CAPÍTULO 35
Con la ayuda de la negra Laureana, Gabriel fue rápidamente instalado en la habitación de huéspedes. Aprovechando que su amigo aún no había recuperado el conocimiento, Juan Antonio le extrajo el proyectil mientras Ceferino lo sujetaba con fuerza para evitar algún movimiento involuntario que pudiera poner en riesgo la difícil maniobra.
El médico hurgó en la herida con mucho cuidado, podía sentir cómo el sudor le humedecía la frente mientras introducía el escalpelo en el agujero que había dejado la bala en el cuello de Gabriel. La sangre seguía manando, aunque ahora con menos intensidad. Detrás de él, Laureana observaba todo sin perderse detalle. Llevaba al servicio del doctor más de diez años y había visto de todo, por eso no se impresionaba con facilidad. Finalmente, después de varios minutos de ardua labor, Juan Antonio consiguió extraer la bala. La dejó en un pequeño recipiente encima de la mesita de noche para más tarde mostrárselo a la policía. Ellos todavía no habían avisado a las autoridades, pero seguramente alguien de la familia Izaguirre se habría ya encargado de notificar sobre el vil y cobarde atentado del cual había sido víctima Gabriel. Luego de limpiar profundamente la herida, volcó sobre ella un chorro de alcohol para impedir que se infectara. Juan Antonio puso la mano en la frente de su amigo, estaba un poco caliente pero lo peor ya había pasado. Si lograban que la fiebre cediera, estaría completamente a salvo. Una criada les anunció que había llegado un grupo de personas para interesarse por el joven Izaguirre. Juan Antonio dejó a Gabriel bajo el cuidado de Laureana y bajó a recibirlos.
—Que Ceferino te ayude con el vendaje, y ponele paños de agua fría en la frente para controlar su temperatura —le indicó antes de abandonar la habitación de huéspedes.
En el salón lo esperaba la familia Izaguirre en pleno, sólo faltaba la pequeña Manuela. Sus ojos de inmediato se encontraron con los de Victoria, quien trataba inútilmente de consolar a su madre que no dejaba de llorar. A su lado, Coral también lloraba abrazada a Almudena. Jaime Sequeira, un poco apartado de los demás, aún llevaba la ropa manchada con sangre.
—Juan Antonio, ¿cómo está mi hijo? —Don Vicente, quien siempre se había caracterizado por su fuerte temperamento y una eterna expresión rigurosa en el semblante, le puso su mano temblorosa en el hombro y lo miró compungido.
—He logrado extraerle la bala con éxito, ahora debemos esperar para ver cómo evoluciona. Tiene algo de fiebre pero si la controlamos podrá salir adelante.
—¡Necesito verlo! —pidió la gitana, alejándose de Almudena. Tanto doña Teresa como su esposo percibieron la desesperación de la muchacha.
—Aún no ha despertado, Coral.
—¡No me importa, quiero estar con él! —suplicó.
Juan Antonio asintió. No había poder sobrehumano que pudiese convencerla, por eso él mismo decidió acompañarla hasta la habitación de huéspedes.
—Esa muchachita se está tomando demasiadas libertades —manifestó la madre de Gabriel un poco más calmada después de oír las palabras del doctor Argerich.
—Dejala, mamá, ¿acaso no ves cuánto se quieren? —replicó Almudena secándose las lágrimas con su pañuelo. No lloraba sólo por su hermano, sino también por Pablo. Después de que había recuperado la conciencia y todos en la casa se enteraron de lo ocurrido, él la había llamado aparte para despedirse. Cuando intentó convencerlo de que se quedara unos días más, él puso en su mano el medallón de Coral y le pidió que se lo entregara cuando ya no estuviera. Le dijo que no podía irse sin decirle adiós a la gitana, pero Pablo no la escuchó y se marchó dejándola mientras suspiraba por él.
—Almudena, no digas tonterías…
—No son tonterías, mamá. Gabriel y Coral se aman y nadie debería impedir que estén juntos. —Miró a don Vicente sin amilanarse—. Si insisten en comprometer a mi hermano con una mujer que no ama, sólo van a conseguir que tanto él como Coral sean desdichados el resto de sus vidas.
—¡Almudena, basta! —le advirtió su padre—. Este no es momento ni lugar para tratar un asunto tan delicado.
Ella no dijo más nada, no tenía caso, sentía que estaba hablándole a una pared.
Cayetano Cazón, jefe de la policía, ingresó en ese momento al salón escoltado por la misma criada que les había abierto a ellos la puerta. Jaime se puso a su entera disposición, aunque no podía aportar mucho a la investigación. No había visto al agresor y dudaba de que pudieran obtener el testimonio de algún testigo. Como abogado, sabía de sobra que la gente prefería mantenerse al margen en asuntos tan escabrosos. Cazón pidió entonces hablar con Gabriel, pero cuando le dijeron que no había recobrado todavía el conocimiento, decidió ir a inspeccionar el lugar del hecho acompañado de Jaime Sequeira. Antes de que se marchara, Ceferino le entregó en una bolsita de cuero la bala que había herido a Gabriel.
Cuando Gabriel abrió los ojos lo primero que vio fue la cabellera rojiza de Coral desparramada encima de su estómago. Ella dormitaba inclinada sobre la cama mientras le sujetaba la mano. Sentía la boca pastosa y una intensa quemazón en el cuello. Intentó hablar pero apenas logró balbucear el nombre de la gitana. Con la mano que descansaba a un costado de su cuerpo apartó el cabello de Coral, acomodándoselo detrás de la oreja. Era tan hermosa, respiraba pausadamente y tenía los labios entreabiertos. Si no hubiese estado postrado en aquella cama, la habría besado. Recorrió la habitación con la mirada, no reconoció el lugar. ¿Dónde estaba? ¿Qué le había ocurrido? Entonces, como las piezas de un rompecabezas, los recuerdos se fueron suscitando en su mente uno tras otro. Se acordó de que iba caminando por la calle con su amigo Jaime y de que se había tropezado con un niño; después de eso se había escuchado un estruendo y todo a su alrededor empezó a esfumarse mientras él caía al suelo. Se tocó el cuello y entonces se percató del vendaje. Intentó moverse y al hacerlo despertó a Coral.
—¡Gabriel, por fin! —Se llevó su mano a los labios y la besó mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.
—Coral… ¿qué pasó?
—Alguien te disparó cuando salías del estudio de tu amigo Jaime. ¿No te acuerdas?
—Estoy algo confuso.
—Supongo que es normal, perdiste la conciencia durante muchas horas. —A través de la ventana vio que ya empezaba a oscurecer. Llevaba junto aquella cama desde el mediodía, ayudando a Laureana a bajarle la fiebre con paños húmedos y cataplasmas de romero que ella misma había preparado en el cuartito donde guardaba sus hierbas. —Tus padres y tus hermanas estuvieron aquí, pero conseguí que se fueran a descansar para que puedan regresar mañana temprano a verte. El doctor Sequeira está en contacto continuo con la policía, aunque Cazón quiere hablar contigo.
Gabriel trató de prestar atención a todo lo que ella le decía pero sólo se limitó a contemplarla con embeleso. Después de haber estado tan cerca de la muerte, era un milagro abrir los ojos y encontrarse con su gitana de ojos salvajes. Le acarició las mejillas húmedas con el dedo pulgar y logró que Coral esbozara una sonrisa.
—No sé qué hubiera hecho si te perdía, Gabriel.
Él quiso incorporarse pero el dolor en el cuello se lo impidió.
—No te muevas, el doctor Argerich tuvo que escarbar en la herida para sacarte la bala. —Se puso de pie y le acomodó la almohada detrás de la cabeza, luego le tocó la frente para cerciorarse de que la fiebre no hubiese vuelto—. ¿Tienes sed?
Gabriel asintió. Más allá de la situación en la que se encontraba, era un placer ver cómo lo cuidaba; incluso pensó que no le importaría recibir otro disparo con tal de que Coral lo mimara de esa manera. Lo ayudó a inclinarse hacia adelante para que bebiera un poco de agua y de inmediato la mirada de Gabriel se desvió hacia el escote de su vestido. Ella se percató y no fue capaz de contener la risa. Tampoco pudo evitar que los colores se le subieran a la cara.
—Estás convaleciente, Gabriel, no deberías pensar en ciertas cosas —lo amonestó regresando el vaso de agua a su sitio.
—¿Puedo pedirte un beso o tendré que esperar a levantarme de esta cama para que me lo des?
—Gabriel…
—Un beso tuyo y podré morirme tranquilo.
—¡No vuelvas a repetir eso jamás! —replicó poniendo los brazos en jarra.
—Si querés que cierre la boca, ya sabés lo que tenés que hacer.
Coral accedió encantada a su chantaje. Volvió a sentarse en la cama y se inclinó hacia él con cuidado. Posó suavemente sus labios en la boca masculina, pero Gabriel la sorprendió asiéndola de la nuca para intensificar el beso.
El doctor Argerich, quien ingresaba a la habitación en ese preciso momento, regresó rápidamente sobre sus pasos y evitó que la mujer que lo acompañaba presenciara el beso entre Gabriel y la gitana.
—¿Qué ocurre, doctor?
Sonrió a la jovencita de cabello rubio y ojos azules.
—Nada, señorita O’Brien. Si no le molesta esperar un poco más, quisiera examinar a Gabriel antes de que pase a verlo.
—Está bien, como usted diga, doctor. —Se sentó en una banqueta del pasillo con las manos cruzadas en su regazo. Sabía que no eran horas para que una muchacha decente anduviera por las calles de Buenos Aires, pero tras enterarse de lo que había pasado, le había pedido a una de sus criadas que la acompañara hasta la casa de los Izaguirre en Barracas. Al llegar le informaron que Gabriel estaba en lo del doctor Argerich, y desoyendo los consejos de la negra, le ordenó al cochero que la llevara hasta la calle Lorea. Ella estaba a punto de convertirse en la prometida de Gabriel y era su deber permanecer a su lado mientras se recuperaba del disparo. Levantó la cabeza cuando escuchó que la puerta se abría.
—Puede pasar, señorita O’Brien.
Se levantó y a paso firme atravesó la puerta. Detuvo su andar de repente cuando vio que Coral, la muchacha que se desempeñaba como dama de compañía de Almudena, se encontraba en la habitación.
—Buenas noches —dijo contrariada por la presencia de la pelirroja.
—Buenas noches, Mercedes —respondió Gabriel esbozando apenas una sonrisa. No le molestaba su inesperada aparición, sin embargo no se sentía cómodo con ella allí. Probablemente estaba a punto de cometer un desatino o tal vez la fiebre le había dejado el cerebro embotado, pero en ese preciso momento decidió que ya no quería seguir engañándola. Miró a Coral y sin dudarlo extendió su brazo hacia ella—. Vení, acercate —le pidió.
Ella, que estaba junto a la ventana, lo miró sorprendida. ¿Qué era lo que pretendía hacer? Apenas un par de minutos antes, el doctor Argerich había impedido que Mercedes O’Brien los atrapara dándose un beso. Vaciló en acercarse, aunque la animó la sonrisa que le dedicó Gabriel. Él la asió de la mano y miró a la hija del coronel O’Brien. Sabía que lo más sensato hubiese sido primero hablar con su padre, pero la insensatez nunca había sido su mejor virtud.
—Mercedes, quiero aprovechar que has venido para hablar de nuestro compromiso.
La muchacha ni siquiera lo estaba viendo, toda su atención se había concentrado en el dedo de Gabriel acariciando la mano de Coral.
—Lo siento mucho, Mercedes, pero no voy a casarme con vos porque estoy locamente enamorado de esta mujer; si acatáramos la voluntad de nuestros padres sólo conseguiríamos ser infelices y hacer infelices a los demás.
Se hizo un silencio sepulcral en la habitación. Coral sintió cómo su corazón empezaba a latir más de prisa, apretó los párpados para detener las lágrimas pero fue incapaz de controlar sus emociones. No podía creer que Gabriel le hubiera confesado a quien pretendía ser su esposa que era a ella a quien amaba. Ninguno de los dos pudo descifrar qué pasaba por la cabeza de Mercedes O’Brien en ese instante. La joven permanecía tiesa mientras sus manos jugaban con el lazo de su bolso. Tenía la mandíbula apretada, como si estuviera haciendo un gran esfuerzo para no echarse a llorar. Coral sintió pena por ella; las palabras de Gabriel acababan de hacer añicos sus ilusiones. Pensó entonces en Pablo… su felicidad también causaría su desdicha. Al menos se consolaba con la idea de que algún día él pudiera corresponder al amor de Almudena.
Mercedes irguió los hombros y miró a Gabriel con altivez.
—Tenés razón, Gabriel. No tiene sentido seguir adelante con el compromiso, hablaré con mi padre esta misma noche para anunciarle que ya no habrá boda. —Sus ojos azules se posaron fugazmente en Coral y luego volvieron a Gabriel—. Espero que te mejores pronto y que puedan ser felices. —Se dio media vuelta y en dos zancadas abandonó la habitación y la vida de Gabriel para siempre.
Coral regresó a la cama y se recostó en el pecho de Gabriel.
—Un escollo menos que sortear —manifestó aliviado—. Ahora que Mercedes hablará con el coronel será más fácil enfrentar a mi padre.
—¿De verdad lo crees, Gabriel? —Coral aún temía la reacción de don Vicente y de su esposa cuando supieran la verdad, pero estaba dispuesta también a enfrentarlos. Levantó la cabeza cuando escuchó que él se quejaba—. ¿Te duele algo? Puedo decirle al doctor que te dé un poco de láudano o tal vez prefieras algunos de mis ungüentos…
—Me arde mucho la herida —respondió tocándose el vendaje.
—Voy a buscarte algo para el dolor, regreso enseguida.
Bajó hasta el cuartito en donde elaboraba sus remedios naturales y maceró en un cuenco de barro hojas de orégano con unas gotas de agua hasta formar un empaste. Subió las escaleras a toda prisa y al acercarse a la habitación, escuchó voces.
—Nadie vio nada, Gabriel, o al menos eso es lo que dicen.
Reconoció la voz de Jaime Sequeira.
—Me niego a creer que pudieran disparar en la calle a plena luz del día sin que nadie advirtiera nada —escuchó que replicaba Gabriel.
No supo si entrar o esperar, decidió no interrumpirlos.
—¿No sospechás de nadie? ¿Quién podría tener un motivo para pegarte un tiro?
—No lo sé, Jaime… no creo que nadie me odie tanto como para querer matarme. Me he metido en muchos líos de faldas y siempre salí bien parado —bromeó para restarle dramatismo a su situación.
Coral se cubrió la mano con la boca. Trajo a su memoria las palabras que había dicho Enrique De La Cruz cuando intentó hacerla suya por la fuerza. Había hablado de Gabriel con tanto odio… ¿Acaso habría sido él el autor del disparo?
—Cazón vendrá mañana por la tarde a hablar con vos, yo trataré de llegar antes para estar presente durante la indagatoria.
—Te lo agradezco, Jaime.
—No tenés nada que agradecer, ahora me voy. Pasaré por la casa de Carlos para que venga también a verte; tal vez entre los tres podamos dilucidar este gran misterio.
Coral entró en la habitación antes de que se dieran cuenta que había estado escuchando detrás de la puerta.
—Coral, deberías irte a descansar —le aconsejó Jaime mientras observaba con curiosidad el contenido del cuenco que la gitana sostenía en la mano.
—Esta noche me quedaré a cuidar a Gabriel —afirmó—, el doctor dijo que la fiebre puede volver, y él y Laureana tienen que ocuparse de los demás pacientes.
—Dejala, Jaime —intervino Gabriel encantado con la idea de que Coral se quedara con él—. No podría estar en mejores manos.
Jaime le guiñó el ojo.
—Concuerdo con vos, amigo mío. —Le dedicó una sonrisa a la gitana y se marchó cerrando la puerta tras de sí.
Coral se acercó a la cama, dejó el cuenco de barro encima de la mesita de noche y con cuidado le quitó el vendaje. Percibió que Gabriel se mordía los labios para no gritar del dolor.
—No pude evitar oír tu conversación con Jaime Sequeira —deslizó mientras tomaba un poco del empaste de orégano con los dedos y le embadurnaba la herida—. ¿De verdad no sospechas de nadie?
Él pegó un salto cuando la sustancia fría entró en contacto con su carne pero rápidamente el ardor fue pasando.
—No, no puedo pensar en nadie que me quiera muerto. Te confieso que por un segundo sospeché de Beatriz; una mujer despechada es impredecible, aunque no la creo capaz de llegar a tanto. Por lo que me dijo Jaime, se ha resignado a que ya no podrá haber nada entre nosotros y se marcha con él a España en unos días.
Saber que la tal Beatriz dejaba Buenos Aires la tranquilizaba. No podía fiarse de una mujer que había sido capaz de endilgarle un hijo a Gabriel después de acostarse con su mejor amigo.
—Espero que el jefe de policía pueda averiguar quién fue la persona que me disparó —dijo al ver que ella se quedaba callada—. Si se entera de que estoy vivo puede volver a atentar contra mí. —Observó de refilón a Coral, quien parecía muy concentrada cubriendo la herida de bala con el empaste que había preparado—. Temo también por tu seguridad y la de mi familia…
Coral lo miró con el semblante preocupado.
—¿Piensas que corremos peligro?
Él negó con la cabeza.
—En realidad no sé qué pensar, Coral. Mientras no descubramos quién intentó matarme, preferiría que te quedés en la casa…
—No puedo dejar de ir al hospicio, los niños se han encariñado mucho conmigo y yo con ellos —repuso negándose a acatar su deseo. La verdad era que no sólo se había encariñado con los huérfanos, también con Inés y las dos monjas, sor Davinia y sor María Angélica. La hora que compartía con ellas y los pequeños por las tardes en la Casa de Niños Expósitos le inundaba el alma de alegría. Ya no sólo se sentía útil asistiendo a los pacientes del doctor Argerich, también era muy grato para ella sentarse en el suelo de la sala de lectura rodeada de caritas ansiosas que la contemplaban absortas mientras ella les leía los cuentos que sor Davinia o Inés elegían. Después, cuando los niños tomaban la merienda, que casi siempre consistía en un tazón de leche y pan con dulce que la misma sor Davinia elaboraba en el convento, ellas aprovechaban para pasar un rato juntas. Las tres le caían bien pero ella tenía cierta debilidad por sor Davinia. Bastaba verla con cuánta ternura trataba a los pequeños para darse cuenta de su gran corazón. En algunas ocasiones la había descubierto llorando mientras arrebujaba a alguno de los huérfanos entre sus brazos porque se habían lastimado o porque simplemente querían que alguien los mimara.
Continuó untando su herida con el empaste hasta que el cuenco quedó vacío. Luego volvió a cubrirlo con la venda.
—¿Te sientes mejor? —preguntó, con la esperanza de que ya no insistiera en pedirle que no saliera de la casa.
—Sí, apenas me arde. —Tomó su mano y la besó—. Tus hierbas son milagrosas, Coral.
Ella sonrió.
—Voy a traerte algo de comer, necesitarás reponer fuerzas después de toda la sangre que perdiste. —Intentó soltarse pero Gabriel la retuvo unos segundos más.
—Coral…
—Dime.
—Cuando todo esto pase y consiga hablar con mi padre… ¿te casarás conmigo?
Coral pudo sentir cómo se le aflojaron las piernas, tuvo que sentarse para poder sostenerse. No abrió la boca durante un largo rato en el cual sólo se miraron a los ojos. Su prolongado silencio dejó a Gabriel con el alma en un hilo; aunque estaba seguro de que lo amaba, todavía lo inquietaba la presencia de Pablo Medrano en Buenos Aires. Tampoco podía olvidar que el Payo amaba a Coral y que ella había estado dispuesta a irse con él a Córdoba cuando se lo había ofrecido. Vio que una lágrima se deslizaba por su mejilla y contuvo el aliento cuando ella apretó su mano.
—¿Es un sí entonces?
Coral asintió. Era la emoción la que le impedía hablar, por eso se le arrojó encima, olvidándose por un segundo de la herida de bala. Gabriel ni siquiera se quejó; la asió de la cintura para pegarla más a él y mientras la mecía suavemente entre sus brazos no dejaba de susurrarle al oído lo mucho que la amaba.