17. Una conversación
Había un hombre sentado cerca cuando abrió los párpados: un rostro iluminado a medias por la luz aceitosa del quinqué, pues de nuevo se encontraba Falcó en el interior de la gabarra. Unos ojos negros y vivos lo miraban con atención cuando volvió de la oscuridad y parpadeó aturdido. Estaba tumbado boca arriba, en el suelo. La nuca le dolía hasta los hombros, con los músculos del cuello agarrotados, y cada latido de la sangre en la sien derecha le causaba un malestar terrible, cual si el pulso repercutiera en los más remotos pliegues del cerebro. Al moverse por primera vez, llevándose una mano torpe a la cabeza, emitió un gemido. Sentía náuseas.
—Ha tardado en volver —dijo el desconocido—. Le dieron fuerte.
Hablaba español con un vago acento extranjero. Estaba sentado en una silla y fumaba un cigarrillo. Desde el suelo, Falcó observó su cara: bigote, nariz afilada, frente con profundas entradas en un pelo ya escaso. Mediana edad. Vestía un traje cruzado, con corbata, y parecía pequeño y fuerte.
—¿Cómo se encuentra?
Falcó se tocó la sien dolorida, sin responder. Luego intentó incorporarse, pero el movimiento le arrancó otro quejido. Apoyó de nuevo la cabeza en el suelo de tablas de la camareta.
—Quizá deba quedarse así un rato más —dijo el hombre.
Sin hacerle caso, Falcó hizo otro intento por levantarse. Esta vez el otro se inclinó sobre él, ayudándolo a ponerse en pie y ocupar una silla junto a la mesa. La ropa del extraño olía a bolas de naftalina y a humo de tabaco.
—Necesito algo para el dolor de cabeza —dijo Falcó, palpándose los bolsillos.
Poco a poco iba recobrando la normalidad. Con movimientos todavía aturdidos, sacó el tubo de cafiaspirinas, cogió dos comprimidos y miró alrededor en busca de algo para ingerirlos, pero sobre la mesa sólo había dos vasos. Vio los restos de la botella rota en el suelo, al pie de la escala que llevaba a cubierta. Alguien los había barrido, retirándolos a un rincón.
—Espere —dijo el hombre.
Había ido hasta la alacena. Cogió una pequeña garrafa, retiró el corcho y olió su contenido. Después regresó con ella a la mesa y llenó uno de los vasos, entregándoselo a Falcó.
—Vino blanco —dijo—. Puede valer.
Falcó se tragó las dos pastillas con un largo sorbo y respiró hondo. El hombre había vuelto a sentarse frente a él.
—¿Dónde está Bayard? —preguntó Falcó.
—Se ha ido.
—¿Y los otros dos?
—También.
—¿Adónde?
El hombre había sacado una petaca de cigarrillos ya liados, tomando uno que encendió con la colilla del anterior. Dejó caer ésta en el otro vaso.
—A usted no le importa adónde.
Puso la petaca sobre la mesa, entre él y Falcó, como si lo invitara a coger un cigarrillo.
—Han salido de su vida —añadió—, y ya no volverán a aparecer en ella.
Falcó no miraba la petaca, sino a él.
—¿Qué hace aquí?
—Arreglo asuntos pendientes —el extraño encogió los hombros con lasitud—. Mi trabajo incluye arreglar esa clase de asuntos.
—¿Y quién es usted?
No hubo respuesta. El hombre se limitaba a fumar, apoyado un codo en la mesa, sin dejar de mirarlo. Al cabo de un momento volvió a encoger los hombros.
—Tengo curiosidad por averiguar qué papel exacto ha jugado en esta historia, pues sólo puedo imaginar una parte.
Ni parpadeó Falcó. Soportaba impasible el examen.
—No sé a qué historia se refiere.
Dejando escapar una bocanada de humo, el otro sonrió por primera vez. Era la suya una sonrisa suave y educada.
—No pretenderá hacerme creer que estaba en conversación amistosa con Leo Bayard —comentó—. No parecía ése el ambiente cuando llegamos.
No añadió quiénes al plural. Estaban solos en la camareta, así que Falcó supuso que había más en la cubierta, o en el muelle. El golpe en la nuca se lo había dado un experto. Aquel hombre lo era, seguramente, pero no en tal clase de actividades. O eso imaginó. Le habría sorprendido mucho que actuara solo.
—Una historia curiosa, la de Bayard —apuntó el otro—. Nadie lo imaginaría, ¿verdad?... Un hombre como él, intelectual destacado, héroe de la guerra de España. Y resulta que estaba en connivencia con los fascistas. A sueldo de ellos, incluso. Vivir para ver.
Se quedó mirando la brasa del cigarrillo, reflexivo. Después dejó caer la ceniza en el vaso.
—Qué sorpresas da la vida, ¿no le parece? —añadió.
Asentía Falcó. Su dolor de cabeza comenzaba a atenuarse.
—Me lo parece.
—Al principio tuve mis dudas, lo confieso... Pero ciertos conocidos míos, incluso superiores jerárquicos, no dudaron en absoluto. Bayard es un traidor a los suyos, afirmaron. Se les habían suministrado pruebas contundentes de ello, y las creyeron... Yo, si he de serle sincero, no las creía del todo.
Se detuvo otra vez. Contemplaba aún con más fijeza a Falcó, y éste comprendió que aquellos ojos podían llegar a ser extremadamente duros.
—Y sigo sin creerlas —concluyó.
Falcó, cada vez más despejado, ataba cabos. Poco a poco, todavía con lentitud, las piezas iban situándose en el lugar adecuado. El problema era que ese lugar no tenía nada de tranquilizador para él.
—Sin embargo, recibí órdenes —estaba diciendo el extraño—. Ocuparme de este asunto, como le dije antes... Y bueno, ya me ve. Ocupándome.
Pasó otro tren por el viaducto del río. Trac, trac, trac, sonó en la distancia. El hombre pareció prestar atención un instante, chupando el cigarrillo. Después miró de nuevo a Falcó.
—Su presencia aquí me aclara las ideas. En el cuarto de hora que he pasado observándolo mientras estaba inconsciente tuve tiempo para pensar. Y ha sido una reflexión de provecho.
—¿Qué pasa con Bayard? —preguntó Falcó con brusquedad.
—Ya le dije que se ha ido —el otro dejó caer ceniza en el vaso con mucha flema—. Ha desaparecido en el océano proceloso de la vida, me temo.
Golpeó con un dedo la petaca, instando a Falcó, pero éste rechazó la oferta con ademán fatigado. No tenía aún la cabeza para fumar. El hombre jugueteó un momento con ella antes de guardársela.
—Dudo que vuelva a saberse de él —prosiguió—, al menos en su aspecto físico... Quizá haya desertado a la Alemania nazi, o a la España fascista con la que estaba en acuerdo secreto. Tal vez vaya camino de Italia, de Suiza o de Sudamérica, para disfrutar del dinero ganado con su aparente doble juego. O quizá lo lleven a la Unión Soviética para rendir cuentas... ¡Quién sabe! —de nuevo la misma sonrisa educada y suave—. Sería interesante saber qué opina usted.
—¿A qué se refiere?
—Hablo de Bayard en la Unión Soviética.
—Dudo que llegue tan lejos.
El otro se quedó inmóvil un par de segundos, observándolo con renovado interés.
—No me engañaron —dijo al fin—. Es usted, entre otras cosas, un hombre perspicaz —seguía mirándolo, penetrante—. Que esto quede entre nosotros, pero yo también lo dudo. ¿Imagina un interrogatorio en la Lubianka, o un proceso en Moscú?... Podría estropear la versión oficial y eso causaría algún desconcierto. Éstos, por desgracia, no son tiempos para matices.
Falcó empezaba a comprender con más claridad.
—Supongo que está muerto a estas horas —aventuró.
—Qué más da... Se sabe ya de él cuanto es oportuno saber. Ha hecho su papel, y dentro de un rato los periódicos y las agencias de noticias pondrán su nombre en los titulares —ahora su gesto era sarcástico—. ¿No se trataba de eso?... El resto de la historia, sea cual sea la verdad o la mentira, ya no interesa a nadie.
Había consumido el cigarrillo hasta casi quemarse las uñas. Dio una última chupada y lo dejó caer dentro del vaso, con la otra colilla.
—¿Qué tal se encuentra?
No había ironía en la pregunta. Asintió Falcó.
—Algo mejor —repuso—. Y preguntándome por qué sigo vivo.
—Sí —aquello parecía darle al otro en qué pensar—. Es una pregunta pertinente, supongo... De estar en su lugar, yo también me la haría.
Se había puesto en pie. Era ancho de espalda pero de baja estatura, confirmó Falcó. La chaqueta cruzada le estaba estrecha en los hombros. No parecía ir armado.
—Aún tiene mal aspecto. Le irá bien tomar un poco el aire —se puso un gabán de cuero sobre los hombros y señaló la escala—. ¿Damos un paseo, señor...?
Dejó la frase en el aire, indeciso. Falcó se había levantado también, con precaución por si las piernas no lo sostenían. Aun así le llevaba un palmo de estatura al otro, pero éste no parecía intimidado.
—¿Cómo prefiere que lo llame?... ¿Señor Gazán? ¿Señor Falcó?
—Llámeme como quiera.
—Falcó, entonces. Al fin y al cabo, con ese nombre figura en mis archivos. A mí, si quiere, puede llamarme...
—Pablo —lo interrumpió Falcó—. Imagino que puedo llamarlo Pablo.
El Sena corría silencioso, parecido a una brecha negra al pie del muelle de adoquines húmedos por el relente de la noche. Los dos hombres paseaban en la oscuridad, bajo las hojas de los árboles que la espesaban. La única luz era una farola lejana que iluminaba un arco del puente.
—Son momentos difíciles —resumió Kovalenko.
Falcó todavía analizaba el hecho de hallarse en compañía del jefe de los servicios de inteligencia soviéticos para España. Y sobre todo, lo insólito de que él mismo siguiera vivo, en vez de ser un cuerpo arrastrado por la corriente.
—Difíciles y complicados —insistió el ruso.
Había estado hablando en el mismo tono tranquilo y suave que antes mientras bajaban por la plancha de la gabarra y caminaban por el muelle en sombras. Al principio había hecho algunos comentarios banales sobre la situación en España, el ambiente en la retaguardia, las disputas políticas en Valencia, el desorden republicano que ponía en peligro el desarrollo de la guerra. Nada que Falcó no supiera, así que éste seguía aguardando.
—Se preguntará por qué aún está vivo.
Se volvió Falcó a mirar atrás, hacia los guardaespaldas que los seguían a distancia: dos bultos callados y anónimos que se mantenían lo bastante lejos para no oír la conversación. Sin duda debía a uno de ellos el dolor en la nuca, lo que no lo sorprendió nada. Rusos o españoles, si escoltaban a Kovalenko eran gente selecta. Agentes rojos de élite, con disciplina y adiestramiento.
—Es una de las muchas preguntas que me hago —admitió.
—Unas tendrán respuesta, y otras no. ¿Me entiende?
—Sí.
Dieron unos pasos en silencio, casi hombro con hombro.
—Me hablaron de usted —el ruso hizo una breve pausa, antes de proseguir como para adelantarse a cualquier comentario—. Quien lo haya hecho no viene de momento al caso.
Se hallaban bajo la sombra cerrada de los árboles, pero Falcó supo que el otro lo miraba.
—Su camino se ha cruzado varias veces con el de mi gente —añadió éste—. Sé mucho de usted. De sus actuaciones, de su carácter, de sus superiores... ¿Es cierto que a su jefe lo llaman el Jabalí?
Falcó no respondió. Habían salido a una zona donde llegaba la claridad lejana de la farola. Se acercaban al túnel bajo el puente del ferrocarril, y miró con aprensión el arco oscuro. Con disimulo dirigió un vistazo sobre el hombro a los guardaespaldas, calculando distancias y posibilidades.
—Creo que están ustedes unificando los servicios de inteligencia, y es una medida prudente —seguía diciendo el ruso—. Ojalá ocurriese en el lado gubernamental. No se puede figurar nuestros esfuerzos, y cómo se estrellan con las divisiones y el odio de unos y otros. Si los republicanos dedicaran a ganar la guerra las energías que destinan a destruirse entre sí, los fascistas habrían sido aniquilados hace tiempo... ¿No cree?
—Es muy posible.
Estaban más cerca del túnel. Falcó volvió a mirar atrás con disimulo. Las dos sombras negras se mantenían a distancia, y Kovalenko no parecía obstáculo insalvable. El río era de nuevo una solución rápida, y el reloj que ahora llevaba en la muñeca izquierda era resistente al agua. Pero no le apetecía remojarse por segunda vez. Y menos en plena noche.
—Imagino que usted y quienes lo mandan están al corriente de lo que sucede en Moscú —dijo Kovalenko—. Los procesos a traidores y todo eso.
—Algo me ha llegado.
También para la Unión Soviética, insistió el ruso, eran tiempos difíciles. Había grandes cambios y no resultaba fácil distinguir a los amigos de los enemigos. Cada día se daban sorpresas nuevas: saboteadores que confesaban, infiltrados, adversarios del pueblo y casos parecidos. Muchos agentes eran llamados a Moscú, y a veces no regresaban. Desaparecían en las cárceles y campos de trabajo.
—Sé que no le revelo ningún secreto —concluyó—. Eso está ocurriendo con nuestro personal en toda Europa. Ni a mí me cuentan qué es de ellos, aunque puedo suponerlo.
Falcó escuchaba ahora con más interés. Había dejado de hacer cálculos de supervivencia y prestaba atención a lo que el otro decía. Esa clase de confidencias quedaba fuera de lugar, decidió. No era usual que el jefe de la inteligencia soviética en España se sincerase con un agente del otro bando.
—Gente como nosotros —estaba diciendo Kovalenko—, cada cual en su nivel, tiene que andar con pies de plomo. Y no sólo en lo que decimos, sino también en los gestos que hacemos, pues siempre hay alguien que transmite a Moscú su interpretación personal. Un chiste sobre Stalin puede hacer que una familia entera sea deportada a Siberia.
—Creía que, por el cargo que ocupa, usted estaba a salvo de todo eso.
—¿Lo creía? —Kovalenko pareció reír quedo. La luz lejana de la farola iluminaba apenas su rostro—... ¿Puede su jefe, por ejemplo, hacer un chiste sobre el general Franco?
—No es su especialidad.
—Soy un veterano fogueado en toda clase de guerras externas e internas. Planeé misiones, recluté y entrené a agentes, perseguí a linterniks condenados a muerte. Estoy condecorado con la Orden de Lenin, la Bandera Roja y la Estrella Roja. Serví al GPU como ahora al NKVD, sobreviviendo donde otros no pudieron... ¿Quiere saber algo curioso?
Se habían detenido justo delante del túnel. De reojo, Falcó comprobó que las dos sombras que los escoltaban se habían detenido también.
—Que yo sepa —añadió el ruso—, todos mis jefes hasta la fecha, desde que me uní al Ejército Rojo en 1917, han desaparecido en sucesivas purgas. Acusados de las cosas más absurdas, pero ya ve... Como dice el camarada Stalin, donde hay un hombre puede haber delito.
Eva Neretva, concluyó inquieto Falcó. Este fulano está dando vueltas de lejos en torno a ella, aunque no comprendo exactamente para qué. Volvió a mirar el agujero del túnel y el cauce negro del río. Seguía preguntándose dónde estaba la trampa.
—Altos mandos del ejército, héroes de la revolución y la guerra civil, veteranos del partido. Y ahí los tiene, fíjese, ante los jueces, confesándose enemigos del pueblo, espías extranjeros... Soy casi el único de los viejos tiempos que sigue libre o vivo.
Falcó escuchaba tenso, algo desconcertado. Atento a cada palabra y cada matiz. El tono confidencial y apacible de Kovalenko no le hacía perder de vista que ese individuo, la sombra apenas iluminada que se mantenía a su lado con tranquila naturalidad, dirigía una poderosa organización de agentes políticos y asesinos. Y que dos de ellos estaban allí mismo, una docena de pasos a su espalda.
—Hace unos días recibí dos instrucciones de Moscú. Una era liquidar físicamente a Leo Bayard, sobre quien mis superiores han recibido lo que ellos llaman pruebas incontestables: desviacionismo trotskista, colaboración con potencias extranjeras, cuentas en Suiza y otros detalles que usted conoce.
—¿Qué le hace suponer eso? ¿Que los conozco?
De nuevo sonó la risa queda del otro. Por el brillo de los ojos, Falcó comprendió que lo estaba mirando con fijeza.
—No ofenda mi inteligencia. Además, no disponemos de mucho tiempo. El caso es que recibí, como digo, dos órdenes casi simultáneas. Una era zanjar el asunto Bayard... La otra era viajar a Moscú, y eso ya no suena bien. En el contexto de cuanto he dicho antes, la orden de presentarse allí no es algo que tranquilice a ningún soviético, sea cual sea su rango.
—Dudo que usted...
—Déjeme las dudas a mí y limítese a escuchar —aunque bajaba la voz, el tono se había vuelto seco—. No damos este paseo para que yo oiga su opinión, que como dicen ustedes los españoles me importa un pito, sino para que escuche lo que tengo que decir... ¿Entiende?
—Entiendo.
—Pues bien. Ese «vuelve a casa, camarada, que tenemos que hablar», que es en resumen la instrucción que recibí, no me hizo el hombre más feliz del mundo. Soy demasiado veterano para picar el anzuelo... Puede que en Moscú sólo pretendan conversar, pero también que hayan decidido incluirme entre los que acaban confesando cualquier cosa a cambio de salvar a su familia o tener una muerte rápida.
Se detuvo Kovalenko un momento. O más bien fue una pausa larga, deliberada. Casi teatral.
—¿Tiene usted familia? —preguntó al fin.
—No me acuerdo.
—Yo tengo una hija.
—Ah —Falcó miró al ruso con renovada curiosidad—. No lo sabía.
—Pues ahora ya lo sabe... Es mi única hija y está en un sanatorio suizo. Padece de los pulmones. Su madre falleció y la cuida una hermana mía.
—Comprendo.
—Tras mucho pensarlo tracé un plan. Ejecutar el asunto Bayard, pero no pensando en mis jefes.
—Pues eso ya no lo comprendo.
—Lo hará en seguida. Mi impresión es que se trata de un montaje organizado por ustedes y por los nazis. Con la colaboración de otros servicios.
—¿Por qué entonces ha actuado contra Bayard?... Pues lo ha hecho, ¿no?
Un silencio. Quizá Kovalenko estaba derribando la última barrera de dudas. Por un breve instante, y por primera vez, pareció indeciso.
—Por una parte —dijo al fin— gano tiempo con mis superiores de Moscú. Por otra, ofrezco algo a terceros. Hago un regalo de buena voluntad.
—¿A quiénes?
—A usted... A sus jefes.
Un tren cruzó con estrépito sobre el puente. Falcó aguardó a que se alejara el ruido. Estaba atónito.
—¿Está diciendo que quiere pasarse?
La claridad lejana iluminó el escorzo del ruso cuando se volvió ligeramente a mirar atrás, en dirección a los guardaespaldas que se mantenían a distancia. Y de nuevo bajó la voz al hablar.
—Me gusta más la palabra desertar... Pero sí. Ésa es la idea, aunque lo resuma de una forma demasiado simple.
—¿Y por qué a nosotros?
—De los nazis no me fío, pues son capaces de entregarme a la Unión Soviética a cambio de cualquier cosa. Y los italianos no me gustan. Inglaterra es demasiado húmeda, y los pulmones de mi hija no soportarían el clima. Además, el sanatorio suizo es muy caro.
Con notable esfuerzo, Falcó intentaba encajar todo aquello. Situarlo en el terreno de lo que era posible creer. Por su parte, expuesto el punto principal, Kovalenko parecía dispuesto a ayudarlo. A facilitar el análisis.
—España es perfecta para mí —apuntó—. Me refiero a la del bando franquista, por supuesto. Como dije antes, la República va a perder. Le doy un año como mucho, o tal vez llegue a dos. He estado diez meses allí y sé de qué hablo.
—Me sorprende oír eso. Le suponía más fe en la victoria final: una España comunista y proletaria.
Chasqueó el ruso la lengua con desaliento.
—Sus compatriotas son refractarios a demasiadas cosas. Ni el fascismo ni el comunismo calan de verdad en ellos; he visto allí más oportunistas que gente con ideas firmes... Sólo el anarquismo encaja con su carácter, y eso los hace imprevisibles y peligrosos. Incluso los más disciplinados ignoran la palabra disciplina. Eso no les impide morir dignamente, como formidables guerreros que son... Aunque, para su desgracia, seguirán siendo siempre españoles.
Tras decir eso, se volvió a los escoltas y emitió una orden en ruso: imperativo brusco de alguien acostumbrado a que lo obedecieran de inmediato. Después apoyó una mano en el brazo de Falcó y lo condujo a través del túnel, sin otro ruido que sus pasos resonando en la oquedad. Sin despegar los labios hasta llegar al otro lado y comprobar que los guardaespaldas habían quedado atrás.
—Quiero que ustedes se ocupen de todo —dijo—. De asegurar mi vida y la de mi hija. A cambio, imagine cuánto puedo contar sobre la República. Las informaciones valiosas que poseo: listas de agentes, estructura de los servicios gubernamentales, intrigas varias, voluntarios extranjeros, armamento, relaciones entre comunistas, socialistas y anarquistas... ¿Se hace idea de lo que ofrezco?
Falcó no tenía la menor duda.
—Me la hago —asintió—. Oro puro, desde luego.
—Sí. Es exactamente eso.
—¿Y qué más espera?
Había un poco de luz a ese lado del túnel. Dos farolas de una calle cercana y reflejos amarillentos en los adoquines húmedos. Eso definía algo mejor las facciones del ruso, afilándole la nariz y perfilando su cabeza casi calva. La línea oscura del bigote, en vez de darle personalidad, contribuía a anularla. A Falcó le parecía un rostro de funcionario, de los que se hallaban tras la ventanilla de un banco o una oficina cualquiera. Una cara que de inmediato uno podía olvidar.
—Cuando haya satisfecho la curiosidad de los servicios de inteligencia fascistas, he pensado en Sudamérica, o tal vez los Estados Unidos. Con mi hija, claro.
—No sé si van a pagarle mucho, pese a todo. Mi gente es más bien tacaña.
—No me preocupa eso. Soy hombre precavido y reuní algunos ahorros. Lo que quiero es protección e infraestructura para la fase inicial.
—E inmunidad, imagino.
—Ah, claro. Bastante tendré con cuidarme de los agentes soviéticos que manden tras de mí, para además mirar sobre el hombro respecto a nazis y fascistas. Sólo un enemigo a la vez, a ser posible.
Se quedó callado un momento. Miraba hacia el túnel y parecía pensativo.
—Después ya será cosa mía —dijo al fin, lentamente—. Y, bueno. Tal vez hasta escriba mis memorias.
—Acabarán encontrándolo, tarde o temprano.
—Puede ser, pero tomaré precauciones. Si el camarada Stalin me deja en paz, dentro de lo que cabe, yo me guardaré ciertas cosas que conozco sobre él y otros: pecadillos de juventud y cosas así... Son muchos años entre ellos, ¿sabe?
Hizo Falcó un ademán indiferente.
—Usted sabrá lo que hace.
—Le aseguro que lo sé. Y en resumen, ésa es la respuesta a su pregunta de antes. Por eso sigue vivo y no hace compañía a Bayard: para que transmita con urgencia cuanto acabo de contarle, discretísimamente y sólo a su jefe... Sólo al Jabalí, recuerde —de nuevo se le endurecía el tono—. Y éste, sin intermediarios, al general Franco.
Había sacado de un bolsillo una tarjeta, poniéndola en manos de Falcó.
—Bastará una llamada a este número telefónico de París, donde recibirán las instrucciones oportunas —añadió—. Tienen ustedes cuarenta y ocho horas.
—Aceptarán, sin duda.
Kovalenko sacó la petaca, se puso un cigarrillo en la boca y volvió a guardarla.
—Oh, sí —comentó, displicente—. Claro que lo harán.
Había rascado una cerilla y protegía la llama en el hueco de las manos. Eso iluminó su rostro demacrado, los ojos vivos y negros que observaban a Falcó.
—Una pregunta más —dijo éste—. ¿Por qué yo?... ¿Por qué me ha elegido a mí para hacer de intermediario?
El otro apagó la cerilla sacudiéndola en el aire.
—¿Cómo está su dolor de cabeza?
—Se me ha pasado.
—Va ligero de ropa... ¿Tiene frío?
—No demasiado.
Kovalenko señaló un banco de madera situado en la orilla del muelle.
—Me alegro, porque su última pregunta es oportuna. Todavía no hemos terminado de hablar.
No se habían sentado en el banco porque estaba húmedo. Permanecían de pie ante la franja ancha y oscura del Sena, donde se reflejaban las luces de la otra orilla y los faros de automóviles que circulaban por la carretera de Versalles.
—Sé mucho sobre usted —dijo Kovalenko—. Tal vez sea el agente fascista al que mejor conozco.
Miró a Falcó mientras éste abría la pitillera y con un clic del encendedor prendía un cigarrillo.
—Supongo que imagina cuál es mi fuente —dijo el ruso.
No respondió Falcó a eso. Siguió fumando, callado, cosa de medio minuto. Cuando al fin habló, lo hizo sin mirar a su interlocutor.
—¿Ella regresó a Moscú?
—Sí. Cumplió las órdenes, que en ese momento también eran mías... Fue a dar cuenta del fracaso de su misión en Tánger.
—¿Era necesario?
—No sé si lo era. Pero sé que era inevitable.
Estuvieron un rato en silencio, fumando mientras miraban el río y las luces de la otra orilla.
—Yo estaba en Marsella y fui a esperarla —dijo de pronto Kovalenko—. Nos reunimos allí. Toda una tarde y una noche de conversación. De interrogatorio.
—De interrogatorio —repitió Falcó pensativo, situando la palabra.
—Eh, no lo interprete mal. Fue una conversación tranquila, nada intimidatoria por mi parte... Al terminar le dije cuáles eran las órdenes. Viajar a Moscú. Y en ningún momento las cuestionó —hizo una pausa y la brasa del cigarrillo brilló al llevárselo a la boca—. Ya sabe cómo era.
—¿Cómo era, o cómo es?
Pese a las sombras, Falcó advirtió que el ruso encogía los hombros.
—Le dije que debía ir a hacer su informe personal, que ésas eran las instrucciones. Y ni pestañeó. Usted la conoció y sabe a qué me refiero. Me escuchó sin objetar nada y asintió. Disciplinada y fría.
—¿La previno de los riesgos del viaje?
—No hizo falta. Los conocía muy bien. Nadie la engañó, y tampoco se engañaba a sí misma. Nunca lo hizo.
—Es cierto.
—La dejé sin vigilancia durante todo un día, hasta que arreglamos su pasaje para la Unión Soviética. Había sido mi mejor agente, y creí que se lo debía. No lo tome por un indicio de debilidad.
Las últimas palabras hicieron sonreír a Falcó. Una mueca turbia.
—Nunca se me habría ocurrido tomarlo así.
—Ella lo merecía, ¿comprende?
—Perfectamente.
—Le di esas veinticuatro horas y no las aprovechó para desaparecer. Se presentó impasible, sin una objeción. Sin una protesta. Embarcó en el Zhdanov rumbo a Bakú, y eso fue todo.
—¿Volvió a verla?
—No.
—¿Qué sabe de ella?
—Nada —Kovalenko hizo una breve pausa—. El Centro de Moscú confirmó su llegada. Eso es todo.
—¿Sigue viva?
—Lo ignoro. Y le estoy diciendo la verdad.
—¿No se ha interesado por ella?
—En caso de que las cosas hayan ido mal, eso no mejoraría su suerte, pero podría empeorar la mía. Es más sensato mantenerme lejos.
—Ya.
—Más prudente.
—Comprendo.
—Sí. Seguro que lo comprende.
La luz verde de una gabarra ascendía río arriba, y al poco llegó el sonido del motor.
—Hay una ley matemática en nuestro oficio —dijo Kovalenko tras un momento—. Los que tienen patriotismo, fe y valor siempre pierden al final mucho más que los que no los tienen.
Se quedaron mirando la forma negra que se deslizaba frente al muelle hasta que la luz verde dio paso a la blanca de popa.
—El último día me contó algo más sobre usted —concluyó el ruso mientras la embarcación desaparecía tras un recodo del río—. Detalles sobre la operación para liberar al jefe de la Falange, pormenores de lo de Tánger... Siempre lo mencionaba con una curiosa frialdad, casi excesiva. Con un respeto envuelto en una especie de distanciamiento técnico que resultaba muy interesante. Eso me llevó a preguntarle por qué no lo había matado.
—Lo intentó.
—Sí. Eso mismo dijo ella.
Kovalenko dio una última chupada al cigarrillo y lo arrojó al río.
—Es curioso lo de las mujeres, ¿verdad?... No es la única en estas historias que llevamos a medias usted y yo.
Aquello descolocó a Falcó. Era inesperado.
—¿A qué se refiere?
Las luces de la otra orilla hacían relucir la mirada del ruso. Estaba vuelto hacia él y tardó un poco en responder.
—Ella dijo que es usted un buen agente —comentó al fin—. Pero creo que por algún motivo lo sobrevaloró un poco. ¿Nunca se ha preguntado cuál es el papel de Eddie Mayo en el asunto Bayard?
—No he tenido motivos. En realidad...
—¿Tampoco el Jabalí le ha dicho nunca nada?
—En absoluto —dudó, intentando recordar—. ¿Qué debía haberme dicho?
—¿Estaba usted al corriente de que los servicios de inteligencia británicos han colaborado en el asunto Bayard, confirmando falsos informes?
—Algo de eso sé, en efecto.
—Los ingleses, con su habitual cinismo, juegan a la neutralidad; pero bajo cuerda hacen su propio juego. Hitler les parece un modelo de resurgimiento nacional, y están más interesados en recobrar los créditos que le concedió la City que en escuchar los tambores de guerra... Simpatizan con los fascistas y echan una mano cuando pueden, o les conviene.
—¿Y?
—Esta vez les convenía.
Dicho eso, Kovalenko giró sobre sus talones y caminó despacio, de vuelta hacia el túnel. Falcó, desconcertado, arrojó su colilla al río y se quedó mirando al ruso. Al fin reaccionó y fue detrás; y al llegar a su altura, el otro dijo:
—Eddie Mayo trabaja para el MI6.
Se detuvo Falcó en seco, cual si hubiera topado con una barrera invisible.
—No me lo creo.
—Pues créalo —Kovalenko se había detenido también—. Ya lo hacía el año pasado, cuando fue a fotografiar la guerra de España... Ignoro si su relación con Bayard ha sido sincera o profesional, pero durante todo este tiempo ha estado informando sobre él a los servicios secretos británicos, que a su vez han compartido ciertos datos con españoles y alemanes.
Falcó seguía inmóvil. Las últimas piezas sueltas encajaban ahora con precisión, y se sentía absolutamente estúpido.
—Creo que ella ha sabido siempre —dijo Kovalenko—, o sospechado al menos, que usted era un agente fascista.
Reflexionaba Falcó sobre eso. Precisamente sobre eso.
—Eso explicaría ciertas cosas —concluyó—. Ciertas actitudes —alzó la mirada del suelo barnizado de humedad hacia su interlocutor—... ¿De verdad cree que mis superiores estaban al corriente?
—No me cabe duda.
Entraron en el túnel. De nuevo el ruido de pasos en la oquedad.
—Creemos saberlo todo sobre las mujeres, y ya ve —dijo Kovalenko—. De pronto las miramos con más atención y lo que vemos nos hiela la sangre.
Al fin, Falcó se decidió a hacer la pregunta:
—¿Cómo queda Eddie después de lo de Bayard?
—Me temo que no queda de ningún modo.
El otro lo había dicho en tono neutro. Sin matices. No volvió a despegar los labios hasta que salieron del túnel. Los dos guardaespaldas esperaban disciplinados, inmóviles bajo la sombra más oscura de los árboles. Allí donde se habían quedado.
—Hay un punto de mi reputación que debemos tener en cuenta —comentó Kovalenko—. Todo el mundo ha creído estarnos engañando a los soviéticos, ¿comprende?... O más bien a mí en particular. Ustedes, los nazis, los británicos... Yo puedo estar haciendo mi propio juego, pero no me gusta que me tomen por tonto. Es una cuestión de respeto.
Seguía hablando en tono impersonal, desprovisto en apariencia de matices o sentimientos. Era la suya una objetividad opaca. Y eso, pensó Falcó, la hacía aún más siniestra que las palabras pronunciadas.
—Alguien tenía que pagar —prosiguió el ruso con la misma calma—. O, al menos, servir como prueba de que no me he estado chupando el dedo. Lo de Bayard está resuelto a satisfacción de todos. Y a usted, acabo de explicárselo, lo necesito vivo. De mensajero.
Se había detenido cortándole el paso, como si lo invitara a no seguir adelante y quedarse allí. Falcó recorrió despacio la silueta menuda y dura, perfilada por un escorzo de claridad lejana. Los ojos, relucientes en la penumbra, tenían un brillo despiadado. Duro y mortal.
—Se trata de reputación, como le digo —añadió Kovalenko tras un instante—. Un simple asunto de respeto entre servicios. Pero yo no tenía mucho donde elegir... Así que, descartado usted como chivo expiatorio, sólo me quedaba Eddie Mayo.
Dicho eso, se alejó seguido por los otros dos. Y las tres sombras se perdieron en la noche.
—¿Qué ocurre? —preguntó Falcó al conductor.
—No lo sé, señor. El paso está cortado.
Pagó los seis francos que marcaba el taxímetro, más uno de propina, y bajó del automóvil, cuyos faros iluminaban otros coches detenidos más adelante hasta bloquear el tráfico. Dejando atrás el puente Saint-Michel, caminó por la acera junto al parapeto del río sobre los muelles, teniendo a la izquierda la Cité y las torres oscuras de Notre-Dame. Al otro lado de la calle, dos gendarmes desviaban a los transeúntes. Más allá del parquecito Viviani había un remolino de curiosos, y también vecinos asomados a las ventanas próximas. Eso le hizo acelerar el paso, inquieto.
—No pueden pararse aquí —decía un gendarme.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó Falcó.
—Circule... He dicho que circulen.
Siguió adelante, mirando a la derecha. Frente a la casa de Eddie Mayo había más uniformes oscuros y bailar de linternas. Entonces vio el cuerpo en el suelo, a un lado del asfalto. Estaba cubierto por una manta. Quiso detenerse, pero otro gendarme lo empujó, malhumorado.
—¿Qué ocurre?
—Una mujer se ha tirado desde el cuarto piso. Circule.
Continuó andando entre la gente que comentaba el suceso. Lo hizo cada vez más despacio, acompasando el andar con los lentos latidos de su corazón. Algo más allá se detuvo apoyado en el parapeto de piedra, junto al puesto cerrado de un buquinista, y miró abstraído las aguas oscuras del Sena. Se trata de reputación, había dicho Kovalenko. Un simple asunto de respeto.
Torcía Falcó la boca en una mueca fatigada, que también era amarga y cruel, mientras se palpaba la ropa en busca de un cigarrillo.