Capítulo 5

El Diablo voló de norte a sur

con [Miss Miner] a cuestas,

y cuando descubrió que era una tontuela

la dejó caer [de Camdem] en la escuela.

 

Antigua rima popular

 

V

innie Miner está sentada en un banco del patio de juegos de una escuela primaria de Camden Town, viendo saltar a la comba a un grupo de niñas. La tarde de abril es ventosa; nubes grises y blancas embrolladas, como jabonaduras usadas, chapotean en el firmamento emitiendo alternativamente sobre su cuaderno luces y sombras. Ya tiene una voluminosa carpeta con versos recogidos en esta escuela y en otras, pero en su condición de folklorista contemporánea no sólo está interesada en los textos, sino en el marco en que tiene lugar, en cómo se transmiten y quiénes lo hacen, en la forma de expresarlos y su función social. Hasta ahora, hoy no ha visto ni oído nada sorprendentemente novedoso, pero no está decepcionada. Ha hablado con las alumnas de una clase y reunido material en ésta y en otras dos, concentrando sus esfuerzos en lo niños de diez y once años, que en general son sus mejores informantes: los menores conocen muy pocas «rimas y los mayores comienzan a olvidarlas bajo la perniciosa influencia de la cultura de masas y de la pubertad.

En conjunto, se ha corroborado la hipótesis de trabajo de Vinnie acerca de las diferencias entre las rimas británicas y norteamericanas. Los textos británicos suelen ser más antiguos y en algunos casos sugieren un origen medieval y hasta anglosajón; también son más literarios. Las rimas norteamericanas son más recientes, más bastas, menos líricas y poéticas.

Más adelante hará el análisis completo, pero ya percibe que la violencia es común a los versos de ambos países, algo que no sorprendería a ningún observador experto y tampoco sorprende a Vinnie, quien nunca ha pensado que los niños son especialmente dulces o bondadosos.

 

En la vía del tren

Polly recoge piedrecillas;

llega una locomotora

y le parte las costillas.

«Ay», gritó Polly,

«eso no es equitativo».

«Ay», gritó el maquinista,

«a mí me importa un comino.»

 

¿Cuántas costillas se rompió Polly?

Una, dos, tres, cuatro, cinco...

 

El sonsonete continúa, se repite; la cuerda gira, es un vibrante borrón en el aire, abarcando una elipsoide de espacio encantado. En su interior salta una niña, su largo pelo al viento, la falda tableada gris del uniforme de la escuela abierta en abanico por encima de sus nudosas piernas con medias de lana gris. Su expresión de espontánea concentración, la destreza y el placer se repiten en el rostro de la niña que ahora ocupa el primer lugar de la fila y se balancea al ritmo machacón de sus zapatos sobre el alquitrán húmedo. Durante su observación, la sensación más intensa que experimenta Vinnie —mucho más intensa que el interés profesional o un temblor cada vez que el sol se desliza bajo una nube— es la envidia.

Dado que es una autoridad en literatura infantil, la gente presupone que Vinnie debe adorar a los niños, y que el hecho de no tener hijos propios debe ser una tragedia. En nombre de las relaciones públicas, rara vez niega categóricamente estas suposiciones. Pero la verdad es muy distinta. En su opinión, la mayoría de los niños contemporáneos —en especial los norteamericanos— son competitivos, insensibles, estrepitosos y necios, al tiempo ahítos e ignorantes como resultado del exceso de televisión, «canguros», publicidad y videojuegos. Vinnie quiere ser una criatura, no tener una; no está interesada en el rol maternal, sino en una ampliación o recuperación de la que para ella es la mejor etapa de la vida.

La indiferencia por los niños reales es bastante corriente entre los expertos del mismo campo que Vinnie, y no desconocida entre los autores de literatura juvenil. Como a menudo ha señalado en sus clases, muchos grandes escritores clásicos tuvieron una infancia idílica que concluyó demasiado pronto, con frecuencia traumáticamente. Carroll, Macdonald, Kipling, Burnett, Nesbit, Grahame, Tolkien... y la lista podría ser más larga. El resultado de tan prematura historia parece ser una apasionada nostalgia, no de los niños, sino de la propia niñez perdida.

De pequeña, también Vinnie fue extraordinariamente feliz. Sus padres tenían buen carácter, la querían y se encontraban en una posición acomodada; sus primeros once años transcurrieron en agradables y variados ámbitos semirrurales. Entonces no significaba ninguna desventaja no ser guapa, y todos los niños son pequeños. Vinnie era inteligente, dinámica, estimada. Aunque su talla le impedía destacarse en casi todos los deportes, adquirió cierta autoridad a través de la confianza en sí misma y de su buena memoria para los juegos, las poesías, las adivinanzas, los cuentos y los chistes. Todo la fascinaba en aquellos tiempos: las horas en el aula y en el patio de recreo; la emocionante exploración de los terrenos cubiertos de hierbas, los callejones, los bosques y los campos; las visitas a tiendas; las excursiones y los veraneos en las montañas o junto al mar, con sus padres. Adoraba los libros —por cierto, aún prefiere la literatura infantil a la ficción adulta contemporánea. Le encantaban los juguetes, las canciones, los juegos, la primera sesión de los sábados en el cine del barrio, los programas de radio (especialmente «Annie la huerfanita» y «La sombra»). Le encantaban los días festivos, desde el primero de enero —día en que ayudaba a sus padres a brindar por el Nuevo Año recién nacido con un espumoso ponche de huevos sin alcohol— hasta las Navidades, con su meticuloso ceremonial familiar y la reunión de tías, tíos, primos y primas.

Súbitamente, cuando Vinnie tenía doce años, sus padres se mudaron a la ciudad. En la nueva escuela le hicieron saltar un curso y descubrió que había perdido todo lo que era importante en su vida para convertirse en una adolescente desaventajada; una «empollona» esmirriada, plagada de espinillas, de pecho chato y sin el menor encanto. El dolor de esta comparación es algo que nunca logró superar del todo.

Sin embargo, tal como sucedieron las cosas, Vinnie no tuvo que renunciar definitivamente a la infancia. En realidad, nadie tiene por qué hacerlo, cree Vinnie, y así lo declara. El mensaje de todas sus clases, libros y artículos —a veces explícito y más frecuentemente implícito— es que, como dice ella, debemos valorar y preservar la infancia: debemos «mimar al niño que llevamos dentro». El tema no es original, desde luego, pero sí una de las doctrinas fundamentales de su profesión.

Los anchos flecos de nubes que penden sobre su cabeza se han espesado; el edificio escolar, una estructura almenada de fuliginoso ladrillo Victoriano, intercepta el sol que declina. La comba saltona deja de definir su espacio mágico, cae flojamente y sólo queda de ella un trozo de vieja cuerda para tender la ropa. Mientras las niñas se disponen a partir, Vinnie las consulta para verificar algunas variaciones textuales que ha escuchado; les da las gracias y apunta sus nombres y edades. Después, guarda el cuaderno y sigue la ruta de las niñas a través del patio frío y cada vez más oscuro, cerrándose el abrigo con la mano, pensando en el té.

—¡Eh! Oiga, señora.

La niña que ha interrumpido sus pasos está de pie contra la pared de ladrillo manchada de humo y con inscripciones garabateadas, en el estrecho pasillo que corre más allá de la escuela hasta la calle. Es mayor que las que saltaban a la comba, debe de tener entre doce y trece años, es delgada y va mal vestida en un estilo casi punk. Lleva una astrosa rebeca de orlón que alguna vez fue rosa, prendida con un alfiler sobre la falda del uniforme, y una camiseta roja y negra que anuncia a un grupo rockero. Todo su aspecto es deplorable; se ha teñido el pelo, cortado al rape, de un repulsivo matiz magenta; su cabeza se asemeja a la piel sintética de los muñecos rellenos que se ganan —o con mayor frecuencia se pierden— en las ferias de los días festivos.

—¿Sí? —dice Vinnie.

—Tengo algo pa decirle —la cría se aferra a un doblez de la manga del abrigo de Vinnie—. Mi hermana dice que quiere versos. Versos que no les dirían a las maestras —sonríe, totalmente falta de atractivos, dejando al descubierto sus dientes desportillados e irregulares.

—Estoy reuniendo todo tipo de rimas —dice Vinnie y esboza una sonrisa profesionalmente amistosa—. Lo que he dicho en la clase de tu hermana es que tal vez sepan algunas que no desean recitar en público porque no son del todo correctas.

—Sí, eso digo. De ésas tengo a montones.

—Muy bien —dice Vinnie, reprimiendo su deseo de ir a tomar el té—. Me gustaría oírlas —la niña guarda silencio—. ¿No quieres decirme alguna?

—Puede ser —una precoz astucia retuerce sus rasgos informes y llenos de manchas—. ¿Cuánto me da?

El primer impulso de Vinnie es interrumpir allí mismo la conversación. Jamás un niño o un adulto le ha propuesto la venta de sus materiales; la sola idea es increíble. Él folklore es por naturaleza gratuito, no cobra derechos de autor —como dice un colega marxista, no está sujeto al sistema de mercancías capitalistas—, lo cual para Vinnie forma parte de su gloria. Pero es posible que esta desagradable criatura conozca alguna rima interesante, incluso singular; en más de treinta años, Vinnie ha aprendido que nunca debe rechazar un material ni juzgar el valor de un texto por la traza del informante. Además, Dios sabe muy bien que esa niña podría darle buen empleo a unos dinerillos.

—No sé —ríe torpemente—. ¿Está bien cincuenta peniques?

—Vale —la respuesta es animada, casi ávida.

Vinnie comprende que le ha ofrecido mucho más de lo que esperaba. Saca el cuaderno y la pluma; luego, al notar la mirada suspicaz de la cría, vuelve a meter la mano en el bolso. Cuando llegó a Inglaterra por primera vez, todavía circulaban las viejas monedas de plata; la nueva pieza octogonal de cincuenta peniques, una vez la encuentra, le parece más que nunca una medalla barata. Britania, entre su león y su escudo, se ve encogida, a la defensiva.

¿Y dónde se sentará Vinnie? A regañadientes lo hace en la única superficie horizontal disponible, un saliente de cemento sucio pegado al edificio de la escuela.

Aferrando la moneda, la cría de pelo malva se precipita pasillo abajo para registrar el patio de juegos ahora desierto, vuelve en dirección contraria hacia la calle. Quizá sólo haya sido la treta de una pordiosera, piensa Vinnie. Pero después de inspeccionar el escenario, la niña vuelve a acercarse furtivamente por el pasaje.

—Vale —dice.

—Un momento, por favor —Vinnie abre el cuaderno—. ¿Podrías decirme tu nombre?

—¿Pa qué? —la cría retrocede un paso.

—Sólo te lo pido para mis archivos —dice Vinnie con tono tranquilizador—. No se lo diré a nadie —esto no es estrictamente cierto: en sus obras publicadas siempre identifica y agradece a sus informantes; a lo largo de los años, más de un niño que encuentra los libros o los artículos de Vinnie, le ha escrito para darle a su vez las gracias.

—Pues... Mary, hmm... Maloney.

Su forma de decirlo da a Vinnie la certeza de que no se llama así, pero lo escribe.

—Sí. Adelante.

«Mary Maloney» se inclina hacia ella y dice en un ronco susurro:

 

«Madre, madre, madre, ponme una rosa aquí,

dos negritos vienen a por mí;

uno es ciego y el otro no ve,

ponme una rosa a ver si me huelen aquí.»

 

Sería inútil fingir que a Vinnie le gusta esta rima. Pero como no la ha oído antes, registra todos los versos y luego, de acuerdo con su costumbre, lee la rima en voz alta para confirmar que la ha escrito acertadamente.

—Sí. La pescó.

—Gracias. ¿Quieres decir otra?

«Mary Maloney» se apoya con dejadez contra los ladrillos llenos de hollín, por encima de Vinnie, enmudecida. El dobladillo andrajoso de su falda cuelga por un costado; lleva raídos los calcetines caídos y zuecos de plástico rojo muy mellados; tiene delgadas piernas blancas con piel de gallina.

—Si quiere más, págueme —gimotea.

Ahora le toca a Vinnie enmudecer; se ve superada por la solidez de la transacción.

—Apuesto a que sacará más mosca cuando venda mis cosas.

—Yo no vendo estas rimas —Vinnie trata de decirlo con tono amable, para disimular el disgusto y el reproche implícito.

—Entonces, ¿pa qué las usa?

—Las colecciono para... hmm —¿cómo puede explicar el trabajo de toda su vida a esa mente?— para el colegio donde doy clases.

—¿Sí?

La niña le dedica una mirada que significa que no se traga ese farol. Es evidente que está convencida de que Vinnie reúne versos verdes con algún fin dudoso, tal vez pervertido. También da la impresión de que, por una buena suma, vendería a Vinnie, o a cualquiera, lo que pidiera y de que es capaz de decir y hacer horrores.

—Bien —un suspiro irritada—. Diez peniques.

Ahora que ha llegado tan lejos, de alguna manera Vinnie se siente obligada a seguir. Abre una vez más el bolso y saca otra diminuta moneda desvalorizada. Mary Maloney se acerca tanto que Vinnie ve las raíces oscuras, cubiertas de caspa, de su pelo malva sintético, y huele su fétido aliento.

 

«Ojalá fuera una gaviota,

ojalá fuera un pato,

para la playa sobrevolar

viendo a la gente follar.»

 

La pluma de Vinnie interrumpe la transcripción. Este verso le gusta menos que el anterior: no sólo es vulgar, sino que contradice su tesis. Unos cuantos más como éste y su teoría sobre la diferencia entre las rimas escolares británicas y norteamericanas se irá por la borda, como dicen aquí.

—Gracias, es suficiente —cierra el cuaderno dejando inconclusa la rima y se pone de pie—. Te agradezco la ayuda —sonríe con los labios apretados.

Un viento frío recorre el patio de juegos cada vez más oscuro y se encauza por el pasillo, arrastrando papeles y basura.

—Eh, no he terminado —Mary Maloney la sigue a la calle.

—Ya está bien, tengo suficiente, muchas gracias —Vinnie empieza a bajar por Princess Road, pero la niña se arrima a ella, se aferra a su abrigo.

—¡Eh, espere! Conozco un montón más. Sé algunos todavía más verdes —Mary Maloney se pega a ella; con sus zuecos es más alta que Vinnie, que siempre lleva cómodos tacones bajos para sus expediciones de rastreo.

—Suéltame, por favor —exclama Vinnie von la voz cargada de asco y, hay que reconocerlo, miedo.

La calle está casi desierta, las nubes bajas y amenazadoras.

—Mary tenía un corderito...

El temor a oír lo que sigue dota a Vinnie de fuerza suficiente como para apartar la mano de la niña. Respira afanosamente y, sin volver la vista, camina a la mayor velocidad que le permiten las piernas sin llegar a correr.

De regreso al santuario de su piso cálido y acogedor, delante de una tetera en la que preparó una cantidad abundante de Twining’s Queen Mary y un cuenco con jacintos blancos encima de la mesa, Vinnie empieza a sentirse mejor. Hasta logra apiadarse de Mary Maloney, cuya vida es sin duda una desquiciada historia de privaciones, prematuramente expuesta a todo lo que es sintético y obsceno en la cultura popular.

Puede —decide mientras unta con mantequilla la segunda mitad de su bollo de canela— excluir de su estudio los dos últimos textos. A fin de cuentas, no son, parafraseando el título proyectado, Rimas infantiles británicas, sino rimas de una adolescencia precoz y corrupta. Además, no preguntó a Mary Maloney su edad: muy probablemente es mayor de lo que parece, poco desarrollada como muchos habitantes de los barrios bajos, seguramente tiene catorce o quince años, no es ninguna niña.

Sea como fuere, experimenta un punzante desasosiego. Mary Maloney no se aparta de su mente: las flacas piernas blancas con la piel de gallina, la cara sucia y sin relieve, los dientes cariados, los enmarañados mechones acrílicos, el peso de su codicia y sus necesidades.

También se le ocurre a Vinnie que, en cierto modo, la chica tenía razón: recibirá más de diez peniques por cada rima de su cuaderno cuando el estudio se publique. Y más aún si, como espera, Janet Elliot de Londres y Marilyn Krinney de Nueva York, acceden a editar una selección de sus poesías como libro infantil; ha puesto ya en marcha las negociaciones para que se cumpla este proyecto. ¿Qué diría de esto su amigo marxista? Según su estado de ánimo, que es sumamente inestable, podría decir: «Bien, de algo hay que vivir», o «Puta capitalista».

Por supuesto, si no utiliza la contribución de Mary Maloney, no la estará explotando. No, sólo estará explotando a veintenas, incluso a centenares de escolares que durante años le han transmitido sus rimas, sus cuentos, sus adivinanzas y sus chistes por nada. Pero pensar así es ridículo. Significa condenar a todos los folkloristas que en el mundo han sido, desde los hermanos Grimm en adelante.

Sí, piensa Vinnie, olvidará esos versos, así como prefiere olvidar gran parte del folklore adulto. Una erudita no puede permitirse el lujo de ser mojigata, por supuesto, y a lo largo de los años ha registrado casi sin pestañear una buena dosis de material subido de tono. Los niños son muy dados al humor de retrete.

 

Leche, carne y limonada

por debajo salen

en forma apelmazada.

 

Incluso ha utilizado este verso en sus clases (sin los concomitantes gestos hacia las partes del cuerpo, naturalmente) como ejemplo de la metáfora popular, demostrando el placer pre-moral indiferenciado de los niños por los alimentos y los productos corporales.

Pero algunos chistes contados por adultos y recogidos por otros estudiosos de la cultura popular desbordan a Vinnie, como dirían sus alumnos. No sólo son sucios, sino que acentúan un aspecto de la relación entre hombres y mujeres que ella prefiere no enfocar muy íntimamente. Por muy arrastrada que se vea por el sexo —y a veces ha sido arrastrada muy lejos—, Vinnie siempre retorna con una ligera sensación de azoramiento. Intelectualmente considera que el aspecto físico del amor es ridículo en el mejor de los casos, y sin duda alguna antiestético: no es uno de los mejores inventos de la naturaleza. Los órganos femeninos le resultan húmedos y aglutinados; los masculinos decididamente estúpidos, una especie de rosácea seta artificial. Como hija única de padres discretos, incluso pudibundos, Vinnie tenía seis años cuando vio desnudo por primera vez a un ser humano del sexo masculino, el hermano bebé de una amiga. Como era una niña educada, no hizo comentario alguno sobre lo que ante sus ojos era una especie de desafortunado bulto en la barriga del bebé, algo así como una gran verruga. Más adelante, a través de la contemplación de esculturas públicas y de los libros de arte de sus padres, se le ocurrió que otros representantes del sexo masculino, además del pequeño Bobby, tenían este defecto, aunque en el arte por lo general se lo ocultaba total o parcialmente mediante una hoja esculpida o pintada. Otros hombres, dedujo de una visita al Rockefeller Center y de una foto de la estatuilla Oscar que reprodujo «Life», no eran tan deformes. Cuando descubrió la verdad, su sentimiento preponderante fue de compasión. Una década más tarde vio el primer pene en erección; a pesar de todo lo que ahora sabía, lo primero que pensó fue que parecía infectado: doloroso, amoratado, hinchado. Aunque ha hecho esfuerzos por sofocarlas, estas ideas nunca están muy alejadas de la conciencia de Vinnie. Jamás se acostumbró al paisaje del sexo.

Pero aunque le resulte tonto y hasta repulsivo, descubrió Vinnie muy pronto, las sensaciones sexuales son maravillosas. Este hecho no la impactó como algo extraño, ya que lo mismo ocurre con la comida: una ostra o un plato de espaguetis no son ni remotamente deseables por sí mismos. La solución es sencilla: haces el amor en la oscuridad o cierras los ojos. Por supuesto, no en todos los casos era posible. En la facultad rompió con un hombre muy atractivo porque la pared opuesta de su cama era un enorme espejo con marco dorado, rescatado de un edificio demolido en las cercanías. Vinnie lograba mantener los ojos cerrados casi todo el tiempo, pero no podía dejar de abrirlos de vez en cuando; la vista de sus propias piernas blancas y delgadas envueltas alrededor de la espalda morena y velluda de su amigo Paul Cattleman la llenó de una profunda incomodidad que prácticamente suprimió todo placer.

Mientras crecía oyó decir a menudo al pastor de la iglesia de sus padres que el amor (en el matrimonio, naturalmente) era una bendición de Dios. Vinnie no es creyente, aunque sí algo supersticiosa, y no culpa a nadie del proceso reproductor humano. Pero si imaginara al tipo de Dios que así lo dispuso, éste no le inspiraría la menor veneración. Visualiza a una de esas deidades de bronce, gordas, indecorosas y desnudas que a veces ponen en venta en las tiendas orientales y cuyos avatares humanos son idolatrados por sus alumnos menos estables. Algún diosecillo rechoncho, con una imaginación muy limitada y el vulgar sentido del humor, acompañado de risillas bobas, que a veces se observa en los niños.

Antes de dejar los Estados Unidos, en cierto modo temía la perspectiva de carecer de amor físico durante seis meses, y preveía con angustia la frustración y/o los inoportunos incidentes que este hecho podía aportar a su vida: la necesidad de apelar con demasiada desesperación a las aventuras de la fantasía. Pero en realidad no se ha sentido tan frecuente y dolorosamente aquejada por el deseo como en el pasado, quizás a causa de la edad.

Incluso en su vida imaginativa, ha notado, en los últimos tiempos el reconocimiento profesional ha tendido a reemplazar al romance. Mientras se adormece con un libro en la mano, o apoya la cabeza entre las almohadas buscando el sueño, se aproximan a ella más cuerpos públicos que privados. Vinnie acepta sus insinuaciones tan cálidas y graciosamente como antaño, aunque ahora en posición vertical y no horizontal; no va envuelta en su mejor camisón negro, sino en la toga negra y la sedosa muceta de colores, como corresponde a la receptora de diversos premios y títulos honoríficos. Le molesta un poco ser lo bastante mujer de su generación como para sentirse más bien avergonzada de estas fantasías cuando está en vela. Sus alumnas feministas opinarían que estos ensueños son mucho menos graves que los anteriores, incluso los considerarían admirables. Pero Vinnie ha sido educada en la creencia de que, aunque el hombre puede trabajar para obtener fama o riquezas, la mujer debe esforzarse para obtener amor; si no el de un marido o unos hijos, al menos el de una profesión.

No, Vinnie no nota tanto como temía la ausencia del sexo. Lo que sí echa de menos es la veta cariñosa y romántica del amor, en la medida en que la ha conocido: los pausados paseos por el bosque, el intercambio de notas, la semicaricia furtiva en una fiesta muy concurrida, la mirada a través del salón en el club universitario, la sensación de compartir una compleja vida secreta. Pero está acostumbrada a echar de menos todo eso: anduvo escasa de ello casi toda su vida.

Y aquí, en Londres, piensa en ello mucho menos, porque son muchas más las cosas que la entretienen. Esta misma noche, por ejemplo, irá a la Opera Nacional con una amiga, a la que considera excelente persona y una de las mejores autoras de literatura infantil en toda Gran Bretaña.

 

En el Coliseum, durante el entreacto de Così fan tutte, Vinnie baja la escalera desde la galería en busca de un café para ella y su amiga Jane, que se ha torcido un tobillo. Abriga la esperanza de que la barra de abajo esté menos atestada, pero en realidad la encuentra aún peor: rodeada de hombres robustos que se empujan y que no tienen la menor intención de cederle el paso. Ha notado ya que los ingleses —quienes, a diferencia de los norteamericanos, hacen cola para todo sin protestar— se vuelven egoístas y avanzan a codazos en cualquier lugar, público o privado, donde ofrezcan alcohol. Piensa que es una especie de histeria nacional, probablemente resultante de las leyes sobre bebidas alcohólicas.

Vinnie renuncia a toda esperanza de tomar café y vuelve a encaminarse hacia la escalera, cuando ve a Rosemary Radley y Fred Turner sentados en un banco. No le sorprende encontrarlos juntos. Todos conocen ya su relación; incluso «Private Eye» ha mencionado a Rosemary «hablando de los asuntos ugandeses con un apolíneo y joven catedrático norteamericano». Asimismo, presumiblemente a causa de Fred, ha renunciado a una película que se está rodando en Italia. El papel no era muy importante, pero significaba una buena suma de dinero y, como dicen todos, Rosemary tiene que pensar en su reputación: no está cada día más joven.

Ninguna de esas comidillas afectan a los amantes. Van juntos a todas partes y Vinnie debe reconocer que forman una buena pareja. Rosemary es famosa por su belleza, y más de una amiga ha comparado el perfil de Fred con el de Rupert Brooke, que no está mal si sientes inclinación por las siluetas llamativas, piensa Vinnie. Tampoco dan la impresión de emparejar mal por la edad: la seriedad de Fred y los delicados retozos de Rosemary contribuyen a acortar las distancias. Y a la vista está que se han hecho bien mutuamente. Fred está sorprendentemente animado y Rosemary ha moderado su constante dispersión. Todavía salta de un tema a otro, aunque ahora lo hace con mayor serenidad.

Lo que sorprende ahora a Vinnie no es tanto la forma en que Fred mira a Rosemary —ha visto a mucha gente contemplarla así, incluyendo a algunos que no simpatizan con ella—, sino la inquebrantable concentración de Rosemary en Fred.

Como muchos artistas, Rosemary suele transmitir y no recibir impresiones. También parece incapaz, por regla general, de fijar su atención más de unos segundos en nada y en nadie; tal vez esto explique por qué nunca alcanzó el éxito en los escenarios. La televisión, por su lado, se filma por fragmentos: no exige una actuación prolongada y evolutiva, sino una breve y concentrada intensidad de expresión, algo de lo que Rosemary es indudablemente capaz —y famosa— en la vida privada.

Su modus operandi normal consiste en mariposear encantadoramente de tema en tema, de humor en humor, y de persona en persona, a menudo tan rápidamente que los perfiles de su conversación, e incluso de su presencia, parecen desdibujarse; deja tras de sí una impresión de destello y aleteo. Sus atuendos producen el mismo efecto. Rosemary nunca sigue las modas; ha desarrollado un estilo propio. Todo lo que lleva reluce, ondula y cuelga; no parece vestida, sino flojamente envuelta en telas ligeras, floridas, semitransparentes: velos y pañuelos y diáfanas blusas flotantes y faldas serpenteantes y chales de seda orlados. Sus cabellos están en flujo constante: teñidos y matizados en variados tonos que van desde el oro pálido al vainilla, alternativamente se recogen en acolchados moños, caen en sedosas nubes sobre sus hombros o se extienden en caprichosas volutas rizándose a los cuatro vientos.

Hoy, sin embargo, Rosemary parece extraordinariamente sosegada. Luminosas, aunque serenas, ondas rubias reposan sobre su frente; las sartas de abalorios azules y plateados, y su vestido largo de gasa estampada con flores difuminadas en azules claros, caen serenamente hacia el suelo; su mirada está fija en Fred. Vinnie tiene que hablar dos veces antes de que uno de los dos note su presencia.

—Oh, hmmm... hola, Vinnie —Fred se levanta prestamente, pero tropieza con su nombre de pila, que hace muy poco ella le ha autorizado a emplear—. Me alegro de verte. Necesito apoyo; Rosemary se muestra muy tozuda. Debes decirle que tengo razón.

—No seas chiquillo, querido. Vinnie estará de acuerdo conmigo. Ven, siéntate —con un aleteo de la manga y el tintineo de brazaletes de plata bañada en oro, Rosemary barre la banqueta que está a su lado.

La discusión concierne —o usa como pretexto— la cuestión de si Rosemary debe contratar o no a una señora de la limpieza. Aun antes de oír sus argumentos, Vinnie toma partido por Fred. La casa de Rosemary en Chelsea es famosa por su desorden, por su elegante desaliño; cada vez que Vinnie la ha visitado la ha encontrado abarrotada de cosas que necesitaban reparaciones, fregados, desempolvados, lustrados, vaciados y un cubo de basura. Pero Rosemary afirma estar perfectamente satisfecha con su actual método de organización hogareña, que consiste en dejar que todo siga como está hasta que le resulta inaguantable, momento en que solicita a la agencia «A su servicio» que le envíe a alguien por todo un día.

—No soporto los quehaceres domésticos —le dice a Vinnie—. Siempre me recuerdan a las dos tías solteronas de mi madre que vivían en Bath, adonde me mandaron de niña durante la guerra... dos antiguallas mezquinas y obsesivas. Toda la servidumbre se había largado, con excepción de la vieja arpía de Mrs. McGowan, pero ellas insistían en mantener impecable el caserón. Nunca paraban de fregar, deslomándose —Rosemary extiende y flexiona sus suaves dedos ensortijados—. Estaban furiosas conmigo porque yo era desordenada y desaseada.

«Eres una niña muy desconsiderada», solía decirme tía Isabel —Rosemary adopta una voz desconocida, débil y nasal—. «No debes esperar que Mrs. McGowan recoja todo lo que dejas tirado, tiene otras cosas que hacer. Si no cambias antes de ser adulta, ninguna sirvienta que se respete querrá trabajar para ti.» En ese preciso instante tomé una decisión. Les dije: «No quiero que nadie ordene mi cuarto. Me gusta tal como está». Quedaron anonadadas. Mi tía Etty dijo —otra voz, ahora más baja y fatigada—: «Ningún hombre aguantará en una casa tan desordenada como tu habitación». La pobre no sabía ni jota —Rosemary ríe provocativamente.

Además, prosigue, las asistentas acaban siempre por tomarse demasiadas confianzas y tratan de implicarte en sus horribles y patéticas vidas.

—Vosotros los norteamericanos... —hace una mueca a Vinnie y a Fred—, oh, no tenéis la menor idea de lo que es hoy en día el servicio doméstico en este país. Vosotros creéis que, si telefoneo a una agencia, me enviarán a una queridísima doncella salida de Arriba y abajo.

—No... —empieza a decir Vinnie, que nunca ha tratado de contratar en Londres a una señora de la limpieza, pues no puede costeársela.

—Lo que me mandarán —se apresura a continuar Rosemary— será una desdichada inmigrante que sólo habla paquistaní o portugués y le tiene pánico a la electricidad. O a una espantosa mujerzuela que no encuentra trabajo en una tienda ni en una fábrica porque es demasiado estúpida y de mal genio. Dos veces por semana tendría que prestar atención a sus dolores de espalda y a su estreñimiento y a su marido borracho y a sus hijos delincuentes y a sus disputas con el Ayuntamiento por el piso —Rosemary pasa a un tono arrabalero—. Y las lombrices del perro y las pulgas del gato y la muda del canario, oh, pobrecillo, está perdiendo las plumas, algo horrible, y no quiere ni probar su maldito alpiste.

Fred premia la representación con una sonrisa apreciativa y luego se dedica a criticar el guión.

—No tiene por qué ser así —le dice a Vinnie—. Aún se puede encontrar a una buena señora de la limpieza yendo a una agencia acreditada. Posy Billings me dio el nombre y la dirección de una cuando estuvimos en su casa el último fin de semana. Si la mujer es muy charlatana, Rosemary puede salir de la casa, algo que no puede hacer con la gente de «A su servicio», porque le envían a una persona distinta cada vez. ¿No te parece?

—Mmm —asiente Vinnie, pero lo que piensa es que Fred Turner, después de unas pocas semanas de relación, ha conseguido lo que probablemente ella nunca conseguirá: una invitación a la casa de campo de Posy Billings en Oxfordshire.

—Los de «A su servicio» son, en su mayoría, actores, cantantes y bailarines sin trabajo —explica—. No tienen la menor idea de cómo se limpia una casa. Cuando voy, generalmente les veo inmóviles, con un trapo en la mano, como si fuera el incomprensible accesorio de una obra, o empujando la aspiradora hacia atrás y hacia adelante en el mismo fragmento de la alfombra, hablando de cuestiones de teatro y tratando de convencer a Rosemary de que les consiga un papel en El castillo de Tallyho.

—No siempre —protesta Rosemary y emite su suave risilla.

—Y si ella sale —prosigue Fred—, si no los vigila constantemente, se toman su whisky, se comen su paté, ponen sus discos y a veces su ropa. Manchan las ventanas con detergente y estropean el parquet con jabón y agua caliente, hacen trapos con sus pañuelos de seda y los usan para quitar el polvo.

Mientras Fred narra esta serie de desastres, Vinnie no sólo se sorprende por su dominio de los detalles del mantenimiento de una casa, sino por su familiaridad con las circunstancias domésticas de Rosemary. Evidentemente ahora no está viviendo con ella, pero Vinnie se pregunta si no estará planeando mudarse, sobre todo si mejoran las condiciones. Piensa en la observación de la tía de Rosemary en el sentido de que ningún hombre se quedaría en la casa de su sobrina debido al desorden. Tal como insinuó Rosemary, su tía estaba equivocada: muchos hombres habían permanecido en su casa. Por otro lado, ninguno había aguantado mucho.

Sin darle tiempo a terciar en la controversia, suena el timbre que anuncia el comienzo del segundo acto. Lo mismo da, piensa mientras sube la escalera hacia la galería, recibiendo empellones de personas más fuertes y robustas que ella: un ajeno nunca debe aventurar su opinión en discusiones de esta especie, que en general sólo son el sucedáneo de un juego amoroso. Al menos en el caso de Rosemary, la pelea no parecía ser más que un pretexto para un monólogo teatral y una broma cariñosa. Incluso por momentos adoptó la postura contraria, sumando peso a los argumentos de Fred, por ejemplo relatando que una vez volvió a su casa y encontró a un joven de «A su servicio» remojándose en burbujas rosadas en su bañera. «¡Y ni siquiera era atractivo! Era más bien rechoncho, estaba todo enjabonado y empezó a gemir. Más tarde descubrí que había gastado todo mi Vitabath.»

Pero Fred, por debajo de su aparente ligereza, está tocando la trompeta. Tiene un compromiso temperamental con la idea del orden, que ya demostró delante de Vinnie en reuniones del Comité de Biblioteca de Corinth. Es indudable que el polvoriento caos de la casa de Rosemary debe de parecerle un telón de fondo sumamente inadecuado para su dúo amoroso. Además, no debe de gustarle mucho que jóvenes actores ambiciosos charlen íntimamente con Rosemary o chapoteen en su bañera (por gordinflones que sean).

Vinnie conjetura que Rosemary ganará el debate. Está acostumbrada a salirse con la suya y además se trata de su casa y, por si fuera poco, está en su país. Pero en el aire de Fred hay algo que sugiere que no claudicará fácilmente. El último otoño, en el Comité de Biblioteca, se mostró bastante terco, aunque en todo momento amable: dispuesto a prolongar una reunión más allá de las cinco con tal de hacer valer su punto de vista. Vinnie pensó que quizá se debía a que no quería volver a un apartamento vacío. Pero tal vez la obstinación de Fred forme parte de su carácter, en cuyo caso es posiblemente la causa, y no el resultado, de su reciente soltería.

 

Más tarde, acostada, hundiéndose en una agradable inconsciencia, con las melodías de Mozart flotando vagamente en su cabeza, Vinnie oye el inconfundible sonido del timbre. Sobresaltada, levanta la cabeza de la almohada. Lo primero que se le ocurre es que es uno de esos asiduos del alojamiento municipal, hombres desastrados, de cara carnosa, y con la ropa sucia, que gandulean en los bancos del paso subterráneo del ferrocarril cuando hace buen tiempo, pasando de mano en mano una botella envuelta en una bolsa de papel arrugada, o que caminan haciendo eses por las calles cercanas a la estación de metro de Camden Town, mascullando para sus adentros o refunfuñando ante desconocidos. La siguiente y más disparatada idea es que la chica del patio de la escuela ha descubierto donde vive y aguarda en el pórtico para recitar el resto de sus depravadas poesías infantiles en cuanto Vinnie abra la puerta.

Otro largo timbrazo. Cautelosamente abandona el edredón de plumas y avanza descalza, a pasos quedos, por el vestíbulo, con su camisón de franela y la bata. La luz de la entrada se cuela por el dintel y cae sobre las frías baldosas blancas y negras; un estremecimiento trepa por sus piernas. Su visión del ignoto visitante se multiplica, e imagina en el umbral a una reunión de vagabundos borrachos y a una pandilla de punks adolescentes con el pelo color malva, entonando groserías.

Una tercera llamada, más prolongada, en cierto modo lastimera. Es una debilidad acobardarse detrás de dos puertas cerradas a cal y canto, piensa Vinnie. Londres no es, como Nueva York, una ciudad anónimamente indiferente. Conoce a todos los vecinos de la casa; si tuviera que gritar acudirían a toda prisa para ver qué le ocurre, como hicieron (incluida Vinnie) el mes pasado, cuando se quemó la «canguro» del piso de arriba. Sujetándose la bata, abre la puerta del piso.

—¿Sí? —pregunta con tono agudo—. ¿Quién es?

—¿La profesora Miner? —una voz masculina norteamericana, amortiguada por la gruesa puerta exterior de roble.

—¿Qué? —ahora su tono es menos temeroso, más impaciente.

—Soy yo. Chuck Mumpson, del avión. Tengo que decirte algo.

—Un momento —Vinnie se detiene a pensar.

Debe de ser bastante más de las once, una hora inaudita para una visita social, sin contar que apenas conoce a Chuck Mumpson. No lo ve desde que tomaron el té en Fortnum and Mason’s, aunque una vez le telefoneó para mantenerla al corriente de su investigación genealógica. (Siguiendo el consejo de Vinnie, ha localizado un pueblo de Wiltshire llamado South Leigh. «Lo escriben distinto, tal como me dijiste que era probable.» Entonces tenía la intención de visitarlo.) Si le dice que se vaya, podrá volver a la cama y dormir lo suficiente como para estar presentable a las nueve de la mañana, cumpliendo su cita con una escuela primaria de la zona sur de Londres. Por otro lado, si él se marcha, quizá no vuelva nunca y ella jamás sabrá qué descubrió sobre su antepasado, la figura folklórica local.

—Espera un minuto —grita.

—Bien —grita Chuck.

Vinnie regresa al dormitorio y vuelve a ponerse el vestido que llevó para ir a la ópera. Se pasa el cepillo por el pelo y dedica una mirada crítica y desalentada a su rostro; pero ni éste ni el visitante merecen el esfuerzo de maquillarse.

Su primera impresión de Chuck, cuando lo ve a la luz, es inquietante: parece enfermo, decaído, desarreglado. Su tez curtida ha adquirido una palidez grisácea; su pelo moteado, el poco pelo que le queda, está despeinado; la horrible gabardina de plástico está arrugada y enmohecida. Cuando Vinnie cierra la puerta del piso, Chuck se bambolea y camina de costado; en seguida se recupera y permanece con la mirada opaca fija en el espejo del vestíbulo.

—¿Te encuentras mal? —pregunta ella.

—Sí, creo que sí.

Instintivamente, Vinnie retrocede.

—No te inquietes. No estoy borracho ni nada parecido. Quisiera sentarme. ¿Puedo?

—Sí, por supuesto. Por aquí —enciende una lámpara de la sala de estar.

—He recorrido un largo camino —Chuck se hunde en el sofá, que cruje bajo su peso; todavía respira laboriosamente—. Vi que tenías la luz encendida y supuse que estabas levantada.

—Mmm —Vinnie no le explica que siempre deja encendida la lámpara del escritorio de su estudio, que da a la calle, con el propósito de despistar a los ladrones—. ¿Quieres un café? ¿O prefieres una copa?

—Lo mismo da. Un trago, si tienes.

—Me parece que hay un poco de whisky.

En la cocina, Vinnie sirve un whisky bastante flojo con agua y pone el hervidor al fuego para tomar un poco de té, preguntándose qué será lo que tiene tan abatido a Chuck Mumpson. Cuando vuelve a la sala, él sigue sentado, con los ojos desorbitados; parece impropio, demasiado voluminoso para su piso y su sofá.

—¿No quieres quitarte la gabardina?

—¿Qué? —Chuck parpadea—. Ah, sí —sonríe apenas—. Lo había olvidado —se incorpora, se quita el plástico manchado y vuelve a dejarse caer en el sofá; su aspecto no mejora.

La chaqueta del traje del Oeste está mal abrochada, de modo que el costado izquierdo queda más alto que el derecho, y lleva doblada una punta del cuello. Vinnie no dice nada; el aspecto de Chuck Mumpson no es asunto suyo.

—Toma.

Chuck coge el vaso y lo sujeta como si estuviera estupefacto.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunta Vinnie, al mismo tiempo aprensiva e impaciente—. ¿Es... se trata de tu familia?

No. Esos están bien. Supongo. No tengo noticias últimamente —Chuck contempla el vaso de whisky, lo levanta, da un trago, vuelve a bajarlo, todo en cámara lenta.

—¿Encontraste a tus antepasados en Wiltshire?

—Sí.

—Qué bien —agrega un poco más de leche al té, para prevenir la acidez estomacal—. ¿Y encontraste al sabio, al ermitaño?

—Sí. Lo encontré.

—¡Qué suerte! —observa Vinnie, ansiosa de que le cuente todo de una buena vez—. Muchos norteamericanos vienen aquí para investigar su ascendencia y casi ninguno descubre nada.

—Jilipolladas —por primera vez Chuck habla con su fuerza habitual o con más energía de la acostumbrada.

—¿Qué dices? —Vinnie está atónita; su taza de porcelana golpetea el platillo.

—Disculpa, pero todo fue una jilipollada. El conde, el castillo... Mi abuelo me embaucó. O alguien lo embaucó a él.

—¿De veras? —Vinnie finge sorpresa, aunque bien pensado, no le resulta extraño que Chuck Mumpson no sea descendiente de la aristocracia inglesa. Por otro lado, para sus objetivos, no tiene la menor importancia que su antepasado el ermitaño haya sido o no haya sido conde—. Continúa.

—Bien. Vaya, alquilé un coche en el garaje que me recomendaste y fui al campo, a ese South Leigh. No es gran cosa: una iglesia vieja y unas cuantas casas. Me alojé en un hotel de una población cercana. Fui a la biblioteca y pregunté qué podía hacer para ver los registros municipales de South Leigh, como me indicaste, y los archivos de contribución territorial. Encontré a un montón de Mumpson, pero no eran nada especiales. Casi todos granjeros y ninguno se llamaba Charles. Perdí una barbaridad de tiempo. Todo estaba fuera de servicio por distintas razones, todas estúpidas, por ejemplo que era jueves por la tarde. Todos cierran a mitad de semana. Las tiendas también. Caray, no es extraño que les hayamos sacado tanta ventaja, ¿no te parece?

—Mmm —lo último que quiere Vinnie a esa hora de la noche es iniciar una discusión acerca de los logros económicos comparativos entre los Estados Unidos e Inglaterra.

—Debido a alguna extraña razón, la Sociedad Anticuaría funcionaba. Hablé con la secretaria; ella descubrió el que parecía ser el lugar adecuado, bastante lejos tierra adentro. En el libro decía que allí había vivido un ermitaño a finales del siglo dieciocho. El sitio estaba en la propiedad de una gente que ella había conocido, el coronel Jenkins y su esposa. Me puse en contacto con ellos y me invitaron a visitarlos. ¿Te molesta que fume?

—No, adelante —Vinnie suspira.

Normalmente no permite que enciendan cigarrillos en su clase, en su despacho o en su casa; cuando da una fiesta pide a los invitados adictos a la nicotina que salgan al aire libre o a otra habitación.

—Estoy tratando de abandonar el vicio —Chuck saca un paquete de cigarrillos—. Según el médico, tengo que dejarlo. Pero me vuelvo loco si no fumo. No puedo dormir, no puedo concentrarme en nada —suelta una risa falsa, enciende una cerilla, aspira.

—Es una pena —comenta Vinnie, que a menudo discretamente (y en ocasiones ruidosamente) se ha jactado de no haber probado el tabaco en su vida.

—Ahhh —la boca de Chuck despide apestosos remolinos—. Vaya, de algo hay que morir.

Con dificultad, Vinnie se abstiene de observar que, según todos los informes científicos, el enfisema pulmonar y el cáncer de pulmón son dos de los métodos de tránsito más desagradables.

—De cualquier manera, tenía que perder casi todo el día antes de ir a ver al coronel Jenkins. Estaba dando vueltas por la Sociedad Anticuaría, leyendo algo sobre la aristocracia local, y me puse a conversar con un tipo que es arqueólogo. Está trabajando en una excavación de las afueras, donde antes había una aldea. Realmente vieja, de la Edad Media. Para él un par de siglos atrás es lo mismo que ayer. Estaba buscando unas cosas, pero el mejor lugar que tienen para la excavación siempre se llenaba de agua. Ninguno de los miembros de su dotación sabía de dónde venía ni qué podían hacer para solucionarlo. Vaya, me dije, esto es lo mío, al menos era lo mío.

La voz de Chuck ha adquirido un matiz doloroso, quejumbroso. Vinnie lo reconoce: es el silbido de autocompasión que, en el pasado con tanta frecuencia atraía a Fido a su lado. Quizá como todavía está un poco confusa porque tiene sueño, imagina que Fido también lo oye desde debajo del sofá, donde ha estado hibernando durante los dos últimos meses; imagina que despierta, que abre sus grandes y tristes ojos pardos.

—Vaya —prosigue Chuck—, dije que iría a echar un vistazo al lugar. Ocurrió que habían montado mal una de las bombas y que casi toda el agua que sacaban volvía a meterse en el hoyo. Entonces ese tipo, se llama profesor Gilson, reunió a su equipo, cambiamos de lugar las tuberías y el agua empezó a bajar. Me reconcilié conmigo mismo. Cogí la cámara y tomé montones de fotos de ellos, del lugar y de las cosas que habían encontrado. Luego, todos nos fuimos a tomar una cerveza para celebrarlo y después almorzamos en la taberna. Mejor comida, con mucho, que la que me han dado nunca en el hotel de Londres, y mucho más barata. Les conté lo que estaba haciendo en Wiltshire y que pensaba localizar a mi antepasado el conde aquella misma tarde. ¡Qué burro fui! Tendría que haber sabido lo que iba a ocurrir, con mi mala pata de siempre.

—Mmm —responde Vinnie. Ahora la llamada es inconfundible; Fido sale arrastrándose de debajo del sofá y se echa a los pies de Chuck.

—Pero volví al hotel y me puse de punta en blanco; estaba todo embarrado por la excavación y quería que se notara mi parentesco con un gran señor. Al principio, cuando vi la casa de Jenkins, me desilusioné: no era la idea que yo tenía de un castillo. No había ninguna torre, ningún foso, nada de nada. Pero era una enorme casona antigua de piedra, de más de doscientos años, me enteré después, con un frontón y columnas y esculturas de emperadores romanos en el jardín, cubiertas de musgo de doscientos años de antigüedad. El césped parecía un hipódromo salpicado de florecillas. Sí, pensé, esto funciona. Estaba henchido de orgullo. Sabía que el coronel y Lady Jenkins eran propietarios de la finca desde hacía apenas treinta años, de modo que imaginé que mis antepasados la habrían vendido en algún momento. Tal vez vivían en un lugar más colosal, o ya se habían muerto todos. En cierto sentido era una pena, porque no llegaría a conocerlos; claro que, en ese caso, yo sería el legítimo heredero al que no pudieron rastrear, ¿por qué no? Quiero decir que las cosas podrían haber sido así, ¿no?

—Supongo que sí —dice Vinnie, distraída por la visión de Fido, que ahora menea su rabo blanco sucio y levanta la vista ansioso, en dirección a Chuck.

—Pero las cosas no fueron así. El coronel y Lady Jenkins estaban enterados de todo. Me llevaron a ver la ermita en el bosque, detrás de la casa. Era lo que, según ellos, se llama gruta... una especie de cueva natural entre las rocas, junto a un riachuelo, levantada con cemento y guijarros y conchas, como una salita de piedra. Tenía una puerta arqueada y una ventana, y los muros traseros chorreaban humedad. Todo estaba lleno de musgo, hojas muertas, telarañas y un par de muebles viejos, de ésos de troncos con su corteza, como los que se ven en los parques nacionales, ya sabes.

—Mmm.

—Por supuesto, ahora no vive nadie allí, aunque me dijeron que hace mucho hubo un ermitaño. Pero no era un señor, sino un pobre viejo al que contrataron para que se quedara en la gruta. La gente rica solía hacer eso en aquellos tiempos, me dijo el coronel Jenkins, del mismo modo que un comerciante de Tulsa con un rancho de cuatro hectáreas se compra un par de caballos o unas pocas cabezas de ganado: no para obtener beneficios, sino como decoración, para que haga bonito, digamos. Así fue como compraron a ese infeliz. Los Jenkins me mostraron un viejo libro con una lámina de la gruta, cuando era nueva. El ermitaño estaba en la entrada; tenía una barba rasposa, los pelos largos y un sombrero de paja blanda, como los que usan las campesinas.

—Nada es eso indica que no fuera tu antepasado —dice Vinnie.

—Era él, de acuerdo. Lo llamaban «el viejo Mumpson» y cobraba veinte libras anuales, además de casa y comida. Estaba todo en el libro. Ni siquiera sabía escribir: firmaba con una «x»; sólo era un viejo vago y mugriento.

En la mente de Vinnie, Fido se levanta y apoya las patas delanteras en las rodillas de Chuck.

—Entonces, ¿qué hay de lo que te contó tu abuelo? —pregunta—. Me refiero a eso de que tu antepasado era una especie de sabio y también al manto hecho con una docena de pieles distintas.

—¿Quién puede saberlo? En la lámina no se ve muy claro, podrían ser pieles. El coronel y Lady Jenkins nunca oyeron decir nada de eso, aunque se mostraron muy interesados y tomaron notas. Fueron muy amables conmigo. Me invitaron a tomar el té con pasteles, panecillos y mermelada casera. La mermelada tenía un raro color verde, pero sabía muy bien. La habían hecho con grosellas espinosas, sean lo que sean grosellas espinosas.

Me mostraron los alrededores y respondieron a todas mis preguntas. Pero me di cuenta de que pensaban que yo era un pobre idiota, un paleto que busca a condes en una cueva sucia y húmeda del monte. Ellos tienen a montones de antepasados, todos auténticos. La casa estaba llena de retratos antiguos.

—Es una pena —murmura Vinnie, refiriéndose tanto a su propia frustración como a la de Chuck.

—Casi me desmayo. Lo único que quería era huir de allí. Conduje hasta Londres, devolví el coche y me alojé otra vez en el mismo hotel cerca de la Terminal Aérea. Cada vez me sentí peor. Estaba agotado, pero no podía dormir ni comer ni quedarme quieto en la habitación. Finalmente salí a dar un paseo. No sabía adonde iba, creo que recorrí a pie medio Londres. Después me acordé de ti —vuelve a hundirse en el sofá y se queda en silencio.

La investigación tiene sus riesgos, piensa Vinnie, observándole. El estudio de la literatura infantil, por ejemplo, le ha revelado ciertas cosas que por suerte no sabía de niña y que no le hace ninguna gracia saber ahora: por ejemplo, que a Christopher Robin Milne se le amargó la época escolar en virtud de su relación con los libros de Pooh, o que El viento entre los sauces está cargada de una paranoia cerril en contra de la clase obrera. Tal vez sería mejor dejar en paz algunas fantasías adultas, como la creencia de Chuck Mumpson en un antepasado aristocrático.

—Bien, claro que es una decepción —Vinnie habla animadamente, para no estimular a Fido—. Pero no entiendo por qué razón estás tan perturbado. A fin de cuentas, la mayoría de la gente carece de antepasados ilustres. Algunos ni siquiera tienen descendientes —Fido vuelve la cabeza y dedica a Vinnie una mirada optimista—. Quiero decir que no estás peor ahora que antes:

—Eso es lo que crees tú —Chuck suelta un gruñido contenido que vuelve a reclamar toda la atención de Fido—. No sabes lo que significará para mí volver a Tulsa. Los parientes de Myrna son gente de categoría: tienen gráficos de su familia que llegan hasta antes de la Revolución. Siempre me han mirado por encima del hombro. No les caían bien mis orígenes, ni mi forma de hablar, ni la clase de trabajos que tenía. La madre de Myrna pensaba que ingeniero sanitario era una expresión sucia. En una ocasión le dijo a Myrna que cada vez que la oía pensaba en las compresas.

—¿Sí? —dice Vinnie, formándose una opinión negativa de las pretensiones de finura de la familia de Myrna.

—Y su hermana es psicóloga, licenciada en la Stanford University. Le dijo a Myrna que yo echaba a faltar el trabajo porque mi mente se había quedado atascada a los tres años, y secretamente quería tener una excusa para jugar con mi caquita.

—¿Sí? —repite Vinnie, aunque esta vez con cierta indignación.

—Después que me echaron de Amalgamated, todo fue de mal en peor. Todo era «Vaya, Myrna, ya te lo había dicho».

—Supongo que todos tenemos parientes así —dice Vinnie, aunque no es su caso.

Fueron sus así llamados amigos, más bien, quienes le habían advertido que su marido seguía chiflado por la antigua novia y que su matrimonio no duraría, y también quienes más adelante le recordaron lo clarividentes que habían sido.

—No debes hacerles caso.

—Sí. Es lo que trato de hacer. Pero no ocurre lo mismo con Myrna. Como no logré encontrar otro trabajo, pensó que su hermana siempre había tenido razón, que yo no hacía ningún esfuerzo. Caray, presenté un centenar de solicitudes con antecedentes profesionales. Lo que pasa es que nadie quiere contratar a un tío de cincuenta y seis o cincuenta y siete años. La seguridad social les sale muy cara y están convencidos, para colmo, de que uno ha pasado su mejor momento. Caray, en otros tiempos yo solía pensar lo mismo.

—Mmm —dice Vinnie, rememorando ciertas reuniones de personal de su Departamento—. Supongo que muchos piensan lo mismo.

—Después de un tiempo me di por vencido. Empecé a beber como una esponja, al principio de noche, cuando no podía dormir. Era la mejor hora. La casa estaba en silencio y no tenía que hablar con Myrna ni ver trajinar a la criada, siguiéndome a todas partes con la maldita aspiradora. Si me encontraba muy mal, empinaba el codo hasta pasar del otro lado. A veces no me levantaba de la cama hasta el día siguiente a media tarde. O cogía el coche y conducía, a veces casi toda la noche, sin ir a ningún sitio, como una maldita rata que escapa del infierno. Un murciélago, quiero decir —Chuck ríe torpemente—. Y después el choque.

—¿Sí? —lo apremia Vinnie un minuto después, pues él no retoma la historia—. ¿Un accidente? ¿Te hiciste daño?

—No, no demasiado. Yo... No importa. Fue grave. Me cargué el coche y la poli me detuvo por conducir borracho. Para Myrna fue la última gota. En otros tiempos yo le gustaba, pero después de eso ni siquiera me miraba a la cara. No veía la hora de que me metieran en el avión. Ahora se avergüenza de mí, lo mismo que todos. También Greg y Barbie —Fido, triunfante, apoya las patas en los hombros de Chuck y lame entusiasmado su ancha cara curtida.

—Oh, no creo... —dice Vinnie, pero se interrumpe.

Es posible que la mujer de Chuck y sus hijos adultos se avergüencen de él: ¿ella qué sabe?

—Por eso no volví con la condenada excursión. Estaba hasta las narices de Londres, pero no podía enfrentarme con Tulsa. Pensaba que lo mejor para todos sería que nunca volviera. Myrna haría una escena, pero se sentiría aliviada. Sería libre y también respetable. Hay un urbanizador, el gordo al que le vendió una parcela enorme para levantar un centro comercial, que está loco por ella, le sobra la pasta y tiene grandes ambiciones políticas. A Myrna le encantaría: siempre quiso que yo me presentara para algún cargo. Su familia habría puesto el dinero, pero yo no me veía haciendo eso, nunca me gustaron los políticos. Sin embargo, ese tío se adhiere a los renacidos principios cristianos y a la ortodoxia conservadora. Podría casarse con una viuda, pero no con una divorciada.

»Sea como sea, pensaba yo, si me aparto del camino de Myrna, ella saldrá beneficiada. Vaya, ya sabes, no le he cogido el truco al tráfico de aquí, ni a esos coches tan pequeños que apenas se ven venir, ni a los disparatados autobuses de dos pisos. He tratado de recordar mirar para el otro lado y hacer todo al revés, pero no he logrado concentrarme. Un par de veces he estado muy cerca. No me ha importado; pensaba, bueno, de acuerdo, por qué no... al fin y al cabo he tenido una vida medianamente buena.

A Vinnie la acomete el extraño impulso de emular a Fido, de abrazar y consolar a ese grandullón semiletrado. Se siente irritada consigo misma y después con él.

—Oh, por favor, no dramatices —les dice a ambos.

—No. Eso es lo que yo pensaba, de veras. Pero después de hablar contigo en aquel restaurante y especialmente cuando localicé South Leigh, empecé a sentirme mejor. Pensé que todavía podría demostrarles algo. Volvería a casa con elegantes parientes ingleses, un castillo, a lo mejor un juego de esos platos que venden aquí, con los bordes dorados y un escudo de armas pintado. Eh, mira, le diría a Myrna, no soy el imbécil despreciable que creías. Hablemos a tu madre y a tu extrañadísima hermana de mis antepasados, cariño. Y los chicos se pondrían contentos. Tendría algo para darles a modo de compensación, para indemnizarlos. Esta tarde mandé una postal a Myrna desde South Leigh, en la que escribí: «Pisándole el rastro a Lord Charles Mumpson Primero, parece que el abuelo tenía razón». Espera a que se entere de cómo es la realidad. Nunca se acabarán las tomaduras de pelo. A Myrna le gusta un buen chiste, sobre todo si es a costa mía.

—¿Sí? —dice Vinnie, formándose un opinión aún más negativa de la mujer de Chuck.

—Lo lleva en la sangre. Su tío Mervin se atragantaría de risa. Todo lo que necesita es un tipo caído, un cabeza de turco.

—¿Sí? —hace mucho que Vinnie no oye esta expresión. Imagina a Chuck como un tipo caído, una especie de doble degradado al que obligan a ejecutar su número repetidas veces para diversión de los parientes de su mujer—. Bien, si ése va a ser el resultado, no les cuentes nada.

—Sí... sí... claro —se inclina hacia adelante—. No. Está la maldita postal.

—Diles que fue un error, una pista falsa. ¡Por Dios!, Chuck, muestra un poco de iniciativa.

—Sí. Es lo que siempre me dijo Myrna —vuelve a desplomarse en los cojines, abrazado a Fido.

—Muy bien, entonces no muestres un poco de iniciativa —dice Vinnie, perdiendo la paciencia—. Échate en medio de la calzada y deja que te atropelle un autobús, si eso es lo que quieres. ¡Pero basta de compadecerte de ti mismo!

La mandíbula cuadrada de Chuck cuelga; la mira fijamente, mudo.

—Quiero decir, en nombre de Dios —Vinnie respira con dificultad, repentinamente furiosa—, eres un anglosajón blanco, de buena salud y sin obligaciones, con más dinero y tiempo libre del que eres capaz de consumir. Cualquiera sería capaz de matar para estar en tu lugar. Pero tú eres tan estúpido que ni siquiera sabes gozar de la vida de Londres.

—¿No? ¿Qué es lo que hago mal, por ejemplo? —ahora Chuck parece indignado además de herido, pero Vinnie no puede contenerse.

—Quedarte en ese horrible hotel para turistas, por ejemplo, y tragar sus horribles comidas, e ir a ver comedias musicales seudonorteamericanas, cuando la ciudad está llena de buenos restaurantes y cuando podrías ir todas las noches al Covent Garden.

Chuck no responde: está boquiabierto.

—Claro que no es asunto de mi incumbencia —agrega ella bajando el tono, asombrada de sí misma—. No quise gritarte, pero es muy tarde y mañana tengo que levantarme temprano para ir a la escuela de Kennington.

—Sí. Está bien —Chuck mira la hora y se incorpora lentamente; adquiere un aire dolorido, envarado, formal—. De acuerdo, profesora, me largo. Gracias por el trago.

—De nada —Vinnie no se resigna a seguir disculpándose con Chuck Mumpson.

Le acompaña hasta la puerta, lava el vaso y la taza, los pone a secar, vuelve a ponerse el camisón de franela y se acuesta, notando desaprobatoriamente que son las doce y diez.

En lugar de conciliar el sueño, su mente no deja de dar vueltas con un zumbido atascado y chirriante. Está furiosa consigo misma por haber perdido los estribos y haberle dicho a Chuck lo que piensa de él, como si eso sirviera de algo. Hacía años que no se indignaba de esa manera con nadie; su expresión normal de ira era una retirada fría, con los labios apretados.

También está furiosa con Chuck: por haberla despertado privándola del sueño necesario, por no haber descubierto interesantes materiales folklóricos en Wiltshire, por ser tan grandote, tan desdichado y tan mentecato sin remedio. El y su historia la hicieron pensar en todo lo que a ella le disgusta de los Estados Unidos, y también en todo lo que le disgusta de Inglaterra: sus hoteles turísticos, sus tiendas para turistas, su barata y exagerada explotación del negocio turístico, la corrupción de muchos de sus ciudadanos por la cultura comercial norteamericana, que deviene en una grosería analfabeta casi norteamericana («Ojalá fuera una gaviota, ojalá fuera un pato...»).

¿Por qué la persigue la vulgaridad transatlántica de manera tan espantosa? No es justo, piensa Vinnie, girándose al otro lado inquieta. Luego, al percibir el mudo gemido de su pregunta, busca a Fido mentalmente, con la mirada. Pero no logra materializar su imaginación, en general tan vivida. Ve, en cambio que un perro de largo pelo blanco sucio sigue las huellas de Chuck Mumpson en medio de la bruma de Regent’s Park Road, de farola en farola, jadeando a su lado bajo el borroso resplandor amarillento mientras Chuck intenta, en vano, conseguir un taxi.

La infidelidad de Fido deja pasmada a Vinnie. Durante casi veinte años, en su imaginación, no ha evidenciado el menor interés por nadie, ni se ha dado por enterado de la existencia de nadie con excepción de la suya. ¿Qué significa que ahora se lo represente tan intensamente siguiendo a Chuck Mumpson por las calles londinenses, o demostrándole efusivamente su empalagoso amor canino? ¿Significa, por ejemplo, que está realmente apenada por Chuck, quizás incluso más apenada por él que por sí misma? ¿O de alguna manera ella y él son semejantes? ¿Existe algún horrible paralelo entre la fantasía de Chuck por ser un señor inglés y la de ella por ser —en un sentido más sutil y metafísico, por supuesto— una dama inglesa? ¿Hay alguien, en algún lugar, tan impacientemente despreciativo de las pretensiones de ella como ella por las de él?

Le resulta igualmente fastidiosa la noción de ser parcialmente responsable de la ilusión de Chuck... y, como lógica consecuencia, de su desilusión. ¡Como si ella alguna vez le hubiera prometido que sería el descendiente de una noble estirpe! Una vez más comienza a perder la calma.

Bien, al fin y al cabo, como dice él, podría haber sido así: abundan los mentecatos en la aristocracia británica. La memoria de Vinnie proporciona ejemplos inmediatos, incluyendo el de Posy Billings, que no es lo que Vinnie considera «una auténtica dama inglesa». Por otro lado, Rosemary Radley —aunque a veces resulta apabullante—, merece el epíteto. Rosemary jamás se habría encendido de ira como hizo Vinnie; no habría hecho sentir a Chuck Mumpson peor y más estúpido de lo que se sentía a su llegada. Si hubiera sido testigo de la escena, Rosemary habría vuelto la cara, como hace siempre que no quiere ver algo desagradable, una crueldad.

¿Y qué decir del propio Chuck? Aunque probablemente sólo tiene una idea convencional de lo que es una dama, no pensará que Vinnie lo sea. Mas bien pensará que es desenfrenada e insensible, en otras palabras, follonera y deprimente.

Aunque, en cierto modo, lo mismo da, se dice Vinnie, volviéndose una vez más, pues es obvio que nunca volverá a ver a Chuck Mumpson. Lo ha deprimido y ofendido, y pronto el hombre se matará —o, más probablemente, volverá a Oklahoma arrastrando los pies—, con desagradables aunque borrosos recuerdos tanto de Inglaterra como de la profesora Miner.

Según la ponzoñosa luz verde del despertador digital, son las 00:39— Vinnie suspira y da otra vuelta en la cama, haciendo que su camisón se retuerza alrededor de su cuerpo como una vaina ceñida y arrugada que se asemeja a sus pensamientos. Con esfuerzo gira en dirección opuesta, desenredándose físicamente; a continuación empieza a respirar lenta y rítmicamente, en un intento por desenredar también su mente. Inhalación-exhalación, uno, inhalación-exhalación, dos... tres... cuatro...

Suena el teléfono. Vinnie se asusta, levanta la cabeza, se arrastra por la cama y en la oscuridad busca a tientas el cable de prolongación, que se extiende por encima de la alfombra porque el casero nunca le proporcionó una mesilla de noche. ¿Dónde demonios está?

—Hola —refunfuña finalmente, boca abajo y con medio cuerpo destapado.

—¿Vinnie? Soy Chuck. Sospecho que te he despertado.

—Sí, por supuesto —miente; luego, avergonzada de sus propias palabras, agrega—: ¿Estás bien?

—Sí, claro.

—Espero que no sigas enfadado por lo que te dicho. No sé cómo he podido estallar así; ha sido muy descortés de mi parte.

—No, te equivocas —dice Chuck—. Quiero decir, en realidad, te llamo por eso. Pensé que tal vez tuvieras razón: quizá deba darle una nueva oportunidad a Londres antes de tumbarme delante de un autobús... Vaya, caray, si estás libre alguna noche de esta semana, te llevaré a donde tú digas. Puedes elegir un restaurante. Hasta soy capaz de ir a la ópera si consigo unos asientos decentes.

—Bien... —con considerable dificultad Vinnie se endereza y vuelve a meterse en la cama, arrastrando consigo el teléfono y el edredón

—No sé... —si se niega, piensa, Chuck regresará a Oklahoma con su pobre opinión de Londres y de Vinnie Miner intactas, y ella nunca volverá a verle. Además, se perderá una noche en el Govent Garden, donde un «asiento decente» cuesta treinta libras—. Sí, ¿por qué no? —se oye decir—. Estaría muy bien.

En nombre de Dios, ¿por qué hago esto?, piensa Vinnie después de colgar. Ni siquiera sé qué ponen esta semana en el Govent Garden. Debo de estar medio dormida o he perdido la cabeza. Pero, a pesar de sí misma, sonríe.