Capítulo 12
Palos y piedras me romperán los huesos,
pero los nombres nunca me lastimarán.
Cuando yo muera, llorarás
por los motes que me has adjudicado.
Antigua rima popular
L
a tarde estival rezuma humedad en Londres. El cielo gris se desgaja en un chubasco que impregna todo lo que se ve desde la ventana del estudio de Vinnie: casas, jardines, árboles, coches; la gente se acurruca en sus impermeables o se guarece bajo los paraguas, infructuosamente, pues la cortina de agua choca contra el pavimento y rebota, salpicando desde abajo y por los cuatro costados. Vinnie mira irritada a través del chaparrón, en dirección a Primrose Hill y el West Country, preguntándose una vez más por qué razón no sabe nada de Chuck desde hace casi una semana.
No se lo pregunta exactamente: más bien lo adivina, casi sabiendo que su silencio tiene que ser deliberado. Ha sucedido lo que ella temía, lo que siempre ocurre. Los sentimientos de Chuck se han enfriado; comprendió, como muchos antes que él —en especial su ex marido—, que había confundido la gratitud con el amor. O quizá conoció a otra, más joven, más bonita. ¿Por qué seguiría pensando en Vinnie, quien ni siquiera está a su lado, quien la última vez que hablaron por teléfono se negó a fijar fecha para visitarlo?
Hasta ese momento su conversación había sido tan natural e íntima como de costumbre. Chuck escuchó con gran interés el relato sobre la llamada telefónica de Roo y la excursión de Vinnie a Hampstead Heath a medianoche. «Eres una buena mujer», dijo en medio de la narración y otra vez al final; por primera vez, Vinnie estuvo a punto de creerle. No es una buena mujer, piensa, pero quizás ha hecho algo bueno.
En cuanto a Chuck, parecía estar (¿demasiado?) alegre. El trabajo de la excavación iba viento en popa, le dijo, al igual que la investigación genealógica. «He encontrado a montones de Mumpson. Todos están emparentados de alguna manera, supongo, si uno retrocede bastante. Uno de los estudiantes de Mike me dijo que a lo mejor es por eso que me siento tan bien aquí. Dijo que podía deberse a la memoria genética. ¿Alguna vez oíste hablar de eso?»
«Conozco la teoría, sí.»
«Aunque suene raro, Vinnie, realmente me gusta este lugar. A veces siento que podría quedarme para siempre. Incluso se me ocurrió la idea de comprarme una casa. Nada lujoso, por supuesto, ningún castillo. Pero aquí hay en venta muchas propiedades bonitas. Y son prácticamente una bicoca en comparación con los precios de Tulsa.»
La gente de la Sociedad Histórica local había sido de gran ayuda, dijo Chuck. Alguien de allí sugirió, incluso, que la familia de Chuck podía ser descendiente de un aristocrático partidario de Guillermo el Conquistador apellidado De Mompessos, del que «Mumpson» podría ser una contracción plebeya. La mayoría de los ancestros de Chuck que figuran en los registros, sin embargo, por lo que entiende Vinnie, eran como el Viejo Mumpson: jornaleros agrícolas analfabetos o semianalfabetos. Una de esas familias, acaba de enterarse Chuck, puede haber vivido en la casita que él mismo ocupa ahora.
«Eso me llegó al alma», dijo Chuck. «Anoche estaba mirando los muebles de mi cuarto, que son realmente viejos, como casi todo lo que hay por aquí... preguntándome si alguno de mis antepasados no habría dormido en la misma habitación. Tal vez en la misma cama. Y esta mañana, cuando estaba en el solar —Mike tenía prisa por la lluvia inminente, así que le estaba echando una mano—, se me ocurrió que el Viejo Mumpson o alguno de su familia podría haber cavado el mismo campo. Hasta puede haber removido la misma palada de tierra. Esas cosas te hacen pensar.»
«Sí.»
«Hice planes para ir a Taunton, en Somerset, con la intención de rastrear a esos De Mompessos. Pero lo raro es que casi espero no encontrarlos. No sé si quiero tener un antepasado franchute, por muy señor que sea. De todos modos supongo que iré mañana, si llueve como ahora. Dicen que continuará. A menos que tú vengas, por supuesto.»
«No», dijo Vinnie. «No creo, al menos este fin de semana creo que no.»
«Vale.» Chuck había emitido un suspiro, de decepción, había pensado ella entonces. Ahora se pregunta si no sería también un suspiro de exasperación, incluso de rechazo. «Bien, entonces. Quizás te llame pasado mañana para contarte lo que haya descubierto.»
O quizá no, tendría que haber dicho Chuck, piensa Vinnie ahora, porque no la llamó el viernes ni el sábado ni el domingo ni el lunes. Está enfadado, pensó. O conoció a otra, tal como ella preveía. Estas ideas perturban a Vinnie mucho más de lo que ella misma podía esperar; de hecho, la tuvieron preocupada todo el fin de semana. El lunes por la mañana telefoneó a Peddington para averiguar los horarios de trenes a Wiltshire; esa misma noche, después de un considerable forcejeo con su dignidad, levantó el teléfono y marcó el número de Chuck en Wiltshire; pensaba decirle que bajaría a quedarse con él esa semana. En contra de su mejor opinión, sí, esperando que en última instancia todo terminara mal, sí, aunque incapaz de refrenarse. Pero no obtuvo respuesta, ni entonces ni a ninguna hora del día siguiente.
Con toda probabilidad Chuck todavía está en Somerset, lo que significa que encontró a otros parientes, posiblemente aristocráticos. Pero, en tal caso, ¿por qué no la ha llamado para contárselo? Porque está enfurruñado con ella, o cansado de ella, y/o porque ha conocido a otra que le gusta más. Bueno, tendría que haberlo sabido. Como dice la vieja rima popular:
La que no quiere cuando puede
cuando quiera no podrá.
Vinnie siente que la irritabilidad se convierte en ira contra Chuck y contra sí misma. Hasta que empezó a salir con él estaba contenta en Londres, casi feliz, realmente. Como el molinero de Dee, en tanto nadie le importaba, que a nadie le importara ella no le molestaba. Está tan bien ahora como antes de que Chuck se introdujera en su vida, pero se siente desgraciada, herida, rechazada y se apiada de sí misma.
Vinnie imagina el largo salón de una grande y lujosa casa de campo, en lo más recóndito del sudoeste de Inglaterra, en una ciudad que ella nunca ha visto. Allí, en ese mismo momento, Chuck Mumpson toma el té con unos primos ingleses recién descubiertos, llamados De Mompessos, que tienen una rosaleda y perros de caza. Encantados con su ingenuidad, con su vocabulario crudo y directo, lo agasajan, con sándwiches de berro, con pastel de nueces, frambuesas y crema de leche.
Junto al sillón forrado en zaraza que ocupa Chuck, un invisible perro blanco sucio bosteza y levanta la cabeza. Dedica una mirada desalentada a Chuck y luego, muy lentamente, se pone en cuatro patas, se sacude y cruza con pasos quedos la alfombra Aubusson color melocotón, en dirección a la puerta. Fido está abandonando a Chuck, que ya no lo necesita; va rumbo a la casa de Vinnie.
Bien, no tiene sentido seguir rumiando la cuestión. A las seis, cuando bajen las tarifas, volverá a telefonear. Entretanto será mejor que vuelva a su menos elegante té y artículo que un mes atrás prometió al «Sunday Times».
Vinnie está profundamente inmersa en la tarea, con las cuatro colecciones de cuentos populares que debe reseñar abiertas alrededor de la máquina de escribir, cuando suena el teléfono.
—¿Profesora Miner? —no es la voz de Chuck, sino la de una norteamericana muy joven y nerviosa. Vinnie la cataloga genéricamente como la de una estudiante del montón, tal vez alumna suya.
—Sí.
—¿Usted es la profesora Miner?
—Sí —responde Vinnie impaciente, preguntándose si esta llamada, como la de la semana pasada, se relaciona con Fred Turner.
Pero el tono de voz llano y ansioso no sugiere amores contrariados, sino algún tipo de crisis turística grave: un equipaje robado, una enfermedad aguda o algo semejante.
—Me llamo Barbie Mumpson. Estoy en Inglaterra, en un sitio que se llama Frone.
—¿Sí? —Vinnie reconoce el nombre de la hija de Chuck y el de una gran población no muy alejada de South Leigh.
—La llamo por el cuadro... quiero decir, porque mi padre... —a Barbie le tiembla la voz.
—Sí —la alienta Vinnie mientras la sobrecoge un horrible y confuso desasosiego—. ¿Has ido a visitar a tu padre en South Leigh?
—Sí... no... bueno... disculpe. Supongo que... oh, soy tan estúpida... —Vinnie tiene la impresión de que todo se enturbia: el dominio que tiene Barbie Mumpson de su propia lengua, las luces del dormitorio, donde ahora reinan las tinieblas—. Creí que el profesor Gilson se lo había dicho. Papá, bueno... El viernes papá pasó a mejor vida.
—Oh, Dios mío.
—Por eso estoy aquí —Barbie sigue hablando, pero sólo llega a oídos de Vinnie alguna frase suelta—. Y al día siguiente... no conseguí asiento en el avión hasta... decidió mamá.
—Lo lamento —logra decir finalmente Vinnie.
—Gracias. Yo lamento tener que decírselo —ahora la voz de Barbie es más temblorosa; Vinnie la oye carraspear—. De cualquier manera, la llamaba porque... el cuadro antiguo que tenía papá, dice el profesor Gilson que quería que lo tuviera usted si algo le ocurría... a papá, quiero decir. De todos modos pensaba regalárselo, porque usted le ayudó mucho con la investigación de su familia, dice el profesor Gilson. Estaré en Londres pasado mañana, de vuelta a casa. Pensé que podría entregarle el cuadro. Si le viene bien.
—Sí, por supuesto —se oye responder Vinnie.
—¿Cuándo debo ir?
—No sé —se siente incapaz de hacer ningún plan, casi de hablar—. ¿Cuándo quieres venir?
—No sé. En cualquier momento. Tengo el día libre.
—De acuerdo —con un enorme esfuerzo, Vinnie se serena—. Ven hacia las cuatro, a tomar el té —a distancia oye su propia voz que, con un sonido horriblemente normal, da a Barbie Mumpson su domicilio y las instrucciones para llegar hasta él.
Vinnie corta, pero no puede soltar el teléfono. De pie en el dormitorio, con el aparato en la mano y la mirada fija a través de los visillos grises hacia una calle empañada por la lluvia, una imagen ocupa su mente: la de un coche alquilado, estrellado en un fangoso camino vecinal, la imagen de la muerte que Chuck también imaginaba para sí mismo y con la que incluso coqueteaba.
Había dicho que, si algo le ocurría, quería regalarle un cuadro. ¿Porque sabía que le ocurriría algo? ¿Porque lo estaba planeando? ¿O fue una espantosa premonición? Pero su hija no había dicho que fuera un accidente. No dijo qué había ocurrido, se limitó a informarle que «había pasado a mejor vida». ¿Habría dicho eso si hubiera sido a causa de un accidente? Porque, si fue un accidente, mejor dicho no un accidente real —Vinnie siente un terrible dolor de cabeza—, significaría que Chuck no quería vivir, que deseaba pasar a mejor vida. Un estúpido eufemismo, el que uno diría de alguien que se detuvo un momento en la calle para hablarle y luego...
A Vinnie la embarga una sensación de ahogo, de hundimiento, como si la lluvia cayera en su piso y levantara las paredes del dormitorio. Pero todos los eufemismos son estúpidos. Pasar a mejor vida, criar malvas, entregar el alma, irse al otro lado como si Chuck hubiera jugado sucio o favorecido al equipo contrario en un espeluznante partido infantil.
Lo que ha hecho es morir; está muerto. Ha estado muerto —¿qué dijo Barbie?— desde el viernes. Todos los días que ella le ha estado telefoneando, todos los días que él no la llamó...
Por eso no llamó, piensa Vinnie. No porque se hubiera cansado de mí. La alegría y el alivio centellean en su mente, seguidos por un dolor más hondo que antes, como el haz de luz de un faro en una noche oscura penetra la oscuridad para luego iluminar un horroroso naufragio. Chuck no se había cansado de ella; estaba muerto; está muerto. No queda nada de él salvo su tremebunda familia, uno de cuyos miembros vendrá a tomar el té pasado mañana. Y hasta que llegue, Vinnie no sabrá nada.
Cuando Barbie Mumpson llega llueve otra vez, aunque menos torrencialmente. Está en el vestíbulo del piso de Vinnie, goteando, luchando con una gabardina mojada, un paraguas vulgarmente floreado y una carpeta de cartón húmeda, atada con cintas.
—Caramba, gracias —dice cuando Vinnie la alivia de sus cargas—. Soy tan torpe con estas cosas.
—Permíteme —Vinnie cierra a medias el paraguas y lo pone a secar en un rincón.
—Nunca había tenido paraguas, de veras. Compré éste la semana pasada y durante días enteros no logré abrirlo. Ahora no logro cerrarlo. Supongo que algún día lograré hacer ambas cosas.
Barbie es grandota y rubia, de aspecto saludable; tiene la piel muy tostada y lleva un polo rosa mal entallado y arrugado, con un cocodrilo que se arrastra por su pecho izquierdo, más arriba del corazón. Tiene unos cuantos kilos de más y es mayor de lo que por teléfono sugería su voz aguda e infantil: probablemente ronda los veinticinco.
—Por favor —dice Vinnie—, pasa y siéntate.
En virtud de algún sentido personal de la congruencia, ha preparado para Barbie el lujoso té campestre que anteayer —hace semanas, le parece ahora— imaginó que servían a Chuck los míticos De Mompessos. El apetito de su hija, como el de él, es bueno; sus modales, no tanto. Deglute las frambuesas y la crema casi vorazmente, declarando que son «de rechupete».
—¿Y qué opinas de Inglaterra? —pregunta Vinnie, pensando que sería torpe e imprudente hablar en seguida de su auténtica preocupación.
—No sé —Barbie limpia una mancha de crema de su barbilla cuadrada, ligeramente hendida: una perturbadora versión femenina de Chuck—. No es gran cosa, ¿no?
Reprimiéndose, Vinnie se limita a encogerse de hombros.
—Un pueblucho bastante atrasado, ¿no?
—Algunos piensan eso —Vinnie nota que Barbie no sólo tiene los rasgos grandes, embotados y regulares de Chuck, además de la mandíbula casi a escuadra (más atractiva en un hombre que en una jovencita), sino su costumbre de parpadear lentamente al final de las oraciones.
—Quiero decir que todo es pequeño y parece bastante gastado.
—Supongo que así es en comparación con Tulsa —Vinnie deja que Barbie hable sin parar, poniendo por los suelos su querido país adoptivo a la manera habitual de los turistas. Te han puesto bien el nombre, piensa, bautizando en secreto a su invitada como «La Bárbara».
—¡Y es tan terriblemente húmeda!
—Mmm.
Vinnie no quiere entablar una discusión; va y viene por la sala, a la espera de plantear diplomáticamente la pregunta que se ha repetido interiormente y que ha entorpecido su sueño durante las últimas cuarenta y ocho horas.
—¿Cómo ocurrió? —estalla finalmente.
—¿Qué? —La Bárbara traga un trozo de pastel, dejando caer algunas migajas—. Ah, papá. Fue el corazón. Estaba en el Ayuntamiento del condado vecino. Había ido a mirar unos viejos archivos, ya sabe.
—Sí, mencionó que lo haría.
—Bien, era un día bochornoso y la oficina estaba en el último piso. No había ascensor y había que subir a pie tres buenos pisos para llegar. Antes de que el bibliotecario le entregara el libro pedido, mientras papá esperaba junto al escritorio, se vino abajo —Barbie mastica y traga audiblemente, se frota el ojo izquierdo con un puño y luego coge otro sándwich de berro. Lágrimas de cocodrilo, piensa Vinnie—. De cualquier manera, cuando llegó la ambulancia y lo llevaron al hospital, había pasado a mejor vida.
—Comprendo —Vinnie emite un largo suspiro—. Fue un ataque cardíaco.
—Sí. Eso dijo el médico.
Lo que llaman causas naturales, piensa Vinnie. No un acto deliberado o casi deliberado; no por culpa de él; no por culpa de ella. Tal vez. Pero, de no haber sido por ella, Chuck no habría muerto en una oficina de archivos provinciana; en primer lugar, nunca habría ido allí. («Si no fuera por ti» vuelve a oír su voz, «jamás se me habría ocurrido buscar a mis antepasados.») ¿Pero qué importa que haya muerto a causa de ella o a pesar de ella? En cualquiera de ambos casos, está muerto. Nunca volverá a entrar en este salón, nunca se sentará donde ahora está sentada su estúpida hija sonriéndole estúpidamente.
Con gran dificultad, Vinnie recuerda sus buenos modales y vuelve a concentrarse en Barbie.
—Es horrible —dice—. Tiene que haber sido una terrible impresión para ti —frunce el ceño, reconociendo que su observación es tan tópica como las de La Bárbara.
—Sí, bueno... —Barbie mastica y traga—. Quiero decir, sí, lo fue, naturalmente, pero en cierto sentido estábamos preparados. Al fin y al cabo, le habían avisado.
—¿Avisado?
—Sí, claro. Había tenido un par de... ¿cómo se dice?, de episodios. El médico de Tulsa le dijo que tenía que tomarse las cosas con calma, que debía dejar el alcohol y el tabaco y evitar los esfuerzos. Y aun así, también había riesgos. Quiero decir que podría haberle ocurrido en cualquier momento. Supongo que nunca se lo mencionó —parpadea lentamente.
—No, no lo mencionó —dice Vinnie.
Su mente se puebla de imágenes de Chuck bebiendo y fumando, seguidas por otra en la que aparece ocupado en un esfuerzo muy específico.
—No tendría que haber subido esas escaleras del viejo Ayuntamiento —dice Barbie—. Pero así era papá, ya sabe. Cuando se le metía algo en la cabeza, tenía que hacerlo. Recuerdo que una vez, cuando éramos chicos, dije que quería tener una casa en un árbol —prosigue—. Papá se interesó y empezó a dibujar planos; el sábado siguiente se pasó el día trepado en nuestra inmensa catalpa del jardín, construyéndola. Gary y yo le ayudábamos, e hizo que Consuelo, que era nuestra cocinera, nos llevara sándwiches para no tener que interrumpir a la hora de almorzar. Al terminar, casi había oscurecido e hicimos un picnic allí arriba, tomamos... limonada... rosa... Disculpe —ganguea y se traga las lágrimas.
—No es nada —Vinnie le alcanza otra servilleta, pues parece haber perdido la que le había puesto.
—Gracias... es que... —se suena audiblemente la nariz con la servilleta de hilo con el dobladillo hecho a mano—. Ya estoy bien. No he llorado mucho. Sólo al principio, cuando mamá recibió el telegrama, y en el avión. Y después, con las incineraciones.
—¿Incineraciones? —repite Vinnie, desconcertada.
—Sí. Las cenizas, supongo que se dice. Mamá decidió que lo incineraran aquí. Como dijo, ya no se podía hacer nada por él. El profesor Gilson se ocupó de todo: fue maravilloso. No sabía que papá había muerto hasta que mamá le telefoneó; en ese mismo instante se puso en contacto con el hospital de Taunton, y él y sus estudiantes se hicieron cargo de todo. Me buscaron un lugar para alojarme y fueron a esperarme a la estación; estuvieron fabulosos, francamente. Evidentemente tenía muy buen concepto de papá. Yo soy tan estúpida que no sabía qué hacer, pero ellos me ayudaron con todo: a pagar las cuentas, a ordenar las cosas de papá, a decidir qué había que mandar a casa y qué cosas eran inútiles.
—Eso está bien —dice Vinnie, esforzándose por no imaginar todo el proceso.
—Se ocuparon de todo. Con excepción de las incineraciones. Eso fue extraño y horrible, ¿sabe? El profesor Gilson las había guardado para mí. Pensé que estarían en una gran urna de plata, muy pesada, o algo semejante, pero no era así —Barbie vuelve a tragarse las lágrimas y calla.
—¿No era así? —la apremia Vinnie.
—No. Estaban en, no sé... en una especie de caja de cartón encerada como las que dan en los supermercados con los helados. Dentro había una bolsa de plástico con una cosa arenosa color gris pálido. No podía creer que eso era todo lo que quedaba de papá, más o menos un kilo de una mezcla que parecía comida dietética en base a soja.
Barbie se seca las lágrimas y traga saliva.
—Yo no sabía qué hacer con eso —continúa—. No sabía si era legal llevar incineraciones en un avión. Quiero decir, ¿qué pasaría si inspeccionaban mis cosas en la aduana? Además, no me veía metiendo esa caja en la maleta con mi ropa —vuelve a lagrimear—. Disculpe. ¡Soy tan estúpida!
La constante afirmación que hace Barbie sobre su falta de inteligencia empieza a fastidiar a Vinnie. Deja de informarme acerca de lo estúpida que eres, le diría. Te has diplomado en la Universidad de Oklahoma, no puedes ser tan estúpida.
—No es nada —dice, en cambio—. Creo que has hecho las cosas muy bien dadas las circunstancias.
Casi contra su voluntad, hace una nueva clasificación de La Bárbara, catalogándola de campesina inocente, víctima más que cómplice de su visigoda madre corredora de fincas, que sin duda es responsable de la pobre opinión que tiene Barbie de su propia inteligencia.
—De todos modos, cuando llamé a casa, mamá me dijo que no me preocupara —retorna Barbie poco después—. Me dijo que lo que debía hacer era dispersar las cenizas en algún sitio. Entonces el profesor Gilson me llevó al campo, a un lugar que, según dijo, le habría gustado a papá. No era nada especial. Un campito en la falda de una colina, que en otros tiempos fue propiedad de los antepasados de papá. El lugar no estaba mal, era tranquilo. Y el profesor Gilson dijo qua abrigaba la esperanza de que nunca construirían allí; está demasiado apartado y el terreno es muy escarpado. Pasé por encima de los maderos, ésos que ponen para subir. ¿Cómo se llaman?
—¿Una empalizada? —sugiere Vinnie.
—Sí, eso es. Bueno, subí y trepé por el campito; descargué las cenizas entre las hierbas y las flores. Supongo que tenía que haberlas desparramado un poco más. Pero lloraba a moco tendido y no podía meter la mano en la bolsa. Fue muy penoso, ¿sabe?
—Sí, entiendo lo que quieres decir.
—Pobre papá —su hija suspira y se sirve el último sándwich de berro—. Mamá tenía razón. Era patético que anduviera por el campo buscando a sus antepasados.
—Yo no lo veo así —dice Vinnie, algo irritada—. ¿Por qué razón no debía interesarse tu padre en su genealogía? Mucha gente hace lo mismo.
—Seguro, ya lo sé. Pero en su mayoría tienen a alguien que vale la pena en su árbol genealógico. Como mamá: su familia es realmente distinguida. Es hija de la Revolución y descendiente de un montón de jueces y generales. El senador Hiram Fudd era su tío abuelo.
—¿Sí? —observa Vinnie.
En su mente aparece una catalpa con monos vestidos como jueces y generales y senadores, sentados en una casa del árbol y en las ramas más próximas.
—Supongo que papá pensó que, si remontaba lo suficiente, encontraría a alguien de quien sentirse orgulloso. El profesor Gilson me dijo que estuvo buscando meses enteros por todos los lados, pero que sólo encontró un puñado de trabajadores agrícolas y un herrero y a ese viejo ermitaño... Al menos creo que eso es lo que estaba haciendo en el campo, además de ayudar a veces al profesor Gilson. Mamá se preguntaba si no estaría liado con... bueno... con alguna mujer, ya sabe —Barbie parpadea y mira a Vinnie, más inquisitiva que suspicaz. Es evidente que para ella la profesora Miner no es «una mujer» y probablemente nunca lo ha sido—. Quiero decir, ¿le parece que habrá habido algo de eso?
—No tengo la menor idea —dice Vinnie con tono glacial, agradeciendo a los cielos la existencia del teléfono.
Gracias a este sistema de comunicaciones no habrán cartas incriminatorias de ella para que Barbie o su madre encuentren más adelante entre los efectos de Chuck. Tampoco ella tiene nada de Chuck, ni siquiera una nota, nada más que unas cuantas prendas de abrigo.
—Yo nunca lo creí. Papá no era de ésos. Era una persona muy leal, ¿sabe? —Barbie parpadea.
—Mmm —Vinnie desvía involuntariamente la mirada hacia el armario del vestíbulo, donde cree ver el abrigo de invierno de Chuck forrado en piel de carnero, que ahora brilla con fluorescencia culpable—. ¿Más té? —levanta la tetera, consciente de que ahora es lo único que puede ofrecerle: Barbie, a pesar de su congoja o quizá debido a ella, ha dado buena cuenta de todos los sándwiches de berros y del pastel de nuez.
La hija de Chuck menea la cabeza, agitando sus largos cabellos desteñidos por el sol.
—No, muchas gracias. Me parece que debo irme —se levanta torpemente—. Gracias por todo, profesora Miner —dice camino del vestíbulo—. Encantada de haberla conocido. Eh, casi me olvido de darle el cuadro de papá. Vaya si soy estúpida. Tome.
—Gracias —Vinnie pone la carpeta en la mesilla del vestíbulo y desata las deshilachadas cintas de algodón negro—. ¡Oh!
Jadea y contiene la respiración al levantar una hoja de papel de seda doblada, dejando al descubierto un amplio grabado del siglo dieciocho, coloreado a mano, en el que aparece un escenario boscoso con una gruta y una cascada. Una figura cubierta de harapos y fragmentos de cuero y piel está de pie delante de la gruta, apoyada en un cayado.
—Tu padre me habló de este cuadro. Se trata de su antepasado, el Ermitaño de South Leigh; lo llamaba «el Viejo Mumpson».
—Sí, eso dijo el profesor Gilson.
—Y tú no lo quieres —dice Vinnie en lugar de preguntarlo, con la esperanza de que la respuesta sea negativa.
—No sé —Barbie parece más voluminosa y desvalida que antes—. Creo que no.
—Tal vez lo quiera tu hermano —dice Vinnie, notando al mismo tiempo que el Viejo Mumpson, a pesar de su título honorable, no se ve más viejo que Chuck y se le parece bastante (si Chuck se hubiera dejado crecer una barba desgreñada), y también sintiendo que su profundo deseo de guardar el cuadro la asusta.
—No, ni soñando —Barbie casi retrocede—. ¿Greg? Me parece que usted bromea. Ese viejo parece una especie de hippie; Greg no lo tendría en su casa ni loco. De todas maneras, papá le dijo al profesor Gilson que, si le ocurría algo, debía entregárselo a usted —sonríe desmañadamente—. Pero si quiere puede tirarlo.
—De ninguna manera —dice Vinnie y aferra la carpeta, como si alguien quisiera arrebatársela—. Me gusta muchísimo —pasea la mirada del grabado a Barbie, que está parada y sin decir nada—. Seguramente lo pasaste mal estos últimos días —dice Vinnie, dándose cuenta por primera vez de la situación de Barbie—. Es una pena que ni tu madre ni tu hermano hayan podido acompañarte a Inglaterra —ni haber venido en tu lugar, agrega para sus adentros.
Porque sin duda, cualquiera de ellos habría manejado mejor las cosas, sin imponérselas al profesor Gilson. Pero tal vez de eso se trataba: habían enviado a Barbie porque era una inútil.
—Mamá habría venido, pero estaba cerrando una venta muy importante, un trato sobre un condominio, en el que trabajaba hacía meses. Y Greg está siempre muy ocupado. Además, su mujer espera un bebé para el mes que viene.
—Entonces te enviaron a ti —Vinnie logra ocultar casi toda su desaprobación.
—Sí, bueno, alguien tenía que venir —Barbie parpadea—. Yo no tengo familia ni mucho trabajo, por lo que estaba disponible, libre.
—Entiendo.
Vinnie imagina las estanterías del supermercado del Camden Town con el cartel que dice «Esté disponible, sea más libre»: platos y servilletas de papel, vasos y cucharas de plástico, moldes de aluminio para pasteles y otros artículos hechos para usar en ocasiones poco importantes y luego tirarse a la basura. La atenaza un profundo disgusto por los parientes vivos de Barbie.
—Bien, ahora volverás a casa.
—Sí. Bueno, no. Tengo que quedarme un par de días en Londres. Mamá decidió que sería mejor inscribirme en una excursión de diez días. Así el charter cuesta menos. Tengo hotel gratis y todo lo demás.
—Supongo que no será un hotel muy bueno.
—No, no es nada bonito. Se llama Majestic, pero es una birria. ¿Cómo lo sabía?
—Porque siempre son así. ¿Y qué piensas hacer en Londres?
—No sé. No lo he pensado. Supongo que iré a visitar algunas atracciones turísticas. Nunca había estado en Inglaterra.
—Claro.
A Vinnie se le ocurre que tendría que hacer algo por Barbie, que eso es lo que habría querido Chuck. Intenta recordar las cosas que Chuck le dijo sobre su hija, pero sólo se acuerda de que a Barbie le gustan los animales. Podría llevarla al zoo, por supuesto, pero la idea de repetir la visita al sitio donde hace apenas unas semanas se sintió tan feliz observando al oso polar que se parecía a él, la perturba y la deprime tanto que ni siquiera se decide a mencionarlo.
—Bien, adiós, entonces —dice Barbie torpemente—. Ah, gracias —acepta el paraguas que Vinnie ha cerrado pues ya no llueve—. Gracias por todo, profesora Miner. Que lo pase bien.
No, piensa Vinnie mientras cierra la puerta. Es lamentable lo que habría querido Chuck. Ella no puede hacer nada por alguien que, en una ocasión como ésta, es capaz de decir «que lo pase bien». ¿Y acaso hacer cosas por otros no es la causa de la mayoría de los engorros, de los trastornos y pesares de su vida? Sí, pero también es causa de la mayoría de las sorpresas y de las alegrías e incluso de los placeres, finalmente. Por ejemplo, ¿lamenta de verdad haberle prestado aquel libro a Chuck Mumpson en el avión?
Automáticamente empieza a quitar la mesa, pensando en Chuck, que antes ya de conocerla estaba enfermo y sabía que lo estaba. Por eso le dijo al profesor Gilson que quería que ella tuviese el cuadro del Viejo Mumpson «si algo le ocurría». Sabía que algo podía ocurrirle; vivió todos esos meses condenado a muerte, sin tomar ninguna de las precauciones que podrían haberle conmutado la sentencia. No tenía mucha fe en los médicos; se lo había dicho más de una vez, el muy estúpido, el patoso. Vinnie tiene que dejar el plato que está aclarando para recuperar el aliento. Se emociona por Chuck, que vivió todo el tiempo al borde de un precipicio, a sabiendas, y se emociona de furia con él por haberse acercado tanto al borde deliberadamente, por no cuidarse razonablemente.
Y por no cuidarla razonablemente a ella, piensa de pronto. Porque muy bien podría haber muerto allí mismo, en su piso, dejando caer un vaso de whisky de una manaza pecosa y un cigarrillo encendido de la otra, mientras se desplomaba pesada y fatalmente en la alfombra.
O peor. Vinnie mira por la ventana, dejando que el agua salpique por el borde de la pila, sin prestarle atención. Recuerda vívidamente lo roja que se ponía la cara de Chuck, de pasión, pensaba ella; cuánto jadeaba en el clímax, de placer, pensaba ella. ¿Por qué corría él semejante riesgo? ¿Cómo pudo hacerle eso a ella? Tal vez por eso nunca le contó que estaba enfermo, temeroso —quizás acertadamente— de que, si ella lo supiera, no le permitiría... Todas las veces que...
Desdichada, furiosa, incluso asustada —aunque el peligro ha pasado, por supuesto—, sin saber exactamente lo que hacer, Vinnie cierra el grifo y sin soltar el colador que estaba lavando retrocede hasta el dormitorio. Contempla con tristeza la cama matrimonial, ahora cubierta con su edredón de flores marrones y blancas perfectamente liso y antes con tanta frecuencia agitado en un remolino de sábanas. La última vez que Chuck estuvo aquí, recuerda de pronto, apenas fumó. Estaba tratando de abandonar el vicio, le había dicho. Y prácticamente no había bebido: apenas una copa de soda con un poco de vino blanco. Debía de haber decidido vivir, seguramente deseaba vivir.
Pero si Chuck quería realmente vivir, ¿por qué le seguía haciendo el amor con tanta pasión? ¿No era una estupidez?
No, piensa Vinnie. No era ninguna estupidez en los términos de Chuck, porque ese era uno de los motivos por los que quería vivir. Me amaba, piensa. Fue verdad en todo momento. Qué chiste malo, a los cincuenta y cuatro años haber sido amada por alguien como Chuck que, al margen de todos sus fallos, está muerto y su cuerpo disperso en la falda de una colina, en algún rincón de Wiltshire. Si le hubiera creído, si hubiera sabido, si le hubiera dicho...
Una oleada de confusos sentimientos y recuerdos se revuelven en su interior; con el colador húmedo en la mano cae sobre la cama, llorando a lágrima viva.
—¿Rosemary? Ahora está realmente bien —dice Edwin Francis mientras sirve a Vinnie más ensalada de gambas.
Ha transcurrido una semana y el día es caluroso. Almuerzan en el pequeño patio del primoroso jardín de Edwin en su piso de Kensington.
—¿Sí? —dice Vinnie.
—La vi hace dos días, justo antes de que se marchara a Irlanda, y estaba en plena forma. Pero no tengo por qué ocultarte que se ha librado por los pelos.
—¿Sí? —dice ahora con otra entonación.
—Esto debe quedar entre nosotros —sirve más Blanc de Blanc en las dos copas y mira intensamente a Vinnie—. Ni siquiera a ti te diría nada si no fuera porque quiero que comprendas la situación y veas lo importante que es nuestra discreción.
—Sí, naturalmente —dice Vinnie, algo impaciente.
—Ha habido... hubo, mmm... otros episodios en el pasado. Ninguno como éste, pero a menudo Rosemary se pone... algo extraña cuando no trabaja ininterrumpidamente.
—¿Sí?
—No es ningún juego de niños, ya sabes, tener que ser siempre una dama. O un caballero, si a eso vamos. A cualquiera, al mejor de nosotros... y estoy convencido de que en cierto sentido Rosemary es una de los mejores, podría dejarlo postrado.
—Sí —coincide Vinnie—. Debió de ser bastante difícil para ti —sugiere, pues Edwin guarda silencio.
—Al principio. Luego... Bien, con la colaboración de un médico de gran talento... de hecho, Rosemary lo había consultado con anterioridad. El hombre fue muy servicial. Afortunadamente ella padece amnesia con respecto a los peores momentos.
—¿Sí?
—Sí. A veces ocurre con la bebida, ya sabes. Rosemary no recuerda que Fred estuviera en su casa, por ejemplo.
—Supongo que eso es bueno.
—Opino lo mismo. Una verdadera suerte, ha dicho el médico. Pero no debes decir una palabra de esto a nadie. Seriamente. Prométemelo..
—Por supuesto, lo prometo —dice Vinnie.
El secreto que guardan los ingleses hacia la psicoterapia es algo que, a pesar de su anglofilia, nunca ha entendido del todo. La excentricidad, incluso la especie de excentricidad que en los Estados Unidos se denominaría «enfermiza», aquí es admirada. Los hombres que se visten de caciques indios y dan conferencias, las mujeres que mantienen cincuenta gatos siameses en regio esplendor, se mencionan con admiración en los periódicos. Pero la neurosis común y corriente es negada y ocultada. Si consultas a un psicólogo, debes ocultárselo a todos durante el tratamiento y olvidarlo lo antes posible después.
Si Rosemary fuese una actriz norteamericana, piensa Vinnie, ya estaría en terapia y se referiría con absoluta naturalidad a «mi analista» cada vez que tuviera la oportunidad. Concedería entrevistas para hablar sobre sus problemas con la bebida. Y su personalidad escindida —si en verdad se trata de un desdoblamiento y no de una representación— se discutiría en programas de actualidades y en las revistas «People».
—Tampoco debes decirle nada a Fred. Déjale pensar que todo fue puro teatro. A propósito, ¿qué sabes de él?
—Recibí una carta... una nota, mejor dicho. Quería informarme que el y su mujer han reconstruido su matrimonio, según sus propias palabras.
—Vaya —Edwin se levanta y empieza a despejar la mesa—. ¿Y eso es bueno?
—¿Quién puede saberlo? Fred parece opinar que sí.
Vinnie suspira; experimenta una profunda desconfianza por la vida matrimonial que, de acuerdo con sus observaciones, sufre la tendencia casi irresistible a convertir a amigos y amantes en parientes, cuando no en enemigos.
—Es una suerte que no pudiera ponerse en contacto con Posy —dice Edwin poco después, al regresar de la cocina del sótano con una bandeja llena de fruta y otra de almendrados—. Ella se las habría arreglado estupendamente, por supuesto, pero no es tan discreta como debiera... Sírvete tú misma, por favor. Te recomiendo especialmente los albaricoques. Yo siempre tuve mis sospechas sobre Mrs. Harris, ya sabes — prosigue—. Me parecía demasiado buena para ser cierta.
—Sí, a veces he pensado que Rosemary embellecía la historia —aporta Vinnie—. O quieres decir... ¿piensas que nunca existió Mrs. Harris?
—Lo pienso con frecuencia. Pero no es fácil imaginar a Rosemary haciendo los trabajos domésticos. Supongo que siguió contratando a esa gente por horas... sólo que más a menudo, quizá, para que Fred dejara de quejarse del desorden y la suciedad.
—Pero Fred vio a Mrs. Harris, al menos una vez. El mismo lo dijo.
—Sí, bien... Como sabes, a Rosemary siempre le molestó que la encasillaran. Está convencida de que podría hacer muy bien personajes de la clase trabajadora, por ejemplo, pero nadie le dará nunca esa oportunidad.
—Sin embargo estaba fregando el suelo del vestíbulo, dijo Fred. No puedo creer...
—Debes recordar su gran profesionalidad. Sabe meterse en la piel de sus personajes. A veces se deja arrebatar por ellos. Cuando rueda El castillo de Tallyho, pongamos por caso, adopta el estilo terriblemente gracioso de señora del feudo. También la imagino fregando el suelo sólo para cogerle el tranquillo al personaje.
—Ss... sí.
Vinnie sabe que Edwin trata, hábilmente, de racionalizar y paliar lo que de lo contrario parecería una conducta sumamente neurótica o incluso psicópata.
—Pero creo que en algún momento debió de existir alguien como Mrs. Harris —insiste—. Aunque ése no fuera su verdadero nombre. Hablé con la que pensaba que era Mrs. Harris por teléfono, como mínimo dos veces. Tendría que ser una actriz muy bien dotada...
—Oh, lo es —concuerda Edwin sin dejar de pelar atentamente un melocotón maduro con uno de sus cuchillos para fruta estilo Victoriano, con mango de marfil—. Es capaz de imitar a cualquiera. Tendrías que oírla remedar a tu amigo el vaquero, Chuck No-sé-qué. A propósito, ¿cómo está tu amigo No-sé-qué? —añade, cambiando de tema con su acostumbrada destreza—. ¿Sigue excavando en Wiltshire a la búsqueda de sus antepasados?
—Sí... no —responde Vinnie, incómoda.
Aunque hace casi dos horas que está con Edwin y anteriormente habló con él por teléfono, no se ha atrevido a mencionar a Chuck. Sabe que le resultaría casi imposible contarle lo ocurrido sin quebrarse, como se ha quebrado intermitentemente durante los últimos días. Pero se lanza, empezando por la llamada telefónica de Barbie.
—O sea que la mujer y el hijo no pudieron venir a Inglaterra —observa Edwin.
—No. Claro que sólo por convención, cuando alguien muere, sus familiares deben darse prisa en llegar al lugar del hecho. Y en realidad no les hace ningún bien.
—Supongo que no. No obstante, sirve para formarse cierta opinión de la familia de Chuck.
—Así es —Vinnie prosigue el relato.
Varias veces oye un temblor revelador en su voz, pero Edwin no parece notar nada.
—Es decir que un recóndito lugar del campo inglés será eternamente Tulsa —concluye, sonriente.
—Sí —Vinnie ahoga el grito que pugna por salir de su garganta.
—Pobre Chuck. Es más bien horroroso irse así, sin preparación, súbitamente y lejos de casa.
—No sé —Vinnie baja la cabeza y finge escupir una pepita de uva para ocultar su rostro—. Alguna gente lo preferiría. De ese modo no se crea ningún alboroto. Sospecho que a mí misma me gustaría que las cosas ocurrieran así.
Se imagina muerta, con sus cenizas dispersas como las de Chuck en la falda de una colina que nunca ha visto y nunca verá. La embarga el deseo de conocer el lugar, de visitar la gruta donde vivió el Viejo Mumpson, la casita donde durmieron Chuck y sus antepasados; de hablar con el profesor Gilson y sus estudiantes acerca de Chuck. Y podría hacerlo... Nada se lo impide excepto un sentido del ridículo ante la desesperanza de semejante incursión.
—A mí no —Edwin se sirve el último almendrado, aunque ha comido ya más de los que le tocaban—. Cuando yo muera quiero estar en mi propia cama, con entrevistas lisonjeras para los periódicos y lacrimosas despedidas de todos mis amigos y admiradores. Quiero estar preparado, no que me sobrevenga inesperadamente.
—Chuck tendría que haber estado preparado —dice Vinnie—. El médico le dijo que no bebiera ni fumara, que se cuidara, según afirmó su hija, pero él no le prestó atención. ¡Subir tres pisos de escalera con semejante calor! Cada vez que lo pienso me pongo furiosa. Y probablemente fumó un cigarrillo y bebió algo en un pub antes de subir. Muy estúpido por su parte —comprendiendo que ha hablado con más sentimiento del conveniente, Vinnie suelta una hipócrita carcajada.
—Pobre Chuck —repite Edwin—. Era todo un personaje, ¿verdad? ¿Recuerdas...?
Sí, piensa Vinnie mientras Edwin relata una anécdota; para sus amigos londinenses Chuck Mumpson era un personaje, un tipo cómico, no una persona real. Y ella, que lo había conocido mejor y tendría que haber sabido cómo eran las cosas, había diferido su visita a Wiltshire no sólo porque la asustaba entregarse a un hombre, sino porque no quería que la asociaran —ni asociarse— con él. Era lo mismo que si, en su ciega anglofilia, hubiese adoptado la presunta debilidad típicamente inglesa de la timidez y el snobismo; rasgos que, en realidad, no son particularmente característicos de los ingleses que mejor conoce.
—Sin embargo —concluye Edwin—, más bien me gustaba. ¿Y a ti?
—No —Vinnie se siente extremadamente sorprendida al oírse—. A mí más bien no me gustaba Chuck, si quieres que te diga la verdad. Lo amaba.
—¿Sí? —Edwin aparta su silla de la mesa y de paso se aleja de la fuerza de la declaración de Vinnie, y probablemente de su contenido.
Es verdad, piensa Vinnie. Chuck la había amado y ella —se dice a sí misma con sorpresa y dificultad— lo amaba.
—Sí —ve la mirada fija de Edwin, su insultante esbozo de sonrisa.
—Muchas veces lo pensamos —dice por último—. Pero nunca creí realmente que tú... —recuerda sus buenos modales y se interrumpe—. Entiendo —dice en otro tono, consolador y comprensivo—. Estas cosas ocurren. Como sé muy bien, puedes amar a alguien a quien no admiras... incluso amarlo apasionadamente. Por supuesto, no es muy agradable para ninguno de los dos.
Una mirada empañada y fija diluye sus finas facciones; mira más allá de Vinnie y del primoroso patio con su grava blanca y sus rosales bien recortados, hacia el aspecto de su vida del que Vinnie siempre ha preferido no saber nada.
—Pero yo admiraba a Chuck —afirma Vinnie, comprendiendo la verdad que encierran sus palabras mientras las pronuncia.
—¿Sí? Bien, sin duda era admirable a su manera. Un noble por naturaleza.
—Yo... —empieza a decir Vinnie, pero calla.
La frase condescendiente la enfurece, pero no confía en que pueda hablar sin gritar o llorar. Y después de todo, ¿qué derecho tiene a gritarle a Edwin por pensar lo que ella ha pensado durante meses?
—Bien —dice Edwin, escanciando el vino que queda en los dos copones—, no debemos juzgar a todos por nuestro tonto rasero. Supongo que eso es algo que tendríamos que aprender desde que somos niños de pecho.
—Supongo que sí —dice Vinnie, pensando que ella no lo aprendió entonces y que, si lo hubiera aprendido, toda su vida habría sido distinta—. A propósito, ¿cómo está tu madre? —agrega, con la esperanza de distraer a Edwin.
—Oh, muy bien, gracias. Está mucho mejor de la artritis... una consecuencia favorable de este insoportable calor.
—Me alegro —para Vinnie el día sólo es agradablemente cálido, pero está acostumbrada a la intolerancia británica de temperaturas superiores a los veinticuatro grados.
—Si sigue bien, pienso ofrecer un pequeño refrigerio la semana que viene, y espero contar contigo.
—No estoy segura de poder venir —dice Vinnie—. Quizá vaya al campo este fin de semana y, en tal caso, no estaré de vuelta hasta el mes que viene.
—Oh, querida. ¿Realmente?
—Eso creo —dice Vinnie, tan sorprendida como Edwin de su propia declaración.
—¿Y cuándo te marchas a los Estados Unidos?
—El veinte, creo.
—Oh, Vinnie. No puedes hacerme eso. No seas mala.
—No se trata de eso. Tengo que prepararme para el primer trimestre de otoño.
—Vamos, Vinnie. Para eso falta una eternidad.
—No en los Estados Unidos.
Vinnie suspira, pensando en el calendario de su universidad, recientemente corregido para ahorrar combustible. Ahora las clases empiezan antes de la primera semana de septiembre y desde alrededor del veinte de agosto alumnos conocidos y desconocidos, de los que será tutora, empezarán a aparecer en su despacho.
—Además, acabas de llegar.
—Tonto —sonríe—, estoy en Londres desde febrero.
—Bien, de acuerdo. Sea como fuere, te pienso anclada siempre aquí. ¿Por qué no te decides?
—Si pudiera lo haría —Vinnie vuelve a suspirar, sabedora de que no puede permitirse el lujo de abandonar su trabajo e instalarse en Londres.
—No importa. Por ahora te aprovecharé al máximo. Tomemos café. Además, tengo una desvergonzada crema de fresas; espero que la toleres.
Una hora más tarde, Vinnie va camino de Regent’s Park Road en un taxi con la sensación de que ha comido demasiado. Normalmente habría cogido un metro y luego otro, pero la dominó un impulso estrafalario y manirroto. Si va a Wiltshire —y sabe que probablemente irá, por ridículo que parezca—, estará muy poco tiempo más en Londres. ¿Por qué desperdiciarlo bajo tierra? Sobre todo en una tarde como ésta, en que todo desborda luz y tibieza: los árboles, los escaparates, la gente que camina por la calle. ¿Por qué razón Londres se ve tan maravillosamente bien hoy? ¿Y por qué siente por primera vez no sólo que la percibe, sino que ella misma forma parte de la ciudad? Algo ha cambiado, piensa. No es la misma persona que era: amó y ha sido amada.
El taxi vira hacia el parque y Vinnie contempla por la ventanilla abierta el césped tierno, las niñeras con los cochecillos, los niños que brincan y los perros, los paseantes, los que practican jogging, las parejas sentadas en la hierba: personas afortunadas que viven en Londres, que seguirán aquí cuando ella esté sola, exiliada en Corinth. Hasta Chuck, a su manera, estará aquí eternamente. El frío y nauseabundo dolor de pérdidas pretéritas y venideras estruja su corazón y se estremece a pesar del calor.
Cuando giran al Este por Bayswater Road se apoya en el respaldo del asiento; ahora se siente chamuscada, cansada, deprimida. Vuelve a pensar en lo desconsiderado y erróneo que fue por parte de la Muerte venir a buscar a Chuck precisamente cuando empezaba a sentir deseos de vivir. Después piensa en lo desconsiderada y equivocada que estuvo al no acceder a visitarle en Wiltshire aquel último fin de semana. En tal caso Chuck no habría ido a Taunton ni subido las escaleras que llevan al Ayuntamiento.
Y aunque hubiese ido tiempo después, no habría hecho tanto calor, o ella le habría acompañado, obligándole a subir más lentamente (podría haber salvado la dignidad de Chuck fingiendo que era ella quien necesitaba descansar en cada rellano para cobrar aliento). Ahora estaría vivo.
Si le hubiese confiado que estaba enfermo —si ella hubiera ido con él, ocupándose de que no bebiera demasiado, estimulándolo a no fumar, a consultar regularmente a un médico— habría vivido muchos años y ella podría haber vivido con él aquí, en Inglaterra. Habría renunciado a su trabajo y tenido todo el tiempo del mundo para investigar y escribir («El dinero no es ningún problema.») Habría conservado el piso para contar con un alojamiento en la ciudad, además de la vieja casa de campo que Chuck había hablado de comprar, con jardín, frambuesos y groselleros, un lecho de espárragos...
¿Por qué sigue con esa estúpida fantasía? No es lo que desea, pues sabe que nunca habría funcionado, aunque Chuck estuviera vivo. No está en su naturaleza ni en su destino ser amada, convivir; su sino es el de permanecer soltera, sin amor, sola...
Bien, no del todo sola. Desde un rincón del taxi oye un resuello y un gemido inaudibles para cualquiera salvo para Vinnie Miner. Lo reconoce de inmediato: Fido ha regresado de Wiltshire. Lentamente se vuelve visible en su interior: considerablemente más pequeño que antes, apenas del tamaño de un terrier galés; polvoriento, sucio por el viaje, no del todo seguro de ser bien acogido.
—Vete —dice Vinnie calladamente—. Estoy perfectamente bien. No siento lástima por mí. Soy una conocida erudita, tengo montones de amigos a ambos lados del Atlántico, acabo de pasar cinco meses interesantísimos en Londres y he puesto final a un importante libro sobre rimas infantiles —pero incluso a ella la lista le parece dolorosamente incompleta.
El taxi frena delante de la casa de Vinnie; se apea, seguida a cierta distancia por un pequeño perro invisible, y paga al taxista. Cuando se vuelve para entrar, ve a Fido junto a la pared, pálido y eclipsado por el sol estival, que la mira con ansiosa devoción mientras menea su aterciopelado rabo blanco.
—Bien, de acuerdo —le dice—. Pasa.