Capítulo 2

Todos los seres humanos tienen derecho a gozar de la vida.

 

John Gay, La ópera del mendigo

 

E

n la estación de metro de Notting Hill Gate, un apuesto norteamericano alto y moreno espera el tren subterráneo en dirección al Este. Inquieto, pasa el peso del cuerpo de un pie a otro mirando a través de las sucias vías oscuras los anuncios de brillantes colores de productos que nunca comprará: bombones Black Magic y cigarrillos Craven. Experto en hilar fino en la lectura de textos (es profesor adjunto de literatura inglesa), se pregunta cómo pueden convencer al público británico de que compre dulces que sugieren un maleficio y tabaco con sello de cobardía. [1] Tal vez subyace un significado más oscuro en los brillantes acontecimientos sociales y sexuales que ilustran los carteles. La rubia de boca escarlata que ofrece la caja de bombones, ¿estará pensando en envenenar o embrujar a sus invitados? El joven y la mujer sonrientes que respiran humo, ¿se temerán mutuamente? Con su talante en aquel momento, a Fred Turner ambas escenas le parecen vacías y falsas como la ciudad encima de él, casi siniestras.

Aunque lleva tres semanas en Londres, ésta es la primera vez que Fred coge el metro. Normalmente va andando a todas partes, sin tener en cuenta la distancia o el clima, a imitación del escritor del siglo XVIII John Gay, sobre el cual se supone que está escribiendo un libro. En un largo poema suyo, «Trivia o el arte de andar por las calles de Londres», Gay menosprecia el transporte mecanizado:

 

¿Qué viandante fijará su mezquina ambición

en el falso lustre de un carruaje tirado por seis caballos?

A mí dejadme el dulce contento de andar

envuelto en mi honra y en un buen capote.

 

 

En la vana búsqueda del dulce contento, Fred ha recorrido a pie medio Londres. Si no llueve a cántaros, también corre tres kilómetros todas las mañanas, en Kensington Gardens, junto a chorreantes bancos vacíos y nudosos árboles desnudos, bajo un cielo oscuro o aborregado. Mientras sus pulmones se llenan de aire frío y húmedo y se disipa el ligero vapor de su aliento, se pregunta qué cuernos está haciendo solo en esa ciudad helada y desagradable. Esa noche cae una cellisca glacial, y esperan a Fred a cenar en Hampstead; ni siquiera Gay, decidió Fred, habría ido tan lejos a pie con semejante tiempo.

La mayoría de los que esperan en el andén no contemplan los anuncios, sino —más o menos furtivamente— a Fred Turner. Se preguntan si no lo han visto antes, tal vez en una película o en la tele. Una empleada en minifalda cree que es idéntico al protagonista que aparece en la tapa de El secreto de Rosewyn, una de sus novelas góticas favoritas. Una maestra, desplomada en un banco junto a su abultada bolsa de cuerdas, cree haberlo visto el verano anterior en Stratford, haciendo un importante papel secundario en Se ha perdido el amor al trabajo. El jefe de una tienda de ropa para caballeros nota, con mirada profesional, el corte de traje que lleva Fred, evidentemente confeccionada al otro lado del Atlántico, y piensa que lo ha visto en la serie policíaca norteamericana que siempre ven sus hijos. Ninguno de los que esperan con Fred lo relaciona con una comedia o con un programa de pasatiempos: algo en el rígido encaje de sus anchos hombros, en el ángulo de su mandíbula, en la forma en que se unen los oscuros arcos de sus cejas excluye estas formas de asociación.

A Fred no le molesta la atención que le prodigan. Está acostumbrado a ella, la considera normal, no se da cuenta de que a muy pocos seres humanos se los contempla tan a menudo o con tal intensidad. Desde que era un bebé su aspecto despertaba admiración y con frecuencia comentarios. Pronto fue evidente que había heredado la belleza morena y exuberantemente romántica de su madre: el oscuro pelo espeso y ondulado, los ojos pardos muy separados y bordeados de tupidas pestañas («un desperdicio tratándose de un varón», observaban muchos). En todo caso, Fred es consciente de que aquí lo miran menos que en su tierra, pues a los educados británicos les enseñan de niños que es una grosería mirar a la gente, y han aprendido a encubrir su curiosidad. También les explican que no deben hablar con desconocidos y todavía ningún ciudadano británico ha quebrantado esas reglas con Fred —aunque la semana anterior dos canadienses lo detuvieron en la calle para preguntarle si no era el tipo que combatía con la gigantesca col extraterrestre, que también era caníbal, en Esa cosa del más allá.

Por supuesto, Fred Turner sabe que es guapo y de aspecto deportivo, de los que los directores contratan para luchar contra vegetales carnívoros. Sería ir demasiado lejos decir que nunca ha extraído ninguna satisfacción de este hecho, pero a menudo ha lamentado no ser menos llamativo. Tiene la fisonomía y el físico de un héroe eduardiano: de escultura clásica y bien acabado, como los dibujos masculinos de Charles Dana Gibson. De haber vivido antes de la segunda guerra mundial, habría agradecido más su figura, pero desde entonces no ha estado de moda que los anglosajones posean ese estilo, de no ser homosexuales. Para el gusto moderno, su mentón es demasiado redondeado y hundido, su porte demasiado erguido, su pelo demasiado ondulado, sus pestañas excesivamente largas.

Si Fred fuese actor, su físico podría ser una ventaja. Pero no tiene la menor capacidad, ni ambición histriónica; en su profesión, la belleza es una considerable desventaja, como le han dado a entender durante los últimos cinco años. En la escuela no tuvo problemas. Está permitido que lo chicos sean guapos siempre que éste no sea su único don, y Fred era un triunfador de la cabeza a los pies: dinámico, sociable, competente en las clases y en los juegos, el tipo de alumno por el que cualquier maestro siente preferencia. Después, se convirtió en el tipo de preuniversitario al que suelen elegir presidente del curso y en el tipo de universitario del que en las cartas de recomendación, se dice: «Dicho sea de paso, también es un joven muy atractivo».

Las verdaderas desventajas del aspecto de Fred, no asomaron a la superficie hasta que empezó a dedicarse a la enseñanza. Como sabe cualquiera que haya ido al colegio superior, la mayoría de los profesores no son especialmente fuertes o hermosos; aunque pueden apreciar o al menos perdonar esas cualidades en sus alumnos, no les interesan demasiado en sus pares. Si Fred hubiese estado en Artes Escénicas o en Pintura y Diseño, no habría destacado tanto entre sus colegas, ni habría tenido tantas dificultades con ellos. En Literatura Inglesa, su aspecto era contraproducente: se sospechaba, injustamente, que era vanidoso, egocéntrico, poco intelectual y nada serio.

La belleza de Fred también estorbaba su labor docente. En el primer trimestre como adjunto, al menos la tercera parte de sus estudiantes del sexo femenino, además de uno o dos del masculino, se enamoraron de él. Cuando llamaba a uno de ellos, éste se mareaba, jadeaba y no era capaz de concentrarse en el tema. Lo rodeaban después de las clases, lo seguían a su despacho, se inclinaban sobre su escritorio con suéteres ceñidos o camisas abiertas casi hasta la cintura, le apretaban el brazo en muda súplica y, en algunos casos, le declaraban abiertamente su pasión por escrito o personalmente («pienso en ti todo el tiempo, me enloqueces»). Pero Fred no tenía al menor deseo de acostarse con diez delirantes estudiantes de primer año, ni siquiera con una muy bien seleccionada y equilibrada. No le atraían las carnes tiernas ni las mentes informes; aunque en un par de ocasiones sintió la tentación, poseía un firme sentido de la ética profesional. También sospechaba, acertadamente, que, si caía y lo descubrían, tendría que enfrentarse a graves problemas en su carrera.

Durante el primer año de enseñanza, Fred aprendió a poner más distancia entre él y sus alumnos; por un lado, aunque con irritación y pesar, dejó de pedirles que lo tutearan. A medida que pasaba el tiempo, la presión emocional y sexual se moderó —en especial después de que conoció a una mujer cuyo aspecto y temperamento lo mantuvieron plenamente ocupado. Pero aún se siente incómodo en el aula. Le molesta ser «el profesor Turner», tener que mantener en todo momento una fría distancia, modales secos, renunciar a la esperanza de alcanzar el clima pedagógico cálido y relajado, aunque no del todo saturado, que disfrutan su colegas menos atractivos. El tiempo resolverá su problema, pero probablemente tardará un cuarto de siglo, lo cual, desde la perspectiva de los veintiocho años, significa una eternidad. Entretanto, tiene que soportar la convicción de los estudiantes de que es frío y formal; convicción difundida todos los otoños en la revista estudiantil «Guía confidencial de los cursos».

En ese momento, las dificultades universitarias están lejos de la mente de Fred, que se encuentra fija, como lo ha estado intermitentemente durante los doce últimos meses, en el colapso de su matrimonio. Con anterioridad tenía la certeza de que su esposa, Ruth —a la que llamaba Roo—, iría con él a Inglaterra. Se habían preparado juntos para el viaje, habían leído libros, estudiado mapas, consultado a todos los amigos —Roo estaba incluso más exaltada que él con los planes.

Pero se había desatado una tormenta hogareña: truenos, rayos y relámpagos, además de un torrencial chaparrón de lágrimas. Justo antes de Navidad, Fred y Roo se despidieron en una atmósfera brumosa y cargada de electricidad, para lo que, según anunciaron a sus amigos y parientes, era una «separación a prueba». Íntimamente Fred sospecha que la prueba ha tocado a su fin, que el veredicto es «culpable» y que su matrimonio ha sido «condenado a muerte».

No es bueno pensar en eso ahora, reparar los malos recuerdos de un mal momento. Roo no está aquí y nunca lo estará. No ha respondido a ninguna de sus cartas cuidadosamente redactadas y de neutra amabilidad; probablemente no las responderá. Fred está solo por cinco meses en un Londres carente de alegría y significado, donde una fría llovizna parece caer perpetuamente tanto en su interior como fuera de él. Se siente más establemente desdichado que en toda su vida.

Ha ido preparado, incluso sin Roo, para tener una intensa y vivida experiencia de la ciudad de John Gay —y de Johnson, Fielding, Hogarth y muchos más. Sumisa y maquinalmente, ha ido solo y a pie a los lugares que tenían pensado visitar juntos: St. Paul’s, el puente de Londres, la casa del Dr. Johnson y el resto. Pero todo lo que vio le pareció falso y vacío: fachadas de cartón piedra, huecas, sin sentido. Físicamente está en Londres, pero emocionalmente permanecen en Corinth, en una etapa de su vida que ya no existe. Está viviendo en el pasado histórico, tal como tenía la intención y abrigaba la esperanza de hacer, pero no en el Londres del siglo dieciocho. Reside en cambio en una era más reciente, privada y lúgubre de su propia historia.

Pero Fred no cree que haya dejado de existir un Londres real y deseable. Esa ciudad existe: la habitó durante seis meses siendo un chico de diez años; la semana anterior volvió a visitarla. Aunque algunos de sus hitos han desaparecido, los que permanecen emanan significado y presencia, como si fueran benignamente radiactivos. La casa en que vivió su familia ya no está; el enmarañado baldío, arrasado por las bombas y hundido como una catacumba, donde él y sus compañeros de la escuela primaria jugaban a nazis y aliados o a polis y ladrones, ahora está ocupado por una serie de viviendas de protección oficial. Pero allí está la confitería de la esquina, poblada de olor a anís, a pastillas de canela y a tabletas de chocolate con leche; allí están los peldaños de piedra bajos e irregularmente gastados, en el callejón vecino a la iglesia donde Freddy (como lo conocían entonces) solía detenerse al volver a casa para comer lazos de regaliz que sacaba de una bolsa de papel y para leer el tebeo «Beano», incapaz de postergar ninguno de los dos placeres.

Enfrente, está el consultorio al que su padre llevó a Freddy cuando se cayó de la bici y donde una anciana médica de pelo cano cortísimo dio tres hormigueantes puntos de sutura en su mentón al tiempo que lo etiquetaba de «valiente y hermoso chiquillo yanqui» —haciéndole no sólo un elogio, lo comprende ahora, sino dotándolo de una identidad. No conoce el nombre que figura en la placa, pero está intacta la pesada puerta con sus cristales de colores adornados con tomates aureolados, y todavía parece ser la señal de que esa casa es una especie de iglesia, aunque ahora sabe que el cristal es Art Nouveau y los tomates con halo son granadas. A lo largo de unos metros en una calle de Kensington, los sentidos y la sensibilidad de Fred funcionan supernormalmente; en cualquier otro sitio, Londres sigue siendo frío, apagado, monótono y soso.

No adjudica por entero a la pérdida de Roo su incapacidad para tener una auténtica experiencia de la ciudad. En parte se la atribuye a la desorientación de un turista; ha notado la misma reacción en otros norteamericanos llegados hace poco, y en Estados Unidos la ha percibido en amigos y familiares que vuelven del exterior. El principal problema consiste en que a los visitantes de un país extranjero, piensa, sólo se les concede el uso pleno de dos de sus cinco sentidos. La vista se puede usar —de ahí la expresión «vistas turísticas». También se estimula el sentido del gusto, incluso adquiere una rara importancia, casi sexual: el consumo de bebidas y comidas autóctonas se convierte en un acontecimiento sumamente significativo, en una prueba de que estuviste «realmente allí».

Pero el sentido del oído en toda su plenitud está bloqueado. Los sonidos extranjeros inteligibles quedan limitados a las voces de los camareros, vendedores de tiendas, guías profesionales y empleados de hotel —además de algunos fragmentos de música dudosamente «nativa». Incluso en Gran Bretaña, el acento, la entonación y el lenguaje suelen ser extraños; los turistas no reconocen muchos de los sonidos que oyen, aunque hablan sobre todo con funcionarios. El sentido del olfato aún funciona, pero probablemente quedará desvirtuado o asqueado por muchos olores extranjeros. Y por encima de todo está frustrado el sentido del tacto; en casi todo y en casi todos aparecen carteles visibles o invisibles que dicen «manténgase a distancia».

Dos sentidos no son suficientes para conectar con el mundo y, en consecuencia, los lugares visitados en condición de turistas suelen experimentarse como áreas borrosas y silenciosas, divisadas con destellos luminosos. La jardinera de una ventana rebosante de azafranes blancos con nervaduras moradas; la cara roja e hinchada de ira de un taxista gritón; un puñado de pescado con patatas fritas calientes envuelto en «News of the World»: estos raros momentos rodeados de sensaciones sobresalen en la memoria del último mes como variopinta instantánea contra el papel secante gris de un viejo álbum de fotos. Como corresponde, pues es típico de los turistas llevarse a casa instantáneas.

Los turistas también se llevan objetos de oropel denominados souvenirs, que, como su nombre sugiere, no son cosas reales, sino recuerdos materializados y, como todos los recuerdos, exagerados y distorsionados. Los souvenirs tienen muy poco en común con lo que hace y lleva la gente del lugar. ¿Quién ha visto alguna vez a una griega de verdad con un pañuelo de cabeza, ribeteado de minúsculas monedas de oro falso, o a un pescador francés con el auténtico blusón de pescadores que venden en las tiendas para turistas? Pero estos falsos objetos simbólicos están destinados a indemnizar al turista por haber sido apartado, durante meses o semanas, de una auténtica experiencia del mundo, del contacto físico con otros seres humanos...

Sí, de eso se trata. Si Roo estuviese aquí, probablemente no elaboraría estas hipótesis. Su estado de ánimo es inauténtico; la grisura de Londres, una proyección. Lo que quizá debería hacer no es buscar a alguien que reemplace a Roo o que le haga olvidarla —eso es imposible—, sino que le distraiga y anime.

Precedido por una ráfaga de aire helado y un rugido encajonado, llega el tren. Está casi vacío, pues son más de las seis de la tarde y la mayoría de los pasajeros vuelven a su casa en los suburbios. Varios ocupantes del vagón miran con interés a Fred cuando se sienta. Justo frente a él una joven bonita, que lleva una capa verde oscuro, le dedica una semisonrisa cuando sus ojos se encuentran; luego baja la vista y la fija en su libro. Este es, y no por vez primera, un buen ejemplo de lo que con toda probabilidad Fred necesita en Londres, pero no se siente capaz de hacer nada al respecto.

Dos cosas se interponen en el acto de emprender un movimiento que dé resultados prácticos. Una es la inexperiencia. A diferencia de la mayoría de los hombres moderadamente atractivos o decididamente poco atractivos, Fred nunca ha aprendido a ligar. Nunca ha tenido que aprenderlo, pues desde muy joven siempre hubo entre sus relaciones montones de mujeres dispuestas a, e incluso ansiosas por, conocerlo mejor. No sólo les interesaba su físico, sino su vitalidad, sus buenos modales, su indolente y modesta destreza en los deportes, su excelente aunque nunca arrogante inteligencia. Todo lo que tenía que hacer era simplemente elegir.

Aún ahora, pese a su desánimo Fred podría sin duda escoger a mujeres si lo intentara —casi todas las mujeres que abordara pasarían por alto cualquier torpeza inicial. Pero hay un problema más grave. En todas las mujeres y en todas las chicas que Fred ve en Londres, algo anda mal: ninguna es Roo. Sabe que es estúpido y contraproducente seguir sintiendo eso hacia alguien que te ha apartado de su vida, seguir recordando y fantaseando. Como dijo una vez Roberto Frank, su amigo de la infancia, si llevas tu amor no correspondido como una antorcha encendida, sólo conseguirás que te salga una llaga.

Si Roberto estuviese allí y no dando clases de francés en Wisconsin, aconsejaría a Fred que siguiera a la chica de la capa verde y se marcara un tanto esa misma noche. Ya en los primeros cursos de la escuela secundaria, Roberto había empezado a recomendar el sexo fortuito como una panacea. «Lo que necesitas es echarte un buen polvo ahora mismo», declaraba cuando algún compañero se quejaba de haberse perdido una juerga por culpa de un catarro, un tobillo dislocado, demasiadas tareas, unos padres poco comprensivos, una bici o un coche averiado, o cualquier tipo de celos, infidelidad o renuncia sexual por parte de la chica con la que salía habitualmente. Desde entonces, Roberto ha coleccionado a mujeres del mismo modo que en otros tiempos coleccionaba cromos de béisbol, prefiriendo siempre la cantidad a la calidad: en la escuela primaria le cambió a Fred uno de Mickey Mantle por tres oscuros y nulos Red Sox. En su opinión, el mundo está lleno de tías buenas a las que interesa una relación sin imponer condiciones. «No digo que tengas que endulzarles los oídos ni jugarles una mala pasada. Cuando conozco a una que me pone cachondo, arremeto. Si ella no quiere jugar de acuerdo con estas reglas, aquí no ha pasado nada: adiós, olvidémoslo.» Fred no está de acuerdo. En su experiencia, al margen de lo que se diga en las cuestiones preliminares, siempre aparecen las condiciones. Después de salir una o dos veces con una chica, suele sentirse como un gato enredado en un ovillo emocional de hilo rojo.

Sí, piensa Fred, aunque quizá Roberto tiene razón en cierto sentido, si conociera a alguna...

El metro se detiene en Tottenham Court Road. Fred se apea para transbordar a la Northern Line, y lo mismo hace la joven de la capa verde; Fred observa que ella ha estado leyendo Azar, de Joseph Conrad. Aprieta el paso, pues es un admirador de Conrad; de inmediato, poco seguro de lo que le dirá, aminora la marcha. La joven mira hacia atrás y le dedica una mirada pesarosa cuando dobla la escalera que lleva al andén con rumbo sur.

Fred ha elaborado mentalmente una observación y empieza a seguirla para formularla, pero en ese instante recuerda que está yendo a cenar a Hampstead, con Joe y Debby Vogeler, a quienes no les caerá nada bien que no aparezca. Los Vogeler, compañeros suyos de los últimos cursos en la facultad, son las únicas personas de su generación que conoce en Londres y, por tanto, su invariable buena voluntad es importante. Las otras relaciones de Fred consisten en varios amigos de sus padres, de mediana edad, y en una profesora de su departamento: una solterona en pleno proceso de envejecimiento, llamada Virginia Miner, que también goza de licencia e investiga en el British Museum. Con respecto a los primeros siente una amable obligación, aunque ningún entusiasmo social; en el caso de la profesora Miner, su instinto le aconseja evitarla. Aunque nunca mantuvo con ella una conversación seria sobre tema alguno, la profesora Miner pronto deberá votar si se permite a Fred seguir en la universidad o si deben dejarlo a la intemperie y sin trabajo. Se sabe que es una mujer excéntrica y susceptible, además de una devota anglófila. En un encuentro, probablemente Fred tendría más posibilidades de contrariarla que de complacerla; si él reconoce su depresión y su disgusto por Londres y por el British Museum, la opinión que ella tenga, cualquiera que sea, empeorará. Para colmo, no sabe si debe dirigirse a ella como Miss Miner, Ms. Miner, profesora Miner, Virginia o Vinnie. Para no ofenderla, Fred aceptó su invitación a «tomar tinas copas» algún día de esa semana, pero piensa llamarla para decirle que se encuentra mal —no, se corrige, «indispuesto»—; en este país decir que te sientes mal significa que estás a punto de vomitar.

Otro motivo para no fallarles a Joe y a Debby es que le darán de cenar gratis —y como Debby es una buena cocinera, aunque poco imaginativa, además de gratis comerá bien. Por primera vez en su vida, Fred está sin blanca. No sabía que Londres era tan caro ni cuánto tardarían en acreditarle el cheque de su salario. El piso que él y Roo habían alquilado por correo cuesta demasiado para una sola persona y Fred nunca aprendió a cocinar. Al principio comía afuera, en restaurantes y pubs cada vez más baratos, en detrimento de su presupuesto y su digestión; ahora subsiste a base de pan y queso, judías enlatadas, sopas, huevos pasados por agua y zumo de naranja en envases de cartón. Si la situación económica se vuelve desesperada, puede telegrafiar o escribir a sus padres pidiendo dinero, pero ello sería indicativo de una infantil imprevisión. Al fin y al cabo, caramba, tiene casi veintinueve años y un doctorado en filosofía.

 

—Toma un poco más de pastel de chocolate —dice Debby.

—No, gracias.

—No sabe bien, ¿verdad? —una hendidura vertical aparece en la cara redonda de Debby, entre sus cejas casi invisibles.

—No, estaba muy sabroso, pero ocurre que...

—La masa es diferente, me parece —dice Joe, expresando esta opinión con su habitual objetividad filosófica.

—Sí, es algo pastosa —coincide Debby—. Y el relleno demasiado dulce. No son las galletas que corresponden y no conseguí auténtico chocolate para hornear en ninguna tienda. Pero tú sabes que aquí ocurre lo mismo con todas las cosas.

Fred no responde. Ya debería conocer al dedillo la desilusión de sus amigos con Inglaterra en general y con Londres en particular, pues han pasado casi toda la velada hablando de lo mismo, describiéndola con ardiente indignación (Debby) o irónica resignación (Joe). Después de hacer un gran esfuerzo durante más de un mes, se dieron por vencidos. También están furiosos consigo mismos por haber cometido la imbecilidad de haber ido, con permiso de los colegios universitarios vecinos de California del Sur, donde dan clases, para colmo con un bebé de un año. Estaban advertidos, pero su admiración por la literatura británica (Debby) y la filosofía británica (Joe) les había comido el coco. ¿Por qué no habían prestado atención a sus amigos?, se preguntaban mutuamente. ¿Por qué demonios no habían ido a Italia o a Grecia, o se habían quedado en Claremont? En otros tiempos, Gran Bretaña pudo haber sido grandiosa, de acuerdo, pero en su opinión el Londres moderno te deja frío.

—Por ejemplo, su comportamiento en las tiendas. El hombre de la tienda de comestibles se mostró realmente desagradable, como si yo lo hubiera insultado o algo así diciéndole que debía proveerse de chocolate no azucarado para hornear y él dijo que se alegraba de no haber oído hablar nunca de eso.

—Están en connivencia. Eso es lo que hemos decidido —interviene Joe—. Se reúnen una vez por semana en algún pub del barrio. «Muy bien, fastidiemos a esos tontos profesores norteamericanos jóvenes», dicen, «los que estaban tan endiabladamente contentos consigo mismos por estar en Londres» —ríe y se suena la nariz.

—Por eso el fontanero no vino cuando se atascó la pila de la cocina. Se negó a decirnos cuándo vendría o si alguna vez lo haría.

—O lo que ocurrió hoy con la mujer de la tintorería. Miró mis pantalones como si olieran mal. «No, señor, no pudimos hacer nada con estas manchas de grasa, una libra con diez, por favor.» —la imitación que hace Joe del acento británico falsamente refinado se echa a perder por su mal oído natural y un fuerte resfriado.

—Y es tan feo... creo que eso es lo que más me molesta —dice Debby—. Todo es gris y húmedo, y por supuesto los edificios modernos son absolutamente monstruosos. Además, instalan bares y hamburgueserías y carteleras justo en medio de las calles antiguas más pintorescas. ¿Qué le ha pasado a su sentido estético?

—Se ha congelado —dice su marido.

Joe, natural de California, es delgado, de pecho pequeño y muy friolero; desde que llegó a Londres ha estado indispuesto y a veces se ha encontrado mal. Al principio intentó hacer caso omiso de toda la cuestión, le dice a Fred mientras Debby está abajo, en la oscura y húmeda cocina, preparando café. Más adelante decidió guardar cama y esperó cuatro días con la ilusión se sentirse mejor, pero finalmente, perdida toda esperanza de recuperación, volvió a levantarse. Ahora tiene fiebre, dolor de cabeza, la garganta dolorida, un fuerte resfriado y la nariz tapada. Lo que desea es subir, echarse en la cama y perder el conocimiento; pero es un estudiante y profesor de filosofía, y por ende un estoico nato. Debby y el bebé, Jakie, también están acatarrados.

—El verdadero depresor es el clima —dice mientras tira de las cuerdas del montaplatos en respuesta al grito de su mujer—. Probablemente también lo tienen organizado.

—¡Cuando pienso en el tiempo que hace en este mismo momento en Claremont! —exclama Debby poco después, mientras sirve el café—. Me siento realmente estúpida y engañada. De hecho, hemos sido engañados. Creo habértelo dicho antes —se lo ha dicho—, pero alquilamos esta casa por correo; el agente nos envió una foto y la descripción. La mañana en que llegamos, directamente desde el avión, Flask Walk se veía preciosa: por única vez el sol brillaba y, cuando el taxi frenó, era idéntica a la foto, aunque bastante mejor porque ahora la veíamos en colores; era un perfecto chalet georgiano. Pensé, demonios, valía la pena pagar una renta tan alta, y la tarifa del vuelo y esas ocho horas infernales con Jakie en el avión. Entramos y faltaba la parte de atrás de la casa, como si la hubieran cortado. Por supuesto, el agente inmobiliario no nos había dicho una sola palabra de esto.

La casa de los Vogeler está en una esquina que hace ángulo agudo; consta de una cocina en el sótano, una sala de estar y dos dormitorios, uno encima del otro. Cada habitación es un reducido triángulo, con la forma de una porción de pastel mucho menos generosa que las que Debby acaba de servir.

—«La sala es de cinco y medio por tres sesenta, a lo más», decía la descripción —prosigue—. Pensé que eso quería decir sin contar los zócalos, o los armarios, o algo parecido. ¡Y estos horribles muebles de plástico metidos a presión en los rincones! Naturalmente, el jardín no existía. Me sentí mareada y enloquecida al mismo tiempo. Me eché a llorar y en seguida Jakie se puso a berrear, por supuesto, como hace cualquier bebé cuando está alterado.

—Estábamos completamente desorientados, en serio —proclamó Joe—. En parte por la escalera del vuelo, supongo, pero ahora han transcurrido casi seis semanas y no nos hemos recuperado.

—Sé lo que queréis decir —Fred levanta su taza pidiendo más café—. A veces tengo la fantasmal idea de que en realidad no estoy en Londres, me parece que este lugar no es Londres, sino una imitación.

—Es lo mismo que sentimos cuando llegamos aquí —Debby se inclina hacia adelante, meneando su pelo castaño cortado a escuadra—. Especialmente cada vez que íbamos a ver algo, por ejemplo Westminster o el Parlamento o cualquier otra cosa. Siempre eran más pequeños de lo que esperábamos y estaban invadidos por autocares llenos de turistas norteamericanos y franceses y alemanes y japoneses. Entonces decidimos que todo podía irse al cuerno.

—Claro que eso es inevitable en cualquier sitio —explicó su marido—. El turismo es un proceso autodegradante, como la oxidación del hierro —Joe es aficionado a las metáforas científicas, que son un precipitado de sus años de alumno de los primeros cursos con especialización en bioquímica—. Un lugar se considera punto de interés porque es típico o simbólico... representa el ideal británico. En consecuencia, cientos de turistas lo visitan y sólo ven a otros turistas.

—De todos modos, cuando logras ver un sitio tampoco te parece bien —agrega Debby—, porque antes has visto ya una foto embellecida, tomada en un soleado día de verano, sin autocares, papeles de caramelos y colillas de cigarrillos. En comparación, el lugar real te parece sucio y lamentable. Nosotros hemos renunciado a visitar puntos de interés. Bien, al menos eso evita la dispersión.

—Correcto —dice Joe—. Con un clima como éste, si no haces visitas turísticas, estás condenado a escribir; no hay otra opción, salvo jugar con el bebé o ver la televisión... Eh, ¿qué hora es?

—Cerca de las ocho —dice Debby.

Joe descruza sus largas piernas y va a encender el televisor alquilado que instalaron en el vértice de la sala en forma de trozo de pastel.

Mientras mueven las sillas y esperan, con el televisor enmudecido, el episodio semanal de una serie de la BBC basada en una novela de James, Fred piensa en exponer sus ideas sobre el turismo, pero decide no hacerlo al comprender que el aspecto más importante para él no se aplica a los Vogeler, pues ninguno de los dos —como demuestra su yuxtaposición en el horrible sofá —está privado del sentido del tacto.

Joe aumenta el volumen y una melodía en tono menor anuncia el comienzo del programa. Fred, que no ha visto los episodios anteriores, no lo sigue con atención. Añorante, compara la situación de los Vogeler con la suya. Ellos se tienen mutuamente y tienen a su bebé; evidentemente escriben, en tanto su trabajo sobre John Gay en el British Museum (al que ahora Roo llama BM o Basurero Mierdoso) va muy mal.

Fred, si se siente confinado, se pone inquieto, impaciente e irritable. En la biblioteca le gusta revisar los estantes en busca de los libros que necesita y tropezar con otros de los que no había oído hablar. En el BM no le permiten acceder a las estanterías; no siempre consigue lo que necesita y nunca encuentra lo que no sabe que necesita. A menudo tiene que esperar hasta cuatro horas para que el intestino estreñido de la antigua biblioteca evacue unos pocos y patéticos volúmenes cuyos números ha copiado del complejo y poco manejable catálogo. Pero ni siquiera cuando los recibe las cosas andan bien. Fred está acostumbrado a trabajar en un estudio individual, apartado del ruido y de las distracciones. Ahora le rodean otros lectores, en su mayoría excéntricos y tal vez locos, a juzgar por su aspecto y su forma de actuar: rellenan polvorientos volúmenes con tiras de papel de diversos colores, hacen tamborilear los dedos o golpetean los pies, mascullan, conversan en nerviosos susurros, tosen y se suenan la nariz con un estilo contagioso.

Asimismo, cuando trabajaba, le gustaba ponerse a sus anchas y moverse de un lado para otro; en casa, sus notas cubrían dos mesas y una cama del cuarto de huéspedes, siempre había varios libros abiertos en la alfombra. En el BM, su cuerpo alto y musculoso yace apretado en una silla, en un angosto sector de escritorio entre otros dos eruditos o lunáticos y sus intrusas pilas de libros, un ambiente mal ventilado y lleno de idénticos asientos radiantes construidos según la misma planta que las cárceles modelo diseñadas por los filósofos de moral victoriana.

Fred está convencido de que el BM ejerce un influencia nefasta en su trabajo. Con el fin de escribir decorosamente acerca de John Gay debe (citando su tema) «ponerse en camino». También tiene que «ir de un lado para otro como las abejas» para conciliar no sólo la crítica literaria y la historia dramática, sino también el folklore, la musicología y los anales del delito en el siglo dieciocho. Agachado sobre los libros que ha conseguido ese día, en la enorme y erudita cárcel atiborrada, no es extraño que las oraciones que se esfuerza por redactar resulten pesadas y aglutinadas. Una y otra vez se levanta para consultar innecesariamente el catálogo, o para pasearse por la sala. Las miradas de soslayo de los lectores habituales, a los que ahora conoce de vista o, en unos pocos casos, con los que está relacionado, le deprimen aún más. Con frecuencia están allí Joe o Debby Vogeler, empollando; asistieron juntos a los últimos cursos universitarios y forman una pareja escrupulosamente igualitaria, compartiendo el cuidado del pequeño Jakie. Los Vogeler no se crean problemas con las condiciones de trabajo en el Basurero Mierdoso. Mientras él se pasea, cualquiera de los dos que esté presente levantará la vista y le sonreirá con aire protector. ¡Es una pena que Fred nunca haya aprendido a concentrarse!, nota que piensan.

Se oye el tema de cierre del programa; los rostros de los protagonistas quedan congelados entre un fondo de exuberante arquitectura eduardiana y un primer plano de créditos.

—Bien —dice Fred, incorporándose—. Será mejor que..

—No te vayas todavía —le pide Joe con tono gangoso.

—Quédate y cuéntanos alguna novedad. ¿Cómo esta Ruth? —Debby o su marido le hacen esta pregunta a intervalos semanales, alternándose como si lo hubieran organizado de antemano.

—No sé. No he tenido noticias de ella —replica Fred por cuarta vez.

—Aún no has tenido noticias de ella, hummm.

Detrás de este comentario aparentemente neutral y de la neutral pregunta de Debby, Fred percibe cierta hostilidad. Sus amigos no conocen muy bien a Roo o no les resulta del todo simpática. En las dos ocasiones en que se encontraron hicieron evidentes esfuerzos por conocerla y por simpatizar con ella, pero —como les ocurre con Londres— sus esfuerzos fueron infructuosos.

—En verdad, nunca ha sido adecuada para ti —dice Debby, rompiendo un silencio de tres años—. Siempre lo supimos.

—Sí —aprueba Joe—. Quiero decir... evidentemente era una persona respetable, pero siempre iba acelerada.

—Y sus fotos eran tan extrañas y frenéticas. Parecía totalmente inmadura comparada contigo —Roo es cuatro años menor que Debby y tres años menor que Joe y Fred.

—Ocurre que no estaba en la misma onda que tú.

—Es obvio que no —Fred coge «The Guardian» de la mesilla de plástico imitación roble.

—Oye, no dejes que eso te deprima —le aconseja Joe.

—Sí, es fácil decirlo —responde, al tiempo que pasa las páginas del periódico sin verlas.

—Cometiste un error, eso es todo —dice Debby—. Cualquiera puede equivocarse, incluso tú.

—Correcto —coincide Joe.

—Todavía lamento que las cosas no funcionaran entre tú y Carissa —murmura su mujer—. Siempre me gustó mucho. Y ya sabes que es realmente brillante.

—Tiene una mente muy sutil —apunta Joe.

—Mmm —musita Fred, notando que hablan de Carissa en presente, quedando implícito que Roo no sólo tiene una mente mediocre o grosera, sino que ha dejado de existir.

—Es una persona muy singular —prosigue Debby.

Una persona singular es exactamente lo que no es Carissa, piensa Fred. Se trata de una universitaria asustadiza y convencional: inteligente, por descontado; pero siempre ansiosa por parecer aún más inteligente. Mientras Roo...

—No hablemos de eso, ¿de acuerdo? —le suelta bruscamente.

—Oh, Dios. Lo siento...

—No teníamos la intención...

Fred tarda casi diez minutos en convencer a sus amigos de que no está ofendido, que comprende su inquietud, que disfrutó de la cena y que espera volver a verlos.

 

Mientras sube a zancadas Flask Walk hacia la estación de metro, en la noche brumosa y fría, Fred siente un borrascoso malestar. Cuando las cosas han ido mal no es consuelo alguno saber que tus amigos esperaban que así ocurriera y que podrían habértelo dicho si no fueran tan educados.

No condena a los Vogeler por su opinión, pues él mismo, cuando conoció a Roo, habría dicho que no estaba en la misma onda, aunque las vibraciones que ella transmitía le dieron la marcha de un estereofónico. Todo en ella parecía emitir impulsos eléctricos: no sólo los pechos exuberantes debajo de la camiseta anaranjada con la inscripción ENERGÍA SOLAR, sino los grandes ojos acuosos, la bronceada tez arrebolada y el largo cable trenzado de cabellos cobrizos del que escapaban en todas direcciones tiesos filamentos.

Su encuentro tuvo lugar durante el segundo mes de Fred en Corinth University, en una recepción a un profesor visitante. Roo asistió porque el periódico local le había asignado la tarea de tomar fotografías, y Fred, debido a su admiración por las opiniones del orador —con las que ella discrepó enérgicamente. Su mutua impresión inicial fue desfavorable, casi desdeñosa. Eludieron una polarización total al descubrir que tenían un interés en común: esa misma tarde Roo había salido a cabalgar y no se molestó en cambiarse; cuando Fred se enteró de que sus pantalones de montar y sus altas botas enceradas eran funcionales en vez de —o además de— una pose efectista, su hostilidad disminuyó. Cuando Roo —con lo que él pronto reconocería como su impulsividad característica, encubierta por un aire inexpresivo— le dijo que si quería podía ir a cabalgar con ella ese fin de semana, aceptó entusiasmado. Roo, como ella misma le dijo más adelante, fue más lenta en cambiar de parecer. «Me sentía arrastrada. Tenía tantas ganas de hacerlo contigo; pero en todo momento mi superego me decía eh, tranquila, espera, éste es un clásico profesor liberal, mesurado y aterciopelado, con toda probabilidad un auténtico cerdo con disfraz; sólo penas sacarás de él, nena.»

Fred gira en High Street, se zambulle en la estación de Hampstead, compra un billete a Notting Hill Gate y entra en un antiguo ascensor de hierro decorado con carteles publicitarios de mujeres semidesnudas. A medida que el aparato baja por el frío y húmedo hueco, baja Fred, contra su voluntad, por desnudas memorias.

 

Octubre, hace unos tres años. El y Roo, a quien había conocido tres días antes, estaban tumbados en un manzanal abandonado, más arriba de la granja de la madre de Roo y su padrastro, mientras sus dos caballos arrancaban los largos y resistentes pastos otoñales en un prado cercano.

«¿Sabes una cosa?», dijo Roo, volviéndose de costado para que la luz del sol y las sombras bañaran su piel bronceada como hacen con los henares en sazón en un día parcialmente nublado. «Es mentira que, cuando tus fantasías infantiles se cumplen, siempre resultan decepcionantes.»

«¿Solías imaginar una escena como ésta?»

Fred no se movió; permaneció boca arriba, mirando más allá de las ramas entrelazadas de los árboles, hacia un cielo del azul de una llama de gas.

«Oh, sí. Algún día llegará mi príncipe azul y otras sensiblerías por el estilo. Más o menos desde los siete años.»

«¿Tan pequeña?»

«Naturalmente. No oí hablar del estado latente hasta que entré en el colegio superior. Siempre trataba de que los chiquillos que conocía jugaran conmigo a médicos, pero a la mayoría no le interesaba. Claro que mis ideas acerca de lo que ocurriría después de la aparición del príncipe eran bastante confusas. Visualizaba todo el escenario y el aspecto del príncipe saliendo del bosque a caballo, casi idéntico a ti, aunque al principio, por supuesto, tenía siete años.»

«¿Fue entonces cuando aprendiste a cabalgar, a los siete?»

«No, no en serio al menos.» Roo se sentó.

Su espesa trenza rojiza (del mismo matiz, se había dado cuenta Fred, que las crines de su yegua Shara) se había deshecho en los recientes esfuerzos. Ahora caía por su espalda, desenroscándose como si lo hiciera por propia voluntad.

«Estaba loca por hacerlo, pero no tuve muchas oportunidades, salvo un par de semanas de verano en la colonia de día. En realidad, no aprendí hasta los trece, después que Ma conoció a Bernie. ¿Y tú?»

«No lo sé con exactitud. Uno de mis primeros recuerdos es el día en que me montaron en un pony en casa de mi abuelo: me pareció altísimo y ancho como un sofá. Supongo que yo tendría dos o tres años.»

«Vaya suerte la tuya, cabrón.» Roo cerró el puño y lo golpeó en broma, aunque no suavemente. «Yo habría dado cualquier cosa... de pequeña estaba loca por los caballos, lo mismo que casi todas mis amigas. Nos chiflaban, realmente.»

«Sí, he conocido a muchas chicas así. Se trata de un interesante fenómeno social. Siempre pensé que era una reacción contra este mundo mecanizado... Probablemente a las mujeres les importa más que a los hombres, incluso de pequeñas.»

«A algunas mujeres.» Roo se encogió de hombros. «También está la explicación freudiana, pero en mi opinión es pura basura, un disparate. Jamás imaginé que lo hacía con un caballo; pensaba que yo era un caballo. Y lo mismo les ocurría a las demás, estoy segura. En la escuela primaria había dos tipos de chiquillas: las gazmoñas y limpitas, a quienes gustaban los vestidos primorosos, cocinaban pastelitos y jugaban con muñecas; el otro grupo lo componíamos mis amigas y yo, que queríamos correr al aire libre en tejanos y zapatillas, ensuciarnos, y que nos volvíamos locas por los caballos. Tal como yo lo veo, era un especie de identificación con la energía, la fuerza y la libertad. Queríamos ser un tipo femenino distinto al que todos esperaban que fuésemos.»

«Recuerdo muy bien a esas buenas chiquillas que describes», dijo Fred. «No servían para nada». Atrajo a Roo hacia él. «Eh», dijo poco después, «¿de verdad nunca saliste a cabalgar con alguien y terminaste así?»

«Oh, bueno», el aliento de Roo era cálido contra su cara. «Claro que sí, un par de veces.» Rodó de espaldas para poder mirarlo. «Pero no era lo mismo. Muchos tíos que he conocido no saben cabalgar y de todos modos no valen un comino... y es peor cuando fingen que son expertos en equitación. Y los que cabalgaban eran en su mayoría bellos imbéciles asexuados como mis hermanastros... Nunca traje aquí a ninguno; no a este lugar.» Su voz se espesó y los dos intercambiaron una mirada.

«Gracias.»

«No te creas tan extraordinario», agregó Roo en seguida. «Quiero decir que una no puede esperar eternamente a un condenado príncipe azul. Me estaba poniendo vieja y pensé que ya era hora.»

«Sí. Veintidós años.» Fred le acarició la cara pero Roo se apartó de él, apoyó el mentón en una mano y fijó la vista colina abajo, a través de la arboleda, hacia los caballos.

«Además, estaba Shara. Como ya te he dicho, en la primavera pasada quise escapar del área bostoniana porque mi jefe en el periódico era una mierda machista y el tipo con el que salía en ese momento resultó ser un auténtico chorizo. Pero no tenía por qué venir aquí. Podría haberme instalado en Nueva York o en la Costa Oeste... Tenía datos sobre unos cuantos trabajos decentes. Pero necesitaba estar con Shara. Supongo que éste puede ser su último año valioso... es casi tan vieja como yo y, después de los veinte, nunca se sabe con un caballo. Todavía puede desarrollar una buena velocidad, pero se queda sin resuello. Claro que podría montar cualquier otro caballo, pero no sería lo mismo. En mis fantasías siempre monté a Shara y así quería que fuera, ¿comprendes? Y ya estamos en octubre. Dentro de un par de semanas, tal vez antes, hará demasiado frío para joder al aire libre. En cierto sentido, era ahora o nunca.» Roo emitió una risilla cascada. «Por lo tanto, no te creas tan extraordinario», repitió.

Pero Fred lo creía y se regocijó.

En otros aspectos el regocijo fue menor. Mientras recorre el escueto, frío y casi desierto andén del metro londinense, Fred vuelve a oír mentalmente las últimas observaciones de Joe y Debby, y de otros amigos y parientes, que en algunos casos no han vacilado en manifestar su enhorabuena por la ruptura de su matrimonio. La mayoría de estas personas no congeniaron con Roo desde el primer momento. No era el tipo de chica/mujer con la que esperaban que Fred iniciara una relación seria, y lo habían felicitado en la forma convencional de borrosas e irrecusables alabanzas.

El padre de Fred, por ejemplo: «Sin duda alguna es muy guapa. Parece una chica de buen corazón. Las fotos que tomó en los arrabales mexicanos evidencian una alta dosis de sensibilidad por el tema; tú ya sabes lo que ella piensa, por supuesto». Las fotos correspondían a mexicanos en un campamento de peones de una granja del interior de Nueva York, pero Fred había renunciado a sus tentativas de corregir el error, típico de su padre, que prefiere localizar todas las miserias sociales a la mayor distancia mental posible.

O como lo habían expresado Joe y Debby: «Un tanto distantes, las fotos de la discoteca que tomó Ruth. Se ve que conoce muy bien la técnica de su trabajo». «Evidentemente es una persona muy audaz.» «El vestido que lleva era raro, con esos bordados rojos y tantos espejitos, albanés o lo que fuera.» «Me recuerda a algunos alumnos míos de Nueva York. Nos sorprendió que se hubiera criado en un lugar como Corinth.»

Traducción: Roo es demasiado emocional, demasiado politizada, demasiado ostentosa, demasiado ruidosa y demasiado judía. De hecho el propio Joe es judío, pero de una tradición muy diferente: educado en Princeton, cultivado, retraído.

Muchos amigos de Fred de la universidad, y la mayoría de sus familiares se sienten evidentemente aliviados de que Roo esté, como dijo uno de ellos, «fuera de escena». Suponen o al menos abrigan la esperanza de que no volverá a aparecer en ella, quedándose en el mundo, más distante y sórdido, de sus fotografías. La madre de Fred, por su parte, desea fervientemente que se reconcilien. Quizá por razones sentimentales y convencionales; Fred recuerda que en otro contexto le dijo, con plácido orgullo: «Como tú sabes, querido, nunca hubo un divorcio en mi familia». Pero no sólo se trata de que desee mantener este récord; a su madre le cayó bien Roo desde el principio, aunque no pueden ser más distintas: Roo es ostentosa, ruidosa, etcétera, y Emily Turner toda una dama de gustos elegantes, de voz bien modulada.

Roo, aunque a duras penas, también simpatizó con su madre.

«No me importa que llueva, quiero salir a caminar», le dijo en cuanto se quedaron solos la primera tarde de su primera visita a la familia. «Me abruma este lugar tan formal. Tu madre es impecable. Tuvo que ponernos en habitaciones separadas para que todo pareciera respetable, pero he notado que ambas están comunicadas por el cuarto de baño. Además tiene muy buena pinta, es casi tan atractiva como tú.» Roo se inclinó cariñosamente contra Fred. «Apuesto a que ha tenido montones de aventuras.»

«¿Qué quieres decir con eso de aventuras?» Fred dejó de acariciar el pecho izquierdo de Roo.

«Ya sabes: enredos amorosos y esas cosas. Bien, tal vez no hayan sido “montones”», se corrigió Roo al ver su expresión. «Pero sí las suficientes como para volver interesante su vida. Quiero decir, válgame Dios, que hay que hacer algo para estar despierto en un lugar como éste.»

«La has interpretado mal», dijo Fred.

Por primera vez pensó en su madre como en una posible adúltera y reconoció que sus condiciones para representar ese papel eran excelentes. Su memoria, sin ser estimulada, le sugirió posibles parejas. Había un profesor de historia, en calidad de visitante, con el que bailaba en las fiestas; su padre solía hacer bromas amargas sobre él. Y sin duda alguna el viejo que dirigía el picadero: en la familia corrían chistes de que estaba enamorado de ella. Y una vez, cuando él era pequeño (¿cuatro? ¿cinco añitos?), recuerda súbitamente, había un hombre sentado en el comedor, arreglando la tostadora, y Freddy lo odiaba, y su madre, que llevaba un suéter rojo, estaba de pie cerca del hombre, y Freddy también la odiaba a ella... ¿qué significaba todo aquello? No, no podía ser, sus padres eran muy felices. «No es que yo no crea que pueda haberlo hecho, si alguna vez quiso hacerlo, pero...»

«Vale, vale. Olvida lo que dije. Es tu madre y tú quieres que sea como una de esas estatuas de la Virgen María que hay en tu iglesia. Y tal vez lo sea, yo no puedo saberlo.»

«Lo que ocurre es que tú te guías por una serie de estereotipos equivocados», dijo y la abrazó. «En nuestra iglesia no hay estatuas de la Virgen María; todo es muy abstracto, muy de la Reforma. Venga, coge tu abrigo que te la mostraré.»

Aunque entonces hacía ya tres meses que conocía a Roo, Fred seguía extasiado ante ella, y no sólo sexualmente. Como si fuera una droga excitante, él se encontraba en constante estado de conciencia realzada: lo que veía le parecía al mismo tiempo extraño y sorprendentemente familiar. La transformación había comenzado con las fotos, pero no dependía de ellas. Al principio, en presencia de Roo, y luego incluso cuando estaba a solas, Fred notó que los peones del campo tenían las expresiones y los gestos de esculturas góticas —estilizadas, nervadas, ahuecadas— y los bailarines de la discoteca se asemejaban a las pinturas de Francis Bacon: boca y miembros pálidos, estridentes, en plena metamorfosis. Notó que la verja del colegio era una flor de hierro congelada y que los funcionarios de la universidad parecían una asamblea de aves de corral. Más aún, sabía que estas visiones eran reales, que ahora veía el mundo tal como era y como siempre había sido: como la propia Roo en toda su belleza, en toda su desnudez, en todo su significado.

Poco después dejó de importarle que las fotos y el lenguaje de Roo chocaran a sus parientes y amigos. Por cierto, en privado gozaba de ello, como Roo observó más adelante: «Te diré algo. Tú me utilizas para decir las cosas que no puedes decir por ti mismo debido a tu buena educación. Ocurre lo mismo que con el ventrílocuo que veía de pequeña en la tele. Llevaba en el brazo un delirante pelele, una especie de oso amarillo lanudo, de ojos saltones y con una enorme boca de calabaza, que siempre lanzaba pullas e insultaba a todos los que participaban en el espectáculo. El tipo siempre fingía asombro, como si él no tuviera nada que ver: “¡Qué espanto! ¡No puedo dominarlo... es tan desobediente!” Pero no me molesta. Es una buena representación».

«Además, es recíproco», respondió Fred. «Tú me utilizas para decir todas las cosas convencionales que no quieres que salgan de tu boca. Por ejemplo, la semana pasada hiciste que le dijera a tu madre que íbamos a casarnos, asumiendo yo la responsabilidad de ser chapado a la antigua.»

La reacción de la madre de Roo fue: «¿De veras? ¿Cómo es eso? Pensé que nadie de vuestra edad se casaba ya, a menos que... ¡Vaya! ¿Esperáis un bebé?... Entonces no lo entiendo, pero, si queréis hacerlo, a mí me parece bien.» (Huelga decir que, cuando Roo y Fred se quedaron a pasar la noche en casa de la madre y el padrastro de ella, debido a un ventisca que se desató después de una fiesta, les pusieron en la misma habitación.)

En realidad, fue Fred quien sugirió que podían casarse, aparentemente para simplificar las relaciones de él con sus alumnos y las de ella con sus colegas («Esta es... mmm... la amiga de Fred»), Pero asimismo era una forma de demostrar que él se tomaba en serio a Roo, que ella no era, como había sugerido uno de sus primos, la clase de chica con la que puedes divertirte un temporada. Y Roo, pensaba Fred, quiso casarse con él porque, a pesar de las apariencias (sus puntos de vista radicales, sus atuendos, su estilo duro), era profundamente romántica.

A medida que progresaban los planes, fue evidente que Fred se había convertido en la proyección de otra de las fantasías juveniles de Roo: la Boda Perfecta. Rayos de sol en el césped, montañas de ramos de flores, Mozart y Bartok, fresas, pastel de bodas casero y champagne afrutado. Romántica, pero feminista radical. Por ejemplo, Roo se había negado a tomar su apellido y, además, dejaría de ser Ruth Zimmern. Las relaciones de Roo con su padre, L. D. Zimmern, profesor de literatura inglesa y crítico de cierta reputación en Nueva York, eran amistosas; sin embargo, ¿por qué razón una feminista llevaría toda su vida un patronímico, sobre todo el de un pater que había abandonado a su familia cuando Roo era pequeña? La joven aprovechó la ocasión de su matrimonio para convertirse legalmente en Ruth March. Eligió el nuevo apellido porque marzo era el mes de su nacimiento y también como tributo al libro predilecto de su niñez, Mujercitas, con cuya protagonista, Jo March, se había identificado plenamente. (Estaba decidida, si tenían hijos, a que los varones tomaran el apellido ancestral de Fred, y las niñas el suyo recién adquirido, creando así una descendencia matrilineal.)

Precisamente cuando Fred empieza a preguntarse si la Northern Line —o, como la llaman los periódicos londinenses, la Misery Line— ha dejado de funcionar, llega el tren. Fred sube y en lentas etapas es llevado a la estación de Tottenham Court Road, y recorre una serie de fríos túneles azulejados, como tubos de desagüe, llenos de carteles que anuncian las atracciones culturales que ofrece Londres en febrero. No hace el menor caso de ello. Debido al desesperado estado de sus finanzas no puede permitirse el lujo de ir a ninguno de esos conciertos, obras de teatro, películas, exposiciones o encuentros deportivos; tampoco puede ir a ningún sitio fuera de Londres. El otoño anterior, cuando él y Roo planificaron juntos el viaje, contando con el permiso por estudios de él, los ahorros de ambos y el subarrendamiento del apartamento, el tiempo parecía ser el único obstáculo para sus planes de explorar Londres y más allá de Londres: Oxford, Cambridge; Cournualles, Gales, Escocia; Irlanda; el Continente. Entonces quería verlo todo, estar siempre viajando; sentía que siempre no era suficiente para él y Roo. Ahora, aunque tuviera dinero, carece de ánimo para explorar Notting Hill Gate.

Roo, por ejemplo, quería ir a Laponia en junio para fotografiar el sol de medianoche, los glaciares, la aurora boreal, los renos... todo el paisaje, explicó, de «La reina de las nieves», de Andersen. Pero no tiene sentido pensar en Roo, se dice Fred a sí mismo mientras aguarda en el andén la llegada del metro dirección Oeste. A ella no le interesa nada de él y nunca le interesó; lo ha insultado y probablemente traicionado, además de decir que jamás quiere volver a verle. Y él tampoco quiere volver a verla, ¿cómo podría desearlo después de lo ocurrido?

Pero, a pesar de todo eso, ahora mismo la está viendo: sus grandes ojos oscuros, su pelo eléctricamente elástico, hablando sobre el hielo verde de los glaciares, las flores de montaña —y entonces, incluso entonces, Roo lo estaba destruyendo, fotografiando y posiblemente, probablemente, follando —es imposible emplear una palabra más fina— a esos dos... y peor aún, en el exacto momento en que le fotografiaba a él, en que follaba con él. Ella estaba aún más desbordante de entusiasmo aquellas últimas semanas de noviembre con un calor impropio de la estación, aún más hermosa, delirante de júbilo porque estaba a punto de hacer la primera exposición individual femenina de Corinth y porque (pensaba Roo) iría con él a Londres.

La exposición, decidió Roo, se titularía «Formas naturales» e incluiría principalmente fotos tomadas en Hopkins County, algunas para el periódico. Después aseguró que le había ofrecido ver las copias antes de que las enmarcaran y que él no había aceptado. Según lo recordaba Fred, Roo había sugerido que lo mejor sería que él viera la exposición en su conjunto.

Roo también afirmó que le había advertido que debía esperar sorpresas, agregando que ignoraba si a él le gustaría o no, pero Fred no recordaba nada de eso. Sí se acordaba de haberle oído decir, en un momento dado: «Utilizaré algunas de las tomas que te hice el verano pasado, ¿de acuerdo? Tu cara no se verá mucho». Seguramente, lamentablemente —con toda probabilidad en ese instante estaba trabajando—, había respondido «de acuerdo». Sin duda ella le había dicho más de una vez que su exposición fastidiaría a unos cuantos, pero hay formas de decir la verdad que son peores que una mentira lisa y llana. Fred sabía que las fotos de Roo siempre habían fastidiado a unos cuantos, a gente que no le gustaban los enfoques penetrantes de la pobreza o el envés histérico del sueño norteamericano.

Entonces, en una fría y luminosa tarde de noviembre, una hora antes de la inauguración, Fred entró en la galería; de pie con ella en la primera y la más amplia de las dos salas, junto a un cuenco de ponche rojo sangre y bandejas simétricas con tacos de queso, cada uno de ellos perforado por un palillo, intercambiaron su último abrazo cariñoso y sin preocupaciones. A su alrededor, colgaban las fotos de Roo agrupadas de a pares. Lo que había hecho fue juntar imágenes de objetos naturales y artificiales, con la intención de acentuar su similitud. Fred había visto ya algunas combinaciones. Otras eran nuevas para él: insectos agitando sus antenas y antenas de televisión; la grupa de Shara y un melocotón. Algunas yuxtaposiciones eran personales y humorísticas, otras fuertemente ideológicas: dos políticos excedidos de peso y un par de reses. Pero el tono general, en contraste con el de anteriores exposiciones, era benévolo e incluso lírico. Tres años de felicidad, había pensado estúpidamente mientras rodeaba con su brazos a su talentosa mujer, le habían hecho comprender la comedia y la belleza del mundo además de su fealdad y su sentido trágico.

«Roo, es estupendo», había dicho. «Realmente bueno.» Se separó de ella y entró en la otra sala de la galería.

Primero vio fotos de él, mejor dicho de fragmentos de él: su ojo izquierdo, con sus largas pestañas aumentadas, junto a una araña ampliada; la boca con su leve puchero, su curva plegada hacia el interior, en compañía de un ramillete de buganvillas. Sus rodillas enrojecidas comparadas con un cesto de rojas manzanas; admiró el ingenio, pero se sintió algo incómodo. Como Roo había dicho, su cara no se veía; nadie podía tener la certeza de que era él, aunque muchos lo adivinarían. Observó a Roo, cuyo propio rostro expresaba —¿qué duda cabía?— ansiedad e incertidumbre. Luego paseó la mirada por las dos fotos siguientes. Allí, emparejado con una bella toma en color de setas silvestres moteadas de rocío, brotando con fuerza del musgo y el moho, había un retrato inconfundible de su picha erecta, también con una gota de rocío en lo alto. Fred reconoció la imagen —mejor dicho la foto a partir de la cual se había ampliado bruscamente este detalle—, pero nunca creyó que sería expuesta en público.

«¡Por Dios, Roo!»

«Te lo advertí.» Su gran boca suave tembló. «Tenía que incluirla, ¡es tan hermosa! De todos modos», moduló la voz, como hacía a veces, con forzada dureza, «nadie sabrá que es la tuya.»

«Caray, ¿de qué otro puede ser?»

Roo no respondió. Pero la pregunta, se dio cuenta enseguida, no era retórica. En las paredes, más allá de sus propios retratos parciales, aparecían otros que no eran suyos. Incluidos otros penes... dos más, para ser exactos. Ninguno estaba tan agrandado (en ningún sentido) como el suyo, pero ambos tenían interés. Uno se inclinaba por la longitud a expensas de la anchura y se alzaba entre ralos zarcillos rubios; se comparaba, por yuxtaposición, con un espárrago. El otro —más grueso y jaspeado de un rojo más oscuro— estaba expuesto junto a una imagen, tomada desde una distancia focal elevada, del cerrojo oxidado de la vieja puerta de una cuadra.

Los combates que siguieron a esta panorámica fueron feroces, dolorosos y prolongados Roo se negó a quitar una sola de sus fotos antes o después de que se inaugurara la exposición, decisión que apoyaron las propietarias de la galería, dos feministas radicales menudas, engañosamente calladas y bastante guapas, que antes caían muy simpáticas a Fred. Además Roo se negó a identificar a sus otros modelos, con cuyos sentimientos era, evidentemente, más considerada que con los de su marido. («Sinceramente no puedo, prometí que no lo diría.»)

Ante sus protestas, en las que empleó frases como «buen gusto», Roo empezó a chillarle.

«Ya sabemos, muchacho, que se trata de la consabida pila de mierda machista. ¿Qué me dices de todos los pintores y escultores del sexo masculino que han explotado los cuerpos de las mujeres durante miles de años... y también de los fotógrafos, que hacen posar a las mujeres de manera tal que parezcan frutas, dunas o tazas de té? Una habitación abarrotada de tetas y culos sí, está muy bien, es algo muy bonito, eso es Arte. Pero no permitamos que los coños piensen, pues tratarán de hacer lo mismo con nosotros. ¿Qué le vamos a hacer? ¡Vosotros podéis hacernos la puñeta, pero la mujer... la pata quebrada y en casa!»

Está bien, está bien, concedió Fred a modo de hipótesis. Si ella quería tomar fotos de hombres guapos, de sus cuerpos, podía llegar a comprenderlo: pechos, hombros, brazos y piernas. O incluso sus posaderas —«grandes bollos», era la expresión que había oído—, pero Roo, que todavía bufaba de cólera, le interrumpió.

«No es ésa la cuestión, compañero. Las mujeres no están interesadas en los traseros de los hombres, eso es cosa de maricas.» En lo que están interesadas, no lo dijo, no era necesario que lo dijera; es en sus vergas.

Al mismo tiempo, Roo insistió y siguió insistiendo, no había mantenido relaciones íntimas con ninguno de sus modelos desconocidos.

«No sé por qué se empinaron así. Hay mucha gente que se excita cuando la fotografían. ¿Realmente crees que, si hubiera jodido con otro tío, habría puesto una foto de su picha en mi exposición? ¿Crees que pertenezco a esa clase de zorras?»

«Lo ignoro», respondió Fred, furioso y hastiado. «Demonios, ya no sé de qué serías capaz. Quiero decir... ¿cuál es la diferencia?»

Roo le miró echando chispas por los ojos.

«Kate y Harriet tenían razón», dijo. «Eres un auténtico cerdo.»

Más abajo de Tottenham Court Road, un tren frena junto al frío y sucio andén en el que espera Fred. Sube, apesadumbrado y tenso, como siempre que, contra su propio juicio, se permite pensar en Roo. Ella es algo que tiene que dejar atrás, olvidar, algo de lo que debe recuperarse. El matrimonio es un desastre emocional, una empresa fallida que, inevitablemente, ha dado por tierra con su visión del mundo y de sí mismo; ahora quizá sea más sabio, pero al precio de ser mucho más agrio y triste.

Su elección de Roo le había parecido un acto audaz y expansivo, un desafío a las convenciones —y también a su propia personalidad clásica. Durante años había sido consciente de que, a pesar de todas sus aptitudes y ventajas, su vida era poco interesante. Desde que era un bebé, fue lo que en una ocasión oyó describir a su padre como «un niño muy satisfactorio»: despierto, de buen ver, con éxito y, por encima de todo, de muy buena conducta: Su rebelión adolescente fue de lo más corriente y no produjo angustia grave alguna en sus padres. A Fred le habría gustado inquietarles un poco más, pero no a costa de suspender en la escuela, de destrozarse definitivamente el coco con ácido, o de estropear el destartalado Buick con aletas que logró adquirir después de cinco años de repartir periódicos con temperatura bajo cero y de cortar el césped de los vecinos.

Roo era su bandera roja, su declaración de independencia, y al principio más contento estaba cuando menos cómodos se sentían con ella su familia y sus amigos más formales. Ahora se avergüenza y se indigna al comprender que ellos la juzgaron con más acierto. Su padre, por ejemplo, tenía la muda, pero evidente, opinión de que Roo no era una señora. Hace un tiempo Fred lo habría negado enfadado, o habría condenado este concepto por anticuado y carente de sentido. Ahora debe reconocer su validez. Aunque se supusiera, sólo hipotéticamente, que Roo nunca se había acostado con ninguno de los dos tipos cuyas pichas semierectas aparecían en la exposición, esas fotos eran una vulgaridad. Para colmo, ella ni siquiera se daba cuenta. Como había dicho Joe, Roo no estaba en la misma onda; no provenían, como había dicho Debby, «del mismo lugar», aunque en realidad ambos habían crecido en ciudades universitarias y sus padres eran profesores.

Probablemente fue la similitud de antecedentes lo que contribuyó a confundirlo y llevarle a suponer que Roo y él eran, cualesquiera fuesen los modales y el vocabulario de ella, semejantes. La culpa no era de él; Debby lo había dicho: «Cualquiera puede equivocarse, incluso tú».

No obstante, cuando Fred vuelve a oír mentalmente esta observación, la misma empieza a desconstruirse, volviéndose condescendiente, fría, despectiva. Se le ocurre por primera vez que Debby no simpatiza con él, que probablemente nunca ha simpatizado, que se alegra de verle deprimido y desconcertado. Sin embargo, no tiene la menor idea de por qué ha de ser así. La conoció incluso antes que a Joe, en el primer año de facultad y siempre ha pensado en ella como en una amiga, aunque no íntima.

De hecho, aunque no lo sabe, en principio, le gustaba mucho a Debby —demasiado para la tranquilidad de espíritu de ella. Cuando se encontraban —casi diariamente, en clase o en una conferencia o en una fiesta—, o cuando almorzaban juntos, por lo general en grupo, aunque de vez en cuando solos, Fred no reconoció sus sentimientos. Con la bonachona vanidad del que se sabe extraordinariamente apuesto, no se le pasó por la imaginación que la regordeta Debby, con su carita de bombón, podía abrigar la esperanza de que él se interesara amorosamente por ella, ni que, a medida que pasaba el tiempo, se consideró una mujer desdeñada. En la actualidad, la joven podría responder a quien se lo preguntara que Fred «le gusta», pero en su fuero interno lo considera bastante inmaduro y consentido. También experimenta cierto resentimiento profesional, tanto por cuenta propia como por la de su marido. ¿Por qué razón Fred, que no se graduó con mejores notas que ellos, que no ha publicado más, tiene un puesto en una universidad de la Ivy League, en tanto ellos dan clases en colegios de California de los que nadie ha oído hablar? Sólo porque se viste bien, tiene un aire zalamero en las entrevistas, y también gracias a sus relaciones: su padre es decano de otra escuela de la Ivy League. De acuerdo con un artículo que en cierta ocasión leyó Debby, Fred es un ejemplo claro de la Psicología del Derecho: fue educado para obtener, y cree merecer, todas las cosas buenas de este mundo. ¿Por qué le importaría a ella verle tropezar, incluso caer? Le haría bien darse unos cuantos golpes y llenarse los ojos de barro. El que Joe no le guarde a Fred el mismo rencor que ella —aunque en su opinión es básicamente mucho más brillante y más original— es otra prueba de la superioridad interior de su marido.

Pero Fred nunca ha sido sagaz para descubrir motivos desagradables en la conducta de sus amigos. Ahora piensa que de alguna manera debió de ofender a Debby, tal vez yendo a cenar a su casa con demasiada frecuencia. Quizás ella piensa que es un parásito y es posible que sea verdad, que se está aprovechando de ellos. (En realidad, esta idea jamás pasó por la imaginación de Joe ni de Debby.) Tengo que espaciar las visitas, piensa Fred mientras el metro traquetea hacia Notting Hill Gate; tengo que relacionarme con más gente en Londres.

Decide que, bien pensado, irá a la fiesta de la profesora Miner. Probablemente allí sólo conocerá a otros universitarios de cierta edad y tan susceptibles como ella, aunque nunca se sabe. Al menos habrá bebidas y, más importante aún, comida —suficientes hors d'oeuvres para no tener que comprar, por una vez, la cena.