16. Sobre plumas y pistolas
Sánchez esperaba a Falcó discretamente apostado en uno de los saloncitos del hotel Meurice. No había nadie a la vista. Se levantó al verlo entrar, estrechándole la mano.
—Un par de asuntos antes de subir —dijo mirando el reloj—. Aún tenemos tiempo.
Tomaron asiento en butacas situadas junto a uno de los grandes espejos, mediante el cual podían vigilar el vestíbulo. Esta vez, como la anterior en el mismo hotel, el agente nacional vestía mejor que de costumbre: cuello limpio, corbata, traje azul a rayas, zapatos bien lustrados. Su rostro mostraba las acostumbradas señales de fatiga.
—Me tiene despierto desde anoche —dijo—. Haciendo averiguaciones y poniendo telegramas. Ganándome el jornal.
—Lo siento. Yo también hice lo que pude.
Sánchez se quedó mirando a Falcó con una mezcla de estupor y admiración.
—¿Lo que pudo?... Es usted un fenómeno.
—Eso decía mi abuela.
—Pues su abuela lo caló bien.
A continuación, Sánchez hizo un repaso somero de los contactos discretos que había mantenido en las últimas horas: policía francesa, cagoulards, cuartel general de Salamanca, confidentes en medios republicanos de París, infiltrados en la avenue George V. Uno tras otro, y varias veces durante el día. No había sido fácil componer un panorama general, pero al fin lo había conseguido.
—Ha sido un éxito —torcía el bigote, satisfecho—. Se cargó usted el maldito cuadro.
—Eso tengo entendido.
—Está fuera de dudas. Uno de mis contactos en la comisaría de la Monnaie me ha puesto al corriente... Alguien entró en el taller por los tejados y puso una bomba que arruinó el lienzo.
—¿Alguna averiguación sobre ese alguien?
Esbozando algo parecido a una sonrisa, Sánchez dijo que no. Que ninguna. La policía daba por sentado que estaba en buena forma física, por el recorrido que hizo. Y, desde luego, demostró mucha sangre fría. La comisaría se encontraba en la misma calle, y a la menor alarma habrían llovido gendarmes. En cuanto al sabotaje, se lo habían descrito como professionnellement exquis. El artefacto, de relojería y muy bien calculado, produjo sólo el daño imprescindible, sin apenas otros estragos.
—Así que estoy de acuerdo con lo de exquisitamente profesional —concluyó—. Enhorabuena.
Falcó había estado escuchando con interés.
—¿Se sabe algo sobre la reacción del pintor y la embajada republicana?
—Algo sabemos. Picasso está fuera de sí. Furioso como una mona. Si no fuera porque les conviene no dar publicidad al asunto, montaría un buen escándalo... En cuanto a la embajada, el agregado cultural se ha pasado el día haciendo gestiones para encontrar otro lienzo de dimensiones parecidas.
—Vaya.
—Pues sí. Eso me cuentan.
Falcó estaba decepcionado. Se recostó en la butaca, sombrío.
—Menudo chasco... ¿De verdad lo va a pintar otra vez?
—Bueno, era de esperar. Por lo visto hay muchas fotos del proceso del cuadro hasta que usted lo paró en seco, y le han pedido a Picasso que basándose en ellas lo haga de nuevo. Que lo copie. La parte mala es que, según me dicen, y eso usted lo sabrá mejor que nadie, no es un lienzo difícil de componer. No requiere mucha técnica. Otro artista necesitaría semanas para pintar un cuadro, pero a ese fulano pueden bastarle un par para repetir el suyo... ¿No cree?
—Es posible.
Lo miró el otro, indeciso.
—No parece convencido.
—Ni de una cosa ni de otra. No sé nada de arte.
—De cualquier modo, la parte buena es que les hemos mojado la oreja. Y usted hizo muy bien su trabajo. Han aplazado la inauguración del pabellón de la República en la Exposición.
—Sólo un poco, me temo.
—Dos o tres semanas de retraso no se las quita nadie. Y la verdad es que...
Lo interrumpió una sacudida de tos húmeda. Se enjugó los labios con el pañuelo y miró a Falcó con sus ojos enrojecidos y febriles.
—¿Le gusta Picasso? —preguntó al tranquilizarse.
—No sabría decirle.
—Pues a mí, nada. Lo considero un caradura y un farsante —se detuvo, curioso—. Usted lo ha conocido personalmente. Dígame qué le parece.
—Pues no sé... Me cayó bien.
Era evidente que Sánchez no esperaba esa respuesta.
—¿En serio?
—Sí. Conmigo fue amable.
Movió la cabeza el agente nacional como si rechazara aquel adjetivo.
—Puede permitirse serlo. Faltaría más. Un estafador del arte que se ha hecho millonario gracias a la estupidez mundial. Como ese poeta andaluz amanerado, García Lorca... ¿Ha leído algo suyo?
—No creo.
El otro le dirigió una ojeada curiosa. Valorativa.
—¿Tampoco le interesa la poesía?
—Soy más de novelas de ferrocarril. Pero, según tengo entendido, a García Lorca no le dimos tiempo de hacerse millonario.
Sánchez pasó por alto la ironía.
—Hay que reconocer que los rojos manejan la propaganda mejor que nosotros.
—Puede ser.
—Si a Lorca no lo hubieran fusilado los nuestros, nadie hablaría de él.
—Imagino que no... En el fondo, le hicimos un favor.
El sarcasmo cayó en el vacío. Entornaba Sánchez los ojos con desdén, atento a sus propios rencores.
—Por no hablar de ese Alberti —añadió, ácido—. Un mal poeta comunista que se pasea por Valencia pistolón al cinto, del brazo de su mujer, denunciando a gente honrada y pavoneándose en los cafés sin haber visto el frente más que de visita, para arengar a los camaradas proletarios... Si mi pluma valiera tu pistola, ha escrito el muy sinvergüenza. Y si no ha sido él, habrá sido cualquier otro.
Después de mirar con brusca insistencia a Falcó, desafiándolo a un mentís, Sánchez hizo un ademán cansado.
—Ninguna pluma vale lo que una pistola —añadió, sombrío.
—Es posible.
Se mordía el otro una uña amarillenta, los ojos perdidos en la nada.
—Aquella mujer de la rue de l’Orne...
Dijo eso y se mantuvo callado, pensativo. Falcó lo observó con tranquila curiosidad. El agente nacional miraba el suelo. Hundía la cabeza entre los hombros cual si de pronto le pesara en exceso. Cuando alzó la vista, sus ojos parecían reclamar una absolución.
—Ella, e incluso los dos hombres a los que matamos con ella, valían más que toda esa basura intelectual junta... ¿No cree?
Falcó no respondió. Se limitaba a seguir contemplándolo en silencio. Cada cual, pensaba, debe cargar con su propio equipaje. Tales eran las reglas.
Al fin Sánchez miró su reloj y se puso lentamente en pie.
—Hay más cosas, pero de ellas seguiremos hablando arriba —dijo—. Nos están esperando.
—Estuve en contacto con mi hijo Luis —dijo el conde de Tájar—. Le manda saludos.
—Déselos también de mi parte... ¿Qué tal le va?
Asintió con orgullo paterno el aristócrata. Seguía vistiendo a la inglesa, olía a loción de afeitar y su gesto era altivo. Tan desdeñoso como la vez anterior.
—Lo han nombrado jefe local de Falange.
Imaginó Falcó a Luis Díaz-Carey, su torpe y acomplejado ex compañero de colegio, ahora con camisa azul, despacho oficial y mando en plaza: señor de horca y cuchillo —tapia de cementerio, en versión moderna—, ajustando cuentas con los que hubieran sobrevivido a su milicia de caballistas rurales. Conociendo al personaje y el ambiente, la cruzada antimarxista iba a tener momentos de gloria en la retaguardia jerezana.
—Estupendo —comentó—. Allí hacen falta hombres como él.
Sin detectar el sarcasmo, el de Tájar lo encajó con plena seriedad.
—Y que lo diga —se miraba complacido el sello de oro del meñique—. Una juventud sana que arranque la mala hierba.
—Me lo ha quitado usted de la boca —Falcó no contuvo la tentación de adornarlo un poco más—. En España empieza a amanecer.
Lo miró suspicaz el aristócrata, analizándole con severidad la sonrisa. Arrugaba el entrecejo a punto de decir algo, sin duda desagradable, cuando Sor Pistola, que estaba sentada ante la centralita telefónica —esta vez la mujer no tenía la Star del nueve largo a la vista—, dijo que estaban en comunicación con Salamanca. Falcó fue con mucha calma hasta el teléfono y descolgó el auricular. La voz del Almirante se oía lejana pero clara.
—«Aló, aló... ¿Rocambole?»
—Sí, Finca Tormes. Adelante. Estoy a la escucha.
—«Me dicen que el cuento de la Pipa Rota acabó bien.»
—Afirmativo, pero creo que el Ogro intenta comprar otra pipa. Sus amigos se empeñan en fumar el mismo tabaco.
—«Eso tengo entendido, pero tardarán un poco, y al menos acusan el golpe. No ha hecho usted un mal trabajo.»
Le sonrió Falcó al auricular: no ha hecho usted un mal trabajo. Aquello era el máximo elogio a que podía llegar el Almirante en sus momentos tiernos. Su apodo de el Jabalí no le venía por casualidad.
—«Tampoco salió del todo mal —añadió el jefe del SNIO— lo de dar café a la nueva gerencia de la empresa competidora».
—Se hizo lo mejor que se pudo, dadas las circunstancias —miró a Sánchez—. La ayuda local fue eficaz.
—«Esos dos asuntos están resueltos, así que olvídelos... ¿Qué sabe de Mirlo?»
—No lo he visto en las últimas horas, pero creo que le duelen un poquito las alas. Las cosas se precipitan para él... ¿Tengo nuevas instrucciones?
—«Su trabajo con Mirlo ha terminado. Ya no hay necesidad de que mantenga contacto.»
—¿Cuáles son mis órdenes, entonces?
—«Cambie de hotel e identidad y permanezca en espera, por si hay flecos de última hora. Con perfil bajo y sin dejarse ver.»
—Entendido... ¿Algo más, Finca Tormes?
Una pausa al otro lado de la línea telefónica. Después, la voz del Almirante sonó en un tono distinto. Más cauta, al principio.
—«Sí, Rocambole, hay algo más... Hemos confirmado que, como suponíamos, Pablo está en París.»
Pablo era el alias de Pavel Kovalenko. Falcó cambió una mirada cómplice con Sánchez, que estaba apoyado en la pared, las manos en los bolsillos, y escuchaba con atención. El agente nacional no podía oír lo que decía el jefe del SNIO, pero tal vez lo imaginaba. Falcó y él lo habían comentado y estaban de acuerdo: Kovalenko dentro de la operación Bayard era rizar el rizo. El remate óptimo.
—«Viaja con pasaporte diplomático español —añadió el Almirante—. Expedido en Valencia a nombre de Pablo Ruiz Moreno y con visado francés de tres semanas».
Falcó reflexionaba con rapidez. La intervención personal del jefe de Tareas Especiales del NKVD para España demostraría la importancia que los rusos daban a una traición de Leo Bayard. Si de verdad habían picado el anzuelo, aquello olía a aktivka desde lejos. Equivalía a una sentencia de muerte.
—¿Viene a encargarse del asunto Mirlo?
—«Es muy posible... Algo de ese tamaño no se deja a los subalternos.»
—¿Debo hacer algo?
—«Nada, por el momento.»
Dirigió Falcó un vistazo al conde de Tájar. Fingiendo desinterés, el aristócrata miraba por la ventana con exagerada indiferencia. Dispuesta a informarlo en cuanto se cortara la comunicación, Sor Pistola permanecía sentada ante la centralita con los auriculares puestos, escuchando sin disimulo, tan poco simpática como su jefe. Sólo en la expresión de Sánchez era posible advertir complicidad.
—En ese caso necesitaré más fondos, Finca Tormes —dijo Falcó—. El asunto Mirlo me ha dejado más seco que un limón de paella, y presiento que a nuestros socios de aquí les cuesta abrir el puño.
Siguió un nuevo silencio al otro lado de la línea. Ignorando la súbita mirada furibunda que le dirigía el de Tájar, Falcó imaginó al Almirante sonriendo bajo el mostacho. Una de esas sonrisas suyas, esquinadas y casi feroces.
—«Ni un duro más, Rocambole. Se acabó la juerga. Ha gastado una fortuna, y el Banco de España lo disfruta la competencia. Apáñeselas con lo que le quede.»
—Es que no me queda nada, señor. Estoy tieso como la mojama.
—«A mí qué me cuenta. Váyase a una pensión de la rue Saint-Denis, camele a un par de furcias y ejerza de chulo de putas, que es lo suyo... El verdadero talento lo tiene para eso.»
Suspiró resignado Falcó. Nada que rascar.
—Es usted mi padre, Finca Tormes.
—«No se queje. Peor estaría en una trinchera del frente norte... Y le aseguro que a veces me vienen ganas de mandarlo a una.»
A última hora de la tarde, casi anocheciendo, Falcó terminaba de hacer el equipaje. Su plan era cenar algo en algún bistrot cercano, y luego dejar el hotel y caminar tres manzanas hasta otro más discreto y barato, el Récamier, situado en la place Saint-Sulpice, donde esperar nuevas órdenes y acontecimientos. Quizás al día siguiente telefonease a María Onitsha para que se reuniera con él allí, pero ya no iba a volver al Mauvaises Filles, al menos de momento. Sus instrucciones eran quedarse fuera y en la sombra. Al margen.
Cerró la baqueteada maleta y metió el estuche de aseo en una bolsa de mano de cuero, junto a un plano de París, la Guide Bleu de la ciudad, documentos, dinero, la pistola, dos tubos de cafiaspirinas, seis paquetes de Players, la navaja suiza, una caja de cartuchos de 9 mm y el supresor de sonido. Lo hizo colocando cada objeto con gestos rutinarios, casi instintivos. Incluso en caso de verse obligado a abandonar la maleta, con aquella bolsa dispondría de lo suficiente para arreglárselas en toda situación. En cualquier ambiente más o menos hostil.
Pensaba fríamente en Leo Bayard y Eddie Mayo. Un par de horas antes había comprado los diarios de la tarde, y en la edición vespertina de Paris-Soir se mencionaba también el asunto: ¿Intelectuales franceses a sueldo del fascismo? Seguían sin mencionarse nombres, pero todo señalaba en la misma dirección, y Falcó sabía que sólo era cuestión de horas que alguien fijase el rostro del héroe de los cielos de España en la diana. Con una mueca sarcástica se preguntó si el Komintern iba a darle tiempo a defenderse públicamente, o la cosa se resolvería de forma rápida antes de que el escándalo fuese a mayores. A fin de cuentas, eso era conveniente para todos menos, por supuesto, para Bayard. Prolongar el asunto, entrar en una espiral de afirmaciones, denuncias y desmentidos, no haría sino embarrar más el terreno. Conociendo los métodos soviéticos, Falcó estaba seguro de que Moscú iba a cortar por lo sano.
Eso lo llevó, de modo natural, a Pavel Kovalenko. Falcó no había visto nunca al jefe del Grupo A de Tareas Especiales, pero conocía su biografía básica: judío de Kiev, durante la revolución de Octubre y la guerra civil había sido saboteador, guerrillero y asesino antes de organizar acciones de policía y contrainteligencia como oficial del GPU, más tarde NKVD. A él había encomendado Stalin coordinar la actuación comunista en España. En la zona republicana era el indiscutido hombre de Moscú: supervisaba a la policía política española y los envíos de armas, y había sido responsable del traslado del oro del Banco de España, incluido el cargamento perdido en Tánger. Pero lo más destacado consistía en la purga masiva de disidentes —agentes fascistas, era la acusación oficial— que Kovalenko llevaba a cabo en los últimos meses, ejecutando a brigadistas internacionales sospechosos y trotskistas españoles.
Ante ese panorama, y con Kovalenko en París, no era necesaria una bola de cristal para prever el futuro de Leo Bayard. En un tiempo como aquél, cuando simples sospechas bastaban para sentenciar a un hombre, la presencia del agente soviético equivalía a meter en una habitación cerrada a un chacal y a un cordero.
La idea dejó en la boca de Falcó un rictus pensativo. Sarcástico. Pleamares y bajamares de la vida, se dijo. Loterías del azar. A todos nos llega nuestra hora, pero a unos les llega antes que a otros.
Cuando el equipaje estuvo listo, echó un último vistazo a la habitación y al baño. La mirada del gitano, llamaban a eso sus instructores. Que no quede nada detrás, decían; pero sobre todo, nada que pueda comprometer al agente. A veces un trozo de papel olvidado, una carta o una factura, una colilla aplastada, ocasionaban consecuencias imprevisibles o peligrosas. En aquel oficio era preciso irse de los lugares con la misma limpieza que un fantasma. Salir de la nada y ser capaz, sin esfuerzo, de regresar a la nada.
Colocó la gabardina y el sombrero junto al equipaje, sobre la cama. Después encendió un cigarrillo y miró por la ventana. Oscurecía en el bulevar. No se oían los sonidos del exterior, y la ciudad parecía encerrada en una campana de silencio. Entre las ramas de los árboles se encendían el alumbrado público y los primeros faros de automóvil, y trazos de cielo rojo sangre terminaban de fundirse con el negro de la noche sobre el campanario de Saint-Germain.
Pensar en Kovalenko lo había llevado a pensar en Eva. Era inevitable. Procuraba no ocuparse de ella, pero no siempre era posible mantener a raya la imaginación, ni los recuerdos. Tampoco lograba librarse de la extraña melancolía que le sobrevenía cada vez, tan parecida a la lluvia mansa sobre un páramo desolado.
El cristal de la ventana reflejaba el contorno flaco del rostro de Falcó y la brasa del cigarrillo. Se lo quitó de la boca y pronunció el nombre de ella, silenciosamente, sin articular ningún sonido.
Eva Neretva.
Desde luego que no podía olvidarla. Resultaba absurdo. Habría hecho falta otra vida para olvidar, y ni siquiera de eso estaba seguro.
Eva Neretva, alias Eva Rengel, alias Luisa Gómez. Miembro del Grupo A de Tareas Especiales del NKVD.
«No me hagas daño», había dicho ella en cierta ocasión: aquella extraña noche en la habitación 108 del hotel Continental de Tánger, mientras sus compañeros torturaban al operador de radio de Falcó.
Se preguntó si seguiría viva a esas alturas.
Lo último que había sabido por mediación del Almirante era que, tras la pérdida del oro republicano, Eva había viajado a Marsella en el Maréchal Lyautey, y allí se le había perdido la pista. Podía haber regresado a España o a la Unión Soviética, pero eso era imposible saberlo. La segunda opción resultaba poco tranquilizadora en pleno terror estalinista, con la purga de disidentes, los procesos públicos y las ejecuciones masivas en los sótanos de la Lubianka. Cada alto cargo soviético caído en desgracia arrastraba consigo a su familia, amigos y subordinados. Se delataba para sobrevivir y ni siquiera así se sobrevivía. En toda Europa, España incluida, había agentes comunistas a los que se les ordenaba regresar a Moscú para encontrarse allí con el calabozo, la tortura, Siberia o un tiro en la nuca.
«No creo que sea verdad que nos amemos», había dicho ella en el amanecer sombrío de Tánger, un momento antes de que los fogonazos lejanos y el cañoneo del combate entre el destructor nacional y el mercante republicano se adivinaran más allá de la bruma. «Yo tampoco lo creo», respondió él. Mintiendo ambos. Se habían contemplado sin apenas más palabras, sólo unas horas después de haberse intentado matar concienzudamente el uno al otro. Aquella última vez se miraron a los ojos, cercados de fatiga los de ella entre las marcas de golpes en la cara, limaduras de acero gris en los de él, cansados, doloridos y maltrechos los dos, partícipes de casi idéntica derrota mientras algunos hombres valientes morían mar adentro y el Mount Castle se iba al fondo del mar. Y Eva había murmurado «La última carta la juega la Muerte» con voz átona, inexpresiva, como si tan sólo aflorase a sus labios un vago pensamiento.
Después ella desapareció entre la niebla, y Falcó había estado orinando sangre una semana.
La noche era templada, así que dejó gabardina y sombrero en el hotel, con el equipaje. Tenía hambre y le apetecía un buen borgoña con una cena ligera. Salió a la calle y pasó junto a la estatua del filósofo, encaminándose hacia el bistrot Chez Bruno, en la esquina misma de la rue Bonaparte.
Caminaba ligeramente confiado, y eso fue un error.
De pronto un timbre de alarma se activó en su cerebro, y fue de modo automático. Ring, ring, hizo. El sonido era inconfundible. Aquélla era la clase de cosas que lo habían ayudado a mantenerse vivo hasta entonces.
Terreno hostil, dijo su instinto.
Había un automóvil estacionado junto a la acera, con dos siluetas en su interior, justo en el lugar donde las copas de los árboles dejaban en sombra la zona iluminada por una farola. Advirtió Falcó el hecho antes de analizarlo, y aún dio tres pasos mientras consideraba riesgos posibles y probables. Entonces se detuvo, tenso.
—Siga caminando —dijo una voz en francés, a su espalda.
Contaba menos la orden que el cañón de pistola o revólver que acababan de apoyarle por detrás en el riñón derecho. Dudó un instante, y el arma aumentó la presión.
—Vaya hacia el coche —insistió la voz.
Falcó miró brevemente en torno, con poca esperanza. Nadie entre los escasos transeúntes parecía darse cuenta de nada.
—Camine, o lo mato.
En una película con Charles Boyer o George Raft, incluso en una historia de detectives de revista ilustrada, Falcó se habría girado con brusquedad, zafándose de la amenaza con un puñetazo en el rostro de quien lo amenazaba. Pero aquello no era una película ni una novela por entregas, y la contundencia del arma indicaba un calibre lo bastante potente para destrozarle riñón e hígado de un plomazo. Así que obedeció como un buen chico, sin protestar ni pedir explicaciones. Resignado.
La puerta trasera del automóvil, un Vauxhall Touring, acababa de abrirse para recibirlo, y él agachó la cabeza y entró.
—Ponga las manos en el respaldo del asiento de delante.
Hizo lo que le decían mientras el que lo encañonaba entraba detrás, dejándose caer en el asiento contiguo sin apartar un centímetro la pistola de su costado. El fulano olía a tabaco y sostenía el arma oculta por un gabán doblado sobre su brazo derecho. De soslayo, a la débil luz de la farola tapada por los árboles, Falcó entrevió unas facciones huesudas bajo una boina negra. Sin embargo, su atención estaba centrada ahora en los que ocupaban los asientos delanteros. Uno, el que estaba al volante, era sin duda Petit-Pierre; lo reconoció sin dificultad en la penumbra. El otro era una silueta alta y delgada, que se había vuelto hacia Falcó.
—Me debe una larga conversación, amigo Nacho —oyó decir educadamente a Leo Bayard.
Había conocido Falcó situaciones más cómodas. Aquélla, de momento, no era desesperada, se dijo a modo de consuelo. Aunque sin duda podía ir a más. A peor. Pensaba en eso sentado en una silla mientras sus ojos adiestrados recorrían el interior de la gabarra-vivienda donde se encontraba, situando obstáculos y elementos favorables. La embarcación estaba amarrada en un muelle del Sena, cerca del viaducto de Auteuil. De vez en cuando se oía el rumor lejano de los trenes que pasaban.
—¿Puedo fumar?
Bayard estaba sentado frente a él, observándolo con curiosidad.
—No. Claro que no puede.
Miró Falcó alrededor. Olía a humedad. La camareta estaba amueblada con sillas de lona, cuadros de factura moderna en los mamparos y cortinillas de encaje sobre los ojos de buey. Todo muy coqueto y doméstico. Había una estufa, un fogón de carbón y una mesa con mantel de hule bajo un quinqué de petróleo encendido, una botella de vino y dos vasos. También había tres hombres, además de él: Leo Bayard, Petit-Pierre y el que tenía el arma; éste era el que se hallaba más alejado, como garantizando desde allí la estabilidad de la situación. Era muy flaco y conservaba puesta la boina. Estaba sentado en un peldaño de la escala que llevaba al tambucho y la cubierta, con un revólver de grueso calibre al lado.
—Ahora, cuéntemelo —dijo Bayard.
Lo miró Falcó con aparente desconcierto. En el trayecto desde Saint-Germain hasta allí, y luego mientras lo conducían por el muelle en sombras para hacerlo subir por la plancha de la gabarra, había tenido tiempo para establecer sucesivas líneas de defensa. Aquello formaba parte del adiestramiento básico: negar aunque te pillaran con una pistola humeante en la mano. Es un atropello, qué diablos pretenden, nunca hubiera imaginado que, etcétera. En honor a Bayard, Falcó debía reconocer que éste ni se molestaba en discutir. Se había limitado a escuchar moviendo afirmativo la cabeza, vuelto a veces para mirarlo como si realmente prestase atención, cuando el automóvil pasaba cerca de alguna luz que iluminaba el interior. Y ahora mostraba parecida actitud.
—¿Qué diablos quiere que le cuente?
—Su papel en esto. Lo que ocurre lo veo con claridad, pero me falta situarlo a usted en el complot.
—¿De qué complot me habla?
—¿Para quién trabaja?
—Por Dios. No trabajo para nadie.
—¿Para los nazis?... ¿Para la gentuza de Franco?
—Eso es ridículo.
—¿Es un agente provocador comunista? —Bayard interrogaba con paciencia casi didáctica—. ¿El Komintern está detrás de esto?
—Se ha vuelto loco.
Se lo quedó mirando el otro, y al cabo emitió un suspiro.
—Escuche, Ignacio Gazán o como de verdad se llame... Usted y yo sabemos a qué vino a París y para qué se me acercó... Así que voy a explicarle cómo están las cosas —señaló al chófer—. A Petit-Pierre ya lo conoce; era el mecánico de mi escuadrilla... Ese otro caballero se llama Vezzani y es corso. Piloto de aviación. Estuvo en las brigadas internacionales antes de unírsenos en España.
El tal Vezzani se llevó un dedo índice a una ceja, a modo de saludo. Contemplaba a Falcó con hostil curiosidad. A su lado, sobre el peldaño de la escala, la luz del quinqué hacía relucir el acero cromado del revólver.
—Los dos son viejos y leales camaradas —prosiguió Bayard—. Volamos juntos en una veintena de misiones, ¿sabe?... Quiero decir que entre nosotros no hay la menor duda sobre nada. Saben muy bien quién soy yo. De lo que se trata ahora es de saber quién es usted.
—Hupsi Küssen... —empezó a decir Falcó.
El otro lo interrumpió alzando una mano.
—También me pregunto la parte que Hupsi tuvo en esto. Pero como ha desaparecido, tengo que conformarme con usted.
—Menudo disparate.
Bayard se quedó otra vez callado, mirándolo. Estudiándolo como si tuviera una lupa entre los dos.
—Debo reconocer algo: su extrema competencia —dijo al fin—. En una semana ha tejido una tela de araña impecable. Con ayuda de otros, por supuesto. Pero su parte la ha hecho muy bien. Consiguió engañarme por completo.
—Yo no he engañado a nadie.
—No insulte mi inteligencia. Ni la de estos caballeros.
Se detuvo de nuevo. Ahora sonreía, y la luz del quinqué le trazaba líneas siniestras en la cara. Se pasó una mano por la frente, apartándose el mechón de cabello.
—Sólo Eddie desconfiaba un poco de usted, ¿sabe?... Es demasiado guapo, decía. Demasiado elegante, demasiado simpático, demasiado generoso, demasiado perfecto —se acentuó la sonrisa—. Intuición de mujer, supongo. Pero, idiota de mí, no le hice caso.
Mientras fingía mirar el rostro de Bayard, Falcó estudiaba cada detalle de la camareta. Era una técnica aprendida: fingir que se miraba algo cuando en realidad la atención se dirigía a otros puntos, en la periferia del lugar donde en apariencia se fijaba la vista. En ese momento buscaba objetos con los que agredir. Todo valía para eso: un lápiz, un cubierto, un cenicero.
Pero sólo vio la botella y los vasos.
Se oyó el rumor apagado de un tren que pasaba por el puente: trac, trac, trac. Sentado frente a Falcó, Bayard seguía desgranando su lista de agravios. Él y sus cómplices, añadió, habían intoxicado a gente que podía perjudicarlo. Hicieron pagos a una cuenta suiza de la que no tenía la menor idea, y el supuesto Ignacio Gazán le había entregado un cheque para participar, decía, en la producción de la película sobre la causa republicana. Una suma de dinero que ahora se presentaba como un pago o un soborno.
—Es usted un hijo de la grandísima puta, como dicen en España —remató—. Una sucia rata infiltrada.
—Quisiera fumar un cigarrillo —insistió Falcó, tanteando más posibilidades.
Bayard ni se molestó en responder. Casi amenazante ahora, había acercado su rostro al suyo. La ira contenida le relucía en los ojos, reduciéndole los labios a una fina y dura línea.
—Que no lo engañen mis maneras. No siempre he sido, ni soy, el intelectual polémico, el premio Goncourt, el enfant terrible de la izquierda francesa. Fui soldado, he luchado en España por mis ideas. Y lo sigo haciendo. En realidad, esta conversación es parte de esa lucha. Y lo que me propongo hacer con usted también lo es... ¿Me sigue?
—Lo sigo.
—Presiento que es un profesional. Un individuo así no se improvisa. Por eso espero que entienda bien lo que le digo. Será una noche larga, la que vamos a pasar. Sobre todo la que va a pasar usted... Acortemos los preámbulos en lo posible, para no fatigarnos más de lo necesario.
Se puso de pie desplegándose con ademán distinguido, una mano en un bolsillo del pantalón. Casi tocaba el techo de la gabarra con la cabeza.
—Necesito saber quién lo ha organizado. ¿Comprende?... Sólo así podré prevenir el golpe principal. Conocer mis posibilidades de supervivencia.
Falcó sabía agotada la primera línea de defensa. El reloj corría en su contra, así que decidió replegarse a la segunda.
—Son escasas —apuntó—. Supongo.
Escuchar aquello hizo enarcar las cejas a Bayard.
—Ah. Resulta que sabe más de lo que decía.
—Muy poco más. Pero sé atar cabos.
—Ya... ¿Y va a contarme qué cabos son ésos?
Pensaba Falcó a toda prisa. Algo que dar y algo que reservarse para la tercera línea defensiva. Pero no encontraba nada convincente. Como si lo intuyese, Bayard miró a sus compañeros y después de nuevo a él.
—¿Sabe por qué todavía no le hemos atado las manos?... Porque Vezzani es un tirador excelente que se basta para tenerlo bajo control; y también porque los tres deseamos, en el fondo, que haga algo que justifique pegarle un tiro en un brazo o una pierna. Pero es usted un hombre prudente.
—No voy a hacer nada que justifique nada. Y estoy dispuesto a contarle lo poco que sé de este embrollo.
—¿Embrollo, lo llama?
—Pues claro.
—¿Y va a contarme lo poco que sabe?
—Eso es.
—¿Por ejemplo?
—Hupsi Küssen lo organizó todo.
Volvió Bayard a enarcar las cejas.
—Hupsi, me dice.
—Sí.
—¿Y para quién trabaja él?
—No lo sé. Pero lo hace por dinero.
El otro asintió despacio, pensativo. Parecía considerarlo en detalle. Luego miró a Petit-Pierre; y éste, que había permanecido inmóvil apoyado en un mamparo, sacó del bolsillo unas tenazas y un rollo de cordel.
—Ahora sí lo vamos a inmovilizar —dijo Bayard con frialdad—. También le vamos a tapar la boca... No porque en este lugar pueda oírlo alguien, que no es el caso, sino por mi propia comodidad. No es agradable escuchar alaridos en un lugar cerrado, tan pequeño.
Petit-Pierre se acercó sin prisas. En la expresión estólida de sus ojos, en su indiferencia corpulenta y brutal, Falcó pudo leer con toda claridad su destino inmediato. Se agotaba el tiempo, y la segunda línea de trincheras estaba a punto de caer.
—Tengo curiosidad por ver cuánto aguanta —comentó Bayard—. Para mí es una novedad. Se trata de la primera vez que veo hacerle esto a un ser humano... Debo decir que siempre fue contra mis principios, pero convendrá conmigo en que se trata de una circunstancia extraordinaria.
Petit-Pierre se había sentado delante de Falcó, desenrollando el cordel. Había puesto las tenazas sobre la mesa, advirtió éste, pero estaban demasiado lejos. Nunca las alcanzaría sin que Vezzani le pegara un tiro.
—Para Petit-Pierre, sin embargo, no es la primera vez —añadió Bayard—. Lo supone, ¿verdad?
Tercera línea de defensa, decidió Falcó. Y era la última. Si no bastaba, sólo quedaría intentar agarrar las tenazas o la botella, encarar un balazo y que saliese el sol por Antequera. O por donde fuera a salir, o a ponerse.
—Soy comunista —dijo.
Siguió un silencio de cinco segundos. Bayard lo miraba con la boca abierta.
—No me lo creo.
—Administración de Tareas Especiales —sostuvo Falcó con firmeza—. Si me ocurre algo, están los tres sentenciados.
Ajeno al diálogo, pendiente de lo suyo, Petit-Pierre se disponía a coger sus manos para atárselas a la espalda; pero Bayard lo contuvo con un gesto.
—Lo estoy de todas formas, me temo... Sentenciado, quiero decir —estudiaba con hosquedad a Falcó—. ¿Cuál es el juego?
—Tiene enemigos en el partido, aquí en Francia. El Komintern lo considera poco seguro y con demasiada influencia. Alguien fuera de control, sin disciplina, que libra su propia campaña. Por eso acumulan pretextos para desacreditarlo.
—¿No se trata de hacerme desaparecer?
—No. Sólo de anularlo políticamente. Quitarle el prestigio. Cortar las alas al héroe de la guerra de España. En opinión de ellos, se pavonea demasiado.
Lo meditó Bayard un momento.
—Eso es absurdo.
—Tal vez. Pero es lo que hay.
—No tengo carnet del partido, pero saben que soy leal.
Aparentó Falcó vacilar, como si le costase pronunciar un nombre.
—Tujachevsky —dijo al fin.
—¿El general?
—Claro.
—¿Qué tiene él que ver?
—Está siendo juzgado en Moscú con otros conspiradores profascistas.
—Lo sé... Una acusación grotesca, sin duda. Conozco bien al general.
—Ésa es la cuestión. Que lo conoce bien.
De repente, la luz del quinqué volvió aceitoso el rostro sombrío de Bayard.
—Menudo disparate... ¿En qué se relaciona eso conmigo?
—Tienen amistad. Usted estuvo invitado en su dacha del Mar Negro.
—¿Y?
—El NKVD lo relaciona con él. Están purgando su entorno, pues todo el círculo de amistades está contaminado. Se les considera a sueldo de potencias extranjeras.
—Eso es mentira.
—Y a mí qué me cuenta.
Dio unos pasos el otro por la camareta, preocupado. Al fin se detuvo cerca de Vezzani y su revólver, sacó un paquete de cigarrillos y se puso uno en la boca.
—Aunque fuera cierto, que no lo es, no soy tan importante en relación con Tujachevsky... ¿Por qué tanto trabajo y gasto para dejarme a mí fuera de juego?
—No lo sé. Yo cumplí órdenes específicas, y éstas eran desacreditarlo.
Bayard rascó un fósforo, encendió un cigarrillo y le dio tres chupadas antes de hablar de nuevo.
—¿Quién filtró a la prensa esos documentos falsos?
—Tampoco lo sé. El Centro de Moscú, imagino. O el Komintern.
—¿Y los nazis? ¿Y los fascistas españoles?
—No sé nada de ellos.
El cigarrillo en la boca, entornados los párpados, las manos en los bolsillos, Bayard contempló largamente a Falcó. Y después de un rato, movió la cabeza.
—Ha sido un buen intento —dijo—. Casi me hace dudar... Pero no funcionó. Así que volvamos al principio.
Hizo un ademán imperativo a Petit-Pierre, que alargó las manos con el cordel buscando las de Falcó. En ese momento se oyó el distante trac, trac, trac de otro tren que cruzaba el puente, y casi al mismo tiempo sonó un crujido en el exterior de la gabarra, como si alguien acabara de pisar la plancha de acceso. Miraron los tres hombres hacia el tambucho, y Vezzani cogió el revólver.
—Hay alguien ahí —dijo Bayard.
A menudo, las cosas decisivas ocurrían en pocos segundos. Por adiestramiento y por carácter, Falcó estaba dotado para reconocerlas, o intuirlas. De modo que actuó en consecuencia. No hubo cálculo ni reflexión por su parte una vez lanzado el primer impulso. Llevaba casi una hora acechando la oportunidad.
Que hubiese alguien afuera, como había dicho Bayard, o no lo hubiese, resultaba irrelevante. Lo que contaba era la ocasión: los tres hombres distraídos un momento, en especial el que empuñaba el arma. Falcó tenía ese brevísimo tiempo disponible, y no desaprovechó la ocasión. El resto fue una sucesión de acciones casi automáticas. Una coreografía metódica y rigurosa. Rutinaria.
Lo primero fue la botella. Había calculado ya, casi desde el principio, la distancia que la separaba de su mano derecha, y la agarró por el gollete en el mismo movimiento que hizo para incorporarse de la silla.
Lo segundo fue apartar a Bayard de un empujón, porque Vezzani era el primer objetivo. Vezzani y, por supuesto, su pistola. Dio dos pasos rápidos hacia el corso, botella en mano, y al advertir que no llegaría a tiempo, pues aquél ya se revolvía con el cañón del revólver buscándolo, salvó el último espacio que los separaba arrojando la botella contra su cara. Ni siquiera se detuvo a comprobar el efecto, pues cuando el vidrio se rompió en la frente del otro, arrancándole un aullido de dolor, él ya estaba precipitándose hacia el revólver que caía al suelo, para alejarlo con una patada que lo echó bajo la mesa.
Fue Petit-Pierre quien de los otros atacó primero. El guardaespaldas embestía con la cabeza baja, empujada por el torso poderoso; pero Falcó ya se había visto en situaciones semejantes, y además el espacio de la camareta era escaso para que el enemigo adquiriese suficiente impulso. Así que pudo recibirlo con un codazo entre los ojos, que lo frenó en seco, y luego con un puñetazo en la sien, que resonó fuerte, a Falcó le lastimó los nudillos y al francés le puso los ojos en blanco. Cayó éste de rodillas, desmadejado, manoteando en busca de algo donde apoyarse. Falcó lo dejó intentarlo porque ya no era peligroso, y porque ahora su atención se dirigía a Bayard; que, a cuatro patas, gateando bajo la mesa, buscaba el revólver. O para ser exactos, acababa de encontrarlo.
Es suficiente por esta noche, se dijo Falcó. Dos de tres no es mala cifra. Así que se abalanzó por la escala hasta el tambucho, abrió éste de una patada y salió a la cubierta de la gabarra y a la noche, dispuesto a correr por la plancha hasta el muelle y perderse en la oscuridad.
Estaba a punto de hacerlo cuando una sombra se interpuso en su camino y otra se movió con celeridad hacia su espalda.
Recibió el golpe en la nuca. Primero fue un estallido de lucecitas minúsculas que acribillaron sus retinas. Y luego, nada.
Espero no acabar en el agua, pensó.
Perdió la consciencia mientras caía en un pozo profundo y oscuro.