15. Sombras del ayer

 

 

 

 

Bebió un sorbo de leche, mordió el extremo de un croissant y siguió hojeando los periódicos que había comprado en el quiosco próximo al café. No llovía, y el cielo se dejaba ver azul entre desgarrones de nubes sobre los tejados de pizarra y mansardas del bulevar. La temperatura era agradable y el tráfico poco ruidoso. Turistas, ociosos, trasnochadores y busconas aún no se habían echado a la calle para llenar las terrazas de los cafés. Las mesas de Les Deux Magots estaban ocupadas por clientela propia de esa hora temprana: señoras con sombrero y perrito acurrucado a los pies, tipos de aspecto respetable que leían Le Figaro. Todo discurría tranquilo, formal y burgués. París por la mañana, de toda la vida.

Era pronto para que los diarios recogiesen lo ocurrido la noche anterior en el taller de Picasso, pero mencionaban la incursión en el piso de la rue de l’Orne. Ajuste de cuentas en Plaisance, decía Le Matin en un titular. Dos hombres y una mujer asesinados, anunciaba Le Temps. Por su parte, Le Figaro no aludía al incidente. Falcó leyó las informaciones sin encontrar novedad en ellas. Los textos no señalaban la nacionalidad de los muertos, pero insinuaban que podía tratarse de un asunto de delincuencia común, entre bandas. Era natural, concluyó, que la prensa parisina, casi toda de derechas y simpatizante del bando nacional, pasara con cautela sobre la cuestión. Sólo L’Humanité, el periódico comunista, precisaba un poco más: Tres españoles muertos en extrañas circunstancias, aunque no entraba en detalles ni daba nombres. Era evidente que la policía francesa, poco amistosa con la prensa, deseaba mantener un perfil discreto. Incluso con un gobierno de izquierdas, en boca cerrada no entraban moscas.

L’Humanité publicaba, sin embargo, otra información de mayor relevancia, que Falcó leyó despacio y con sumo interés: el primer indicio, aunque todavía en páginas interiores, de que el asunto Bayard circulaba por los cauces adecuados. Era sin duda un primer tanteo; pero estaba claro que con él se empezaba a tirar del hilo: ¿Infiltrados en España? era el titular de una columna en la que, sin mencionar a nadie en particular, se afirmaba que destacados personajes que oficialmente apoyaban a la República española estarían manteniendo contactos sospechosos con el bando nacional, la Alemania nazi y la Italia fascista. El párrafo final era significativo; y para Falcó, melodía familiar:

 

Fuentes solventes han revelado a L’Humanité que se está llevando a cabo una investigación sobre correspondencia secreta y cuentas radicadas en bancos suizos. El escándalo sería mayúsculo de confirmarse este extremo, pues alguna muy notable personalidad francesa, hasta ahora considerada campeón de la solidaridad internacional con la lucha antifascista del pueblo español, podría verse en entredicho. Una vez más, el contubernio entre el desviacionismo criminal trotskista y las fuerzas reaccionarias se pone de manifiesto.

 

Cerraba Falcó los diarios, apurando el último sorbo de leche, cuando vio llegar a Sánchez. El agente nacional venía sin sombrero, y la gabardina abierta parecía flotar sobre sus delgados hombros. La corbata le cerraba un cuello de camisa deshilachado y poco limpio. Tomó asiento en la mesa contigua a la de Falcó evitando mirarlo, pidió un café al camarero y contempló la calle sin despegar los labios. Al fin miró los periódicos que estaban sobre la mesa y señaló L’Humanité.

—¿Me permite?

—Por supuesto.

Echó Sánchez un vistazo superficial, pasando las páginas hasta llegar a la columna sobre infiltrados en España, y volvió a poner el diario sobre la mesa, abierto y doblado por esa página.

—Ya lo he visto —dijo Falcó en voz baja.

—Empieza el jaleo. De momento, Bayard ya es trotskista.

—Sí.

Sánchez seguía sin mirarlo, como interesado en la calle.

—Quieren hablar con Rocambole. Tiene conferencia telefónica con Finca Tormes en el Meurice, esta tarde a las seis en punto.

—Allí estaré.

—¿Qué tal anoche?

—Bien, en principio.

—¿Algún problema?

—Ninguno. Pero aún no sé el resultado. Me daré una vuelta dentro de un rato, a husmear un poco.

—Vengo de allí. En la calle no hay indicios. Si lo consiguió, fue impecable.

—Veremos.

Sánchez miró de nuevo L’Humanité, sin tocarlo.

—Lo de la rue de l’Orne no irá más allá. Tenemos garantías de la Sûreté francesa. Nuestra relación es muy buena. Mejor que la de los rojos.

—Y mejor pagada, supongo.

—Claro. Nosotros empleamos el dinero en ganar voluntades, no en caviar y champaña... No tenemos, como ellos y sus compinches, el oro del Banco de España para llenarnos el bolsillo.

Se detuvo Sánchez un instante, sacó el pañuelo y se lo llevó a los labios. Carraspeó un poco y volvió a guardárselo con presteza.

—Hay algo importante —prosiguió— que no puede esperar... Finca Tormes ordena que se lo transmitamos ya.

—¿Cómo de importante?

—Pavel Kovalenko puede estar en París.

Falcó, que en ese momento abría la pitillera, se detuvo, inmóviles los dedos que buscaban en ella.

—Joder —dijo.

Acabó el movimiento con mucha lentitud, llevándose despacio el cigarrillo a la boca. Al aplicar la llama miró de soslayo a su interlocutor. Después, con el encendedor apagado, dio un golpecito sobre L’Humanité.

—¿Cree usted que hay relación?

—Según Finca Tormes, que menciona como fuente principal a los primos de la Tirpitzufer, es muy probable que la haya... Al parecer, Kovalenko ha sido identificado viajando en tren por el túnel fronterizo de Portbou-Cerbère.

—¿Vendría a ocuparse personalmente de Bayard?

—Es imposible saberlo con certeza, pero entra en sus competencias.

Asintió Falcó, pensativo. Podía tratarse de una casualidad, se dijo. Pero en aquel trabajo no solía haber casualidades. Hasta el azar se tornaba sospechoso.

—Blanco y en botella suele ser leche —concluyó.

Sánchez se mostró de acuerdo.

—Eso creo yo.

—Superaría nuestras expectativas.

—Y que lo diga... Éxito total.

Seguía reflexionando Falcó sobre lo que acababa de escuchar. Pavel Kovalenko, más conocido como Pablo, era el jefe del Grupo A —del ruso aktivka, asesinato— de la Administración de Tareas Especiales del NKVD para España. Eso significaba la supervisión de los servicios locales de inteligencia, integrados por comunistas rusos, alemanes y españoles. El asesinato, el secuestro de disidentes, el terror y el sabotaje eran sus objetivos. Se rumoreaba que Kovalenko había organizado las matanzas de presos nacionales en Paracuellos y otros lugares durante el otoño del año anterior, a través del departamento de Orden Público que dirigía Santiago Carrillo; y también la detención, tortura y ejecución de centenares de trotskistas y anarquistas durante los recientes sucesos de Barcelona. También había sido, o quizá lo era todavía, jefe directo de Eva Neretva.

 

 

 

Caminó sin prisas hasta el carrefour de Buci y Saint- André-des-Arts y torció a la izquierda, tomando la rue des Grands-Augustins en dirección al Sena. Todo parecía normal ante el número 7, así que se detuvo a observar. Las ventanas del edificio tenían los postigos cerrados. No había señales de que allí hubiese ocurrido nada inusual. Estuvo poco más de un minuto frente a la cancela, y al fin se decidió a franquearla y cruzar el patio exterior. La portera, una mujer enjuta en zapatillas y bata oscura, el pelo recogido por un pañuelo, barría el zaguán enlosado en blanco y negro, bajo el arco del que arrancaba la escalera.

—Buenos días... ¿Sabe si el señor Picasso está en su taller?

Lo miró la mujer, hosca —tenía los ojos pequeños y mezquinos—, hasta que la sonrisa de Falcó le hizo suavizar el semblante. Debía de estar acostumbrada a que el pintor recibiera visitas. Toda clase de gente.

—Está, pero creo que no recibe a nadie.

Aparentó dudar Falcó.

—Vaya... ¿Se encuentra bien? —fingió súbita preocupación—. Espero que no esté enfermo.

—Oh, no. Pero anoche hubo un problema.

—Por Dios. ¿Grave?

—Una explosión de gas, por lo visto.

—Qué me dice. Terrible... ¿Está herido el señor Picasso?

—No estaba allí cuando ocurrió. Por suerte, la cosa no fue a más —señaló la puerta de su vivienda—. Mi marido y yo dormíamos, y nos dimos un buen susto.

—¿Hubo daños serios?

La desconfianza volvió a los ojos inquietos de la portera. Observó a Falcó con más atención que antes, y al cabo encogió los hombros.

—Yo no sé nada —dijo.

—¿Quién podría informarme?... Soy amigo del señor Picasso.

—Monsieur Pablo tiene demasiados amigos.

—Vine el otro día a comprarle un cuadro. Con el señor Bayard y la señorita Mayo.

Volvió a encoger la portera los hombros, cual si los nombres no le dijeran nada. Falcó se tocó ligeramente la chaqueta a la altura del pecho, donde llevaba la cartera, y comprobó que la mujer seguía el movimiento con interés. Entonces, con mucha naturalidad, sacó dos billetes de cinco francos y se los puso en una mano.

—Gracias, ha sido muy amable —hizo ademán de irse pero se detuvo de pronto, como si acabara de pensarlo—. ¿Sabe quién podría contarme algo más?

La portera se había guardado los diez francos en un bolsillo de la bata. Dudó un momento, apoyada en la caña de la escoba.

—Mi marido ha estado arriba hace un rato, con monsieur Pablo y la policía.

—¿La policía? —Falcó puso cara de desolación—. ¿Tan seria es la cosa?

Se empequeñecieron más los ojos mezquinos.

—No sé. Ya digo que es mi marido quien subió con ellos. Unos policías le hicieron preguntas. Los agentes aún están arriba.

—Pues me tranquilizaría mucho saber qué ha pasado.

—Suba usted, entonces.

Lo dijo con cierto desafío. Suspicaz. Falcó hizo como que lo pensaba, y al cabo se adornó con su más ingenua sonrisa.

—No quisiera molestar.

La portera volvió a dudar otro instante y él rozó de nuevo, con dos dedos, el lado de la chaqueta donde había guardado la cartera. La mujer se mordía con los dientes el labio inferior, todavía indecisa.

—Está en el Lodi, ahí cerca —dijo al fin—. Marcel, se llama... Es uno rubio, fuerte. Con bigote.

—Gracias.

 

 

 

El Lodi era un local angosto, con dos mesas en la calle y cuatro dentro, a medio camino entre café y bar-tabac. Tenía un gran espejo con publicidad de Pernod Fils, una fila de botellas y un mostrador de zinc tras el que estaba la dueña. En el lado de los clientes, conversando con ella, se apoyaba un hombre corpulento de pelo pajizo y mostacho militar, vestido con un guardapolvos gris. Tenía delante un vaso de vino. Un pitillo le humeaba en la boca.

—¿Marcel?

Se volvió el individuo a mirar a Falcó.

—Soy amigo del señor Picasso... He ido a visitarlo, pero me dicen que está ocupado.

—Así es —dijo el otro.

Ojos grises lagrimeantes, venillas rojas en la nariz, olor a vino barato. Supuso Falcó que el que estaba sobre el mostrador no era el primer vaso del día.

—¿Podríamos hablar un minuto?

—¿Sobre qué?

Miró Falcó a la dueña del bar.

—Dos copas de su mejor fine, por favor.

Sin decir nada, pero con interés, el tal Marcel observó cómo la mujer servía los coñacs. Después, Falcó cogió una copa en cada mano y se encaminó hacia la mesa más alejada del mostrador. Se detuvo allí todavía de pie, esperando. Tras cambiar una mirada con la dueña, el del bigote rubio fue a reunirse con él y tomaron asiento.

—Soy amigo del señor Picasso.

—Sí, ya lo ha dicho antes. Pero nunca lo he visto por allí.

—Su esposa sí me ha visto. Es ella quien me envía aquí.

El portero se pasó un nudillo bajo el mostacho, miró el coñac y no dijo nada. Falcó bebió un sorbo corto del suyo.

—Le he comprado al señor Picasso algunos cuadros —prosiguió— y tengo previsto comprarle otros. Estoy preocupado por lo ocurrido anoche.

Alzó la vista el otro, con recelo.

—¿Y qué sabe de eso?

—Muy poco, y por esto acudo a usted. Su esposa habló de una pequeña explosión.

—Mi esposa habla demasiado.

—También mencionó a la policía. Dice que todavía están arriba... Espero que no haya ocurrido nada grave.

Alzó Falcó su copa, brindando, y lo imitó el otro, que en tres tragos despachó el coñac. Hizo Falcó seña a la dueña para que sirviera otros dos.

—¿Es usted periodista o algo así?

—En absoluto.

La mujer trajo los coñacs. Falcó sacó la billetera para pagarle y la dejó sobre la mesa, como por descuido, de modo que su acompañante pudiese ver que estaba bien provista.

—Me han pedido discreción, compréndalo —dijo Marcel mirando la billetera—. No quieren que se sepa.

Aquel compréndalo era alentador, pensó Falcó. No parecía mal camino.

—Ya le digo que soy amigo y cliente de su inquilino —insistió, cordial—, y estoy preocupado por mis intereses. Temo que se haya estropeado alguna de las obras que tengo previsto comprar.

El otro vació media copa de un trago y se pasó la lengua por las comisuras de la boca. Sus ojos lacrimosos seguían fijos en la billetera.

—No se dañó más que un cuadro.

Falcó escuchaba con expresión indiferente.

—¿Cuál?

—Uno grande, que ocupa toda una pared.

—Ah, sí. Lo vi el otro día. Uno con un caballo y un toro, y mujeres, me parece.

—Ese mismo.

—¿Quedó muy estropeado?

—Bastante. Más de medio cuadro se quemó.

—¿Y cómo fue posible eso?... ¿Una explosión de gas?

—Hubo explosión, sí, y nos despertó a mi mujer y a mí. Subimos a toda prisa. Había un pequeño incendio que apagamos con facilidad. Pero no por el gas.

—¿Y qué fue, entonces?

—Sabotaje.

La sorpresa de Falcó habría convencido a un inquisidor medieval.

—¿Perdón?

—Fue un sabotaje —repitió el portero—. Lo dañaron a propósito. Eso opina la policía. Siguen allí arriba, mirándolo todo.

Sacó Falcó la pitillera y se la ofreció, abierta. El otro comprobó la marca de los cigarrillos y negó con la cabeza, rechazándolos. Extrajo un arrugado paquete de Gauloises y dejó que Falcó le encendiera uno.

—¿Habló usted con el señor Picasso y los policías?

—Naturalmente. Me interrogaron y conté lo que sabía: cómo subimos al oír el ruido y apagamos el pequeño incendio.

—¿Ardió mucho?

—No, en la habitación apenas nada. La parte quemada del cuadro chisporroteaba, había mucho humo, pero poco más... Fui yo quien telefoneó a casa de la señora Maar, que es la amiga de ahora.

—¿La amiga de quién?

—De monsieur Pablo. A menudo duerme con ella.

Parecía haber un fondo de censura en el comentario. Tal vez, pensó Falcó, el portero Marcel y su legítima eran franceses convencionales y no aprobaban la vida desordenada de los artistas. O quizá Picasso no se rascaba lo suficiente el bolsillo para las propinas.

—Me deja usted de piedra con lo del sabotaje —extrajo de la cartera un billete de cien francos, lo dobló cuidadosamente en cuatro y lo puso sobre la mesa, entre las dos copas—. ¿Qué ha dicho él? ¿Cómo se lo ha tomado?

—Pues imagínese el disgusto —ahora Marcel miraba el billete—. Está furioso, claro. Le oí decir que seguramente es obra de agentes fascistas... Él es partidario de la República en España. Ya sabe, simpatizante de izquierdas. La guerra y todo eso. Por lo visto, el cuadro era para la Exposición.

—¿Y sabe lo que piensa hacer ahora?

Por los ojos húmedos del portero cruzó un brillo irónico. Volvió a pasarse un nudillo bajo el mostacho, cogió el billete y se lo metió en un bolsillo.

—Si como dice es amigo suyo, podrá preguntárselo... ¿No?

—Lo haré, por supuesto. En cuanto lo vea.

Lo miraba el otro, malicioso y pensativo.

—Claro. En cuanto usted lo vea.

 

 

 

Habían llegado las camisas de Charvet, cada una en su caja y envuelta en papel de seda. Falcó estaba colocándolas en los cajones del armario cuando sonó el teléfono. Era Eddie Mayo.

—«¿Podemos hablar?... En persona, quiero decir.»

—Naturalmente. ¿Dónde prefiere que nos veamos?

—«No puedo salir ahora. Venga a mi estudio, por favor... Quai Montebello, número veintiuno.»

Veinte minutos después, Falcó estaba junto al Sena. De camino había tenido tiempo de plantearse todas las situaciones posibles y el papel que Eddie podía jugar en cada una de ellas. Las siguientes horas iban a requerir decisiones rápidas, y convenía tenerlas previstas. De modo casi automático, con su frialdad técnica habitual, la mente de Falcó iba revisándolas todas, ordenándolas por importancia, riesgo y probabilidad. Hipótesis eventuales e hipótesis peligrosas, tanto para los demás como para uno mismo. Rutina táctica de ataque, defensa y supervivencia. De todas formas, se dijo mientras apretaba el timbre eléctrico del portal, a esas alturas no era necesario guardar ciertas apariencias. Ya estaba casi todo el pescado vendido.

—Pase, por favor.

El estudio de Eddie era amplio, diáfano y luminoso, con un gran ventanal por el que podían verse las torres de Notre-Dame. Había muebles de diseño nórdico y grandes fotos enmarcadas en las paredes. Una de ellas era una ampliación de una portada de Vogue con Eddie en sus tiempos de maniquí, estilizada y elegante, vestida de noche. Otra, un bello contraluz de ella desnuda, vuelta de espaldas y mirando a la cámara, firmada Man Ray en su ángulo inferior derecho.

—¿Tiene usted algo que ver con lo que está pasando?

La pregunta, hecha a bocajarro, sorprendió muy poco a Falcó. Eddie se la había formulado apenas cerró la puerta, cuando él aún no había tomado asiento en el sofá tapizado en cuero blanco. Se la quedó mirando con el sombrero en la mano, esperando que concretase más, pero ella no lo hizo. Se limitó a quedarse en pie frente a él, cruzados los brazos con aire severo. Llevaba unos pantalones negros holgados, sandalias, un jersey de lana gris y un carré de Hermès anudado sobre los hombros con descuidada gracia. El casco de cabello rubio y liso enmarcaba el azul de su mirada, más ártico que nunca.

—¿Qué está pasando? —inquirió Falcó, precavido.

Ella señaló una pila de periódicos sobre una mesita de cristal. L’Humanité estaba encima de todos.

—¿Lo ha leído?

Asintió él sin despegar los labios, simulando desconcierto. Como en demanda de una explicación.

—¿Qué pretenden? —insistió ella.

—¿Quiénes?

—Usted sabe quiénes.

—No, se equivoca —la miraba a los ojos, sin pestañear—. No sé nada. Así que le agradeceré que me explique lo que ocurre.

Advirtió que la mujer dudaba un momento, apretando más los brazos cruzados como si tuviera frío. Después hizo un ademán ofreciéndole asiento, y Falcó ocupó un extremo del sofá, puesto el sombrero a un lado. Ella lo hizo en el otro.

—No es sólo ese periódico —dijo—. Están ocurriendo cosas muy extrañas. Esta mañana, Leo recibió algunas llamadas telefónicas. Una era de un destacado miembro del Partido Comunista francés, amigo suyo desde hace años... Todos preguntaban por sus contactos en España con gente del POUM. Y algunos le hablaron de supuestas transferencias de dinero a su nombre. A una cuenta en Suiza.

Falcó enarcaba las cejas.

—¿Y?

—Leo nunca ha tenido una cuenta en Suiza. Y lo de sus simpatías trotskistas es un disparate.

—No sé —aparentó desconcierto—. Suena absurdo, ¿no?

El azul seguía estudiándolo, hosco. Penetrante.

—Hablé con él esta mañana. Está preocupado de verdad... Teme una campaña de descrédito muy bien organizada, pero no consigue situar el motivo. Por qué él, y por qué ahora.

Falcó se mantenía casi impasible, y el margen de ese casi era una ligera expresión de desconcierto que, poco a poco, iba derivando en aparente estupor.

—Ha preguntado por usted —prosiguió Eddie—. En realidad quería interrogar a Hupsi Küssen, que nos lo presentó; pero éste ha desaparecido, según parece. Se encuentra de viaje.

Te toca decir algo, pensó Falcó.

—¿Y qué tengo yo que ver? —dijo.

—Eso me gustaría saber. Y a Leo, también.

—¿Por qué no me lo pregunta él?

—Supongo que lo hará. Esto de ahora es cosa mía.

Frunció Falcó un poco los labios, como si empezara a sentirse ofendido.

—No comprendo nada —dijo.

—Todo coincide con su aparición en París —el tono de la mujer oscilaba entre el desprecio y el rencor—. Llega y de pronto ocurren cosas... Y uno de los elementos que se están manejando es el talón bancario que usted entregó a Leo para asociarse en la producción de su película.

—Era un cheque perfectamente en regla. ¿Qué tiene de malo?

—Que desde la misma cuenta de la banca Morgan se han hecho otras transferencias a esa de Zúrich: una cuenta numerada que alguien afirma pertenece a Leo, y de la que hasta hoy éste no tenía ni idea.

—¿Hay mucho dinero en ella?

—Demasiado.

—¿Habla en serio?

—Pues claro. Suficiente para hacer creer que Leo está a sueldo de alguien.

—Pero si es numerada, como dice...

Alzó Eddie una mano, interrumpiéndolo.

—Alguien está haciendo circular un informe confidencial suizo que identifica a Leo Bayard como titular oculto.

—Válgame Dios... ¿Quién?

—Sospechamos de los servicios de inteligencia nazis. Y el vínculo con los fascistas españoles podría ser usted.

—¿Yo?

—Sí. Ignacio Gazán o como en realidad se llame.

Durante cinco segundos, con expresión desconcertada, Falcó simuló estar analizando aquello. En realidad se planteaba si, tal como estaban las cosas, valía la pena seguir fingiendo. Empezaba a estar harto del juego; o más bien tenía la certidumbre de que su tiempo había terminado y ahora les tocaba jugar a otros. Se sentía casi fuera, y la certeza de ese vacío apagaba mucho su interés.

—Eso es ridículo —concluyó, o aparentó hacerlo.

Eddie movía la cabeza, segura de sí.

—Leo ha hecho averiguaciones —opuso—. Ha puesto un par de telegramas. Sospecha que nadie lo conoce a usted en La Habana. Sin embargo, maneja mucho dinero... Por otra parte, alguien habla de fotografías en las que Leo, y también yo, aparecemos junto a un agente franquista.

Falcó apoyó las manos en las rodillas y se inclinó hacia delante con fingida vehemencia, como un actor fatigado que interpretase, por simple rutina profesional, un papel que ya le daba igual.

—¿Está diciendo que yo soy ese agente?

—Le digo lo que sé y lo que sospecho. Ni Leo ni yo hemos visto las fotos. Sólo nos han hablado de ellas.

—Qué disparate.

Ella no respondió a eso. Había abierto una caja taraceada que estaba sobre la mesa, sacando un cigarrillo y una caja de fósforos. Intentó encenderlo rascando dos de ellos, sin conseguirlo. Los dedos le temblaban.

—Si el Komintern da crédito, Leo puede tener serios problemas... Y no me refiero sólo a su buen nombre. Podrían, incluso...

Lo dejó ahí, cual si la atemorizase acabar la frase.

—Podrían —repitió, ensimismada.

Falcó le dio fuego con su encendedor. Después ella se puso en pie y anduvo hasta el ventanal.

—¿Sabe lo peor? —miraba hacia las torres de Notre-Dame—. Lo malo no es que crean o no las calumnias, sino que muchos en la izquierda francesa y europea estarían encantados de que todo fuera cierto. Imagínese: Leo Bayard, el intelectual respetado por los comunistas, el héroe de la guerra de España, agente fascista... Calcule la de tinta y salivazos que pueden descargar sobre eso.

Falcó también se había puesto en pie.

—¿Sabe Leo que usted y yo estamos hablando?

—No. Ya he dicho que esta conversación es cosa mía.

—¿Y qué quiere de mí?

—En realidad, nada en especial —se volvió hacia él, envuelta en la luz intensa de la ventana—. Sólo deseaba mirarlo a los ojos mientras le comentaba todo eso.

—¿Y cuál es su conclusión?

—Que no me gusta lo que veo. No me gustó desde el principio. Creí detectar una nota falsa. Y ahora sé que tenía razón —señaló la puerta—. Puede marcharse.

Aún la miró un momento, intentando dejarle al menos una duda basada en su aparente estupor, aunque era consciente de no haber conseguido ni siquiera eso. Algo en Eddie Mayo —ignoraba qué— escapaba a sus previsiones. A su control. Vibraba una nota discordante en la melodía que había estado sonando todo el tiempo. La hubo desde el primer día en el restaurante Michaud, al principio, aunque él era incapaz de adivinar cuál. Y se iba sin saberlo.

De pronto sintió un hondo cansancio. En otras circunstancias, con un arrebato de aplomo descarado, habría tomado a aquella mujer en los brazos, la habría llevado al dormitorio y le habría hecho el amor hasta dejar en blanco la cabeza de ella y la suya propia. Al diablo Leo Bayard y al diablo todo. Pero supo que eso no iba a ocurrir nunca.

—Cada cual hace su trabajo —se limitó a decir.

Era lo más próximo a una confesión que nadie le había arrancado en París. La voz de ella sonó tan glacial para Falcó como lo había sido el color de sus ojos:

—Hay trabajos repugnantes.

Cogió él su sombrero, volviendo la espalda, y se encaminó hacia la puerta.

—Leo es un hombre honrado —dijo ella de pronto—. Una buena persona. Es un luchador antifascista, y lo que hizo y está haciendo por España es admirable. No merecía esta mala jugada.

Se había detenido un momento Falcó en el vestíbulo, vuelto a medias.

—¿Y usted, Eddie?... ¿Qué merece usted?

Ella permanecía lejos, al otro extremo de la habitación: un contraluz de mujer sin rostro en la ventana. Y entonces dijo algo extraño.

—Yo tengo mis propios fantasmas, créame. Mis propios remordimientos.