Capítulo 11
A Quiensea le hicieron que sea,
a Quiensea le ahorcaron,
a Quiensea le metieron en un cazo
y le hirvieron hasta acabar con él.
Antigua rima popular
E
n la Escuela de Educación de la London University, Vinnie Miner asiste a un simposio sobre «La literatura y el niño», pero está cada vez más aburrida. El tema parecía prometedor; la primera ponente era una amiga suya y buena oradora, pero los otros dos empiezan a fastidiarla. Uno es un psicopedagogo gordo, el doctor O. C. Smithers; la otra una joven tensa y pedante, Maria Jones, que dedica su vida al estudio de los consabidos primeros libros.
En Gran Bretaña, ha observado Vinnie, la mayoría de conferenciantes se sienten en la obligación de divertir a sus oyentes y de evitar la jerga profesional, por lo que suele ser sensato asistir a cualquier charla pública si el tema parece interesante. No obstante, Maria Jones está demasiado nerviosa para pensar en el público y su voz resulta casi inaudible por la timidez; el doctor Smithers, por su parte, desborda autosuficiencia. Como él mismo dijo, ha «estudiado ampliamente en los Estados Unidos» y pronuncia sus lugares comunes con una blanda pomposidad de allende los mares. Al igual que tantos educadores norteamericanos, insiste en hablar de El Niño como una suerte de figura metafórica abstracta, una de esas Virtudes o Gracias representadas en piedra en los monumentos públicos. El niño abstracto de Smithers está lleno de Necesidades que corren el riesgo de ser «insatisfechas» y de un Potencial Creativo que debe ser «desarrollado» si «él/ella» ha de transformarse en un «ser humano pleno». Vinnie siempre ha detestado concretamente esta última expresión, que esta tarde posee una resonancia irónica pues parece referirse inevitablemente a la propia psique de Smithers, que es de una grandilocuencia insólita en Gran Bretaña. En la patria de Vinnie, según las estadísticas (corroboradas por su propia observación), uno de cada tres hombres de más de treinta años está excedido en peso. Aquí la mayoría se mantiene delgado, pero los pocos que engordan, como si se atuvieran a alguna ley de prorrateo, lo hacen exageradamente. Del mismo modo, las mentes británicas que se dan el lujo de atiborrarse con la jerga se hinchan hasta adquirir proporciones dignas de ser exhibidas.
Entusiasmado con el tema y sobrepasando los doce minutos asignados, Smithers declara que debe despertarse la «conciencia moral» de El Niño mediante una «literatura responsable». Las fricciones y tensiones de Nuestro Mundo Contemporáneo ejercen una gran presión sobre El Niño, y él/ella (sin duda Smithers se ha dado cuenta de que la mayoría de su público es del sexo femenino y utiliza este extraño pronombre a lo largo de toda su charla) tiene que encontrar orientación en la literatura.
Vinnie bosteza airada. No existe El Niño, quiere gritarle a Smithers; sólo hay niños, cada uno de ellos diferente, singular, como somos singulares los que estamos en esta sala y tal vez aún más, porque pertenecemos a la misma profesión y a través del tiempo hemos sido corroídos por las fricciones de su desagradable Mundo Contemporáneo.
Cuánto más bonito y menos aburrido sería que todos siguiéramos siendo niños, piensa Vinnie. Luego, como hace a menudo en las reuniones públicas aburridas, libera su irritación imaginando que el peso de los años abandona repentinamente a cada uno de los presentes. Los miembros de más edad entre el público, como ella misma, se convierten en niños de diez o doce años; los estudiantes de los últimos cursos universitarios en bebés. Cualquiera que sea su nueva edad, los asistentes, al encontrarse transformados, comparten un único pensamiento: ¿Por qué estoy sentado aquí, en esta silla, escuchando tantas tonterías? En su mesa, los oradores y el moderador intercambian miradas de sorpresa. Smithers, que ahora es un crío gordo y serio de seis años, deja caer sus notas al suelo. La amiga de Vinnie, Margaret —una niña sensata, atenta y cumplidora ya a los nueve años—, se inclina para consolar a María Jones, quien ahora ronda los tres años, pero ya es dolorosamente apocada en público. Margaret seca las abundantes lágrimas de María y la ayuda a bajar de la tarima. En la sala, los bebés estudiantes se tambalean, jugando a las casitas debajo de las sillas volcadas, garabateando las paredes con lápiz tiza, construyendo y demoliendo torres de libros de texto al tiempo que lanzan chillidos de júbilo.
Sería de justicia que un dios menor y chistoso, quizás El Niño Propiamente Dicho, operara esta metamorfosis, piensa Vinnie. La idea misma de hacer de la literatura infantil una disciplina erudita, de meter por la fuerza lo más imaginativo y libre de lo que Smihers llama Nuestra Herencia Cultural en una red de solemne pedantería, pomposa palabrería y dudoso análisis textual —psicológico, sociológico, moral, lingüístico, estructural—, es un proceso que merece el castigo divino.
Aunque le ha proporcionado el sustento y una buena reputación —para no hablar de unos dichosos meses en Londres—, Vinnie tiene mala conciencia con respecto a su profesión. El éxito de la literatura infantil como campo de estudio —su propio éxito— contiene una faceta desagradable. Por momentos tiene la impresión de estar empeñada en encerrar lo que antaño fue terreno baldío o comunal. Primero ayudó a construir una cerca de alambre de púas alrededor del campo, luego contribuyó a quitar las flores silvestres que allí crecen, con el propósito de estudiarlas desde un punto de vista científico. Normalmente se consuela a sí misma con la idea de que su toque es tan ligero y respetuoso que no puede hacer daño, pero cuando tiene que escuchar y observar a gente como Maria Jones y el Dr. Smithers disecando las rosas y arrancando de raíz los claveles, se siente contaminada.
Ahora Smithers extiende figurativamente su colección de flores marchitas, vuelca sobre ella una última y lenta jarra de melaza plagada de clichés y se sienta satisfecho de sí mismo. Comienza el debate; personas serias se levantan y, en diversos acentos, pronuncian discursos de autopromoción disfrazados de preguntas dirigidas a los miembros del panel. Vinnie se tapa la boca para bostezar; a continuación abre discretamente el último ejemplar de «New York Review of Books», que compró en Dillon’s camino del simposio. Sonríe ante una de las caricaturas, pero en seguida sufre una violenta conmoción. En la página de enfrente y en posición destacada, aparece el anuncio de una serie de ensayos bajo el título general de Opiniones impopulares, de L. D. Zimmern, en quien no había pensado durante semanas enteras.
También la sorprende la foto que acompaña el anuncio, que no se parece en nada a la figura de su imaginación, víctima de los osos polares y de la Gran Peste. Zimmern es mayor de lo que creía, delgado y de rasgos angulosos más que pesados, nada calvo por cierto, tiene más pelo del necesario, incluida una corta barba oscura y puntiaguda. Su semisonrisa es irónica, rayana en el desdén o la pena.
Pero no importa cuál es el auténtico aspecto de Zimmern. Lo que sí importa es que está en un tris de publicar —probablemente habrá publicado— un libro que con toda certeza contendrá el horrible artículo de «Atlantic». El repugnante libro, disponible en tapa dura y en rústica, estará en ese mismo momento en todas las librerías de los Estados Unidos, a la espera de que alguien vaya a buscarlo. Será —o ha sido ya— ampliamente reseñado; será —o ha sido ya— comprado por el gran público y las bibliotecas universitarias de costa a costa. En breve será catalogado, puesto en estanterías, prestado y leído. Se abrirá paso hasta la Elledge Library de Corinth. Tras ello, seguramente harán una edición inglesa y posiblemente —sobre todo si el hombre es uno de esos horrorosos estructuralistas— una edición francesa, una edición alemana... Las espantosas posibilidades son infinitas.
Vinnie experimenta un amargo y ardiente dolor debajo de las costillas, obsequio de L. D. Zimmern. Con el fin de aliviarlo intenta imaginarlo como a un niño entre los niños que la rodean: un crío malquerido, desdeñado y perseguido por los demás. Pero la escena no aparece clara. Puede trasplantar mentalmente a Zimmern en la London University, pero es incapaz de rejuvenecerlo. Persistentemente fijo en una agria edad mediana, permanece junto a la mesa abandonada por los oradores paseando la mirada a su alrededor condescendientemente, y contemplando a los chicos alborotadores, incluida a Vinnie, o, más bien, sobre todo a Vinnie.
Y aunque lograra imaginar otro final peliagudo para Zimmern, piensa, ¿qué sentido tiene? Esta fantasía de violencia es morbosa además de inútil. Vinnie no tiene realmente manera de vengarse, no tiene un foro para expresarse, excepto revistas como «La literatura infantil», que Zimmern y sus colegas nunca leerán. Ya ni siquiera puede quejarse ante sus amigos porque, después de tantos meses, aparecería como una neurótica obsesa.
Asimismo, Vinnie es remisa a hablar de sus problemas en cualquier momento. Considera que hablar sobre lo que anda mal en la propia vida es peligroso; que instaura un campo magnético que repele la buena suerte y atrae la mala fortuna. Si persiste en sus quejas, todas las hondas y flechas y tornillos y clavos y agujas de los infortunios que están al acecho harán blanco en ella. La mayoría de sus amistades se alejarían, rechazadas por su carga negativa. Pero Vinnie no estaría sola. Como casi todo el mundo, tiene algunas relaciones que se sienten naturalmente llamadas por las desdichas ajenas. Estas se sentirían reclamadas por su desgracia y se apiñarían a su alrededor, arropándola con una espinosa borra negra de condescendiente piedad, a la manera de limaduras de hierro atraídas por un imán.
La única persona ante la que Vinnie puede lamentarse sin peligro es Chuck Mumpson. El está fuera del alcance del sistema magnético, y nada que aparezca impreso en un libro puede alterar lo que piensa de ella, pues no depende de su reputación profesional ni de las opiniones de terceros. Para Chuck, L. D. Zimmern es un pigmeo cascarrabias al que nadie en su sano juicio prestaría la menor atención. Como dijo una vez: «¿A quién le importa lo que diga un cretino en una revista?». Vinnie encuentra maravillosamente tranquilizadora y al mismo tiempo frustrante esta ignorancia de la escala de valores del mundo universitario, como le ocurre con muchas cosas acerca de Chuck. Y es esta ambivalencia, sin duda, la que le impide fijar la fecha de su visita a Wiltshire.
Chuck tiene una flexibilidad intelectual que ella nunca habría sospechado. Ahora, por ejemplo, no sólo ha logrado reconciliarse con el hecho de que el Ermitaño de South Leigh fuera un jornalero agrícola analfabeto, sino que se enorgullece de él como si de un conde sabio se tratara. Cuando ella hizo esta observación, él le atribuyó generosamente el mérito de su cambio de parecer. «Tu forma de amarme... transforma todo lo que ocurre en bueno», dijo. Vinnie abrió la boca para protestar, pero volvió a cerrarla. «No creo que te ame», había estado a punto de decir. Pero nunca había dicho que lo amara y probablemente Chuck sólo quería dar a entender «la forma en que haces el amor conmigo».
Eso puede aceptarlo, puede afirmarlo. El placer físico como el que ha conocido con Chuck mejora el universo; se convierte en una peonza en la que todos los colores discordantes se confunden y difuminan y rotan en un remolino armónico que gira en espiral a partir de ese centro. Cuando está lejos de él los giros disminuyen, la peonza se tambalea, tropieza y cae, dejando a la vista su feo diseño. Tendida a solas en la cama, bajo una sábana floreada, estas breves y cálidas noches de finales de junio, cuando la oscuridad sólo parece flotar sobre la ciudad y el cielo empieza a teñirse de luz a las tres y media de la madrugada, añora físicamente a Chuck. Pero luego llega la mañana; el teléfono emite su característico doble timbrazo excitado, más agudo y rápido que en los Estados Unidos. Junio es un mes muy sociable en Londres y la agenda de Vinnie se llena de reuniones interesantes, sin dejarle tiempo para viajar Wiltshire.
Además, si va, ¿cómo será estar con Chuck, en su casa? Hace una eternidad que Vinnie no comparte su vivienda con un hombre; con nadie. En realidad, no lo ha hecho parcialmente por su propia elección. En los casi veinte años transcurridos desde su ruptura matrimonial, probablemente podría haber encontrado con quien convivir, de haberlo querido: si no un amante, alguna buena amiga.
«¿No tienes miedo de vivir sola? ¿Nunca te sientes sola?», dicen los amigos de Vinnie, mejor dicho sus conocidos, porque cualquier amigo que le haga estas preguntas será instantáneamente, aunque a veces por poco tiempo, degradado a la categoría de conocido. «Oh, no», replica siempre Vinnie, ocultando su irritación. Claro que tiene miedo, claro que se siente sola, ¿cómo pueden ser tan estúpidos? Obviamente, sólo lo soporta porque la alternativa es peor.
En ocasiones, a pesar de sus negativas, sus relaciones insisten en sugerir que no es prudente que una mujer sola, menuda y en proceso de envejecimiento viva sola, que debería contar con la compañía de un perro grande y hostil. Pero Vinnie, a quien le disgustan los perros y no está dispuesta a adaptarse al estereotipo de la solterona solitaria, siempre se ha negado a hacerlo. Fido ha seguido siendo su único acompañante. También se le ha ocurrido que lo trata prácticamente como tratan las solteronas tradicionales a sus animales domésticos: hasta hace dos meses iba con ella a todas partes, era alternativamente mimado y regañado.
La verdad es que el temperamento de Vinnie no se adecua a una vida compartida. La última vez que Chuck estuvo en Londres, aunque todo fue muy hermoso (recuerda el momento específico en que se mecían simultáneamente en la alfombra del salón, mirando por la bay-window un firmamento lleno de hojas verdes en movimiento), por momentos se sintió —¿cómo expresarlo?— apremiada, invadida. Chuck es demasiado voluminoso, demasiado ruidoso; ocupa demasiado lugar en su piso, en su cama, en su vida.
No es Chuck el único que la hace sentir así. Siempre que se hospeda en casa de amigos, por mucho que le gusten, se siente incómoda. Son muchas las cosas que le molestan cuando comparte la vivienda: la interminable necesidad de ser comedida, pongamos por caso, al mismo tiempo positiva y negativa. Los Por Favor y Gracias y Disculpa y Si no te molesta; la represión constante del impulso natural de bostezar, de suspirar, de rascarse la cabeza, de echar gases o quitarse los zapatos. También está la sensación de ser constante, aunque benévolamente observada, lo que vuelve imposible hacer nada extraño o impulsivo —salir a dar un paseo bajo la lluvia antes de desayunar, por ejemplo, o levantarse a las tantas de la madrugada para prepararse una taza de cacao y leer a Trollopesin sin provocar un ansioso interrogatorio: «¿Vinnie? ¿Qué haces ahí? ¿Te encuentras bien?».
También está el ruido y el alboroto que supone tener siempre cerca a alguien, caminando de habitación en habitación, abriendo y cerrando puertas, encendiendo la radio, la televisión, el tocadiscos, el hornillo y la ducha. Tener que pactar con ese alguien antes de hacer las cosas más nimias: tener que acordar cuándo y dónde y qué comer, cuándo dormir, cuándo bañarse, qué película ver, dónde ir de vacaciones, a quién invitar a cenar. Tener que pedir permiso, por así decirlo, para ver a tus amigos o colgar un cuadro o comprar una planta; tener que informarle a alguien cada vez que se te ocurre dar un paso.
Así había sido con su marido casi desde el principio. E incluso con Chuck, que es portentosamente tolerante, compartir el piso fue como jugar permanentemente a andarse con tiquismiquis. «Creo que ahora me daré una ducha y me acostaré.» «De acuerdo, cariño.» «Ahora iré a la compra.» «De acuerdo, cariño.» Y si no te acordaste de pedir permiso por anticipado: «Oye, cariño, ¿dónde has estado? Desapareciste... estaba algo preocupado». (Vuelve: olvidaste pedir permiso.) Y todo era recíproco, por supuesto: cuando quien sea el que conviva contigo quiere ir de tiendas, bañarse, cambiar un mueble de lugar o cualquier otra serie innumerable de actividades, tienes que soportar que te pida permiso.
Y finalmente, cuando empiezas a tolerar esta vida, porque has empezado a amar a la otra persona —incluso tras haber aprendido a gozar de eso, a depender de ello—, te abandona. No, gracias, piensa Vinnie.
El problema consiste en que ahora es demasiado tarde para decir «no, gracias». Pronto irá a Wiltshire porque quiere ir; no podrá detenerse porque de alguna manera y por accidente Chuck Mumpson, un ingeniero sanitario sin empleo, de Tulsa, Oklahoma, se ha metido en su vida de tal manera que le importa y depende de él hasta el punto de que se vería en un aprieto si tuviera que reconocerlo ante sus amistades londinenses, para no hablar de las norteamericanas.
Y cuando baje a Wiltshire, será peor. Allí correrá el terrible riesgo de verse totalmente liada, atrapada. Vinnie imagina el campo inglés en julio seductor ya de por sí. Luego se imagina paseando con Chuck entre setos en flor, tumbada a su lado en un claro del bosque herboso y salpicado de florecillas... Toda su cautela y sus reservas cederán, estará perdida. Se sentirá cada vez más unida a Chuck y, cuanto más unida se sienta, peor será cuando más adelante él recupere el juicio.
Vinnie sabe, se ha enseñado a sí misma a saber en más de treinta años de pérdidas y decepciones, que a ningún hombre le importará realmente nada de ella. Está convencida, casi se siente orgullosa, de que nunca ha sido amada en el sentido más serio de la palabra. Su marido había dicho que la amaba, naturalmente, pero muy pronto los hechos demostraron que sólo se trataba de una ilusión. Los otros (pocos) hombres que dijeron amarla lo habían afirmado presionados por el deseo, diciéndole entonces, y sólo entonces, lo que en breve resultaría ser mentira. Reconoce que Chuck lo ha expresado en otras ocasiones, por amabilidad, se ha dicho a sí misma, o por algún anticuado código de honor del Salvaje Oeste que le hizo necesario creer que la amaba a fin de justificar lo que era, al fin y al cabo, adulterio. Incluso ha alabado su figura. («Todo en ti es pequeño y fino; haces que casi todas las mujeres de Tulsa a tu lado parezcan caballos de labranza.»)
Tal vez por un momento Chuck cree amarla porque fue amable con él cuando estaba desesperado, porque lo aceptó como era y le riñó y lo animó tal como había hecho con su ex marido años atrás. Pero en cuanto recupere lentamente la confianza en sí mismo, Chuck —como su marido— volverá a mirar a Vinnie y la verá tal como es: una mujer menuda, egoísta, poco atractiva, más que madura. Se volverá hacia otra más joven, más bonita, más buena, y nada quedará de su amor por Vinnie salvo una especie de fatigada y culposa gratitud.
Vinnie sabe todo esto y al tiempo sabe que no puede dejar de ir a Wiltshire. Todo lo que puede hacer, y no durante mucho tiempo, es aplazarlo. Puede aceptar múltiples invitaciones en Londres. Puede recordarse a sí misma los defectos de Chuck; puede contemplar fríamente su propia pasión, asegurándose que él ni siquiera es su tipo físicamente: de huesos demasiado grandes, fornido y pecoso; tiene el pelo demasiado fino y las facciones romas. Verdad, todo eso es verdad, pero no le sirve de nada: lo desea.
Después del simposio y tras la recepción bien provista de vino y de conversación literaria que le sigue, Vinnie regresa a su piso con un humor superficialmente mejorado, aunque esencialmente bajo, refunfuñando por las Opiniones impopulares y su impotencia frente a la persecución de L. D. Zimmern. Siente un fuerte impulso de telefonear a Chuck al campo, pero son casi las once y sin duda estará durmiendo, pues los arqueólogos suelen levantarse muy temprano. Mientras mira indecisa el teléfono, éste suena. Pero no está Chuck al otro lado de la línea, sino una joven y fuerte voz femenina norteamericana, con un temblor de urgencia.
—Soy Ruth March —anuncia la voz, como si Vinnie tuviera que reconocer su nombre, que no reconoce—. Llamo desde Nueva York. Estoy tratando de ponerme en contacto con Fred Turner; tengo su número de Londres, pero su teléfono está desconectado. Lamento tener que molestarte tan tarde, pero debo hablar con él por algo realmente importante.
—Realmente importante —repite Vinnie con tono monocorde, fastidiada porque la voz no es la de Chuck—. ¿Eres una de sus alumnas?
—No, yo... —tartamudea Ruth March y agrega con voz firme—: Soy su mujer. Tú y yo nos conocimos en una fiesta del Departamento de Literatura Inglesa en Corinth.
—Ah, sí.
En la mente de Vinnie aparece una vaga imagen, la de una joven alta, morena, perturbadoramente guapa, con un jersey negro. No por primera vez, piensa que la práctica feminista de conservar el apellido de soltera, aunque políticamente admirable, tiene ciertas desventajas sociales.
—Ojalá pudiera ayudarte, pero creo que de cualquier manera está a punto de viajar a Nueva York... mañana mismo, me parece.
—Ya sé que vendrá mañana. Pero ocurre que yo no estaré en Corinth porque tengo que ir a Nuevo Méjico por cuestiones de trabajo. Ya estuve fuera antes, para hacer unas fotos, por lo que no recibí el telegrama que me envió y no pude llamarlo, de lo contrario lo habría hecho —la distante mujer de Fred empieza a dar la impresión de estar casi sin aliento—. Necesito encontrarlo ahora mismo para que podamos reunimos en Nueva York, pues estaré allí mañana por la noche.
—Sí —dice Vinnie con tono neutro.
—Pensé que tal vez tú sabrías dónde está.
—Bueno...
De hecho, Vinnie sabe dónde está Fred. Cuando lo vio anteayer en el British Museum, le informó que su última noche en Londres cenaría con Joe y Debby Vogeler, y que luego irían juntos a ver a los druidas representando sus ritos del solsticio de verano en Parlament Hill.
—Sí, creo que está con unos amigos llamados Vogeler.
—Ah, sí, entiendo. ¿Tienes su número de teléfono?
—Creo que lo puse en algún lado. Espera un momento —Vinnie corre al salón, pensando una vez más en lo estúpido que fue el dueño del piso haciendo instalar el teléfono en el dormitorio—. Aquí... no, lo siento. Espera un segundo —transcurren unos embarazosos minutos mientras revuelve pilas de papeles y tarjetas de empresas de minitaxis, abultando la cuenta telefónica de Ruth March—. Estoy segura de que con tiempo lo encontraría —dice finalmente—. Te diré qué haremos: en cuanto encuentre el número, telefonearé y le daré tu mensaje a Fred.
—¿Sí? Eso sería maravilloso —Ruth suspira, agradecida y aliviada—. Por favor, pídele que me llame a Nueva York en cuanto desembarque en Kennedy.
—Sí, de acuerdo.
—Estaré en casa de mi padre. Creo que Fred tiene el número, pero de todos modos está en el listín: L. D. Zimmern, de West Twelfth Street.
—¿L. D. Zimmern? —repite Vinnie lentamente.
—Eso es. ¿Lo conoces? Es profesor.
—Me parece que he oído hablar de él, sí —responde Vinnie.
—Oye, cuando hables con Fred, dile, si no te molesta... —atónita por lo que acaba de oír, Vinnie guarda silencio. Ruth March lo interpreta como una respuesta afirmativa—. Dile que le amo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dice Vinnie mecánicamente.
—Gracias. Muchísimas gracias. Eres un encanto.
En cuanto cuelga, Vinnie empieza a buscar el número de teléfono de los Vogeler. Al mismo tiempo, casi distraídamente, se pregunta por qué la mujer de Fred no se llama Ruth Zimmern o Ruth Turner. Tal vez estuvo casada antes. Sin embargo, la idea que ocupa el primer plano de su mente es la de que su deseo se ha cumplido. Su enemigo genérico y específico le ha sido entregado, por así decirlo, en bandeja; los pecados del padre pueden ser pagados por la hija, una mujer joven, bella y amada. Sin el menor esfuerzo, Vinnie puede impedir que Fred y Ruth se reconcilien —pues sin duda eso es lo que ocurriría— en Nueva York. Y su subconsciente parece ansioso por cooperar, pues el número de los Vogeler se niega a aparecer. Vinnie está segura de que lo tiene en algún sitio, escrito en el dorso de una ficha de pedido del Britisth Museum; pero la ficha, aliada de sus peores sentimientos, se ha ocultado. Pero sus mejores sentimientos, que no creen en las leyes de la justicia genealógica —¿qué daño le ha hecho nunca Ruth March?—, prosiguen la búsqueda.
Claro que en realidad no existe ninguna diferencia, piensa, cuando por fin se da por vencida. Si Fred no encuentra a su mujer en Nueva York mañana, finalmente volverán a reunirse. Ella le telefoneará desde Nueva York o desde Nuevo Méjico, o desde donde demonios vaya.
O quizá no le telefoneará, porque creerá que él recibió el mensaje y deliberadamente no le hizo caso. Ruth se sentirá herida, furiosa. Aceptará el trabajo que mencionó y se trasladará al rincón más recóndito de los Estados Unidos y ése será el punto final de su matrimonio.
Bien, es una pena, o tal vez no sea ninguna pena. Puesto que es hija de L. D. Zimmern, podría parecerse a su padre. Es posible que Ruth sea malévola, desconsiderada, destructiva; el tipo de mujer de la que Fred o cualquier hombre haría muy bien en deshacerse, así como su primer marido, si existe, hizo muy bien en librarse de ella. Con toda probabilidad tiene la culpa de la ruptura matrimonial, en primer lugar; nadie puede decir que sea difícil llevarse bien con Fred. Sea como fuere, Vinnie no puede hacer nada por ella. No encontró el número de los Vogeler y no conoce a nadie que pueda tenerlo.
La dificultad consiste en que sabe donde está Fred, o al menos donde estará muy pronto: en la parte más alta de Hampstead Heath, con los druidas. Pero ella no puede salir a buscarlo allí a esta hora de la noche. Nadie espera que haga semejante cosa. Dejemos que las cosas sigan su curso. Vinnie apaga las luces del salón y se dispone a acostarse.
No, la mayoría de la gente que Vinnie conoce no esperaría, con toda certeza, que Vinnie fuera a Hampstead Heath. Pero sí una persona lo esperaría, piensa mientras se sienta en el borde de la cama con un pie descalzo y el otro calzado. Chuck Mumpson daría por sentado que ella iría, sin siquiera detenerse a pensar en los grandes inconvenientes e incluso en los peligros posibles de tal excursión. Y cuando se entere de que no transmitió el mensaje de Ruth March, la mirará sorprendido y apenado, como hizo el día en que le dijo que nunca había conocido un perro que le gustara. Vinnie ve exactamente su expresión y oye su voz: «¿Quieres decir que ni siquiera lo intentaste? Bien, Vinnie... ».
Vinnie vuelve al salón y enciende las luces. Despliega los planos de autobuses y metros, abre la guía de Londres de la A a la Z. Llegar a Parlament Hill, tal como sospechaba, sería una odisea. Los transportes londinenses han facilitado que vaya de compras a Selfridges, que consulte a un médico de Harley Street o vea a sus amigos de Kensington; pero a nadie se le ha pasado por la imaginación que a ella o cualquier residente bien nacido de Regent’s Park se le ocurra visitar Gospel Oak, y son pocas las ofertas para hacer ese itinerario. Tendrá que ir a pie hasta la estación de Camden Town, coger un autobús o el metro hasta Hampstead y luego andar otro kilómetro y medio o más a través del Heath. Y cuando encontrara a Fred —si lo encuentra, lo que es improbable— sería demasiado tarde para volver por el mismo camino y tendría que pagar un taxi.
Vuelve a doblar los mapas, pensando en lo caro, fatigoso y difícil —si no peligroso e imposible— que sería encontrar a Fred Turner en Parlament Hill a medianoche; en lo fácil y satisfactorio que sería quedarse en casa y producir un dolor profundo y duradero a un pariente carnal de L. D. Zimmern. En cuanto a Chuck, no tiene por qué enterarse. Pero al mismo tiempo se encuentra poniéndose los zapatos; saca del billetero, como precaución contra carteristas y asaltantes, el pasaporte, la tarjeta bancaria y todo el dinero menos cinco libras y algo de cambio; coge el impermeable nuevo del armario porque, aunque la noche es cálida y veraniega, podría hacer frío y correr el viento en el Heath.
Aun después de las once, Regent’s Park Road es un lugar familiar ÿ tranquilizador, por donde sólo circulan unas pocas personas de aspecto respetable que han sacado a pasear sus perros, o que vuelven respetablemente a sus hogares. Pero en cuanto Vinnie atraviesa el cruce y baja por la avenida hacia el centro de Camden Town, su respiración se vuelve laboriosa. Es la peor hora de la noche, justo después del cierre de los pubs; un sinnúmero de hombres en paro y sin hogar que deambulan por Camden Town han sido lanzados a la calle en estado de ebriedad, confusión y posiblemente violencia. Aprieta la boca y el paso, desviando la cabeza al pasar junto a cada figura o grupo de figuras desagradable, haciendo caso omiso de observaciones que pueden estar o no dirigidas a ella; en un momento dado cruza la calle para evitar a dos individuos de aspecto especialmente dudoso que holgazanean en un oscuro portal, pensando que cada uno de sus taconazos es un paso que la aleja del confort y la seguridad.
Cuando Vinnie llega al centro, casi sin aliento, no hay autobuses en la parada ni nadie haciendo cola. Entra corriendo en la estación, aunque tampoco le parece un refugio seguro. Se trata de un lugar desagradable a cualquier hora del día, con corrientes de aire frío y el continuo trepidar de la antigua escalera mecánica de madera. Tres jóvenes desaliñados pasan delante de Vinnie mirándola de manera poco amistosa, probablemente amenazante. En contra de su propia voluntad, pisa un peldaño detrás de ellos. Al llegar al pie de la escalera, desaparecen por un pasillo sin volverse a mirarla.
Vinnie elige el túnel opuesto, desciende la escalera y espera el metro con destino a Hampstead. Los oscuros boquetes de cada extremo del andén son horrorosos: sugieren que algo enorme y desagradable está a punto de precipitarse a través de ellos, en su dirección. Es un pensamiento estúpido, casi delirante. Quizá se trata del resquicio de alguna huella de la memoria folklórica, del persistente inconsciente jungiano, temeroso de la cavernas y de las viscosas serpientes gigantes.
Lo que finalmente sale de la caverna es, por supuesto, el metro, que en general no representa ningún riesgo, sino que es una especie de santuario. Normalmente el metro londinense es, en todo sentido, lo contrario del neoyorkino: bien iluminado, acogedor, relativamente limpio y ocupado por pasajeros inofensivos. Sin embargo, el vagón en que entra Vinnie es menos tranquilizador. Está casi desierto, lleno de periódicos viejos y sucios, poco iluminado debido a algún fallo en el sistema eléctrico. Bien, sólo son tres paradas; como máximo un cuarto de hora.
Pero después de Belsize Park, como ocurre a veces en la Northern Line, el metro aminora la marcha, traquetea convulsivamente y rechina hasta frenar. El motor se para, las luces parpadean y se vuelven aún más tenues. Sólo hay otros dos pasajeros en el vagón, del sexo masculino, sentados en el otro extremo, uno frente al otro. El más joven contempla el suelo, malhumorado; el otro, más viejo, parece medio borracho o medio dormido o ambas cosas.
En el repentino silencio se oye a lo lejos otro monstruo jungiano rugiendo a través de túneles distantes. Vinnie mira su propio reflejo, sucio en la ventanilla opuesta y luego el anuncio, más arriba, que recomienda un veneno para cucarachas. A medida que transcurren los minutos empieza a sentir que el tiempo se ha detenido, que nunca llegará a Hampstead ni a ningún otro sitio, que seguirá eternamente pegada a este asiento.
Si no fuera por L. D. Zimmern, no estaría allí. Si él nunca hubiese existido, no habría tenido una hija desconsiderada y pendenciera para que Fred Turner se casara con ella. Fred habría contraído matrimonio con otra chica, más buena, que no habría peleado con él, que lo habría acompañado a Londres. Jamás habría tenido un romance con Rosemary Radley y ésta nunca habría insultado a Vinnie en un taxi.
Es Zimmern quien tendría que estar aquí ahora, prisionero del tiempo y de un vagón de metro casi vacío, apenas iluminado. Vinnie lo imagina sentado frente a ella, debajo del anuncio de cucarachas, él mismo con el aspecto de uno de esos insectos. Piensa que, a medida que los minutos se alarguen en horas, las cucarachas tan gráficamente representadas encima de la cabeza de Zimmern empezarán a arrastrase hasta salir del cartel y bajarán hacia él por el marco de la ventanilla, llegarán en procesión a sus hombros y brazos y cuello y cabeza; él tratará de ahuyentarlas, pero no le servirá de nada, porque saldrán más del cartel, más y cada vez más. Zimmern grita pidiendo ayuda, pero Vinnie se limita a mirarlo incesantemente, observando lo que le ocurre, encantada de que ocurra...
Las luces aumentan, la imagen de L. D. Zimmern se desvanece. El motor hipa y empieza a ronronear. Por último, el metro se pone en marcha de una sacudida.
Cuando Vinnie llega a Hampstead, lo encuentra, en principio, poco amenazante. Una borrosa confusión de farolas entrelazadas cuelgan sobre High Street, que está poblada de peatones de aspecto inofensivo y en la que de vez en cuando aparece un escaparate iluminado. Pero las arterias laterales están desiertas y silenciosas. Cada tanto oye en el pavimento de la calle el eco de las pisadas de otro caminante tardío y en ocasiones algún coche pasa a su lado a toda velocidad. En East Heath Road hace un alto para fijar la vista en el camino de enfrente, que desaparece entre árboles pesados y sobresalientes en una extensión de ventosa oscuridad. Realmente, aventurarse a incursionar en el Heath a esa hora sería una estupidez, sería buscarse problemas. Lo único sensato es dar la vuelta y volver a casa ahora mismo, mientras todavía funciona el metro.
Impulsada por esta idea, Vinnie retrocede por Well Walk. «Lo intenté», dice mentalmente a Chuck Mumpson. «Pero el Heath estaba oscuro como boca de lobo y no quería que me asaltaran.» «Venga, Vinnie... », responde la voz de él. «Si llegaste hasta aquí, puedes lograrlo. Sólo necesitas bríos y sentido común.»
De acuerdo, maldición, le dice y vuelve a girar sobre sus talones. Pero mientras cruza el camino y empieza a internarse en el Heath, el corazón le palpita desenfrenadamente a modo de advertencia. Una luna brumosa, pálida, casi llena, roza los árboles y el cielo es una fantasmagórica humareda roja fluorescente. En la brisa nocturna, cada arbusto inclinado, cada árbol, es un presencia caprichosa; y hay otras presencias más espantosas: voces y figuras. Vinnie sigue andando, estúpidamente, cada vez más asustada y furiosa consigo misma, apartándose de las hojas que se mueven, de las parejas que pasean, pensando en la insensatez que significa errar por Hampstead Heath en medio de la noche, en una búsqueda inútil. Quién sabe si encontrará a Fred Turner en Parlament Hill, entre vagos y furcias y ladrones que probablemente —con certeza— merodean en la oscuridad. Quién sabe siquiera si encontrará Parlament Hill.
Y aunque no la roben ni la hieran en esta estúpida excursión, comprende Vinnie, existe un riesgo más seguro, aunque de carácter intelectual: el peligro de que su visión de Londres quede lesionada, tal vez destruida. Con mucha frecuencia se ha jactado ante sus amigos norteamericanos de que ésta es una ciudad benigna y no violenta, en la que su piso puede que sea asaltado en su ausencia (aunque nunca ha ocurrido), pero ella nunca está personalmente atacada ni amenazada; una ciudad en la que hasta una mujer menuda en la cincuentena puede salir sola de noche contando con todas las seguridades. Si realmente lo cree, ¿por qué su pulso es tan rápido, su respiración tan laboriosa? ¿Y si no es verdad, si nunca ha sido cierto? ¿Cuánto tiempo hace que no está sola a medianoche en una zona desconocida de Londres?
No sólo L. D. Zimmern tiene la culpa de que esté allí, sino también Chuck Mumpson. De no ser por él, ahora estaría a buen resguardo en casa, probablemente dormida. Y si esta noche la atacan y la asesinan en Hampstead Heath, él ni siquiera sabrá qué estaba haciendo allí; nadie lo sabrá. Vinnie casi lamenta haber conocido a Chuck Mumpson, incluso haberse enterado de su existencia. Pero ahora es demasiado tarde. Sigue caminando a la mayor velocidad posible a través del sombrío terreno comunal cubierto de hierba, bajo una luna acuosa.
En la cumbre de Parlament Hill, cerca de un matorral de arbustos y una arboleda, una multitud reducida y bastante dispersa se ha reunido a esperar a los druidas. Allí están Joe y Debby Vogeler con Fred Turner. Ninguno de los tres siente la menor angustia por estar en el Heath a medianoche, pero sus mentes están crispadas. Los Vogeler sienten cierta inquietud por Jakie, al que dejaron al cuidado de una canguro adolescente y adormilada. Fred, aunque se esfuerza por no pensar en ello, se ve perseguido por las imágenes superpuestas de Rosemary Radley y Mrs. Harris. ¿Qué le/les ha ocurrido desde ayer por la tarde? ¿Dónde y cómo está/están ahora?
Tiene clavada en la retina a Rosemary/Mrs. Harris tambaleándose por la casa en esquizofrénico estado de ebriedad, o muerta con la crisma rota al pie de su graciosa (pero resbaladiza) escalera curva. También la ve dichosa y en perfecto estado, riendo con sus amigos en una cena, contando la jugarreta que le ha hecho al pelma de Fred: fingió ser su propia sirvienta, fingió estar borracha. Fue muy fácil engañarlo, dice: se comportó como el estúpido y grosero empleado que no quiso cargar en su cuenta la compra y luego se quejó de que no había reconocido a Lady Emma Tally en tejanos y jersey. Tal vez Fred nunca sabrá cuál es el libreto real, ni qué le ocurrió realmente ayer. Todavía no ha logrado comunicarse con Rosemary ni con ninguno de sus amigos y dentro de doce horas estará en un avión con destino a Nueva York.
Fred también medita acerca de su trabajo inacabado sobre John Gay. La franqueza y la brillante energía de la obra de Gay, por la que se ha sentido tan fuertemente atraído ahora le parece una fachada. Cuanto más estudia los textos, más ambigüedad y tinieblas encuentra. Ahora le choca con más fuerza que, antes que todos, los personajes de La ópera del mendigo sean fraudulentos; hasta Lucy, la heroína. Su protagonista, el salteador de caminos Macheath —llamado como el terreno comunal que ahora pisa Fred—, no es nada más que un forajido urbano a caballo, alegremente engañoso con todas sus mujeres. En tiempos de Gay, Londres era sucia, violenta, corrupta y no ha cambiado mucho. Las calles siguen mugrientas, los periódicos llenos de noticias sobre delitos y engaños, sobre todo en los bajos fondos, pero ¿es básicamente mejor en otros sitios? En esta ciudad, ¿a quién le importa nada ni nadie, excepto para usar a otros y ganar la delantera?
Fred también se compara, desfavorablemente, con el capitán Macheath. Las mujeres de su vida más que amarlo le odian; si en breve hubiera de perecer, no sería como Macheath, por lo que ha hecho, sino por lo que ha dejado de hacer: específicamente por no haber escrito y publicado una obra erudita.
Al margen de su ansiedad por Jakie, los Vogeler están animados. En las últimas semanas —desde que aumentó la temperatura— su visión de Inglaterra se ha alterado. Sigue sin interesarles demasiado Londres, pero un viaje a East Anglia, donde a sus amigos canadienses les han prestado un chalet, los ha apasionado por el campo británico.
—Es realmente como volver al siglo diecinueve —dice Debby entusiasmada—. En el pueblo todos se muestran amables, no como en Londres, y son unos personajes perfectos.
El mes próximo, dice Joe a Fred, ellos y los canadienses piensan alquilar una embarcación y hacer un crucero por los canales.
—Es una lástima que tengas que irte mañana, de lo contrario podrías acompañarnos. Será grandioso.
—Sí, parece divertido —dice Fred, pensando para sus adentros que estar encerrado una semana seguida en una barca con los Vogeler y sus amigos, para no hablar de Jakie, no es la idea que tiene él de algo grandioso.
En tanto la opinión que tienen ellos sobre la Inglaterra contemporánea ha mejorado, la suya ha empeorado. Ahora ve a su alrededor todo aquello de lo que los Vogeler solían quejarse: la insensata imitación y preservación del pasado, la pedante hipocresía, las reglamentaciones mezquinas, la poco espontánea pretensión de refinamiento y virtud. En especial Londres le parece —como Rosemary—, alternativamente falsa y enloquecida. Lamenta que no sea ya mañana por la noche, de vuelta a casa, en su ambiente, aunque Dios sabe muy bien que allí nada le aguarda. Roo no ha respondido a su telegrama; probablemente lo ha abandonado para siempre.
Gracias a su altura, Fred es uno de los primeros en ver aproximarse a los druidas senda arriba, desde el Este: una procesión de unas veinticinco personas con capuchas y túnicas blancas, algunas con faroles de diseño antiguo en la mano. A distancia, trepando la oscura colina bajo la luz neblinosa de la luna, resultan misteriosos, incluso conmovedores: fantasmales figuras paganas del pasado prehistórico, ahora redivivas.
Joe y Debby contienen la respiración y Fred, cautivado a pesar de sí mismo, se abisma en una especie de oración dirigida a los druidas y a cualquier poder sobrenatural con el que éstos puedan estar en contacto —con el mismo espíritu con que de niño solía pedir un deseo ante un caballo blanco y una pila de heno. Que todo salga bien, susurra mudamente.
Pero a medida que los druidas se acercan, la ilusión —como tantas ilusiones de Fred sobre Inglaterra— se disipa hecha trizas. De cerca, las figuras son irremediablemente modernas, de clase media y de edad madura o peor aún. Debajo de sus anchas capuchas monacales aparecen largas caras inglesas sonrosadas y blancas, similares a las que Fred veía cotidianamente en el British Museum; sus expresiones son apocadas y solemnes; en varios druidas percibe el brillo de unas anacrónicas gafas. Y más abajo de sus hábitos largos aparece un surtido de sandalias de cuero y plástico, entre las que muy pocas podrían pasar, incluso en un escenario, por primitivas.
Los Vogeler no dan la impresión de rebelarse por estas incongruencias, que ni siquiera parecen percibir.
—Esto es fabuloso —dice Joe cuando la procesión pasa por su lado para después formar un círculo irregular delante de la arboleda que corona Parlament Hill.
—Es realmente impresionante —coincide Debby y en un cuchicheo casi reverente observa que muchos (de hecho más de la mitad) celebrantes son del sexo femenino. El druidismo es una doctrina de género neutro; lo leyó en «The Guardian».
Joe no está seguro. Quizás ahora sea así, dice también en un murmullo, pero cree que los druidas originales eran todos hombres.
Cualquiera que sea la verdad, piensa Fred mientras los Vogeler siguen debatiendo la cuestión sotto voce, estos modernos druidas londinenses son patentemente falsos y aficionados. Los codazos con que su jefe esgrime la espada ceremonial son torpes y poco convincentes, lo mismo que los gestos de las dos mujeres con gafas que agitan ramas frondosas hacia los cuatro puntos cardinales. Los fragmentos litúrgicos que llegan a oídos de Fred, montados en el viento nocturno, hacen pensar más en un servicio religioso eduardiano que anglosajón; el recitado le recuerda las puestas en escena universitarias del drama griego. Hay algo casi delirante en ello, piensa, en tanto los druidas levantan sus faroles casi al unísono, entonando un himno que suena como «El gran círculo del ser» con sus vocecillas bien educadas, dejando al descubierto un gran número de anacrónicos relojes de pulsera y perneras de pantalones.
Fred se vuelve, disgustado con la mascarada y con toda la falsedad que le rodea hasta donde alcanza su mirada, de Bloomsbury a Notting Hill, desde las luces de Highgate en el norte hasta Chelsea en el sur, y más lejos.
Mientras tiene la mirada fija en dirección a Hampstead Village ve subir la senda a otra druida, de aspecto aún más estúpido, que avanza por el lado que no corresponde y obviamente tarde para el espectáculo. En la cumbre de la colina se detiene, mira ansiosa a los espectadores; luego vacila, caminando de un lado para otro como si no supiera si debe acercarse o no a sus compañeros de culto. Fred no cree que éstos le den la bienvenida, pues no sólo llega tarde, sino que está mal equipada. Ha olvidado el farol y, a pesar de su corta estatura, el hábito con capucha le queda demasiado corto: le faltan sus buenos treinta centímetros para llegar al suelo y deja a la vista un par de zapatones modernos.
Sí, piensa Fred mientras la estúpida figura se aproxima, en esto se ha convertido Inglaterra, con su gran historia y sus tradiciones políticas, sociales, culturales; así se ha encogido Britania, la vigorosa, antigua, noble diosa: una anciana y nerviosa imitación de los druidas...
No. Un segundo. No es una druida; ni siquiera es una inglesa. Es Vinnie Miner.
Ocho horas más tarde Fred está sentado en los escalones que llevan al umbral de la casa de Rosemary en Chelsea, rodeado de todo su equipaje. O no todo; cuando llenó hasta los topes la mochila de lona a primera hora de la mañana, seguía aturdido después de la segunda noche de sueño interrumpido. Pero si ha olvidado algo, ahora es demasiado tarde; su avión sale de Heathrow a mediodía.
Aunque cansado, Fred está mucho más animado que la noche anterior. Ahora sabe que Roo le espera en Nueva York; además, ha logrado transmitir primero a Vinnie Miner su angustia por Rosemary y luego, con su ayuda, a Edwin Francis, que ha vuelto de Japón y está en Sussex con su madre.——Oh querido —dijo Edwin cuando Fred lo llamó temprano y le relató lo ocurrido—. Pensé que Rosemary estaba fuera, porque no atendía el teléfono. Pero temía que ocurriera algo semejante. Bien, prácticamente he terminado de desayunar; cogeré el primer tren e iré directamente a casa de Rosemary desde Victoria.
—De acuerdo. Nos encontraremos allí.
—No tiene sentido. Además, creo haberte oído decir que esta mañana partías para los Estados Unidos.
—Tengo tiempo. El avión saldrá a mediodía.
—Bien...
—Quiero estar allí.
—Si insistes —Edwin suspira—. Pero prométeme que no intentarás entrar en la casa antes de mi llegada.
Inquieto ahora por la espera, Fred se incorpora, cruza la calle hasta el parque del centro de la plaza y recorre con la mirada la fachada de la casa, con la esperanza y al mismo tiempo el temor de que Rosemary salga antes de que llegue Edwin. La vivienda parece abandonada; todas las persianas están cerradas y el pórtico está lleno de prospectos y folletos de publicidad. Cuesta creer que haya alguien dentro, mucho menos la mujer que vio anteayer. O que creyó ver. ¿Era realmente Rosemary o sólo Mrs. Harris, después de todo? ¿Fue su identificación de ambas un engaño, una aberración mental provocada por el deseo frustrado?
—Ah, hola —dice Edwin Francis mientras se apea de un taxi; está pálido y parece angustiado—. ¿Tocaste el timbre?
¿No? Bien. Oh, querido, veamos... Creo que será mejor que camines un poco calle abajo; verte inesperadamente podría alterarla.
—Yo... De acuerdo —acepta Fred.
Retrocede y desde cierta distancia ve que Edwin toca el timbre y espera; después le hace señas de que se acerque.
—Es más bien preocupante —dice.
—Sí —Fred nota que para Edwin, como para muchos ingleses, la expresión «más bien» es un reforzador.
—Será mejor que trate de encontrar la llave de repuesto —se vuelve hacia uno de los huecos de piedra cercano a los peldaños y hurga la tierra debajo de la hiedra y los geranios blancos con una ramita rota—. Sí, aquí está —Edwin saca un gran pañuelo de hilo del tipo que solía llevar el abuelo de Fred, para limpiar la llave y sus manitas pulcras.
—Ahora creo que debes esperar —dice, manteniendo la puerta apenas ligeramente abierta—. Primero tengo que estudiar la situación.
—No, quiero...
—En seguida vuelvo —sin darle tiempo a protestar, Edwin se desliza en el vestíbulo y cierra la puerta a sus espaldas.
Fred se sienta otra vez en los peldaños, junto a su equipaje. De la casa no sale sonido alguno; sólo oye los ruidos normales en una mañana de estío en Londres: las hojas de la plaza agitadas por el viento, las voces agudas de los niños en sus juegos, el ocioso gorjeo de los pájaros, el tráfico en King’s Road. Brillan bajo el sol cálido las hileras de casas victorianas con terrazas bien cuidadas, esmaltadas en tenues tonos de cascarón de huevo; es difícil creer que pueda ocurrir algo desagradable detrás de sus fachadas.
La puerta se abre; da un salto y se pone en pie.
—¿Qué...? ¿Cómo...?
—Bien, está allí —dice Edwin. En los pocos minutos que ha pasado en el interior, algo le ha sucedido a su expresión; ahora parece menos preocupado y más furibundo—. Está bien... físicamente, quiero decir, pero la veo más bien confundida. Todavía no está del todo despierta, por supuesto. Y la casa se encuentra en un estado atroz. Atroz —se estremece en un escalofrío.
—Permíteme... —Fred intenta entrar en el vestíbulo, pero Edwin sujeta la puerta.
—No creo que hagas bien en entrar. Sólo lograrías perturbar a Rosemary.
—Quiero verla.
—¿Para qué?
—¡Santo cielo! Para ver que está bien... Para decirle que lamento lo del otro día... —Fred es más joven, más fuerte y mucho más fornido que Edwin Francis; si quisiera, piensa, entraría fácilmente.
—No veo qué sentido tiene. No está en condiciones de recibir visitas, créeme.
—Pero yo quiero hacer algo. Aún me quedan... —Fred mira la hora— veinte minutos.
—En mi opinión es suficiente con lo que has hecho —dice Edwin con tono de resentimiento; luego, al asimilar la expresión de Fred, agrega—: Creo que todo saldrá bien. Ahora telefonearé al médico y le pediré que la examine, sólo para asegurarme.
—¡Quiero verla, maldición! —Fred apoya una mano en el hombro de Edwin y le da un leve empellón.
—No me contradigas —dice Edwin sin amilanarse—, me estás haciendo enfadar. No obstante, te diré algo. Si estás dispuesto a quedarte en Londres y vivir únicamente para Rosemary, adelante, no te detendré. De lo contrario, cualquier cosa que hagas sólo servirá para que todo se vuelva más difícil para ella.
—Pero unos minutos... —Fred comprende que para entrar tendrá que usar la fuerza, quizás incluso la violencia.
—¿Quieres recordarle que te marchas y hacer que se sienta peor? ¿De eso se trata?
—No, yo... —sintiéndose acusado, Fred deja caer el brazo y retrocede—. Lo único que quiero es verla, eso es todo. Ya sabes que la amo.
—No seas egoísta —Edwin empieza a cerrar la puerta—. No le haría bien a ninguno de los dos. De todos modos, la persona que crees amar no es Rosemary.
Fred titubea, desgarrado entre el deseo de volver a verla y el temor a que Edwin tenga razón, que su actitud pueda resultar dañina. Mira a su alrededor como si buscara ayuda o consejo, pero la calle está desierta.
—Vuelve a tu país, Freddy —dice Edwin—. Realmente, creo que lo mejor que puedes hacer es olvidar a Rosemary cuanto antes. Buen viaje. Y, por favor, no escribas —añade y le cierra la puerta en las narices.
Aunque dejó un margen de tiempo que consideraba suficiente para llegar al aeropuerto, Fred no ha contado con la escasez de taxis en Chelsea ni con la densidad del tráfico diurno. Durante la hora siguiente le preocupa principalmente la idea de no perder el avión; se da cuenta de que, si hubiera visto a Rosemary, no lo habría alcanzado. Una vez que está a salvo en el salón de salidas de Heathrow, sin embargo, toda la confusión y la angustia de los dos últimos días caen sobre él.
Junto con la tarjeta de embarque, Fred ha recibido un folleto que enumera lo que se permite que importen los viajeros a los Estados Unidos. Lo arruga y lo tira. Como está en la indigencia, no puede comprar nada aunque sea libre de impuestos; además, ya va demasiado cargado con todo lo que adquirió en Inglaterra en los últimos seis meses. Físicamente no es mucho: unos cuantos libros, la bufanda de cachemira que le regaló Rosemary, una serie de notas sobre John Gay y su época. Su bagaje mental es más voluminoso: lleva a casa un intenso abatimiento y una gran desilusión con Londres, con Gay, con la vida en general y consigo mismo en particular.
En el pasado, Fred se ha considerado un hombre decente, inteligente. Ahora se le ocurre que quizá no sea tan distinto al capitán Macheath. Su trabajo, como todo conocimiento vacío de voluntad e inspiración, en los meses pasados ha degenerado en una especie de asalto de caminos a escala menor: un remiendo de ideas y datos robados de libros de otros autores.
Y su vida amorosa no es mejor. Como la de Macheath, sigue uno de los modelos literarios clásico del siglo dieciocho, en el que un hombre conoce y seduce a una mujer inocente y luego la abandona. A veces se limita a «jugar con sus sentimientos» y en otras ocasiones la viola. Hay muchos desenlaces posibles. La mujer puede caer por la pendiente y morir; puede dar a luz a un bebé muerto o vivo, salir a hacer la calle, hacerse monja, etcétera. El hombre puede buscar a otras víctimas, ser desenmascarado en su momento por un amigo sincero, tener un final violento y bien merecido, o arrepentirse y regresar demasiado tarde o a tiempo para casarse con su antigua novia y ser perdonado.
En estos términos, piensa Fred, podríamos decir que ha seducido tanto a Roo como a Rosemary y que las ha abandonado cuando más lo necesitaban tal como hizo Macheath con Polly y con Lucy. Nunca lo había pensado en estos términos, naturalmente. Porque Roo era, según sus propias palabras, «una mujer liberada», porque Rosemary era rica y famosa, conjeturó que no podía hacerles ningún daño. Bien, si este año ha aprendido algo, es que todas las personas son vulnerables, por fuertes e independientes que parezcan.
Roo anhelaba visitar Inglaterra, pero él se la vedó mediante un altercado. Cuando le escribió en mayo, debía de abrigar la esperanza de que le pidiera que se reuniera con él de inmediato; pero él dejó dormir su carta en el escritorio durante semanas seguidas, sin contestarla. Había estimulado a Rosemary a amarlo incondicionalmente, en tanto tenía la intención de amarla sólo el tiempo que le resultara conveniente... Bien, había quedado atrapado. Probablemente alguna parte de su ser siempre la amaría aunque, como dijo Edwin, la Rosemary que él ama no existe.
Anuncian en los altavoces el embarque del vuelo de Fred. Reúne sus cosas y sigue a los demás pasajeros por el corredor que lleva al andén móvil que los transportará a la puerta correspondiente. De pie en la plataforma, mirando retroceder lentamente a su lado los mismos carteles multicolores de la Inglaterra panorámica que vio seis meses atrás —u otros muy parecidos—, Fred se siente peor consigo mismo de lo que se ha sentido en toda su vida adulta.
Pero es, en resumidas cuentas, un joven norteamericano culto y bien parecido, profesor adjunto de una importante universidad; vuelve a casa, a los brazos de una mujer hermosa que le ama. Gradualmente su natural optimismo se reafirma. Piensa que, después de todo, La ópera del mendigo no administra una justicia poética estricta. Gay se introduce en su obra en el tercer acto, como un dios que interviene en los asuntos humanos, para dotarla de un final feliz. Interrumpe la ejecución de Macheath en la horca y lo vuelve a unir con Polly, tal como en breve Fred se reunirá con Roo.
¿Gay sólo lo hizo para complacer al público, como afirma? ¿O satisfizo así su propio afecto natural por sus personajes? ¿Sabía, por experiencia o por la intuición del genio, que después de todo hay esperanza quizá no para todos, pero sí para los más afortunados y vigorosos de entre nosotros?
Fred se anima. Deja de permanecer inmóvil como un saco de patatas en el andén mecánico de goma y empieza a avanzar. Y los variopintos paisajes de Gran Bretaña retroceden a doble velocidad que antes y Fred tiene la sensación de progresar a zancadas hacia su futuro, con rapidez y confianza sobrenaturales.