II



—¿Pol?

El biólogo tardó unos instantes en identificar aquella ansiosa voz.

—¿Mary? —Su respuesta fue igualmente indecisa, pero tiró de la manga de Bay para atraer la atención que ella tenía puesta en el monitor al que miraba con el entrecejo fruncido—. ¿Mary Tubberman?

—Por favor, no des la espalda a una vieja amiga sin escucharla.

—Mary —dijo Pol amablemente—, tú no has sido condenada al ostracismo. —Compartió el auricular con Bay, que asintió con vigor aprobando sus palabras.

—Daría igual que me hubieran condenado. —El tono de la mujer era amargo, pero después su voz se quebró en una temblorosa nota y tanto Bay como Pol pudieron escuchar su sollozo—. Mira, Pol, algo le ha sucedido a Ted. Esas criaturas suyas están sueltas. He bajado los postigos anti-Hebra, pero siguen merodeando por ahí fuera y haciendo unos ruidos horribles.

—¿Criaturas? ¿Qué criaturas? —La mirada de Pol se cruzó con la de Bay.

Un poco apartados, sus lagartos de fuego despertaron de la siesta y gorjearon al percibir por empatía su nerviosismo.

—Las bestias que ha estado criando. —La voz de Mary sonaba como si ella creyera que Pol sabía de qué le estaba hablando y fingiera ignorancia—. Él… robó algunos embriones «in vitro» congelados del laboratorio de veterinaria, y Utilizó el programa de Kitti para hacer que le obedecieran, pero siguen siendo… cosas. Su obra maestra no hace nada para detenerlos. —De nuevo hubo un tono mordaz en su amargura.

—¿Qué te hace pensar que le ha ocurrido algo a Ted? —preguntó Pol, recogiendo las palabras que Bay le indicaba con gestos apremiantes.

—¡Nunca hubiera dejado sueltos a esos animales, Pol! ¡Pueden hacer daño a Petey!

—Vamos, Mary, cálmate. Quédate dentro de la casa. Vamos para allá.

—¡Ned no está en Aterrizaje! —El tono de Mary era acusador—. He marcado su número. Él me creería.

—No se trata de creer o no, Mary —Bay cogió el micrófono para hablar directamente—. Se trata de conseguir que te ayude alguien.

—Sue y Chuck no contestan.

—Sue y Chuck se trasladaron al norte, Mary, después de la primera lluvia de piedras que lanzó el Picchu. —Bay trataba de ser paciente con la mujer. Era lógico que se mostrara paranoide tras vivir aislada tanto tiempo, con un marido desequilibrado y tantos terremotos y estruendos volcánicos.

—Pol y yo vamos para allá, Mary —aseguró Bay—. Y con ayuda. —Colgó el teléfono.

—¿Quién va a ayudarnos? —preguntó Pol. ~

—Sean y Sorka. Los dragones tienen un afecto intimidador sobre los animales. Y así no tenemos que utilizar los conductos oficiales.

Pol miró a su esposa, un poco sorprendido. Ella nunca había criticado a Paul ni a Emily, ya fuera directa o indirectamente.

—Siempre he pensado que alguien debería haber investigado el informe que hicieron Drake y Ned Tubberman. Ésa es la verdad. A veces se pierden de vista las prioridades con todo este lío que tenemos aquí. —Escribió a toda prisa una nota para atarla después a la pata derecha de su hembra dorada—. Encuentra a la pelirroja —dijo con firmeza, sujetando la cabeza triangular de Mariah para conseguir su atención—. Encuentra a la pelirroja. —Caminó con ella hasta la ventana y la abrió; después señaló hacia donde vivía Sorka. Dejó que la imagen de la joven, apoyada en Faranth, llenara su mente. Mariah pió, contenta—. ¡Vamos, sal! —Mientras la hembra dorada se alejaba volando obedientemente, Bay pasó un dedo por la capa de polvo negro que volvía a cubrir el alféizar que había limpiado poco antes—. Tengo ganas de trasladarme al norte. Estoy harta de que haya polvo negro por todas partes. Vamos, Pol, mejor será que nos pongamos ropa de abrigo.

—Te has ofrecido voluntariamente a ayudar a Mary porque así puedes volver a montar en dragón —dijo Pol, riéndose.

—¡Pol Nietro, llevo mucho tiempo preocupándome por Mary Tubberman!

Quince minutos después aparecieron dos dragones que bajaron en picado para luego posarse con suavidad en el camino frente a su casa.

—Se mueven con tanta gracia —comentó Bay, asegurándose de que tenía atado el pañuelo de cabeza, tanto para protegerse del polvo como en preparación para montar en dragón. Cuando salió de la casa, Mariah voló en círculos sobre ella y acabó posándose en su hombro con un gorjeo de engreída satisfacción—. Eres maravillosa, Mariah, maravillosa —le susurró Bay a su pequeña reina mientras se dirigía hacia Faranth y Carenath. Al llegar, le hablo a Sorka—. Gracias por venir, querida. Mary Tubberman acaba de llamarnos. Tienen problemas en Calusa. Las criaturas están sueltas, y Mary cree que a Ted le ha sucedido algo. ¿Queréis llevarnos allí?

—¿Oficial o extraoficialmente? —preguntó Sean ante la mirada interrogativa de Sorka.

—Es legal ayudar a Mary —dijo Bay, buscando con la mirada el apoyo de Pol, que ya había llegado junto a los dragones con la expresión de admiración que siempre provocaban en él—.Y con esa clase de bestias…

—Los dragones son útiles —completó Sorka con una sonrisa, tras tomar su propia decisión. Le hizo una seña a Bay—. Venga, Faranth, dale tu pata a la dama. Aquí está mi mano.

Con la ayuda de Faranth, Bay consiguió instalarse sin prisas detrás de Sorka. No hubiera admitido jamás que las crestas le molestaban, tanto la de delante como la de atrás. Mariah profirió su acostumbrado chillido de protesta.

—Vamos, Mariah, con Faranth estoy segura —dijo Bay, estirándose para ver cómo Pol se sentaba detrás de Sean.

Con una amplia sonrisa, el joven dragonero guiñó un ojo a la bióloga. Bueno, esta vez sí que es una Verdadera emergencia, se dijo Bay. Una mujer encerrada en su casa con niños pequeños y unas amenazas de imposible identificación merodeando fuera.

—Agarraos con fuerza —dijo Sean, como siempre. Levantó el brazo haciendo la señal para alzar el vuelo.

Bay logró reprimir un grito cuando el impulso hacia arriba de Faranth la empujó dolorosamente contra la dura cresta dorsal. Pero duró sólo unos instantes, hasta que la hembra dorada se niveló y viró con calma hacia la derecha. Bay contuvo la respiración. Nunca lograría acostumbrarse a esto; y tampoco lo deseaba. Cabalgar sobre un dragón era lo más excitante que le había ocurrido desde… desde la primera vez que Mariah había levantado el vuelo para aparearse.

Calusa no estaba demasiado lejos por aire, pero el vuelo fue muy estimulante. Los dragones aprovecharon una de las muchas corrientes de aire formadas por la actividad del Picchu, y Bay se agarró con fuerza al cinturón de Sorka, metiendo los dedos entre las presillas. Volar en dragón era una experiencia mucho más directa que viajar en una nave cerrada o en un deslizador. En verdad, mucho más estimulante. Bay volvió la cabeza para que el cuerpo de Sorka, fuerte y alto, la protegiera de lo peor de la corriente de aire y del polvo que parecía impregnar la atmósfera incluso a aquella altitud.

El viaje dio oportunidad a Bay para reflexionar sobre lo que había dicho Mary acerca de las «bestias». Red Hanrahan había informado de que a últimas horas de una noche alguien había entrado en el laboratorio de veterinaria. Faltaba un bioescáner portátil que no estaba dado de baja, pero como el laboratorio siempre estaba prestando instrumentos de veterinaria, no se preocuparon. Más tarde, alguien había reparado en que el orden de almacenamiento de los óvulos congelados de varios animales terrestres había sido alterado. Podía haber sucedido durante los temblores de tierra.

Ted Tubberman no había perdido el tiempo, pensó Bay torvamente. Una de las máximas más estrictas de su profesión de microbióloga era la de respetar la severa normativa de la manipulación genética. Por eso le había sorprendido, aunque lo aceptaba, el hecho de que Kitti Ping Yung, en su calidad de científica más veterana de la expedición de Pern, se hubiera permitido alterar a los dragones de fuego mediante ingeniería genética. ¿Tenía Kitti Ping alguna idea del maravilloso don que había otorgado al pueblo de Pern?

Pero que Ted Tubberman, un amargado botánico, anduviera manipulando óvulos, sin comprender en absoluto las técnicas ni los procesos, para hacer alteraciones caprichosas, era algo intolerable para Bay, tanto profesional como personalmente. Se consideraba a sí misma persona tolerante, amable y considerada; pero si Ted Tubberman estaba muerto, sentiría un gran alivio. Y no sería la única que lo sintiera. Sólo pensar en aquel hombre le producía síntomas de agitación y furia incontrolada que le hacían perder su objetividad profesional y eso la enojaba aún más. Allí estaba, sobre el lomo de un dragón, con una maravillosa oportunidad para reflexionar con calma, escuchando sólo el rumor del viento, viendo el Jordán correr bajo ella; y estaba malgastando ese tiempo que debía dedicar a la contemplación por causa de Ted Tubberman. Suspiró. Tenía tan pocos momentos de total relajación e intimidad… ¡Cómo envidiaba a la joven Sorka, a Sean, a los otros…!

Se quedó atónita al ver Calusa en el siguiente valle. Era un sólido complejo de edificaciones, levantado por Ted Tubberman como centro de operaciones de su rancho. Los tejados galvanizados de los edificios principales se veían de un oscuro gris mate, producto de las repetidas capas de ceniza volcánica que el Picchu depositaba en cualquier lugar a que las llevara el viento. Pero Bay casi no tuvo tiempo de apreciarlo cuando oyó la exclamación de sorpresa de Sorka.

—¡Cielos, ese edificio está en ruinas! —Señaló a su derecha y Faranth giró bruscamente, en respuesta a la silenciosa orden. La cresta dorsal se clavó en la pierna de Bay, que se agarró al cinturón de su compañera con más fuerza aún.

—¡Mira! —Sorka estaba señalando hacia abajo.

A unos setenta y cinco metros del edificio principal había un recinto techado, con departamentos separados a lo largo de un corredor en «L» que limitaban por dos lados de una zona vallada. Una de las paredes exteriores y varios tabiques interiores estaban destrozados, y una esquina del tejado había reventado hacia afuera. Bay no consiguió recordar si se tenía información de algún seísmo en aquel sector que hubiera podido causar semejante daño en las estructuras. Ningún otro edificio se encontraba en tan mal estado.

El dragón hembra cambió una vez más de dirección; Bay se agarró a Sorka y sintió los dedos de la joven sobre los suyos, tranquilizadores. Poco después, descendieron y el dragón tocó tierra.

—Me gusta montar sobre Faranth. Tiene tanta agilidad y tanta fuerza… —dijo Bay, palmeando la cálida piel del cuello del dragón con un poco de miedo.

—No, no desmontes —advirtió Sorka—. Faranth dice que hay algo merodeando por aquí. Los dragones pequeños echarán un vistazo. ¡Guau!

El aire se llenó de repente de parloteos y chillidos de furiosos lagartos de fuego. Mariah gritó en la misma oreja de su dueña, Bay.

—Venga, venga, todo va bien. Faranth no va a dejar que nadie os haga daño. —Levantó el brazo para que la hembra dorada se posara, pero Mariah se unió a la bandada en su investigación. Bay se asombró al darse cuenta de que el dragón estaba gruñendo, algo que podía percibir a través del contacto de sus cuerpos. Faranth volvió su impresionante cabeza hacia el recinto; las facetas de sus ojos destellaban en rojo y naranja.

Se oyó un penetrante aullido, seguido de silencio. Las bandadas revoloteaban excitadas sobre las cabezas de los dos dragoneros, gritando y parloteando de sus noticias. Faranth levantó la vista, y sus ojos giraron cuando captó las imágenes de los lagartos de fuego.

—Hay alguna especie de bestia moteada y muy grande por ahí —le dijo Sorka a Sean—. Y algo que es incluso más grande, pero silencioso.

—En ese caso vamos a necesitar pistolas anestésicas —contestó Sean—. Sorka, haz que Faranth llame para pedir refuerzos. Marco y Duluth, si es posible; David, Kathy… puede que necesitemos un médico. Gilgath, el dragón de Peter, es robusto, y Nyassa no se deja llevar por el pánico. Llama también a Paul o a Jerry. Creo que deberíamos evacuar a Mary y a los niños hasta que podamos capturar a las bestias.

Una vez acabada su tortura, Mary Tubberman lloró copiosamente en el hombro de Bay. Su hijo Peter, de siete años, que solía ser un niño alegre, les miraba inexpresivo pero lleno de ansiedad. Sus dos hermanitas pequeñas estaban acurrucadas una junto a la otra en un sofá, y no respondían a los esfuerzos de Pol para consolarlas, aunque él tenía habilidad para tratar a los pequeños. Mary aceptó la sugerencia de trasladarse a un lugar más seguro.

—Papá ha muerto, ¿verdad? —preguntó Petey, acercándose a Sean.

—Puede que esté fuera, intentando volver a capturar a las bestias —sugirió la bondadosa Bay. El niño la miró con desdén y salió al pasillo en dirección a su dormitorio.

Los dragones de refuerzo llegaron con las pistolas anestésicas. A Sean le agradó ver cómo aterrizaban en el orden que habían practicado. Les dio pistolas a Paul, Jerry y Nyassa y los envió con sus dragones para ver si podían encontrar y adormecer a los animales huidos.

Dejando a Sorka para que ayudara a los Tubberman a recoger sus efectos personales, Sean y los otros, armados con las pistolas, se acercaron cautelosamente al recinto destrozado. Dentro había un fuerte olor a animal y montones de estiércol reciente. Encontraron el cuerpo de Ted Tubberman, lleno de golpes y mordeduras, tendido fuera de su pequeño laboratorio.

—¡Mierda, nada de lo que tenemos nosotros mata de esta manera! —exclamó David Catarel, retrocediendo fuera del corredor.

Kathy se arrodilló junto al cadáver con rostro inexpresivo.

—Sea lo que sea, tiene colmillos y garras afiladas —comentó, poniéndose en pie con lentitud—. Le han roto la espalda.

Marco cogió una vieja bata de laboratorio y algunas toallas de una percha y cubrió el cadáver. Después recogió los restos de una silla, que estaba hecha con fibra comprimida de vegetales locales que se utilizaba para muebles de interior.

—Esto arderá. A ver si podemos encontrar lo suficiente para incinerarlo aquí. Nos ahorrará un momento muy malo —dijo, señalando hacia la casa principal. Se estremeció; era evidente que no quería mover el cadáver destrozado.

—Este hombre estaba loco —dijo Sean, hurgando con un palo en el estiércol que había en una de las cuadras—. ¡Desarrollar depredadores grandes…! Como si no hubiéramos tenido suficientes problemas con las serpientes y los wherries.

—Iré a decírselo a Mary —musitó Kathy.

Cuando pasó por su lado, Sean la cogió del brazo.

—Dile que murió rápidamente. —Kathy asintió y se fue.

—¡Eh! —Peter Semling recogió una carpeta de entre la porquería del suelo del laboratorio—. ¡Parecen notas! —exclamó, mientras examinaba las hojas de fina película, cubiertas de anotaciones escritas con mano nerviosa—. Se trata de botánica. —Se encogió de hombros, se la tendió a Kathy y cogió otra del suelo—. Esto es… ¿biología? Hummm.

—Vamos a recoger las notas —sugirió Sean—. Cualquier cosa que nos pueda decir qué clase de criatura lo mató.

—¡Eh! —volvió a exclamar Peter. Apartó la funda de un bioescáner portátil completo, con monitor y teclado—. Se parece al que desapareció hace poco del laboratorio de veterinaria junto con algunas muestras de óvulos.

Reunieron meticulosamente todos los restos de material, incluso una placa grabada con el enigmático mensaje «¡Eureka, Micorriza!», que estaba clavada en un tablero, junto al lavabo. David lo metió todo en varios sacos para llevarlos a Aterrizaje. Después Sean y Peter recogieron suficiente material inflamable para encender una pira cuando Mary y los niños se hubieran marchado.

—¡Sean! —le llamó David Catarel. Estaba agachado sobre una amplia andana verde, la única cosa con vida en aquella parcela ocre y cubierta de ceniza, aunque su color estaba difuminado por la siempre presente ceniza negra—. ¿Cuántas Caídas ha habido en esta zona? —preguntó, mirando a su alrededor. Deslizó la mano sobre la hierba, un resistente híbrido creado para plantarlo en los jardines de las casas antes de la Caída de las Hebras.

—¡Las suficientes como para dejar esto como está! —Sean se arrodilló a su lado y arrancó un buen puñado. Entre las raíces, en el barro, había una gran variedad de habitantes, incluyendo unos cuantos gusanos vellosos.

—Nunca había visto esta clase —comentó David. Con bastante habilidad, cogió tres que estaban cayendo. Buscó en el bolsillo de su chaqueta, sacó un trozo de tela y envolvió cuidadosamente en el a los gusanos—. Ned Tubberman no dejaba de hablar de un nuevo tipo de hierba que había sobrevivido a la destrucción de las Hebras, justo aquí. Me las voy a llevar al laboratorio de agricultura.

En ese momento, Sorka, Pol, Bay y Peter, cargados de paquetes, salieron de la casa principal. Sean y David empezaron a colocarlos sobre los lomos de los ocho dragones.

—Podemos hacer otro viaje, Mary —sugirió con tacto Sorka cuando la mujer se unió a ellos con dos sacos de dormir muy voluminosos.

—Aparte de las ropas no tengo demasiadas cosas —contestó ella, mientras su mirada se desviaba hacia el recinto del laboratorio—. Kathy ha dicho que fue rápido, ¿verdad?

—Kathy es médico —aseguró Sean con suavidad—. Venga, arriba. David y Polenth os llevarán. Montad. ¿No habíais montado en un dragón antes, chicos?

Sean lo convirtió en un juego para ellos y logró superar sin muchos problemas la dificultad del momento. Tras ver cómo levantaban el vuelo, Pol y él prendieron la pira funeraria. Después ellos también despegaron bajo otra lluvia de aquel polvo volcánico que acabaría por enterrar a Aterrizaje.


—¡Soy incapaz de descifrar el código personal de Ted! —exclamó Pol exasperado, tirando el estilete sobre un montón de carpetas y hojas de papel cebolla—. ¡Maldito loco!

—A Ezra le encantan los códigos —sugirió Bay.

—A juzgar por el ADN/ARN, estaba experimentando con felinos; pero no consigo imaginar por qué. Ya hay bastantes animales salvajes merodeando aquí en Aterrizaje. A menos… —Pol se interrumpió para pellizcarse nervioso el labio inferior, gesto indicativo de que sus pensamientos estaban siguiendo desagradables derroteros—. Sabemos… —hizo una pausa para golpear la mesa para enfatizar sus palabras— … que los felinos no aceptan bien la síntesis mental. Él lo sabía. Pero ¿qué motivo tendría para repetir ese error?

—¿Y qué hay de ese otro montón de notas? —preguntó Bay, señalando una tablilla en posición precaria al borde de la mesa.

—Por desgracia, todo lo que consigo leer ahí son citas del programa de Kitti sobre los dragones.

—¡Oh! —Bay tensó las mandíbulas durante un momento—. ¿Es que jugaba a ser creador y anarquista a la vez?

—¿Qué otro motivo iba a tener para consultar las ecuaciones genéticas de los eridani? —Pol golpeó en la mesa, frustrado y nervioso, con expresión de rebeldía—. ¿Y qué es lo que esperaba conseguir?

—Creo que podemos dar gracias de que no haya intentado manipular a los lagartos de fuego, aunque sospecho que estaba haciendo prácticas con los óvulos que cogió del depósito de congelados de veterinaria.

Pol se frotó los ojos cansados con el dorso de la mano.

—Pocas son las cosas por las que ahora tenemos que dar las gracias. Sobre todo si se considera lo que ha hecho Blossom. No debería haber dicho eso, cariño. Olvídalo.

Bay se permitió un gesto de desdén.

—Por lo menos Blossom es lo bastante sensata como para tener encadenadas a esas pobres bestias fotofóbicas. No entiendo por qué continúa manteniéndolas. Ella es la única a quien quieren esas criaturas. —Se estremeció de repulsión—. La verdad es que la adoran.

Pol resopló.

—Ése es el porqué —dijo con aire ausente, hojeando las indescifrables notas pinzadas en la tablilla—. Pero no entiendo la razón que indujo a Ted a escoger felinos grandes.

—Bueno, ¿por qué no se lo preguntas a Peter? Ayudó a su padre en el cercado, ¿no?

—Eres la esencia de la racionalidad, cariño —dijo Pol. Levantándose de la silla de un salto, se acercó a su mujer y la besó afectuosamente en la mejilla a la vez que le revolvía el cabello. Mientras ella le reprendía, marcó el número del alojamiento de Mary Tubberman. Ambos habían estado visitándola a diario para ayudarla a reinstalarse en la comunidad—. Mary, ¿se puede poner Peter?

El tono con que contestó Peter no daba demasiadas esperanzas.

—¿Sí?

—Esos grandes gatos que estaba criando tu padre, ¿tenían manchas o rayas? —preguntó Pol en tono intrascendente.

—Manchas. —La inesperada pregunta había sorprendido al niño.

—Ah, el leopardo. ¿Es así como los llamaba?

—Sí, leopardos.

—¿Y por que leopardos, Peter? Ya se que son rápidos, pero no sirven para cazar wherries.

—Eran muy buenos buscando serpientes de túnel grandes. —Había más animación en la voz de Peter—. Y siempre andaban siguiéndoles los pasos, y hacían todo lo que papá les decía… —Se interrumpió.

—No es extraño que lo hicieran, Petey. En algunas antiguas culturas de la Tierra los criaban para cazar todo tipo de presas. ¡Es la cosa más rápida con cuatro patas!

—¿Se volvieron contra el? —preguntó Peter al cabo de unos instantes de silencio.

—No lo sé, Peter. ¿Vas a venir esta noche a la hoguera? —le preguntó alegremente. Tenía la sensación de que no podía dejar la conversación en un punto tan triste—. Me prometiste la revancha. No puedes ganar siempre al ajedrez. —Recibió una promesa para esa noche y colgó—. Por lo que me ha dicho Peter, parece que Ted utilizó la síntesis mental con leopardos para acrecentar su obediencia. Los usaba para cazar serpientes de túnel.

—¿Y se volvieron contra él?

—Parece probable. Sólo que, ¿por qué? Me gustaría saber cuántos óvulos tomó de veterinaria. Y que pudiéramos descifrar estas notas y descubrir si sólo utilizó la síntesis mental o si llevó a cabo alguna parte del programa de Kitti. Sea como sea… —Pol suspiró, frustrado—. Tenemos un número desconocido de depredadores sueltos en Calusa. ¡Sueltos en Calusa![3] —Pol dejo escapar un bufido de diversión al reparar en la inconsciente rima—. Espero que Phas Radamanth haya tenido más suerte descifrando las notas sobre esos gusanos. Puede que sean útiles.


Patrice de Broglie irrumpió en el despacho de Emily.

—El Garben está a punto de estallar. Tenemos que evacuar. ¡Ahora!

—¿Qué? —Emily se puso en pie de un salto. Los folios de papel cebolla que estaba estudiando resbalaron de sus manos y se esparcieron por el suelo.

—Acabo de estar en los picos. Hay un cambio en la proporción de azufre y cloro. Es el Garben el que va a reventar. —Se golpeó en la frente, auto acusándose—. Justo delante de mis narices, y no lo veía.

Alarmado por el grito de Emily, Paul, que estaba en el despacho de al lado, entró.

—¿El Garben?

—Tenéis que evacuar a todos enseguida —exigió Patrice con expresión demudada—. También ha habido aumentos significativos de mercurio y radón en el maldito cráter. Y nosotros creíamos que estaba saliendo del Picchu.

—¡Pero es el Picchu el que humea! —Aturdido, Paul luchó por mantener la calma. Se lanzó hacia el comunicador a la vez que Emily. La mujer fue la primera en cogerlo. El apartó la mano y dejo que comunicara con Ongola.

—Ese Garben es una montaña tan astuta como el hombre por el que la llamamos así. La vulcanología aún no es una ciencia precisa —dijo Patrice, poniendo los ojos en blanco de frustración mientras paseaba arriba y abajo por el pequeño despacho—. He enviado un deslizador de suelo con el espectrómetro de correlación para verificar el contenido de las fumarolas que acaban de iniciarse en el cráter del Garben —prosiguió Patrice—. También he traído muestras de las últimas cenizas. Pero esa proporción creciente de azufre y cloro indica que el magma está subiendo.

—Ongola —dijo Emily—. Haz sonar la sirena. Alarma volcánica. Requisa inmediatamente todos los deslizadores, de aire y de suelo. Sí, ya sé que hoy hay una Caída de Hebras, pero tenemos que evacuar Aterrizaje ahora, no más tarde. ¿Cuánto tiempo tenemos, Patrice?

El sismólogo se encogió de hombros, exasperado.

—No puedo deciros el momento exacto en que ocurrirá la catástrofe, amigos, ni hacia dónde vomitará el volcán, pero hay un fuerte viento del nordeste. La cantidad de ceniza ha aumentado. ¿No os habéis dado cuenta?

Sorprendidos, el almirante y la gobernadora se asomaron por la ventana y vieron que el cielo estaba gris, porque la ceniza ocultaba la luz del sol y el penacho de humo amarillo del Picchu era más denso de lo habitual. Un halo similar estaba empezando a formarse sobre el pico del Garben.

—Uno puede acostumbrarse incluso a vivir bajo un volcán —comentó Paul con cierta ironía.

Patrice volvió a encogerse de hombros y compuso una sonrisa.

—Pues no debemos acostumbrarnos, amigos. Aunque el flujo piroplástico sea mínimo, las cenizas pronto cubrirán Aterrizaje, si siguen cayendo en la misma proporción que ahora. En cuanto hayamos determinado los posibles caminos que seguirán los ríos de lava, os informaré, para que podáis despejar primero las áreas más vulnerables.

—Menos mal que ya tenemos un plan de evacuación —comentó Emily, mientras seleccionaba una ficha y la pasaba a la terminal—. ¡Ya está! —Envió la secuencia a todas las impresoras, con prioridad de emergencia—. Eso llega a todos los jefes de departamento. La evacuación está oficialmente en marcha, caballeros. ¡Qué fastidio tener que hacerla a toda velocidad! No importa lo cuidadosamente que la hayamos planeado, algo se olvidará.

Entrenada por los repetidos ensayos, la población de Aterrizaje reaccionó con prontitud ante la alerta de la sirena y se dirigió a los jefes de departamento para recibir órdenes. Una breve ráfaga de pánico fue superada y el ejercicio se desarrolló a gran velocidad.

El cielo seguía oscureciéndose a medida que las negras nubes de ceniza ascendían en espiral, cubriendo las cimas de los volcanes ahora activos, aunque en el pasado les habían parecido inofensivos. Blancos penachos se alzaban de las reavivadas fumarolas y las grietas de la ladera oriental del Garben. La polución del aire convirtió la mañana en crepúsculo. Hubo que repartir linternas y máscaras de gas.

A cargo de la evacuación, Joel Lilienkamp lo supervisaba todo desde un deslizador rápido, con la cabina abierta para poder vociferar órdenes y voces de aliento, conocer todos los detalles y tomar decisiones momentáneas. En primer lugar empezó la evacuación de los laboratorios y almacenes más cercanos al volcán a punto de estallar, junto con la de la enfermería, salvo la unidad de urgencias y de quemaduras. Los toros mecánicos rodaban de un lado a otro, para depositar sus cargas en la pista de vuelo o llevarlas a un refugio temporal en las Cuevas de Catherine.

El grupo de Patrice había calculado ya las zonas de alto y bajo riesgo piroplástico. Se habían enviado avisos hasta Cardiff en el este, Bordeaux en el oeste y Cambridge en el sur. Tras haber recibido ya una fuerte lluvia de ceniza, Mónaco estaba también en la zona de peligro moderado de proyectiles piroplásticos. Se movilizaron todos los botes, barcos y gabarras de la bahía para cargarlos y enviarlos más allá de la primera península de Kahrain.

Las ultimas bolsas de combustible fueron vaciadas en los depósitos de las dos lanzaderas que quedaban. La mayoría de los cabalgadores de dragón fueron destinados a conducir las manadas de animales hacia el puerto. Por primera vez, nadie acudió a luchar contra las Hebras que llovían sobre el lago Maorí, puesto que una caída más mortífera les amenazaba.

Nadie tuvo tiempo para vítores cuando Drake Bonneau logró despegar la vieja «Golondrina» con su carga de niños y de equipo justo cuando la luz del día se retiraba de la meseta. Los técnicos se dirigieron inmediatamente a la «Periquito». Ongola y Jake, que lo controlaban todo desde la torre, aprovecharon el respiro para tomar la comida caliente que les habían enviado. El equipo de comunicación estaba ya colocado en carretillas para ser trasladado rápidamente en caso de que la torre se viera amenazada.

—Parece que la «Golondrina» va bien —dijo Ezra, llamando desde la sala del interface, donde estaba siguiendo el vuelo. Había pasado la mayor parte del día levantando un escudo a prueba de calor alrededor de la habitación, no muy dispuesto a aceptar la apresurada afirmación de Patrice de que por aquel lugar no pasaban canales de los arroyos de lava previstos. Por desgracia, el interface con la «Yokohama», que orbitaba, no podía desconectarse, ya que dependía de una baliza fija para comunicar con el preceptor de la nave. Puesto que la instalación de la «Yoko» no podía modificarse para orientarla hacia una nueva dirección, no tenía sentido llevarse el interface y volver a montarlo en otro lugar.

Aquella noche los vapores de azufre y las partículas arenosas hicieron el aire irrespirable. Patrice dio aviso de que la concentración estaba alcanzando el punto crítico. Los blancos penachos del Picchu y del Garben, que surgían ominosos del apagado brillo de la cima y del cráter, eran visibles en el cielo oscuro y arrojaban una fantasmagórica luz sobre la colonia.

Drake Bonneau informó de que, tras un vuelo muy difícil, había conseguido aterrizar sano y salvo.

—El maldito cargamento casi se suelta, pero no ha habido daños. Ninguno de los niños está demasiado magullado, aunque no creo que de mayores sientan muchos deseos de volar. El aterrizaje ha sido duro también, abriendo un surco cuando sobrepasamos la línea. Necesitaremos el resto del día para despejar el lugar a fin de que pueda aterrizar la «Periquito». Dile a Fulmar que revise los giroscopios y los monitores de estabilidad. Hubiera jurado que había serpientes de túnel en la «Golondrina».

Había un constante fluir de vehículos hacia el puerto, mientras los barcos y gabarras de mayor tamaño eran cargados con animales que no dejaban de protestar cuando les obligaban a meterse en los establos construidos en cubierta. Cestas llenas de pollos y gansos eran atadas en cualquier lugar que ofreciera tal posibilidad, para ser desembarcadas en la bahía de Kahrain, a una distancia segura de la zona de peligro. Con suerte, lograrían evacuar a la mayor parte del ganado. Jim Tillek, conduciendo su vehículo por el puerto, se las arregló para estar en todas partes, animando y abroncando alternativamente a sus hombres.

Al caer la noche, Sean pidió un descanso para sus dragoneros, que estaban transportando gente y fardos a la bahía de Kahrain.

—No quiero correr el riesgo de agotar a mis dragones ni a sus jinetes —le dijo a Lilienkamp, un poco acalorado—. Es demasiado peligroso, y los dragones son demasiado jóvenes para soportar este tipo de tensión.

—¡No tenemos tiempo para tales minucias, hombre, no tenemos tiempo! —contestó Joel, con acritud.

—Tú encárgate de la evacuación, Joel, que yo me encargaré de mis dragones. ¡Los jinetes pueden seguir trabajando hasta quedar derrengados, pero es una maldita estupidez presionar a los dragones jóvenes! Desde luego no se hará mientras yo pueda evitarlo.

Joel le dirigió una mirada de enojo y frustración. Los dragones habían demostrado ser inmensamente útiles, pero él también sabía que no convenía ponerlos en peligro. Se alejó en su deslizador, encorvado tras el cuadro de mandos como una pequeña estatua cubierta de ceniza.

Sean y los otros jinetes trabajaron hasta caer rendidos. Después, cada dragón se enroscó sobre su compañero para proteger su sueño. Nadie tuvo tiempo de reparar en la escasez de lagartos de fuego por los alrededores.

Poco después, demasiado pronto, llegó Joel de nuevo, llamándoles desde el aire; y los dragoneros se unieron a los hercúleos esfuerzos del resto de la gente.

De pronto sonó una triple y penetrante llamada de sirena. El mensaje que siguió a esto paralizó toda actividad.

—¡Va a estallar! —gritó Patrice con voz casi triunfal y el eco de sus palabras resonó por todo Aterrizaje.

Todas las miradas convergieron en el Garben y en su cima recortada contra la misteriosa luminosidad que salía de su cráter.

—¡Lanzad a la «Periquito»! —La estentórea voz de Ongola taladró aquel sobrecogido silencio.

El ruido de los motores de la lanzadera fue superado por el temblor de tierra y por el ensordecedor rugido del tremendo poder de la erupción del volcán. Los observadores salieron de su trance para apresurarse a terminar las tareas que tenían entre manos, gritándose unos a otros sobre aquel fragor. Más tarde, los que presenciaron la rotura del pico y cómo la lava fundida empezaba a rezumar al rojo vivo por la grieta, dijeron que todo parecía haber sucedido con extrema lentitud. Vieron las fisuras del cráter bordeadas de rojo anaranjado, vieron los trozos salir de ella, incluso vieron algunos de los proyectiles elevarse del volcán y pudieron seguir su vertiginosa trayectoria. En cambio, otros aseguraban que todo había ocurrido con demasiada rapidez para apreciar los detalles.

Brillantes lenguas rojas de lava empezaron a rebosar y a derramarse ominosamente de los partidos labios del Garben, y un torrente bajó a una velocidad increíble hacia los edificios más occidentales de Aterrizaje.

A aquella hora del alba el viento había amainado, lo cual salvó a gran parte del sector oriental de lo peor de la lluvia de piedras pequeñas y ceniza caliente. Los grandes y devastadores proyectiles que Patrice había temido no aparecieron. Pero la lava ya era una amenaza bastante temible.

La «Periquito», cargada con equipo irreemplazable, perforó las tinieblas del oeste; el chorro de sus motores era visible, aunque no audible, mientras se dirigía hacia el noroeste y se alejaba del peligro.

Cuando sonó la sirena, los delfines empezaron a remolcar fuera de la Bahía de Mónaco pequeños botes muy cargados; una flotilla de navíos poco adecuada para largos viajes por mar. Los cetáceos habían asegurado a los humanos que conseguirían llevar sus cargas con toda seguridad hasta la protección del puerto situado tras la primera península de Kahrain. La «Doncella» y la «Flor de Mayo», que aún no estaban cargadas del todo, dejaron el puerto para esperar fuera de la zona considerada peligrosa hasta que pudieran volver para completar su carga. Jim, a bordo del «Cruz del Sur», guiaba las gabarras y remolcadores a lo largo de la costa en su largo viaje hacia Seminóle, desde donde partirían en la travesía final hacia el norte.

Había un movimiento constante de deslizadores de aire y de suelo entre Aterrizaje y el fuerte del río Paradise, el punto de encuentro más cercano. El tráfico allí era caótico, puesto que había que tener a mano los suministros vitales y desviar el resto de los cargamentos hacia zonas de la playa previamente designadas. Estaban transportando desde Aterrizaje todo aquello que pudieran volver a utilizar en su nuevo refugio del norte.

Una densa ceniza con olor a azufre empezó a cubrir los edificios de Aterrizaje. Algunos techos no reforzados se derrumbaron bajo el peso, y los observadores pudieron oír cómo el plástico crujía y se combaba. Había vestigios de cloro en el aire, que hacían casi imposible respirar. Nadie se quejaba por tener que usar las máscaras de gas.

A media tarde, un demacrado Joel Lilienkamp se posó con su baqueteado deslizador al resguardo de la torre, junto al de Ongola. Reunió fuerzas durante unos instantes y encendió el comunicador.

—Ya hemos evacuado todo lo posible —dijo entre jadeos, con voz carraspeante por los acres vapores que flotaban en el aire—. Los toros mecánicos están en las Cuevas de Catherine hasta que podamos desmontarlos para su embarque. Vosotros también podéis iros ya.

—Ya vamos —respondió Ongola.

Apareció unos instantes después, cruzando la puerta con dificultad mientras tiraba de un voluminoso embalaje con un comunicador y una unidad gravitatoria. Paul le siguió, llevando otros dos componentes.

—¿Os echo una mano? —preguntó Joel al verlos, aunque por la forma en que estaba desplomado sobre el cuadro de mandos se hacía difícil creer que aún le quedaran energías para ayudarles.

—Un viaje más —dijo Ongola tras colocar el equipo en el vehículo—. ¿Tu batería está cargada?

—Sí. Es mi última unidad nueva.

Mientras Ongola y Jake volvían a entrar en la torre, Paul se dirigió hacia el asta, y, con expresión de tristeza, arrió solemnemente los chamuscados jirones de la bandera de la colonia. Hizo una bola con ellos y los metió bajo su asiento en el deslizador. Tras dirigir una larga mirada al jefe de suministros, preguntó:

—¿Quieres que conduzca yo, Joel?

—¡Yo os traje aquí, yo os sacaré!

Paul no se atrevió a volver la mirada hacia las ruinas de Aterrizaje, pero cuando Joel viró hacia el este y después al norte en un amplio barrido, el almirante pudo ver que no era el único cuyas mejillas estaban surcadas de lágrimas.


Un fuerte viento del nordeste mantenía la ensenada de Kahrain limpia de ceniza y de la acre contaminación producida por la erupción del Garben. Un palio gris se extendía por el horizonte mientras el volcán continuaba vomitando lava y grandes cantidades de ceniza. Patrice se quedó con un equipo reducido para seguir el control del suceso hasta que Aterrizaje fuera abandonado.

—Esta mañana nos toca ir de caza —les dijo Sean a los otros jinetes.

Habían encontrado una cala tranquila, subiendo por la playa desde el campamento principal de evacuación. Ninguno de los dragones que estaban tumbados en la arena tenía buen color, y Sean se sentía secretamente preocupado pensando que tal vez habían exigido demasiado de las fuerzas de unas criaturas que aún no estaban en plenitud. Después penetró en su mente la idea de que no había ningún mal que no pudiera curarse con una buena comida. Miró a su alrededor, buscando lagartos de fuego, y juró entre dientes.

—¡Malditos sean! ¡Los necesitamos a todos! ¡No creo que cuatro reinas y diez bronces puedan pescar suficientes peces para alimentar a dieciocho dragones! Seguro que han visto antes de ahora volcanes en erupción.

—Pero no encima de ellos —dijo Aliarme Zulueta—. Yo no he podido tranquilizar a los míos. ¡Y se han ido!

—Tal vez sea mejor que coman carne roja en vez de pescado; tiene más hierro —sugirió David Catarel, con los ojos puestos en su bronce Polenth, que estaba pálido—. Hay ovejas aquí.

—Déjalas —contestó Marco Galliani con firmeza, levantando ambas manos para impedirlo—. Mi padre las va a transportar a Roma tan pronto como haya deslizadores libres. Es ganado de primera clase.

—Y los dragones también. —Sean se puso en pie, con una extraña sonrisa—. Peter, David, Jerry, venid conmigo. Sorka, encárgate de las interferencias… si es que hay alguna.

—Oye, Sean, espera un segundo —empezó Marco, atrapado entre dos lealtades.

Sean sonrió maliciosamente y se tocó la nariz.

—Ojos que no ven, corazón que no siente, Marco.

—Es por tu dragón, hombre —susurró David al pasar junto a el.

Una hora más tarde, varios dragones desaparecieron en dirección oeste, rozando las copas de los árboles. Los otros jinetes se mostraron tan voluntariosos en sus esfuerzos por ayudar a los equipos que intentaban organizar el caos de la playa que nadie reparó en que en ningún momento estuvieron todos presentes a la vez. A mediodía, diecisiete dragones saciados y brillantes estaban recostados en la playa. Otro esperaba pacientemente sentado en el promontorio mientras los lagartos de fuego se arrojaban al mar para pescar colasplegadas.

Al embarcar las ovejas y contarlas, César y Stefano Galliani descubrieron que faltaban treinta y seis, incluyendo uno de sus mejores carneros. César pidió a los dragoneros que indagaran por la zona y trajeran a las ovejas descarriadas de vuelta a la playa.

—Seres inútiles, que no saben hacer más que perderse —comentó Sean, moviendo la cabeza en señal de simpatía con los perplejos y frustrados Galliani—. Echaremos un vistazo.

Cuando volvió a informar una hora después, le sugirió a Cesar que las ovejas debían de haberse caído en alguno de los numerosos pozos de aquella zona. Llenos de contrariedad, los Galliani despegaron con su disminuido rebaño. Los grandes deslizadores de transporte tenían programas que cumplir, y el embarque no podía ser demorado.

Cuando el último de los vehículos partió, Emily se acercó a Sean.

—¿Están tus dragones preparados para seguir trabajando?

—¡Para lo que usted mande! —afirmó él con un tono tan amable que Emily le miró fijamente—. Los lagartos de fuego han trabajado mucho toda la mañana para alimentar a los dragones. —Señaló hacia la ensenada en la que Duluth estaba recibiendo un pescado de un bronce.

—¿Lagartos de fuego? —La palabra «lagartos» desconcertó momentáneamente a Emily, que recordó después que Sean tenía tendencia a utilizar el nombre que él consideraba adecuado para las pequeñas criaturas—. ¡Ah, sí! ¿Entonces es que vuestras bandadas han regresado?

—No todos —admitió Sean a su pesar, y añadió—: Pero sí bastantes reinas y bronces para hacer el trabajo.

—La erupción los ha espantado a todos, ¿verdad?

Sean soltó un bufido.

—¡La erupción nos ha espantado a todos!

—No lo suficiente como para perder el juicio —dijo Emily con una sonrisa irónica—. Por lo menos nadie ha actuado tan alocadamente como las ovejas, ¿o sí? —Sean no fingió ni inocencia ni comprensión, se limitó a mirar a la gobernadora a los ojos hasta que ésta apartó la mirada—. Si a tus dragones ya no les gusta el pescado, que cacen wherries. Esa erupción ha reducido bastante nuestros rebaños. —Sean agachó la cabeza, sin comprometerse aún—. Hay mucho que hacer, y deprisa. —Tras consultar las numerosas hojas de su carpeta, se frotó la frente—. Si por lo menos tus dragones estuvieran en pleno funcionamiento… —Le sonrió disculpándose—. Lo siento, Sean, no debería haberlo dicho.

—Yo también deseo que lo estén, gobernadora —respondió Sean sin ofenderse—. Lo que ocurre es que no sabemos cómo hacerlo. Ni siquiera qué podemos pedirles que hagan, ni cómo tenemos que decírselo para que lo hagan. —Se secó el sudor de la frente y el cuello, un sudor que no sólo había provocado el calor del sol.

—Ésa ha sido una clara puntualización de un asunto que debemos estudiar, pero no aquí ni ahora. Mira, Sean,

Joel Lilienkamp está preocupado por las cosas que se han quedado en Aterrizaje. Estamos sacando cargamento de aquí con toda la rapidez que podemos. —Extendió el brazo hacia los montones de paquetes codificados con colores y las plataformas cubiertas con goma espuma—. Todo lo de color naranja ha de ser protegido de las Hebras, así que tenemos que mandarlo hacia el norte lo antes posible para almacenarlo en el Fuerte de Fort. Y aún tenemos que intentar salvar lo que ha quedado en Aterrizaje antes de que las cenizas lo cubran.

—Esa ceniza quema, gobernadora. Quema con tanta facilidad las alas de un dragón como… —Sean se interrumpió y miró fijamente hacia la parte occidental de la playa, levantando la mano en un inútil gesto de aviso. Emily se dio la vuelta para ver qué había provocado la alarma del joven.

El trompeteo de aviso del dragón sonó débil y tenue en el calor del aire. El conductor del deslizador a punto de colisionar con la criatura parecía no darse cuenta de que estaba descendiendo sobre otro objeto volador. Entonces, justo un segundo antes de que el vehículo chocara contra ellos, dragón y jinete desaparecieron sin dejar rastro.

—¡El instinto es maravilloso! —exclamó Emily, con el rostro iluminado tanto por el alivio de que en el último momento se hubiera evitado la colisión como por el gozo de que el dragón hubiera demostrado aquella capacidad innata. Volvió la mirada a Sean y su expresión cambio—. ¿Qué pasa, Sean? —Miró de nuevo al cielo, a un cielo en el que no se veían ni el dragón con su jinete ni el deslizador, que había desaparecido entre el tráfico de la ensenada de Kahrain—. ¡Oh, no! —Se llevó la mano a la garganta, oprimida por la oleada de pánico que la inundó—. ¡Oh, no! ¿No deberían estar visibles otra vez? ¿Qué opinas Sean? ¿No se supone que es un desplazamiento instantáneo?

Angustiada, agarró el brazo del joven, dándole una ligera sacudida para llamar su atención. Él la miró, y la angustiada expresión de sus ojos le dio una respuesta que transformó sus temores en dolor. La mujer movió la cabeza lentamente de un lado a otro, intentando negarse la verdad a sí misma.

En el preciso momento en que uno de los supervisores de carga se dirigía hacia ella, con un fajo de hojas de plástico en la mano y una expresión de urgencia en su rostro, se elevó en el aire el grito más espeluznante que jamás había oído. El discordante sonido era tan agudo que la mitad de la gente que había en la playa se llevó las manos a las orejas. Cuando el insoportable ruido alcanzó su punto álgido, el aire se llenó de lagartos de fuego, y cada uno sumó su aguda voz para expandir el sonido del lamento.

Los demás dragones se elevaron, sin jinetes, y volaron por el lugar en que uno de los suyos y su compañero humano habían perdido la vida. Formando un complicado dibujo que en cualquier otra ocasión hubiera entusiasmado a los espectadores, los lagartos de fuego rodearon a sus parientes mayores, emitiendo un espectral contrapunto al canto funerario más profundo, estremecedor y doliente de los dragones.

—Tengo que averiguar cómo ha podido suceder esto. El piloto de ese deslizador… —Emily se detuvo al ver la terrible expresión del rostro de Sean.

—Eso no nos devolverá a Marco Galliani ni a Duluth, ¿verdad? —Movió la mano hacia un lado en un cortante gesto de rechazo—. Mañana volaremos adonde hagamos falta para salvar lo que podamos.

Durante un largo rato Emily permaneció mirándole, hasta que la imagen del afligido joven quedó grabada en su mente. En el cielo, como si lo escoltaran en su regreso al campamento de los cabalgadores de dragones, las graciosas bestias giraban, se arrojaban en picado y se deslizaban hacia el oeste, a su playa.

Emily se dio cuenta de que su dolor, por grande que fuese, no podía compararse con la sensación de pérdida que debían de estar experimentando los dragoneros. Se frotó la cara y la temblorosa barbilla y, tragando saliva para deshacer el nudo de su garganta, hizo un gesto irritado al supervisor de carga para que se aproximara.

—Averigua quién conducía ese deslizador y tráemelo o tráemela a mi tienda a mediodía. Ahora, dime que quieres.


—Marco y Duluth desaparecieron exactamente de la misma forma en que lo hacen los lagartos de fuego —dijo Sean, con voz demasiado sosegada.

—Pero ellos no han vuelto —se lamentó Nora. Empezó a sollozar de nuevo, enterrando el rostro en el hombro de Peter Semling.

El impacto de aquellas muertes inesperadas había sido traumático. El lamento de los dragones había durado toda la tarde. Hacia el anochecer, sus compañeros humanos los habían convencido para que se acurrucaran en la arena y durmieran. Pero también los jóvenes, agrupados alrededor de una pequeña fogata, estaban desanimados y apáticos.

—Tenemos que averiguar qué fue lo que falló —estaba diciendo Sean—,para que nunca pueda volver a ocurrir.

—Pero Sean, ¡si ni siquiera sabemos qué estaban haciendo Marco y Duluth! —gritó David Catarel.

—Duluth estaba mostrando una reacción instintiva ante el peligro —dijo una nueva voz. Pol Nietro se detuvo junto a la luz del fuego, acompañado por Bay—. Él fue criado para desarrollar ese instinto. Permitid que os ofrezca la condolencia de todos los que están relacionados con el programa de los dragones. Nosotros, Bay y yo… Caramba, todos vosotros sois como nuestra familia. —Pol, azorado, se llevó una mano a los ojos y sorbió aire.

—Por favor, quedaos con nosotros —dijo Sorka con tranquila dignidad. Se levantó y acercó a Pol y Bay hasta el fuego. Unieron dos bultos más al círculo para que los biólogos se pudieran sentar encima.

—He estado intentando imaginar dónde estuvo el fallo —continuó Pol, después de que ambos se sentaran con movimientos que denotaban cansancio.

—Nadie vio adonde iba —dijo Sean con un profundo suspiro—. Yo estaba mirando. Marco y Duluth habían despegado desde la playa y empezaban a ganar altura justo cuando el conductor del deslizador hizo un giro de aproximación. No debió de ver que Marco y Duluth subían por debajo de él. Los dragones no tienen dispositivos de señalización. —Sean levantó las manos en un gesto de impotencia—. Me he enterado de que el conductor del vehículo había desconectado su alarma porque, como no dejaba de sonar con tanto tráfico, lo estaba poniendo nervioso.

Pol se inclinó hacia él.

—Entonces es más importante que nunca que vosotros, los jinetes, enseñéis disciplina a vuestros dragones. —Un murmullo de enfadado rechazo le obligó a levantar las manos—. No quiero que esto parezca una censura, queridos amigos. Lo que de verdad quiero es ser constructivo. Pero, evidentemente, ahora es el momento de dar el siguiente paso en el adiestramiento de los dragones: entrenarles para que sepan usar un instinto que debería haber salvado a Marco y a Duluth.

Su comentario arreció los murmullos, algunos de enojo, otros de alarma. Sean levantó la mano para pedir silencio; las temblorosas llamas de la hoguera iluminaban su rostro fatigado. Junto a él, Sorka era vivamente consciente de que los músculos se contraían sobre las mandíbulas de su esposo y de la triste expresión de sus ojos.

—Creo que nuestros pensamientos han seguido los mismos caminos, Pol —dijo con voz tensa, que le indicó al biólogo el estado de nervios a que se hallaba sometido el joven dragonero—. Creo que Marco y Duluth se dejaron llevar por el pánico. ¡Si hubieran regresado al mismo lugar que dejaron ya no habrían encontrado allí al maldito deslizador! —Su angustia era palpable. Respiró hondo y continuó hablando con voz monótona, casi inexpresiva—. Todos tenemos lagartos de fuego. Ésa es una de las razones por las que Kit Ping nos escogió como candidatos. Todos los enviamos con mensajes, diciéndoles adonde tienen que ir, qué es lo que tienen que hacer o a quién tienen que buscar. Deberíamos ser capaces de adiestrar a los dragones para que hicieran lo mismo. Ahora hemos aprendido, de la forma más dura, que pueden teleportarse al igual que los lagartos. Tenemos que saber dirigir ese instinto. Debemos disciplinarlo, como ha sugerido Pol, para que no volvamos a caer presos del pánico como Marco.

—¿Por qué se asustó Marco? —preguntó Tarrie Chernoff en tono de queja.

—Daría cualquier cosa por saberlo —dijo Sean; su voz volvía a denotar angustia—. Pero hay algo que sé. De ahora en adelante, ningún jinete va a levantar el vuelo sin comprobar antes si hay algo en las inmediaciones de su espacio aéreo. Debemos volar a la defensiva, intentando divisar todos los peligros posibles. Precaución —dijo, tocándose la sien con el dedo índice—. Ésa es la palabra que debemos grabar en nuestros globos oculares. —Hablaba con rapidez y en tono crispado—. Sabemos que los lagartos de fuego viajan por el inter de unos lugares a otros, vayan donde vayan, pero tenemos que dejar de aceptarlo como una facultad propia de ellos y empezar a observar qué es lo que hacen exactamente. Vamos a seguir a fondo sus idas y venidas. Los enviaremos a lugares específicos, en los que no hayan estado antes, para ver si son capaces de seguir las direcciones que les marquemos mentalmente. Nuestros dragones nos escuchan telepáticamente. Comprenden con exactitud lo que les decimos, mejor que los lagartos de fuego; por tanto, si nos hemos acostumbrado a dar mensajes precisos a éstos, los dragones deberían ser capaces de actuar con el mismo tipo de instrucciones mentales. Cuando comprendamos en lo posible el comportamiento de los lagartos, entonces podremos intentar dirigir a nuestros dragones.

Los demás jinetes comenzaron a murmurar entre sí, mientras Sean los asaetaba con la mirada.

—¿Y eso no será un riesgo para nuestros lagartos de fuego? —preguntó Tarrie, acariciando a la pequeña hembra dorada que se había acurrucado en el hueco de su brazo.

—Es mejor exponer a los lagartos de fuego que a los dragones —dijo Peter Semling con firmeza.

Sean resopló burlón.

—Los lagartos de fuego saben cuidarse muy bien de sí mismos. No me malinterpretéis… —Levantó una mano para acallar la protesta inmediata de Tarrie—. Yo también los aprecio. Son grandes luchadores. Cielos, sin su ayuda no hubiéramos conseguido alimentar a las crías, pero… —Hizo una pausa para recorrer el círculo con la mirada—. Ellos tienen unos mecanismos de supervivencia muy bien desarrollados. De otra forma no habrían sobrevivido a la primera pasada de esa nebulosa de Oort, ocurriera cuando ocurriese. Como acaba de decir Peter, es mucho más seguro experimentar con lagartos de fuego que con otro dragón y su jinete.

—Has hecho algunas precisiones muy exactas, Sean —dijo Pol, que empezaba a animarse—, aunque confío en que te refieras a utilizar los lagartos de fuego dorados y bronces. A Bay y a mí siempre nos han parecido mucho más fiables.

—A mí también. Sobre todo desde que todos los verdes y azules desaparecieron tras la erupción.

—Yo voy a arriesgarme a intentarlo —dijo David, echando los hombros e irguiéndose, mientras miraba desafiante a los demás—. Tenemos que intentar algo. ¡Con las debidas precauciones! —añadió, mirando fugazmente a Sean.

Una lenta sonrisa cruzó la cara de Sean cuando se estiró sobre la hoguera para alcanzar la mano de David.

—Yo también estoy dispuesto —dijo Peter Semling.

Nora asintió, vacilante.

—Me parece bastante sensato —dijo Otto, asintiendo con energía y mirando a su alrededor—. Al fin y al cabo, los dragones se han criado para eso, para escapar del peligro de las Hebras de una manera imposible para los deslizadores mecánicos.

—Gracias, Otto —dijo Sean—. Es necesario que todos pensemos positivamente.

—Y cautamente —completó Otto, levantando un dedo en señal de aviso.

Sacados de su apatía, los cabalgadores comenzaron a hablar unos con otros.

—¿Te acuerdas, Sorka, del día en que te mandé a Mariah, cuando nos llamaron de Calusa? —preguntó Bay, inclinándose hacia la joven.

—Sí, ella me llevó tu mensaje.

—Sin duda, lo hizo; pero todo lo que le dije fue que encontrara a la pelirroja en las cuevas. —Bay se detuvo un momento—. Por supuesto que Mariah te conoce de toda la vida, y no hay muchos pelirrojos en Aterrizaje, ni siquiera en todo el planeta. —Bay sabía que estaba divagando, algo que pocas veces hacía; pero tampoco era normal que rompiera a llorar, y sin embargo, al oír las terribles noticias había estado llorando casi una hora a pesar del consuelo de Pol. Como éste había dicho, era casi como perder a alguien de la familia. Sin una terminal de ordenador a la que consultar posibles soluciones, habían pasado dos horas buscando frenéticamente el paquete en el que habían guardado todas sus notas sobre el programa de los dragones, con la intención de encontrar alguna sugerencia positiva para dar ánimos a los jóvenes—. Pero Mariah no tuvo problemas para dar contigo ese día, y viniste a mi casa en cuestión de minutos. De modo que no pudo tardar mucho tiempo en hacerlo.

—No, la verdad es que no —contestó Sorka, pensativa. Paseó su mirada por el círculo de rostros que el fuego iluminaba—. Pensad en la cantidad de veces que enviamos a los dragones de fuego a pescar para las crías.

—Pero pescar no es tarea difícil —comentó Peter Semling, mientras removía distraídamente la arena con un palo.

—Sí, pero los lagartos de fuego saben qué peces les gustan más a los dragones —dijo Kathy Duff—. Y no tardan nada desde el momento en que les damos la orden. Se limitan a desaparecer, y antes de que te dé tiempo a respirar dos veces, ya están de vuelta con un colaplegada.

—Respirar dos veces —repitió Sean, mirando a la oscuridad con ojos fijos—. Nuestros dragones tardaron más tiempo en darse cuenta de que… Marco y Duluth no volverían. ¿Podemos deducir de eso que los dragones sólo tardan en teleportarse el tiempo que transcurre entre dos respiraciones?

—Con cautela… —advirtió Otto, levantando nuevamente el dedo.

—Muy bien —prosiguió Sean—, he ahí lo que vamos a hacer mañana por la mañana a primera hora. —Se estiró para coger el palo de Peter y dibujar una accidentada línea costera en la arena—. La gobernadora quiere que traigamos cosas de Aterrizaje. David, Kathy, Tarrie, todos vosotros tenéis lagartos de fuego dorados. Haréis el primer viaje. Cuando lleguéis a la torre, nos enviáis vuestros lagartos a Sorka y a mí, de regreso. Bay, ¿tenéis que estar Pol y tú en algún sitio concreto mañana?

Bay puso un gesto burlón.

—Somos un par de inútiles hasta que nuestros sistemas lleguen al Fuerte de Fort. Y tenemos que esperar que nos transporten. ¡Os ayudaremos con mucho gusto en todo lo que podamos!

—Vamos a cronometrar a los lagartos de fuego, pero para hacerlo con precisión necesitamos microteléfonos.

—Deja que los consiga yo —se ofreció Pol.

Sean sonrió divertido.

—Esperaba que te ofrecieses voluntario. Lilienkamp no te los va a negar, ¿verdad?

Pol movió la cabeza enfáticamente; se sentía mucho mejor de lo que se había sentido durante toda la tarde, buscando en vano la documentación extraviada.

—Bueno, entonces Bay y yo os dejamos ahora —dijo Pol, levantándose y tendiendo la mano a su mujer—. Para ir a buscar los microteléfonos. ¿Cuántos? ¿Diez? Nos encontraremos aquí al amanecer, y los traeremos. —Les hizo una reverencia, pero se dio cuenta de que Bay era la única que había entendido su extravagante gesto—. Sí, al amanecer comenzaremos nuestras observaciones científicas.

—Dormiremos un poco, cabalgadores —sugirió Sean, y comenzó a echar arena sobre las moribundas llamas.

*   *   *

Con el microteléfono pegado a la oreja, Pol bajó la mano a la vez que Bay, Sean y Sorka marcaban el tiempo en sus relojes. Con los dedos índice puestos sobre el botón de parada, todos alzaron la vista hacia el cielo oriental, Bay con los ojos entrecerrados para protegerse del reflejo del sol en el mar inmóvil.

—¡Ahora! —exclamaron cuatro voces al mismo tiempo, y cuatro dedos se movieron simultáneamente cuando un lagarto de fuego apareció en el aire, sobre sus cabezas, gorjeando alborozado.

—Ocho segundos otra vez — gritó Pol con alegría.

—Ven, Kundi —dijo Sorka, levantando el brazo para que se posara en él. El bronce de David Catarel pió y ladeó la cabeza como si estuviera considerando la invitación, pero se apartó al ver que Duke, el bronce de Sorka, le indicaba que se fuera—. No seas antipático, Duke.

—Ocho segundos —dijo Sean, admirado—. Eso es lo que tardan en atravesar más de cincuenta klicks.

—Me pregunto… —musitó Pol, golpeando con el estilete la tablilla sujetapapeles donde se hallaba la alentadora columna de cifras—… El tiempo no varía, mandemos a quién mandemos y en la dirección que sea. ¿Cuánto diríais que tardarían en llegar a Seminóle o al Fuerte de Fort en el norte? —Miró a los otros con un gesto de alegre interrogación.

Sean empezó a menear la cabeza, dubitativo, pero Sorka fue más optimista.

—Mi hermano Brian está trabajando en el fuerte. Duke le conoce tan bien como a mí. Y yo he visto muchas fotografías del lugar enviadas por fax. Podría ir con Brian. —Como si entendiera que estaban hablando de él, Duke voló en círculos sobre Sorka para acabar posándose en su hombro. La joven rió—. ¡Mirad, está dispuesto a arriesgarse!

—Puede que acuda cuando le llaman —objetó Sean—, ¿pero irá adonde se le envíe/ Una cosa es Aterrizaje… Todos ellos lo conocen muy bien.

—Lo único que podemos hacer es probar —intervino

Pol en tono decidido—. Y esta hora es buena para comunicarse con Brian en el Fuerte de Fort. —Apretó el botón del comunicador—. Qué suerte que la torre siga funcionando. Ah, sí, aquí Pol Nietro. Necesito hablar urgentemente con Brian Hanrahan… ¡He dicho urgentemente! Aquí Pol Nietro. ¡Pues llámenlo! Idiotas —murmuró apartándose del aparato—. Esto es importante.

Por fin localizaron a Brian, que se sorprendió al escuchar a su hermana.

—Pero bueno, ¿pero qué es lo que pasa? No se puede ir por ahí gritando que se tiene prioridad. Te puedo garantizar que mamá está cuidando muy bien a Mick. Se le cae la baba con él.

Todos pudieron oír su voz, un poco enfadada, y Sorka se sorprendió por aquella respuesta que no mostraba deseos de cooperar. Sean cogió el microteléfono de su mano.

—Brian, aquí Sean. Marco Galliani y su dragón Duluth murieron ayer en un desafortunado accidente. Estamos intentando evitar que vuelva a ocurrir. Lo único que pedimos son unos pocos minutos de tu tiempo. Y esto tiene prioridad absoluta.

—¿Marco y Duluth? —El tono de Brian había cambiado—. Dios, aquí no hemos oído nada. Lo siento. ¿Qué puedo hacer yo?

—¿Estás en el exterior? ¿En algún lugar que pueda verse fácilmente desde el aire?

—Sí. ¿Por qué?

—En ese caso, dile a Sorka donde estás exactamente. Te la paso.

—Infierno y condenación, Sorka, perdona que me haya descargado contigo. Estoy fuera. ¿Has visto el último fax? Pues bueno, estoy aproximadamente a unos veinte metros de la nueva rampa. Ante las cuevas de veterinaria. Al final, las han profundizado para dejarnos más sitio, y hay un gran montón de piedras como de un metro de alto cerca de mí. ¿Qué hago ahora?

—Quédate ahí. Te mando a Duke. Cuando te diga «ya», pon en marcha tu cronómetro.

—Vamos, ¿qué te pasa hermanita? —empezó a protestar Brian, claramente escéptico—, tú estás en la ensenada de Kahrain, ¿verdad?

—¡Brian! Por una vez en la vida, no discutas conmigo.

—Está bien. Preparado para contar el tiempo. —Su voz aún sonaba enfadada.

Sorka levantó el brazo, preparada para echar a volar a Duke.

—Ve con Brian, Duke. ¡Está en el lugar nuevo! ¡Aquí! —Cerró los ojos con fuerza y se concentró en la imagen de Brian de pie en el lugar que había descrito—. Ve con él, Duke.

Con un graznido asombrado, Duke echó a volar y desapareció.

—¡Ya! —gritó Sorka.

—Escucha, te oigo bien, con toda claridad, hermana. No hace falta que brames. No sé para qué sirve esto. No estarás imaginando ni por un segundo que un dragón de fuego puede… ¡Coño! —Sorka oyó cómo la voz de su hermano fallaba a causa del asombro—. No me lo puedo creer. ¡Cono! Se me ha olvidado contar el tiempo.

—No te preocupes —dijo Sorka, moviendo la cabeza, encantada—. ¡Hemos usado tus «coños» para contar!

Pol estaba dando saltos mientras sujetaba su reloj de pulsera y gritaba:

—¡Ocho segundos! ¡Ocho segundos!

Cogió a Bay por la cintura y empezó a bailar a su alrededor.

Sean levantó a Sorka en brazos y la besó mientras Mariah y Blazer acaudillaban una acrecentada bandada de lagartos de fuego cantarines en una vertiginosa exhibición aérea.

—Ocho segundos al fuerte, sólo ocho segundos —jadeó Pol, deteniéndose tambaleante con Bay colgada de él.

—Eso no tiene mucho sentido, ¿verdad? —preguntó Bay, también jadeando y con una mano puesta sobre su pecho palpitante—. El mismo tiempo para recorrer cincuenta klicks que casi tres mil.

—Oye, Sorka —La quejumbrosa voz de Brian le hizo volver a ponerse el auricular en el oído, enjugándose el sudor de la frente con la manga—. De verdad que me tengo que ir, así que me gustaría saber que se supone que he de hacer con Duke ahora que lo habéis mandado aquí.

—Dile que vuelva conmigo. Y grita una señal cuando desaparezca.

—Vale, muy bien. Preparados, ahora… ¡Duke, encuentra a Sorka! ¡Sorka! Encuentra… Se ha ido. ¡Mierda! ¡Ya!

En la playa de la ensenada de Kahrain cuatro dedos apretaron los botones de sus relojes, cuatro pares de ojos se volvieron hacia el oeste, a los caldeados cielos del mediodía, y cuatro voces contaron los segundos:

—Seis… siete… ocho… ¡Lo consiguió!

Se sintieron más seguros en su júbilo cuando Duke, piando alegremente, se posó de nuevo en el hombro de Sorka y frotó su frío hocico contra la mejilla de la joven.

—Bien, esto ha sido lo más satisfactorio y provechoso —dijo Bay con una amplia sonrisa.

—Informa a Emily, ¿quieres, Bay? —pidió Sean, mientras ponía sus manos bajo los codos de Sorka—. Mejor será que hagamos la tarea de muías de carga que nos toca hoy.


—¿Así que la muerte del chico de Galliani ha resultado ser un catalizador?—le preguntó Paul Benden a Emily cuando hablaron aquella noche a través del comunicador.

—Pol y Bay están muy animados —respondió Emily, notablemente entristecida aún por la tragedia. Estaba cansada, lo sabía, y mientras hablaba con Paul, con la esperanza del consuelo que pudiera suponer cualquier buena noticia del continente norte, la mitad de su mente estaba pensando ya en las cosas que tenía que organizar.

—El grupo de Telgar ha hecho un esfuerzo tremendo, Em. Los alojamientos son magníficos. Te olvidas de que estás a diez o doce metros bajo la roca. Cobber y Ozzie han recorrido más de cien metros de siete túneles. Hay incluso una atalaya para el equipo de comunicaciones de Ongola, tallada a mucha altura en la cara del acantilado. El lugar es lo bastante grande como para acoger a toda la población de Aterrizaje.

—No todo el mundo quiere vivir en un agujero Paul. —Emily hablaba por sí misma.

—También hay unas cuantas cavernas al nivel del suelo, de acceso directo —respondió Paul para tranquilizarla—. Espera. Ya verás. ¿Y cuándo vas a venir por aquí? Tengo que hacer acto de presencia en la próxima Caída o me van a llamear.

—¡No lo dirás en serio!

—Emily. —La frivolidad del tono de Paul desapareció—. Deja que Ezra te releve. Jim y él pueden establecer el enlace de los embarques. Otros pueden dirigir el transporte y el mantenimiento de los deslizadores de tierra y de aire. Pierre debería estar aquí para supervisar la organización de las comidas. Le han hecho la cocina más grande de Pern.

—¡Eso podría ser un cambio agradable después de haber contado con una sola barbacoa! Pero son los dragones los que me preocupan, Paul.

—Me parece que tendrán que arreglárselas solos, Emily. Por lo que has contado, creo que lo conseguirán.

—Gracias, Paul —contestó ella fervientemente, alentada por la absoluta confianza de la voz del hombre—. Voy a reservar una plaza en el deslizador de mañana por la tarde.

Después de la gran emoción de enviar a Duke al norte, mandar lagartos de fuego entre Kahrain y Aterrizaje y entre Aterrizaje y Kahrain era decepcionante, pero ayudaba a superar el tedio del largo viaje. En el camino de vuelta, Sean hizo que los cabalgadores de dragón practicaran el vuelo en formaciones abiertas y cerradas y, lo más importante, les enseñó la manera de identificar y aprovechar las beneficiosas corrientes de aire.

Aquella noche hicieron un fuego de campamento más grande, y Pol y Bay se unieron a ellos para discutir las observaciones sobre los lagartos de fuego y la forma de aplicarlas a los dragones. En realidad, Sean no necesitaba que se fomentara su cautela mediante consejos. Marco y Duluth seguían estando presentes en la mente de todos. Para contrarrestar cualquier pesimismo, Sean sugirió que realizaran más prácticas de vuelo en formación al día siguiente; prácticas que los mantendrían en buena forma durante la Caída de las Hebras.

—Si sabéis dónde estáis en relación con los otros jinetes de vuestro grupo, siempre sabréis adonde hay que regresar —dijo, haciendo hincapié en la última palabra.

—Vuestros dragones son muy jóvenes —continuó Pol, al ver que la reacción era favorable—, hablando en términos de su especie. Los lagartos de fuego no parecen sufrir degeneración. En otras palabras, no envejecen fisiológicamente como nosotros.

—¿Quieres decir que pueden seguir viviendo después de que nosotros muramos? —preguntó Tarrie, sorprendida. Su mirada buscó a Porth, un oscuro bulto entre las sombras de la vegetación.

—Basándonos en nuestra observación y deducciones, sí, Tarrie —contestó Pol.

—Nuestros órganos principales degeneran —continuó Bay—, aunque la tecnología moderna puede efectuar reparaciones o trasplantes, permitiéndonos vidas más largas y provechosas.

—¿Así que no es probable que enfermen? —La perspectiva alegraba a Tarrie.

—Eso es lo que creemos —respondió Pol, pero levantando un dedo en señal de aviso—. Pero aún no hemos visto lagartos de fuego viejos.

Sean soltó un bufido, que Sorka suavizó con una carcajada.

—La verdad es que sólo tenemos nuestra generación para juzgar —dijo la joven—. Y sólo hemos tratado a nuestros dragones de fuego, que confían en nosotros, y únicamente para curar arañazos y quemaduras, y a veces alguna lesión de piel. Yo encuentro reconfortante saber que los dragones pueden tener una vida larga.

—siempre que nosotros no cometamos errores —dijo Otto Hegelman en tono lúgubre.

—¡Pues entonces, no cometamos errores! —Había determinación en la voz de Sean—. Y para no cometer errores, mañana nos dividiremos en tres secciones. Seis, seis… y cinco. Necesitamos tres jefes.

Aunque Sean había dejado la elección abierta, lo nombraron al momento. David y Sorka también fueron seleccionados tras una mínima discusión.

Más tarde, cuando Sean y Sorka se hubieron acomodado en la arena, entre Faranth y Carenath, ella le dio un largo abrazo y lo besó en la mejilla.

—¿Y esto por qué?

—Por darnos esperanzas. Pero estoy preocupada.

—¿Puedes explicármelo? —Sean apartó el cabello de Sorka de su boca y acomodó su hombro izquierdo en otro agujero.

—Creo que no deberíamos esperar mucho para intentar la telequinesia.

—Es lo mismo que pienso yo, y les estoy agradecido a Pol y Bay por sus comentarios sobre la longevidad de los dragones. Me han levantado el ánimo.

—Mientras mantengamos claridad de juicio, conservaremos a nuestros dragones. —Sorka se acurrucó contra Sean.

—Me gustaría que te dejaras crecer el pelo, Sorka —murmuró él, sacándose otro rizo de la boca—. No me comería tal cantidad.

—El pelo corto es más cómodo cuando se lleva un casco de dragonero —respondió Sorka en un somnoliento murmullo. Después ambos se quedaron dormidos.


Aunque se podía apreciar cómo disminuía el número de paquetes y de equipos envueltos en plástico en Aterrizaje, el cargamento no salía de la ensenada de Kahrain con la misma rapidez. Aquella segunda tarde, mientras ayudaba a descargar a los cabalgadores de su grupo, Sean vio a uno de los supervisores, sentado en un improvisado escritorio y mirando la pantalla de una terminal portátil.

—Mañana terminaremos el transporte desde Aterrizaje, Desi —le aseguró Sean al hombre.

—Eso está muy bien, Sean, muy bien —dijo Desi, cortante, despidiéndolo con un gesto de la mano.

—¿Qué demonios te pasa, Desi? —le preguntó.

El enojo que se percibía en las palabras del joven hizo que Desi levantara la mirada, sorprendido.

—¿Qué quieres que me pase? Tengo una playa llena de cosas que me tengo que llevar, pero no cuento con transporte. —Había tal ansiedad en el rostro de Desi que el enojo de Sean Connell se desvaneció.

—Creía que los deslizadores grandes iban a volver.

—Sólo volverán después de que los reparen y les vuelvan a cargar las baterías. Ojala hubieran mencionado eso antes. —La voz de Desi temblaba de frustración—. Todos mis planes…se han ido. ¿Qué voy a hacer, Sean? Pronto volverán a caer Hebras aquí y todas esas cosas… —Se valió de un trapo manchado de sudor para señalar las cajas de cartón naranja—… son irreemplazables. Si sólo… —Se interrumpió, pero Sean se imaginaba lo que había estado a punto de decir—. Lo habéis hecho muy bien, Sean, muy bien. Es algo que aprecio de verdad. ¿Cuánto dices que hay que embarcar todavía?

—Nosotros terminaremos mañana.

—Pues entonces pasado mañana… —Desi volvió a restregarse la cara, intentando ocultar su sonrojo—. Bueno, he oído que Paul quiere que vosotros, los cabalgadores, emprendáis camino a Seminóle, y que crucéis al norte desde allí. Y… —Desi volvió a torcer el gesto.

—¿Te gustaría que sacáramos del peligro algunas cajas naranjas? —Sean se dio cuenta de que su resentimiento volvía a salir a flote—. Bueno, supongo que eso es mejor que no hacer nada. —Se marchó antes de que su temperamento lo traicionara.

Vienen Faranth y Sorka, le informó Carenath en tono suave. Sean cambió el rumbo de sus pasos para llegar al punto de encuentro. No podría engañar a Sorka, pero sí desahogar algo de su furia en la operación de descarga.

—Muy bien, ¿qué ha pasado? —le preguntó Sorka, arrastrándolo fuera de la vista de los otros jinetes, que seguían ordenando paquetes en las zonas clasificadas por colores. Se detuvo entre su hembra dorada y el mar.

Sean se golpeó la palma de la mano con el puño de la otra varias veces antes de encontrar palabras para expresar la humillación que había sufrido.

—¡Sólo nos consideran malditos animales de carga, burros con alas! —consiguió decir al fin. Aunque se preocupó de mantener la voz baja, estaba hirviendo de indignación.

Faranth volvió la cabeza para mirar a los dos dragoneros; en el azul de sus ojos empezaban a aparecer destellos rojizos. Carenath puso su cabeza sobre la espalda de la hembra. Más lejos, se oía el murmullo de los otros dragones. Un momento después Sean y Sorka se encontraron rodeados de dragones, cuyos jinetes avanzaban hacia el centro del círculo.

—Mira lo que has hecho —se quejó Sorka con un suspiro.

—¿Qué ocurre, Sean? —preguntó David, empujando a Polenth para pasar.

Sean respiró hondo, al objeto de superar la cólera y el enojo. Si no era capaz de controlarse a sí mismo, tampoco sería capaz de controlar a otros. En los ojos de los dragones que le miraban había destellos amarillos de alarma. Tenía que tranquilizarlos a ellos, a sí mismo y a los demás jinetes. Sorka estaba en lo cierto. Debía hacer algo para solucionar cuanto antes aquella situación.

—Parece que somos la única unidad de transporte aéreo disponible —dijo, esforzándose por sonreír—. Desi afirma que todos los deslizadores grandes están en tierra, y que no van a despegar hasta que no los revisen.

—Oye, Sean —protestó Peter Semling, señalando con el pulgar el material que había en la playa—. ¡No podemos trasladar todo eso!

—Ni tenemos que hacerlo —Sean hizo un gesto tajante con las manos—. Además, nadie nos lo ha pedido. Cuando hayamos terminado en Aterrizaje, Paul quiere que volemos a Seminóle y que desde allí hagamos la travesía final al norte. En eso no hay problema. —Esta vez su sonrisa fue sincera, pero triste—. Sin embargo, a Desi le gustaría que nos lleváramos algunas cosas irreemplazables con nosotros.

—Hasta que alguien comprenda que no estamos en el negocio de los transportes —dijo Peter en tono agraviado, que era como un reflejo de los sentimientos de Sean.

—Es una emergencia, Peter —afirmó Sean—. Estamos progresando como dragoneros, y bastante. Pero Desi está entre la espada y la pared y nos necesita.

—Lo que me gustaría es que se nos necesitara para lo que se supone que tenemos que hacer —intervino Tarrie.

—Cuando hayamos terminado nuestro cometido aquí —prometió Sean—, nos concentraremos sólo en eso. Mi propósito es que todos seamos capaces de teleportarnos en el momento en que lleguemos a Seminóle.

—¿A lugares que nunca hemos visto? —preguntó el siempre práctico Otto.

—No, a los lugares en que acabamos de estar. Considerad nuestro vuelo a Seminóle como una ocasión para ver los ranchos más importantes del sur —respondió Sean en tono animoso, y se sintió sorprendido al comprender que creía en sus propias palabras—. Necesitaremos puntos de referencia para teleportarnos en la lucha contra las Hebras. —El rostro de Sorka resplandecía de orgullo, no sólo porque Sean hubiera logrado dominarse, sino también porque había conseguido restaurar la dignidad de su futuro. Sobre sus cabezas, el color amarillo empezaba a desaparecer de los ojos de los dragones—. Puedo oler la comida, rengo hambre. Vamos, nos lo hemos ganado.

—Antes de cruzar a saltos el continente, tendremos que llevar de caza a los dragones —dijo Peter.

Sean movió la cabeza, sonriendo al recordar la advertencia indirecta de Emily.

—No podemos volver a recurrir a las ovejas, Peter. Mañana cazaremos a los animales que hayan conseguido escapar del área de Aterrizaje. —Se dispuso a atravesar el círculo que formaban los dragones—. Mañana te toca comer Carenath —le dijo a su bronce, palmeándolo con afecto al pasar por su lado.

¿Pescado?, preguntó Carenath en tono desanimado.

—Carne. Carne roja —repuso Sean. El agradecido canto de los dragones que sonó a continuación le hizo reír—. Pero esta vez no os la vamos a poner en bandeja.

Tras esto, rodeó los hombros de Sorka con el brazo y se dirigió a la playa, a las fogatas en que estaban cocinando.


a! día siguiente, tras cruzar el río Jordán, las tres alas de dragoneros se separaron cada una en una dirección diferente, apartándose del asentamiento cubierto de ceniza y dirigiéndose al sur y al este en vuelo bajo.

Faranth dice que ha encontrado carne que corre, le informó Carenath a su jinete. ¿Y nosotros?

Sean tenía los prismáticos enfocados sobre un pequeño valle. Se encontraban al norte de la franja seguida por las dos Caídas de Hebras que habían afectado a aquella zona, de modo que había vegetación para atraer a los herbívoros.

—Dile que nosotros también hemos tenido éxito.

¿Y carne no?, preguntó Carenath, ansioso.

Sean palmeó el hombro de su dragón sonriendo.

—Sí, carne, pero con otro nombre. Y podrás comer toda la que quieras esta vez —le dijo, mientras que un pequeño rebaño compuesto por vacas y ovejas huía en estampida del peligro que se cernía sobre él.

Sean hizo una seña al resto de su ala, utilizando los exagerados movimientos de brazos que habían estado practicando. Puesto que los dragones podían comunicarse entre sí, los jinetes habían decidido no usar microteléfonos. Pero Sean se quedo con los que Pol les había proporcionado. Eran demasiado valiosos para arriesgarlos a una caída, mas demasiado útiles para devolverlos.

—Déjame en ese risco, Carenath. Hay sitio para todos.

Porth dice que también tienen para nosotros, le informó Carenath a la vez que se posaba con elegancia y agachaba el hombro para ayudar a Sean a desmontar.

—Dile a Porth que se lo agradecemos, pero será mejor que te apresures si quieres atrapar a esos —le aconsejó Sean.

El rebaño estaba huyendo a toda velocidad valle abajo, y tuvo que protegerse la cara contra la gravilla y la omnipresente ceniza que levantó la repentina salida de Carenath. Unas estelas brillantes siguieron al bronce.

—Os agradezco que hayáis regresado —dijo Sean socarronamente al distinguir azules y verdes entre los pequeños y coloreados lagartos de fuego que seguían a Blazer.

Pronto se le unió el resto de su ala. Incluso Nora Sejby logró un aterrizaje digno de elogio sobre Tenneth; estaba mejorando día a día. Le preocupaba más Catherine Radelin-Doyle, que no había vuelto a reírse con Singlath desde la tragedia. Nyassa, Otto y Jerry Mercer completaban su ala. Cuando sus dragones se unieron a la caza, Sean enfocó sus prismáticos sobre Carenath a tiempo para ver al bronce bajar sobre un novillo y atraparlo limpiamente, sin aminorar la velocidad de su vuelo.

—¡Buena captura, Carenath! —Sean le pasó los binoculares a Nyassa para que viera a Milath.

—Me parece que hay mucho ganado en esta manada —ayo Jerry, quitándose el casco y agitando sus cabellos empapados de sudor—. ¿Qué le ocurrirá?

Sean se encogió de hombros.

—La mejor parte fue al norte. Éstos sobrevivirán, o puede que no.

—¡Sean, mira quién ha venido a la cena! — Nyassa señaló hacia el norte, donde se recortaban las inconfundibles figuras de cinco wherries—. ¡Ya, por ellos! —añadió al vislumbrar un grupo de lagartos de fuego que se lanzaban a atacar a los intrusos—. ¡Esperad vuestro turno!

—He traído algo para comer —dijo Catherine, esforzándose para quitarse la mochila de la espalda—. Supongo que no habrá ningún inconveniente para que también nosotros tomemos un tentempié.

Sean ordenó un descanso en la cacería cuando cada dragón devoró dos animales. Carenath se quejo porque sólo se había comido uno grande, y alegó que para igualarse a los otros necesitaba dos pequeños más. Sean contestó que si se llenaban la panza iban a ser incapaces de volar, y que aún había trabajo por hacer. Los dragones gruñeron, y Carenath recalcó astutamente que Faranth también quería seguir comiendo; pero él se mantuvo inflexible y las bestias se resignaron a obedecer.

Sean volvió a formar el ala una vez que estuvieron en las alturas.

—Muy bien, Carenath —dijo, pensando aliviado que iban por las ultimas cargas que les quedaban en Aterrizaje—. ¡Vamos a la torre lo más rápidamente posible y acabemos de una vez!

Alzó el brazo y lo dejó caer.

Un instante después, una intensa negrura los envolvió, a Carenath y a él, dándole la impresión de que su corazón se había detenido.

¡No me dejaré dominar por el pánico!, se dijo con fiereza, y trató de relegar el recuerdo de Marco y Duluth a un rincón de su mente. Su pulso se aceleró, y fue consciente del frío entumecedor de aquella negra nada.

¡Estoy aquí!

¿Dónde estamos, Carenath?, preguntó, aunque ya lo sabía. Se hallaban en el inter. Concentró su pensamiento en el punto de destino, recordando la extraña luz que se filtraba a través de la ceniza que cubría Aterrizaje, la forma de la torre meteorológica, la plana extensión de la pista que se hallaba junto a ella y los bultos que les esperaban allí.

Estamos en la torre, le dijo Carenath, algo sorprendido.

Y en ese mismo instante se encontraron allí. Sean soltó un fuerte grito de alivio.

Entonces, lo inundó un terror repentino.

—¡Dios! ¿Qué he hecho? —gritó—. ¿Dónde están los demás, Carenath? ¡Háblales!

Están viniendo, le respondió Carenath con una calma y una confianza absolutas, revoloteando sobre la torre.

Ante los incrédulos ojos de Sean, toda su ala se materializó de pronto tras él, en formación.

—Baja, Carenath, por favor, antes de que me caiga —pidió Sean con un susurro debilitado por el enorme alivio que sentía.

Mientras los otros descendían en círculos para tomar tierra, él permaneció sentado sobre Carenath, reviviendo todo lo que había pasado, medio maravillado, medio aterrado por el increíble peligro al que acababa de sobrevivir de una forma inexplicable.

—¡Keeeeyoooo! —El alarido de triunfo de Nyassa lo paralizó un momento. La joven estaba agitando el casco de montar por encima de su cabeza mientras Milath aterrizaba junto a Carenath. Catherine y Singlath se posaron al otro lado, Jerry Mercer y Manooth un poco más allá, y Otto y Shoth junto a Thenneth y Nora.

—¡Hip, hip, hurra! —Jerry dirigió los vítores mientras Sean los miraba fijamente, sin saber qué decir.

Ha sido fácil, ya sabes. Tú pensaste el lugar al que tenía que ir yo, y fui. Me has dicho que fuera lo más rápido posible. El tono de Carenath era de suave reprobación.

—Si no es más que esto, ¿cómo hemos tardado tanto en ser capaces de hacerlo? —preguntó Otto.

—¿Alguien tiene unos pantalones de sobra? —preguntó Nora, quejumbrosa—. Estaba tan asustada que me he mojado. ¡Pero lo hemos conseguido!

Catherine soltó una risita. Su sonido hizo que Sean se recuperara y sonriera.

—¡Estábamos preparados para intentarlo! —exclamó en tono frívolo mientras se desabrochaba las correas de seguridad. Entonces se dio cuenta de que también él tenía que conseguir un par de pantalones limpios.