía fingiendo la oportuna sorpresa. El gesto le tensaba la piel en la horrible cicatriz de la mandíbula.

—¿No conoces las fotografías de Eddie?

—No tengo esa suerte —sonrió Falcó—. Lo siento.

—Pues te van a encantar.

—Estoy seguro.

—Podemos ir esta misma tarde, si quieres —propuso el austríaco con desenvoltura—. Ella es maravillosamente atrevida... Comparado con su trabajo, lo de Fujita va a parecerte un divertimento de monjas.

—También me gustaría conseguir algo de Picasso —aventuró Falcó.

Küssen, rápido de reflejos, vio el cielo abierto y se internó por la brecha.

—Es cierto. Ya me lo dijiste la última vez.

—Ésas son palabras mayores —rió Bayard—. Picasso es algo más caro que Eddie.

Habían llegado los platos principales. Mientras manejaba cuchillo y tenedor, Bayard no dejaba de observar a Falcó. Al cabo se inclinó un poco hacia él con aire afable, de confidencia.

—¿Me permite una pregunta personal, señor Gazán?

—Nacho, por favor.

—Nacho, sí, gracias... ¿Me la permite?

—Por supuesto.

Dudó el otro un instante. Una sombra de extrañeza velaba su frente aristocrática, bajo el mechón rebelde.

—¿Cómo puede ser español y decir «no es mi guerra»?... ¿Sentirse ajeno a lo que está ocurriendo allí?

Terció Küssen, siempre al quite.

—Leo ha estado en España —comentó—. Durante un tiempo, mantuvo una...

—Sé muy bien lo que este caballero ha estado haciendo —lo interrumpió Falcó—. Compro los periódicos, como todo el mundo. Y me parece admirable —se dirigió a Bayard—. ¿Es cierto que voló en misiones de combate?

Alzó el otro una mano en ademán demasiado francés, quitándole importancia.

—Alguna vez lo hice.

—Arriesgado, desde luego —Falcó enarcó las cejas—. Muy peligroso.

La mirada condescendiente de Bayard contemplaba a su interlocutor desde alturas olímpicas.

—La vida es peligrosa —comentó, escueto.

—Por supuesto... Y lo admiro por moverse en su lado menos confortable... Déjeme confesarle algo: siempre envidié a los hombres de acción.

Bayard asumió impasible el nuevo halago, aunque un golpe de calor suavizaba la arrogancia de su mirada.

—En algunos momentos de la Historia, la pasividad es un crimen.

—Estoy de acuerdo, y su esfuerzo goza de mi simpatía... Pero cada cual tiene motivos para ver las cosas como las ve.

—¿Cuáles son los suyos?

Falcó dejó cuchillo y tenedor en el borde del plato y se echó un poco atrás en el asiento. Daba la impresión de que elegía las palabras con sumo cuidado.

—Mi corazón está con la República —dijo tras un momento—. Pero no me hago ilusiones sobre mis compatriotas. Destruyeron una primera república y una monarquía, y destruirán la república de ahora... Si le soy sincero, tanto miedo me da la barbarie de los moros de Franco y los mercenarios de la Legión como el analfabetismo criminal de las milicias anarquistas y comunistas. En los dos bandos me han fusilado a familiares y amigos.

—¿Ha estado en España desde la sublevación fascista? —quiso saber Bayard.

—No.

—Se están corrigiendo muchos errores.

—Pues cuando se corrijan del todo, modificaré mi punto de vista... De momento prefiero observar desde fuera.

—Hay algo que Nacho no ha contado —improvisó Küssen con mucha presencia de ánimo—. Está más implicado de lo que aparenta.

Le dirigió Falcó un convincente gesto de censura.

—Eso no viene al caso, Hupsi.

—Claro que viene... No lo dice porque él es así, pero hace pocas semanas contribuyó con generosidad a la causa republicana.

—Ya vale, déjalo.

—Ambulancias —Küssen había pronunciado la palabra de modo triunfal, como si lo zanjase todo—. Hizo un importante donativo para la adquisición de ambulancias.

Bayard le dirigió a Falcó un vistazo de súbita aprobación. Parecía favorablemente sorprendido.

—Vaya. Eso lo honra —se volvió hacia Eddie Mayo, que contemplaba pensativa a Falcó—. ¿No te parece, querida?

—Desde luego.

Falcó había cogido su copa y la alzaba en dirección a Bayard.

—Como dije antes, sé lo que ha hecho usted. La famosa escuadrilla y su heroica contribución a la causa del pueblo español... Y eso tengo que agradecérselo de corazón. Espero que tengamos ocasión de hablar de ello.

—Será un placer.

—Si en algo puedo ser útil, estaré encantado.

Bebió Falcó, sintiendo la ojeada de aprobación de Küssen, y bebieron todos.

—Estupendo —concluyó el austríaco dándose palmaditas sobre el chaleco—. Esta tarde podemos ver las fotografías de Eddie... Son hermosas, escandalosas e increíbles.

Falcó miraba ahora a la mujer. Ésta permanecía en silencio y sus ojos azules seguían estudiándolo, inexpresivos. Detectaba una extraña reserva en ellos.

—No me cabe la menor duda.

 

 

 

A Falcó le gustaba el Sena en su luminosidad de primavera, con los paseantes ociosos en los muelles y las mujeres que caminaban balanceando los primeros vestidos claros del año bajo las hojas tiernas de los plátanos de sombra. Tras despedirse del grupo —se habían citado a las seis de la tarde en la galería Hénaff— y pasear un rato entre la animación de la orilla izquierda, junto a los puestos de los buquinistas, entre revistas viejas, libros y antiguos grabados, miró el reloj, entró en un bar-tabac, pidió una ficha de un franco a la cajera e hizo una llamada telefónica.

—¿Monsieur Gibert, por favor?

—«Se ha equivocado de número.»

—Había quedado con él a las cuatro y media —insistió Falcó.

—«Le repito que se ha equivocado.»

—Disculpe.

Colgó, miró de nuevo el reloj, salió a la calle y se encaminó sin prisa hacia un café en la esquina de la rue de la Huchette, junto a la librería Gibert Jeune. Antes de llegar cambió un par de veces de acera, bajó a la estación de metro de Saint-Michel y volvió a subir tras retornar sobre sus pasos, para comprobar que nadie lo seguía. Al fin llegó al café, que sólo estaba animado a medias, y ocupó uno de los veladores de la terraza, al fondo y bajo el toldo, con la espalda contra la pared. Un lugar desde donde podía ver la calle y a quienes por ella pasaban.

El contacto se presentó a la hora convenida: las cuatro y diez —Falcó nunca concertaba una cita a la hora indicada, sino veinte minutos antes—. Se trataba de un individuo de mediana edad y aire cansado, bigote fino, pelo hacia atrás y profundas entradas. Tenía los ojos enrojecidos, brillantes. Algo en sus maneras le daba un aire de elegancia superior a la ropa que vestía, que era un arrugado traje cruzado marrón, con pañuelo al cuello en lugar de corbata. No llevaba sombrero. Parecía un oficinista desocupado, de poca categoría. Tomó asiento en una silla de mimbre junto a Falcó, pidió un café y estiró las piernas. Sus hombros casi se rozaban. La proximidad de las mesas en los cafés parisinos facilitaba el contacto.

—¿Fuma Gauloises? —preguntó Falcó.

—No... Gitanes.

—¿Cómo prefiere usted que lo llame?

—Sánchez estará bien.

—De acuerdo.

El tal Sánchez había puesto una cajetilla azul y una caja de fósforos sobre la mesa. Tenía los dedos de la mano izquierda amarillentos de nicotina. Falcó tomó un cigarrillo, lo encendió y se guardó los fósforos en el bolsillo. Miraba a la gente pasar por la calle. Al cabo de un momento, el otro habló en voz baja.

—Ahí tiene números de teléfono y direcciones para contactos. También me han ordenado tener disponibles algunos hombres de acción, y que sean franceses.

—La petición es correcta —se limitó a decir Falcó.

—¿Y por qué no españoles, si me permite la curiosidad?... Aquí tenemos buenos chicos nuestros. Jóvenes de fiar.

—Vamos a procurar que nadie relacione a los nacionales con esto.

—¿Con qué?... No sé lo que está haciendo usted aquí. Y no me quejo, entiéndalo. Cumplo las órdenes que me dan. Sólo ocurre que no soy adivino.

—Lo comprendo. Pero no puedo darle detalles hasta dentro de un par de días.

El otro lo pensó un poco.

—Hay alguien apropiado, creo... Es un ex combatiente de la Gran Guerra y se hace llamar comandante Verdier. Dirige la rama de La Cagoule en París.

Asintió Falcó.

—He oído hablar de él.

—Entonces ya sabe.

En efecto, Falcó sabía. La Cagoule era una organización clandestina de extrema derecha, antisemita y radical. Gente violenta que no dudaba en adoptar tácticas criminales. Odiaban el Frente Popular francés y la República española con toda su alma.

—Verdier puede apoyarnos, llegado el caso —añadió Sánchez—. Ya lo ha hecho otras veces. Y todo quedará entre gabachos, más o menos. Ellos darán la cara, por decirlo de algún modo... Sólo suelen pedir que no los comprometamos en exceso.

—¿Con qué pagamos esa ayuda?

—Con armas italianas que metemos por Marsella... En caso necesario podemos hacerles una oferta razonable. Saben que siempre cumplimos.

Se quedaron callados mientras el camarero llegaba con la bandeja: café con leche y un vaso de agua para el supuesto Sánchez y una botellita de agua mineral para Falcó.

—¿Cuál es la situación aquí? —inquirió éste cuando se alejó el camarero.

El otro iba a decir algo, pero tuvo un acceso de tos. Se llevó un pañuelo a la boca y lo guardó de inmediato. Con demasiada rapidez, advirtió Falcó.

—Bastante buena para nosotros —dijo Sánchez al fin—. El cambio de gobierno en Valencia ha hecho que dimitan el embajador republicano y su gente de confianza. Todo el aparato de inteligencia rojo en París se ha ido al diablo.

El cigarrillo francés tenía un sabor demasiado acre para el gusto de Falcó. Lo aplastó en un cenicero de metal con publicidad de Dubonnet.

—¿Tardarán en recomponerlo?

—Supongo. De todas formas, ya era un desastre antes.

—Me consta.

Pues ahora era aún peor, precisó Sánchez. El embajador cesante se iba, dejando un agujero de cien mil francos y sin pagar a los colaboradores franceses y españoles. Los servicios secretos de la sede diplomática habían tirado el dinero disparando con pólvora del rey, o de la República. Soltando una fortuna por informaciones que podían encontrarse en cualquier periódico de quince céntimos. Todos los granujas de Europa pululaban en torno a la embajada, ofreciendo informes peregrinos e ilusorios cargamentos de armas, buscando trozos de pastel de los fondos reservados.

—No se lo va a creer... Hace poco, la embajada pagó un dineral por el dosier de un experto en asuntos checoslovacos —lo miró de reojo, zumbón—. ¿Se imagina el interés que para la República puede tener Checoslovaquia?

—Fascinante —sonrió a medias Falcó.

—Hágase idea.

Después, añadió Sánchez, estaban quienes hacían negocios sin disimular, que no eran pocos. Por ejemplo, unos policías adscritos a los servicios de la Generalidad catalana acababan de abrir una oficina de compraventa de joyas frente a la gare d’Orsay con el dinero que habían sacado de la zona roja y de los objetos robados a las víctimas de sus checas.

—Aquí el que no corre, vuela —concluyó entre dos sorbos al café—. Hasta el hijo de Negrín anda por aquí, mangoneando con parte de los fondos sacados en oro del Banco de España y con la cuenta abierta en Londres por su padre... Francia está llena de presuntos exiliados que viven de subvenciones, defendiendo a la República en los cafés.

Miró Falcó en torno: burgueses leyendo el periódico, viejas señoras con un perrito echado a los pies, turistas americanos con zapatos amarillos y calcetines multicolores. Cualquier guerra imaginable estaba a mil kilómetros de allí. O al menos, pensó con una siniestra mueca interior, eso creían todos.

—¿Y nosotros?

El otro hizo un ademán ambiguo.

—Seguimos consolidándonos despacio, con gente en el Deuxième Bureau y en las organizaciones políticas de derechas. Nuestra oficina del hotel Meurice expide pasaportes, y las antenas del sur de Francia funcionan bien... Tenemos menos dinero que los rojos, y la guerra nos cuesta seis millones de pesetas diarios; por eso lo administramos con más cabeza. Estamos haciendo mucho daño al tráfico de armas y voluntarios para la República...

Lo interrumpió un nuevo acceso de tos. Esta vez, al verlo guardar el pañuelo, Falcó advirtió pequeñas salpicaduras de saliva rosada. Entonces comprendió por qué, pese al paquete de cigarrillos utilizado para el contacto, el agente nacional no fumaba.

—Hace una semana —seguía diciendo Sánchez— interceptamos a un enlace que viajaba de Marsella a París con una clave nueva. La embajada la había perdido, figúrese, y pidieron copia al consulado de allí.

—¿Consiguieron la clave?

—Claro. Pero resulta que ya la teníamos... Era una italiana de hace seis meses, más sobada que una novela de Joaquín Belda.

—No hay mucha seguridad en las comunicaciones, entonces.

—Ni en las de ellos ni en las nuestras. Pero los nacionales vamos mejorando. Tenemos una máquina de cifra Clave Norte y disponemos de alguna línea telefónica segura... Aquí como allí, pese a sus mayores medios, los rojos se van quedando atrás.

Tras decir eso, Sánchez se bebió su vaso de agua y chasqueó la lengua, cual si hasta él mismo estuviera desalentado por la incompetencia del enemigo. Sonreía huraño, con mueca de voyeur triste. Parecía presenciar una escena deprimente y procaz.

—A veces parecen retrasados mentales —dijo de pronto—. ¿Podrá creer que aquí se espían unos a otros, y que nos pasan información para fastidiarse entre ellos?... Y no imagina la de intelectuales que vienen a pavonearse lejos de España y de los tiros... Señoritos y mangantes oportunistas, odiándose y en busca de hacerse la puñeta. Ya vio lo de los anarquistas en Barcelona, hace unos días.

—Sí. Ya lo vi.

Se lo quedó mirando el otro.

—Lo dice como si lo hubiera visto de verdad.

Durante un segundo, Falcó rememoró el caos de las calles, los tiroteos. Los italianos a los que había ido a asesinar. La expresión de ambos al comprender que no eran policías quienes les apuntaban a la nuca.

—Ni de lejos —dijo.

—De no ser por los rusos, y por los que de verdad dan la cara en los frentes de batalla con fusil, mono y alpargatas, el tinglado ya se les habría caído encima.

Dos grisetas jóvenes se sentaron en una mesa cercana y pidieron limonada. Exhibían bonitas piernas, llevaban medias de mala calidad y zapatos de cincuenta francos, y de vez en cuando abrían los bolsos para retocarse el maquillaje. Miraban a los hombres con una mezcla de descaro y expectación ensoñada, sin dejar de charlar animadamente entre ellas. A la espera del pintor que les pidiera posar desnudas o del coup de chance que las sacara del mostrador de una tienda. Falcó las contemplaba, distraído. En aquella ciudad, a diferencia de otras, la demanda siempre era inferior a la oferta.

—Necesito unas fotografías —dijo.

—¿De qué?

—Voy a verme con alguien durante unos días. Quiero que me fotografíen con él sin que se dé cuenta.

—Eso no es difícil. ¿De quién se trata?

—Leo Bayard.

Sánchez emitió un silbido.

—Coño.

—Sí... ¿Algún problema?

Lo pensó el otro.

—Ninguno. Se ocuparán de ello.

Aún estuvo Sánchez pensando un momento, cual si dudara en añadir algo. Al fin pareció decidirse.

—Va a frecuentar a Bayard, me dice.

—Eso pretendo.

—Antes le hablé de Verdier, el tipo de La Cagoule.

—¿Y qué pasa con él?

—Se me ocurre que podría haber algún malentendido por esa parte. La gente de Verdier vigila a Bayard desde que volvió de España... Si usted se deja ver con él, lo van a marcar también.

—Puede ser.

—Es gente peligrosa, como dije. Convendría prevenirlos.

Lo meditó Falcó despacio.

—Negativo —concluyó—. No podemos correr el riesgo de una filtración.

—Como quiera. Usted decide.

—Se trata de pocos días.

—Aun así, tenga cuidado. Y al menor indicio, avíseme. En la caja de fósforos tiene anotado el protocolo y el número telefónico para cada eventualidad.

Falcó se quedó callado, mirando a la gente que pasaba ante el café.

—Hay un segundo asunto —dijo al cabo—... ¿Qué puede decirme de la Exposición Internacional de Artes y Técnicas?

Lo observó Sánchez con pasmada curiosidad.

—¿Le interesa eso?

—Ya ve que sí.

—Pues ahí se están volcando. Quieren que el pabellón de España se convierta en un alegato a favor de la República. Y también un lavado de imagen que haga olvidar las matanzas de curas y religiosos. Van a exhibir piezas del patrimonio eclesiástico y fotos de milicianos protegiendo catedrales y monumentos históricos... Todo muy conmovedor, ya verá.

—¿Y Picasso?

Sánchez seguía estudiándolo, inquisitivo. Al cabo se frotó la nariz con dos dedos amarillos.

—Si lo pregunta, es que sabe que le han encargado un mural.

—Eso tengo entendido.

—Se trata de un cuadro grande, reivindicativo. Trabaja en un estudio que la República ha comprado por todo lo alto, en el número 7 de la rue des Grands-Augustins... Pagando un millón de francos, por cierto.

—No está mal.

—Como ve, esa gente sigue sin reparar en gastos.

—Son rumbosos.

—Desde luego. Se nota que tienen y no les duele... ¿Me permite?

Indicaba el agua mineral de Falcó, que éste no había tocado. El vaso aún vacío con una rodaja de limón dentro.

—Claro.

Sánchez llenó el vaso y lo bebió de un tirón, casi sin respirar. Después se echó hacia atrás en la silla. Toqueteaba la cajetilla de Gitanes. Al fin se la guardó en la chaqueta.

—Estaba previsto que el pabellón español se inaugurase este mes, pero es imposible. La misma Exposición, que ya tendría que estar abierta, va con retraso.

—¿Mucho?

—Demasiado. El gobierno francés, criticado por la derecha, quiere conseguir un respaldo público basado en su apoyo a la cultura. Esperaban inaugurar el primero de mayo, pero no hubo forma. De los cuarenta y cuatro países invitados, sólo están acabados el pabellón ruso, el alemán, el italiano y algún otro. El alumbrado aún no funciona y las calles están sin pavimentar... Es una chapuza. Así que Picasso tendrá tiempo, imagino.

—Si nada se lo impide.

—Claro —el otro volvió a dirigirle una mirada de curiosidad—. Si nada se lo impide.