IV



Para total deleite de Sorka, la escuela en Pern se centraba en adaptar a los estudiantes a su nuevo hogar. Todo el mundo había recibido instrucciones de seguridad sobre el manejo de herramientas comunes, y a los que tenían más de catorce años les habían enseñado a trabajar con los equipos menos peligrosos. También les habían mostrado especímenes de las plantas que no debían tocar junto con lecciones sobre la botánica catalogada hasta ese momento: las diversas variedades de frutos, verduras de hoja y tubérculos que eran inofensivos y podían comerse con moderación. Una de las tareas para los colonos jóvenes, según les habían dicho, sería la de reunir todas las plantas comestibles que encontraran para complementar los alimentos que habían traído.

—Durante este período de asentamiento —explicó Rudi Schwartz, el oficial director para los niños mayores—, tendréis la oportunidad de trabajar con una gran variedad de especialistas y aprender la habilidad o profesión a que os gustaría dedicaros, dentro de las posibilidades de trabajo que ofrece Pern. Queremos resucitar aquí un sistema de aprendices. Funcionó bastante bien en la vieja Tierra, ha tenido éxito en Alfa Centauri, y es particularmente apropiado para nuestra colonia agrícola. Todos tendremos que trabajar duro para establecernos en Pern, pero la diligencia se verá recompensada.

—¿Con qué? —preguntó un chico al fondo de la clase. En su voz había algo de autosuficiencia.

—Con sentirse realizado y —añadió el señor Schwartz levantando la voz y sonriendo al escéptico— con concesiones de tierra o de material cuando os hagáis mayores y queráis arreglároslas por vuestra cuenta. Aquí en Pern todos tenemos las mismas oportunidades.

—Mi padre dice que los armadores van a acabar con toda la tierra que vale la pena —dijo una voz de chico, oculta en el anonimato del grupo.

Rudolph Schwartz entrecerró los ojos y miró fijamente a los niños, esperando para contestar hasta que su auditorio comenzó a agitarse, inquieto.

—El estatuto les permite elegir primero, eso es cierto. Éste es un planeta muy grande, con millones de acres de tierra cultivable. Incluso los armadores tendrán que demostrar que merecen la tierra que reclaman. Algo quedará para tu padre, y para ti. Ahora… ¿cuántos de vosotros saben cómo manejar los controles básicos de un deslizador?

Sorka había estado pasando revista a sus compañeros de estudio para comprobar, fastidiada que no había niñas de su edad. El puñado de quinceañeras ya había formado un grupo que la excluía, mientras que las otras chicas eran mucho más pequeñas que ella. Resignada, buscó en vano a Sean Connell. ¿Tan pícaro era como para dejar de ir a la escuela a la primera ocasión?

Aquella sesión inicial de la mañana terminó con instrucciones para solicitar al economato lo que necesitaran, desde los cuidadosamente racionados caramelos y golosinas de la Tierra, hasta botas para andar por d campo y ropa nueva. Todo el mundo, insistió el director, tenía derecho a ciertos artículos de lujo. Si un producto estaba disponible, se lo proporcionarían. Tras una breve advertencia sobre las virtudes de la moderación, despidió a los estudiantes para que disfrutaran de un almuerzo servido por las cocinas comunales que habían instalado junto a la Plaza del Fuego, y les dijo que volvieran a la escuela a la una para sus tareas de la tarde.

Tras casi dos semanas de inactividad en la nave, Sorka dio la bienvenida a aquellas tareas de búsqueda. Al parecer, sólo le gustaban a ella. En especial las chicas mayores estaban horrorizadas por tener que dedicarse a un trabajo tan duro. Sorka, criada en una granja, se sentía bastante superior a aquellas florecillas de ciudad, y trabajaba con tanto afán ayudando a limpiar de piedras los campos que la técnico agrónomo que mandaba su equipo la avisó para que se lo tomara con más calma.

—No es que no apreciemos tus energías, Sorka —le dijo la mujer con una sonrisa amable—, pero no olvides que has estado quince años inactiva. Ejercita esos músculos con cuidado.

—Bueno, por lo menos tengo músculos —respondió Sorka, lanzando una mirada de desdén al equipo de chicas que, con evidente mal humor, sostenían en su sitio las estacas de plástico para vallar.

—Ya se acostumbrarán a Pern. Están aquí para quedarse. —La jefa del equipo soltó una especie de resoplido—. Todos nosotros.

Sorka suspiró con tal satisfacción que la mujer extendió la mano para revolverle el pelo.

—¿Has pensado en hacer carrera como agrónoma?

—No, voy a ser veterinaria como mi padre —respondió Sorka, animada.

La jefa del equipo agrónomo fue la primera de muchos adultos a los que les hubiera gustado tener a Sorka Hanrahan como aprendiza. Sólo se quedo unos días en el grupo que recogía piedras. Después, fue enviada, con otros cinco chicos, al puerto y al criadero.

—Has demostrado que puedes trabajar sin necesidad de que te supervisen —le explicó el director Schwartz, con aprobación—. Justo la actitud que nos hace falta para conseguir que Pern vaya adelante.

Tras la mañana en que aprendieron a reconocer las especies marinas que ya habían sido catalogadas, Sorka y otros cinco jovencitos fueron repartidos en dos grupos y enviados en direcciones opuestas a lo largo de la inmensa extensión del puerto natural para reunir todo tipo de algas y hierbas no identificadas, o cualquier otra cosa nueva que pudiera haber quedado atrapada en charcas formadas por la marea tras la tormenta de la noche anterior. Encantada, Sorka se fue con Jacob Chernoff al que, por ser el mayor, le habían designado jefe y le habían dado un comunicador para caso de emergencia.

—Esta arena debería ser distinta, no como todas —se quejó el tercer miembro del grupo cuando salieron.

—Chung, los océanos desgastan las rocas en Pern de la misma forma en que lo hacen en la Tierra, y el resultado tiene que ser el mismo: arena —respondió Jacob en tono comprensivo—. ¿De dónde eres?

—De Kansas —contestó Chung—. Pero tú no sabes dónde está. —Su mirada burlona recayó en Sorka.

—Rodeado por los antiguos estados de Missouri al este, Oklahoma al sur, Colorado al oeste y Nebraska al norte —respondió Sorka con una timidez estudiada—. Y allí no tenéis arena. Tenéis barro.

—Vaya, te sabes bien la geografía —dijo Jacob con una sonrisa de admiración—. ¿De dónde eres tú?

—¿De Colorado? —preguntó Chung, sarcástico.

—De Irlanda.

—Ah, una de esas islas de Europa —dijo Chung con displicencia.

Sorka señaló con el dedo un gran montón de algas justo enfrente de ellos.

—Oye, ¿eso lo tienen ya?

—No lo toquéis —les avisó Jacob cuando se acercaron. Levantó las algas con unas pinzas para examinarlas más de cerca. Tenían hojas gruesas que salían en ramificaciones irregulares desde un tallo central.

—Parece como si creciera en el fondo del mar —observó Sorka, señalando un macizo de zarcillos en la base que parecían raíces.

—No nos han enseñado nada que sea así de grande —dijo Chung. De modo que metieron las algas en una bolsa de especímenes para llevarla de vuelta y estudiarla.

Aquél fue casi el único hallazgo de la tarde, aunque examinaron cuidadosamente muchos montones de vegetación marina ya identificada. Después de rodear un afloramiento de la roca gris y áspera que aquí y allá rompía la gran media luna de la playa, llegaron a una charca de tamaño considerable en la que había quedado atrapada una amplia variedad de especies marinas: había seres que correteaban sobre múltiples patas, un par de objetos púrpura en forma de globo —Sorka pensó que seguramente eran venenosos—, y algunas criaturas transparentes del tamaño de un dedo que parecían casi peces.

—¿Cómo pueden ser casi peces? —preguntó Chung tras escuchar la opinión de Sorka—. Están en el agua, ¿o no? Eso los convierte en peces.

—No necesariamente —repuso Jacob—. Y la verdad es que no parecen peces. Parecen… bueno, no sé lo que parecen —admitió. Aquellas formas de vida tenían a lo largo de sus costados algo que semejaba una hilera de aletas, algunas de ellas en constante movimiento—. Parece que tuvieran vello.

—Todo lo que sé es que no hemos visto nada así en los tanques del criadero —dijo Chung, y sacando una botella de muestras se inclinó junto al borde de la charca para cogerlos.

Aunque Jacob consiguió meter uno de los globos en un tarro, y tres ejemplares de la especie de múltiples patas prácticamente saltaron al interior de su cautiverio, el pez dedo logró escapar a los intentos de ambos chicos.

Sorka, puesto que sus sugerencias para la captura eran rechazadas, se alejo playa abajo. Tras rodear un segundo montón de cantos rodados, encontró un gran afloramiento rocoso que recordaba a la cabeza de un hombre de rasgos duros, con las cejas arqueadas, la nariz, los labios y la barbilla, aunque parte de ésta estaba enterrada en la arena y azotada por las olas. Sorprendida y entusiasmada, Sorka se detuvo en un arrebato de admiración. Era algo maravilloso, y ella lo había encontrado. Una de las chicas que estaba en la Plaza de Asia, como ella, había caído en un agujero que luego había resultado ser una de las múltiples entradas a una serie de cavernas al sur y al oeste de Aterrizaje. Le habían dado el nombre oficial de Cuevas de Catherine tras su descubrimiento casual.

¿La Cabeza de Sorka? Susurró el nombre en voz baja. No, la gente podría pensar que aquella era su cabeza, y Sorka no tenía ese aspecto en absoluto. Mientras meditaba sobre el asunto, contempló el acantilado, espléndido e imponente. Fue entonces cuando vio a la criatura, aparentemente suspendida en el aire. Maravillada, tragó saliva, pues en aquel momento la luz del sol cayó sobre la criatura y la convirtió en una resplandeciente figura de oro. De repente, cayó en picado y se perdió de vista, ocultándose tras la coronilla de la cabeza de piedra.

Nadie había enseñado a Sorka nada que se pareciera a aquella maravillosa criatura, de modo que la niña se sintió embargada por la emoción. Cuando regresara al criadero iba a tener algo estupendo de lo que informar. Corrió hacia la enorme cabeza, que empezaba a perder su ilusoria semejanza. Pero eso ya no tenía importancia para Sorka. Había descubierto algo mucho más interesante: una criatura de Pern.

Para llegar a la cima tuvo que trepar por una serie de rocas. Se detuvo justo antes de llegar a lo más alto y miró, esperando ver más de cerca al alado ser vivo. Pero se quedó quieta, desilusionada. Lo único que se veía era roca desnuda, salpicada aquí y allá por grietas y agujeros. Sorka retrocedió apresuradamente cuando la espuma, al golpear contra la faz del acantilado, se convirtió en un surtidor a través de una de las cavidades y la empapó por completo de agua fría.

Desconsolada, terminó su ascensión hasta la coronilla, manteniéndose bien alejada de los agujeros de espuma. La altura le proporcionó una espléndida vista de la media luna del puerto. Pudo ver a Jacob y Chung, tumbados junto a la charca formada por la marea, e incluso logró distinguir alguna actividad en el criadero y ver el primero de los barcos de pesca, que estaba fondeado. Miró hacia el oeste. Había un magnífico panorama de playas pequeñas rodeadas por afloramientos del mismo tipo de roca que había bajo sus pies. Frente a ella, sólo se hallaba el océano; aunque Sorka sabía que el continente septentrional estaba en algún lugar más allá de la curva del planeta.

Se volvió para observar la espesa vegetación que crecía al borde del acantilado. De pronto, sintió sed. Al ver lo que parecía ser un árbol cargado de frutos rojos, decidió arrancar uno. Podía cortar también otros para llevárselos a los chicos. Probablemente ya estarían dispuestos a tomarse un descanso.

Dos cosas sucedieron al mismo tiempo: casi cayó dentro de un gran agujero lleno de huevos pálidos y moteados, y algo se abalanzó sobre ella; algo que tenía unas garras que rozaron su cabeza.

Sorka se tiró al suelo de piedra y miró a su alrededor, asustada, para descubrir qué era lo que la había atacado. La criatura se cernió otra vez sobre ella, con las garras extendidas, y la muchacha esperó, como había hecho en una ocasión con un toro furioso, para esquivar la acometida rodando en el último segundo. Una oleada de cólera y rabia cayó sobre ella, y era tan intensa que hizo que gritara contra su voluntad.

Confundida por aquellas emociones inesperadas, pero consciente del peligro inminente que corría, trató de ponerse en pie y corrió, medio agachada, hacia el borde del acantilado. Unos chillidos de rabia y frustración desgarraron el aire y aceleraron aún más el descenso de Sorka. El zumbido del aire llegó a sus oídos, e, instintivamente, se agachó para eludir otro ataque y se refugió bajo un saliente rocoso. Aplastada contra el rostro de piedra, tuvo una clara visión de su enemigo, una imagen dominada por unos ojos que centelleaban con fuego rojo y naranja. El cuerpo de la criatura era dorado; sus alas, casi translúcidas, se recortaban como una pálida sombra contra el cielo azul verdoso, destacándose con toda claridad en ellas los huesos oscuros.

La criatura gritó, confusa y sorprendida, para después elevarse y alejarse. Sorka se preguntó si acaso no podía verla en la sombra que proyectaba el repecho. Escuchó su llamada de nuevo, amortiguada ya por la distancia y el ruido de las olas; o al menos, eso era lo que ella deseaba.

De pronto, una ola rompió contras las rocas y la empapó por completo. Con inquietud cayó en la cuenta de que la ligera marea pernesa estaba haciendo que las olas aumentaran de altura sobre la playa, de modo que lo más prudente era apartarse. Pronto.

Se asomó con precaución y escuchó, pero los gritos de la criatura aún se oían lejanos. Una segunda ola añadió cierta dosis de urgencia, de modo que Sorka empezó a bajar. Sus pies resbalaron en las rocas húmedas y el último metro se convirtió en una caída incontrolada. Agitando los brazos para recuperar el equilibrio, aterrizó en la playa. Sorka, aún lo bastante pequeña como para llorar cuando se hacía daño, dejó escapar un angustiado lamento; en la caída se había magullado las manos, el mentón y las rodillas.

De algún lugar sobre su cabeza llegó una imitación de su llanto que le hizo olvidar su dolor y mirar hacia el lugar donde la alada criatura revoloteaba sobre ella.

—¿Te estás burlando de mí? —De pronto, la muchacha se sintió tan irritada como si alguno de su grupo se hubiera mofado de ella—. Bueno, ¿te estás burlando o qué? —volvió a preguntar a la criatura dorada. Sin previo aviso, ésta desapareció. 、

—¡Guau! —Sorka parpadeo incrédula, y después buscó en el cielo algún rastro de la criatura, asombrada por la velocidad con que se había perdido de vista—. ¡Guau! ¡Más rápida que la luz!

Se puso lentamente en pie y dio una vuelta completa sobre sí misma, convencida de que en alguna parte tenía que verse al animal alado. Otra ola se estrelló contra sus pies; retrocedió a toda prisa, aunque ya estaba completamente mojada. Pero las manos y las rodillas le escocían con el agua salada, y tenía un largo camino de vuelta hasta el criadero sin nada que mostrar para justificar sus arañazos. Inconscientemente había decidido ya no mencionar aún a nadie la existencia de aquel ser volador.

Dio un brinco, sorprendida, cuando los arbustos que había en el acantilado, sobre ella, se abrieron y una rubia cabeza asomó entre ellos.

—¡Tu, imbécil de mierda, ignorante de ciudad, la has espantado!

Sean Connell bajó deslizándose por la pendiente; su piel ya no se veía blanca, sino enrojecida por el sol y los ojos le brillaban.

—He estado escondido desde el amanecer, esperando que cayera en mi trampa, y tú, tú me lo has echado todo a perder. ¡Eres una inútil!

—¿La ibas a atrapar? ¿A esa criatura encantadora? ¿Y a mantenerla alejada de sus huevos? —Horrorizada, Sorka se abalanzó sobre Sean, con las manos abiertas y los dedos extendidos al tiempo que lanzaba fuertes golpes contra el chico—. ¡No te atrevas! ¡No te atrevas a hacerle daño!

Sean se las arregló para esquivar los golpes más fuertes.

—¡No es para hacerle daño! ¡Es para domesticarla! —gritó, a la vez que usaba sus manos para desviar las bofetadas de Sorka—. Nosotros no matamos a ningún animal. Yo la quiero. ¡Para mí!

Sean arremetió inesperadamente contra la muchacha, la agarró, la tiró sobre la arena, y se lanzó sobre ella. Más alto y un poco más pesado, consiguió inmovilizarla. Sorka recuperó el aliento y se retorció, tratando de mover las piernas para darle patadas.

—No seas tan estúpida, niña. Yo no le haría daño. He estado vigilándola durante dos días. Y no le he dicho a nadie una palabra sobre ella.

Comprendiendo por fin lo que estaba diciendo Sean, Sorka se quedó quieta y le miró con suspicacia.

—¿Es verdad eso?

—Sí.

—Aun así sería un error. —Sorka le empujó tentativamente, pero él la presionó con más fuerza contra la arena. Las piedras estaban arañándole la espalda—. Apartarla de sus huevos.

—Yo iba a vigilarlos.

—Pero no sabes si la necesitan a ella o no. No puedes cogerla.

Sean observó a Sorka con una expresión de sospecha y enojo.

—¿Y qué es lo que ibas a hacer tú? Hay una recompensa por cualquier cosa que se le parezca. Y nosotros necesitamos el dinero mucho más que tú.

—¡No hay dinero en Pern! ¿Quién lo necesita? —Sorka le miró con sorpresa, y después con compasión por el gesto consternado de su rostro—. Puedes conseguir todo lo que necesites en los Almacenes. ¿No te lo explicaron cuando fuiste a la escuela? —Sean la miró con cautela—. Ah, ni siquiera te quedaste en la escuela el tiempo suficiente como para aprender eso, ¿no? —Resopló disgustada—. Deja que me levante. Las piedras me están agujereando la espalda. De verdad que eres el colmo. —Se puso en pie y se sacudió la ropa para quitarse toda la arena posible. Encaró a Sean de nuevo—. ¿Te esperaste por lo menos para averiguar qué cosas eran venenosas? —Sean asintió con un lento movimiento de cabeza, y Sorka suspiró aliviada—. La escuela no es del todo mala. Por lo menos aquí no.

—¿No hay dinero? —Sean parecía incapaz de asimilar aquella asombrosa idea.

—No, a menos que alguien haya traído algunas monedas viejas como recuerdo. Lo dudo; las monedas serían demasiado pesadas. Mira —le dijo rápidamente, mientras lo cogía por el brazo para evitar que se diera la vuelta—. Vete al edificio de los Almacenes, en Aterrizaje. Es el más grande. Diles lo que quieres, firma con tu nombre en un vale, y si lo tienen, te lo darán. A eso se le llama solicitud, y todos nosotros, los niños incluidos, tenemos derecho a solicitar cosas en los Almacenes. Bueno, cosas razonables. —Sonrió, con la esperanza de suavizar el ceño de Sean—. ¿Qué estáis haciendo aquí? —Se enfadó al pensar que si el chico y su familia estaban en esa área, ella no había sido la primera persona en ver la cabeza de piedra, de modo que no podría pedir que le dieran su nombre.

—Como me dijiste en la nave… —Sean sonrió de pronto; una sonrisa llena de encanto y de picardía—… una vez que estuviéramos aquí podríamos ir adonde quisiésemos. Sólo que no vamos a poder ir realmente lejos hasta que no consigamos algunos caballos.

—No me digas que trajisteis con vosotros vuestros carros… —Sorka se sintió horrorizada al pensar en el peso que los carros debían haber supuesto en una bodega de carga.

—Trajeron carros para nosotros —explicó Sean—. Sólo que no tenemos nada para tirar de ellos—. Hizo un gesto con la mano, para abarcar aquella zona de espesa maleza—. Pero somos libres otra vez, y acampamos donde queremos hasta que consigamos nuestros animales.

—Eso llevará un par de años, ya sabes —contestó Sorka en tono serio. De nuevo Sean asintió solemnemente—. Pero ya hemos empezado. Mi padre es veterinario y me ha dicho que ya han despertado a algunos caballos, y burras, vacas, cabras y ovejas, y las han preñado con nuestras especies de animales.

—¿Despertado? —preguntó Sean con ojos saltones.

—Claro. ¿Quien iba a ser capaz de limpiar todo lo que iba a ensuciar el ganado en quince años? Pero los caballos aún tardarán once meses en nacer, si eso es lo que estás esperando.

—Sí, caballos. Nos prometieron caballos. —La voz de Sean sonaba a la vez pensativa y enfática, y Sorka sintió una momentánea simpatía hacia él.

—Los conseguiréis también. Mi padre lo ha dicho —mintió—. Ha dicho que los vaga… que la gente nómada estaba la primera en la lista.

—Mejor que sea así —repuso Sean, con una sombría mirada—. O habrá problemas.

—Ven a verme antes de causar ningún mal aquí. Mi padre siempre se llevó bien con tu gente en Clonmel. Créeme, vais a tener vuestros caballos. —Pudo ver que Sean se sentía escéptico—. Ahora, tenlo en cuenta: ¡como oiga que has hecho daño a nuestra criatura, me las arreglaré para que no lo vuelvas a hacer, Sean Connell! —Alzó una mano amenazadora, con la palma de la mano en posición ofensiva—.

Y no creo que puedas cogerla. Es lista. Comprende lo que piensas.

Sean la miró, más desdeñoso que incrédulo.

—¿Tanto sabes sobre ella?

—Soy buena con los animales. —Sorka hizo una pausa, y después sonrió—. Como tú. Mira a tu alrededor. ¡Y acuérdate de lo que te he dicho sobre solicitar!

Sorka se volvió y bajó de regreso a la playa para alcanzar a Jacob y a Chung, justo a tiempo para ayudarles a llevar los ejemplares al criadero.


Cuando Sallah Telgar escuchó que se pedían voluntarios para formar un equipo reducido de modo que aquellos que no hubiesen estado todavía en la superficie pudiesen disfrutar de un fin de semana en Pern, tuvo dudas hasta que vio los nombres de los tres primeros voluntarios: Avril, Bart y Nabhi. Aquel trío no hacía nada que no redundara en su propio beneficio. ¿Por qué se habrían presentado voluntarios? Entrando en sospechas, escribió debajo su nombre al momento. Además, aún sentía curiosidad por averiguar qué pretendía Kenjo con sus ahorros de combustible. La «Eujisan» había recibido su cuota con regularidad, pero los cálculos privados de Sallah mostraban un saldo creciente que ni había sido consumido por su lanzadera ni estaba en los tanques de la «Yoko». Muy extraño. Pronto no habría sitio en la vieja «Yoko» para esconder ni una gota de combustible, y mucho menos el volumen que según sus cálculos faltaba. Pero Kenjo no estaba entre los voluntarios.

Las seis lanzaderas subieron a las naves para relevar a las tripulaciones y para bajar al planeta más utensilios y piezas. Sallah pilotó la «Eujisan» con la dotación básica para la «Yoko». En el rostro de Avril había una sonrisa lo suficientemente satisfecha como para confirmar a Sallah que tenía planes personales para el fin de semana. Bart Lemos parecía asustado y nervioso, mientras que Nabhi seguía mostrándose arrogante. Subían para algo; Sallah estaba segura. Pero era incapaz de imaginarse qué podía ser.

Al abrir la escotilla en el puente de aterrizaje de la «Yoko», Sallah casi se vio arrollada por los hombres y mujeres que esperaban jubilosos a abordar la «Eujisan» para su primer viaje a la superficie de su nuevo hogar. Nunca había visto una operación de carga más rápida. Pronto todo lo que quedara de la «Yoko» sería el casco, desnudo, y los corredores que llevaban al puente, donde los bancos de la computadora principal permanecerían intactos. La mayor parte de la vasta memoria de la computadora había sido duplicada para su utilización en la superficie, pero no toda: los programas militares y navales estaban protegidos en su mayor parte, y, en cualquier caso, no tenían importancia. Una vez que los pasajeros y la tripulación abandonaran las tres naves en sus órbitas, no necesitarían saber cómo luchar en batallas espaciales.

Los miembros de la tripulación a los que iban a reemplazar dieron sus órdenes a los voluntarios, y después el alegre grupo partió para disfrutar de su permiso.

—Dios, esto se ha convertido en un lugar fantasmal —susurró Boris Pahlevi mientras él y Sallah se dirigían al puente escuchando el eco de sus propias pisadas en los pasillos, desmantelados y con la madera del suelo al descubierto.

—¿El ultimo hombre que salga enrollará el entarimado detrás de él? —preguntó Sallah, en broma. Pero sintió un escalofrío al ver que las escotillas de seguridad entre secciones también habían sido quitadas. La iluminación estaba reducida a tres unidades por corredor. Tuvo cuidado en dónde ponía el pie.

—Es una violación, de todas formas —comentó Boris en tono lúgubre mientras observaba a su alrededor—. Destripar a la vieja doncella de esta forma.

—Iván el Terrible —dijo Sallah. Era el apodo que recibía el intendente encargado de despojar la nave—. Es de Alaska, ya sabes, y un auténtico avaro.

—Vaya, vaya —dijo Boris, fingiendo una expresión seria—. Ahora todos somos perneses, Sal. Pero, ¿qué es Alaska?

—Eres el bastardo más ignorante que pueda haber, Boris, incluso para un centaurano de la segunda generación. Alaska era una región de la Tierra, no muy lejos de su círculo polar ártico, y fría. Los de Alaska tenían la fama de no tirar jamás nada. Mi padre nunca lo hizo. Debía de tratarse de un rasgo genético, porque él se crió en Alfa, aunque mis abuelos eran oriundos de Alaska. —Sallah suspiró con nostalgia—. Mi padre nunca tiraba nada. Antes de que embarcáramos tuve que deshacerme de nueve baúles llenos. Dieciocho años de amontonar… bueno, no era chatarra, porque en la montaña conseguí que me pagaran bien por casi todo, pero sí que me dio bastante trabajo. Hércules y los establos de Augías estaban limpios en comparación.

—¿Hércules?

—No importa —repuso Sallah, preguntándose si Boris, al pretender que ignoraba las viejas leyendas y pueblos de la Tierra, estaba tomándole el pelo. Había gente que deseaba prescindir de todo: literatura, leyenda, lenguaje; las cosas que establecían diferencias tan interesantes entre unas personas y otras. Pero habían prevalecido las cabezas más sabias y tolerantes. La generala Cherry Duff, historiadora y bibliotecaria oficial de la colonia, había insistido en llevar a Pern grabaciones de todas las manifestaciones culturales étnicas, tanto escritas como visuales. Los que habían anhelado un comienzo totalmente en blanco se consolaban con el hecho de que cualquier cosa que no fuera válida en el nuevo contexto caería en desuso al final, cuando se establecieran otras tradiciones.

—Nunca se sabe —advertía Terry Duff a menudo— cuándo la información se convierte en nueva, viable y valiosa. ¡Nosotros guardamos toda la mierda! —La valerosa defensora de Cygnus III,una mujer llena de salud a sus más de setenta años que había viajado con sus Bisnietos en la «Buenos Aires», usaba expresiones vulgares para que sus puntos de vista fueran recordados con facilidad—. No ocupa demasiado espacio en los chips que tenemos.

Sallah y Boris, para su tranquilidad, encontraron la zona del puente intacta. Incluso las puertas de emergencia estaban todavía en su sitio. Boris tomó asiento en el sillón del comandante y pidió a Sallah que confirmara la estabilidad de su órbita. Era un ingeniero con ciertas nociones de programación de ordenadores y, como oficial de fin de semana, probablemente pasaría todo su tiempo con la computadora principal. Sin duda era lo bastante competente como para detectar cualquier desviación desfavorable de la órbita y ponerle remedio. Dejar de trabajar al aire libre había sido en realidad un alivio para él, porque había olvidado proteger su blanca piel contra las quemaduras de sol mientras ayudaba a levantar los soportes provisionales para la unidad hidroeléctrica. Se sentía enojado consigo mismo por haber olvidado una precaución tan elemental, únicamente por el mero hecho de que todo el mundo a su alrededor se había quitado la camisa para broncearse al sol del planeta.

—Han dejado el programa en marcha —le dijo Sallah, al mismo tiempo que se sentaba en el puesto del timonel—. La «Yoko» está exactamente en órbita.

—La oficial de servicio debería haberse quedado aquí hasta que yo la hubiera relevado —murmuró Boris. Después suspiró—. Pero me imagino que tenía miedo de que se fueran sin ella. En cualquier caso, no se ha producido ningún daño.

Boris empezó a llamar a los otros puestos en los que había personal, comprobando el personal de servicio con la lista que le habían dado. Avril Bitra y Bart Lemos estaban asignados a Soporte Vital, mientras que Nabhi Nabol se encontraba en Suministros. Mientras Boris se dedicaba a estas llamadas, Sallah emprendió un discreto chequeo por cuenta propia en la gran terminal. Aquella clase de comprobación interna era una función propia de la terminal del puente que no se podía llevar a cabo en ninguna de las otras, excepto en la que había estado en las habitaciones del almirante. Para cuando dejara la «Yoko», sabría quién había pedido qué, aunque quizá no por qué.

—¿Sabes si tienen ya abajo todas las cintas de la biblioteca? —preguntó Boris, relajándose en el sillón del comandante cuando hubo terminado las llamadas y cortado la comunicación.

—Creo que la generala Duff dijo que sí, pero ¿por qué no te consigues tus propias copias mientras aún quede cinta?

—Bueno, me haré unas pocas para consumo privado. Después de todo, me he desollado la piel para conseguir energía que las haga funcionar.

Sallah rompió a reír, pero no pudo evitar compadecerlo. El rostro del pobre Boris estaba en carne viva por las quemaduras, y llevaba la ropa más holgada posible. Le miró como sin darle importancia hasta que el hombre se enfrascó en una lectura de la biblioteca; entonces, ella volvió al ordenador.

Avril estaba pidiendo gráficos del combustible que quedaba en los tanques de las tres naves coloniales. Nabol solicitaba información sobre piezas de máquinas y unidades de repuesto que ya estuvieran en la superficie. Estaba consiguiendo acceso a sus exactas localizaciones en los Almacenes. Así no tendrá que hablar para conseguirlas, pensó Sallah. Los programas de Avril eran más preocupantes, porque ella era la única piloto espacial plenamente cualificada y con experiencia. Si alguien era capaz de utilizar el combustible que quedara, ésa era Avril. ¿Y dónde estaban los litros y litros que Kenjo había escamoteado?

Avril pidió las coordenadas del planeta más cercano que fuera capaz de mantener humanoides. Dos de ellos tenían informes del CEE que indicaban vida sensitiva en desarrollo. Estaban lejos, pero dentro del alcance de la lancha del almirante. Justo. Sallah no acababa de comprender qué había en esos planetas que interesase a Avril, incluso aunque estuvieran dentro del radio de alcance de la «Mariposa». Seguro que Avril podía calcular su trayectoria hacia allí, pero iba a ser un viaje largo y angustioso aun a la máxima velocidad que pudiera desarrollar el vehículo. Entonces Sallah recordó que la lancha tenía dos tanques de sueño profundo: un último recurso que ella, desde luego, no utilizaría. Si estuviera en hibernación, pensó Sallah, preferiría tener a alguien despierto y comprobando los instrumentos. El método no era tan infalible. Pero había dos tanques. ¿Quién sería el afortunado que acompañaría a Avril? Siempre que fuese la huida de Pern lo que la piloto hubiera planeado. ¿Pero qué motivo iba a tener para abandonar Pern cuando acababa de llegar?, se preguntó Sallah, desorientada. Un mundo nuevo, entero, brillante, ¿y Avril ni siquiera iba a esperar a tener una oportunidad? ¿O sí?

Durante los tres días que duró su turno, Sallah continuó su vigilancia; y antes de borrar el fichero sacó copias. Cuando embarcó en la lanzadera para volver a la superficie del planeta, comprendía ya por qué las tripulaciones habían necesitado ese permiso para bajar a tierra. La pobre «Yoko», casi desmantelada, era un lugar deprimente. En cuanto a las dos naves más pequeñas, la «Buenos Aires» y la «Bahrain», debían ser claustrofóbicas. Pero ya casi las habían limpiado por completo, y pronto las tres naves coloniales serían abandonadas en su órbita solitaria, visibles al amanecer y al crepúsculo tan sólo como tres puntos de luz reflejando los rayos de Rukbat.