IV
Todos los médicos que no estaban de servicio en la enfermería o en los equipos de tierra, los veterinarios, y los aprendices, incluidos Sean y Sorka, empezaron a trabajar por turnos en el proyecto de Kitti Ping cuando se le dio prioridad máxima. Se reclutó para el trabajo a todo aquel que tuviera conocimientos de biología, química o prácticas de laboratorio de cualquier clase. A veces incluso se contó con aquellos que eran lo bastante habilidosos para preparar muestras o a quienes convalecían de heridas de Hebra para que vigilaran los monitores. Kitti, Wind Blossom, Bay y Pol consiguieron un código genético de los cromosomas de los lagartos de fuego. Aunque las criaturas no eran de la Tierra, su constitución biológica no difería mucho de la terrestre.
—Tuvimos éxito con los quiropteroides de Centauro —dijo Pol—,y eso que tenían cadenas de silicio como material genético.
Hubo que hacer verdaderos malabarismos con los programas para que hubiera suficientes personas para combatir contra las Hebras en las zonas pobladas. La detallada secuencia de la Caída que había logrado establecer el cansado equipo de Boris Pahlevi y Dieter Clissmann daba como resultado una estructura a la cual incluso el proyecto de Kitti debía doblegarse. La lista resultante de cuatro turnos intentaba proporcionar tiempo a todo el mundo para dedicarlo a sus cosas, para descansar y cuidar de sus propios ranchos; aunque algunos especialistas hacían caso omiso de tales consideraciones y hubiera que obligarles a dormir.
Se recurría a todos los mayores de doce años cuando empezaban a caer las Hebras. La esperanza de que Kenjo, a bordo de la «Mariposa», fuera capaz de desviarlas en las capas superiores de la atmósfera había resultado infundada. La doble Caída que estaba prevista —sobre Cardif, a medio curso del Jordán y Bordeaux, en la provincia de Kahrain; y sobre Seminóle y la Isla de Lerne— fue desigual; pero, como si estuvieran guiadas por un instinto perverso, las zonas que respetaron estaban deshabitadas.
Se podían prever más Caídas dobles: en el día trigésimo primero después de la Primera Caída, las Hebras barrerían el campamento de Karachi y el extremo de la península de Kahrain; tres días después, harían lo mismo a través de una franja de tierra desde Kahrain hasta el ancho del río Paradise, mientras que una segunda Caída podría no causar daños al afectar al mar, más allá del final de la provincia de Cíbola. Después de que pasaran otros tres días, una peligrosa Caída doble se produciría en el rancho de Boca y en los frondosos bosques de la parte baja de Kahrain y Arabia, verdaderas reservas de madera que tan vital era para apuntalar las galerías de las minas en el campamento de Karachi y el lago de Drake.
Ezra se pasó horas y horas ante la terminal conectada con el ordenador principal de la «Yokohama», investigando en los archivos de historia naval y militar para encontrar algún medio de combatir la amenaza. También investigó, con mucho menos optimismo, oscuras ecuaciones o mecanismos que pudieran desviar la órbita del planeta. De esta forma, tal vez podrían evitar la próxima Caída. Pero sin embargo, por el momento, la última había sembrado la órbita de Pern con espirales de Hebra encapsuladas; un peligro al que los colonos debían enfrentarse sin saber cómo. También realizó comparaciones con datos del programa de Kitti, ahondando en archivos científicos y teniendo a veces que usar su código de seguridad para acceder a informaciones secretas o de «conocimiento necesario». También estaba esperando que llegaran los informes de la sonda. Y como todo el mundo sabía dónde encontrar a Ezra, recibía con frecuencia las quejas y problemas sin importancia que hubieran supuesto innecesarias cargas adicionales para el almirante y la gobernadora.
Kenjo fue enviado a tres misiones más, siempre para que tratara de encontrar una manera más eficaz de destruir en el espacio las suficientes Hebras que justificaran el gasto del precioso combustible. El medidor de gasolina de la «Mariposa» bajaba muy poco en cada viaje, y todos alababan a Kenjo por su economía. Drake se mostraba abiertamente envidioso de la habilidad del piloto espacial.
—Demonios, hombre —solía decir Drake—. ¡La conduces con cuatro gotas!
Kenjo asentía con modestia y no decía nada. Sin embargo, se sentía contento de no haber conseguido trasladar todas las bolsas de combustible a su escondrijo en Honshu. Muy pronto tendría que echar mano de esa reserva para poder seguir viajando al espacio. Sólo allí se sentía consciente y vivo con todos los sentidos y nervios de su cuerpo.
Pero siempre volvía con información útil. Las Hebras, según se descubrió, viajaban en vainas que ardían al entrar en contacto con la atmósfera de Pern, soltando una cápsula interior, que a unos cinco mil metros de la superficie se abría en cintas, algunas de las cuales no eran lo bastante gruesas como para sobrevivir en las capas superiores. Pero, como todo el mundo en Aterrizaje sabía muy bien, aún había muchas que caían al suelo.
La mayor parte de los deslizadores no estaban presurizados, de modo que su techo efectivo era de tres mil cuatrocientos metros. La única forma de limpiar los cielos de Hebras seguía siendo incinerarlas con los lanzallamas.
Puesto que las Hebras debían caer en Isla Grande en el día cuadragésimo, Paul Benden ordenó a Avril Bitra y a Stev Kimmer que regresaran a Aterrizaje. Cuando Stev preguntó qué necesitaban allí de las minas de Isla Grande, Joel Lilienkamp se sintió más que feliz dándole una lista. De modo que cuando llegaron con cuatro deslizadores completamente llenos de lingotes de metal, nadie mencionó su prolongada ausencia.
—No veo a Avril —comentó Ongola mientras descargaban los deslizadores en los cobertizos de abastecimiento de metal.
Stev le miró, ligeramente sorprendido.
—Desapareció hace unas semanas. —Recorrió con la mirada la pista de aterrizaje y vio el destello del sol en el casco de la «Mariposa»—. ¿No ha llegado aquí? —Ongola negó con un movimiento de la cabeza, lentamente—. ¡Vaya, qué curioso! —Los ojos dubitativos de Stev se detuvieron sobre la «Mariposa» el tiempo suficiente como para que Ongola reparara en ello—. ¡A lo mejor las Hebras la alcanzaron!
—Quizás a ella, pero no al deslizador —repuso Ongola, aun sabiendo que Avril Bitra tenía demasiado cariño a su piel para exponerse a sufrir ni un arañazo—. Nos mantendremos atentos por si la vemos.
Por todas partes se mostraban mapas de las Caídas de Hebras que eran constantemente puestos al día; las Caídas anteriores se borraban y las futuras se limitaban a las tres próximas, para que la gente pudiera hacer sus planes con una semana de antelación. Avril no podría haberse detenido ni diez minutos en Aterrizaje sin enterarse de los peligros de las Hebras. Ongola se recordó que debía quitar el chip de dirección de la «Mariposa» siempre que Kenjo aterrizara. Sabía perfectamente de qué manera había conseguido el piloto espacial estirar tanto el combustible; y no tenía el menor deseo de que nadie más, especialmente Avril Bitra, lo descubriera. El almirante Benden había tenido razón respecto a Kenjo. ¡Ongola no quería tener razón respecto a Bitra!
—¿Dónde quieres que me ponga a trabajar ahora que he vuelto, Ongola? —preguntó Stev con una sonrisa forzada.
—Entérate de dónde te necesita más Fulmar Stone, Kimmer. Me alegro de verte sano y salvo.
Aquella noche Avril se había quedado en Aterrizaje sólo el tiempo justo para saber que no quería verse reclutada por ninguno de los diversos equipos que podrían haber aprovechado sus especiales habilidades. La única que hubiera querido utilizar —la navegación espacial — ya estaba en manos de otro. De modo que, antes de que amaneciera y de que alguien reparara en la existencia de un deslizador de más, despegó de nuevo cargada con comida y material.
Se posó a la altura rocosa que dominaba el devastado rancho de Milán, en un lugar desde el que tenía una clara visión de Aterrizaje y, aún más importante, una buena visión de la pista iluminada y llena de actividad en que debería aterrizar la «Mariposa». Pasó las primeras horas de la mañana utilizando las planchas de metal que había hurtado para montar una cobertura sobre la cabina de siliplex del deslizador. Prefería tomar todas las precauciones posibles contra aquella cosa mortífera que caía del cielo. Hacia la media mañana ya había camuflado su atalaya y tenía enfocada la pantalla del deslizador sobre su objetivo. Una estimulante visión del regreso de Kenjo fue su recompensa.
Con una escucha cuidadosa de todos los canales disponibles en el comunicador de su nave, consiguió averiguar los datos de la misión del piloto y lo limitado de su éxito.
Durante los días siguientes, empezó a sentirse segura en su escondrijo. A causa de los viejos volcanes, la mayor parte del tráfico aéreo pasaba por los corredores muy alejados a ambos lados de ella. Durante la mañana, la sombra del más grande de los picos rondaba su refugio, apuntando hacia ella como un gran dedo. Aquello era suficiente para ponerle la carne de gallina. Realmente no apreciaba el paisaje, aunque el hecho de que pudiera ver al norte desde el Jordán hasta la Bahía y al sur hasta Bordeaux significaba que era improbable que lograran cogerla por sorpresa. Empezó a relajarse y a esperar. Pensando en lo que conseguiría, le resultaba muy difícil practicar la paciencia.
—¿Hay algún progreso del que informar, Kitti? —preguntó Paul Benden a la diminuta genetista.
Nunca había comprobado que los trabajos mejoraran por seguirlos de cerca, pero necesitaba alguna inyección de moral para aliviar la depresión de su gente. Los psicólogos habían informado de un empeoramiento del estado de ánimo conforme avanzaba el segundo mes de la Caída de las Hebras. El entusiasmo y la resolución iniciales se estaban viendo minados por la terrible agenda de trabajo y las pocas distracciones que había. Las instalaciones de Aterrizaje, que habían sido sobradamente amplias, estaban abarrotadas de técnicos asignados a los laboratorios y de familias de rancheros que habían regresado a la dudosa seguridad del primer asentamiento.
Nadie estaba ocioso. Mairi Hanrahan había inventado un juego para los niños de cinco y seis años que ya dominaban sus propios movimientos: ensamblar paneles de control por los colores de los chips. Incluso los más torpones podían ayudar a recolectar frutas y verduras de las tierras no afectadas, o competir unos con otros en recoger algas de extraños colores de las playas tras las tormentas o la marea alta. A los que tenían siete y ocho años se les permitía ayudar a pescar con sedal, siempre bajo la vigilante mirada de expertos pescadores. Pero incluso los niños más pequeños estaban empezando a reaccionar con nerviosismo ante las crecientes tensiones.
Se discutió bastante sobre la posibilidad de permitir a más propietarios que regresaran a sus ranchos y despegaran desde sus propios hogares cuando tuvieran que enfrentarse con las Hebras. Pero eso hubiera significado dividir los depósitos de suministros y trastornar los programas de trabajo de los técnicos más valiosos. Paul y Emily, finalmente, tuvieron que mantenerse inflexibles en la centralización.
Esa noche, Kitti Ping contemplaba a Paul y a Emily con una sonrisa de sabiduría y compasión. Sentada muy erguida en su banqueta junto a la enorme unidad microbio- lógica, cuyos diminutos láser estaban apartados de la cámara de manipulación, no parecía fatigada; sólo las rojizas venillas de sus ojos mostraban la marca de sus trabajos. Había un programa en funcionamiento con silenciosos chasquidos e incomprensibles imágenes en las diversas pantallas. Kitti hizo una breve pausa para estudiar el gráfico de un monitor y las ecuaciones de otro antes de volverse de nuevo hacia sus ansiosos visitantes.
—No hay manera, almirante, de acelerar la gestación; no si lo que se desea es un espécimen con salud y viabilidad. Ni siquiera los beltrae eran capaces de acelerar el proceso. Como he mencionado en mis últimos informes, ya logré precisar la causa de nuestros primeros fallos e hice las correcciones necesarias. Me doy cuenta de que eso consume tiempo, pero el esfuerzo merece la pena. Los veintidós prototipos que hemos obtenido por ingeniería genética están progresando bien en su primer semestre. Todos nosotros —su mano delicada hizo un gracioso gesto que incluía a todos los técnicos que trabajaban en el gran complejo del laboratorio— estamos muy satisfechos por una tasa de éxito tan grande. —Volvió la cabeza ligeramente para vigilar el parpadeo de una lectura—. Controlamos constantemente los especímenes. Muestran las mismas respuestas que las pequeñas serpientes de túnel cuyo desarrollo comprendemos bastante bien. Nuestro mayor deseo es que todo marche sin incidentes. Hasta ahora hemos sido bastante afortunados. Ahora hace falta que vosotros tengáis paciencia.
—Paciencia —repitió Paul, con pesar—. Queda muy poca resignación.
Kitti levantó las manos en un gesto de impotencia.
—Día a día, los embriones crecen. Wind Blossom y Bay siguen perfeccionando el programa. Dentro de cuarenta y ocho horas comenzaremos con un segundo grupo. Tenemos que continuar perfeccionando las manipulaciones. Investigando siempre para mejorar. No estamos ociosos. Vamos hacia adelante.
«Nuestra tarea es grande y está llena de responsabilidades. No se puede cambiar a la ligera la naturaleza y finalidad de ninguna criatura. Como se ha dicho, la persona inteligente es cuidadosa en la diferenciación de las cosas, de modo que cada una encuentre su lugar. La reflexión y las precauciones antes de la ejecución, son los requisitos que determinan el éxito.
Kitti despidió a los dos dirigentes con una sonrisa cortés y su atención se volcó por completo en los rápidos cambios que mostraban los monitores. Paul y Emily la saludaron con una inclinación igualmente cortés, dirigida a su frágil espalda, y salieron de la sala.
—Bueno —dijo Paul, sacudiéndose su frustración con un encogimiento de hombros—, esto es todo lo que hay. Y no se puede esperar mucho más, por ahora.
—¿Alguna ciudad fue construida en un día, Paul? —preguntó Emily, en tono enfático.
—Roma. —Paul sonrió al ver a Emily sorprendida por su pronta respuesta—. En la antigua Tierra, el primer siglo, creo. Buenos luchadores en tierra, y constructores de calzadas.
—Militaristas.
—Sí —repuso Paul—. Humm… También tenían un sistema para mantener a la gente contenta. Lo llamaban circo. Me pregunto…
En el día quincuagésimo segundo después de la Primera Caída, con las Hebras atravesando las partes deshabitadas de Arabia y de Cathay y cayendo inofensivas en el mar del Norte, sobre el Delta, cerca de la punta occidental de Dorado, el almirante Benden y la gobernadora Boíl decretaron un día de descanso y diversión para todos. Emily pidió a los jefes de departamento que programaran los trabajos de manera que todo el mundo pudiese participar en la fiesta de la tarde y en el baile de la noche. Se invitó a asistir incluso a los rancheros más alejados para que disfrutaran del tiempo libre que consiguieran. El almirante Benden pidió dos escuadrillas de voluntarios para volar contra las Hebras a las 9.30 en el corredor este y otras dos para que estuvieran preparadas a primeras horas de la noche al objeto de vigilar el oeste.
La plataforma de la Plaza de la Hoguera fue alegremente adornada con estandartes de muchos colores, y se hizo una nueva bandera del planeta para que la brisa la hiciera ondear en el asta. Dispusieron mesas, bancos y sillas alrededor de la plaza, dejando el centro libre para los danzantes. Se abrieron barriles de quikal. Hegelman iba a repartir cerveza; nadie quería pensar que tal vez fuera la última durante mucho tiempo. Joel Lilienkamp facilitó provisiones, con generosidad y sin gruñir.
—¡Dad las gracias a los niños que las han recogido! La labor de los crios puede ser eficaz —dijo con una sonrisa.
Los pescadores de la Bahía de Mónaco llevaron relucientes cestas de peces y las más suculentas algas para cocinarlas en las grandes y por largo tiempo abandonadas parrillas; veinte granjeros donaron otros tantos novillos para asarlos; y Pierre de Courci había trabajado toda la noche anterior haciendo pasteles y dulces complicados.
—¡Mejor es engordar a los seres humanos que a las Hebras!
Siempre se sentía el más feliz de los hombres cuanto tenía que supervisar una gran tarea.
—Es bueno oír música, cantar y reír —le murmuró Paul a Ongola mientras iban de un grupo a otro.
—Creo que sería beneficioso adoptar esto como costumbre —contestó Ongola—. Algo que haga mirar hacia adelante, que reúna a los viejos amigos, mejore los lazos y dé a todo el mundo la oportunidad de lucirse y cambiar impresiones. —Señalo con la cabeza a un grupo que incluía a su esposa Sabra, a Sallah Telgar-Andiyar y a Barr Hamil-Jessup. No dejaban de charlar y reír, cada una con un niño dormido en el regazo—. Nos hace falta reunimos más a menudo.
Paul asintió. Después miró su reloj de pulsera y, jurando entre dientes, se fue para conducir a los voluntarios contra la Caída del oeste.
Por la mañana, cuando llegó a la torre meteorológica para hacer su guardia, Ongola no se sentía precisamente en su mejor momento. De hecho, había acudido primero a la enfermería, donde la farmacéutica le había dado una tableta para la resaca y le había asegurado que había mucha gente en la misma situación. Pero el comentario que hizo sobre preocupantes accidentes durante la Caída, sólo había logrado empeorar su dolor de cabeza.
El informe que le aguardaba en la torre le produjo impacto y sorpresa. Un deslizador estaba totalmente destruido y sus tres tripulantes muertos; otro vehículo tenía serios daños, el artillero de estribor había fallecido y el piloto y el artillero de babor habían resultado gravemente heridos al chocar en el aire de frente. Alguien había desobedecido las indicaciones de altitud. Ongola soltó un gruñido involuntario al leer la lista de víctimas: Becky Nielson, aprendiza minera que acababa de volver de Isla Grande —después de todo había estado más segura con Avril—; Bart Nilwan, un joven mecánico muy prometedor; y Ben Jepson. Ongola se frotó los ojos tratando de aclarar su visión. Bob Jepson era el otro piloto muerto. Dos en la misma familia. ¡Esos gemelos! ¡Haciendo el imbécil en vez de seguir las órdenes! ¡Maldito aire! ¿Qué iba a decirles ahora a sus padres? ¡Una Caída sin importancia con una fiesta a la que regresar, y ellos se habían matado!
Ongola puso la mano en el comunicador para marcar el número de administración. En ese momento oyó una llamada vacilante en la puerta.
—¡Adelante! —invitó.
Allí estaba Catherine Radelin-Doyle, con los ojos muy abiertos y la cara pálida.
—¿Sí, Cathy?
—Señor, Mr. Ongola…
—Con una de las dos cosas vale. —Sonrió para animarla. Considerando la cantidad de problemas en que era capaz de meterse Cathy, desde caerse a una cueva hasta casarse con el fáctotum más incompetente del planeta, se preguntó el porqué de su temeroso comportamiento. Ella era, pobre chica, una de esas personas sobre quienes caen los acontecimientos más inesperados sin que hayan intervenido en ellos de forma alguna.
—Señor, he encontrado una cueva.
—¿Sí? —la animó Ongola al verla dudar. Siempre estaba encontrando cuevas.
—No estaba vacía.
Ongola se enderezó en el asiento.
—¿Había muchas bolsas de combustible dentro? —preguntó. Si Catherine las había encontrado, ¿lo conseguiría Avril? No, no tenía el mismo tipo de suerte que Catherine.
—¿Pero cómo lo sabía usted, señor Ongola? —Casi se desmayó de alivio.
—Posiblemente porque ya sabía que estaban allí.
—¿Lo sabía? ¿Que estaban allí? Quiero decir, ¿no las han puesto allí «ellos»?
—No, hemos sido nosotros. —Quería armar el menor alboroto posible sobre el robo de Kenjo. Había estado comprobando cómo disminuía su número y preguntándose por qué Kenjo parecía tan contento después de cada viaje. Echó una fugaz mirada a las sombras, al rincón de la estantería en el que había escondido los chips de dirección con su envoltura de esponjosa goma negra.
Catherine se dejó caer de pronto sobre la silla más cercana.
—Oh, señor, no sabe qué susto me he llevado. Pensaba que había alguien más en eso, porque todo el mundo sabe que queda tan poco combustible… Y entonces ver…
—Pero es que tú no has visto nada, Catherine —dijo Ongola, tajante—. Nada de nada. Bajo esa grieta no hay ninguna cueva digna de mención, y tú no vas a decir una palabra sobre esto a nadie más. Yo mismo informaré al almirante. Pero tú no se lo cuentes a nadie.
—Oh, no, señor.
—Esta información no puede, y repito, no puede, ser divulgada de ninguna manera.
—Eso está bien, señor Ongola. —La joven asintió varias veces con solemnidad. Después le dirigió una encantadora sonrisa—. ¿Debo seguir buscando?
—Sí, creo que es lo mejor. ¡Y encuentra algo!
—Oh, ya lo he hecho, señor Ongola, y Joel Lilienkamp dice que esas cuevas van a ser un lugar muy bueno para almacenar. —Su faz se ensombreció un instante—. Aunque no me dijo para almacenar qué.
—Vete, Cathy, y encuentra algo… más.
La joven se fue, y Ongola empezaba a cavilar de nuevo sobre las primeras pérdidas serias en su defensa cuando, de pronto, Tarvi irrumpió como un torbellino a través de la entrada.
—Lo hemos tenido delante de las narices, Zi —dijo, balanceando los brazos en uno de sus expresivos gestos. La cara le relucía de entusiasmo, aunque tenía la piel un poco grisácea, probablemente por los excesos de la noche anterior.
—¿El qué? —Ongola no estaba de humor para acertijos.
—¡Míralas! ¡Allí! —Tarvi hizo unos extraños gestos para señalar las ventanas de la parte norte—. Todo el tiempo.
Probablemente era por culpa del dolor de cabeza, pensó Ongola, pero el caso era que no tenía ni idea de lo que le estaba diciendo Tarvi.
—¿Quieres explicarte?
—Hemos estado trabajando como negros para extraer mineral, refinarlo y moldearlo, dedicándole semanas de esfuerzo, cuando durante todo el tiempo hemos tenido ante nuestras narices lo que nos hacía falta.
—Sin adivinanzas, Tarvi.
Los expresivos ojos de Tarvi se abrieron en un gesto de sorpresa y consternación.
—No son adivinanzas, Zi, amigo mío, se trata de la fuente de una gran cantidad de metales y materiales valiosos. Las lanzaderas, Zi. Podemos desmantelar las lanzaderas y utilizar sus componentes para nuestras necesidades específicas aquí y ahora. Ya cumplieron su misión. ¿Por qué dejarlas abandonadas en el prado a su lenta decadencia? —Tarvi recalcaba cada nueva frase con un gesto de sus largos dedos que señalaban hacia la ventana; después, exasperado por la incomprensión de Ongola, lo obligó a ponerse en pie y con el índice, muy largo y un poco sucio, señaló directamente hacia los alerones de cola de las viejas lanzaderas—. Allí. Vamos a utilizarlas. Hay cientos de relés, miles de cables y tubos útiles, seis pequeñas montañas de material reciclable. ¿Tienes idea de todo lo que hay en ellas? —En un instante, la exuberancia del excitado geólogo se esfumó. Poniendo ambas manos en los hombros de Ongola, añadió—: Podemos reemplazar el deslizador que hemos perdido hoy, aunque no podamos reemplazar a esos maravillosos jóvenes o reconfortar a sus afligidas familias. Las partes se combinaran para formar una unidad.
El trabajo mitigó el dolor agudo que flotaba sobre Aterrizaje por la pérdida de los cuatro jóvenes. Los dos supervivientes admitieron, aunque a su pesar, que los gemelos Jepson, hacia el final de la Caída, habían cometido alguna estupidez fatal. El deslizador de Ben estaba programado para revisión tras la Caída, ya que el piloto anterior había informado de que en los virajes a babor no respondía bien. Aun así se había considerado seguro para lo que debería haber sido un vuelo de comprobación.
En vez de prevenir otras colisiones, en las Caídas siguientes hubo una verdadera epidemia de ellas, aunque el equipo de Tarvi había empezado a desmantelar la primera lanzadera y los de Fulmar comenzaban a hacer revisiones y reparaciones gracias a aquella fuente de riquezas.
El laboratorio de Kitti Ping seguía siendo el que requería más horas de dedicación para controlar el desarrollo de los especímenes y buscar cualquier señal de desviación del programa.
—Paciencia —era la respuesta de Kitti a cualquier pregunta—. Todo marcha bien.
Tres días después de la colisión aérea, Wind Blossom encontró a su abuela junto al microscopio electrónico, aparentemente examinando otra preparación. Pero cuando tocó su brazo, el movimiento produjo un resultado imprevisto. Los delicados dedos resbalaron sobre el teclado y el cuerpo se derrumbó hacia adelante, detenido tan sólo por la correa que sujetaba a Kitti a su silla durante las largas sesiones de microscopio. Wind Blosson dejo escapar un gemido y cayó de rodillas, sosteniendo una mano diminuta y fría contra su frente.
Bay oyó su desconsolado sollozo y entró a ver qué había sucedido. Al momento llamó a Pol y a Kwan, y después telefoneó a un doctor. Cuando Wind Blossom salió de la sala tras la camilla que llevaba el cuerpo de su abuela, Bay, enderezando los hombros, se acercó a la consola. Preguntó a la computadora si había terminado el programa.
Las palabras programa completo aparecieron en pantalla; de una forma casi indignante, pensó Bay con la parte de su cerebro que no estaba embargada por la pena. Tecleó una petición de información. Por la pantalla desfiló una deslumbrante serie de cálculos que acabó con las palabras ¡SACAR LA UNIDAD! ¡PELIGRO SI NO SE SACA INMEDIATAMENTE LA UNIDAD!
Atónita, Bay reconoció los objetos que había junto al microscopio electrónico. Kitti Ping había estado manipulando de nuevo diseños genéticos; un proceso complicado que atemorizaba a Bay tanto como a Wind Blossom, a pesar de que Kitti no dejaba de infundirles ánimos. Así que había efectuado aquellas alteraciones infinitesimales en los cromosomas. Bay sintió que el escalofrío de una terrible aprensión atravesaba su pesado cuerpo. Apretó los labios. No era momento de dejarse llevar por el pánico. No debían perder lo que Kitti Ping había estado haciendo con la materia prima de Pern.
Con manos no del todo firmes, abrió el micro cilindro, sacó la diminuta unidad encapsulada y la colocó en la cubeta de cultivo que Kitti había preparado. Un dolor tan agudo como una cuchillada casi la hizo doblarse; pero luchó contra la pena y contra la conciencia de que Kitti Ping había muerto para conseguir ese óvulo alterado. Incluso la etiqueta estaba preparada: Prueba 2684/16/M: núcleo 22A, generación mentasint. B2, sistema boro/silicio 4, tamaño 2H; 16.204.8.
Caminando con tanta rapidez como le permitían sus temblorosas piernas y recobrando poco a poco la calma, Bay llevó el legado final de la brillante científica a la cámara de gestación, para depositarlo cuidadosamente junto a las otras cuarenta y una unidades similares en las que se sustentaban las esperanzas de Pern.
—Ésta es la segunda sonda que falla —explicó Ezra ante Paul y Emily; su apacible voz estaba enronquecida por la decepción—. Cuando la primera estalló, o lo que le pasara, pensé que había sido mala suerte. Ni «siquiera el vacío es un aislante eficaz contra el deterioro. El encendido de los motores puede fallar y los aparatos de grabación atascarse de una forma u otra. Así que perfeccioné el programa para la segunda. Llegó hasta el mismo punto que la primera, y entonces todas las luces se pusieron rojas. Así que, o esa atmósfera es tan corrosiva que incluso funde los esmaltes de nuestra sonda, o la funda protectora de la «Yokohama» ha sufrido algún daño. No lo sé.
Ezra, aunque no era muy dado a gestos nerviosos, paseaba de un lado a otro del despacho de Paul, a grandes zancadas y agitando los brazos como un espantapájaros movido por un vendaval. Los últimos días lo habían agotado y envejecido. Paul y Emily intercambiaron miradas de preocupación. La muerte de Kitti Ping había causado un gran impacto, tan poco tiempo después del desastre de los deslizadores. La genetista parecía indestructible, pese a que todos conocían su fragilidad física… Emitía cierto halo de inmortalidad, que había demostrado ser falso.
—¿De quien era la teoría de que nos estaban bombardeando desde el espacio para someternos? —preguntó Ezra intrigado, parándose de súbito y mirando fijamente a los dos líderes.
—¡Venga, vamos, Ezra! —Paul se mostró abiertamente burlón—. Piénsalo un momento, hombre. Es cierto que estamos sometidos a una gran tensión, pero no tan fuerte que nos haga perder el juicio. Todos sabemos que hay atmósferas que pueden fundir sondas, y de hecho así ha ocurrido. Es más… —Se detuvo, sin saber qué podría tranquilizar a Ezra; y también a él.
—Es más, el organismo que nos ataca —prosiguió Emily con una absoluta calma— está basado en hidrocarburos, de modo que si viene de ese planeta, su atmósfera no puede ser muy corrosiva. Estoy a favor de un fallo de funcionamiento.
—Ésa es mi opinión también —dijo Paul, asintiendo vigorosamente—. Maldita sea, Ezra, no busquemos más problemas de los que ya tenemos.
—Tenemos —dijo Ezra, apoyando los puños en el escritorio— que sondar el planeta, o no sabremos lo suficiente para combatir contra esa cosa. La mitad de los colonos quieren conocer la fuente de las Hebras y destruirla para que podamos reemprender nuestras vidas normales, limpiar los desechos y olvidar todo esto.
—¿Qué es lo que estás ocultando Ezra? —preguntó Emily, ladeando ligeramente la cabeza y examinando al capitán con atención.
Ezra sostuvo su mirada durante unos minutos, para después erguirse, separándose del escritorio, con una sonrisa forzada.
—Has estado en el puesto de comunicación muchas horas, Ezra, y no creo que estuvieras precisamente jugando a los marcianitos mientras funcionaba el programa —continuó Emily. 、
—Mis cálculos son aterradores —dijo Ezra en voz baja, tras mirar por encima de sus hombros—. Si el programa es correcto, y lo he pasado cinco veces de principio a fin para comprobarlo, tendremos que seguir luchando contra las Hebras largo tiempo después de que el planeta rojo atraviese nuestro sistema interior.
—¿Largo tiempo? ¿Cuánto? —Paul sintió cómo sus dedos se crispaban sobre los brazos del sillón, e hizo un esfuerzo consciente para relajarlos mientras intentaba recordar algún dato tranquilizador de sus conocimientos sobre órbitas planetarias.
—¡He calculado entre cuarenta y cincuenta años!
La boca de Emily formó una O de sorpresa. Lentamente, exhaló:
—Cuarenta o cincuenta años, dices…
—Siempre que la amenaza —añadió Ezra con ironía- tenga su origen en ese planeta.
Paul le miró a los ojos y vio en ellos un cansancio y un desánimo inexpresables.
—¿Siempre qué? ¿Acaso hay otra alternativa?
—He logrado distinguir una neblina que rodea el planeta, diferente de la envoltura atmosférica. Es un halo que se extiende hacia atrás por el sistema, haciendo remolinos a lo largo del camino recorrido por el planeta excéntrico. No he podido conseguir que el telescopio perfeccione las imágenes lo suficiente para saber más. Podrían ser desechos espaciales, restos de nebulosa, los vestigios de una cola planetaria; un montón de cosas inofensivas.
—¿Pero y si no fuera inofensivo? —preguntó Emily.
—Esa cola tardaría unos cuarenta años en extenderse por la órbita de Pern, parte hacia RuKDat, el resto… ¿Quien sabe?
Hubo un largo silencio.
—¿Alguna sugerencia? —preguntó Paul finalmente.
—Sí —repuso Ezra, enderezando los hombros. Levantó dos dedos—. Hacer un viaje a la «Yokohama» para averiguar qué es lo que está fastidiando las sondas, y mandar dos de ellas al planeta para reunir toda la información que podamos. Y enviar las otras dos a que sigan la cola de polvo cometario y utilizar la pantalla espacial más poderosa de la «Yokohama», sin interferencias planetarias, para ver si podemos identificar su origen y composición. —Ezra cerró los dedos e hizo crujir sus nudillos; una costumbre que siempre daba escalofríos a Emily—. Lo siento, Em.
—Al menos puedes recomendar alguna acción positiva —dijo Paul.
—La pregunta importante, Paul, es: ¿Hay combustible suficiente para llevar a alguien a la «Yokohama» en un viaje de ida y vuelta? Kenjo ha hecho ya más vuelos de los que yo creía posible.
—Es un buen piloto —contestó Paul, discretamente—. Para lo que necesitamos, hay bastante. Kenjo pilotará. ¿Quieres ir tú con él?
Ezra meneó la cabeza, lentamente.
—Avril Bitra está preparada para hacer ese trabajo.
—¿Avril? —Paul emitió un ronco bufido y después sacudió la cabeza, con una acerba sonrisa—. Avril es la última persona a la que dejaría poner el pie en la «Mariposa», por la razón que fuese. Y eso en el caso de que supiéramos dónde se encuentra.
—¿De verdad? —Ezra miró a Emily, buscando una explicación; pero ella se encogió de hombros—. Bueno, entonces Kenjo puede hacer un doble trabajo. No —se corrigió— si algo va mal con las sondas necesitaremos un buen técnico. Stev Kimmer. Ha vuelto, ¿verdad?
—¿Y quién más? —Paul prefirió apuntar nombres en vez de preocupar a Ezra con más sospechas.
—Kenjo es un técnico muy capacitado —insistió Emily.
—Deberían ir dos en la misión, por cuestión de seguridad —repuso Ezra, frunciendo el entrecejo—. La misión debe conseguir los resultados que nos hacen falta.
—Zi Ongola —sugirió Paul.
—Sí, es el mejor —corroboró Ezra—. Y si tiene algún problema, puedo tener a Stev en el interface para que le aconseje como experto.
—Cuarenta años, ¿eh? —comentó Emily, mientras veía cómo Paul subrayaba en su bloc las dos opciones finales—. Ése es más tiempo del que nos queda, amigo, leñemos que empezar a preparar a nuestros sustitutos.
Inevitablemente, sus pensamientos se dirigieron a Wind Blossom, un recipiente demasiado frágil para continuar con el trabajo que su abuela había empezado.
Lo que alertaba la naturaleza suspicaz de Avril no era lo que oía, aunque lo que no oía era igual de significativo, sino lo que veía en las fatigosas horas en que manejaba la pantalla del deslizador. Normalmente la tenía centrada en la «Mariposa», en el extremo más lejano de la pista de aterrizaje. Kenjo siempre hacía revisiones internas y externas la noche antes de cada vuelo. ¡Fussy Fusi! No empleó un tono burlón al pronunciar el mote de Kenjo, porque era incapaz de imaginar cómo se las había arreglado para estirar la pequeña reserva de combustible de la «Mariposa» tanto como lo había hecho. Había visto cierta actividad junto al vehículo la noche anterior, pero sin señales de Kenjo. De hecho, al no lucir ninguna luna, apenas había podido distinguir unos movimientos de sombras que indicaban alguna actividad alrededor de la nave. Aquello la había puesto nerviosa. Lo único que la había tranquilizado era que había allí varias figuras, pero nadie entró en la lancha. Estaba perpleja.
Con la primera luz del día, tan temprano que aún nadie estaba trabajando con los toros mecánicos en el armazón de la lanzadera que había sido el centro de una actividad considerable durante toda la semana, se sorprendió al ver a Fulmar Stone y a Zi Ongola aproximarse a la nave. Su recelo, agudizado por semanas de espera, la incitó a levantar la cubierta protectora de su deslizador, en previsión de un despegue rápido. A toda velocidad, podía llegar a la pista en menos de quince minutos. Y el tráfico matinal hacia Aterrizaje bastaría para disimular su presencia.
Pasó un mal momento pensando que tal vez la «Mariposa» tenía algún problema y estaban reparándola con repuestos de la lanzadera. Kenjo había llevado a cabo una misión tres días antes, con su despegue y aterrizaje tan económicos como era habitual. Tenía que reconocerlo: planeaba con gran suavidad, sin gastar energía en absoluto. Sólo que, ¿de dónde estaba sacando el combustible para despegar?
Los tres hombres, moviéndose casi con sigilo, se deslizaron dentro de la pequeña nave espacial y cerraron la escotilla. Bueno, el acceso a los motores se hacía a través de los paneles exteriores, así que podía empezar a respirar tranquila. Permanecieron dentro del vehículo tres horas; tiempo suficiente para una revisión completa de los sistemas interiores. Pero aquello no presagiaba un vuelo normal. Tal vez la «Mariposa» se había estropeado. Deberían quemar a Kenjo por su ineptitud. La «Mariposa» tenía que estar preparada para volar por el espacio. Avril empezó a proferir juramentos.
¿O acaso le había sucedido algo a Kenjo y por eso era Ongola quien tenía que pilotar la nave? Pero, ¿cómo? No debía quedar demasiado combustible. De modo que, ¿por qué andaban examinando los sistemas internos? Disgustada, Avril terminó sus preparativos para volar.
Sallah Telgar-Andiyar estaba dando de desayunar a su hija, a la sombra del porche de la casa de Mairi Hanrahan, en la Plaza de Asia, cuando observó que había una figura familiar andando a grandes zancadas calle abajo. Aunque iba vestida con un mono holgado y llevaba una gorra con visera que le tapaba casi toda la cara, la forma de caminar era la inconfundible de Avril, sobre todo si se miraba por detrás. No importaba que tuviera las manos sucias de grasa, ni que en una llevara un tubo vacío y en otra una carpeta. Ésa era Avril, una mujer que sólo se manchaba las manos si tenía un buen motivo. Nadie la había visto desde que abandonó Isla Grande. Sallah la siguió con la mirada hasta que se perdió entre la multitud en el depósito principal, donde los técnicos se empujaban unos a otros buscando piezas y material.
Desde que oyera la conversación entre Avril y Kimmer, Sallah había sabido que la piloto espacial intentaría salir de Pern. ¿Sabía Avril que Kenjo había hurtado combustible? Sacudió la cabeza, irritada. Cara pestañeó con sus grandes ojos marrones y miró a su madre con aprensión.
—Lo siento, mi amor, el pensamiento de tu madre está muy lejos de aquí. —Sallah metió la cuchara en el puré y después en la obediente boca de Cara. No, se dijo Sallah con viveza, porque quería creerlo a toda costa, Avril no podía haber descubierto ese combustible: había estado demasiado ocupada extrayendo gemas en Isla Grande. Por lo menos, hasta hacía tres semanas. ¿Dónde había estado Avril desde entonces? ¿Mirando cómo Kenjo volaba en la «Mariposa»? Eso habría dado qué pensar a Avril Bitra.
Bien, Sallah tenía que entrar de servicio enseguida, y, por suerte, el deslizador que estaba revisando se encontraba en la pista. Así podría ver bien a la «Mariposa» y a todo el que se acercara a ella. Si Avril se aproximaba lo más mínimo, daría la voz de alarma.
No se había comentado que Kenjo fuera a hacer otro intento contra las Hebras en la atmósfera. Además, los vuelos de Kenjo solían programarse para que se iniciaran al amanecer, y el turno de Sallah empezaba bastante después.
Todo ocurrió muy deprisa. Mientras se dirigía hacia el deslizador que estaba a su cargo, vio a Ongola y a Kenjo, vestidos con traje espacial, saliendo de la torre y acompañados por Ezra Keroon, Dieter Clissmann y otras dos figuras en mono de trabajo. Sallah se sintió asombrada al reconocerlas por sus movimientos: eran Paul y Emily. Ongola y Kenjo parecían estar recibiendo instrucciones de última hora. Después siguieron hacia la «Mariposa», casi como si dieran un paseo, mientras los demás volvían a la torre meteorológica. De pronto, apareció otra figura, vestida con traje espacial, que caminaba por la pista siguiendo una dirección que pronto interceptaría la de Ongola y Kenjo. ¡A pesar de lo holgado del traje, no cabía duda de que sólo podía ser Avril!
Sallah cogió la llave inglesa que tenía más a mano y empezó a correr por la pista. Ongola y Kenjo desaparecieron al pasar tras un montón de piezas de deslizador desechadas al borde del campo. Avril había empezado a correr, y Sallah aceleró su paso. Ya no veía a Ongola ni a Kenjo. Después, Avril tomó un puntal corto del montón y desapareció también de vista.
Tras rodear la pila de desechos, Sallah vio a Kenjo y a Ongola tendidos en el suelo. Había sangre en la nuca de Kenjo y en el hombro y el cuello de Ongola. Sallah echó a correr a toda velocidad, agachándose para ocultarse tras el montón de chatarra y no ser vista desde la «Mariposa». Entró en el mismo momento en que se cerraba la compuerta. Se arrojó al interior y sintió que algo arañaba su pie izquierdo; oyó un tremendo silbido y después se desvaneció.