PRIMERA PARTE
Aterrizaje
I



—Los informes de las sondas están llegando, señor —anunció Sallah Telgar, sin dejar de mirar las luces que parpadeaban en su terminal.

—Por favor, páselos a la pantalla, oficial Telgar —contestó el almirante Paul Benden.

A su lado y apoyada en el asiento de mando, Emily Boíl, apenas consciente de la actividad que reinaba a su alrededor, miraba fijamente al planeta iluminado por el sol.

La Expedición Colonial de Pern estaba en el momento más emocionante de sus quince años de viaje: la «Yokohama», la «Bahrain» y la «Buenos Aires», las tres naves coloniales, se acercaban por fin a su punto de destino. En los despachos que había bajo el puente de mando, los especialistas aguardaban con impaciencia la actualización de los informes del antiguo Cuerpo de Exploración y Evaluación que, doscientos años atrás, había recomendado la colonización del tercer planeta de Rukbat.

El largo viaje hacia el sector de Sagitario había transcurrido sin problemas; lo más interesante había sido la sorpresa de ver la nebulosa de Oort rodeando el sistema de Pern. Este fenómeno seguía absorbiendo el interés de parte del personal espacial y científico; pero Paul Benden lo había perdido una vez que Ezra Keroon, capitán de la «Bahrain» y astrónomo de la expedición, le asegurara que aquella masa nebulosa de meteoritos ultracongelados no era más que una curiosidad astronómica. Ezra le había dicho que la mantendrían vigilada, pero que aun en el caso de que pudieran formarse algunos cometas y surgir de sus profundidades, dudaba de que llegaran a constituir una amenaza seria para las tres naves coloniales o para el planeta al que se acercaban a toda velocidad. Después de todo, el Cuerpo de Exploración y Evaluación no había mencionado incidentes de meteoritos estrellándose sobre la superficie de Pern.

—Los informes de las sondas están en las pantallas dos y cinco, señor —confirmó Sallah.

Con el rabillo del ojo vio que el almirante Benden sonreía levemente.

—Es un poco decepcionante, ¿verdad? —murmuró Paul al oído de Emily Boíl al tiempo que los informes recientes pasaban por las pantallas.

Emily seguía de brazos cruzados; desde que se lanzaron las sondas no había hecho el menor movimiento, salvo para tamborilear ocasionalmente con los dedos a lo largo de sus brazos. Sin apartar los ojos del monitor, enarcó la ceja derecha en un gesto de escepticismo.

—Oh, no lo sé. Es un paso más que nos acerca a la superficie del planeta. Por supuesto —añadió con tono seco—, dependemos de cualquier informe que recibamos, pero espero que podamos arreglárnoslas.

—Tendremos que hacerlo, ¿verdad? —respondió Paul Benden con un toque de pesimismo.

El viaje era tan sólo de ida; tenía que serlo si se pensaba en el coste de mandar a seis mil colonizadores, con sus equipos, a un sector tan apartado de la galaxia. Una vez que alcanzaran Pern, sólo quedaría en las grandes naves de transporte el combustible necesario para conseguir y mantener una órbita sincrónica sobre su punto de destino mientras las lanzaderas bajaban a la superficie el personal y el cargamento. Para más seguridad, tenían cápsulas mensajeras capaces de llegar en tan sólo cinco años al cuartel general de la Federación de Planetas Sensitivos; pero para un táctico naval retirado como Paul Benden, una frágil cápsula de ese tipo no prometía demasiado respecto a un regreso efectivo. La expedición a Pern estaba compuesta por gente comprometida y llena de recursos que había elegido alejarse de las sociedades altamente tecnificadas de la Federación de Planetas Sensitivos. Lo que querían era gobernarse a su manera. Y aunque su punto de destino en el sistema de Rukbat tenía suficiente riqueza de minerales y materias primas como para mantener a una sociedad basada en la agricultura, su pobreza en general y su lejanía del centro de la galaxia le permitían escapar a la codicia de los tecnócratas.

—Sólo un poco más, Paul —murmuró Emily en voz tan baja que sólo él pudo oírla—, y nos libraremos de lo más pesado de la carga.

Paul sonrió como respuesta; sabía que a Emily le había sido tan difícil como a él sustraerse a los halagos de los tecnócratas que no querían perder a la vez a dos héroes de guerra tan carismáticos: al almirante que había vencido en la batalla espacial de Cygnus y a la heroica gobernadora de Alfa Centauri. Pero nadie había podido negar que ambos eran los dirigentes ideales para la expedición a Pern.

—Hablando de cargas —siguió ella, ahora en voz más alta—,ya que los informes están llegando, mejor será que vaya allí a controlar a mi equipo. Me imagino que cada especialista tiene que creer que su disciplina es la más importante, ¡pero que discutan tanto…! —Ahogó un gruñido y sonrió; los ojos le brillaban en un rostro sin rasgos acusados—. Si sigue la cháchara unos días más, habrá tiros, almirante.

Le conocía bien. Paul odiaba aquellas discusiones interminables sobre detalles sin importancia que parecían ser la obsesión de los que tenían a su cargo las operaciones de aterrizaje. Prefería tomar decisiones rápidas y llevarlas a la práctica al momento, en vez de hablar sobre ellas hasta el día del Juicio.

—Tienes más paciencia con tus equipos que yo —admitió el almirante en tono apacible. Habían pasado dos meses tediosos mientras las naves desaceleraban en el sistema de Rukbat; meses llenos de reuniones y debates que, en opinión de Paul, no hacían más que insistir sobre cuestiones que habían sido resueltas diecisiete años antes, en la época en que so planeó la aventura.

La mayor parte de los dos mil novecientos colonos que llevaba a bordo la «Yokohama» había pasado todo el viaje en sueño profundo. El personal esencial para el control y mantenimiento de las tres enormes naves hizo turnos de cinco años. Paul Benden eligió el primero y el último. En cuanto a Emily Boíl, la habían reanimado un poco antes que al resto de los especialistas ambientales; y éstos se habían pasado todo el tiempo protestando por lo superficial del informe enviado por el Cuerpo de Exploración y Evaluación. Emily no creyó necesario recordarles el entusiasmo que sentían por ese mismo informe cuando se alistaron en la expedición a Pern.

Paul seguía absorbiendo el caudal de información que llegaba; sus ojos saltaban de una pantalla a otra mientras se frotaba los dedos de la mano izquierda con el pulgar, sin darse cuenta. No se podía negar que, aunque no fuese del tipo preferido por Emily, Paul Benden era atractivo; y le gustaba mucho más ahora, con el pelo más largo, y no con ese típico peinado espacial que había sido su rasgo característico. En su opinión, la espesa cabellera rubia suavizaba la dureza de las facciones de Paul: la nariz roma, la mandíbula enérgica, la boca grande y de labios finos que ahora estaban torcidos levemente hacia la izquierda en una ligera sonrisa.

El viaje le había sentado bien; se le veía en plena forma y preparado para afrontar los rigores de los próximos meses. Emily lo recordaba horriblemente delgado en la ceremonia oficial de celebración de la brillante victoria en Cygnus en la que él y la Flota del Sector Púrpura habían cambiado el curso de la guerra contra los nathi. Según contaba la leyenda, durante las setenta horas que duró aquella crucial refriega, había permanecido despierto y en su puesto. Emily lo creía. Algo así había hecho ella misma cuando el ataque de los nathi arreciaba contra su planeta. Hay muchas cosas que una persona es capaz de hacer en caso de necesidad; lo sabía por experiencia. Era de suponer que tales excesos físicos se cobrarían su factura más adelante, pero Benden, ya bien entrado en los cincuenta, parecía estar lleno de vigor y salud. Ella misma no apreciaba que sus energías hubieran disminuido. Daba la impresión de que los catorce años de sueño profundo hubieran curado aquella terrible fatiga, resultado inevitable de su defensa de Alfa Centauri.

¡Y a qué planeta se estaban acercando ahora! Emily suspiró, incapaz aún de apartar la mirada de la pantalla principal por más de un segundo. Sabía que el personal de servicio en el puente, además del que siendo del turno anterior aún no se había retirado, estaba totalmente fascinado ante la magnífica visión de su punto de destino.

No recordaba quién le había puesto el nombre de Pern —era bastante probable que aquellas simples letras que aparecían a lo largo del informe tuviesen algún otro significado—; pero oficialmente se llamaba Pern, y era de ellos. Se encontraban sobre un sector ecuatorial; bajo la mirada de Emily el planeta rotaba lentamente, ocultando el continente septentrional y la cadena de montañas que recorría su costa y revelando el desierto que había al oeste de la gran masa de tierra meridional. La característica topográfica predominante era el océano, una vasta extensión de color algo más verdoso que el de la vieja Tierra y salpicada por un anillo de islas. En ese momento la atmósfera aparecía adornada con un remolino de nubes: una borrasca que se desplazaba rápidamente hacia el nordeste. ¡Qué planeta tan hermoso! Suspiró de nuevo; Paul la miró y ella le respondió con una sonrisa, sin apartar los ojos de la pantalla.

¡Qué mundo tan bello! ¡Y era suyo! ¡Por todos los santos, esta vez no lo vamos a estropear!, se dijo fervientemente. Con toda aquella tierra, rica y espléndida, los antiguos imperativos no servían. No, añadió para sí con secreto cinismo, pero la gente ya está descubriendo otros nuevos. Recordó la tensión que había percibido entre los fletadores —que habían reunido los escalofriantes créditos necesarios para sufragar la expedición a Pern—, y los contratados —los especialistas pagados para completar los servicios básicos que la empresa requería—. Cada bando podía acabar reuniendo una amplia porción de tierra o derechos de explotación sobre los minerales en ese nuevo mundo, pero el hecho de que los fletadores eligieran primero era la manzana de la discordia.

¡Diferencias! ¿Por qué siempre tenía que haber distinciones, exhibidas con arrogancia como muestra de superioridad o despreciadas como señal de inferioridad? Todos tendrían las mismas oportunidades, sin importar cuántos acres pudiesen reclamar como fletadores o tuviesen garantizados como contratados. En Pern dependería de cada individuo tener éxito, demostrar la validez de su reclamación y administrar tanta tierra como fueran capaces de atender él y los suyos. Eso constituiría la verdadera diferenciación. «Una vez que aterricemos, todo el mundo andará terriblemente ocupado como para molestarse por “diferencias”》, se consoló, a la vez que observaba fascinada cómo una segunda borrasca comenzaba a avanzar por el mar, desde el norte ya oculto. Si se juntaban ambas formaciones habría una gran tormenta sobre la curva oriental de las islas oceánicas.

—Tiene buen aspecto —musitó el comandante Ongola con su profunda y triste voz de bajo. Emily no le había visto sonreír ni una vez en los seis meses que llevaba despierta. Según le había contado Paul, la mujer, los hijos y toda la familia de Ongola habían sido vaporizados por el ataque de los nathi contra su colonia de servicios; Paul le había pedido personalmente que se uniera a la expedición. Sentado en su puesto de oficial científico, Ongola estaba pasando por el monitor las informaciones meteorológicas y atmosféricas—: El contenido de la atmósfera es el esperado. Las temperaturas del continente sur son las normales para el final de esta estación invernal. El continente norte sufre una considerable precipitación, debida a las masas de aire a baja presión. Los análisis y las temperaturas concuerdan con el informe del CEE.

La primera sonda estaba recorriendo una órbita a gran altitud que le permitiría fotografiar todo el planeta. La segunda, que seguía un curso más bajo, podía volver a examinar cualquier sector si se deseaba. La tercera estaba programada para características topográficas.

—Las sondas cuatro y seis han aterrizado, señor. La cinco está bajo control —continuó Sallah al tiempo que iba interpretando las nuevas luces que habían empezado a aparecer—. Desplegados los módulos-espía.

—Páselos a las pantallas, oficial Telgar —dijo el almirante. Sallah pasó las señales a las pantallas tres, cuatro y seis.

La imagen de Pern, girando lentamente hacia el este, de la noche al día, seguía dominando la pantalla principal. La línea costera del continente meridional estaba en la parte iluminada; se podían apreciar la cordillera y los cauces de varios ríos. La exploración térmica estaba mostrando el efecto de la luz del día sobre el continente sur en las postrimerías de aquel invierno.

Los módulos-espía de las sondas habían aterrizado en tres puntos determinados del hemisferio sur, aún invisibles, y estaban retransmitiendo datos sobre las condiciones actuales y el terreno. El continente sur había sido en todo momento el preferido para la operación de aterrizaje. Según el informe del equipo de reconocimiento, los patrones meteorológicos de sus altas mesetas eran los más benignos; había en él una variedad mayor de vida vegetal, parte de la cual era comestible, y también una tierra apropiada para el cultivo y puertos adecuados para los barcos de pesca de siliplex resistente almacenados por piezas numeradas en las bodegas de la «Buenos Aires» y la «Bahrain». En los mares de Pern abundaba la vida acuática, y los seres humanos podían consumir al menos algunas especies sin correr peligro. Los oceanólogos tenían muchas esperanzas en repoblar las bahías y estuarios con peces terrestres, sin perjudicar el equilibrio ecológico existente. En los tanques de ultra-congelación de la «Bahrain» viajaban como voluntarios veinticinco delfines. Los océanos de Pern podían mantener perfectamente a los inteligentes mamíferos, a los que les agradaba evolucionar en el mar y tener al tiempo la oportunidad de ver nuevos mundos.

Los análisis habían señalado que los cereales y legumbres terrestres, cuya adaptación al terreno de Centauro había sido buena, debían florecer también en Pern; algo completamente necesario, ya que los pastos nativos no servían para animales de la Tierra. Una de las primeras tareas que tenían que afrontar los técnicos agrónomos era la de plantar cosechas de forraje para mantener a las variedades de herbívoros y rumiantes que habían traído en forma de óvulos fertilizados desde los Bancos de Reproducción Animal de Terra.

Para que los colonos pudieran asegurarse de que los animales terrestres se iban a adaptar a Pern, se les había garantizado de mala gana el permiso de utilización de algunas de las técnicas biogenéticas avanzadas de los eridanis; principalmente, síntesis mental, apareamiento de genes y mejora de cromosomas. Aunque Pern fuese una zona apartada de la galaxia, la Federación de Planetas Sensitivos no quería que sucedieran más desastres como el que había provocado el poderoso Grupo para la Vida Humana Pura con los bioalterados.

Emily Boíl reprimió un escalofrío. Aquellos recuerdos pertenecían al pasado. El futuro estaba frente a ella, proyectándose en la pantalla… y ella debería haber bajado ya para ayudar a los especialistas a organizarlo. Tocó el hombro de Paul Benden para despedirse y susurró:

—Ya me he entretenido mucho.

Paul apartó la mirada de la pantalla, sonriendo, y acarició cariñosamente la mano de Emily.

—¡Come antes! —Agitó un severo dedo ante ella—. Te sigues olvidando de que a bordo de la «Yoko» no hay racionamiento.

Emily le miró, sorprendida.

—Comeré. Te lo prometo.

—Las próximas semanas van a ser duras.

—¡Hummmm, pero qué estimulantes! —Los ojos azules de Emily relampaguearon. Su estómago se quejó—. Hasta luego, almirante. —Tras hacerle otro guiño se fue.

Paul observó cómo Emily se dirigía hacia la salida más cercana del puente: era una mujer delgada, casi huesuda, _y tenía una cabellera gris y ondulada que le llegaba hasta los hombros. Lo que más le gustaba de ella era su gran fuerza, tanto moral como física, que se combinaba con una dureza que a veces le causaba sorpresa. Emily tenía una tremenda vitalidad; sólo estar en su presencia elevaba el espíritu. Juntos conseguirían hacer grandes cosas con ese nuevo mundo.

Su mirada volvió a la pantalla, hacia la fascinante visión de Pern.


La gran sala había sido preparada como despacho para los jefes de los diversos equipos de astrobiología, agronomía, botánica y ecología, además de para los seis representantes de los granjeros profesionales, aún algo aturdidos tras su regreso del sueño profundo. Rodeaban la sala numerosas pantallas, ofreciendo un continuo y cambiante desfile de informes microbiológicos, estadísticas, comparaciones y análisis. Se discutía sin cesar. Los operarios que se ocupaban en recoger datos, inclinados sobre los monitores, intentaban ignorar la tensión que emanaba de los jefes de departamento, quienes, por su parte, formando un apretado corrillo en el centro de la estancia, no perdían de vista las pantallas que mostraban los informes correspondientes a sus respectivas especialidades.

Mar Dook, jefe agrónomo, era un hombre menudo cuya ascendencia terrestre asiática se hacía evidente en los rasgos, en el color de la tez y en la psicología. Era nervioso, delgado, y ligeramente cargado de hombros, pero su aguda inteligencia y la emoción del desafío ponían un destello en sus ojos negros.

—El programa está decidido desde hace tiempo, queridos colegas. Estamos en la primera oleada. Las sondas no contradicen en nada la información que ya tenemos. Las muestras de tierra y vegetación concuerdan. A lo largo de la costa se encuentra el mismo tipo de algas rojas y verdes. La sonda marina ha avistado vida oceánica. Una de las sondas inferiores ha captado una confortadora variedad de insectos, lo mismo que encontró el CEE. El fax aéreo que trajo el informe de ese animal volador… ¿Cómo los llamó el equipo…? Wherries.[1]

—¿Por qué «wherries»? —preguntó Phas Radamanth. Recorrió el informe en la pantalla buscando aquella anotación en particular—. ¡Ah! —exclamó al encontrarla—. Es porque parecen lanchones voladores: aplastados, gruesos y anchos. —Se permitió una sonrisa al pensar en la exaltada imaginación de los miembros de aquel equipo, muertos tanto tiempo atrás.

—Sí, pero no veo que se mencione ningún otro depredador —intervino Kwan Marceau, arrugando la alta frente como era habitual en él.

—Seguro que tiene que haber algo que se los coma —opinó Phas.

—O se comen unos a otros —sugirió Mar Dook, y Kwan le respondió con un gesto de reproche. De pronto Mar Dook señaló, nervioso, un nuevo mensaje que estaba apareciendo en pantalla—. ¡Ah, miren! El módulo-espía ha cogido un reptiloide. Un espécimen bastante grande, de diez centímetros de grueso y siete metros de largo. Ahí tiene a su comedor de wherries, Kwan.

—Otro módulo acaba de atravesar una charca de materia excretal semilíquida que contiene parásitos y bacterias intestinales —dijo Pol Nietro, etiquetando apresuradamente el informe para una posterior referencia—. Parece que hay muchos animales con forma de gusano en esa ciénaga. Una variedad significativa, en mi opinión. Gusanos con aspecto de nemátodos, insectoides y ácaros que no estarían fuera de lugar en un montón de abono terrestre. Ted, aquí hay algo para ti: unas plantas como nuestras micorrizas"., tres hongos. A propósito, me pregunto dónde encontró el CEE ese micelio luminoso.

Ted Tubberman, uno de los botánicos de la colonia, soltó un bufido de satisfacción. Era un hombre corpulento; aunque tenía tendencia a engordar, no había aumentado de peso tras casi quince años de sueño.

—Los organismos luminosos se encuentran normalmente en cavidades profundas, Nietro, ya que utilizan la luz para atraer a sus víctimas, generalmente insectos. El micelio detectado por el equipo estaba en un sistema de cuevas, en aquella gran isla que hay al sur del continente septentrional. Este planeta parece tener un número considerable de complejos cavernosos. ¿Por qué no se incluyeron en el plan módulos para investigaciones subterráneas? —preguntó en tono contrariado.

—Los que tenemos eran los únicos que había disponibles —trató de aplacarlo Mar Dook.

—¡Miren! Bien, esto es lo que buscaba —dijo Kwan. Se inclinó sobre la pantalla que tenía enfrente hasta casi tocarla con la nariz; su rostro, habitualmente serio, se iluminó—. Hay sistemas de arrecifes. Y sí, también hay un ecosistema marino equilibrado, aunque frágil, alrededor de ellos. Esto me anima mucho. Es posible que esos lunares que vieron se produjeran a causa de una tormenta de meteoritos.

Ted lo descartó enseguida.

—No. No hay ningún impacto, y la formación de nueva vegetación no se corresponde con esa clase de fenómeno. Intentaré profundizar sobre ese problema en la primera ocasión que se me presente.

—Lo primero que tenemos que hacer —dijo Mar Dook en un tono de cortés reprobación—, es seleccionar los emplazamientos adecuados, cavar, hacer pruebas, y, donde sea necesario, introducir los hongos y bacterias simbióticos que hagan falta para conseguir tierras de pasto; incluso escarabajos.

—Pero aún no sabemos cuál va a ser el punto elegido para aterrizar. —El rostro de Ted estaba rojo de irritación.

—Los tres examinados hasta ahora son casi iguales —repuso Mar Dook con una sonrisa de tolerancia. Hallaba aburrida la petulante impaciencia de Tubberman—. Los tres nos ofrecen un amplio panorama para campos experimentales y de control L1 punto esencial es que no debemos dejar que se pierda esta primera estación fértil, que es vital.

—Hay que reanimar a las crías de los animales tan pronto como sea posible —intervino Pol Nietro. El jefe zoólogo estaba tan ansioso como los demás por emprender las tareas que les aguardaban—. El hecho de que confiemos en las cubetas de alfalfa para forraje no va a ajustar sus procesos digestivos a un medio ambiente nuevo. Debemos empezar, ya que queremos seguir adelante, y dejar que sea Pern quien colme nuestras necesidades.

Hubo un murmullo de asentimiento ante esta afirmación.

—Tú único factor nuevo en estos informes es la densidad de vegetación —dijo Phas Radamanth, el astro biólogo, sin apartar la mirada de sus pantallas—. En el emplazamiento once-cuarenta y cinco sur puede que tengamos que despejar más de lo que pensábamos. Mirad aquí… —Señaló con un gesto las desiguales imágenes—. Donde la fotografía del CEE mostraba un suelo escasamente cubierto tenemos ahora vegetación espesa, parte de ella de respetable tamaño.

—Es lo menos que podía ocurrir después de más de doscientos años —comentó en tono irritado Ted Tubberman—. Nunca me sentí muy satisfecho de que el terreno estuviera yermo. Olía a ecología depauperada. En la mayor parte de esas figuras circulares están demasiado crecidas. Felicia, pasa las fotos correspondientes del CEE. —Inclinó su voluminoso cuerpo sobre el hombro de ella para echar una mirada a la doble pantalla que había debajo de la que transmitía las imágenes de la sonda—. Observad, esos círculos apenas se distinguen ahora. El equipo estaba en lo cierto con respecto a la sucesión botánica. Y eso no es una planta herboide. Si es vegetación mutante… —Su voz se extinguió. Sacudió la cabeza y sacó la barbilla. Había insistido a menudo y en voz bien alta en que el éxito de Pern como colonia dependería de su buena salud botánica.

—Yo también me siento más satisfecho al ver que hay sucesión, pero de acuerdo con los informes del CEE es… —comenzó Mar Dook.

—Olvídate de los informes del CEE. No nos han explicado ni la mitad de lo que en realidad necesitamos saber —exclamó Ted—. Dijeron que era un reconocimiento. Más bien fue un vistazo a toda velocidad, sin ninguna profundidad. El reconocimiento más superficial que haya leído en mi vida.

—Estoy de acuerdo —dijo con voz pausada Emily Boíl, que había entrado mientras el botánico soltaba su discurso—. El informe inicial del CEE parece bastante incompleto ahora que podemos compararlo con nuestro nuevo hogar. Pero teníamos bien cubiertos los puntos más importantes y cruciales. Lo que necesitábamos saber lo sabemos, y si la FPS no puso reparos en confiarnos este planeta es porque no hay nada en él que pueda interesarles. Y tampoco es un planeta por el que vayan a pelear los sindicatos. Ése es el motivo de que nos hayan permitido ocuparlo. Creo que lo que debemos hacer es sentir agradecimiento por aquel equipo, y no criticarlo. —Su sonrisa conquistó a todos los presentes en la abarrotada sala—. Todos los elementos importantes están presentes: atmósfera, agua, suelo cultivable, materias primas, minerales, bacterias, insectos, vida marina; y Pern es muy apropiado para los seres humanos. En cuanto a las deficiencias y a las investigaciones en profundidad que el informe no contiene, tendremos una vida para completarlas. ¡Un reto para cada uno de nosotros y para nuestros hijos! —Su voz resonó grave en la atestada estancia—. No nos preocupemos a estas alturas, cuando ya es tarde, de aquello que no nos han explicado. Muy pronto encontraremos las respuestas. Concentrémonos ahora en el ingente trabajo que tenemos que afrontar en tan sólo dos días. Estamos preparados para cualquier sorpresa que Pern pueda depararnos. Ahora, Mar Dook, ¿hay algo en los datos que nos han llegado que sugiera modificar el programa?

—Nada —respondió Mar Dook, dirigiendo una mirada beligerante a Ted Tubberman—. Pero sería conveniente que nos ocupáramos en esas muestras de suelo y materia vegetal.

—Estoy segura de que es así —respondió Emily con una amplia sonrisa—. Estaremos lo bastante ocupados… Ah, aquí está la información que necesitas. Y es tan extensa que te será difícil digerirla.

—Todavía no sabemos dónde vamos a aterrizar —se quejó Ted.

—Precisamente ahora lo está discutiendo el almirante, Ted —contestó Emily con alma—. Cuando lo decida, nos enteraremos de inmediato.

Habría técnicos agrónomos en las primeras lanzaderas que descendieran a la superficie, pues era vital para el futuro de la colonia roturar lo antes posible la tierra para el cultivo. Incluso mientras los ingenieros siguieran instalando las pistas de aterrizaje, los técnicos agrónomos estarían arando los campos, y Ted Tubberman y su equipo se dedicarían a preparar los cobertizos y a esparcir el precioso abono que habían traído de la Tierra. Pat Hempenstall, por su parte, prepararía un cobertizo de control utilizando abono indígena para ver si las variantes terrestres o coloniales serían capaces de crecer sin ayudas adicionales en un suelo extraño. También habían traído suficientes organismos envasados como para introducir bacterias simbióticas.

—Me alegraré bastante —murmuró Pol Nietro— si los informes confirman la existencia de aquellos insectoides alados y subterráneos de los que informó el CEE. Si demostraran ser capaces de hacer el mismo trabajo que los escarabajos peloteros y las moscas hacen con nuestros desperdicios de tipo terráqueo, tendríamos un buen comienzo para la agricultura. Debemos conseguir que los nutrientes regresen al suelo y también introducir la bacteria que hay en los rumiantes, y protozoos y levadura para que nuestras vacas, ovejas, cabras y caballos puedan desarrollarse sin demasiados problemas.

—Y si no, Pol —repuso Emily— podemos pedir a Kitti un poco de su micro-magia para que les modifique las vísceras de forma que puedan enfrentarse con lo que Pern les ofrezca. —Sonrió con deferencia a la diminuta mujer que estaba sentada en el centro del grupo.

—Están llegando las muestras del suelo —informó Ju Adjai en el intervalo—. Y aquí tienes la papilla vegetal, Ted. Híncale el diente.

Tubberman se abalanzó al asiento que había junto a Felicia y empezó a teclear en el tablero con dedos ágiles y precisos.

Durante unos instantes, el traqueteo de teclas, acompañado por murmullos diversos y monosílabos concentrados, llenó la sala. Emily y Kit Ping intercambiaban miradas teñidas de divertida condescendencia ante las extravagancias de sus colegas más jóvenes. Kit Fing volvió después la vista hacia la pantalla principal y siguió contemplando el planeta al que se aproximaban a toda velocidad.

Emily, sentada en su puesto, se preguntó cómo la expedición habría tenido la suerte de incluir a la genetista más eminente de la Federación de Planetas Sensitivos: era la única humana que había sido enseñada por los eridanis. Emily sólo había visto fotos de los seres humanos alterados que habían realizado la primera y fracasada misión en Eridani. Reprimió un escalofrío. Tal vez aquél era el motivo de que Kit Ping quisiera ir a los confines de la galaxia para terminar lo que hasta ese momento había sido una vida prolongada e increíble en un tranquilo remanso donde pudiera también practicar un poco de amnesia selectiva. Eran muchos los colonos que habían venido para olvidar lo que habían hecho o presenciado.

—Nos va a costar mucho trabajo cortar las herbáceas del punto de aterrizaje al este —comentó Ted Tubberman, frunciendo el ceño—. Tienen un alto contenido de boro. Tardaremos mucho en limpiar y delimitar el campo.

—Pero eso serviría como colchón para aterrizar —intervino Pat Hempenstall con una risita.

—Nuestra nave de aterrizaje se ha posado en sitios mucho más inhóspitos que ése —les recordó Emily.

—Felicia, coteja la sucesión botánica alrededor de esos malditos lunares —prosiguió Ted Tubberman sin levantar la vista de sus pantallas—. En ese diseño hay algo que sigue sin gustarme. El mismo fenómeno está extendido por todo el planeta. Me sentiría bastante más contento si ese mago de la geología nos diera su opinión… Tarzán… —Se detuvo un momento.

—Tarvi Andiyar —le ayudó Felicia, que estaba acostumbrada a los lapsus de memoria de Ted.

—Bien, recordadle cuando lo reanimen que se reúna conmigo. Maldita sea, Mar, ¿cómo vamos a funcionar si sólo están despiertos la mitad de los especialistas?

—Las cosas nos están yendo bien, Ted. Pern se está portando de maravilla con nosotros. Aún no se ha apartado un ápice de los datos del informe.

—Eso casi es para preocuparse —comentó quedamente Pol Nietro.

Tubberman gruñó, Mar Dook se encogió de hombros y Kitti Ping sonrió.


El cronómetro del almirante Benden zumbó en su muñeca, recordándole que era la hora de su propia reunión.

—Tome el mando, comandante Ongola. —Paul abandonó el puente con reluctancia, sin dejar de mirar la pantalla principal hasta que el panel de la salida se cerró.

Paul observó, mientras se dirigía hacia la sala de oficiales, que los pasillos de la gran nave colonial estaban cada vez más llenos de gente. Las personas recién reanimadas, sin soltarse de las barandillas, trataban de desenquilosar sus brazos y piernas rígidos y de sincronizar mente y cuerpo para llevar a cabo la tarea de mantenerse en pie, que se había convertido en una aventura. Mientras los colonos estuvieran a la espera de que les tocase el turno de bajar a la superficie, la vieja «Yoko» iba a estar más comprimida que una ración de subsistencia. Pero con la promesa de que su paciencia iba a verse recompensada con la libertad de todo un mundo nuevo, podrían aguantar el hacinamiento.

Tras haber seguido con atención los diversos informes de las sondas, Paul tenía ya decidido cual de los tres lugares recomendados iba a elegir. Por supuesto que escucharía cortésmente a su gente y a los otros dos capitanes, pero la elección obvia era la vasta meseta al pie del grupo de volcanes de estratos. El tiempo allí era bueno en esos momentos, y la llanura cercana podía recibir perfectamente las seis lanzaderas. Los nuevos informes no habían hecho más que confirmar su elección provisional cuando por primera vez estudió, diecisiete años antes, los informes del CEE. En ningún momento había previsto que hubiera demasiadas dificultades para aterrizar; lo que más le preocupaba era conseguir una operación de desembarque tranquila y sin accidentes. No había ninguna nave de rescate sobrevolando solícita los cielos de Pern, ni equipos para casos de catástrofe en su superficie.

Cuando organizó el desembarco, Paul había seleccionado como oficial de vuelo a Fulmar Stone, un hombre que había servido con él durante toda la campaña de Cygnus. El grupo de Fulmar se había pasado las dos últimas semanas ocupado con las tres lanzaderas de la «Yoko» y con la lancha del almirante, asegurándose de que tras los quince años en el frío almacén de la cubierta de vuelo no se presentasen averías en ellas. Los doce pilotos de la «Yoko», al mando de Kenjo Fusaiyuki, habían pasado rigurosos ejercicios de simulación sazonados con las más variopintas emergencias que se pudieran presentar en un aterrizaje. Casi todos ellos habían sido pilotos de combate y tenían mucha experiencia respecto a situaciones apuradas, pero ninguno poseía la marca de Kenjo Fusaiyuki. Algunos de los menos veteranos se habían quejado de los métodos de éste; Paul Benden escuchaba cortésmente las quejas… y las ignoraba.

Cuando Kenjo se enroló en la expedición, Paul se sintió a la vez sorprendido y halagado. Pensó que se alistaría en una unidiad de exploración donde pudiera seguir volando hasta que se lo permitieran sus reflejos. Pero después recordó que Kenjo era un cyborg: su pierna izquierda era protética. Tras la guerra, el Cuerpo de Evaluación y Exploración había tenido la posibilidad de elegir entre personal experimentado y a la vez completo, de modo que los cyborgs habían sido relegados a puestos administrativos.

Automáticamente Paul cerró el puño izquierdo y se frotó el pulgar contra los nudillos de los tres dedos postizos que hasta ahora le habían respondido tan bien como los auténticos. Pero aún no se había conseguido que la pseudo-carne fuera sensible. Relajó conscientemente la mano, convencido una vez más de que podía oír un leve chirrido de plástico en la muñeca y en las articulaciones.

Volvió a concentrarse en los problemas reales, como el desembarco que se avecinaba; sabía que cualquier fallo o retraso imprevisible podía detener toda la operación en cuanto la carga y los pasajeros empezaran a afluir desde las naves en órbita. Los sobrecargos que había designado eran los hombres apropiados: Joel Lilienkamp como coordinador de superficie y Desi Arthied a bordo de la «Yoko». Ezra y Jim, de la «Bahrain» y la «Buenos Aires», tenían también plena confianza en sus propios equipos de desembarco; pero, sin embargo, cualquier dificultad menor podía producir interminables retrasos. El truco era tener a todo el mundo en movimiento.

El almirante se dirigió a estribor, abandonando el pasillo principal, y llegó a la sala de oficiales. Rogó una vez más que la reunión no se prolongara demasiado. Al levantar la mano y pasarla por el panel de acceso vio que había llegado dos minutos antes de que los otros dos capitanes aparecieran en pantalla. Lo primero que sucedería sería la breve formalidad de Ezra Keroon confirmando, como piloto de vuelo, el ETA exacto en su órbita de estacionamiento, y después se elegiría el punto de aterrizaje.

Al levantarse el panel que daba acceso a la sala de oficiales escuchó cómo Drake Bonneau le decía a Joel:

—La apuesta está ahora once a cuatro, Lili.

—¿A favor o en contra? —preguntó sonriendo Paul al tiempo que entraba. Los presentes, siguiendo el ejemplo de Kenjo, se pusieron en pie a pesar de que Paul hizo un gesto para que siguieran sentados. Su atención se dirigió hacia las dos pantallas en blanco en las que dentro de exacta- mente noventa y cinco segundos aparecerían los rostros de Ezra Keroon y Jim Tillek, y hacia la del centro, que mostraba a Pern nadando plácidamente en el negro océano del espacio.

—Hay algunos civiles que no creen que Desi y yo vayamos a ser capaces de cumplir con el plazo, Paul —respondió Joel, a la vez que hacía un guiño de autosuficiencia a Arthied, quien asintió con gesto solemne.

Lilienkamp era un hombre fornido, más bien bajo; su simpática cara de mono estaba enmarcada por un cabello oscuro y canoso que se rizaba áspero contra su cráneo. Tenía una personalidad bulliciosa, volátil y en ocasiones podía ser cáustico. Entre sus prontas habilidades incluía una memoria eidética que le permitía no sólo recordar cualquier apuesta que hacía, su monto, con quien la hacía y cuál era la proporción, sino también acordarse de cada paquete, bulto, caja y lata que tenía a su cargo. Desi Arthied, su segundo al mando, a menudo encontraba difícil soportar la ligereza de su superior, pero respetaba sus capacidades. Iba a ser tarea suya trasladar la carga que Joel designara para las cubiertas de carga y las lanzaderas.

—¿Civiles? No os deben de conocer demasiado bien, ¿no? —respondió distraídamente Paul.

Se sentó en su puesto y sonrió a Avril Bitra, que había dirigido los ejercicios de simulación. La ambición la había hecho dura. Paul pensó que no de Día haber pasado tanta parte de su tiempo de vigilia durante el viaje liado con aquella ardorosa morena; pero Avril era una mujer impresionante. Pronto todos estarían demasiado atareados como para preocuparse por relaciones personales. Y en los pasillos estaban apareciendo más y más mujeres atractivas. Su deseo era que una de ellas quisiera casarse con Paul Benden, no con «el almirante». Mientras pensaba en esto, las pantallas se encendieron; en la derecha apareció el semblante saturnino de Ezra Keroon, con su característico flequillo gris, mientras en la izquierda lo hacía el rostro cuadrado de Jim Tillek, alegre como era habitual en él.

—Buenos días, Paul —dijo, anticipándose al saludo más formal de Ezra.

—Almirante —comenzó Ezra, en tono solemne—. Tengo la satisfacción de informarle de que hemos mantenido al minuto la trayectoria programada. Llegada estimada a órbita de estacionamiento en cuarenta y seis horas, treinta y tres minutos y veinte segundos. No hay prevista ninguna desviación en estos momentos.

—Muy bien, capitán —respondió Paul, devolviendo el saludo—. ¿Hay algún problema?

Ambos le comunicaron que los programas de reanimación seguían desarrollándose sin incidentes y que las lanzaderas estaban dispuestas para ser botadas en cuanto llegaran a la órbita.

—Ahora que ya conocemos el «cuándo», podemos discutir la cuestión del «dónde» —dijo Paul, reclinándose en su asiento para dar a entender que estaba abierto a sugerencias.

—Bueno, Paul, pues dinos: ¿dónde vamos a aterrizar? —repuso Joel Lilienkamp, descuidando el protocolo, como siempre. Durante la guerra nathi la impertinencia de Joel había divertido a Paul, en un tiempo en que la diversión era escasa; y el hombre había demostrado que era capaz de aprovechar cualquier cosa. Su desfachatez hizo fruncir el ceño a Ezra Keroon, pero Jim Tillek soltó la risa.

—¿A cuánto están las apuestas, Lili? —preguntó con expresión maliciosa.

—Discutamos el asunto prescindiendo de prejuicios —sugirió Paul, sonriendo con ironía—. Ya hemos examinado los tres puntos recomendados por el CEE. Si queréis remitiros al mapa, están a treinta grados de latitud sur por trece coma treinta de longitud, a cuarenta y cinco sur por once, y a siete sur por cuatro coma siete cinco.

—En mi opinión, almirante, éste es el único —le interrumpió Drake Bonneau, nervioso, clavando el dedo en el punto elegido por el propio Paul: el de los volcanes de estratos—. Los exámenes del módulo-espía dicen que es casi tan llano como si alguien lo hubiera nivelado para nosotros, y lo bastante amplio para recibir las seis lanzaderas. El punto cuarenta y cinco sur once ahora está lleno de agua, y el del oeste se encuentra muy lejos del océano. Las lecturas de temperatura andan cerca del punto de congelación.

Paul observó el gesto de asentimiento de Kenjo. Echó una mirada a las dos pantallas. La calva que tenía Ezra en la coronilla se hizo visible al inclinarse para consultar sus notas; inconscientemente Paul se alisó su espeso cabello.

—El que está a treinta sur se encuentra lo bastante cerca del mar, para mí —observó Jim Tillek en tono amigable—. Hay un buen puerto a unos veinte klicks, y el río también es navegable.

Lo único que superaba el interés de Tillek por pilotar barcos era su amor por los delfines. Una vía de acceso al agua sería un factor muy importante en su elección.

—Hay buenas alturas para montar el observatorio y las estaciones meteorológicas —repuso Ezra—, aunque no tenemos un criterio real para juzgar esos informes climatológicos. No me gusta la idea de instalarnos tan cerca de esos volcanes.

—Ése es un factor, Ezra, pero… —Paul hizo una pausa para examinar rápidamente los datos importantes que mostraba la pantalla—. No ha habido lecturas de movimientos sísmicos, así que no me parece que la actividad volcánica sea un problema inmediato. Podemos hacer que Patrice de Broglie realice un examen. Ah, sí, y tampoco hay lecturas de movimientos sísmicos en el informe del CEE, de modo que el único que ha hecho erupción lleva inactivo más de doscientos años. El tiempo y las condiciones generales que reinan en los otros dos puntos pueden atenuar esta dificultad.

—Hummm, así es. Desde el punto de vista meteorológico no parece que un par de días vayan a mejorar las condiciones en ninguno de los otros dos puntos —admitió Ezra.

—¡Demonios, no tenemos por qué quedarnos donde aterricemos! —exclamó Drake.

—A menos que se esté preparando un temporal imprevisto —intervino Jim Tillek—, y estoy seguro de que los chicos de meteorología serán capaces de pronosticarlo. Instalémonos en el punto treinta sur. De cualquier forma, es el que el CEE prefería. Además, los módulos-espía dicen que tiene una capa gruesa de tierra. Eso puede amortiguar el golpe cuando rebotes, Drake.

—¿Rebotar? —Los ojos grises de Drake se abrieron aún más ante la broma—. Capitán Tillek, no he rebotado en un aterrizaje desde que lo hice solo la primera vez.

—Muy bien, caballeros, ¿estamos entonces de acuerdo en nuestro punto de aterrizaje? —preguntó Paul. Ezra y Jim asintieron—. A las 22.00 horas tendréis en vuestro poder las novedades de interés y unos mapas detallados.

—Bueno, Joel —dijo Jim Tillek, con una amplia y maliciosa sonrisa—. ¿Has ganado?

—¿Yo, capitán? —respondió Joel con una expresión de inocencia ofendida—. Nunca apuesto sobre algo seguro.

—¿Hay algún otro problema que tratar en este momento, capitanes? —Paul esperó cortésmente, pasando la mirada de una pantalla a otra.

—Ahora que ya sé que voy a meter a tiempo este cubo en su aparcamiento, y dónde tengo que enviar mi lanzadera, ¡adelante, Paul! —exclamó Jim, y, tras saludar despreocupadamente a Ezra, apagó su pantalla.

—Buenas noches, almirante —se despidió Ezra, más formal. Su imagen se desvaneció.

—¿Ya está todo, Paul? —preguntó Joel.

—Tenemos el momento y el lugar —respondió el almirante—; pero el horario que has establecido es muy estricto, Joel. ¿Eres capaz de mantenerlo?

—Le conviene serlo por un buen montón de dinero, almirante —bromeó Drake Bonneau.

—¿Por qué piensas que me tomó tanto tiempo cargar la «Yoko», almirante? —respondió Joel con una amplia sonrisa—. Sabía que iba a tener que descargarlo todo quince años después. Ya verá. —Le hizo un guiño a Desi, en cuya expresión había un leve atisbo de escepticismo.

—En ese caso, caballeros —dijo el almirante al tiempo que se levantaba—, estaré en mi camarote por si surge algún problema.

Mientras salía del cuarto de oficiales escuchó cómo Joel apostaba en cuánto tiempo se sabría en la «Yoko» el lugar de aterrizaje. La voz gutural de Avril respondió:

—Eso es jugar con ventaja.

Después la puerta se cerró con un silbido de aire.

La moral estaba alta. Paul esperó que la reunión de Emily hubiera sido tan satisfactoria como la suya. Estaban a punto de poner a prueba diecisiete años de planes y organización.


En las cubiertas de hibernación de las tres naves coloniales, los médicos estaban trabajando en turnos dobles para despertar a los más o menos cinco mil quinientos colonos. A los técnicos y a los especialistas los estaban reanimando con vistas a las operaciones de aterrizaje, pero el almirante Benden y la gobernadora Boíl habían insistido en que todo el mundo estuviera despierto cuando las tres naves hubieran alcanzado su posición programada de estacionamiento temporal: una órbita estable de Lagrange, sesenta grados por delante de la luna mayor, en el punto L-5. Una vez que las tres grandes naves estuviesen libres de pasajeros y carga ya no habría más oportunidades de contemplar Pern desde el espacio exterior.

Sallah Telgar, al concluir su guardia en el puente, decidió que había tenido bastante viaje espacial para el resto de sus días. Como única superviviente al cargo de oficiales de servicio, había pasado su infancia mudándose de un puesto de servicio a otro. Cuando perdió a sus padres se le dio la oportunidad de firmar como miembro fletador de la colonia. Gracias a las indemnizaciones de guerra había podido adquirir una importante cantidad de acres en Pern, que podría reclamar una vez que la colonia estuviese sólidamente establecida. Por encima de cualquier otra cosa, lo que Sallah anhelaba era instalarse en un lugar y quedarse allí el resto de su vida natural. Se sentía bastante contenta de que ese lugar fuera Pern.

Al alejarse de la zona del puente por los pasillos principales, le sorprendió ver tanta gente. Durante casi cinco años había tenido un camarote para ella sola. Ni siquiera para una persona era muy amplio; compartiéndolo tres, no ofrecía la menor intimidad. Sin demasiadas ganas de volver a él, se dirigió a la sala de recreo, donde podría comer algo y seguir contemplando el planeta en la pantalla grande.

Entró en la sala y la recorrió con la vista; le sorprendió observar que había muy pocos asientos libres. En el tiempo que tardó en coger comida de los mostradores, sus opciones para acomodarse se redujeron a una: un asiento de cara a la pared, cerca de la puerta de la gran sala, que permitía una visión de Pern ligeramente distorsionada.

Sallah se encogió resignadamente de hombros. Como una adicta, vería lo que pudiese de Pern. Sin embargo, se dio cuenta, al sentarse, de que sus vecinos más próximos eran las personas que menos le gustaban a bordo de la «Yokohama»: Avril Bitra, Bart Lemos y Nabhi Nabol. Estaban reunidos con tres hombres que no conocía; las marcas de sus collares los identificaban como albañil, ingeniero mecánico y minero. Estos seis eran casi los únicos de la sala que no contemplaban ávidamente la pantalla. Los tres especialistas escuchaban a Avril y Bart, cuidando de no revelar ninguna expresión en sus rostros, aunque el mayor de ellos, el ingeniero, echaba de vez en cuando una mirada a su alrededor para comprobar la atención de quienes estaban cerca. Avril tenía los codos puestos en la mesa; el gesto arrogante y la desdeñosa ironía estropeaban sus agradables facciones; sus negros ojos relucían al dirigirse hacia Bart Lemos, un hombre vulgar que se golpeaba la mano izquierda con el puño para dar énfasis a sus palabras, pronunciadas a toda velocidad y en voz baja. Nabhi lucía su eterna expresión de superioridad, semejante a la desdeñosa de Avril, mientras miraba al geólogo.

Verlos con esas caras bastaba para quitar el apetito a cualquiera, pensó Sallah. Estiró el cuello para contemplar Pern.

Se rumoreaba que Avril había pasado buena parte de los últimos cinco años metida en la cama del almirante Paul Benden. Mirándolo con objetividad, Sallah era perfectamente capaz de darse cuenta de por qué la oscura y llamativa belleza de la piloto atraía sexualmente a un hombre tan viril como el almirante. Gracias a una mezcla de antepasados de diversas razas, tenía las mejores facciones posibles. Era alta, ni opulenta ni delgada, y poseía una espléndida cabellera negra que a menudo llevaba suelta en sedosos rizos. Su cutis, ligeramente cetrino, era perfecto; sus movimientos estaban llenos de una estudiada elegancia; sus ojos, negros y ardientes, revelaban una personalidad muy inteligente y voluble. No era mujer en cuyo camino fuera conveniente cruzarse; Sallah se había mantenido a una distancia prudente de Paul Benden o de cualquier otro hombre al que hubiera visto más de tres veces en compañía de Avril. Si las personas poco compasivas hacían notar que en los últimos días no se veía juntos a Paul Benden y a Avril, los más caritativos sostenían que lo que sucedía era que el almirante estaba ocupado en largas conferencias con su plana mayor, y que ya no había tiempo para romances. Las víctimas de la afilada lengua de Avril afirmaban que ésta había fracasado en sus intentos de convertirse en la mujer del almirante.

Pero Sallah tenía cosas mejores en qué pensar que los manejos de Avril Bitra. Estaba esperando para enterarse de cuál había sido el lugar de aterrizaje elegido. Sabía que la decisión estaba ya tomada y que se iba a mantener en secreto hasta que el almirante hiciera el anuncio oficial. Pero no ignoraba tampoco que las noticias vuelan. Se habían hecho apuestas en privado sobre cuánto tardaría en saberlo el resto de la nave. Las noticias se filtrarían pronto en la sala de recreo, pensó Sallah.

—¡Aquí es! —exclamó, de pronto, un hombre. Se apresuró hacia la pantalla y clavó el dedo índice en un punto que acababa de aparecer. Lucía en su collar un arado, la marca que distinguía a los técnicos agrónomos—. A la derecha… —Aguardó mientras la imagen de la pantalla se movía ligeramente—. ¡Aquí! —Plantó el dedo al pie de un volcán que se veía del tamaño de la cabeza de un alfiler, pero que aun así se reconocía como un punto destacado.

—¿Cuánto ha ganado Lili en la apuesta? —preguntó alguien.

—No te preocupes de él —exclamó el agrónomo—. ¡Yo acabo de ganarle un acre a Hempenstall!

Hubo unos cuantos aplausos y algunas bromas bien humoradas, lo suficientemente contagiosas como para hacer reír a Sallah, hasta que su mirada se topó con la satisfecha sonrisa de superioridad del rostro de Avril. Viendo el gesto de la piloto, Sallah se dio cuenta de que conocía el secreto y de que se lo había contado a sus compañeros de mesa. Bart Lemos y Nabhi Nabol casi unieron sus cabezas para intercambiar unas breves palabras.

Avril se encogió de hombros.

—El lugar donde aterricemos es indiferente. —Su voz sensual llegó a los oídos de Sallah, aunque la piloto estaba hablando casi en susurros—. La lancha está equipada para hacer su trabajo, creedme.

Levantó la mirada y al hacerlo vio a Sallah. El cuerpo se le contrajo al momento y los ojos se le estrecharon. Haciendo un esfuerzo deliberado se relajó y volvió a reclinarse en el asiento indolentemente, pero sin dejar de mirarla con una insolencia que ésta encontró ofensiva.

Sallah apartó la vista, sintiéndose como insultada. Bebió el último sorbo de su café con una mueca de desagrado por el regusto amargo. El café de la nave era horrible, pero cuando se acabase el suministro echaría en falta incluso esa imitación. La plantación de café había fracasado hasta el momento en todas las colonias planetarias por razones que aún nadie había descubierto. El equipo de exploración había encontrado la corteza de un arbusto y la había recomendado como sustituto del café, pero Sallah no tenía demasiada fe en que aquello diera resultado.

Tras la identificación del lugar de aterrizaje, el nivel de ruido en la sala de recreo había crecido hasta hacerse casi insoportable. Sallah suspiró, tiró los restos de su comida al vertedero, limpió la bandeja y la depositó junto a las demás. Se permitió echar una última y larga mirada a Pern. No vamos a arruinar este planeta, se dijo. Yo, personalmente, no voy a dejar a nadie que lo haga.

Al darse la vuelta para salir, sus ojos tropezaron con la oscura cabeza de Avril. Aquí tenemos a un extraño colono, pensó Sallah; y no era la primera vez que lo hacía. Avril se había enrolado como contratada a cambio de unos honorarios profesionales bastante atractivos, pero no parecía del tipo de personas que se sintieran muy a gusto en un medio rural. Sus modales sofisticados eran los de una mujer de ciudad. La expedición a Pern había atraído a algunos talentos de primera fila; pero la mayoría de los que habían hablado con Sallah decían que el motivo de que se hubiesen alistado era que querían dejar atrás aquella tecnocracia gobernada por los sindicatos y necesitada de más y más recursos en una progresión espiral.

A Sallah le agradaba la idea de unirse a una sociedad autosuficiente, tan lejos de la Tierra y de las demás colonias. Desde el mismo momento en que leyó el folleto de Pern había querido formar parte de la aventura. A los dieciséis años, estando de servicio obligatorio en la encarnizada guerra de Nathi, había elegido adiestrarse como piloto, estudiando además técnicas de sondeo y exploración. Terminó los estudios nada más finalizar la guerra; y después había utilizado sus habilidades para trazar mapas de áreas devastadas en un planeta y dos lunas. Cuando se organizó la expedición a Pern, no sólo tenía conocimientos de cartografía suficientes como para ser seleccionada, sino también experiencia y habilidades que la convertían en una adquisición valiosa para el personal profesional.

Dejó la sala de recreo para encaminarse a su habitación, aunque no estaba muy convencida de que fuera capaz de dormirse. En dos días alcanzarían la meta tanto tiempo esperada. ¡Entonces todo sería más interesante!

Justo cuando entraba en el pasillo principal, una niña pequeña, de cabello rojo y brillante, tropezó con ella, intentó recuperar el equilibrio y acabó cayendo pesadamente a sus pies. La criatura rompió en fuertes sollozos, más de rabia que de dolor, y se agarró a la pierna de Sallah con una fuerza sorprendente en una niña tan pequeña.

—Venga, no llores. Enseguida recobrarás el equilibrio, cielo —dijo Sallah con dulzura, a la vez que se agachaba para acariciar la roja melena y soltar los dedos de la niña, que seguían agarrándose a su pierna con desesperación.

—¡Sorka! ¡Sorka! —Un hombre, también pelirrojo, que de una mano llevaba a un niño y de la otra a una mujer morena, muy guapa, se acercaba tambaleándose a Sallah. La mujer presentaba todos los síntomas de haber sido reanimada recientemente: tenía los ojos desenfocados y, aunque intentaba reaccionar ante la situación, era incapaz de concentrarse.

La mirada del hombre se posó un instante en el emblema del collar de Sallah.

—Lo siento, piloto —pidió disculpas con una sonrisa—. La verdad es que aún no estamos despiertos.

Estaba tratando de dejar libre una mano para ayudar a Sallah, pero su mujer se negaba a soltarle, y era evidente por la forma en que se tambaleaba que tampoco podía dejar al niño suelto.

—Me parece que necesitáis ayuda —dijo Sallah amablemente, a la vez que se preguntaba qué médico habría permitido salir a tan inestable cuarteto.

—Nuestras habitaciones están sólo a unos pasos de aquí. —El hombre señaló con la cabeza un pasillo que salía del corredor principal, por detrás de Sallah—. O al menos eso es lo que me han dicho. Lo que pasa es que nunca acabo de enterarme de cuánta distancia son unos pocos pasos.

—¿Cuál es el número? Estoy libre de servicio.

-B-8851.

Sallah echó una mirada a las placas que había en las esquinas del pasillo y asintió.

—Es justo el siguiente corredor. Os ayudaré. Vamos, Sorka… ¿Te llamas así? Vamos, voy a…

—Perdóname —la interrumpió el hombre cuando ya se agachaba para coger a la niña en brazos—. Nos insistieron en que era mejor que caminásemos. Que tratáramos de andar, eso es.

—No puedo andar —sollozó Sorka—. Estoy mareada. Se agarró a las piernas de Sallah con más fuerza aún.

—¡Sorka! ¡Compórtate! —le regañó el pelirrojo, frunciendo el entrecejo.

—¡Tengo una idea! —exclamó Sallah en tono amistoso—. Cógeme las dos manos… —Consiguió que Sorka soltara sus piernas y tomó firmemente las manitas de la niña entre las suyas—…Camina delante de mí. Yo te mantendré en equilibrio.

Aun con la ayuda de Sallah, la familia avanzaba con lentitud, estorbada por unos caminantes más ágiles que se apresuraban a sus premios asuntos, y también por la inseguridad de sus pasos.

—Me llamo Red Hanrahan —se presentó el hombre cuando sus intentos mejoraron.

—Sallah Telgar.

—Nunca pensé que necesitaría la ayuda de un piloto antes de que llegáramos a Pern —comentó el hombre con una amplia sonrisa—. Ésta es mi esposa, Mairi, y mi hijo, Bnan; y a Sorka la llevas tú.

—Ya estamos —dijo Sallah cuando llegaron al compartimiento.

Abrió la puerta e hizo una mueca al ver el tamaño de la estancia, pero se recordó a sí misma que lo ocuparían por muy poco tiempo. A pesar de que las literas estaban recogí cías contra la pared, en su posición de día, el sitio que quedaba permitía poco movimiento.

—No es mucho más grande que las habitaciones que acabamos de desalojar —comentó Red, afable.

—¿Cómo se supone que vamos a hacer ejercicio aquí? —protestó su mujer en un tono más bien crispado, a la vez que se sujetaba al marco de la puerta y echaba un vistazo a su camarote.

—Uno por uno, supongo —respondió Red—. Es para unos días nada más, cariño, y después podremos recorrer un planeta entero. Brian, Sorka, pasad adentro. Ya hemos entretenido demasiado tiempo a la piloto Telgar. La verdad es que nos has salvado la vida, Telgar. Gracias.

Sorka, que se había apoyado en la pared de dentro del camarote mientras su padre animaba al resto de la familia a entrar, se escurrió hasta quedar sentada en el suelo con las rodillas contra el pecho. Ladeando la cabeza para mirar a Sallah, dijo con voz ya más tranquila.

—Gracias por ayudarme a mí también. Me siento tonta sin distinguir arriba de abajo ni un lado de otro.

—Estoy de acuerdo contigo, pero los efectos desaparecerán enseguida. Todos hemos tenido que sufrirlos cuando despertamos.

—¿Vosotros también? —La expresión de incredulidad de Sorka se transformó en la sonrisa más radiante que Sallah hubiera visto nunca; y se encontró sonriendo.

—Nosotros también. Hasta el almirante Benden —mintió. Revolvió la sedosa y magnífica cabellera roja de la niña—. Ya te veré por ahí. ¿Vale?

—Ya que estás en esa posición, Sorka, haz los ejercicios que nos han enseñado. Después le toca a Brian —decía Red Hanrahan cuando Sallah cerró la puerta tras de sí.

Llegó a su propio camarote sin que ocurriera ningún otro incidente, aunque los pasillos estaban atestados de durmientes recién despertados que daban tumbos con expresiones que iban desde la intensa concentración hasta el horrorizado desaliento. Al abrir la puerta se dio cuenta de que los ocupantes estaban dormidos. Hizo un gesto de fastidio. Con mucho cuidado volvió a deslizar el panel y se apoyó en él, preguntándose qué podía hacer. Estaba aún demasiado excitada para dormirse; tenía que hacer algo. Se decidió por ir a la sala de entrenamiento de pilotos y hacer alguna práctica interesante en el simulador. El momento de comprobar sus facultades como piloto de lanzadera se aproximaba a toda velocidad.

En su camino tropezó con otro colono recién despertado cuya coordinación estaba afectada por el desuso prolongado. Era de constitución tan frágil que Sallah temió que se rompiera un hueso tropezando de un lado a otro.

—Tarvi Andiyar, geólogo —se presentó educadamente tan pronto como ella le ayudó a mantener la vertical—. ¿Estamos de verdad en la órbita de Pern? —Bizqueó al mirarla. Al ver la cómica expresión del hombre, Sallah reprimió una sonrisa. Le explicó la posición en que se encontraban—. ¿Y has visto con esos ojos tan brillantes y bonitos ese maravilloso planeta?

—Sí, y es tan hermoso como estaba previsto —le aseguró Sallah con ardor.

El hombre sonrió y exhibió una dentadura blanca y perfecta. Después sacudió la cabeza, lo que pareció ayudarle a enfocar la visión. Su rostro era uno de los más bellos que Sallah hubiera visto nunca en un hombre; no con los rasgos duros, de guerrero, de Benden, sino con un aire delicado, de refinamiento, como algunos de los príncipes hindúes y camboyanos que aparecían en frescos deteriorados. Al recordar lo que hacían aquellos príncipes en los frescos, enrojeció.

—¿Sabes si hay informes nuevos de las sondas? Estoy deseando empezar a trabajar.

Sallah se rió; la diversión logró mitigar el impulso de sensualidad que los rasgos del hombre habían despertado en ella.

—¿Aún no puedes ni andar y ya quieres empezar a trabajar?

—¿Es que quince años de vacaciones no son suficientes para cualquiera? —Su expresión era casi un reproche—. ¿Es ése el camarote C-8411?

—En efecto —dijo Sallah al tiempo que le guiaba por el corredor.

—Eres tan guapa como simpática —dijo él; se apoyó con una mano en el panel e intentó hacer una cortés reverencia. Perdió el equilibrio y Sallah tuvo que sujetarle por los hombros—. Y además muy rápida. —Haciendo una más prudente inclinación de cabeza con una dignidad considerable dadas sus circunstancias, abrió la puerta.

—¡Sallah! —exclamó Drake Bonneau, que avanzaba hacia ella a grandes zancadas—. ¿Te ha dicho alguien dónde vamos a aterrizar? —Tenía la expresión impaciente de quien va a conceder un favor a un amigo.

—El rumor no tardó más de nueve minutos en circular —contestó Sallah, fríamente.

—¿Tanto? —Drake fingió desdén y sonrió después en la forma que él creía que encantaba a todo el mundo—. Vamos a brindar por ello. No nos queda mucho tiempo libre para disfrutar, ¿verdad? Tú y yo solos, ¿vale?

Sallah reprimió su desconfianza ante las lisonjas de Drake. Lo más probable era que Bonneau no fuera ni siquiera consciente de la trivialidad de sus frases hechas. Sallah había escuchado cómo ensartaba la misma serie de halagos a la vista de cualquier mujer medianamente atractiva, y en aquel momento su falta de sinceridad la irritó. A pesar de ello no era un mal tipo; durante la guerra había derrochado coraje. Sallah se dio cuenta de que su enojo, algo poco habitual en ella, era una reacción debida al bullicio, el ruido y la proximidad repentina de tanta gente después de los últimos años de tranquilidad. Relájate, se dijo; sólo van a ser unos días y después estarás demasiado ocupada volando como para preocuparte de multitudes y de ruidos.

—Gracias, Drake, pero es que he quedado con Kenjo para hacer prácticas en el simulador dentro de… —Se miró a la muñeca—… cinco minutos. Otra vez será.

Para evitar los abarrotados pasillos cogió el túnel de emergencia que llevaba a la cubierta de vuelo, pasó entre los diversos bultos de cargamento y llegó a la lancha del almirante, la «Mariposa». Era una nave pequeña y compacta, con un ala delta y una barquilla puntiaguda y airosa, pero estaría llena de espacio vacío y tranquilo. Sallah abrió la escotilla.