V
A pesar de que sus padres mostraban una desaprobación tácita por la amistad de Sean Connell con su hija, Sorka encontró muchas razones para seguir viéndole una vez que las naturales suspicacias del chico disminuyeron. Con cierta curiosidad, Sorka reparó también en que la familia de él no sentía más agrado por aquella amistad que la suya propia. Aquello añadía un cierto estímulo.
Les unía la fascinación por su criatura y por la nidada de huevos. Sorka vigilaba el nido con Sean, no sólo para asegurarse de que no iba a atrapar a la criatura, sino también para estar ella misma presente cuando los huevos eclosionaran.
Aquella mañana —era un día de descanso—, Sorka había llegado preparada para una larga vigilia, y con emparedados en una bolsa. Tenía suficientes para compartirlos con Sean. Ambos niños estaban escondidos, boca abajo, entre la maleza que rodeaba el promontorio y en una posición que les permitía tener el nido a la vista. El animal dorado estaba tomando el sol al lado del mar; podían ver el brillo de sus ojos mientras vigilaba sus huevos.
—Es igual que un lagarto —musitó Sean; su respiración hacía cosquillas en la oreja de Sorka.
—De ninguna manera —protestó ella, recordando las ilustraciones de un libro de cuentos de hadas—. Se parece más a un dragón pequeño. Un dragón —dijo casi con agresividad. No le parecía que «lagarto» fuera un nombre en absoluto apropiado para un ser tan magnífico.
Con cuidado apartó a un bicho, de aquellos que tenían tantas patas, que estaba haciendo rodar a toda prisa las tres secciones de su cuerpo por la maleza. Felicia Grant, la profesora de botánica de los niños, contenta de haberlo visto, había dicho que se trataba de una forma de miriápodo. Había explicado a la clase su ciclo de reproducción: de los adultos salían los jóvenes, que permanecían unidos a sus padres hasta que alcanzaban el mismo tamaño, tras lo cual se desprendían. A menudo llevaban a cuestas a dos retoños en crecimiento.
Sean se entretenía en construir un muro de hojas para mantener al bicho alejado de él.
—Las serpientes comen un montón de éstos, y los wherries comen serpientes.
—Los wherries también comen wherries —dijo Sorka con tono de desagrado, recordando cómo actuaban aquellos carroñeros.
Estaban tendidos, medio adormecidos al calor del mediodía, cuando un suave canturreo los alertó. El pequeño dragón dorado estaba extendiendo sus alas.
—Para protegerlos —dijo Sorka.
—No. Para darles la bienvenida.
Sean tenía la costumbre de llevar la contraria en cualquier conversación que pudieran tener. Sorka ya se había acostumbrado, e incluso lo esperaba.
—Puede que sea para ambas cosas —sugirió, tolerante.
Sean se limitó a resoplar.
—Apuesto a que ese bicho rodador estaba huyendo de las serpientes.
Sorka reprimió un escalofrío. No iba a dejar que Sean se diera cuenta de que detestaba a aquellos seres resbaladizos.
—Tenías razón. Les está dando la bienvenida. —Los ojos de Sorka se abrieron aún más—. ¡Está cantando!
Sean sonrió, escuchando cómo el sonido se hacía más melodioso. La pequeña criatura ladeó su cabeza de tal forma que pudieron ver cómo le vibraba la garganta.
De pronto, el aire que rodeaba la roca se llenó de dragones. Sean aferró el brazo de Sorka, sorprendido, y también para exigir silencio. Con la boca abierta de asombro, Sorka no hubiera podido proferir un solo sonido; se sentía demasiado encantada con aquella asamblea como para hacer otra cosa que no fuera mirar. Había dragones azules, pardos y de color bronce flotando en el aire, y sus voces se mezclaban con la de la pequeña criatura dorada.
—Debe de haber cientos de dragones, Sean. —De la forma en que giraban y se precipitaban, parecía que el aire estaba saturado de ellos.
—Son sólo doce lagartos —replicó Sean, impasible—. No, dieciséis.
—Dragones —dijo Sorka con firmeza. Sean ignoró su corrección.
—Me pregunto por qué.
—¡Mira! —Sorka señaló hacia una nueva escuadrilla de dragones, que habían aparecido de súbito y arrastraban grandes brazadas de chorreantes algas. Llegaron todavía más, y cada uno traía en su boca algo que se agitaba; la carga era depositada sobre el desigual círculo que formaban las algas alrededor del nido—. Como un muro —susurró Sorka, admirada. Otros dragones, o tal vez los mismos en un vuelo de vuelta, trajeron bichos rodadores y gusanos de arena, que se agitaban y se escondían entre las algas.
Entonces, al ver cómo se rompía el primero de los huevos y una cabeza, pequeña y húmeda, se asomaba, Sorka y Sean se agarraron para contener la emoción. Haciendo un alto en su tarea de recolección, las criaturas del aire comenzaron a gorjear un complicado sistema de sonidos.
—¡Mira, es una bienvenida! —Sean sabía que había tenido razón todo el tiempo.
—¡No! ¡Protección! —Sorka señaló con el dedo los romos hocicos de dos enormes serpientes moteadas, en la parte opuesta del montecillo.
Los dragones divisaron a las intrusas, y media docena de ellos se lanzaron en picado contra sus cabezas. Cuatro aragonés mantuvieron el ataque directo entre la vegetación, y hubo un gran movimiento de ramas hasta que las serpientes aparecieron siseando. En aquel breve intervalo se abrieron cuatro huevos más. Los adultos formaron una cadena viviente de aprovisionamiento en cuanto el primer llegado rompió su cáscara y empezó a tambalearse gimiendo lastimeramente. Su madre lo guió, moviendo las alas y gorjeando para darle ánimos, hacia un dragón cercano que sujetaba un pez, aún coleante, para que la cría lo devorara.
Una serpiente más atrevida, tras emerger de la arena donde se había escondido, intentó un ataque por sorpresa subiendo por el rostro de roca hacia otra de las crías. Tensó sus miembros medios al levantar la cabeza y abrió la boca de tortuga para atrapar a su presa. Al momento, la serpiente fue atacada por los dragones voladores. Con un buen instinto de conservación, la cría se arrastró tambaleante sobre las algas que formaban el muro de protección en dirección hacia el arbusto bajo el cual estaban escondidos Sorka y Sean.
—Vete —susurró Sean, con los dientes apretados. Agitó su mano ante la gimiente cría para espantarla. No tenía el menor deseo de ser atacado por su parentela adulta.
—Se está muriendo de hambre, Sean —dijo Sorka, hurgando en la bolsa de los emparedados—. ¿No puedes sentir el hambre que tiene?
—¡No te atrevas a darle de comer como si fueras su madre! —masculló Sean, a pesar de que él también percibía las súplicas de aquel pequeño ser. Pero había visto la forma en que los dragones desgarraban peces con sus afiladas garras. Prefería no ser su próxima víctima.
Antes de que Sean pudiera evitarlo, Sorka tiró un trozo de su emparedado hacia la roca. Aterrizó justo enfrente de la cría, que seguía tambaleándose y llorando; y ésta se abalanzó sobre el trozo y pareció absorberlo más que tragarlo. Sus gemidos se convirtieron en una urgente demanda, y se arrastró más decidida hacia la fuente de alimento. Dos criaturas más levantaron sus cabezas y se encaminaron en aquella dirección, a pesar de los esfuerzos de su madre por mandarlos hacia los adultos que les ofrecían suculentos especímenes de vida marina.
Sean gruñó.
—Ya la has armado.
—Pero es que tiene hambre. —Sorka partió más trozos y se los echó a las tres crías.
Las otras dos se apresuraron para asegurarse su parte del regalo. Ante el espanto de Sean, Sorka se arrastró fuera de su escondrijo y ofreció a la primera cría un trozo directamente de su mano. Sean intentó agarrarla, pero falló y se golpeó la barbilla contra la roca.
La criatura de Sorka se comió el trozo que se le ofrecía y a continuación trepó a la mano de la niña, resollando patéticamente.
—¡Oh, Sean, es un encanto! Y no puede ser un lagarto. Está caliente y tiene un tacto suave. ¡Oh, coge un emparedado y da de comer a los otros! Se mueren de hambre.
Sean echó una mirada a la madre y se dio cuenta, con intenso alivio, de que estaba mucho más interesada en mantener a los otros alimentados que en ir tras los tres renegados. Su fascinación ante las criaturas se sobrepuso a la cautela. Cogió un emparedado y, arrodillándose junto a Sorka, atrajo al pardo que estaba más cerca. El segundo pardo, al escuchar el cambio en los lamentos de su hermano, desplegó sus alas húmedas y se unió a él con un frenético saltó, chillando. Sean comprobó que Sorka estaba en lo cierto: la piel de las criaturas era caliente y agradable al tacto. No se parecía en nada a la de un lagarto.
En poco tiempo, los emparedados quedaron reducidos a protuberancias en las barrigas de los lagartos, y Sorka y Sean se encontraron que se habían hecho, sin darse cuenta, amigos para toda la vida. Tan ocupados habían estado con sus tres dragones que no habían reparado en que los otros habían desaparecido. Únicamente las cáscaras vacías de los huevos abandonados en una cavidad de la roca daban testimonio del reciente suceso.
—No podemos dejarlos aquí. Su madre se ha ido —dijo Sorka, sorprendida por el hecho de que la parentela de los dragones hubiera abandonado a las tres crías.
—Yo no iba a dejar a los míos de ninguna manera —repuso Sean, burlándose un poco del apuro de Sorka—. Voy a quedarme con ellos. También con el tuyo, si no quieres llevártelo de vuelta a Aterrizaje. Tu madre no te va a dejar tener una criatura salvaje.
—Éste no es salvaje —contestó Sorka, ofendida. Acarició con el dedo índice el lomo del diminuto dragón bronce, que se había enroscado en el hueco de su brazo. Se acurrucó aún más, y exhaló algo muy parecido a un ronroneo—. Mi madre es muy hábil con los bebés. Muchas veces ha salvado corderos que hasta mi padre pensaba que podían morir.
Sean se apaciguó. Había metido a los pardos en su camisa, uno en cada lado, para atarla después con el cinturón de cuero que se había atrevido a solicitar. La facilidad con que lo había conseguido en los almacenes le había animado a confiar en Sorka. Y también le había servido para demostrar a su padre de que los «otros» estaban distribuyendo amablemente la riqueza de material que habían traído a Pern en las naves espaciales. Dos días después de conseguir su cinturón, Sean empezó a ver cómo ollas nuevas reemplazaban sobre la hoguera a los cacharros deteriorados, y su madre y sus tres hermanas vestían camisas y zapatos nuevos.
Sentía el calor de los dragones pardos contra su piel, y también un leve pinchazo en los lugares en que presionaban con sus diminutas garras, pero estaba más que satisfecho de su éxito. Sólo tenían tres dedos, el de delante curvado sobre los de detrás. Todo el mundo en el campamento de su padre había estado intentando encontrar nidos de lagarto —bueno, de dragón — y agujeros de serpientes a lo largo de la costa. Buscaban huellas de los legendarios lagartos por diversión, y cazaban a las serpientes por seguridad. Aquellos reptiles carroñeros eran peligrosos para gente que acampaba en toscos refugios de ramas trenzadas y plantas frondosas. Habían conseguido abrirse camino dentro de estos refugios para morder a niños que dormían entre las mantas. Nada estaba a salvo de sus hábitos depredatorios. Y no eran comestibles.
El padre de Sean había capturado varias serpientes, las había despellejado y las había asado. Tras probar un trocito de cada variedad, había tenido que escupirlo al momento pues la carne de serpiente hacía que la boca escociera y se hinchase. De modo que se había dado esta orden a todos los del campamento: atrapar y matar a aquellas sabandijas. Cuando tuvieran terriers o hurones que entraran en las madrigueras, podrían desentenderse de la amenaza. A Porrig Connell le desquiciaba que los otros miembros de la expedición no parecieran entender cuán urgente era para su pueblo tener perros. No querían a los animales como mascotas; los necesitaban como parte de su estilo de vida. Tanto en Pern como en la Tierra, los Connell eran los últimos en conseguir cosas útiles y los primeros en recibir las bofetadas. Pero él había hecho que cada una de sus cinco familias solicitara un perro.
—¿A tu padre le va a gustar? —preguntó Sorka; la alegría la hacía sentirse comunicativa—, ¿Le va a gustar, Sean? Apuesto a que son mejores que los perros para ir tras las serpientes. Fíjate en la forma en que han atacado a las moteadas.
Sean soltó un bufido.
—Sólo porque las crías estaban en peligro.
—Lo dudo. Casi podía sentir cómo odiaban a las serpientes. —Quería creer que los lagartos voladores eran especiales, de la misma forma en que siempre había creído que Duke, su macho de color mermelada, era el mejor cazador del valle, y que el viejo Chip era el mejor perro pastor de Tipperary. Las dudas la asaltaron de repente—. Pero a lo mejor deberíamos dejárselas aquí a su madre.
Sean frunció el ceño.
—Su madre empujaba a los otros hacia el mar con bastante prisa.
Se levantaron al mismo tiempo y, caminando con cuidado para no molestar a su durmiente cargamento, se dirigieron hacia la cima del promontorio.
—¡Mira! —exclamó Sorka, señalando frenéticamente el lugar donde en ese mismo momento algo arrastraba hacia las profundidades el desgarrado cuerpo de una cría—. ¡Ay, ay, ay! —Sean observaba impasible. Sorka se dio la vuelta y apretó los puños—. No es una madre muy buena, después de todo.
—Sólo sobrevive el mejor —repuso Sean—. Nuestros tres dragones están a salvo. ¡Fueron lo bastante listos como para venir con nosotros! —A continuación se volvió, ladeando la cabeza y entrecerrando los ojos para mirarla—. ¿Va a estar a salvo el tuyo en Aterrizaje? Ya sabes que han estado detrás de nosotros para que les lleváramos especímenes, ya que mi padre es verdaderamente un experto en cazar y poner trampas.
Sorka apretó contra su cuerpo a la dormida criatura.
—Mi padre no dejará que le pase nada malo a este cachorro. í>e que lo hará.
Sean contestó con escepticismo.
—si, pero él no es el jefe de su grupo, ¿verdad? Tiene que obedecer órdenes, ¿o no?
—Lo único que quieren es examinar formas de vida. No diseccionarlas ni nada por el estilo.
Sean no se dejó convencer, pero aun así siguió a Sorka; se alejaron del mar y se encaminaron a través de la maleza hacia el borde de la meseta.
—¿Te veré mañana? —preguntó Sean, repentinamente reacio a dejar sus encuentros ahora que la vigilancia de ambos había llegado a su fin.
—Bueno, mañana es día de trabajo; pero, ¿puedo verte por la tarde? —Sorka no dudó en dar esa respuesta. Los severos principios de las restricciones terrestres habían dejado ya de obstaculizar sus idas y venidas. Estaba empezando a aceptar su seguridad en Pern con tanta facilidad como aceptaba su responsabilidad en el trabajo por el futuro del lugar. Sean formaba parte también de su sentimiento de seguridad personal, a pesar de su desconfianza innata por todo lo extraño a su propia gente. Aunque Sean no fuera consciente de ello, entre ambos se había formado un vínculo especial después de su trascendental experiencia en la cabeza de roca.
—¿Estás seguro de que estas criaturas van a cazar serpientes? —preguntó Porrig Connell mientras examinaba una de las adquisiciones de Sean, que aún estaba dormida. Siguió sin moverse cuando él le desplegó un ala.
—Siempre que tengan hambre —respondió Sean, conteniendo el aliento por miedo a que su padre hiriera sin darse cuenta a su pequeño lagarto.
Porrig resopló.
—Ya veremos. Al menos es una criatura de este lugar. Cualquier cosa es mejor que ser comido vivo. Esta noche, una de esas azules moteadas se ha llevado un buen pedazo del bebé de Sinead.
—Sorka dice que las serpientes no pueden entrar en sus casas. El plástico no deja que entren.
Porrig soltó otro de sus gruñidos de escepticismo, y después señaló con la cabeza a las crías dormidas.
—Vigílalas ahora. Son problema tuyo.
En la Residencia Catorce, en la Plaza de Asia, hubo bastante más entusiasmo por la criatura de Sorka. Mairi envió a Brian a la barraca de los veterinarios para que trajera a su padre. Después, en una de las cestas que había estado tejiendo con las flexibles cañas de Pern, preparó un pequeño nido que forró con fibra de plantas secas. Cogió a la criatura de los brazos de Sorka y la pasó tiernamente a su nuevo lecho, donde al momento se hizo una bola y, con un tremendo suspiro que hinchó su torso hasta hacerlo del tamaño de su repleto vientre, cayó en un sueño aún más profundo.
—No es un lagarto, ¿verdad? —comentó Mairi, acariciando con suavidad la cálida piel—. Parece como ante de calidad. Los lagartos son secos y duros al tacto. Y está sonriendo. ¿Lo ves?
Sorka se asomó y sonrió en respuesta.
—Deberías haber visto de qué manera se zampaba los emparedados.
—¿Quieres decir que no has comido? —Horrorizada, Mairi se apresuró a remediar dicha situación.
Aunque las cocinas comunales abastecían a la mayoría de los seis mil habitantes habituales de Aterrizaje, más y más unidades familiares estaban empezando a cocinar para sí, excepto la cena. El hogar de los Hanrahan era el alojamiento típico para un familia: un dormitorio de tamaño medio, dos pequeños, un salón más grande para usos generales y una unidad sanitaria; todos los muebles, salvo el precioso arcón de palo de rosa, habían sido rescatados de las naves coloniales, o los había montado Red en sus poco frecuentes ratos libres. En un extremo del salón principal había una unidad para preparar comida, compacta pero apropiada. Mairi estaba orgullosa de sus habilidades culinarias y disfrutaba con la oportunidad de experimentar nuevos platos.
Sorka estaba a medias de su tercer bocadillo cuando Red Hanrahan llegó con el zoólogo Pol Nietro y la micro- bióloga Bay Harkenon.
—No despertéis a esa cosita —les avisó Mairi nada más entrar.
Casi con reverencia, los tres echaron una mirada al lagarto dormido. Red Hanrahan dejó que los expertos lo monopolizaran mientras él daba a su Fúja un beso y un abrazo y le revolvía el pelo con afectado orgullo.
—¡Mira qué niña tan inteligente! —exclamó.
Se sentó a la mesa, estiró sus largas piernas y se metió las manos en los bolsillos al tiempo que observaba cómo los dos especialistas estaban arrobados con aquel genuino nativo de Pern.
—Un espécimen muy sorprendente —le comentó Pol a Bay cuando ambos se incorporaron.
—Muy parecido a un lagarto —repuso ella, sonriendo a Sorka con admiración—. ¿Te importaría contarnos exactamente cómo te las arreglaste para que la criatura viniera contigo?
Sorka dudó un instante; después, ante el reconfortante gesto de asentimiento de su padre, les contó todo lo que sabía sobre los lagartos, desde la primera vez que había visto a la pequeña bestezuela dorada guardando sus huevos en el nido hasta el momento en que había conseguido que el ejemplar bronce comiera de su mano. Sin embargo, no mencionó a Sean Connell, aunque por las miradas que intercambiaron sus padres supo que no les importaba que hubieran estado juntos.
—¿Has sido tú la única afortunada? —le preguntó su padre en voz baja mientras los dos Diólogos se dedicaban, absortos, a fotografiar a la dormida criatura.
—Sean se ha llevado a casa dos pardos. Tiene un problema terrible con las serpientes en su campamento.
—En la Plaza de Canadá tienen casas esperándolos —recordó su padre—. Y todo el lugar sería para ellos.
Se habían asignado alojamientos para toda las etnias nómadas de la colonia, situados a propósito en las afueras de Aterrizaje para que no se sintieran aprisionados. Pero después de unas pocas noches todos se habían ido, para desaparecer en las tierras sin explorar, más allá del asentamiento. Sorka se encogió de hombros.
Después Pol y Bay comenzaron una segunda ronda de preguntas para precisar su relato.
—Ahora, Sorka, nos gustaría que nos prestaras tu nueva adquisición durante unas horas. —Bay hizo énfasis en la palabra «prestar»—. Te aseguro que no le vamos a hacer daño ni en un… bueno, ni en un trozo de piel. Podemos conocer muchas cosas de el simplemente observándolo y haciendo algunas pruebas, sin ponerle demasiado las manos encima.
Sorka miró a sus padres, angustiada.
—¿Por qué no dejamos que se acostumbre primero a Sorka? —intervino Red con tono apacible, apoyando ligeramente una mano en los puños cerrados de su hija—. Sorka es muy hábil con los animales; parecen confiar en ella. Y en mi opinión, es mucho más importante ahora que este tipejillo se encuentre seguro que averiguar qué es lo que lo hace distinto. —Sorka se acordó de respirar y dejo que su cuerpo se relajara. Sabía que podía contar con su padre—. No creo que queramos espantarlo, solo lleva fuera del cascarón desde esta mañana.
—La culpa la tiene mi celo profesional —se disculpó Bay Harkenon con una sonrisa arrepentida—. Pero sé que tienes razón, Red. Lo único que debemos hacer es dejarlo al cuidado de Sorka, que es muy capaz. —La mujer se disponía a levantarse cuando su colega carraspeó.
—Pero si Sorka siguiera observando cuánto come, con qué frecuencia y qué es lo que prefiere… —dijo Pol.
—Además de pan y de pasta de emparedados —repuso Mairi con una carcajada.
—Eso mejoraría nuestros conocimientos. —Pol sonrió con un encanto que le hizo parecer menos gris y desaliñado—. ¿Y dices que lo único que hiciste fue atraerlo con comida?
Sorka se imaginó de repente a Pol Nietro, debilucho y más bien encorvado, escondiéndose entre los matorrales con una cesta de golosinas para engatusar a los lagartos.
—Creo que tiene algo que ver con el hecho de que después de salir del huevo tenía un hambre terrible —contestó, pensativa—. Quiero decir que todas las mañanas de esta semana he tenido emparedados en los bolsillos, y la madre nunca ha venido a pedirme comida.
—Hummm. Una buena puntualización. Los recién nacidos son voraces. —Pol siguió murmurando para sí, relacionando mentalmente la información.
—¿Y es verdad que los adultos llevaban alimento a las crías? —musitó Bay—. ¿Pescado e insectos? Hummm. ¿Una especie de ritual de iniciación, tal vez? ¿Los pequeños pudieron volar en cuanto se les secaron las alas? Hummm. Sí. Fascinante. El mar sería la fuente más cercana de alimento.
Recogió sus notas y dio las gracias a Sorka y a sus padres. Después ambos especialistas se fueron.
—Mejor será que desistas, preciosa —dijo Red—. Buen trabajo, Sorka. Enséñales lo que se puede conseguir con la vieja habilidad irlandesa.
—Peter Oliver Plunkett Hanrahan —le regañó su mujer al momento—. Empieza a pensar en pernés. Pernés. Pernés. —A cada repetición elevó la voz más y más, con un énfasis burlón.
—Pernés, no irlandés. Somos perneses —cantó Red, obediente y con una sonrisa burlona salió de la casa danzando al ritmo de «pernés, pernés».
Aquella noche, para sorpresa y embarazo de Sorka, y para total disgusto de- su envidioso hermano, la llamaron a encender el fuego de campamento. Hubo vítores y fuertes aplauso¿\ cuando Pol Nietro explicó el motivo. Sorka se quedó atónita al ver que el almirante Benden y la gobernadora Boíl, que se creían en la obligación de asistir todas las noches a esa pequeña ceremonia, estaban gritando y aplaudiendo como todo el mundo.
—No he sido sólo yo —dijo Sorka en voz alta una vez que el alcalde en funciones de Aterrizaje le entregó formalmente la antorcha—. Sean Connell ha cogido dos lagartos pardos, sólo que no está aquí esta noche. Pero tenéis que saber que él encontró primero el nido, y que los dos estuvimos vigilándolo.
Aunque sabía que a Sean Connell no le importaba que se le reconociera el mérito debido, lo hizo. Con este pensamiento, arrojó al corazón de la hoguera la rama llameante. Retrocedió de un salto ante la rapidez con que el material seco se inflamaba.
—Bien hecho, Sorka —dijo su padre, a la vez que apoyaba las manos en sus hombros—. Bien hecho.
Aunque hubo una avalancha vespertina hacia las playas y promontorios, Sorka y Sean siguieron siendo los únicos y orgullosos propietarios de los preciosos lagartos. Pero poco a poco se fueron descubriendo nidos y organizándose su vigilancia. Merced al procedimiento que Sorka había explicado pormenorizadamente, al final lograron adquirir varias criaturas más. Y el nombre que Sorka les había dado, «dragones», fue adoptado por todos.
Aquella propiedad, como Sorka no tardó en descubrir, tenía dos caras. Su pequeño dragón, al que había puesto el nombre de Duke, recordando con nostalgia a su viejo gato romano, era voraz. A intervalos de tres horas comía lo que fuese; la primera noche había perturbado el sueño de toda la plaza con sus quejidos de hambre. Entre comida y comida, dormía. Cuando Sorka reparó en que se le estaba agrietando la piel, su padre le recetó una pomada, preparada con la ayuda de una pediatra y un biólogo, a partir de aceites de pescado del lugar. La pediatra estaba tan contenta con el resultado que pidió al farmacéutico que preparara más como ungüento para la piel seca en general.
—Duke está creciendo y la piel se le estira —fue el diagnóstico de Red.
La designación masculina era arbitraria, ya que nadie había conseguido examinar a la criatura con el suficiente detalle como para descubrir cuál era su sexo, o incluso si tenía. Los dragones dorados habían demostrado en general un papel más femenino en la incubación de huevos, aunque uno de los biólogos puso en entredicho esta idea al recordar que en la Tierra eran los machos de algunas especies los que cuidaban los huevos. Las escamas muertas de la piel eran continuamente recogidas para su análisis. Los ansiosos zoólogos habían sido incapaces de pasar a Duke por los rayos X, pues el dragón parecía enterarse de cuándo alguien tenía planes para él. Al segundo día de su llegada, habían intentado colocarle bajo el aparato, mientras Sorka esperaba nerviosa en la estancia contigua.
—¡Dios mío!
—¿Qué?
Sorka oyó las exclamaciones de asombro de Pol y Bay en el mismo instante en que Duke reaparecía, sobre su cabeza, muy agitado. Se dejó caer en los hombros de la niña con chillidos de alivio y de furia, enroscó la cola alrededor de su cuello y enganchó las garras en su cabellera, sin dejar de gritar encolerizado mientras sus ojos facetados despedían destellos anaranjados y rojos.
La puerta se abrió de pronto tras Sorka; Pol y Bay irrumpieron en la habitación, asombrados.
—Simplemente apareció —explicó la niña a ambos científicos.
Tras recuperar la compostura, se cruzaron una mirada. Una sonrisa iluminaba el ancho rostro de Pol, mientras que Bay mostraba una expresión de alegría.
—Así que los amig no tienen el monopolio de las capacidades telequinéticas —comentó Bay con una sonrisa de suficiencia—. Siempre he mantenido, Pol, que no podían ser los únicos de la galaxia.
—¿Cómo lo ha hecho? —preguntó Sorka, inquietándose al recordar otros ejemplos de desapariciones asombrosamente rápidas.
—El aparato debe de haber asustado a Duke. Es muy pequeño, y es posible que se haya sentido amenazado —contestó Bay—. Así que se ha teleportado. Afortunadamente, ha vuelto contigo, ya que te considera su protectora. Los amig usan el teletransporte cuando se ven amenazados. Una capacidad muy útil.
—Me pregunto si podremos averiguar cómo estas pequeñas criaturas lo hacen —comentó Pol, pensativo.
—Podríamos probar con las ecuaciones eridanis —sugirió Bay.
Pol miró a Duke. Los ojos del lagarto estaban aún rojos de furia y seguía agarrándose tenazmente a Sorka, pero había recogido ya las alas sobre la espalda.
—Para intentar eso, necesitamos adquirir más conocimientos sobre este tipo y su especie. ¿Y si lo sujetaras tú, Sorka? —sugirió Pol.
Incluso con la presencia tranquilizadora de Sorka, Duke no permitió que lo colocaran bajo la pantalla. Después de media hora, Pol y Bay permitieron, contra su voluntad, que su difícil sujeto se marchara. Sin dejar de calmarle a cada paso, Sorka se llevó al lagarto, aún furioso, hacia su lugar de nacimiento. Sean estaba allí, tumbado a la sombra de unos arbustos; los dos pardos se habían enroscado junto a su cuello. Oyeron llegar a Sorka y levantaron la mirada hacia ella; una mirada que era un torbellino de suaves tonos azules y verdes. Duke canturreó un saludo al que ellos contestaron.
—Estaba durmiendo un poco —murmuró Sean malhumorado, sin molestarse en abrir los ojos para ver quién había llegado—. Mi padre me ha hecho pasar la noche con los bebés para ver si nuestros amigos eran capaces de ahuyentar a las serpientes.
—Bueno, y ¿han sido capaces? —le preguntó Sorka cuando parecía que iba a dormirse otra vez.
—Sí. —Sean bostezó y apartó un insecto con la mano. Uno de los pardos lo cogió inmediatamente al vuelo y se lo tragó.
—Comen cualquier cosa. —Había admiración en la voz de Sorka—. El doctor Marceau los llama omnívoros. —Se sentó sobre la roca, al lado de Sean—. Y pueden cambiar de lugar cuando se asustan. El doctor Nietro intentó examinar a Duke y me hizo salir de la habitación. De repente, lo encontré colgado de mí como si no quisiera separarse nunca. Dicen que puede teleportarse. Utiliza la telequinesia. —Se sintió orgullosa: había pronunciado las palabras sin la menor equivocación.
Sean abrió un ojo y ladeó la cabeza para mirarla.
—¿Y eso qué significa?
—Que puede proyectarse a sí mismo lejos del peligro en un instante.
Sean abrió la boca en un enorme bostezo.
—¿Sí? Los dos hemos presenciado cómo desaparecen. Y no siempre lo hacen porque estén en peligro. —Volvió a bostezar—. Fuiste lista cogiendo sólo uno. Cuando no come el uno, lo hace el otro. Con eso y lo de vigilar a los bebés, estoy hecho migas. —Cerró otra vez el ojo, cruzó las manos sobre el pecho y volvió a dormirse.
—¡Jugaré entonces a que soy un dragón dorado que te guarda, para que no venga una de esas grandes y asquerosas moteadas de nariz roma y te arranque un pedazo!
No le despertó, incluso cuando vio cómo volaban unos lagartos en el cielo, haciendo acrobacias y picadas en una exhibición aérea que la dejó sin aliento. Duke la observaba con ella, canturreando suavemente para sí; pero a pesar de que al principio Sorka temió que prefiriera unirse a ellos, ni siquiera aflojo la presión de su cola en torno al cuello de la niña. Antes de volver a casa, Sorka dejó a Sean un tarro de la pomada que habían preparado para la piel de Duke.
* * *
Sorka no era la única persona de Pern que estaba contemplando acrobacias aéreas ese día. Medio continente al suroeste, Sallah Telgar sintió que el corazón se le subía a la boca al ver a Drake Bonneau sacar el pequeño trineo aéreo de una corriente térmica, por encima del vasto lago interior que él estaba empeñado en llamar lago de Drake. Ninguno de los miembros de la pequeña expedición minera iba a negarle tal privilegio, pero Drake tenía tendencia a insistir en las cosas hasta el aburrimiento. Tampoco iba a renunciar a exhibirse; parecía empeñado en asombrar a todo el mundo con su habilidad profesional. Sallah pensó que sus payasadas eran un desperdicio estúpido de energía, y desde luego no la mejor manera de conquistar su corazón ni su estima. Drake había estado rondando por sus habitaciones, pero hasta el momento no había obtenido un gran éxito.
Ozzie Munson y Cobber Alhinwa salieron del cobertizo en el que acababan de guardar su equipo y se detuvieron para ver qué miraba Sallah.
—¡Oh, Dios mío, ya está otra vez! —dijo Ozzie, dirigiéndole a Sallah una maliciosa sonrisa.
—Se va a estrellar —añadió Cobber, meneando la cabeza—, y ese maldito lago es tan profundo que no lo vamos a encontrar nunca. Ni a él, ni al trineo. Y los necesitamos.
Al ver que Svenda Olubushtu venía hacia ellos, Sallah se dio la vuelta apresuradamente y se encaminó al barracón principal del pequeño campamento de prospección. No le apetecía escuchar los sarcásticos y envidiosos comentarios de Svenda. Sallah no dejaba que Drake Bonneau se hiciera ilusiones. Por el contrario, había dejado patente muchas veces, en público y con toda claridad, su desinterés por él.
A lo mejor, desanimarle no es el camino correcto, pensó. Tal vez si corriera tras él, estuviera pendiente de cada una de sus palabras y le tendiera emboscadas siempre que pudiera, como está haciendo Svenda, me dejaría en paz como a ella.
Encontró a Tarvi Andiyar en el barracón principal, murmurando para sí mientras transfería los hallazgos del día a la pantalla grande; sus dedos de araña bailaban sobre las teclas de la terminal con tanta rapidez que incluso el procesador de texto tenía problemas para mantener su ritmo. Nadie le entendía cuando hablaba para sí de aquella manera; era su lenguaje nativo, un oscuro dialecto hindú. Cada vez que alguien le preguntaba el porqué de tal excentricidad, respondía con una de aquellas sonrisas que derretían el corazón.
—Lo hago para que otros oídos puedan escuchar este lenguaje tan hermoso y transparente, para que se hable incluso aquí, en Pern, ya que hay una persona viva que lo habla con fluidez después de tantos siglos —contestaba siempre que alguien le preguntaba—. ¿No es un idioma encantador, armónico, melodioso, un placer para el oído?
Tarvi, como experto e intuitivo ingeniero de minas, tenía fama de ser capaz de rastrear esquivas vetas de mineral a través de fallas y grietas subterráneas. Se había unido a la expedición a Pern porque las gloriosas y escondidas «lágrimas y sangre de la Madre Tierra», como le gustaba llamar a los productos de la minería, habían sido ya arrancados de su seno. También había hecho prospecciones en Alfa, pero los metales extraños parecían escapar a su percepción, de modo que había cruzado la galaxia para ejercer su profesión en lo que él llamaba sus «años de declive».
Como Tarvi Andiyar se encontraba tan sólo en los cincuenta, aquella frase le proporcionaba la confianza que pretendía, al ser negada por los más amables; o silbidos de burla entre aquellos que conocían sus trucos. A Sallah le gustaba por su ironía sutil, que generalmente utilizaba para criticar sus propios defectos y nunca con la intención de ofender a nadie.
Desde la primera vez en que se lo había encontrado, después de la hibernación, su largo y casi enflaquecido cuerpo no había engordado ni un gramo.
—En mi familia ha habido generaciones de gurús y mahatmas, que ayunaban para purificar sus almas y sus entrañas, hasta que el ser más delgado que un palo se ha convertido en un imperativo genético para todos los Andiyar. Pero estoy fuerte. No necesito masa, ni tendones ni músculos abultados. Tengo tanta fuerza como el más robusto luchador de sumo. —Los que le habían visto trabajar sin respiro durante todo el día junto a Ozzie y Cobber sabían que su afirmación no era un vano alarde.
El desgarbado ingeniero atraía a Sallah más que cualquier otro hombre de la colonia. Pero del mismo modo que no conseguía que Drake entendiera lo poco que le importaba, era incapaz de intimar más con Tarvi.
—¿Cuál es el total, Tarvi? —le preguntó a la vez que saludaba con la cabeza a Valli Lieb, que ya estaba descansando y tomando un trago de quikal.
Una de las primeras cosas que al parecer hacían los colonos humanos en todos los planetas nuevos era una investigación inmediata e intensiva sobre fermentables para conseguir una bebida alcohólica en el menor tiempo posible. Todos los laboratorios de Aterrizaje, no importaba cuál fuera su función básica, habían experimentado destilando o fermentando frutos locales para convertirlos en bebidas aceptables. Al construir el campamento base de la expedición minera, la primera pieza en ser montada había sido el alambique de quikal, y nadie había puesto la menor objeción a que Cobber y Ozzie pasaran el primer día elaborando bebidas a partir de los zumos fermentados que habían llevado. Excepto Svenda, mientras que Tarvi y Sallah se habían limitado a seguir con su trabajo. Aquella primera noche en el campamento, la bebida fue algo más que una tradición: constituyó una conquista.
Al tiempo que Svenda entraba en el barracón, Sallah se sirvió una copa de quikal. Valli le hizo un sitio en el banco. Parecía recién lavada, y tenía mucho mejor aspecto que aquella tarde, cuando había salido de entre la maleza, cubierta de lodo, pero con algunas muestras muy interesantes para su ensayo.
En ese momento oyeron que el deslizador tomaba tierra cerca del barracón. Svenda estiró el cuello para ver el avance de Drake por la pista; apenas se movió cuando Ozzie y Cobber pasaron rozándola al entrar en la sala.
—¿Cómo ha ido el ensayo, Valli? —preguntó Sallah.
—Promete, promete —respondió la geóloga; su rostro resplandecía con el éxito—. ¡La bauxita tiene muchos usos! Sólo este descubrimiento hace que la expedición sea provechosa.
—Sin embargo —dijo Cobber, haciendo una reverencia ante Valli—, sería mucho más fácil trabajar sobre tu hallazgo si se tratara de una mina abierta.
—¡Ja! Tenemos bastante para explotarlo de ambas formas —repuso Ozzie—. Siempre hace falta mineral de alta calidad.
Tarvi se unió a ellos en la mesa, aunque rechazó la bebida que siempre le ofrecía Svenda.
—Y hay suficiente cobre y estaño —intervino— dentro de una distancia razonable, de modo que podríamos levantar una ciudad minera junto a este hermoso lago, que produciría hidroelectricidad de las cascadas para suministrar energía a las refinerías y una buena vía navegable para transportar los productos terminados a la costa, y de allí a Aterrizaje.
—¿Así que este sitio es viable ブ—preguntó Svenda, y miró a su alrededor con un aire posesivo que a Sallah le pareció un poco prematuro. Los armadores elegían primero; antes que los especialistas contratados.
—Yo ciertamente voy a recomendarlo —dijo Tarvi, sonriendo con el aire protector que siempre molestaba a Sallah. No era un hombre viejo, sino muy atractivo, pero si continuaba considerándose el padre de todo el mundo, ¿cómo conseguiría Sallah que la mirara?—. Lo he recomendado —prosiguió—. Sobre todo porque ese limo en el que caíste hoy, Valli, es aceite mineral de gran calidad. —Una vez que los aplausos cesaron, negó con la cabeza—. Metales, sí. Petróleo, no. Todos lo sabéis. Para que esto sea una colonia efectiva, debemos aprender a funcionar con eficiencia a un nivel tecnológico inferior. Ahí es donde entra en juego la habilidad y la forma en que se recuerden los oficios.
—No todo el mundo está de acuerdo con nuestros jefes en ese punto —dijo Svenda, frunciendo el entrecejo.
—Firmamos el contrato y estuvimos todos de acuerdo en cumplirlo —repuso Valli, a la vez que echaba una rápida mirada a los demás para ver si alguien más era de la misma opinión que Svenda.
—Tontos —fue la burlona réplica de la rubia. Tras servirse más quikal en el vaso, Svenda salió del barracón.
Tarvi, con una expresión preocupada, la siguió con la mirada.
—Se le va la fuerza por la boca —le dijo Sallah con voz suave.
Tarvi enarcó las cejas y durante un instante sus ojos oscuros la observaron sin expresión. Después reapareció su sonrisa habitual, y palmeó el hombro de Sallah; por desgracia, de la forma en que se da una palmada a un niño obediente.
—Ah, aquí está Drake con suministros y noticias de nuestros compañeros.
—¡Eh!, ¿dónde está todo el mundo? —preguntó Drake al entrar cargado de paquetes—. Hay más en el deslizador.
Sallah agachó la cabeza para ocultar su expresión.
—Estamos celebrando, Drake —le respondió Valli, a la vez que le ofrecía un vaso de quikal—. Hay dos nuevos hallazgos, los dos ricos y fáciles de trabajar. Esto va bien.
—¿Así que las «Minas y Refinerías del Lago de Drake» van sobre ruedas?
Todos rieron, y, cuando Drake levantó el vaso para brindar, nadie se opuso al nombre.
—Tengo noticias para vosotros —dijo después de beber—. Dentro de tres días, todos tenemos que volver a Aterrizaje.
Su anuncio fue recibido con gran consternación. Sonriendo con anticipado placer, Drake levantó la mano que tenía libre para pedir silencio.
—Para una Acción de Gracias.
—¿Por esto? ¿Cómo se han enterado? —preguntó Valli.
—Tenía que celebrarse en otoño, después de la cosecha —comentó Sallah.
—¿Por qué? —fue la simple pregunta de Tarvi.
—Por este comienzo propicio para nuestra vida. Ya ha llegado a Aterrizaje la última carga de las naves espaciales. Oficialmente, nos hemos establecido.
—¿Y por qué hay que armar tanto jaleo por eso? —preguntó Sallah.
—No todo el mundo es un maniático del trabajo como tú, mi querida Sallah —repuso Drake cogiéndole cariñosamente la barbilla. Al darse cuenta de que quería besarla, Sallah se apartó, aunque sonriendo para hacer menos agrio su rechazo. Drake hizo un gesto de contrariedad—. Nuestros amables líderes así lo han decidido, y va a haber ocasión para muchos maravillosos anuncios. Están llamando a los equipos de exploración para que vuelvan, y todos lo vamos a pasar en grande.
Sallah estaba casi enfadada.
—No hace más de una semana que estamos aquí.
Para huir de unas conclusiones tan desagradables como indemostrables, había elegido la tarea de llevar a los mineros y geólogos al inmenso lago interior en el que, según el informe del CEE, había concentraciones de mineral. Tenía la esperanza de que la distancia le proporcionara algunas respuestas objetivas a lo que había presenciado.
Una semana antes, al volver a últimas horas de la tarde a la «Mariposa» por una cinta que se había dejado a bordo durante uno de sus primeros trabajos como piloto del almirante Benden, había visto a Kenjo salir por la pequeña escotilla de servicio, que estaba en la parte posterior del vehículo, con un par de bolsas en cada mano. La curiosidad la había impulsado a seguirle entre las sombras. Poco después, Kenjo, se perdió de vista. Sallah se había escondido tras un arbusto y aguardo hasta que el piloto reapareció, con las manos vacías. Luego trató de seguir el camino recorrido por el hombre, para averiguar dónde había dejado su carga.
Tras deambular un rato, hacerse daño en las espinillas y arañarse la mano, encontró una cueva; y se sintió espantada al ver la cantidad de combustible que Kenjo había hurtado. Toneladas, juzgó, calculando todo lo escondido en bolsas de plástico de fácil manejo. La fisura en la roca estaba bien disimulada, al final del campo de aterrizaje, tras un montón de arbustos duros y espinosos que los granjeros estaban arrancando de los acres cultivables.
Dos noches después había llegado a sus oídos una inquietante conversación entre Avril y Stev Kimmer, el ingeniero de minas con quien Sallah vio a la piloto el día en que se había anunciado el lugar de aterrizaje.
—Mira, esta isla está llena de piedras preciosas —estaba diciendo Avril; Sallah, agazapada bajo la sombra del ala delta de la lanzadera, pudo oír cómo desenrollaba una película de plástico—. Aquí está la copia del informe de reconocimiento original, y no me hace falta ser especialista en minería para imaginarme qué significan estos símbolos crípticos. —La película ondeó cuando Avril la toco en diversos puntos—. ¡Una fortuna para quien las consiga! —Había un toque de triunfo en su voz persuasiva—. Y yo tengo la intención de conseguirlas.
—Bueno, te puedo asegurar que el cobre, el oro y el platino son útiles en cualquier mundo civilizado —empezó Stev.
—No estoy hablando de usos industriales, Kimmer —le cortó Avril—.Y no me refiero a piedrecitas. Aquel rubí era un ejemplar pequeño. Mira, lee las notas de Shavva.
Kimmer las rechazó con un bufido.
—¡Exageraciones para mejorar su prima!
—Bueno, tengo cuarenta y cinco quilates de exageración, hombre, y tú lo viste. Si no quieres estar conmigo en esto, ya encontraré a alguien que sepa aceptar un desafío.
Avril sabía ciertamente cómo manejar su anzuelo, pensó Sallah, lúgubre.
—Esta isla no está en el programa hasta dentro de varios años —señaló Stev.
Avril soltó una carcajada, sin ruido.
—No sólo sé llevar naves espaciales, Stev. He retirado un deslizador y tengo tanta libertad como cualquier otro en esta bola de barro para buscar la mísera cantidad de acres a los que tengo derecho como concesionaria. Pero tú eres armador, y si unimos nuestros lotes, toda la isla podría ser nuestra.
Sallah oyó cómo Kimmer tomaba aliento.
—Creía que los pescadores querían la isla para hacer ese puerto.
—Sólo quieren un puerto, no una isla. Son pescadores, delfineros… La tierra no les sirve.
El murmuró algo y se movió sobre sus pies, incómodo,
—De cualquier forma, ¿quién se iba a enterar? —le preguntó Avril con voz suave—. Podríamos ir los fines de semana, empezar con el material más accesible y esconderlo en una cueva. Hay tantas que podrían estar buscando años y años y no encontrar la que es. Y no tendríamos que llamar la atención sobre nuestras actividades vallando la zona oficialmente, a menos que nos viésemos forzados.
—Pero me dijiste que también había material en la Gran Cordillera Oeste.
—Y así es —respondió Avril con una risita—. También sé dónde. Está a un saltito de la isla.
—Lo tienes todo planeado, ¿no? —había un toque de sarcasmo en la voz de Kimmer.
—Claro —convino Avril tranquilamente—. No voy a pasar el resto de mi vida en este rincón perdido; no, cuando he descubierto ahora los medios que me van a permitir vivir el estilo de vida que prefiero. —Sonó de nuevo una carcajada, y después hubo un largo silencio, roto por el sonido de unos labios húmedos separándose—. Pero mientras yo esté aquí, y tú también, Kimmer, aprovechémonos. Aquí y ahora, bajo las estrellas.
Sallah se había alejado en ese momento, a la vez avergonzada y molesta por la descarada sexualidad de Avril. No era de extrañar que Paul Benden hubiera dejado de acostarse con ella. Era un hombre sensual, pensaba Sallah, pero no era probable que apreciara mucho tiempo el descarado estilo de Avril. Ju Adjai, elegante y serena, era mucho más apropiada para él, aunque no pareciera apresurarse para conseguir un compromiso.
Pero la voz de Avril estaba impregnada de una insaciable codicia. ¿Había oído Stev Kimmer lo mismo que Sallah? ¿O los encantos de la mujer le habían nublado el entendimiento? Sallah siempre había estado convencida de la riqueza en piedras preciosas de Pern. El Rubí Shavva era una parte tan importante de la leyenda de Pern como la pepita Liu. La distancia que había entre Pern y la Federación de Planetas Sensitivos pesaba más que cualquier tentación que sus depósitos de gemas pudieran despertar entre los codiciosos. Pero en el caso de que alguien se las arreglara para regresar a la Tierra con un cargamento de gemas, él o ella, indudablemente, podría retirarse para llevar una vida de sibarita.
Difícilmente, el plan de Avril agotaría los recursos naturales de Pern. Lo que preocupaba a Sallah era el modo en que iba a conseguir el combustible para un viaje tan largo. Sabía que en la lancha del almirante, la «Mariposa», quedaba aún. No era algo de conocimiento común, pero Avril, como piloto, debía de tener acceso a esta información. A juzgar por los cálculos que la mujer había hecho durante su guardia en la «Yokohama», Sallah sabía que realmente podía llegar hasta un sistema deshabitado. ¿Pero después, qué?
Sallah había disfrutado haciendo prospecciones con Ozzie, Cobber y los demás, y el cansancio había impedido que pensara en su dilema. Pero al ver la inminencia de su regreso a Aterrizaje, las preguntas llegaron de nuevo. Aunque denunciar a Avril no le producía el menor pesar, se dio cuenta de que también tendría que mencionar las actividades de Kenjo. Deseó saber por qué causa había guardado el combustible. ¿Tenía la loca idea de explorar las dos lunas? ¿O el planeta errático que, según se esperaba, iba a cruzarse en la órbita de Pern en unos ocho años?
Era imposible imaginarse a Kenjo liado con alguien como Avril Bitra. Sallah estaba segura de que la evidente animosidad que había entre ambos no era fingida. Sospechaba además que para Kenjo volar era a la vez una religión y una enfermedad incurable. Pero tenía todo Pern a su disposición, y el combustible de los trineos de aire de la colonia permitiría, si se usaba con moderación, volar durante varias décadas.
Lo que preocupaba a Sallah era la posibilidad, aunque fuese remota, de que Avril descubriera la reserva de Kenjo. Había pensado en confiárselo todo a alguno de los otros pilotos, pero Barr Hamil era incapaz de manejar un problema así, Drake Bonneau no se lo iba a tomar en serio, y Jiro, el copiloto de Kenjo, nunca traicionaría a su superior. A los demás no los conocía suficientemente bien como para juzgar sus reacciones ante una revelación tal. Ve a lo más alto, se dijo. Un asunto de este tipo se soluciona mejor allí. Estaba segura de que Ongola la escucharía. Y él sabría si debía o no cargar a Paul y a Emily con el peso de sus sospechas.
¡Maldita sea! Sallah apretó los puños contra los costados. Se suponía que Pern iba a estar por encima de planes e intrigas mezquinos. Todos estamos trabajando por una meta común, se dijo. Un futuro seguro, venturoso, sin prejuicios. ¿Por qué tenía alguien como Avril que estropear aquella hermosa visión con su oscuro egocentrismo?
Ozzie tocó su brazo y la apartó de aquellos deprimentes pensamientos.
—¿Me concedes un baile, Sallah? —le preguntó con su tono ligeramente nasal; los ojos le chispeaban, desafiantes.
Sallah aceptó con una sonrisa. Tan pronto como volviera a Aterrizaje iría a ver a Ongola y se lo contaría. Tras eso, tendría la conciencia más tranquila.
—Y después —continuó Ozzie, incontenible—, Tarvi puede bailar contigo y darme tiempo para descansar del dolor de pies.
Tarvi la miró y asintió, contrariado; no tenía mucha elección, observó Sallah, con tantos testigos y sin la oportunidad de preparar una excusa. Pero se sintió agradecida hacia el viejo zorro de Ozzie.
Cuando la expedición minera regresó a Aterrizaje, el fuego estaba ya encendido en la Plaza de la Hoguera y la fiesta se animaba. Desde su aventajada posición, en la altura, hizo girar el trineo hacia el perímetro y empezó a descender a la pista. Apenas reconoció el utilitario asentamiento. Había luces en casi todas las ventanas, y las farolas exteriores estaban encendidas. En un lado de la Plaza de la Hoguera se había levantado una tarima, sobre la cual había un bastidor del que colgaban focos. Según contaba Drake, se había hecho una llamada para que todo el que supiera tocar un instrumento interviniera esa noche. La tarima estaba salpicada de cubos blancos: eran los viejos embalajes de plástico, que servirían de asiento a los músicos.
De las residencias habían traído mesas y sillas para colocarlas en una explanada recién segada, más allá de la plaza. Se habían excavado hoyos para asar grandes wherries; en otras espitas más pequeñas se doraban las últimas piezas de carne congelada traídas de la Tierra, junto con otras reses. El aroma de la carne y del pescado al asarse en las parrillas hacía la boca agua. Todos los colonos vestían sus mejores galas. Iban y venían ayudando, reuniéndose, arreglando cosas y sirviendo los últimos manjares procedentes de los viejos planetas y que habían conservado para un último festín en el nuevo.
Sallah aparcó su trineo de lado en la pista de aterrizaje, pensando que si dejaban más vehículos al azar a lo largo de la recta, la «Mariposa», que estaba al otro extremo del campo, no tendría suficiente espacio como para despegar. Pero, ¿durante cuánto tiempo habría tantos deslizadores en Aterrizaje?
—Venga, date prisa, Sallah —la urgió Ozzie al tiempo que él y Cobber saltaban fuera del vehículo.
—Tengo que ir a la torre a recoger datos —repuso ella, y les hizo alegres gestos para que siguieran.
—Oh, déjalo por una vez —sugirió Cobber, pero Sallah insistió en su gesto.
Cuando llegó a la torre meteorológica, Ongola estaba a punto de salir. La saludó con una resignada inclinación de cabeza y abrió la puerta otra vez al observar la posición de su deslizador.
—¿Es prudente dejarlo así, Sallah?
—Sí. Es una medida de precaución, comandante —repuso ella en un tono que pretendía advertirle de que había ido allí por un asunto serio.
Ongola no se sentó hasta que Sallah no llegó a la mitad del relato de sus sospechas; y cuando lo hizo, se hundió con tal cansancio en la silla que Sallah se odió a sí misma por haber hablado.
—El que está sobre aviso está prevenido, señor —terminó.
—Así es, ciertamente, oficial Telgar. —Suspiró hondo, afectado por el regreso de la duda. La invitó a sentarse—. ¿Cuánto combustible?
Después de que Sallah le presentara, reluctantemente, las cifras exactas, se sintió sorprendido e interesado.
—¿Podría Avril saber que Kenjo ha reunido combustible? —Ongola se irguió en la silla con tanta brusquedad que Sallah se dio cuenta de que consideraba sus sospechas sobre la piloto espacial mucho más inquietantes que el robo cometido por Kenjo—. No, no —se corrigió a sí mismo con un vivo ademán—. Su desagrado mutuo es genuino. Informaré al almirante y a la gobernadora.
—Esta noche no, señor —dijo Sallah, levantando la mano inadvertidamente para protestar—. Lo he contado sólo porque ésta ha sido la primera ocasión en que me he podido acercar a usted…
—El que está sobre aviso está prevenido, Sallah. ¿Le has mencionado a alguien más tus sospechas?
—¡No, señor! Ya es bastante malo sospechar que la carne tiene gusanos como para ofrecer un trozo a alguien.
—¡Cierto! La codicia humana vuelve a corromper el Edén.
—Sólo es una persona —se sintió obligada a recordarle.
Ongola levantó dos dedos en un gesto significativo.
—Dos. Kimmer. ¿Y con quién más andaba hablando a bordo?
—Con Kimmer, Bart Lemos y Nabhi Nabol, y otros dos hombres que no conozco.
Ongola no pareció sorprendido. Respiró hondo y soltó un suspiro antes de ponerse las manos sobre los muslos y desplegar su figura.
—Te doy las gracias, y sé que el almirante y la gobernadora también te las darán.
—¿Gracias? —Sallah se puso en pie; no sentía en absoluto el alivio que había esperado conseguir informando a su superior.
—La verdad es que ya habíamos previsto problemas en cuanto la gente empezara a darse cuenta de que estamos aquí —dijo Ongola, señalando hacia abajo con un largo dedo— y de que no podemos ir a ningún otro sitio. La euforia de la llegada ha pasado; la celebración de esta noche ha sido planeada para evitar que se produzca el rechazo una vez que decaiga la sensación de logro. Es muy improbable que, si la gente está bien comida, bien bebida y cansada de bailar, se ponga a tramar sediciones.
Ongola abrió la puerta y con un gesto cortés la invitó a pasar delante. Nadie echaba la llave en Pern, ni incluso en las puertas que daban a los despachos administrativos oficiales. Sallah se había sentido antes orgullosa por este hecho, pero ahora la preocupó.
—No somos tan estúpidos, Sallah —dijo Ongola, como si le hubiera leído el pensamiento. Se dio un golpecito en la frente—. Éste es, todavía, el mejor banco de memoria que se haya inventado.
Sallah suspiró, aliviada, y alegró la expresión.
—Aún tenemos muchas cosas por las que dar gracias en Pern, ya sabes —recordó Ongola.
—¡De verdad que sí! —contestó Sallah, pensando en su baile con Tarvi.
Cuando llegó a la Plaza de la Hoguera, tras lavarse y ponerse sus mejores galas, la fiesta estaba en su apogeo y la improvisada orquesta interpretaba una polca. Sallah se detuvo un momento en la oscuridad, aparte de toda aquella luz y sonido, asombrada por la cantidad de inesperados músicos que marcaban el ritmo con los pies mientras esperaban a que les tocara el turno.
La música cambiaba constantemente, al reemplazar nuevos intérpretes a aquellos que ya habían tocado. Para gran sorpresa de Sallah, incluso Tarvi Andiyar, con una siringa, tocó una breve melodía, extraña y obsesionante; después de los otros grupos, más estridentes, su tranquilidad suponía un cambio.
Los grupos informales interpretaban desde canciones de baile hasta solos, animando a la audiencia a que cantara sus viejas melodías favoritas. Emily Boíl tomó asiento al teclado, y Ezra Keroon, al violín, interpretó con entusiasmo varios bailables marineros que tuvieron a todo el mundo llevando el ritmo con los pies mientras varias parejas hacían divertidas imitaciones de la danza tradicional de los hombres de mar.
Sallah no bailó una vez con Tarvi, sino dos. A mitad de la segunda, mientras se dejaban llevar al ritmo de una antigua música en tres por cuatro, hubo un momento en que pareció que Pern también había decidido danzar al compás de las nuevas melodías que estaba escuchando. Los platos traquetearon sobre las mesas de caballete, los bailarines perdieron el ritmo y los que estaban sentados notaron que sus sillas se movían incontroladamente.
El temblor no duró ni el tiempo que media entre dos latidos, y a continuación se produjo un silencio total.
—Así que Pern quiere bailar, ¿no? —se escuchó la voz, divertida, de Paul Benden. Se encaramó sobre la plataforma de los músicos, con los brazos abiertos, como si considerara el temblor una señal indirecta de bienvenida. Su comentario provocó susurros y murmullos, pero alivió la tensión. Hizo una señal a los músicos para que volvieran a tocar; al hacerlo, no dejó de examinar a la audiencia, buscando unos rostros determinados.
Tarvi, que estaba junto a Sallah, asintió con la cabeza en un gesto casi imperceptible y soltó a su acompañante.
—Vamos, tenemos que comprobar el ritmo de esta danza.
Sallah intentó ocultar la intensa desilusión que sentía por haber visto interrumpido su baile con Tarvi. El temblor debía tener preferencia. Nunca había sentido ninguno hasta el momento, pero eso no impedía que hubiera comprendido al instante lo que acababa de ocurrir. Mientras salía con Tarvi del lugar del baile, se movió con cuidado, como precaución ante la sorpresa de otra sacudida.
Jim Tillek reunió a sus marineros para comprobar que los botes estuviesen bien amarrados tras la protección del rompeolas recién reforzado, con la esperanza de que, en caso de que se produjese un tsunami, éste perdiera su fuerza entre las islas que había por medio. Los delfineros, con la excepción de Gus, al que obligaron a quedarse tocando el acordeón, se dirigieron al puerto para hablar con los mamíferos marinos. Éstos pudieron señalar la llegada del tsunami y calcular su fuerza destructiva.
Patrice de Broglie se encargó de un grupo para establecer cuáles eran los focos sísmicos; pero, en su opinión como profesional, la sacudida había sido muy suave y el epicentro se encontraba lejos.
Sallah consiguió terminar su baile con Tarvi, pero sólo porque le dijeron que la ausencia de demasiados especialistas podía provocar la alarma.
Por la mañana ya habían localizado el epicentro: este- nordeste, lejos hacia el interior del océano, en la zona en que, según -el CEE, había actividad volcánica. Puesto que no se produjeron más sacudidas que penetraran en el continente, los geólogos lograron disipar los rumores de incertidumbre que habían estropeado la festividad de Acción de Gracias.
Cuando Tarvi manifestó su intención de unirse a Patrice para investigar el epicentro, Sallah se presentó voluntaria para pilotar el gran deslizador. No le importó que el trineo estuviera abarrotado de geólogos curiosos y de instrumentos. Sólo se preocupó de que Tarvi se sentara en el asiento de su derecha.