I

Pern 5.4.08.



Tal vez el hecho de que la gente estuviera tan acostumbrada a los dragones después de casi ocho años de estrecha asociación fue la causa de que nadie prestara demasiada atención al comportamiento de las criaturas. Los que se percataron de sus hábitos inusuales pensaron que los dragones estaban simplemente dedicándose a un nuevo juego, ya que siempre inventaban diversiones. Más tarde recordarían que los dragones intentaron conducir los rebaños de vuelta a sus establos. También demasiado tarde, los encargados de los delfines recordarían que Bessie,Lottie y Maximilian, todos ellos del tipo nariz de botella, habían derrochado esfuerzos en sus intentos de explicar a sus amigos humanos el motivo de que las formas de vida marina indígena se estuvieran apresurando hacia el este en busca de una fuente de alimento.

En su hogar de la Plaza de Europa, Sabra Ongola-Stein creyó que Fancy, el dragón de la familia, estaba atacando a su hijo de tres años mientras jugaba en el patio. La pequeña hembra dorada se agarraba a la camisa de Shuvin e intentaba apartarlo de su montón de arena y de su camión de juguete favorito. Sabra cogió al niño, apartando a Fancy a golpes; pero la hembra siguió revoloteando sobre ella a la vez que gorgeaba aliviada. Desde luego era un comportamiento desconcertante; pero, aunque el tejido de la camisa se había roto, Sabra no vio en la carne de Shuvin marca alguna de las garras del dragón. Y también era extraño que

Shuvin no llorara. Lo único que quería era regresar al patio para jugar con su camión mientras Sabra intentaba cambiarle de camisa.

Más sorprendente fue que Fancy intentara entrar en la casa con ellos, pero Sabra cerró la puerta justo a tiempo. Mientras estaba apoyada contra ella, tratando de tomar aliento, vio a través de la ventana a otros dragones que también estaban actuando de una forma muy peculiar. El hecho de que según los informes, los dragones jamás herían a las personas, ni siquiera en el ardor de la cópula, la tranquilizó de algún modo; pero no eran las ansias de aparearse lo que les excitaba tanto, puesto que las hembras verdes estaban allí, volando en círculos con el mismo frenesí que los demás. Y cuando una hembra dorada volaba para aparearse, las verdes siempre se apartaban del camino. Además, Fancy no estaba en su época de celo.

Mientras forcejeaba con Shuvin para cambiarlo de camisa a pesar de sus protestas, se dio cuenta de que los chillidos que traspasaban las gruesas paredes de plástico expresaban miedo. Sabra conocía los diversos sonidos que producían los dragones tan bien como cualquier otra persona de Aterrizaje. ¿De qué podían tener miedo?

Cerca de la Cordillera Oeste habían divisado ocasionalmente una gran criatura alada, tal vez un wherry enorme; pero era improbable que se hubiese aventurado tan al este. ¿Qué otro peligro podía haber en una mañana tan hermosa de principios de primavera? Aquella nube, que manchaba de gris el horizonte, anunciaba próximas lluvias, pero eso sería bueno para los campos de cereales, que ya estaban brotando. Tal vez debería recoger la ropa que tenía tendida. A veces echaba de menos las ventajas de la vieja Tierra, cuando con apretar un botón bastaba para librarse de las pesadas y monótonas labores de la casa. Era una pena que el consejo nunca reflexionara sobre la posibilidad de obligar a los infractores a realizar las tareas domésticas como castigo por su conducta desordenada. Remetió la camisa de Shuvin en sus pantalones y a cambio el niño le dio un beso húmedo y cariñoso.

—El camión, mamá, ¿puedo cogerlo?

Al escuchar la ansiosa pregunta de su hijo, Sabra reparó de repente en el silencio, en la ausencia de esa habitual y alegre cacofonía de coros de dragones que era la música de fondo de la vida cotidiana en Aterrizaje y en casi todos los asentamientos a lo largo del continente sur. Aquel silencio tan absoluto daba miedo. Perpleja y sin soltar a Shuvin, que quería salir enseguida y jugar con la arena, Sabra miró por la ventana trasera a través del plástico transparente. No había ningún dragón a la vista. Ni siquiera en casa de Betty Musgrave-Blake, y allí debería verse la habitual congregación que acompañaba a los nacimientos. Betty estaba esperando su segundo hijo; y Sabra había visto llegar a Basil, el tocólogo, junto con Greta, una aprendiza de comadrona muy competente.

¿Dónde estaban los dragones? Jamás se han perdido un nacimiento.

A pesar de que Aterrizaje estaba ya bien consolidado, aún se suponía que había que informar de cualquier cosa inusual que sucediera en Pern. Sabra marcó el número de Ongola en la unidad de comunicación, pero la línea estaba ocupada. Mientras estaba al teléfono, Shuvin alargó la mano hasta el tirador de la puerta y la abrió; por encima del hombro dirigió una traviesa sonrisa a su madre, a la vez que volvía a ejercitar esta nueva habilidad. Sabra sonrió en señal de consentimiento y marcó el número de Bay. Quizá la zoóloga supiera que les estaba ocurriendo a sus criaturas favoritas.


Al sureste de Aterrizaje, Sean y Sorka estaban cazando wherries para la comida de la fiesta semanal. A medida que los asentamientos humanos se extendían, los cazadores tenían que alejarse más y más.

—Ni siquiera están intentando cazar, Sorka —dijo Sean, con el ceño fruncido—. Llevan la mitad de la mañana discutiendo. Malditos estúpidos. —Levantó un brazo moreno y musculoso para hacer un gesto de enojo a sus ocho dragones—. ¡Levantad el vuelo, tontos con alas! ¡Hemos venido a cazar!

Sin hacerle caso, los veteranos pardos siguieron con lo que parecía una agria discusión con los menta sintetizados, y también, de una forma más agresiva, con la reina de Sean, Blazer. Esa conducta era por completo anormal. Blazer, que había sido mejorada genéticamente por Bay Harkenon, sabía conseguir que la obedecieran los de colores inferiores, como las demás hembras doradas fértiles.

—Los míos están igual —dijo Sorka al ver cómo sus cinco dragones se unían a los de Sean—. ¡Cielos, vienen por nosotros'. —Aflojo las riendas y apretó las piernas contra los costados de su yegua baya, pero se detuvo al ver cómo Sean obligaba a Cricket a dar la vuelta para enfrentarse a los dragones y levantaba una mano imperiosa. Se sintió aún más perpleja al observar que los dragones adoptaban una formación de ataque, mientras emitían inexplicables gritos de alarma y terror.

—¿Peligro? ¿Dónde? —Sean hizo que Cricket girara sobre sus ancas, un truco que Sorka no había logrado nunca enseñar a Doove a pesar de la ayuda del chico y de su propia paciencia inagotable. Sean oteó el horizonte y, al percatarse de que los dragones apuntaban hacia el este, detuvo a Cricket.

Blazer se posó sobre el hombro de Sean, enroscó la cola alrededor de su cuello y de su bíceps izquierdo y chilló a los otros dragones. La interacción que percibía dejó perplejo a Sean. ¿Una reina recibiendo órdenes de los pardos? Pero se olvidó de ello al darse cuenta de que los pensamientos de Blazer eran cada vez más temerosos.

—¿Aterrizaje en peligro? —preguntó—. ¿Buscar refugio?

Al escuchar las palabras de Sean, Sorka comprendió lo que trataban de explicarle sus bronces. Sean siempre era más rápido leyendo las imágenes mentales de sus dragones acrecentados, sobre todo las de Blazer, que eran las más coherentes. Ella anhelaba a menudo tener una hembra dorada, pero quería a sus bronces y pardos demasiado para solicitar una.

—Es lo mismo que me están diciendo a mí —dijo Sorka, cuando sus cinco dragones empezaron a tirar de diversas parte de su ropa. Aunque Sean solía cazar desnudo de cintura para arriba, ella tenía demasiado pudor para cabalgar a gusto de esa guisa; la camisa de cuero sin mangas le proporcionaba seguridad y a la vez protección contra las uñas de los dragones. El bronce Emmett se situó sobre Doove, agarró una oreja y las crines y empezó a tirar, intentando girar la cabeza de la yegua.

—¡Algo grande, algo peligroso y que busquemos refugio! —exclamó Sean, meneando la cabeza—. Sólo es una tormenta, amigos. ¡Mirad, sólo es una nube!

Sorka miró hacia el este, preocupada. La altura en que se encontraban sobre la meseta sólo les permitía vislumbrar el mar.

—Esa formación de nubes es muy extraña, Sean. Nunca he visto nada así. Se parece a las nubes de nieve que aparecían de continuo en Irlanda.

Sean arrugó el entrecejo y apretó los muslos contra los flancos del caballo. Cricket, captando el apremiante temor de los dragones, se encabritó en el acto de la forma en que lo habían enseñado, pero era evidente que cuando Sean le dejara iba a lanzarse a galope tendido. Los ojos del semental giraban angustiadamente en sus órbitas, mientras él resoplaba. También Doove estaba nerviosa, incitada por el peculiar apremio de Emmett.

—Aquí no nieva, Sorka, pero tienes razón respecto al color y la forma. Por mil diablos, sea lo que sea esa lluvia, se ve condenadamente bien. La lluvia aquí no cae de esa manera.

Duke y los primeros pardos de Sean prorrumpieron en agudos chillidos de frustración y terror. Blazer trompeteó una enérgica orden. Lo siguiente que vieron Sean y Sorka fue que ambos caballos, aguijoneados por pinchazos en las grupas propinados estratégicamente por los dragones, salían de estampida hacia el noroeste, siguiendo el rumbo que les marcaba la bandada. Ni las riendas, ni las piernas, ni las sillas tenían el menor efecto sobre los caballos, enloquecidos de dolor, pues cada vez que intentaban obedecer a sus jinetes los vigilantes dragones volvían a pincharles.

—¿Qué demonios les pasa? —gritó Sean, tirando de la jáquima que usaba, en lugar del bocado normal, para no lastimar la delicada boca de Cricket—. Juro que aplastaré sus malditos hocicos.

—No, Sean —exclamó Sorka, inclinándose hacia adelante para seguir el salto de su yegua—. Duke está aterrorizado por esa nube. Todos los míos lo están. ¡Nunca harían daño a los caballos! Estaríamos locos si no les hiciéramos caso.

—¡Como si pudiéramos no hacérselo!

Los caballos se estaban precipitando en dirección al fondo de un barranco. Sean necesitó de toda su habilidad para mantenerse sobre Cricket, mientras percibía el alivio de Blazer por haber conseguido llevarles a un lugar seguro.

—¿Seguro? ¿De qué hay que protegerse? —murmuró, lleno de rabia por la impotencia que sentía ante un animal que en sus siete años de vida nunca lo había desobedecido, un animal al que creía comprender mejor que a cualquier ser humano del planeta.

El ritmo del galope prosiguió, sin aminorar a pesar de que Sean podía sentir que su semental gris, fuerte como era, empezaba a cansarse. Los dragones condujeron a los caballos hacia adelante, a uno de los pequeños lagos que salpicaban aquella parte del continente.

—¿Por qué al agua, Sean? —gritó Sorka, a la vez que se retrepaba en la silla y tiraba de las riendas de Doove. Cuando la yegua, obediente, aminoró su trote, Duke y los otros dos bronces protestaron con un chillido y volvieron a pincharla en las grupas, ya sangrantes.

La yegua, relinchando y con los ojos blancos de terror, saltó al agua, y a punto estuvo de descabalgar a su jinete. Tras ella se precipitó el semental, espoleado por las afiladas garras de los dragones de Sean.

El lago, un profundo cuenco que recogía las aguas de las colinas cercanas, tenía una pequeña playa; pronto, los caballos estuvieron nadando en él, impulsados por los dragones que los guiaban con determinación hacia el saliente rocoso que había al otro lado. Sean y Sorka tomaban el sol a menudo en aquel repecho; les gustaba tirarse desde allí al agua, que llenaba el declive.

—¿El saliente? ¿Quieren que nos metamos debajo del saliente? Ahí el agua es muy profunda.

—¿Por qué? —seguía preguntando Sorka—. Sólo va a llover. —Estaba nadando junto a Doove, con una mano en el pomo de la silla y la otra sujetando las riendas para dejar que la yegua la arrastrara en su avance—. ¿Dónde se han ido todos?

Sean, sin dejar de nadar junto a Cricket, se volvió para mirar el camino que habían seguido hasta allí. Sus ojos se desorbitaron.

—Eso no es lluvia. ¡Nada, Sorka! ¡Nada hacia el saliente!

Sorka dirigió la vista atrás por encima de su hombro y vio lo que había asustado al joven, que no solía dejarse perturbar por nada. El terror dio fuerzas a su brazo, y, tirando de las riendas, obligó a Doove a realizar un esfuerzo aún mayor. Ya estaban cerca del repecho, de la poca protección que podía brindarles ante aquella plateada y siseante lluvia que caía ominosa sobre el bosque que acababan de dejar atrás.

—¿Dónde están los dragones? —gimió Sorka, al tiempo que se metía bajo el saliente. Tiró de Doove, intentando que la yegua le siguiera.

—¡En el sitio más seguro para nosotros, sin duda! —La voz de Sean mostraba su furia mientras obligaba a Cricket a resguardarse bajo el repecho. Había justo el espacio suficiente para que los caballos pudieran mantener la cabeza sobre el nivel del agua, pero no tenían apoyo para las patas, que movían sin cesar.

De pronto, ambas bestias dejaron de resistirse y empezaron a presionarlos contra la pared interior, relinchando presas del terror.

—¡Levanta las piernas, Sorka! ¡Apóyate contra la pared! —gritó Sean, y le mostró cómo había que hacerlo.

Oyeron entonces el siseo sobre el agua. Miraron hacia allí por encima de las cabezas de los aterrorizados caballos y vieron que caían unas hebras, finas y alargadas. Las aguas del lago se enturbiaron de repente y se llenaron por completo de aletas de los pececillos que habitaban en los riachuelos .

—¡Dios! ¡Mira eso! —Sean señaló excitado un pequeño chorro de fuego justo sobre la superficie del lago que estaba quemando una gran maraña de aquella cosa antes de que cayera al agua.

—¡Por allí también! —dijo Sorka, y en ese momento oyeron el canto de los dragones, nervioso pero exultante. Bajo el saliente y comprimidos contra la pared, apenas pudieron captar más que fugaces imágenes de las criaturas y de aquellas inesperadas llamas.

De pronto, Sorka recordó aquel día ya lejano en que había contemplado por vez primera a los dragones defendiendo a los animales de corral. Entonces tuvo la certeza de que Duke había atacado con llamas a un wherry.

—Ya ha ocurrido antes, Sean —dijo, y sus dedos resbalaron al tratar de agarrarse al hombro del joven para llamar su atención—. De alguna forma, escupen fuego. A lo mejor sirve para eso su segundo estómago.

—Bueno, me alegro de que no sean unos cobardes —murmuró Sean, acercándose con cautela a la salida—. No, no son cobardes en absoluto —añadió, lanzando un suspiro de alivio—. Ven aquí, Sorka.

Dirigiendo una mirada angustiada a Doove, Sorka se acercó a Sean y gritó de júbilo y sorpresa. Su bandada de dragones se había visto acrecentada en gran número. Los pequeños animales parecían guardar turno para arrojarse en picado contra la perniciosa lluvia, sus chorros de llamas reducían a pavesas aquel horror, que caía convertido en cenizas sobre la superficie del lago, donde millares de bocas de pez las engullían.

—Mira, Sorka, los dragones están protegiendo el saliente.

Sorka pudo ver cómo la amenazante lluvia caía sin obstáculos al lago fuera de la zona de luego de los dragones.

—¡Dios mío, Sean, mira lo que hace con los arbustos! —Señaló con el dedo hacia la orilla. Los espesos macizos de matorrales que acababan de atravesar a caballo ya no se veían: estaban cubiertos por una masa de «cosas» que se retorcían y parecían crecer mientras las contemplaban. Sorka sintió que se le revolvía el estómago, y sólo esforzándose al máximo consiguió no vomitar el desayuno. Los labios de Sean se habían quedado blancos y tenía las manos, que no dejaban de moverse rítmicamente para mantenerlo flotando, crispadas.

—No me extraña que los dragones estuviesen aterrorizados. —Impotente, golpeó el agua con los puños, formando unas pequeñas olas. Duke apareció de repente, revoloteando fuera del repecho para echar una mirada. Se detuvo sólo lo suficiente para tranquilizarlos con un grito y después desapareció, literalmente—. Bueno —dijo Sean—, si yo fuera Pol Nietro diría que ese vuelo instantáneo que poseen es el mejor mecanismo de defensa que cualquier especie pueda desarrollar. —Una alargada hebra resbaló por el saliente y colgó un momento ante sus ojos horrorizados, y un instante después fue abrasada por una llama.

Asqueado, Sean echó agua sobre los restos, apartando las motas flotantes de Sorka y de él. A su espalda la respiración de los caballos revelaba auténtico pavor.

—¿Cuánto durará? —se preguntó Sean deslizándose hacia Cricket y acariciándole la cabeza—. ¿Cuánto durará?


—No se trata de actividad de apareamiento —le explicó Bay a Sabra al recibir su llamada—, y es una pauta de conducta totalmente irracional. —Intentó recordar todo lo que sabía y lo que había observado sobre los dragones, mientras miraba por la ventana. En aquel momento, un deslizador despegó de su aparcamiento, junto a la torre meteorológica, para dirigirse a toda velocidad hacia la tormenta—. Deja que consulte mis archivos y que hable con Pol. Te llamaré después. En verdad es algo muy extraño.

Pol estaba trabajando en el bancal de verduras que tenían tras la casa. Al verla llegar la saludó con la mano alegremente, se echó a un lado la gorra y se secó la frente llena de sudor. Habían enriquecido la tierra del jardín y la habían mejorado cuidadosamente con diversas especies de escarabajos y lombrices terrestres que se sentían tan felices aireando el suelo de Pern como el de la Tierra, y que completaban la labor de las especies locales, más perezosas. Bay observó cómo Pol dejaba de enjugarse la frente para mirar a su alrededor; supuso que acababa de reparar en la ausencia de los dragones.

—¿Adonde se han ido todos? —La mirada de Pol buscó en las otras plazas residenciales y en el techo de Betty, que estaba vacío—. Ha ocurrido de repente, ¿no?

—Sabra acaba de llamarme. Me ha dicho que Fancy ha atacado, al pequeño Shuvin. Sin ninguna razón para ello, aunque al menos sus garras no han atravesado la ropa y, por tanto, no han tocado su piel. Después, Fancy intentó entrar con ellos en la casa. Según me ha dicho Sabra, parecía que estaba asustada.

Pol enarcó las cejas, sorprendido, y siguió enjugándose la frente, para luego secar también la tirilla de la gorra antes de volver a ponérsela. Se apoyó sobre la azada y miró a su alrededor. Fue entonces cuando vio las nubes grisáceas.

—No me gusta nada el aspecto que tienen esas nubes —dijo—. Me sentiré mucho más tranquilo cuando hayan pasado. —Sonrió—. Mientras, vamos a ver tus notas sobre los mentasintetizados. Fancy pertenece a ese grupo, no es nativa.

De pronto, el aire se llenó de dragones asustados que no dejaban de chillar y de gritar.

—¿Dónde han estado esos bichejos? —se preguntó Pol y, quitándose la gorra, la sacudió furiosamente delante de su cara—. ¡Puaj! ¡Huelen fatal!

Bay se tapó la nariz y corrió a refugiarse en la casa.

—Sí que huelen mal. Apestan a azufre.

De aquel remolino de cientos de dragones se destacaron seis, que bajaron en picado sobre Bay y Pol y empezaron a azotarles las espaldas y a chillar para obligarles a correr hacia adelante.

—Creo que nos están llevando a la casa, Pol —dijo Bay. Se detuvo un momento para estudiar aquel extraño comportamiento, pero su dragón reina la agarró por el pelo y los dos bronces por la parte delantera de la blusa, y los tres juntos tiraron de ella hacia adelante. Sus gritos se hicieron más frenéticos.

—Me parece que tienes razón. Y también lo están haciendo con otros.

—Nunca había visto tantos dragones. Normalmente aquí no tenemos tal concentración. —Bay siguió adelante, cooperando con sus dragones con un pesado trote—. ¡La mayoría son salvajes! Mira, algunas reinas son mucho más pequeñas. Y además hay predominio de verdes. Es fascinante.

—Muchísimo —corroboró Pol, ligeramente divertido al ver que los dragones que eran sus amigos particulares habían entrado en la casa y estaban haciendo esfuerzos en común para cerrar la puerta tras los dos humanos—. De lo más sorprendente.

Bay ya estaba sentada junto a su terminal.

—Evidentemente, se trata de algo dañino tanto para ellos como para nosotros.

—Preferiría que se tranquilizaran —dijo Pol. Los dragones estaban revoloteando sin cesar por el salón, el dormitorio, el cuarto de baño e incluso por el anexo que habían convertido en un laboratorio, pequeño pero bien equipado—. Esto es demasiado. Bay, dile a tu reina que se calme, y así los otros seguirán su ejemplo.

—Díselo tú mismo, Pol, mientras accedo al programa sobre conducta. Te obedecerá a ti igual que a mí.

Pol intentó persuadir a Mariah para que se posara en su brazo. Pero apenas lo hacía ya echaba a volar otra vez, y lo mismo los otros dragones. Ni siquiera un exquisito bocado de su pescado favorito pudo convencerla. Pol se asomó a la ventana para ver si había otros que estuvieran experimentando la misma histeria colectiva, y vio que no había gente en las plazas. También divisó nubes de polvo junto a los establos de los veterinarios y dragones describiendo oscuros círculos en el cielo mientras intentaban conducir a los animales hacia los corrales. También oyó en la lejanía discordantes bramidos de bestias asustadas.

—Espero que esto tenga una explicación —musitó, y se puso detrás de Bay para leer la pantalla—. ¡Dios mío, mira la casa de Betty! —Su dedo señaló sobre la terminal y hacia la ventana, en dirección a un edificio que estaba totalmente cubierto de dragones—. Cielos, no sé si debería llamarles para ver si necesitan ayuda.

Intentó alcanzar el pomo de la puerta, pero Mariah, con un chillido de furia, se arrojó sobre su mano y la apartó, arañándole.

—No vayas, Pol. ¡No salgas, Pol! ¡Mira!

Bay se había levantado a medias de su silla y permanecía en esa posición, helada, con una expresión de extremo horror. Pol rodeó sus hombros con un brazo protector, y en ese momento ambos oyeron el siseo que producía la terrible lluvia que estaba cayendo sobre Aterrizaje. Pudieron ver las «gotas de lluvia», individuales y alargadas, que golpeaban la superficie para encontrar a veces sólo polvo; pero otras caían entre hierba y arbustos y se retorcían sobre ellos hasta hacerlos desaparecer, dejando detrás gruesas formas semejantes a babosas que atacaban rápidamente cualquier cosa verde que hubiera en su camino. El hermoso jardín en flor de Pol se convirtió en un erial lleno de «cosas» grises que no dejaban de retorcerse y que engordaban por momentos a cada nuevo bocado que engullían, y hacían eso sin cesar.

Mariah emitió una estridente llamada y desapareció de la casa. Los otros cinco dragones la siguieron al momento.

—No puedo creer lo que veo —susurró Pol, asombrado—. Se están teleportando en manadas, casi en formaciones. Así que desarrollaron la telequinesia como técnica de supervivencia. Huummm.

La monstruosa lluvia seguía avanzando y esparciendo tras de sí su carga irracional, acercándose a la casa inexorablemente a través del patio, cuya galería de piedra había sido tallada con esmero.

—No pueden devorar la piedra —observó Pol con objetividad de científico—. Confío en que nuestro tejado de plástico de silicio los frene de la misma manera.

—Los dragones tienen más de una habilidad sin descubrir, querido —dijo Bay con orgullo, y señaló al exterior.

Allí, sus dragones estaban bajando en picado y remontando a toda velocidad después de lanzar fuego para incinerar a la forma de vida atacante y evitar que alcanzara la casa.

—Estaría más tranquilo si supiera que esas cosas no penetran en el plástico —repitió Pol con un ligero temblor en la voz, alzando la vista hacia el techo opaco. Torció el gesto y se encorvó, para protegerse, al oír un resbaladizo impacto, y a continuación otro; pero también vio a través del oscuro material del techo un breve chorro de llamas.

—Bueno, es un alivio —dijo, y enderezó los hombros.

—De todas formas estaban atacando el techo hasta que los dragones, ¡benditos sean!, las han achicharrado. —Bay se asomó por la ventana que daba a la casa de Betty Mus- grave-Blake—. ¡Dios mío! ¡Mira eso!

La casa estaba rodeada de gotas y remolinos, pero una frenética sombrilla de dragones se aseguraba de que ni una sola salpicadura de aquella grotesca lluvia alcanzara el hogar de una mujer a punto de dar a luz.

Pol tuvo la presencia de ánimo suficiente para coger sus prismáticos de un desordenado estante. Los enfocó a los campos y las casetas veterinarias.

—Me pregunto si van a proteger a nuestro ganado. Hay demasiados animales para pretender meterlos a todos en un refugio seguro. Pero los dragones parecen estar concentrándose en el área.

Vivamente interesados en la seguridad de los rebaños que habían ayudado a crear, Pol y Bay se turnaron en el puesto de observación. De pronto, Bay le pasó los gemelos, temblorosa y sin decirle nada. La visión de una vaca, ya crecida, reducida en unos instantes a un cadáver quemado y cubierto por una masa de hebras que no dejaba de retorcerse, la había aterrorizado. Pol los enfocó de nuevo y emitió un gruñido de consternación e impotencia. Después, los bajó.

—Son mortíferas. Voraces, insaciables. Parece que consumen todo lo que sea orgánico —murmuró. Respiró hondo para fortalecerse y volvió a mirar por los prismáticos—. A juzgar por las marcas que se ven en los tejados de algunos de los refugios que levantamos al principio, también consumen los plásticos que contienen carbono.

—Oh, no. Eso sería realmente terrible. ¿Puede ser un fenómeno regional, o no? —preguntó Bay con voz aún trémula—. Esos extraños círculos en las zonas de vegetación que aparecían en el fax original de reconocimiento… —Dando la espalda al desastre, la bióloga se sentó junto al teclado del ordenador y, tras despejar la pantalla, empezó a buscar datos.

—Espero que nadie esté tan loco como para salir a buscar a esas pocas vacas y ovejas —dijo Pol con voz cortante—. Ojala estén todos los caballos a salvo. La nueva raza es demasiado prometedora para que la perdamos, incluso en un desastre de tal voracidad.

Casi demasiado tarde empezó a sonar la sirena de alarma de la torre meteorológica.

—Un poco a destiempo, amigo —dijo Pol mientras se volvía para enfocar los prismáticos a la torre. Pudo ver a Ongola, que oprimía un pañuelo contra su mejilla. El deslizador que había salido para investigar la tormenta estaba parado tan cerca de la entrada de la torre que Pol imaginó que Ongola podía haber saltado directamente desde el vehículo a la puerta del edificio.

—No, porque el sonido afecta a los repetidores —repuso Bay con aire ausente, aunque sus dedos seguían saltando sobre las teclas.

—Sí, lo había olvidado. Ha habido gente que ha salido en partidas de caza esta mañana, ya sabes.

Bay dejó de teclear e hizo girar lentamente la silla; con rostro ceniciento se encaró a Pol.

—Venga, cariño, ya hay mucha gente que tiene dragones, y por lo menos uno de los inteligentes mentasintetizados desarrollados por ti—. Han hecho un trabajo extraordinario avisándonos y protegiéndonos. ¡Ah! ¡Escucha!

El jubiloso canto de los dragones que proclamaba siempre un nacimiento era inconfundible. A pesar del extraño desastre que estaba sucediendo en Pern, había una nueva vida. Aún así, el canto de bienvenida no interrumpió la acción protectora de la red de llamas que rodeaba la casa.

—¡Pobre bebé! ¡Nacer ahora! —se lamentó Bay. Sus mejillas sonrosadas habían perdido el color y sus ojos estaban hundidos.


Sin hacer caso del dolor que laceraba su mejilla izquierda, Ongola mantuvo el dedo apretado sobre el botón de la sirena, incluso cuando empezó a llamar a las otras estaciones de la red.

—¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta en Aterrizaje! ¡Busquen refugio! ¡Pongan todo el ganado a cubierto! Peligro extremo. Que se guarezcan todos los seres vivientes. —Se estremeció al recordar la horrible visión de aquella maldad que descendía del cielo y que en un abrir y cerrar de ojos había devorado a dos ovejas perdidas—. ¡Refúgiense bajo roca, o metal, o en el agua! Una lluvia anormal se dirige hacia el oeste precipitándose de una forma irregular. ¡Es mortífera! ¡Mortífera! Refúgiense. Alerta desde Aterrizaje. Alerta desde Aterrizaje. ¡Alerta desde Aterrizaje! —Le caían gotas de sangre de la cabeza y el cuello, puntuando sus entrecortadas frases—. Una nube anormal. Lluvia mortífera. ¡Alerta desde Aterrizaje! ¡Refúgiense! ¡Alerta, alerta!

Su propio hogar apenas era visible a través de la cortina de lluvia, pero podía ver los chorros de llamas sobre las casas de Aterrizaje que aún estaban habitadas. Aceptó la increíble realidad de los miles de dragones agrupados para ayudar a sus amigos humanos, del escudo viviente de fuego sobre el hogar de Betty Musgrave-Blake, de la multitud de criaturas que se arremolinaban sobre las casetas veterinarias y sobre los pastos; y recordó que Fancy había intentado entrar por la ventana junto a la que él se había sentado para vigilar. Entonces, al darse cuenta de pronto de que ninguno de los instrumentos meteorológicos registraba la masa nubosa que se aproximaba a velocidad constante desde el este, había telefoneado a casa de Emily.

—Echa un vistazo, Ongola. Parece sólo una fuerte tormenta primaveral, pero si los medidores de vapor de agua no la registran, lo mejor es que compruebes la velocidad del viento y veas si esas nubes llevan granizo o aguanieve. Hay cazadores y pescadores que han salido hoy, y también granjeros.

Ongola había conseguido la suficiente aproximación a la nube para registrar su composición anormal y también para ver el daño que producía. Intentó hablar con Emily mediante la unidad de comunicación del trineo aéreo. Como aquello no resultó, probó con Jim Tillek en el control del puerto. Pero el problema era que había cogido el deslizador que tenía más a mano, uno pequeño y rápido que no tenía el equipo sofisticado de los grandes. Probó con todos los números que logró recordar y sólo pudo hablar con Kitti, que por lo general estaba en su casa, puesto que, a pesar de la movilidad que le proporcionaban las prótesis, estaba debilitada por sus más de noventa años.

—Gracias por el aviso, Ongola. Es bueno transmitir el aviso a una persona prudente. Voy a contactar con las casetas veterinarias para que pongan el ganado bajo techo. ¿Así que una lluvia voraz?

Ongola había puesto el pequeño trineo a su velocidad máxima, con la esperanza de que quedara suficiente energía en las baterías para resistir ese exceso. El deslizador respondió, pero al llegar de regreso a la torre y tocar tierra, su motor se paró.

Aquella cosa estaba acribillando la cabina del vehículo. Ongola no había conseguido sobrepasar el frente delantero de la lluvia. Cogio la tabla del plano de vuelo, un escudo insuficiente para protegerse de la mortífera precipitación, pero era mejor que nada. Respiró hondo, apretó el botón de apertura automática y saltó fuera. De tres zancadas, saltando más que corriendo, llegó a la puerta de la torre mientras una maraña de cosas caía. Desviado por el borde del tablero, algo alcanzó el lado izquierdo de su cabeza. Con un grito de dolor se lo sacudió de la oreja, a la vez que un dragón llegó en su ayuda escupiendo fuego. Ongola exclamó «gracias» por el auxilio de la criatura, se precipitó dentro de la torre y cerró la puerta. Echó el cerrojo automáticamente y, al darse cuenta de que su acto instintivo era inútil, soltó un gruñido. Después subió los escalones de la torre de dos en dos.

El dolor seguía lacerándole y podía sentir que algo goteaba por su cuello. ¡Sangre! Al limpiar la herida con un pañuelo reparó en que había fragmentos negros mezclados con la sangre, y también notó un olor, a lana quemada. El aliento del dragón había chamuscado su jersey.

Ya emitido el aviso, cuando estaba encendiendo el magnetófono, un segundo latigazo de dolor en el hombro izquierdo le hizo bajar la mirada, para ver el extremo de la ondulante hebra que no parecía en absoluto de lana. Era como si el dolor formara parte de ella. Nunca se había desvestido con tanta rapidez como lo hizo entonces. Justo a tiempo, la hebra se había engordado y empezaba a moverse con mayor velocidad y resolución. Devoró la lana, mientras Ongola, horrorizado, comprendió el peligro que había corrido y miró con repulsión el segmento palpitante que quedó en lugar de su jersey.

¡Agua! Cogió la jarra de agua y el termo de klah y vació ambos sobre la… la cosa que, retorciéndose y burbujeando, se redujo lentamente a una masa inerte y viscosa. Ongola la pisoteó con la misma satisfacción que había sentido al destruir las posiciones de superficie de los nathi.

Después se miró el hombro y vio una fina línea de sangre producida por el contacto con aquella hebra mortífera. Un temblor convulsivo se apoderó de su cuerpo, y tuvo que sujetarse a una silla para no caer de rodillas.

La unidad de comunicación empezó a sonar. Ongola respiró hondo, se puso en pie y volvió a su deber.

*   *   *

—Gracias por el aviso, Ongola. Tuvimos el tiempo justo para bajar las escotillas. Sabía que las criaturas nos estaban diciendo algo, pero ¿cómo demonios iba a suponer esto? —informó Jim Tillek desde el puente del «Estrella del Sur»—. Gracias a los poderes que sea, nuestros barcos son completamente de siliplex.

La oficina del puerto Bahía de Mónaco informó de que algunas embarcaciones pequeñas habían zozobrado y de que se estaba intentando el rescate.

Según el informe de la enfermería, en Aterrizaje y sus alrededores los seres humanos apenas habían sufrido accidentes. Los únicos eran arañazos de dragón. Tenían que agradecerles la salvación de tantas vidas.

Red Hanrahan informó, en nombre de los veterinarios, de la pérdida de cincuenta o sesenta cabezas de ganado pertenecientes a los rebaños que pastaban en las afueras de Aterrizaje, congratulándose de la suerte que habían tenido al enviar trescientos terneros, corderos, cabritos y cochinillos a sus nuevos hogares el mes anterior. De todas formas, había muchos ranchos sin establos que estaban en el camino de aquella lluvia abominable. Red añadió que todos los animales que andaban pastando sueltos podían considerarse perdidos.

Dos de los barcos de pesca de mayor tamaño comunicaron que varios que no se habían protegido a tiempo tenían quemaduras. Uno de los chicos Hegelman había saltado por la borda y se había ahogado tras caerle una masa de aquella cosa en la cara. Maximilian, escolta del «Perseo», no había conseguido salvarle. El delfín aún añadía que la superficie del agua rebosaba de vida nativa que luchaba por devorar las serpenteantes hebras que caían al mar. El mismo las había probado, pero no le gustaron, no sabían a nada.

Los mensajes se estaban amontonando rápidamente en la mesa de Ongola; tuvo que llamar a Emily para que le enviaran ayuda.

El capitán del «Doncella del Mar», que navegaba hacia el norte, quería saber qué estaba ocurriendo. El cielo que los cubría estaba despejado hasta el horizonte sur. Patrice de Broglie, que se hallaba acampado en Montaña Joven con el equipo de detección sísmica, preguntaba si tenía que enviar de regreso a sus hombres. En las últimas semanas sólo se habían producido unos cuantos temblores, aunque había cambios muy interesantes en los gráficos de los medidores de gravedad. Ongola le pidió que hiciera volver a cuantos pudiera. No quería pensar en lo que podía haber sucedido en las granjas que se encontraban en el camino de aquella maligna caída de Hebras.

Bonneau llamó desde el lago de Drake, donde aún era de noche y el cielo estaba despejado, y se ofreció para enviar un grupo de ayuda. Sallah Telgar-Andiyar se puso en comunicación desde el campamento de Karachi para informar de que la asistencia ya estaba en camino. Quería saber hasta dónde se había extendido la lluvia, con la mayor precisión posible.

Ongola dejó todas esas llamadas cuando recibió el informe del primero de los asentamientos cercanos.

—Si no hubiera sido por esos dragones —le dijo Aisling Hempenstahl, de Bordeaux—, estaríamos todos… nos habrían devorado vivos. —Se oyó cómo tragaba saliva—. No queda nada verde a la vista y hemos perdido todo el ganado. Excepto una vaca que llevaron los dragones al río, y ésa no vale nada.

—¿Algún herido?

—Ninguno que no podamos cuidar, pero necesitamos comida fresca. Ah, y Kwan quiere saber si le necesitáis en Aterrizaje.

—Diría que sí; la verdad es que nos hace falta —respondió con vehemencia Ongola. Después intentó otra vez llamar a los Du Vieux, a los Radelin, a los Grant van Toorn, a los Ciotti y a los Holstrom—. Sigue probando con éstos, Jacob. —Le pasó la lista a Jacob Chernoff, que había traído como ayuda a tres jóvenes aprendices—. Kurt, Heinrich, intentadlo con los números del Río, de Calusa, de Cambridge y de Viena. —Ongola llamó a Lilienkamp a los almacenes—. Joel, ¿cuántos han salido de caza hoy?

—Muchos, Ongola, muchos. —Había un sollozo en la voz del rudo Joel.

—¿Incluyendo a tus chicos?

La respuesta de Joel fue sólo un susurro.

—Sí.

—Siento oírlo, Joel. Hemos organizado patrullas de búsqueda. Aunque los chicos tienen dragones.

—Sí, ¡pero mira cuántos han hecho falta para proteger Aterrizaje! —La voz se le crispó.

—Señor. —Kurt tiró con urgencia del hombro sano de Ongola—. Uno de los trineos…

—Luego te llamo, Joel. —Ongola cogió la llamada del deslizador—. ¿Sí?

—¿Qué hay que hacer para matar a esa cosa, Ongola? —El angustiado grito de Ziv Marchane hizo que Ongola sintiera un pinchazo de furia y terror.

—Cauterizar, Ziv. ¿De quién se trata?

—De lo que queda del joven Joel Lilienkamp.

—¿Es malo?

—Mucho.

Durante un momento Ongola guardó silencio y cerró con fuerza los ojos, acordándose de las dos ovejas.

—¡Procurad que no sufra!

Ziv cortó la comunicación, y Ongola se quedó paralizado con la vista en el cuadro de mandos. Varias veces, demasiadas, había tenido que matar para evitar sufrimientos durante la guerra de Nathi, cuando los impactos sobre su destructor reventaban a sus hombres. Era el procedimiento normal en los combates de superficie. Nunca había que dejar a un herido a merced de los nathi. Merced, sí, hacer aquello era una merced. Nunca hubiera pensado que fuese necesario volver a hacerlo.

La voz vibrante de Paul quebró su trance de dolor.

—¿Qué diablos está sucediendo, Ongola?

—Ojala lo supiera, almirante —contestó, meneando la cabeza, y a continuación le dio un informe preciso y una lista de bajas, tanto de las que se conocían como de las que se sospechaban.

—Voy para allá. —Paul tenía sus posesiones en las alturas que dominaban el delta del río Boca. Pronto amanecería allí—. De camino veré cómo están los otros ranchos.

—Pol y Kitti quieren muestras de esa… de esa cosa que hay en el aire, siempre que se puedan conseguir sin peligro. Atraviesa los materiales poco gruesos, así que aseguraros de utilizar metal de mucho espesor o siliplex. Nosotros ya tenemos bastante de la que ha devorado nuestros campos. He enviado a todos los deslizadores grandes para que sigan el rastro de esa Caída. Kenjo viene volando desde Honshu con su nave acelerada. ¡La cosa apareció de repente, Paul; no venía de ninguna parte, de ninguna parte!

—¿Y ningún aparato la ha registrado? ¿No? Bueno, lo revisaremos todo.

La confianza absoluta que se percibía en la voz de Paul Benden sirvió a Ongola como tonificante. Recobró el ánimo; durante toda la batalla de Cygnus había oído ese mismo tono en su voz.

Y lo necesitó. Antes de que Paul Benden llegara, ya por la tarde, el total de bajas era aterrador. De las veinte personas que habían salido de caza por la mañana, sólo habían regresado tres: Sorka Hanrahan, Sean Connell y David Catarel. Este último había presenciado desde el agua, impotente, como su compañera Lucy Tubberman se deshacía en la orilla bajo la lluvia, a pesar de los frenéticos esfuerzos de sus dragones. Además de la conmoción y la angustia que sufría, tenía marcas profundas en el cuero cabelludo, la mejilla izquierda, los brazos y los hombros.

Dos bebés, que alguien, evidentemente, había metido en un pequeño armario de metal en el último segundo, eran los únicos supervivientes del principal campamento tuareg, que se hallaba en las llanuras al oeste del gran meandro del río Paradise. Sean y Sorka habían partido en busca de los Connell, que habían sido vistos por última vez en el extremo oriental de la provincia de Kahrain. De los ranchos del norte del río Jordán no había respondido nadie. Aquello era una mala señal.

Porrig Connell, por una vez, había hecho caso a las advertencias de los dragones y se había refugiado en una cueva. No era lo bastante grande para alojar a todos los caballos, y cuatro yeguas habían muerto. Al oír sus relinchos, el semental, enloquecido, salió de la cueva, y Porrig había tenido que cortarle el cuello. No había forraje para las yeguas que quedaban, de modo que Sean y Sorka regresaron con heno y raciones de alimento. Después se alejaron para buscar más supervivientes.

Los Du Vieux y los Holstrom del rancho de Ámsterdam, los Radelin y los Duquesne de Bavaria y los Ciotti del rancho de Milán habían muerto; no quedaba el menor resto de ellos ni de su ganado. Como única muestra de aquella colonia, una vez próspera, quedaban trozos de metal y tejados de grueso plástico de silicio, aunque muy picados. Habían utilizado en sus casas las nuevas planchas de fibra vegetal comprimida. Nadie en Pern volvería a usarlas como material de construcción.

Desde el aire se podía ver perfectamente la andana de destrucción que la lluvia de hebras había dejado a su paso: franjas que hervían con hinchadas excrecencias en forma de gusano a las que los escuadrones de dragones atacaban lanzando fuego. Su sendero terminaba setenta y cinco klicks más allá del estrecho río Paradise, donde había aniquilado los campamentos de los tuareg.

Hacia el anochecer, lo primero que hicieron los agotados colonos fue dar de comer a sus dragones y dejar montones de grano cocido para los salvajes, que no se acercaban lo suficiente a los humanos como para comer de su mano.

—tl informe del CEE no decía nada de esto —rezongó irritado Mar Dook.

—Nadie explicó nunca lo de esos malditos círculos —dijo Aisling Hempenstahl en voz lo bastante alta para que lo oyeran.

—Hemos estado investigando sobre esa posibilidad —repuso Pol Nietro, señalando con un gesto a Bay, que había apoyado la cabeza en el hombro de su marido para descansar.

—De todas formas, creo que deberíamos llegar a algunas conclusiones preliminares antes de mañana —comentó Kitti—. La gente necesitará datos concretos para sentirse tranquila.

—Bill y yo examinamos los informes sobre esos lunares —dijo Carol Duff-Vassaloe con una sonrisa forzada—, durante el año del aterrizaje. No investigamos todos los lugares, pero lo que vimos en aquellos en que se podía medir el crecimiento de los árboles sugiere un lapso de tiempo de al menos ciento sesenta o ciento setenta años. Me parece bastante obvio que la causa de esa formación de círculos sin vegetación fue esta terrible forma de vida que asimila toda la materia orgánica con la que se topa. Gracias a Dios, la mayor parte de nuestros plásticos de construcción son de silicio. Si hubieran sido de carbono, todos habríamos muerto. Esta plaga…

—¿Plaga? —preguntó Chuck Havers con rabiosa incredulidad.

—¿Cómo llamarla si no? —preguntó Phas Radamanth con su habitual tono dogmático—. Lo que necesitamos saber es la frecuencia con que sucede. ¿Cada cuánto? ¿Cada ciento cincuenta años? Esos círculos aparecían por todo el planeta, ¿no, Carol? —Ésta asintió—. Y una vez que ocurre, ¿cuánto dura?

—¿Durar? —preguntó Chuck, horrorizado.

—Conseguiremos las respuestas —afirmó Paul Benden.