CAPÍTULO 5
Como ocurría cada vez que su excelencia el gobernador ofrecía una tertulia, todas las familias de alcurnia y de ilustres apellidos se daban cita en la quinta de Palermo de San Benito. Algunas lo hacían para hacer alarde de su estrecha amistad con Rosas y su adorable hija Manuelita; otras, para no perderse ningún detalle de lo que seguramente se convertiría en la comidilla de todos los porteños al día siguiente, pero también estaban las familias que aprovechaban eventos sociales tan importantes como aquel para asegurar el futuro de sus hijos.
Don Estanislao De La Cruz pertenecía a una de las primeras familias patricias que se había establecido en Buenos Aires a principios de siglo, tras abandonar la milicia por culpa de una herida sufrida durante la guerra contra el imperio de Brasil, se había dedicado a hacer prosperar las tierras heredadas de su padre. Así había conseguido amasar una gran fortuna, gracias no sólo a su habilidad para los negocios sino también a su selecto círculo de amistades, que por supuesto incluía al mismísimo señor gobernador. No había un alma en toda la Santa Federación que no hubiera oído hablar de él y de su distinguida familia.
Esa noche, sin embargo, el verdadero propósito de don Estanislao era el de averiguar cuánto sabía realmente Rosas acerca de la traición cometida por su hijo mayor. Doña Francisca, en cambio, tenía una sola preocupación en la mente, y estaba relacionada con su otro hijo. Sabía de muy buena fuente que los Manzanares también concurrirían a la tertulia y que Ana, la hija mayor de don Joaquín y doña Eduviges, estaba en edad de merecer. Pese a no haberla tratado demasiado, le habían hablado maravillas de la muchacha y la lista de virtudes era extensa: que si hablaba francés, que si bordaba con manos de hada, que si preparaba exquisitas confituras que hacían la delicia de don Juan Manuel y de misia Manuelita… Sin dudas, Ana Manzanares era la nuera que toda mujer querría tener. Barrió el inmenso salón con la mirada buscando a su hijo, lo divisó en uno de los rincones, junto a uno de los elegantes espejos venecianos que tanto gustaban al brigadier, conversando animadamente con don Mariano de Anchorena, quien venía de una de las familias más acaudaladas de Buenos Aires y derrochaba arrogancia por cada poro de su macilenta piel. A su lado, su querido Enrique resaltaba aún más, luciendo un bronceado que sólo el aire del campo podía otorgarle. En verdad, no tenía nada que envidiarle a ese lechuguino que había heredado la fortuna de sus padres desde la misma cuna. Si bien el patrimonio de los De La Cruz no era tan abultado como el de los Anchorena, doña Francisca tenía derecho, como una madre orgullosa de sus retoños, a presumir frente a la sociedad porteña de que su hijo menor había sabido llevar adelante las obligaciones impuestas por su esposo cuando lo puso al frente de sus tierras. Un halo de angustia nubló sus ojos. El éxito de Enrique como joven y prometedor estanciero le hizo pensar irremediablemente en Leandro. A nadie le dolía más que a Estanislao el hecho de que hubiese rechazado dedicarse a la vida de campo para forjarse un futuro en el mundo de las letras. Ella nunca había objetado su elección, sin embargo sospechaba que los poemas y artículos de interés general que su hijo publicaba en El Defensor de la Independencia Americana eran sólo una tapadera para despotricar en contra del gobierno de Juan Manuel de Rosas, valiéndose de su incisiva pluma. Cómo le hubiese gustado verlo allí esa noche, en compañía de alguna de las niñas casaderas que ahora desfilaban por el salón, escondidas detrás de sus abanicos mientras atraían la atención de los caballeros presentes con una caída de ojos.
Alguien le rozó el brazo y al darse vuelta se topó con la hija del gobernador. Manuela Robustiana Rosas ya no era sólo esa muchacha presuntuosa y hasta un poco malcriada que se había ganado la simpatía de algunos y la envidia de otros. No había heredado la impetuosidad de doña Encarnación ni la frialdad de su padre, quienes, interesados en ganarse la simpatía de la clase popular, resolvieron que la joven abandonara el anonimato para que comenzara a representarlos en fiestas y candombes. A pesar de que desempeñaba sus tareas bajo la dirección de Rosas, Manuelita era dueña de un carácter bondadoso. Convertida en el alma de las fiestas, era allí, rodeada de tanta gente, donde dejaba de lado a la experta en diplomacia para divertirse como cualquier muchacha de su edad. Doña Francisca se sintió intimidada por sus ojos cenicientos, siempre tan expresivos. Su altura también imponía respeto, y sus formas agradables atraían rápidamente las miradas masculinas, admiración que sin dudas fomentaba su reputación de mujer inalcanzable. Era distinguida, pero cuando era necesario no dudaba en sacar a relucir su rebeldía. Se destacaba por tener una habilidad innata para montar al potro más bravo sin acobardarse y por el desparpajo de fumarse un cigarrillo si le apetecía.
—Doña Francisca, ¡cuánto me alegra que haya podido venir! Tatita me dijo que estaban ustedes en la estancia pero insistió en que vinieran. Espero que hayan podido descansar del viaje al menos.
—Llegamos anoche, querida. Por nada del mundo nos hubiéramos perdido la tertulia. —Se abanicó el rostro porque de repente le empezó a faltar el aire. Aunque agradecía estar de regreso en la ciudad, tenía que reconocer que el calor sofocante de aquel verano se toleraba mucho más en el campo.
—He visto a su hijo Enrique pero no a Leandro. Es una pena que no haya podido venir…
Doña Francisca De La Cruz tragó saliva, casi sin darse cuenta, los movimientos del abanico se volvieron más urgentes. Estaba hecha un manojo de nervios y no supo cómo disimularlo.
Manuelita la observó atentamente, estudiando cada uno de sus gestos. Su padre había tenido una charla con ella esa misma mañana y le había encomendado especialmente que le sonsacara a la mujer cualquier información sobre su hijo mayor. Al principio se había rehusado, pero cuando le dijo que Leandro De La Cruz estaba sospechado de traicionar la causa federal, no pudo negarse.
—¿Acaso llegará más tarde? —insistió.
—Mi Leandro no está en Buenos Aires, decidió quedarse en El Capricho unos días más —respondió mientras curvaba los labios en una sonrisa que esperaba luciera natural. No acostumbraba a decir mentiras y se le notaba de inmediato cuando lo hacía.
Manuelita supo que le estaba mintiendo, sin embargo decidió no atormentar más a la pobre mujer. Si las sospechas de su padre eran ciertas, ya resultaba bastante suplicio para ella como madre cargar con la vergüenza de un hijo impío. Se excusó alegando que la reclamaba una de sus amigas y la dejó sola. Doña Francisca aceptó gustosa el vasito de licor que le ofreció una de las esclavas, luego se acercó a un grupo de damas que conversaba animadamente y en el cual distinguió a Eduviges Manzanares.
—Francisca, querida, precisamente estábamos comentando lo bonita que se ha puesto tu hija. ¿Cuántos años tiene ya? —la que preguntó fue Magdalena Costa Ituarte, sobrina de don Juan Martín de Pueyrredón y además, el gran amor de su hijo Prilidiano.
—Cumplirá diecinueve en julio. —Francisca De La Cruz imitó a las demás y dirigió su mirada hacia el otro extremo del salón. Rosa María, sentada en una butaca se abanicaba el rostro mientras parecía estar ajena a todo lo que sucedía a su alrededor. El vestido de mangas gigot color verde musgo que había elegido para la tertulia destacaba su particular belleza, la otra mano descansaba sobre su regazo y tenía la cabeza ligeramente inclinada hacia arriba. Aunque había heredado el cabello rojo de John McLaine, le recordaba demasiado a su madre. Los mismos ojos, la misma nariz y hasta la misma manera de caminar. Cada vez que la veía era como estar viendo a Davinia McLaine, esa escocesa de carácter impetuoso que había sabido ganarse la admiración de su marido. Nunca le había contado a nadie acerca de sus sospechas, pero siempre había sentido celos de ella, de la manera en que Estanislao la miraba, de la sonrisa cómplice que a veces descubría cuando nadie más lo hacía. Tampoco había tenido el valor suficiente para encarar a su esposo; prefirió esconder la cabeza debajo del ala y no saber. Sin embargo, la aparición de Rosa María en sus vidas y la veneración que de inmediato demostró Estanislao por ella no hacía más que avivar sus dudas; muchas veces lo había descubierto observándola a hurtadillas, sonriendo sin ningún motivo aparente mientras la niña jugaba con sus muñecas o ayudaba a la negra Brígida en la cocina. Su esposo nunca la regañaba y cuando acusaba a Leandro o a Enrique de haberle hecho alguna maldad, terminaba castigando a sus hijos y defendiendo a Rosa María. Aunque no sentía odio hacia ella tampoco podía quererla con el amor de madre que Estanislao pretendía; dejaba que la llamara “mamá Francisca” y procuraba que todos los años durante su cumpleaños y las Navidades recibiera un regalo. Ella no la arropaba por las noches ni la cuidaba cuando caía enferma, de eso se encargaba su nana Felicia. A Rosa María no le faltaba nada; a pesar de la tragedia que marcara su vida desde tan pequeña, había crecido feliz bajo la tutela de su familia.
Totalmente ajena al escudriño del cual estaba siendo víctima por parte de doña Francisca y de las señoras que la rodeaban, Rosa María buscó la compañía de otras jóvenes de su edad para evitar que algún caballero se le acercara. Se pegó disimuladamente al grupo de Teresita Arana, sobrina del ministro de Relaciones Exteriores y Culto de la Santa Confederación, tratando de pasar desapercibida. Se distrajo contemplando el fastuoso salón de baile, orgullo tanto de Manuelita como de su padre y envidia de los invitados a la quinta. Fijó su mirada en una pintura que representaba una escena militar y se volteó nuevamente hacia el grupo de jovencitas cuando Pilar Alcorta le dio un golpecito en el hombro.
Desde hacía algunas semanas, uno de los temas preponderantes en cualquier reunión social era sin dudas la osada huida de Camila O’Gorman con el padre de la iglesia del Socorro, el tucumano Ladislao Gutiérrez. Rosa María y ella asistían a clases de piano en casa del profesor Rabaglio y se conocían desde niñas. Fue durante una de esas tardes, mientras estudiaban partituras y se aprendían las notas musicales, que Camila le confesó que se había enamorado. A pesar de insistir casi hasta el cansancio para que le revelase el nombre de su amor secreto, la joven había decidido guardárselo. Para la mayoría de los porteños, Camila y el cura habían cometido el peor de los sacrilegios; para las muchachas enamoradizas como Teresita Arana, la fuga de los jóvenes era un acto lleno de romanticismo. Rosa María, en cambio, admiraba la valentía de su amiga. ¡Si ella se hubiese atrevido a luchar por lo que amaba con la misma valentía que Camila lo había hecho, ahora podría estar lejos de allí, junto a Leandro!
—¡Debe ser tan maravilloso que alguien te ame de ese modo! —exclamó Teresita juntando las manos y poniendo ojos de vaca. Inspiró con tanta fuerza que sus pechos amenazaron con salirse por encima del escote de su apretado vestido. A Rosa María le intrigaba saber cómo diantres había conseguido meterse dentro de él si daba la sensación que estaba a punto de reventar. Agobiada por la conversación, que no hacía más que recordarle que ella también sufría por un amor prohibido, pidió disculpas y se alejó en dirección al patio.
Contempló extasiada la belleza del lugar, siempre la había fascinado.
Palermo de San Benito había sido planificada por Felipe Senillosa y construida por el maestro Santos Sartorio, pero Rosas se había mudado allí mucho más tarde, tras la muerte de doña Encarnación. Rosa María recorrió con la mirada el edificio principal como si lo viera por primera vez. Era un enorme caserón, circundado por una galería exterior con arcadas en recova, donde se habían colocado cómodas mecedoras y bancos de caoba oscura que contrastaban con el blanco de las paredes. Alrededor del patio central podían contarse dieciséis habitaciones interiores.
Rosa María se alejó del bullicio de la tertulia para perderse en los amplios jardines de la propiedad, engalanados con canteros floridos y bustos de mármol sobre pedestales. Sin dudas, la gran atracción de Palermo de San Benito era la “Casa de Fieras” en donde era posible estar cerca de las especies más variadas, esas que Rosa María sólo había visto en las ilustraciones de los libros. Se desvió de su camino para contemplar a los flamencos. Tuvo un sobresalto al escuchar el rugido de un puma, y sonrió cuando uno de los monos chilló para llamar su atención. La quinta del gobernador también contaba con un enorme estanque, y la profundidad de sus aguas permitía a los ocasionales bañistas darse un chapuzón, mientras que un tupido enrejado de madera evitaba que fueran blanco de miradas indiscretas. Rosa María dejó que el perfume de los aromos embriagara sus sentidos. Un venado se le aproximó y ella le rozó el hocico con la punta de los dedos. Casi le da un síncope cuando el animal salió disparado hacia unos matorrales. Miró a su alrededor para ver qué lo había asustado de ese modo, pero sólo vio a algunos esclavos realizando sus labores. Atravesó la calle de los ombúes para dirigirse a la capilla levantada junto al torreón, en donde solía oficiar misa el padre Sevilla, y que estaba dedicada a la Purísima Concepción.
Al ingresar descubrió que no había nadie; cruzó la nave central a paso firme y el repiqueteo de sus botas reverberó en las paredes. Se detuvo frente al pequeño altar, contempló el sagrario con devoción y juntando ambas manos en el pecho comenzó a orar.
Una ráfaga de viento le alborotó el cabello. Mientras intentaba concentrarse en la plegaria, oía que alguien se acercaba. Se persignó rápidamente y se puso de pie; al voltearse se tropezó con Enrique.
Él la sujetó del brazo y logró evitar la caída. El simple roce de sus dedos por encima de los guantes de seda, le heló la sangre. De un tirón se liberó de su agarre y retrocedió hasta que sus pies chocaron contra el borde del presbiterio.
—Rosa María, tenemos que hablar de lo que pasó la otra noche en la estancia… —comenzó a decir Enrique mientras intentaba acercarse de nuevo a ella—. No podés seguir evitándome de esta manera.
Rosa María puso más distancia entre ambos, huyendo hacia la parte lateral de la capilla y escudándose detrás de uno de los pilares. Las pulsaciones de su corazón se aceleraron cuando Enrique la siguió. Quiso salir corriendo pero se dio cuenta de que las piernas no le respondían; nuevamente el miedo la había paralizado.
—¡No quiero hablar con vos, Enrique! ¡No quiero tenerte cerca! —bramó volteando la cabeza para no tener que mirarlo. Estaba pegada a la columna de hormigón, con el cuerpo endurecido por la tensión.
Enrique vio cómo le temblaba el mentón mientras hablaba y en ese momento se maldijo por lo que le había hecho; sin embargo, sabía que después del remordimiento volvería a surgir el deseo.
—Siento lo que pasó… yo no quise lastimarte, Rosa María. Entendés que no quise lastimarte, ¿verdad? —Su pregunta quedó sin respuesta.
Ella respiró hondo y consiguió armarse de valor para mirarlo a la cara.
—¡Andate, Enrique o te juro que voy a gritar tan alto que hasta el mismísimo señor gobernador va a saber lo que me hiciste!
De sus ojos azules saltaban chispas. Tenía los brazos pegados al cuerpo y Enrique notó cómo apretaba los puños con firmeza. Prefería enfrentarse a su ira antes que a su miedo. Rosa María estaba en todo su derecho de repudiarlo mientras él seguía deseándola con locura, soñando con volver a hacerla suya. No había bastado una noche para saciarse de ella… Estaba loco, no había otra explicación posible. Si no estuvieran en una capilla, en casa del brigadier Rosas, la habría poseído allí mismo.
—Está bien —convino, resignado a ser el blanco de su odio—. No volveré a tocarte si eso es lo que querés, sólo te pido una cosa…
—Podés quedarte tranquilo —lo interrumpió—. No hablaré de lo sucedido, pero no lo hago para protegerte a vos, si guardo silencio es para no causarle un disgusto a papá Estanislao y a mamá Francisca. Se morirían de la vergüenza si supieran de lo que has sido capaz…
Enrique extendió el brazo hacia ella hasta que la punta de sus dedos casi le rozó la mejilla. Rosa María tiró la cabeza hacia atrás para evitar que volviera a tocarla.
—Sos tan hermosa, Rosa María, y al mismo tiempo tan inocente —explicó como una absurda manera de justificar su execrable comportamiento—. No llegás a comprender el efecto que causás en un hombre como yo…
—Un hombre de verdad no hace lo que vos hiciste —espetó respirando ligero. Unas gotitas de sudor bajaron por el hueco de su cuello y murieron en el escote de su vestido. Los ojos lascivos de Enrique siguieron aquel recorrido con deleite. Ella se cubrió el pecho con la mano cuando se dio cuenta y su intención fue salir corriendo. Enrique fue más rápido y alcanzó a sujetarla de ambos brazos antes de que pudiera abandonar la capilla. La mantilla de Rosa María fue a parar el suelo cuando él la arrojó contra la puerta, le aplastó la cara contra la construcción de madera y con un rápido movimiento le levantó la falda del vestido. Ella cerró las piernas al sentir que la mano de Enrique pretendía violentar su intimidad por segunda vez.
No lo iba a consentir, prefería morir frente al altar de la Purísima Concepción antes que volviera a ultrajarla…
Cuando la sujetó del mentón para voltearle el rostro hacia él, Rosa María vio su oportunidad de escapar. Se prendió con fuerza a su dedo pulgar y lo mordió hasta hacerlo sangrar. El grito de dolor que profirió Enrique rebotó en los muros y en el techo de la capilla. Retorcido por el dolor, no tuvo otra opción más que dejarla ir.
Rosa María recogió la mantilla del suelo y se cubrió los hombros con ella. Tambaleándose, con las piernas aún temblorosas, regresó a la tertulia por la calle de los ombúes.
El crucial encuentro entre Estanislao De La Cruz y don Juan Manuel de Rosas tuvo lugar en una de las avenidas del parque, a la sombra de los sauces. Si bien habían intercambiado un saludo y un fuerte apretón de manos a su llegada, rápidamente el gobernador se desentendió de él para dedicarse a departir con los demás invitados a la tertulia. Por un efímero segundo, don Estanislao tuvo la esperanza de que Rosas desconociera la situación de su hijo… esperanza que se evaporó cuando el mayordomo le anunció que el señor gobernador lo aguardaba en el parque para charlar largo y tendido. Lo observó mientras se acercaba. Vestía como todo un chacarero: chiripá, calzón blanco cribado y flequeado en los bordes, poncho colorado con ribetes negros y botas de potro.
En ese momento, le pareció más alto que nunca, aunque apenas medía unos pocos centímetros más que él. Se ubicó a una cierta distancia y carraspeó para anunciar su presencia.
Don Juan Manuel se giró despacio sobre sus talones y se lo quedó viendo durante unos cuantos segundos sin decir absolutamente nada, escudriñándolo con sus inquisidores ojos azules. De repente, la rigidez de sus facciones se suavizó cuando curvó los labios en una media sonrisa.
—Dígame, De La Cruz, ¿cuánto hace que nos conocemos usted y yo?
Estanislao tragó saliva.
—Desde el 27, don Juan Manuel, cuando le vendí esas cabezas de ganado para su estancia en La Matanza, ¿no se acuerda? —dijo refiriéndose a una de las propiedades predilectas del gobernador, porque además de contar con buenos pastos y aguadas le quedaba cerca para su control directo.
—¡Claro que me acuerdo, mi buen amigo! —Le dio una palmadita en el hombro—. Sólo quería saber si usted se acordaba, creo que más allá de nuestra relación comercial que se inició con la compra de esas vacas nos une una gran amistad, ¿no cree usted? Mi Manuela siente mucho aprecio por su familia, precisamente ayer nos preguntábamos si su hijo mayor sería tan corajudo como para presentarse en nuestra casa o, como sospechábamos, huiría con el rabo entre las patas como el inmundo unitario que es.
Estanislao De La Cruz apretó la contera de su bastón, delineando su forma, humedeciendo el metal con el sudor de sus manos. El aire denso que los rodeaba podía cortarse con una tijera. Sintió la tensión propagándose por los músculos de su espalda. Frunció los labios y miró hacia abajo, esperando tal vez que el suelo se abriera bajo sus pies y se lo engullese. Se distrajo por un momento, contemplando las relucientes botas de cuero del gobernador. Rosas había ido directo al grano, sin siquiera darle tiempo para pensar en su respuesta. Le intrigaba saber cómo se había enterado de las preferencias políticas de su hijo; aunque Rosas tenía oídos en toda la Confederación, tuvo el presentimiento de que alguien cercano a la familia lo había delatado. Alzó la vista y tras respirar profundo se enfrentó al caudillo porteño.
—Don Juan Manuel… —La voz le sonó más débil de lo que esperaba—. Créame si le digo que Leandro me ha dado el más grande d e los disgustos. Usted sabe que soy uno de los mayores representantes de la causa federal en Buenos Aires, jamás imaginé que el muchacho estuviera del lado de esos salvajes unitarios. No lo supe hasta el día de ayer cuando le dejó una carta a su madre antes de escapar quién sabe dónde.
Rosas se rascó la cabeza y lo miró con cierta desconfianza.
—¿Y de veras no sabe dónde se ha metido su hijo, De La Cruz?
—No, don Juan Manuel. En la carta no lo mencionaba, supongo que le asustaba que yo tomase represalias en su contra, revelándole a vuestra merced su paradero.
—¿Y lo hubiera hecho? ¿Me habría entregado a su propio hijo para ajusticiarlo como todo traidor a la patria se lo merece?
La respuesta de Estanislao tardó más de lo esperado y Rosas se impacientó.
—Si lo duda, mi amigo, entonces no es usted un buen federal —lo provocó.
—Soy fiel a la causa federal, don Juan Manuel, creo que durante todos estos años se lo he demostrado con creces. Mi hijo se equivocó y si debe ser castigado por su traición, que así sea, después de todo, para mí Leandro ya está muerto.
La seguridad que el estanciero le imprimió a sus palabras bastó, al menos de momento, para convencer a Rosas de su lealtad. Le dio una palmadita en el hombro en señal de beneplácito y sugirió cambiar de tema porque según sus propias palabras “no valía la pena amargarse la tarde hablando de un maldito unitario”.
Al regresar a la casa, un grupo de caballeros, entre los cuales se destacaban Ciriaco Cuitiño y Andrés Parra, les salió al paso. Ambos ostentaban el cargo de comisario y habían estado al frente de la Sociedad Popular Restauradora, un club político creado a fines de 1833 por doña Encarnación Ezcurra, y que promovió el regreso al poder de su esposo presionando violentamente a sus enemigos, atacando los frentes de sus casas o insultándolos en la Sala de Representantes. Rosas le hizo señas a uno de los esclavos para que le sirviera un mate de leche perfumado con canela.
—¿Ha oído los rumores, brigadier? —el que preguntó fue Cuitiño.
Rosas enarcó las cejas y fingió interés. Seguramente lo que estaba a punto de contarle ya no era ninguna novedad para él.
—No nos tenga en ascuas, hombre. ¡Hable! —lo exhortó.
Los labios del comisario, que apenas se asomaban debajo del poblado bigotón, se curvaron en una sonrisa de zorro astuto.
—Vuestra merced debería seleccionar mejor a sus amistades —intervino Andrés Parra observando de reojo a De La Cruz.
—El amigo Parra tiene razón, don Juan Manuel —repuso Cuitiño—. No nos gustaría que uno de sus hijos predilectos le clavara un puñal por la espalda.
Don Estanislao se aflojó el nudo de la corbata de lazo y de un solo trago vació la copa de licor; el líquido amarronado se deslizó rápidamente por su garganta como lava ardiendo; aun así, cuando el esclavo que servía las bebidas pasó junto a él, reemplazó la copa vacía por la llena y se la bebió de un sorbo. Con dos tragos encima, se sintió capacitado para defenderse ante los exmiembros de la Mazorca. Estaba a punto de abrir la boca, cuando Rosas lo interrumpió.
—Todos los aquí presentes conocemos cuál es el destino de aquel que se atreva a traicionarme a mí o a la causa federal. —Miró a Estanislao—. ¿Estamos de acuerdo, De La Cruz?
Don Estanislao, envalentonado por el alcohol, alzó su copa vacía y dirigiéndose al resto de los invitados pregonó:
—¡Viva la Santa Federación! ¡Muerte a los salvajes unitarios!
—¡Viva! —aclamaron los presentes con entusiasmo.
Rosa María y doña Francisca, desde la galería, escuchaban con asombro lo que sucedía a pocos metros de distancia. Intercambiaron miradas de desesperación al reconocer la voz de Estanislao. La mujer sujetó la mano de Rosa María con fuerza, el pensamiento de ambas en ese momento estaba muy lejos de allí, posiblemente al otro lado del Río de la Plata, junto al hombre que ambas amaban.