5. Novelas y espías
La galería Hénaff estaba en la rue de Furstemberg y era pequeña y coqueta, con un gran escaparate que permitía ver casi todo el interior. Una veintena de fotografías hechas por Eddie Mayo colgaban de las paredes, enmarcadas en cristal. Eran, apreció Falcó, primerísimos planos de una brutal belleza, compuestos a base de luz cruda, escorzos, sombras y contrastes, y podían resumirse en dos palabras: sexo y carne.
—Formidable —comentó.
Tenía ideas muy básicas sobre arte fotográfico o cualquier clase de arte: las de todo el que hojease revistas ilustradas. Pero aquellas imágenes mostraban el cuerpo humano como un sugestivo laberinto de rincones por visitar y enigmas por resolver, animando a visitarlos y resolverlos. Falcó ignoraba qué clase de talento era ése, pero la autora lo tenía. Se volvió a mirarla y encontró la calma de sus iris azules fija en él, como si todo el tiempo hubiera estado acechando su reacción.
—Surreal-transexualismo —comentó Küssen, complacido, en tono de vendedor que pregona las virtudes de un producto.
Asintió Falcó, sosteniendo todavía la mirada de Eddie Mayo. Esos ojos ven las cosas así, pensó. Son los intermediarios entre una realidad física que late y respira, y sus imágenes congeladas en sal de plata. Sin embargo, ella o su mirada las vuelven carnalmente íntimas. Tan estimulantes.
—Me gustan mucho —dijo.
Siguió la mujer observándolo sin acusar el halago, y Falcó pensó que su frialdad ártica contrastaba de modo extraño con la intensa calidez de las fotografías. Al fin ella hizo una leve inclinación de cabeza, entre agradecida e irónica. Era Leo Bayard el que parecía más satisfecho de todos. Casi ufano.
—Es una mujer extraordinaria... Sus fotos son la mejor prueba.
En boca de Bayard, el elogio tenía algo de profesoral y condescendiente. Había pasado un brazo por los hombros de Eddie, atrayéndola hacia sí, y ella apoyaba su cabello rubio y lacio en él, dejándose hacer. Parecía más indiferente que sumisa; y Falcó dedujo, observándolos, que tal vez en aquel aparente amor había también algo de mutua adquisición social. De trofeo mundano.
—Nadie mira así —añadió Bayard, rotundo, cual si todo fuese obra suya.
—Ningún hombre lo hace, querrá usted decir —matizó Falcó.
Lo midió el otro con altivo interés, apartándose con dos dedos el mechón de la frente. Que lo contradijeran no era su costumbre.
—¿Perdón?
—Miran así todas... Otra cosa es que sean capaces de expresarlo —señaló a Eddie—. Ella lo hace.
—¿Y en qué basa esa afirmación?
Encogió Falcó los hombros con sencillez. La sonrisa simpática, mil veces practicada, restaba trascendencia a sus palabras.
—En siglos de silencio. Nadie gestiona el silencio como ellas... Tienen práctica biológica, supongo. Y eso les educa la mirada.
—Interesante —concedió el otro.
El azul ártico volvía a detenerse en Falcó. Eddie Mayo apartó la cabeza del hombro de Bayard.
—Parece que sabe de silencios de mujer —dijo.
—Apenas.
—Pues lo expresa bastante bien.
—Cuestión de sentido común —Falcó aparentó meditarlo un poco—. Sólo me pongo delante, y miro.
—¿Se pone delante?
—Sí.
—Y mira.
—Eso es.
El azul pareció fundirse ligeramente.
—¿Siempre se limita a mirar?
—No siempre. A veces también sonrío.
—Mira y sonríe.
—Sí.
Ella señaló una de las fotografías.
—¿Y qué ve en esa imagen, por ejemplo?
Falcó se volvió hacia la foto. En primerísimo plano, una boca de mujer mordía un gajo de naranja. La pulpa se deshacía entre los dientes y el jugo corría goteando hasta la barbilla.
—Trabajó usted con Man Ray, tengo entendido.
—Sí —repuso ella con naturalidad—. Fui su modelo y su amante.
—Ah.
—Con él aprendí fotografía.
—Claro.
—Pero eso nada tiene que ver con lo que le he preguntado —Eddie volvía a señalar la imagen de la boca de mujer—. ¿Qué ve en esa foto?
—Sexo.
—Ésa es la parte fácil. ¿Qué más ve?
—Desafío. Certeza... Peligro.
—¿Qué clase de peligro?
—Acercarse demasiado a esa boca y sus consecuencias... Olvidar, aunque sea por un momento, que el mundo es un lugar hostil.
—¿También eso le hace sonreír?
—A veces.
Un soplo de malicia rozó los labios de la mujer.
—¿Quizá porque tiene dinero y vive en Cuba, entre plantaciones de tabaco y cigarros habanos, lejos de toda clase de lugares hostiles?
—Podría ser.
—¿Y lo es, realmente?
—Perdón... ¿A qué se refiere?
—El mundo. Usted lo ha dicho... Un lugar hostil. ¿No?... Un escenario peligroso.
Bayard y Küssen asistían interesados al intercambio, sin abrir la boca. Falcó miró a Eddie, sin responder. Estaba yendo demasiado lejos, comprendió. La mujer le ponía cebos y él estaba a punto de tragárselos todos. Por alguna razón, ella desconfiaba. Sin embargo, su reticencia no era agresiva. Se limitaba a mantener la distancia, sometiéndolo a cierta forma de observación preventiva. Falcó ignoraba la causa. En cualquier caso, aquello no beneficiaba la maniobra. Hasta Küssen parecía darse cuenta. Los ojos inquietos del austríaco no dejaban de enviar mensajes de advertencia.
—Entiendo lo que él quiso decir —dijo de improviso Bayard.
Llevaba demasiado rato sin intervenir, y Falcó lo acogió con alivio. Küssen aprovechó el momento.
—Debes llevarte una de estas fotografías, amigo mío. No tienes excusa para no hacerlo.
Asintió Falcó, rendido a la evidencia.
—Tienes razón.
Miró alrededor hasta detenerse de nuevo en la boca mordiendo la pulpa de naranja.
—Creo que compraré ésta —miró a Eddie—. Si aún no está vendida.
Ella señaló el punto rojo pegado en el marco.
—Lo está, pero no importa. Puedo arreglarlo... Usted se la ha ganado.
Lo había dicho sin sonreír, inexpresiva, como si le diera igual que Ignacio Gazán, español residente en La Habana, comprase o no una de sus fotografías.
—Estupendo —dijo Küssen—. Pero te costará dos mil francos.
—Diantre.
—Es casi regalado. Te lo aseguro.
Sin hacer más comentarios, Falcó extrajo del bolsillo interior de la chaqueta la Sheaffer Balance verde jade y el talonario de cheques del Crédit Lyonnais que le había dado el Almirante en San Sebastián. Después, con ademán indiferente, se apoyó en la mesa de recibir y extendió uno.
—Colosal —con aire feliz, Küssen agitaba el cheque en el aire para secar la tinta—. Ahora deberíamos tomar todos una copa, para celebrarlo.
Al salir, Falcó observó que alguien los seguía a poca distancia, sin disimularlo: un tipo bajo y fuerte, con nariz de boxeador, corbata de punto y gorra de lana. Bayard, que lo vio volverse, sonrió tranquilizador.
—No se inquiete. Es Petit-Pierre, mi chófer.
—Y su guardaespaldas —apuntó Eddie.
—Estuvo conmigo en España, como mecánico de la escuadrilla. Antes sirvió en los batallones de África. Un buen hombre, fiel como un mastín.
—Demasiado —dijo la mujer.
Fueron a Montparnasse, al Dôme. La terraza bullía de gente como una sartén de patatas fritas, así que entraron a situarse en la barra, pidieron cocktails boston-flip y bebieron en grupo, fumando y charlando con animación mientras Petit-Pierre se quedaba en la puerta. En torno se oía hablar en varias lenguas, y Falcó pensó que, en aquellos tiempos agitados, esa babel internacional parecía organizada por una agencia de relaciones públicas norteamericana libre de complejos raciales o políticos. Como los cantos rodados de un torrente, refugiados y fugitivos de toda Europa, lejos temporalmente de las alambradas, las fronteras inciertas y los fusiles, se mezclaban allí con los turistas. A Falcó le gustaba el ambiente abigarrado de los cafés de París, donde tan frecuente era pasar inadvertido como, un minuto después, saludar a todo el mundo. También admiraba la dureza elegante de los camareros franceses, con sus dignos delantales largos y su talento para guardar las formas.
—No sé casi nada de cigarros habanos —comentó Bayard—. Sólo los fumo a veces... ¿Es muy grande la plantación de su familia?
—Razonable —respondió Falcó con aplomo—. Es una de las que allí llamamos vegas finas, cerca de San Luis. Al suroeste de La Habana.
—La clase de tierra será importante, ¿no?
—Desde luego. La planta es al cigarro lo que la vid al vino.
Bayard parecía realmente interesado.
—¿Es la suya una marca conocida?
—No tenemos vitola propia —sintió Falcó la mirada de preocupación de Küssen y sonrió con calma—. Estamos asociados con la familia Menéndez, que son parientes nuestros, para la marca Montecristo.
El austríaco parpadeaba, inseguro, emitiendo mensajes de alerta. Inquieto por el terreno que pisaba Falcó, hizo un par de intentos por cambiar de conversación; pero Bayard seguía interesado por los cigarros. O por Nacho Gazán.
—¿Qué habanos me recomendaría usted?
—De nuestra casa, sin duda un cosacos B o un pirámide del número dos —sin vacilar, ante el grato asombro de Küssen, metió una mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó un cigarro grueso, ofreciéndoselo a Bayard—. Como éste. Tiene un cepo respetable.
—¿Cepo?
—El grosor. Lo de pirámide es por esa punta afilada.
El otro lo aceptó con distinción, metiéndoselo en el bolsillo superior de la americana sin olerlo ni manosearlo. Falcó se había vuelto hacia Eddie Mayo.
—¿Fuma usted cigarros?
—A veces.
—No hay que tragarse el humo, como sabe. Es sólo cuestión de sabor y aroma.
—Claro.
Sacó Falcó otro cigarro. Un cosacos B.
—Quizá le apetezca éste —se lo ofreció tras horadar el extremo con un mondadientes que tomó de la barra—. El sabor es suave y el tamaño, razonable.
Con el cigarro en la boca, sin dar las gracias, ella se había inclinado hacia la llama que le ofrecía.
—¿Es verdad que los preparan mujeres, mientras una lee en voz alta? —preguntó tras las primeras bocanadas de humo.
Sonreía Falcó, guardándose el encendedor ante la muda admiración de Küssen.
—Las dos cosas son ciertas.
—¿Y los lían enrollándolos en los muslos desnudos, como la Carmen de Mérimée?
—Esa parte es leyenda, me temo.
—Vaya.
—De cualquier modo, no todos los muslos son interesantes.
—¿No?
—En absoluto... Entre nuestras trabajadoras abundan las personas de edad. De cincuenta para arriba.
Eddie lo estudió unos segundos más de lo preciso.
—Qué desilusión.
—Sí.
Ella contemplaba ahora el habano humeante entre sus dedos.
—Le quita romanticismo al acto de fumarlos.
—Eso me temo —convino Falcó—. En todo caso, uno siempre puede imaginar a la mujer que le parezca adecuada.
—¿Y qué mujeres imagina usted?
—Mi imaginación es limitada —compuso una mueca prudente—. He visto liar demasiados cigarros.
Tras decir aquello, Falcó bebió un sorbo de su cocktail y se volvió hacia Bayard. Era hora, se dijo, de trabajar un poco ese frente. De acercarse más a la presa.
—Me parece formidable lo que hizo en España.
—Gracias.
—¿Cómo se le ocurrió ir allí?
El otro encajó la pregunta con aparente indiferencia. Se recostaba en la barra, copa en mano. Superior y distinguido. Se había enterado, dijo tras un momento, de que volaban mercenarios italianos y alemanes con las tropas de Franco. Así que decidió hacer lo mismo para ayudar al gobierno legítimo. Tenía buenas relaciones con el ministro del Aire del gabinete Blum. Ellos no podían hacer nada de modo oficial; pero él, sí. Había movido ciertos hilos, conseguido dinero y reclutado voluntarios: franceses, ingleses, algún ruso y alemán.
—Unos eran antifascistas convencidos y otros vinieron atraídos por la paga... Y la verdad es que nos organizamos bastante bien.
Falcó escuchaba inmóvil, un poco entreabierta la boca. Muy atento. Su gesto era de admiración casi devota.
—¿Es verdad que fue derribado?
—Sí, una vez. A bordo de un Potez. Nos ametralló un caza fascista, se encasquilló la Vickers y tuvimos que aterrizar de mala manera en Gredos.
—Cielo santo.
—Resultó herido —dijo Eddie.
Bayard le quitó importancia con un ademán estoico que más bien se la daba.
—Apenas nada... Me libré con una contusión en una rodilla. Pero murió nuestro ametrallador, un italiano llamado Giacopini.
—Lo siento —se condolió Falcó.
—Son gajes del oficio... La gente se portó de maravilla, ayudándonos. Personas humildes, que no tenían nada, nos lo dieron todo —miró a Eddie—. Los españoles son formidables, ¿verdad?
—Lo son —dijo ella, chupando el habano.
—Tenían que haber visto cuando enterramos a Giacopini; las mujeres que lloraban y todos aquellos campesinos levantando el puño... Fue conmovedor.
—Seguro que sí —dijo Küssen, debidamente conmovido.
—¿Eddie y usted se conocieron en España? —se interesó Falcó.
—Ella estaba haciendo fotos para Life. Nos encontramos durante una cena en el hotel Regina de Albacete, donde teníamos la base. Acababa de visitar el frente de la sierra de Guadarrama.
—¿En serio? —Falcó miró a la mujer—. ¿Cómo fue aquello?
—Duro y frío —repuso ella con sencillez.
—Nos hizo un reportaje y ya no se alejó demasiado —dijo Bayard—. Iba y venía, y al fin se quedó con nosotros... Discutíamos sobre la guerra y la política, sobre la nueva sociedad que cada uno imagina a su manera.
Seguía Falcó mirando a Eddie.
—¿Llegó usted a volar?
Ella movió la cabeza.
—No. Estuve haciendo fotografías de los aviadores. Después anduve un poco por los frentes de batalla... Nos veíamos en Madrid o Valencia, o en la base de la escuadrilla.
—Hacía su propia vida —dijo Bayard—. Y la sigue haciendo.
Había abierto Eddie su bolso, un elegante sac haut de cuero blando marrón. Sacó de él un portafotos de piel y puso una en el mostrador, junto a la copa de Falcó. En la instantánea de bordes dentados, ante un avión, posaban siete hombres y ella, vestida con pantalones, cazadora y gorro de lana. Todos mezclaban prendas civiles con otras militares de vuelo; y uno de los hombres, el más alto, era Bayard, con un cigarrillo en la boca y una expresión desenfadada e irónica. Tenía las manos metidas en los bolsillos de un abrigo, y en la gorra de plato llevaba el emblema de la aviación republicana con dos estrellas de teniente coronel.
—El de la izquierda es Giacopini —dijo ella, indicando a un joven de pelo rizado y sonrisa franca—. Dos más de esos hombres están muertos.
—Sí —Bayard los señaló en la foto—. Éste es Uborevich, al que mataron sobre Teruel. Y a este otro, Moussinac, lo derribaron cerca de Madrid.
Con el habano entre los dientes, entornados los ojos por el humo, Eddie guardó la fotografía.
—Hombres valientes —dijo, escueta.
—¿Piensa regresar a España? —le preguntó Falcó—. ¿Algún nuevo reportaje?
—Puede ser —la mujer hizo un ademán ambiguo—. De momento colaboro con Leo en sus proyectos actuales... Y como ha visto en la exposición, sigo con mi trabajo. Vivo mi propia vida.
—¿Ya simpatizaba usted con la izquierda antes de conocerlo?
Ella dio una chupada al cigarro y dejó salir despacio el humo.
—Digamos que no había analizado en profundidad cierta parte del mundo y de la vida. Leo me hizo ver un par de cosas que no había advertido hasta entonces.
—Así es —confirmó Bayard, risueño—. Empezamos hablando de Dostoievski, de Faulkner...
—Y de Cervantes. Él me hizo leer el Quijote.
—Que la fascinó, por cierto. El ingenioso hidalgo se convirtió en su héroe literario favorito.
—No sólo literario... Hay algo de quijote en Leo. Eso es lo que me atrajo en él. Pero nunca fue un luchador triste, como otros. Sabía reír; bromeaba todo el tiempo e insuflaba a sus hombres una especie de entusiasmo juvenil, casi colegial. Me gustó ese espíritu de compañerismo, de fraternidad combatiente.
Asentía Bayard, en apariencia conforme con el retrato. Parecía un profesor de música que escuchase a su alumna favorita en una ejecución correcta.
—Ella era un diamante sin tallar, por así decirlo. Una chica bellísima y mimada de familia conservadora, rebelde, maniquí, musa de artistas... Un carácter en busca de una causa digna por la que batirse. Y la encontró en España.
—No es militante comunista... ¿O sí?
—No —el azul había vuelto a enfriarse—. Sólo simpatizo. Tampoco él lo es.
—Es cierto —rió Bayard—. No tengo carnet del partido. Soy demasiado libre para eso. Pero reconozco que Stalin es el único que de verdad ayuda a la República. Y que sólo la cirugía de hierro de los comunistas puede salvarla.
—Sus relaciones con los soviéticos son buenas, entonces —dijo Falcó.
—Más que eso. Son óptimas —lo meditó, como arrepentido de su propio énfasis—. Basadas, naturalmente, en un mutuo respeto.
Se detuvieron a beber de nuevo. Eddie Mayo fumaba el habano con naturalidad y Küssen, untuoso y bonachón, seguía atento a mantener el ambiente favorable. En un momento dado, el austríaco llevó la conversación al terreno del arte y deslizó el nombre de Picasso. Falcó volvió a mostrarse interesado por visitar el taller del pintor.
—Nada más fácil —dijo Eddie—. Es un buen amigo nuestro.
Bayard soltó una carcajada.
—Sobre todo tuyo. Ese sátiro te tiene echado el ojo desde hace siglos.
—No seas idiota.
—Es verdad —le guiñó un ojo a Falcó—. A Pablo le gustan mucho las mujeres, y Eddie es un ejemplar soberbio.
—Qué bruto eres.
—Siempre coquetea con ella. No pierde la esperanza. Y eso que conocemos bien a su actual mujer, Marie-Thérèse.
—Y a su actual amante, Dora —añadió Eddie.
Küssen aprovechó la ocasión. Voluntarioso, puso un codo sobre el mostrador y apoyó la cicatriz de la mandíbula en la palma de la mano, cual si reflexionara.
—Podemos ir todos al estudio —dijo como si se le acabara de ocurrir—. Telefonearé a ver si tiene algo disponible.
—Buena idea —lo apoyó Falcó.
—Mañana por la tarde —propuso Eddie.
Bayard movía la cabeza.
—Yo no puedo. Tengo una reunión importante con Gide y Mauriac.
—Da igual. Lo acompañaremos Hupsi y yo —se había vuelto hacia Falcó, solícita—. ¿Le parece bien?
—Me parece perfecto.
—Podemos ir luego a cenar y a tomar algo, Leo. Y te unes a nosotros.
Bayard hundió la nariz en su vaso, mirando con sorna a Falcó.
—Tenga usted cuidado con Picasso y Hupsi... Juntos son letales. Lo exprimirán como una naranja.
—No lo permitiré —dijo Eddie.
Pidieron otra ronda de bebidas. La sonrisa amistosa, falsamente aturdida, que Falcó dedicaba a Bayard, enmascaraba una intensa curiosidad profesional. Estaba allí para destruir a aquel hombre; y cuanto más supiera de él, mejor. A fin de cuentas, Picasso y su cuadro para la Exposición eran sólo el cincuenta por ciento del trabajo. Nunca olvidaba que la misión era doble. Y cada cosa tendría su momento.
—¿Por qué se marchó de allí?
Lo miró Bayard, confuso.
—¿A qué se refiere?
—A España, naturalmente.
El otro contempló su vaso y volvió a beber. Luego miró a Eddie e hizo un ademán de resignación.
—Sus compatriotas son desconfiados —comentó tras un momento—. Los oficiales de aviación miraban a nuestra tropa con desdén, pues estaba demasiado bien pagada para su gusto. Al fin hubo excesivas injerencias y decidí dejarlo... Como dije antes, no estoy hecho para recibir órdenes. Pero sigo luchando a mi manera.
—Prepara una película —terció Küssen, siempre dispuesto a arrimar el toro al picador.
—En efecto... Se llamará Cielos de España. Basada en mi experiencia personal, por supuesto. Quiero denunciar que, por miedo a enfrentarse a Hitler y a Mussolini, las democracias europeas están abandonando a la República.
Eddie dejó caer la ceniza del cigarro.
—La política de no intervención —dijo— es una canallada cósmica.
—Por completo inmoral —aportó Küssen, voluntarioso.
—Desde luego —el tono de Bayard no admitía réplica—. Están lejos de comprender que abonan el campo para otra guerra a mayor escala, mucho más terrible.
—De todas formas —dijo Eddie—, tú nunca has dirigido una película.
—¿Y qué?... Nunca había pilotado un avión, y fui jefe de escuadrilla. ¿Va a ser más difícil hacer cine que hacer la guerra en el aire?
—Cielos de España puede ser un fracaso.
—Lo dudo. Pero en todo caso sería un fracaso brillante. De los que valen la pena.
Se quedó mirando a Falcó, condescendiente. Incluso magnánimo.
—Tal vez le interesaría participar en la producción de la película —dijo despacio.
Asintió cauto Falcó, sin mostrar excesivo entusiasmo. Todo debía suceder a su ritmo. Aproximación indirecta, se llamaba aquello. Confeccionar la trampa sin demasiados alardes, y que otros dieran el paso.
—Es posible —dijo.
—¿Habla en serio?
—Por supuesto.
—Estupendo.
Dio Bayard una palmada en el mostrador, cual si no hubiera lugar a réplica. Parecía satisfecho.
—A menudo, lo de España me recuerda una cita literaria —dijo, un poco teatral—: «Es asombroso que los seres humanos, que viven tan poco tiempo, se esfuercen en causarse mutuamente tantos dolores»... Lo escribió Somerset Maugham. ¿Ha leído algo suyo?
—Algo, sí. Incluso lo conocí una vez jugando a las cartas, en un viaje en barco. Me regaló una novela suya, firmada.
—¿En serio?... No me diga.
—Pero la perdí.
—Vaya.
—Era de espías. No me pareció gran cosa como novela.
Te gusta el riesgo, decía la mirada temerosa de Küssen. Maldito chulo cabrón. Ya me lo advirtió el Almirante. Por su parte, Bayard parpadeaba, interesado.
—¿Es usted lector de novelas de espías?
—Para nada —Falcó bebió un sorbo de su copa—. Son demasiado complejas.
En ese momento Eddie Mayo miró hacia la puerta, entre la gente.
—Hablando de España y de novelas, adivinad quién acaba de entrar.
Bayard miró en esa dirección y arrugó el entrecejo bajo el mechón rebelde.
—Oh, no, por Dios... Es el pelmazo de Gatewood.
A Falcó le sonaba el personaje. Norteamericano, periodista, escritor. Al ver a Eddie y a Bayard, el recién llegado se acercó a saludarlos, apartando sin miramientos a la gente. Era grande y desaliñado: alto, fuerte, el pelo negro tan frondoso como el bigote.
—Hola, muchachos —dijo con naturalidad, apoyándose en la barra.
—Hola, Gat —dijo Eddie.
Bayard se había limitado a gruñir un saludo poco convincente. El recién llegado ignoró a Küssen y miró a Falcó con suspicacia. Llevaba lentes de acero. Tenía una sonrisa ancha, manos grandes y hombros de boxeador bajo una chaqueta de mezclilla gris. Pantalones de franela arrugados. Su camisa sin corbata estaba manchada de vino.
—Tomaría un brandy —dijo.
—Puedes pedir lo que quieras —respondió Bayard.
El norteamericano se dirigió al camarero como si lo conociera de toda la vida. Luego volvió a mirar a Falcó, observó de soslayo a Eddie, que seguía fumando su habano, y volvió a Falcó. Le miraba la corbata, pretendidamente sagaz.
—¿Life Guards británicos?
—Marinella... Nápoles.
Torciendo el gesto, el otro se dirigió a Bayard y a Eddie.
—No conozco a vuestro amigo.
El tono no era amistoso y su aliento olía a alcohol. Bayard hizo las presentaciones con desgana.
—Hupsi Küssen, Ignacio Gazán —dijo.
El tal Gatewood estrujó la mano de Falcó con fuerza excesiva. Con exagerada efusión. Casi le hizo daño.
—¿Español?... Yo acabo de llegar de España. Vuelvo a Estados Unidos a trabajar en una novela. Tengo pasaje para el Normandie, pero me quedaré unos días en París. Ya sabéis, entrevistas y todo eso.
—¿Y qué tal están allí las cosas? —preguntó Bayard.
—Desde que te fuiste han mejorado un poco. Ya supe lo de tu escuadrilla... No te gustó que te quitaran el mando, ¿verdad?
—No me quitaron nada en absoluto. Hubo una reorganización, eso es todo.
—Ya —el norteamericano sonrió con malicia—. En cualquier caso, un poco de disciplina irá bien. Mira la paliza que acaban de recibir trotskistas y anarquistas en Barcelona.
Movió Bayard la cabeza, mostrándose de acuerdo.
—Se lo andaban buscando —convino—. Antes de intentar la revolución, lo que se debe hacer es ganar la guerra.
—Y que lo digas... ¿Piensas volver?
—Sí. Vamos a rodar una película... ¿Viste algo interesante en los últimos días?
—Apenas nada nuevo. Madrid resiste bien y hemos tomado por fin Santa María de la Cabeza.
—¿Hemos?
—Sí, joder. Hemos.
Bayard le dirigió una ojeada guasona.
—¿Lo tomaste tú, personalmente?
—Ya sabes a qué me refiero.
—Desde luego.
Gatewood se bebió el coñac de dos rápidos tragos y pidió otro.
—Para ser fascistas, esos guardias civiles lucharon bien —dijo—. No se rindieron, ¿eh?... Hasta el final, cayendo uno por uno. Con sus familias metidas en el sótano. Con dos cojones.
Esta vez había hablado dirigiéndose sobre todo a Falcó, mientras lo estudiaba de arriba abajo. No parecía satisfecho con el examen. Entonces se volvió a Eddie Mayo.
—Pegó una bomba en el hotel Florida, y casi mata a Dos Passos y alguno más... La última vez nos vimos allí... ¿Recuerdas?
—Claro. No puedo olvidarlo. Te empeñaste en meterte en mi habitación.
—Lógico —reía el norteamericano, llevándose la copa a los labios—. Eras la más guapa de la fiesta.
—¿Y aquella novia tuya rubia, la nueva?... ¿Cómo se llamaba?
—No estaba ese día.
Eddie arrugó las cejas. Los ojos azules escupían esquirlas de hielo.
—Siempre fuiste un mierda, Gat —le echó el humo del cigarro en la cara—. Un fanfarrón de mierda.
El otro se había vuelto hacia Bayard en demanda de apoyo.
—Tu chica me está insultando, Leo.
—Sus motivos tendrá —reía el francés, esquinado—. Yo no soy el guardián de Eddie. Es libre de insultar a quien le plazca.
—Me ha llamado fanfarrón de mierda.
—Lo he oído.
Volvió Gatewood a mirar a Falcó. El segundo coñac había desaparecido ya por su garganta. Se había quitado las gafas y las limpiaba con un pañuelo mugriento.
—¿Usted también cree que soy un fanfarrón, amigo?
Hablaban en francés, pero amigo lo había dicho en español. Falcó lo encaró con calma. Divertido.
—No tengo datos.
—Joder. Cuarenta y cinco días de guerra seguidos no están mal.
—Habrá estado en muchos combates, supongo.
El otro se puso las gafas y pidió un tercer coñac.
—En unos cuantos, desde luego.
—Le encantan los combates —dijo Eddie, sarcástica—. No se pierde ninguno. Se pasa la vida buscando toda clase de combates.
El norteamericano la miró, irritado.
—¿Por qué se lo dices a él?
—No te conoce... Aunque parezca raro, Gat, en el mundo hay gente que no te conoce.
Gatewood miró a Falcó como si acabara de verlo por primera vez.
—Usted es español, ¿no, Pedro?
—Nacho.
—Bueno, eso. Había entendido Pedro. Muchos de ustedes se llaman así.
—Soy español, aunque vivo fuera de España.
—Los españoles son admirables —el norteamericano chasqueó la lengua—. Nunca he visto gente tan valiente como ellos... Eso sí, muchos ni saben manejar las armas. A más de uno tuve que enseñarle un par de cosas.
—Qué sería de la República sin ti —comentó Eddie.
Había vuelto a dirigirle el humo del habano a la cara, pero esta vez Gatewood lo esquivó.
—Oye, Leo, ¿qué le pasa a tu chica? ¿Tiene esos días de trastornos femeninos?
—Vete al carajo, Gat —dijo ella.
Bayard soltó una carcajada.
—Ya la has oído. Nada de trastornos. Sólo es que no le caes bien.
—No entiendo qué pudo ver en ti, camarada... Ni siquiera eres un comunista de verdad.
—Soy más alto que tú.
—Y más guapo y elegante —añadió Eddie.
—Además, escribo mejor.
—Y una mierda —opuso Gatewood.
—Escribe mejor —sostuvo Eddie.
El norteamericano sacó otra vez el pañuelo y se sonó. Miraba a Falcó.
—¿Usted qué opina, amigo?... ¿Quién es mejor escritor de los dos?
—No tengo la menor idea. Suelo ir al cine.
—De todas formas, yo soy más famoso.
—No en Francia —dijo Eddie.
Desafiante, Gatewood aproximó su rostro al de Bayard. Era increíble, consideró Falcó, la capacidad de aquel individuo para encajar la bebida. Sólo los ojos tras los cristales de las gafas delataban un brillo alcohólico.
—Lo tuyo con tus avioncitos era una mariconada, Leo. Los hombres de verdad pelean en el barro, cara a cara.
—Lo tendré en cuenta la próxima vez que pelee —Bayard se volvió hacia Eddie, irónico—. Recuérdamelo, querida.
—Lo haré.
—Lo que pasa es que a las mujeres las vuelven locas los aviadores —masculló Gatewood—. Las conozco bien, a estas zorras.
—Que te den —dijo Eddie.
—Calma —sugirió Bayard.
—Estoy muy calmado —repuso el norteamericano.
Suspiró hondo, miró en torno y acabó deteniéndose en Küssen.
—¿Y usted de dónde es, oiga?... Parece turco. No me gustan los turcos.
El otro dio un leve taconazo.
—Soy austríaco.
—Conque austríaco, ¿eh?
—Sí, señor. A su servicio.
—¿Sabe cuánta metralla austríaca me sacaron del cuerpo en Italia?
—Doscientos fragmentos —dijo Eddie con hastío—. Lo has contado mil veces, Gat.
—Doscientos veintisiete.
El norteamericano se golpeó una pierna con una de sus manazas, cual si todavía le doliera.
—Guadalajara ha sido la batalla más decisiva de la guerra de España —añadió, evocador—. Estuve allí. Aquellos italianos muertos, patéticos, desparramados por la nieve... Se estudiará en las academias militares, ya veréis. Para los italianos fue un desastre comparable al de Caporetto —miró con violencia a Falcó—. Yo estuve en Caporetto.
—Tú has estado en todas partes —apuntó desdeñosa Eddie, apagando la colilla del habano en un cenicero.
—No entiendo cómo un español puede estar fuera de España, en vez de estar luchando.
Sonreía Falcó, conciliador.
—No todos somos héroes, ¿sabe?
—Ya lo veo.
—Déjalo en paz —dijo Eddie.
—Todos los españoles deberían ser héroes. Hay momentos de la Historia en que ser héroe es obligatorio... Si yo fuera español, me avergonzaría estar en París, en la barra de un bar.
Miraba en torno con desagrado. Parecía lamentar verse en el Dôme y no en una trinchera de Madrid, lleno de piojos y rodeado de hirsutos milicianos.
—Mañana doy una conferencia en la librería de Sylvia. ¿Iréis?
—Tenemos un compromiso.
Gatewood pidió otro coñac. Después se dirigió a Falcó.
—Debería ir usted, Pedro. A la conferencia. Aprendería un par de cosas sobre España.