CAPÍTULO 17
 

La cuchara de plata que Gabriel sostenía en su mano quedó a mitad de camino entre el plato y su boca en el preciso instante en que vio aparecer a Coral en el comedor, acompañada de su hermana. Los pesados rizos colorados, más exuberantes ahora que el cabello se le había secado, le caían en cascada hacia un costado de la cara. Estaba tan acostumbrado a que las mujeres lucieran peinados estructurados o demasiado pomposos que su sencillez lo deslumbró; ¡si hasta las putas se esmeraban tanto en arreglarse el pelo que muchas de ellas terminaban perdiendo el poco encanto que tenían! Le gustaba así, libre de lazos y peinetas, se preguntó si sería tan suave al tacto como se lo imaginaba. Dejó escapar un suspiro que nadie percibió… nadie excepto Soledad que siempre estaba atenta a todo lo que hacía o dejaba de hacer. La muchacha miró a la gitana con desprecio; Gabriel, en cambio, continuó deleitándose la vista con su presencia. La falda, que era amplísima, llegaba a cubrirle los tobillos, luego se ceñía a su cuerpo a la altura de las caderas. La faja con monedas le marcaba bien el talle, mientras que el ajustado corsé que llevaba por encima de la blusa delineaba a la perfección unos pechos pequeños pero bien desarrollados. Si aguzaba la vista incluso se podía percibir cómo se le marcaban los pezones a través de la tela. Se reprendió a sí mismo por haberse permitido llegar tan lejos con sus pensamientos. Coral era todavía una niña y al verla allí, de pie junto a su hermana pequeña, se lo pareció aún más. La observó disimuladamente mientras ocupaba su lugar en la mesa, entre Victoria y Almudena.

—Me alegra ver que ya te has recuperado —manifestó doña Teresa sonriendo con mesura. Si bien había estado de acuerdo en trasladarla a la quinta para cuidar de ella, le inquietaba su presencia. La gitana parecía inofensiva, pero Eudocia no se cansaba de llenarle la cabeza con tonterías: que si le había regalado un brazalete a su nieta quién sabe con qué oscura intención, que la había visto deambular por la casa de noche justo cuando había luna llena, que había oído que podía lanzar un hechizo o una maldición con sólo proponérselo, y una sarta de desatinos que aunque no eran más que creencias de una negra ignorante, no dejaban de preocuparla.

—Gracias, señora —respondió Coral moviéndose hacia un lado para que Soledad le sirviera la sopa. Notó de inmediato que la muchacha observaba a Gabriel mientras cumplía con su tarea; desvió sus ojos hacia él para comprobar que también la estuviese mirando a hurtadillas, pero se sorprendió cuando descubrió que era a ella a quien estaba viendo. Bajó la vista rápidamente y fingió arreglarse un pliegue de la falda.

—Veo que decidiste quedarte —comentó Gabriel de repente, sin quitarle los ojos de encima.

Coral asintió y observó atentamente cómo el cucharón que Soledad sostenía en su mano se desviaba de su trayectoria; por un segundo estuvo segura de que su intención era volcarle la sopa encima, pero la muchacha pareció arrepentirse a último momento.

—Le estaba comentando a Coral que nosotros regresamos a Buenos Aires —intervino Almudena. Aquella era una buena ocasión para tratar de convencer a su padre de que permitiera a la gitana acompañarlos—. Tal vez podríamos invitarla a pasar unos días en casa…

Doña Teresa fue la primera en reaccionar.

—Almudena, hija, no importunes a la muchacha con tus ocurrencias. —Miró a la gitana—. Seguramente Coral tiene otros planes, ¿verdad, querida?

Coral sonrió mientras que Almudena se quedó esperando algún comentario de su padre, pero don Vicente decidió no meterse.

—Sí, señora, no se preocupen por mí. Ya han hecho más que suficiente y les estaré eternamente agradecida. —Cuando miró a Almudena vio el gesto de desilusión en su rostro.

Gabriel tampoco emitió su opinión sobre la posibilidad de que la gitana los acompañase a Buenos Aires. La verdad es que no le hubiera molestado en lo absoluto que fuera con ellos; parecía que había hecho buenas migas con su hermana menor y la pequeña Manuela estaba totalmente fascinada con su presencia, aunque lo que más gusto le daba era que el tal Pablo no se hubiese salido con la suya al querer llevársela de regreso al circo.

Al finalizar la cena, doña Teresa empezó a quejarse de su habitual dolor de cabeza. La negra Eudocia de inmediato le preparó un té de limón para aliviar el malestar de la patrona. Don Vicente le pidió a Gabriel que lo acompañara a su despacho para hablar de su viaje a España y las mujeres se trasladaron al salón para pasar un rato juntas antes de irse a dormir. Victoria llevó a su hija a acostarse y regresó con un libro de poesía en la mano; conocía los versos de memoria, pero como era un obsequio de su difunto esposo, siempre que podía los volvía a leer. Almudena aprovechó para retomar su bordado y doña Teresa simplemente se recostó en el confidente esperando que el dolor de cabeza desapareciera. Coral, aunque temerosa de que la tildaran de bruja como en tantas otras oportunidades, decidió intervenir.

—Doña Teresa, si me permite la osadía, quería decirle que lo mejor para aliviar la jaqueca es la menta. Tiene que colocar una ramita debajo de la almohada antes de irse a dormir y frotarse las manos con las hojas varias veces al día, también aspirar su aroma ayuda mucho —le explicó—. He visto que hay una gran cantidad de plantas detrás de la casa, si usted quiere yo puedo ir a recoger la menta…

—No hace falta, muchacha.

Coral asintió, sabía que no tomaría en serio sus consejos.

—Mandaré a alguna de las criadas a traerla —le aclaró al tiempo que le sonreía. La elegida para cumplir con su encargo fue Eudocia y de inmediato la negra puso mala cara cuando supo que lo de la dichosa plantita para el dolor de cabeza había sido idea de la gitana.

Fue la propia Coral quien cortó en pedacitos las hojas de menta y las colocó dentro de una bolsita de tela a la que anudó en un extremo con un lazo, hizo todo bajo la atenta mirada de las demás mujeres. Se la entregó a doña Teresa y le dijo que la pusiera debajo de su almohada; luego le pidió a la esclava que le trajera un cuenco de barro en el cual machacó el resto de las hojas de menta para que se frotara las manos con ellas. Coral le indicó a doña Teresa que se recostase y le colocó dos hojas en la cabeza, una a cada lado de la sien.

—Quédese un rato así y no deje de frotarse las manos —le indicó mientras observaba de reojo a la negra Eudocia, quien arrodillada junto a su ama sostenía el cuenco de barro sobre su regazo para que no se cayera.

Doña Teresa asintió al tiempo que cerraba los ojos. El fuerte olor a menta parecía que empezaba a causar efecto, al menos le había dado somnolencia.

Coral se alejó hacia el otro rincón del salón donde Almudena bordaba con paciencia y Victoria se abstraía de lo que ocurría a su alrededor leyendo poesía. Se sentó en el suelo, sobre la alfombra y apoyó el brazo en el sofá. Contempló maravillada la pequeña obra de arte que iba surgiendo de las hábiles manos de Almudena.

—¿Te gusta? —le preguntó la muchacha, enseñándole orgullosa el pañuelo que había empezado a bordar justo antes de que la familia se trasladara a la quinta—. Es para Gabriel, quiero dárselo antes de que se vaya.

Coral suspiró resignada. Siempre había querido aprender a bordar, pero nunca había tenido tiempo, tampoco nadie que le enseñara. En el circo, cuando no estaba ensayando su número con Pablo se la pasaba recolectando hierbas o elaborando brebajes que luego colocaba en frasquitos de cristal para vender en cada uno de los pueblos o ciudades en los que el circo instalaba su campamento. Ella no sabía de puntadas ni de hilos, pero conocía mejor que nadie las propiedades curativas de las plantas, así podía aliviar desde un catarro hasta una indigestión.

—Es muy bonito —dijo tocando la delicada tela con las manos.

Victoria fue la primera en irse a dormir, luego fue el turno de doña Teresa, quien subió a su habitación con el arsenal de hojas de menta para que ayudase a calmar su jaqueca. Antes de retirarse le advirtió a Almudena que no se acostara tarde porque a la mañana siguiente nadie lograría despertarla.

—¿Te gustaría aprender a bordar? —preguntó de pronto Almudena cuando se quedaron solas. No fue por mucho rato, ya que tras acompañar a su ama hasta su habitación Eudocia volvió para no dejarla sola con la gitana.

—No lo sé. Siempre he querido aprender pero creo que me costaría mucho… soy algo torpe con las manos —reconoció.

—Nada de eso, vení. —Le hizo señas de que se sentara a su lado y buscó un bastidor con un bordado ya empezado—. Primero tenés que asegurarte de tensar bien la tela. Este se llama punto cruz y es muy sencillo; el secreto está en dar puntadas pequeñas y similares, ¿lo ves? La primera hacia un lado, la segunda hacia el otro…

Coral asintió aunque no estaba tan segura de poder lograrlo, y cuando Almudena le entregó el bastidor para que ella continuara no lo aceptó.

—Si querés aprender tenés que practicar —dijo para persuadirla.

El entusiasmo de Almudena la contagió y Coral se animó a intentarlo. Si bien las primeras puntadas fueron torpes y desprolijas, a medida que la tela se llenaba de crucecitas, su técnica fue mejorando. Eudocia, quien parecía tener clavado su trasero en la silla, las vigilaba con un ojo abierto y uno cerrado. Bostezó exageradamente, asegurándose de que la oyeran, pero las muchachas ni siquiera le prestaron atención. Cuando ya se estaba cayendo de sueño, Almudena se apiadó de la negra y anunció que se iba a acostar. Coral se llevó el bordado con ella y practicó un rato más en su habitación antes de apagar la lámpara.

 

A la mañana siguiente Gabriel, aprovechando que su padre había salido a cabalgar con Victoria, se escabulló en su despacho para robarle uno de los puros importados que escondía en el último cajón del escritorio. Se trataba de unos habanos H. Upmann, una de las marcas más prestigiosas del mundo, que había sido creada en la isla de Cuba por dos hermanos alemanes en la década del cuarenta. El socio de don Vicente, Arturo López Hidalgo, se los había regalado durante su último viaje a España. Antes de sacar el estuche miró hacia la puerta para asegurarse de que la había cerrado, tomó el cigarro y lo aspiró con fuerza.

“Sumamente embriagador”, pensó. Tenían razón sus amigos cuando decían que el olor de un buen habano sólo se comparaba con el perfume de una mujer.

Cortó la perilla con la pequeña guillotina que su padre dejaba junto al tintero y lo encendió con su yesquero de plata. Como si estuviera siguiendo un ritual, se dejó caer en la butaca, cruzó las piernas encima del escritorio y se llevó el cigarro a la boca. Se tomó su tiempo para dar la primera bocanada, luego echó el humo lentamente mientras disfrutaba de su sabor, entre dulce y picante. Dio un respingo y saltó de la butaca cuando sintió que alguien llamaba a la puerta. Se abalanzó sobre el escritorio para meter el estuche de madera en su sitio. Con mucha pena aplastó el habano en el cenicero y espantó el humo con las manos.

—Adelante.

La puerta se abrió lentamente y detrás se asomó Coral.

Gabriel extendió el brazo para indicarle que se acercara y la gitana, con cierta desconfianza obedeció.

—Buenos días —la saludó con una sonrisa. Llevaba un abrigado chal de lana encima de los hombros que apretaba contra su pecho; percibió de inmediato que estaba nerviosa.

—Buenos días, Gabriel. ¿Podría hablar contigo? Es importante…

Otra vez fue sorprendido por ese inquietante ramalazo de deseo al escucharla pronunciar su nombre.

—Por supuesto. ¿Querés sentarte? —preguntó volteando la silla hacia ella.

—Prefiero permanecer de pie.

Gabriel volvió a acomodar la butaca y se apoyó en uno de los extremos del escritorio; con las manos en los bolsillos de los pantalones la miró con detenimiento.

—Vos dirás.

Coral tragó saliva. No había sido fácil tomar la decisión de venir a buscarlo; sin embargo, después de darle muchas vueltas al asunto, se había armado de coraje para hablar con él. Lo que estaba a punto de pedirle lo había resuelto después de conocer la noticia de su próximo viaje a España y no perdía nada con intentarlo.

—Almudena me contó que en unos días te marchas a Europa.

—Así es, parto la semana que viene hacia Madrid —respondió, intrigado por saber qué era eso tan importante que deseaba hablar con él.

—Cuando vino Pablo a buscarme le dije que no pienso volver al campamento; tú y tu familia han sido muy amables conmigo al permitir quedarme aquí, en la quinta, pero se marchan a Buenos Aires y la verdad es que yo no sé qué hacer. —Interrumpió sus palabras para acomodarse un mechón de cabello detrás de la oreja. Gabriel siguió aquel movimiento atentamente—. Tal vez es muy atrevido de mi parte pero… ¿sería posible que me llevaras a España contigo? —Antes de que él tuviera la oportunidad de contestar, agregó—: No conozco a nadie en Buenos Aires y no sé nada de tu tierra; pasé la mayor parte de mi vida recorriendo Europa con el circo, todo lo que conozco está allí, al otro lado el océano. No tengo dinero pero te prometo que apenas ponga un pie en España buscaré trabajo y te pagaré hasta el último centavo. —Se llevó la mano cerrada en un puño a los labios y la besó para reforzar su juramento.

Gabriel quedó pasmado frente a su desesperado pedido de ayuda.

—Coral, no podés pedirme algo así. —La propuesta de la gitana era una locura, no sabía exactamente por qué, pero estaba seguro de que debía negarse. La responsabilidad de cruzar el océano con ella era un reto que no pensaba asumir.

—Por favor, volver a España es lo único que me queda —le suplicó dando un paso hacia delante.

—Lo siento, Coral pero tenés que entenderme. No puedo llevarte conmigo, tu familia está aquí. ¿Qué vas a hacer en España? ¿Tenés parientes allí, amigos?

Podría haberle mentido y decirle que sí, pero prefirió no hacerlo; si había venido en busca de su ayuda debía ser completamente sincera con Gabriel. Negó con la cabeza al tiempo que daba otro paso más hacia él.

Gabriel no se percató de su inquietante proximidad hasta que lo envolvió el perfume de su piel. Olía a jabón y a algo más… aspiró un poco más fuerte hasta reconocer el aroma fresco y dulzón de la menta.

—Por favor… —insistió mientras lo miraba fijamente con esos enormes ojos que no eran azules ni violetas, sino una fascinante combinación de ambos colores. Luego, en un gesto inesperado se arrojó sobre él, pegando su pequeño cuerpo al suyo. —Haré lo que quieras para complacerte, pero llévame contigo.

Gabriel permaneció inmóvil, sin saber cómo reaccionar. Lo único de lo que estaba seguro era de que tenía que apartarla, sin embargo fue incapaz de hacerlo cuando sintió que la pierna de la gitana se apoyaba entre sus muslos, rozando su miembro. Si la idea de viajar con él a España era una locura, la manera en la que Coral pensaba convencerlo lo dejó patidifuso. ¿Qué sabía ella de complacer a un hombre si no era más que una niña? Se incorporó y la asió de los hombros con la intención de alejarla antes de que el calor de su cuerpo le hiciera olvidarse precisamente que tenía la misma edad de su hermana y que él, al ser mayor, era quien debía tener la situación bajo control. Cuando consiguió apartarla no pudo evitar perderse en su mirada; tragó saliva, no era posible que lograra inquietarlo de aquella manera. Lo que Coral hizo a continuación puso en jaque cualquier pizca de cordura que aún le restaba…

La mano de la gitana tomó la suya, la llevó hacia abajo y la apoyó sobre uno de sus pechos. Arqueó la espalda hacia delante hasta que él sintió la forma redondeada del pequeño seno que cabía perfectamente en la palma de su mano. Sin darse cuenta dejó escapar un suspiro.

—Coral, no hagás esto —ahora era Gabriel el que suplicaba.

Ella aumentó la presión del roce y Gabriel ahogó un gemido cuando sintió el pezón erecto a través de la tela de su ropa. Coral se asustó mucho al descubrir el modo en que su propio cuerpo estaba respondiendo a su caricia, aun así no se detuvo. Trató de recordar lo que había visto en las caballerizas, pero en ese momento de confusión sólo podía pensar en la mano de Gabriel apretando su pecho. Entonces logró traer a su mente el momento exacto en el cual él le había preguntado a Soledad si le gustaba lo que le estaba haciendo; la muchacha había gritado que sí, así que valiéndose de ello, lo miró directamente a los ojos y también preguntó: “¿Te gusta?”.

Gabriel no dejaba de sorprenderse por el comportamiento de la gitana. ¿A qué estaba jugando realmente? ¿Es que acaso no se daba cuenta de que lo estaba incitando a cometer una locura? Él era un hombre de carne y hueso como cualquier otro, aunque cuando tenía enfrente a una mujer hermosa, dispuesta a complacer sus deseos más salvajes, también era débil. Desvió la vista hasta su entrepierna, allí donde una acuciante erección le abultaba los pantalones. Coral también la notó y al darse cuenta de lo que había provocado, se alejó inmediatamente de él. Gabriel intentó detenerla pero la gitana abrió la puerta del despacho de par en par y huyó despavorida hacia su habitación. Se giró sobre sus talones y con la mano abierta le asestó un fuerte golpe al escritorio, haciendo que unos papeles volaran hasta el suelo. Contempló con resignación el habano aplastado en el cenicero; nunca antes había tenido tantas ganas de fumar como en aquel momento. Necesitaba desesperadamente desahogarse y quitarse la culpa por lo que sabía que habría hecho si Coral hubiese permanecido un segundo más a su lado. Una vez compuesto, abandonó el despacho y se dirigió a la cocina; con disimulo le hizo señas a Soledad de que la esperaba en el lugar que ella sabía. La muchacha, complaciente como siempre, acudió al encuentro ansiosa; sin embargo, y por primera vez desde que la había convertido en su amante, Gabriel no pudo hacerla suya porque apenas cerraba los ojos era a Coral a quien veía. Durante el resto del día no volvieron a verse. Por la tarde Gabriel invitó a sus hermanas y a la pequeña Manuela a un picnic a la orilla del arroyo; cuando Almudena le preguntó a Coral si quería acompañarlos, la gitana rechazó su oferta alegando que se sentía algo fatigada; esa excusa que nadie en la casa puso en duda le valió para permanecer en su habitación. Cuando doña Teresa mandó a llamarla para la cena, fingió que dormía. Se sentía tan avergonzada de su conducta de esa mañana que estaba segura que ya nunca más podría volver a mirar a Gabriel a los ojos; aunque sabía que era imposible seguir evitándolo al convivir bajo el mismo techo, esperaba al menos retrasar todo lo posible el momento de un nuevo encuentro. No supo si culpar a su atrevido comportamiento frente a Gabriel o a esa extraña agitación que aún sentía en el cuerpo, pero no lograba conciliar el sueño. Se revolvía inquieta en la cama mientras evocaba lo sucedido en el despacho; resignada a que esa noche no dormiría, se levantó. Fue hasta la ventana y corrió las cortinas para mirar hacia afuera; la luz de la luna llena se extendía por todo el huerto y llegaba a iluminar más allá de los límites de la propiedad. De pronto, creyó ver que algo se movía entre los naranjos, aguzó la vista para asegurarse de que no había sido el viento y entonces lo vio.

Era Pablo, quien con sigilo avanzaba en dirección a la casa. Se detuvo al llegar al pie de su ventana; ella vaciló en abrirla pero no podía dejarlo ahí afuera; lo conocía lo suficiente como para saber que era capaz de no moverse de allí hasta que no hablara con él. Destrabó el pestillo y asomó medio cuerpo por la ventana.

—¿Qué haces aquí?

El Payo, nervioso, oteó hacia ambos lados. Si alguien lo descubría podía confundirlo con un ladrón y estaría en todo su derecho de disparar primero antes de preguntar.

—Coral, tienes que venir conmigo ahora mismo —le dijo sin levantar demasiado la voz.

—Pablo, no voy a regresar —respondió tajante mientras se cubría el pecho con la mano para protegerse del viento.

—Es tu madre… ha caído enferma y no deja de llamarte. Tienes que ir, Coral… Sara te necesita.

Como la joven no dijo nada, Pablo creyó que no lo había oído. Estaba a punto de repetírselo cuando ella de repente se apartó de la ventana y desapareció detrás de las cortinas. Se quedó allí con la esperanza de que volviera a salir; la espera finalmente había valido la pena, esbozó una sonrisa de triunfo cuando alcanzó a distinguir entre las sombras de la galería que venía corriendo hacia él. El Payo apretó su mano con fuerza y la condujo hasta el sitio en donde había dejado su caballo; la ayudó a montarse y tomando las riendas del animal atravesaron el huerto hacia el arroyo. De vez en cuando, Coral miraba por encima de su hombro hacia la casa; le daba pena no haber podido despedirse de la familia, principalmente lamentaba no decirle adiós a Almudena, pero tal vez era mejor así. Una lágrima rodó por su mejilla mientras dejaba atrás la quinta de los Izaguirre.

A la mañana siguiente, para desconcierto de todos, la gitana se había esfumado tan de repente como había aparecido.

 
 
Embrujo gitano
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