Capítulo 8

El corazón herido es veleidoso y brinca,

caprichoso, cual rana saltarina.

 

John Gay, Molly Mog

 

P

or primera vez desde la fiesta de Rosemary, Fred no se toma muy en serio la pelea. El temperamento de ella siempre ha sido voluble y antes ya se había mostrado fugazmente irrazonable. En una ocasión, por ejemplo, faltó a una cita porque no le gustaba cómo la habían peinado: dijo que su cabeza parecía un nido de ratas y que no soportaba que él la viera así. Pero enmendó el plantón y con creces, cuando volvieron a encontrarse. Fred sonríe al recordarlo.

Cuando transcurren cuarenta y ocho horas, y Rosemary sigue sin atender su teléfono particular y no responde a los mensajes que ha dejado en su contestador telefónico, Fred empieza a desasosegarse. Luego recuerda que ella está trabajando: es artista invitada en una serie histórica de la televisión que se rueda esta semana. Hace algunas averiguaciones por teléfono, empezando por el representante de Rosemary, que aparentemente no sabe nada de ninguna pelea (buena señal, piensa Fred) y le informa que a la mañana siguiente filmarán exteriores a muy corta distancia de su casa.

 

Pletórico de esperanzas, se levanta a las ocho, traga un poco de café y una correosa tostada medio chamuscada (nunca ha logrado dominar las parrillas abiertas que usan en Inglaterra); sale a toda prisa hacia Holland Park. Aunque es temprano, la plaza donde rodarán y las calles adyacentes están atascadas de coches, furgonetas y lo que los ingleses llaman camiones de plataforma. Una parte del camino ha sido acordonado; junto a la barrera hay un policía en la relajada postura de alguien a quien le han asignado una tarea fácil; empiezan a agolparse los peatones.

Aunque el cielo está encapotado con nubes grises y grumosas, una fulgurante luz dorada baña la fachada de una elegante casa de ladrillos, el antepatio y la acera. El sol artificial emana de dos hileras de tubos fluorescentes sobre postes, versiones miniaturizadas de los que ha visto en los partidos de béisbol nocturnos. El edificio no sólo resplandece por las luces, sino por una nueva capa de pintura: blanco brillante en las columnas y refinado negro brillante en los herrajes. Las verjas y el enmaderado de las dos casas vecinas también están recién pintados, aunque sólo en los costados visibles para la cámara: la parte de atrás de las columnas, por ejemplo, se ven a oscuras y resquebrajadas. En el otro extremo de la plaza, dos hombres subidos a una escalera bajan un cartel metálico en el que se lee COMIDAS COOMARASWAMY y lo reemplazan por uno de madera con la inscripción FARMACIA en mayúsculas victorianas sombreadas.

El donaire de Fred, su acento norteamericano y su estilo modestamente seguro de sí mismo le allanan el camino hasta el otro lado de la barrera. Franquea un sector de calzada abarrotado de gente y aparatos, plagado de culebras eléctricas —amarillas, negras, verde ponzoña— y aborda a una joven de expresión ansiosa que lleva un tablero con papeles en la mano.

—Ah, sí, Rosemary Radley interviene en el rodaje —le dice—. Ahora está en el interior de la casa, pero no podrá hablarle —coge a Fred del brazo para impedirle avanzar— porque empezamos a filmar en un par de minutos.

Como suele ocurrir en el mundo cinematográfico, el pronóstico resulta excesivamente optimista. Fred espera más de un cuarto de hora apoyado en el costado de una furgoneta que lleva la marca Electricidad Lee, y observa todo el escenario. Un hombre con guardapolvo azul sujeta con alambres flores de plástico blanco en los rosales que flanquean el sendero de entrada a la casa dorada; otros dos hacen algo con la iluminación. Un grupo de actores con vestuario eduardiano charla junto al bordillo: una anciana de negro con una cesta, una mujer más joven que hace girar una sombrilla blanca fruncida, un hombre con traje de tweed y sombrero, una institutriz sujetando un cochecito de mimbre para bebé, vacío. Muchos miembros del equipo también parecen limitarse a esperar, aunque de vez en cuando hay brotes de actividad y gritos. Un hombre bajo y rollizo que recuerda un castor desgreñado, con un suéter marrón harapiento y una mata de pelo gris enmarañado —con mucho el más desharrapado y menos atractivo de la compañía— da la impresión de ser en todo momento el epicentro del desorden. Fred lo descarta etiquetándolo de técnico incompetente —algún vago protegido por el sindicato— y lo responsabiliza de las demoras; después se da cuenta de que se trata del director.

Por fin el tumulto converge en un punto y se interrumpe. Se abre la puerta de la casa dorada; sale un solemne anciano con traje eduardiano de mañana y a continuación una bella mujer engalanada de gris y rosa, su blonda cabellera sujeta en un moño en lo alto de la cabeza y un inmenso sombrero flotante de plumas y velos rosas, como el nido de un flamenco: Rosemary. El hombre le habla y ella responde en oraciones largas, sonriéndole dulcemente. Fred no oye lo que dice debido al ruido del tráfico en el fondo de la plaza y a las instrucciones que a gritos imparte el director. Piensa que aquello es muy extraño hasta que nota que no hay micrófonos a la vista. La escena se filma, pero el sonido no se graba, lo que probablemente harán más adelante, en algún estudio.

Ahora Rosemary y su acompañante descienden la escalinata de mármol, hablando y riendo con gran animación, o con la apariencia de hacerlo. La cámara retrocede; en la acera, la institutriz empieza a empujar el cochecillo cuesta abajo, la pareja joven camina en dirección opuesta. El castor levanta las manos y grita: «¡Corten! ¡Paren todo!». Dos mujeres y un hombre con monos de trabajo corren hacia Rosemary y el anciano, pululan a su alrededor, les acomodan la ropa, les alisan el cabello, les empolvan la cara. Su amada y el acompañante permanecen impasibles, recibiendo las atenciones sin más interés que el que pondría un maniquí en un escaparate. El castor habla con el cámara y luego con otro. Por último hace una señal; Rosemary, que ni siquiera ha mirado en dirección a Fred, vuelve a entrar en la casa.

Durante los cuarenta minutos siguientes se repite muchas veces esta serie de acontecimientos, con variaciones nimias. Rosemary y el anciano cambian de lado al descender los peldaños; caminan más rápido y después más despacio; el sombrero de flamenco se inclina en un ángulo diferente; un hombre que arrastra una sierra y una escalera corta una rama colgante por encima de la verja; alguien indica a la institutriz que avive el paso; las luces vuelven a cambiar de lugar. En otros momentos, Fred, no familiarizado con el lenguaje de la producción televisiva, es incapaz de dilucidar qué es lo que han modificado. Dos veces los actores llegan al portal y se les acerca la vieja andrajosa vestida de negro, haciendo que Rosemary parezca preocupada, sonría graciosamente y haga una apelación inaudible, aunque seria, a su acompañante.

Fred vuelve a sentirse arrebatado por la belleza y el encanto de su amor, que parece casi sobrenatural bajo la sobrenatural luz del sol, y luego por su alegre resistencia. Cada vez que sale de la casa sonríe con la misma tenue brillantez, baja los peldaños con la misma gracia fácil, ríe del chiste inaudible del actor con la misma espontaneidad perfecta. Comprende por primera vez que Rosemary es algo más que una hermosa creación de la naturaleza, una azucena; observa que actuar por televisión es un trabajo arduo, aburrido, cualificado; la admira aún más que antes.

Al mismo tiempo, muchos detalles de la representación de Rosemary le producen cierta incomodidad. Su forma de inclinar la cabeza y apoyar tres dedos en la manga del actor en un mego a medias serio, a medias infantil, por ejemplo. Hasta ahora, ha creído que ese gesto era natural, impulsivo, íntimo... no una afectación escénica. ¿Será por eso que Rosemary nunca se ha decidido a pasarle el vídeo de El castillo de Tallyho, aunque muy a menudo han hablado de ello?

Por fin hacen un alto en el rodaje. El cochecillo queda abandonado en medio de la calzada; los electricistas y carpinteros (Rosemary diría «chispitas» y «astillitas») se apoyan en sus equipos y abren latas de bebidas gaseosas; se distribuye café en vasos de plástico. Por último ella vuelve a salir de la casa, sin sombrero. Fred se precipita hacia ella, eludiendo como puede la maraña de cables, a riesgo de caer.

—¡Freddy! —el rostro de ella se ilumina de placer, exactamente como se ha iluminado una y otra vez ante la cámara—. ¿Dónde has estado? ¿Por qué no me llamaste? No... no debes tocarme, estoy rebozada en maquillaje —le da un rápido abrazo desviando la cara, que en un primer plano presenta una superficie pastosa anormalmente perfecta, como la casa recién pintada.

—Lo hice, pero no llegué más allá del contestador automático. Y tú no me devolviste ninguna de mis llamadas.

—Pamplinas, querido. No encontré ningún mensaje.

—Llamé como mínimo cuatro o cinco veces y siempre dejé mi nombre —insiste Fred.

—¿Sí? ¡Qué estúpidas son estas chicas! Supongo que están celosas y por eso intentan arruinar mi vida amorosa —Rosemary emitió su acostumbrada risilla.

—No puedo creer... quiero decir, ¿por qué demonios querrían hacer eso?

—¿Quién sabe? —Rosemary se encoge de hombros—. A veces la gente es muy rara —alarga la mano para tocar los bucles oscuros de Fred—. No como tú. Eso es lo que adoro de ti, queridísimo Freddy... eres tan razonable. Ven al camerino. Tengo que sentarme; este corsé me está matando.

Lo guía hasta un autobús aparcado calle arriba, con las puertas abiertas. En el interior han quitado la mayoría de los asientos; ahora el espacio está lleno de espejos, percheros, sillas y mesas plegables de metal.

—Oh, querido —vuelve a abrazarlo, ahora más estrechamente; se sienta, echa una rápida mirada penetrante a un espejo y gira—. Me hace tan feliz verte; tengo unas novedades maravillosas. Pandora Box nos ha invitado a pasar la última semana de junio en su torre de Gales; el paraje es glorioso y George ha adquirido los derechos de pesca en el río... ¿Te gusta pescar?

—Sí... pero ya sabes que no estaré aquí a finales de junio.

—Freddy, por favor, no empecemos de nuevo —vuelve a girar hacia el espejo y empieza a intercalar mechones dispersos de cabellos sedosos entre ondas de oro blanco.

—No puedo evitarlo, maldición. Debo volver a dar clase. Además, estoy en quiebra. No puedo permitirme el lujo de quedarme más tiempo, aunque pudiera hacerlo por razones de trabajo.

—Oh, Freddy —repite Rosemary, aunque de una manera muy distinta, delicada y sorprendida, al tiempo que se apoya en el respaldo de la silla plegable, se inclina hacia él y extiende sus brazos blancos y redondos deliciosamente velados por encajes grises—. No debes preocuparte por eso, gatito. Si sólo se trata de eso, estoy en condiciones de echarte una mano. Ahora estoy bastante desahogada gracias a los bienes residuales y esto que estamos rodando... es un plomo, pero pagan bien.

—No pienso vivir de ti —dice Fred, abochornado.

—No te estoy ofreciendo mantenerte, tonto. Todavía no he llegado a eso, espero —Rosemary ríe a la ligera, aunque hay una arista de impaciencia en su voz—. Sólo me propongo prestarte algo.

—No puedo aceptar dinero tuyo. Eso arruinaría nuestra relación.

—Oh, santo cielo, no seas memo. No sería demasiado. Además, podrías ahorrar algo mudándote de ese horrible piso por el que pagas demasiado y viviendo un tiempo conmigo, si quisieras. Cuando estemos en Irlanda, todo será prácticamente gratis. Y podrías pedirle a Al que te diera un papel de extra. Sería un jolgorio, ¿no te parece?

—Bien.. —dice Fred, notando que Rosemary parece haber adoptado junto con sus modas la jerga de la época victoriana.

—No tendrías que abrir la boca —le asegura—. Claro que de cualquier manera no podrías, debido a tu acento yanqui.

Fred sonríe. Aunque imposible desde un punto de vista práctico, la fantasía de aparecer en la televisión británica con Rosemary es placentera.

—Pero podrías hacer de silencioso y pensativo ayudante de jardinero, o de gitano vagabundo, o cualquier cosa parecida. Y te pagarían algo, por supuesto. Yo me empeñaría en que así fuera.

—No —replica Fred con firmeza. Frunce el ceño, representando inconscientemente el papel que le asignó la imaginación de su amada—. Eso sería tan malo como aceptar tu dinero. Peor.

Las cejas rubias de Rosemary, finamente delineadas con lápiz, se juntan en una arruga diminuta aunque de algún modo amenazante. Se incorpora graciosamente y alisa los adornos de encaje de su falda.

—Realmente, te estás portando como un estúpido —dice, mirando a Fred desde arriba—. Crees que eres partícipe de un drama histórico; eres tú quien debería ir vestido de época. Quieres convertirnos en dos desgraciados, sólo en base a algún principio moral Victoriano según el cual un hombre no puede tomar dinero prestado de una mujer.

—No, no de la que ama —dice Fred con tono porfiado.

—No comprendo lo que ocurre —su voz musical tiembla, lo mismo que su pequeño mentón redondeado por encima del cuello alto rematado en volantes—. ¿Qué quieres de mí? ¡Maldito seas! —arranca un pañuelo de papel de una caja de cartón y emborrona sus ojos brillantes de humedad—. Me estás arruinando el maquillaje.

Fred se levanta para abrazarla. Evitando la cara cremosa y pegajosa, los ojos salpicados de carbonilla, besa los sedosos cabellos por detrás de la oreja, el suave cuello velado por los encajes, los blancos dedos ensortijados que sostienen el pañuelo húmedo.

—Nada. Todo. Sólo quiero que sigamos amándonos. Eso es todo.

—Durante cuatro semanas.

—Sí —dice él, distraído por la contrastante rigidez y flexibilidad del cuerpo de Rosemary: la pesada y resbaladiza seda tornasolada, los frágiles tules y encajes; el tacto del corsé debajo, la carne complaciente más abajo aún; la acerca a él.

—Eres una mierda —dice Rosemary con tono grosero y desconocido, empleando un término que nunca había oído ni esperaba oír de sus labios—. Quítame de encima tus manos asquerosas —impresionado, Fred retrocede—. Tendría que haberle prestado atención a Mrs. Harris —prosigue con su propia voz, aunque cargada de rabia—. Me advirtió que no debía confiar en ti —lo mira a la cara, con los ojos entrecerrados—. «Es un guiñapo yanqui», me dijo hace mucho. «Es un embustero de pacotilla, un forajido engañabobas.»

—Rosemary, querida...

—Disculpa, por favor. Tengo que hacer que repasen mi maquillaje —envuelta en un frufrú de raso, Rosemary sale andando con paso ligero.

Fred permanece inmóvil un instante, atónito; luego echa a correr tras ella.

—Rosemary, por favor...

Rosemary se detiene. Lo mira fríamente y llama a la policía.

—¡Agente!

—Sí, ¿qué desea, señorita? —se aproxima, sonriente.

—¿Me haría el favor de echar a este hombre? —señala a Fred con la cabeza—. Me está molestando.

—En seguida, señorita.

—Gracias —dedica al agente una sonrisa más deslumbrante aún por la humedad de carbonilla de sus grandes ojos gris azulado y se aleja.

—Está bien, no es necesario que me empuje, me voy —dice Fred mientras aparta de su brazo la mano del agente de policía.

Se abre paso a través de las culebras eléctricas, alrededor de la barrera y pasa junto a una multitud de espectadores. Se vuelve y por encima de sus cabezas mira la casa bañada de una fulgurante luz artificial. En el antepatio, un hombre con un cubo y una brocha pinta metódicamente las rosas plásticas con un rutilante carmesí.

 

Ni siquiera después de esta escena Fred se siente totalmente desalentado. Jamás en su vida le ha rechazado una chica o una mujer que le interesara de verdad, y está casi tan seguro de los sentimientos de Rosemary como de los propios. ¿Acaso no se puso a llorar ante la mera idea de separarse de él?

Claro que no se toma demasiado en serio sus lágrimas. Antes ya había visto llorar a su amada: después de una película triste, o por la muerte de un actor al que apenas conocía; y media hora después, la había visto reír a carcajadas por algún escándalo protagonizado por el mismo actor y relatado por algún amigo. Sospecha que el temperamento teatral goza con las escenas emotivas y los enredos creados por malentendidos, con los que después también goza desenredándolos. El clima de su relación amorosa siempre ha sido, si no tormentoso, espectacularmente variado, mutable como la primavera inglesa: al sol radiante siguen chubascos de indiferente brisa.

Pero a medida que pasan los días sin poder acercarse a Rosemary, Fred se siente más tenso e incluso desesperado. Su humor cambia de hora en hora. Está indignado con Rosemary y no quiere volver a verla; quiere volver a verla pero sólo para echarle una bronca, para hacerle saber lo furioso que está; quiere entrar a hurtadillas en su casa, imponerle su amor; quiere implorarla: ¿no lo ha mantenido a distancia bastante tiempo? Quedan muy pocas semanas; es una perversidad y un exceso por parte de ella dilapidar así los días.

Asimismo, y por vez primera, se pregunta seriamente si no debería ceder a las demandas de Rosemary. ¿No tendría que mandar un telegrama o telefonear a las oficinas de la facultad de verano en Corinth para decir que no podrá dar clases esta temporada, tal vez alegar que está enfermo? ¿Acaso dos meses con Rosemary en Inglaterra no valen mucho más, aunque se enfaden sus colegas más antiguos y aun al coste de arriesgar un ascenso? Pero si no da clases en el verano, ¿de qué demonios vivirá? Ahora está prácticamente sin blanca y, si se queda —no hay que darle vueltas—, vivirá de Rosemary, en su casa; permitirá que le paguen todas las comidas y, cuando vayan a Gales o a Irlanda, los billetes de tren y de avión. Será lo que suele llamarse un mantenido, un hombre acorralado, alguien cobijado y alimentado y enjaulado como un animal doméstico de lujo. La última vez que se vieron Rosemary le llamó «gatito». ¡No, no, jamás!

Si lograra encontrar la llave de la casa de Rosemary que ella le había dado, entraría y esperaría su regreso. Pero la había perdido; seguramente la había olvidado el día de la fiesta. Sin la llave, hace únicamente lo que puede: telefonea una y otra vez; va incluso hasta la casa de Chelsea, pero nunca encuentra a nadie, con excepción del día en que estaba Mrs. Harris quien no le había dejado entrar ni darle un mensaje; sólo había gritado a través de la puerta cerrada a cal y canto algo semejante a «¡cabrones fuera!». ¿Estará viviendo Rosemary al otro lado? ¿Habrá abandonado la ciudad? Fred prueba con su representante, pero ahora el hombre es frío y afablemente poco comunicativo. Lo lamenta muchísimo, dice, pero no tiene la menor idea de dónde puede estar Rosemary: dos evidentes mentiras.

Las amistades de Rosemary se muestran más accesibles, pero igualmente inútiles. Y su simpatía, comprende Fred ahora, es y siempre ha sido más genérica que específica. En el pasado, como era el amiguito de Rosemary, le preguntaban por su trabajo y solicitaban sus opiniones en cuestiones culturales, políticas y domésticas. Ahora le dejan caer, aunque en todos los casos con un gesto delicado y casi intrascendente, como si barrieran las migajas de una mesa para que cayeran al suelo. Todos tienen modales encantadores; cuando telefonea, son uniformemente amables, aunque más bien imprecisos y siempre están «terriblemente ocupados». Algunos parecen tener dificultades en recordarlo. («Ah, sí, Fred Turner. Me alegro de oírte.») Aunque no se marchará hasta dentro de unas semanas, le desean un agradable viaje de regreso a the States, como si ya tuviera un pie en la escalerilla del avión. Hacen caso omiso de sus preguntas sobre Rosemary como si no las hubieran oído, o responden con lo que él comienza a reconocer como la clásica palabrería desviatoria de las clases altas británicas cuando deben afrontar una insignificancia molesta. («Sabrá Dios, yo no tengo la más mínima... ¿no tenía pensado ir a la Auvernia o a algún sitio así?») Los amigos más íntimos de Rosemary, que podrían ser más útiles y con los que habría podido ser más directo, no están al alcance de la mano. Posy vive en las afueras y no tiene su número de teléfono (que no figura en la guía); Erin, Nadia y Edwin están de viaje al extranjero.

Su colega y compatriota Vinnie Miner tampoco sirve de nada. Cuando la vio la semana pasada en el British Museum le prometió que hablaría en su nombre a Rosemary, prometió explicarle que Fred no quería irse de Londres, que la ama... Su misión no ha dado resultado alguno, si es que la cumplió, lo que pone en duda. Y aunque la hubiera cumplido, piensa Fred, con toda posibilidad no lo hizo bien. Si alguna vez en su vida Vinnie supo lo que era un verdadero sentimiento amoroso, por no hablar de una verdadera pasión sexual, probablemente lo habría olvidado.

En tanto él, Fred, está —maldita sea, tiene que reconocerlo— emocional y físicamente obsesionado. Sólo puede pensar, día y noche, en Rosemary. Intenta trabajar en casa, va al BM, pero no puede concentrarse, no puede leer, no puede tomar notas, no puede escribir. Aunque por primera vez en meses ha contado con todo el tiempo del mundo: interminables días y noches vacíos de contenido.

Otra vez, como hizo el último invierno, se ha entregado a deambular por Londres. Pero ahora sabe que la ciudad existe; que una vida rica, intensa y completa discurre intramuros, detrás de las ventanas con las persianas cerradas y las cortinas corridas. En todas partes pasa por casas, restaurantes, edificios de oficinas, tiendas y bloques de apartamentos en los que ha estado con Rosemary; las calles mismas reflejan los fantasmas casi visibles de su romance. Embargado de emociones, a menudo cree ver a Rosemary a lo lejos: entrando en Selfridge’s, o en los vestíbulos de algún teatro durante el entreacto; divisa su halo de cabellos claros y su paso ligero tres manzanas más allá, bajando Holland Park Road o apeándose de un taxi en Mayfair. Le palpita el corazón; corre, esquivando el tráfico y empujando a los transeúntes, hacia la que siempre resulta ser una desconocida.

 

Hoy Fred se encuentra en una zona de Londres en la que abriga pocas esperanzas de tropezar con Rosemary. Camina por el Regent’s Canal, arriba del Camden Lock, un cálido día de junio, con Joe y Debby Vogeler. Avanzan lentamente pues Joe empuja el cochecillo del bebé y el viejo camino de sirga está atestado de paseantes domingueros. Cuando Fred vuelva a su piso y a la máquina de escribir, casi todo el día de trabajo estará agotado. Por otro lado, si se hubiera quedado en casa, probablemente tampoco habría logrado hacer nada. Su mente es incapaz de centrarse en el siglo dieciocho; está fija con demasiada firmeza a finales del veinte, específicamente en el instante en que, menos de veinticuatro horas a partir de este momento se encontrará cara a cara con Rosemary por primera vez en dos semanas, y ella tendrá que escucharlo.

Joe y Debby también están preocupados, aunque en su caso por una faceta más verbal. Les obsesiona el desarrollo intelectual de su bebé, mejor dicho la ausencia del mismo. Jakie ya tiene dieciséis meses, en nombre de Dios, y todavía no ha empezado a hablar —no ha dicho una condenada palabra, aunque muchos críos de su edad o incluso menores (citan ejemplos) ya son desalentadoramente orales. Su ansiedad, piensa Fred, es evidentemente una función de lo que algunos críticos modernos denominarían sobrevaloración del lenguaje; apenas les importa que Jakie sea, como él mismo dice ahora, un niño sano, fuerte, activo.

—Si empezara a hablar, se parecería mucho más a una persona real —explica Debby—. Sí, por supuesto, ya sé que es sano y a veces hasta dulce, pero no es exactamente humano, ¿entiendes lo que quiero decir?

—Es una frustración no poder comunicarse con él —interviene Joe—. No saber todas las cosas que estará pensando y experimentando. Nuestro propio hijo. No podemos dejar de preguntarnos qué dirá cuando se decida a hablar.

—Podrías decepcionarte —observa Fred—. Mi padre me contó una vez que, cuando yo era bebé, él solía observarme; albergaba profundos pensamientos wordsworthianos acerca de la infancia, y se preguntaba qué mensaje del reino de la gloria yo le transmitiría. Finalmente aprendí a hablar y dije mi primera oración: «Freddy quiere galleta».

—¿Qué edad tenías cuando dijiste eso? —inquiere Debby, que no comprende el significado de la cuestión.

—No tengo la menor idea —suspira Fred.

—Casi ningún niño elabora oraciones enteras hasta alrededor de los dos años —dice Joe—. Pero en general dicen palabras sueltas mucho antes. Normalmente. Jakie balbucea bastante, pero no pronuncia una sola palabra. ¿Qué opinas tú?

—A mí me parece que el niño está muy bien —dice Fred, que no tiene ninguna experiencia en bebés.

Quizás algo no funciona bien en el caso de Jakie. ¿Cómo cuernos puedo saberlo? Lo pasa mal reflexionando en este tema o en cualquier otro; apenas ve el pintoresco panorama a través del cual avanza: a un lado una orilla de largas hierbas y florecillas silvestres, a otro las barcazas de colores brillantes y los altos castaños de Indias en los jardines de la orilla opuesta, que han empezado a sembrar su racimos floridos en el canal, transformándolo en una alfombra flotante de estrellas en tonalidades cremas y rosas. Ahora, para él, Londres sólo es visible en dolorosos fogonazos de la memoria; casi todo el tiempo deambula por una ciudad de figuras y ruidos desvaídos, en penumbras.

Prácticamente la única gente que Fred ha visto desde la fiesta de Rosemary son los Vogeler, los ha visto más de lo que desea, sobre todo porque carece de energías para inventar excusas. La opinión de Joe y Debby sobre Londres ha mejorado con la llegada del buen tiempo, aunque no mucho. Sin duda eso mejora, reconoce Joe, pero válgame Dios, tendría que hacer más calor a esta altura de junio. En casa, hace meses que estaríamos nadando, dice Debby. Y ya puedes olvidarte de conseguir un bronceado decente.

La opinión de los Vogeler es compartida por varios amigos que se han hecho aquí: dos historiadores canadienses que conocieron en la cantina del British Museum, y otra pareja de australianos, parientes de la anterior. Los cuatro coinciden con Joe y Debby en la insuficiencia de la alimentación británica, la tibieza de la cerveza, la frialdad de los nativos y la decepcionante pequeñez de cada monumento nacional y cada atracción turística.

Además, conocen la explicación. Andy (el australiano) trazó las líneas generales para conocimiento de Fred, en un club de Hampstead, la semana pasada. El problema actual de Gran Bretaña, afirmó, consiste en que durante trescientos años sus ciudadanos más intrépidos y enérgicos, emancipados y robustos abandonaron este reducto y se afincaron en las colonias, término que también abarca los Estados Unidos, ¿vale? Los que se quedaron atrás, mediante un proceso de selección natural, se volvieron cada vez más tímidos, inertes, serviles y enfermizos. Caray, bastará con que pases la mirada a tu alrededor, prosiguió Andy. Hoy los ingleses son unos híbridos pálidos y tristes, la hez de una estirpe otrora noble.

Sí, admitió Andy, Australia fue colonizada por convictos, pero espera un momento, compañero, en primer lugar pregúntate a ti mismo cómo llegaron a ser convictos. En realidad eran individuos de la clase obrera que no querían aceptar esa mierda de sistema de clases ni joderse la vida trabajando como negros por unos peniques ni alimentarse con unas caritativas gachas cuando fueran demasiado viejos para trabajar. Tenían imaginación y agallas; corrieron riesgos, intentaron coger parte del botín producto de sus esfuerzos. Moll Flanders y no Oliver Twist.

Fundamentalmente, la actitud de todos estos colonos —incluyendo ahora a los Vogeler— hacia Gran Bretaña es la misma que tiene la gente de éxito hacia sus padres, a los que han superado. Admiran la historia y las tradiciones inglesas, experimentan una simpatía especial por su paisaje y su arquitectura, pero de ningún modo quieren volver a vivir aquí.

La experiencia de lo que Fred considera el Londres real, interior, que Joe y Debby compartieron en la fiesta de Rosemary, no ha afectando sus puntos de vista. Casi toda la gente que conocieron allí les pareció «del tipo farsante-camelero» y todavía están picados por la reacción de ciertos invitados ante la presencia y la conducta de su bebé. Fred tiene la impresión de que en especial Debby parece cultivar su propio encono como si fuera un crío feo y quejica, el mismísimo Jakie en una mala tarde. La confesión de Fred sobre la pelea entre él y Rosemary, sumada a su relato del último encuentro con ella, sólo ha servido para confirmar sus prejuicios.

—Así son los ingleses, en especial los de clase media —informa Joe a Fred cuando giran para volver a bajar por el camino de sirga en dirección a Camden Lock—. Con ellos uno nunca sabe dónde está parado.

—La pérfida Albión —insinúa Fred, que en cierto modo coincide con Joe y en parte se apiada de su ignorancia.

—Sí, eso es —Joe no quiere asimilar la ironía—. No niego que, cuando quieren, pueden ser muy simpáticos. Comprendo lo que sentías por Rosemary Radley; yo mismo me deslumbré cuando la conocí. Pero tu mentalidad y la suya están a años luz de distancia.

—Fff.. —Fred emite un refunfuño de malestar.

No es la primera vez que se pregunta por qué las parejas casadas se sienten perfectamente autorizadas a analizar los asuntos de sus amigos libres, mientras que, si a él se le ocurriera hacer algún comentario sobre la relación entre Joe y Debby, ellos se pondrían justificadamente furiosos.

—Estoy absolutamente de acuerdo —dice su mujer—. ¿Qué pasa ahora? —se pone en cuclillas para ver qué le ocurre a Jakie, que ha empezado a gemir y retorcerse en el cochecillo: es una de sus malas tardes.

—Parece que quiere bajar —sugiere Fred.

—Siempre quiere bajar. Bueno, está bien, tontín —Debby desenreda al bebé y lo deja hacer pinitos en sus inseguros pies: hace muy pocos meses que camina—. Vale, espera un segundo. ¡Cielos! —arregla el guardapolvo de algodón a rayas y la gorra, que dan a Jakie el aspecto de un maquinista ferroviario enano, y sujeta firmemente su manita regordeta.

—Tienes que volver a analizar tus prioridades —aconseja Joe a Fred cuando retoman la marcha, ahora a paso de bebé, por el camino de sirga, empujando el cochecillo vacío.

Mudo, Fred se niega a hacerlo.

—Eso estaría muy bien —dice Debby—. Quiero decir que nunca hubo ningún futuro en esa relación, al fin y al cabo. En primer lugar, Rosemary Radley es muy vieja para ti.

—Yo no opino lo mismo —dice Fred, con los nervios de punta—. Tú eres mayor que Joe, ¿no?

—Tengo quince meses más que él, lo que no tiene ninguna importancia —retruca Debby, con voz no del todo apacible.

—Muy bien. Rosemary tiene treinta y siete. ¿Cuál es la diferencia si nos amamos? —dice Fred, lamentando haber confiado alguna vez en los Vogeler e incluso haberlos conocido.

—Rosemary no tiene treinta y siete —afirma Debby—. Ni soñarlo. Tiene unos cuarenta y cuatro... quizás haya cumplido ya los cuarenta y cinco.

—Eso es mentira —Fred ríe, enfadado.

—Lo leí en «Sunday Times».

—¿Y qué? Eso no le da visos de verdad —dice Fred, recordando que a menudo su amada se ha quejado de las repugnantes mentiras publicadas sobre ella y otros artistas—. ¡Que se vayan a hacer puñetas!

—Está bien, no tienes por qué creerlo —el tono de Debby combina el fastidio con la condescendencia—. ¡No, no, Jakie! En realidad no quieres eso —se agacha y quita a su bebé una pelota de goma semiaplastada, con un dibujo agrietado y desteñido de la bandera del Reino Unido—. Cosa sucia y fea. Joe, ¿quieres esperar un momento?

Debby transfiere la mano del combativo bebé a su padre y arroja la pelota cuesta arriba. Jakie la contempla, siguiéndola con la mirada, y suelta un aullido de sorpresa.

—¡Mira, Jakie, mira! —grita su padre con la intención de distraerlo—. Mira ese... barco —señala un bote amarrado en la otra orilla—. ¡Maldición!

La pelota aplastada ha vuelto a aparecer entre las malezas; bota por el sendero, más adelante, y se introduce en las escurridizas aguas verde rana del canal, donde se suma a una flotilla de detritos que incluye una botella de lejía de material plástico, media naranja, trozos de madera y paja anegados.

—¡No Jakie! —Joe retiene al crío gritón—. Gérmenes malos. Ya se han ido.

—Tú no deseas esa bola vieja y sucia —insiste Debby... una mentira obvia, piensa Fred—. ¡Basta ya! —el bebé, en un paroxismo de deseo insatisfecho, patalea y chilla con toda la fuerza de sus pulmones; su rostro se ha desnaturalizado en una máscara que es una mueca amoratada.

—Mierda —bufa Joe—. Venga, Jakie. Arriba —alza al esforzado duendecillo quejumbroso y lo sienta en sus hombros—. A la una, a las dos... —Joe empieza a columpiar a su hijo de una forma que Fred supone destinada a ser tranquilizadora, al tiempo que baja a zancadas el camino, seguido por Debby y el cochecillo—. A la una, a las dos. Qué bonito es mi bebé.

—Oye, disculpa si lo que dije te molestó —dice Debby, mientras dejan atrás la bola flotante y los gritos de Jakie disminuyen hasta convertirse en un lastimero gorjeo.

—No es nada —dice Fred, magnánimo con los Vogeler, progenitores de un gnomo retardado.

—Es que no me gusta verte deprimido por algo así.

—Algo así —dice Fred—. Ya pasará —agrega, pensando que, con un poco de suerte, él y su amada volverán a estar reunidos al día siguiente a esa misma hora.

—Por supuesto —le dice Joe—. De cualquier modo, Rosemary Radley no es realmente lo que tú deseas.

—Apuesto a que cuando estés en los Estados Unidos interpretarás toda la experiencia de una manera muy distinta —dice su mujer.

—Mmm —murmura Fred; acaba de ocurrírsele que para los Vogeler su pasión por Rosemary es más o menos exactamente equivalente a la pasión de Jakie por una vieja pelota de goma.

—Naturalmente —añade Debby—. Lo que tú necesitas es una mujer con una auténtica consistencia intelectual. Eso es lo que siempre he pensado —prosigue, confundiendo el silencio de Fred con receptividad—. Alguien con quien puedas realmente comunicarte a tu nivel. Con quien compartir tus ideas.

—Así es —interviene Joe—. Por ejemplo, alguien como Carissa.

—Carissa nunca se habría comportado de manera tan caprichosa e irracional. Con ella siempre sabes qué pisas. Carissa da la cara; me acuerdo una vez que...

—Oye, Debby —la interrumpe Fred, deteniéndose y volviéndose hacia ella—. Hazme un favor: deja de mencionar a Carissa. No estamos hablando de ella.

—Sí estamos hablando de ella —dice Joe—. Oh, está bien —concede al ver la expresión de Fred—. Si eso es lo que sientes...

—Eso es lo que siento, maldición —exclama Fred.

Se le ocurre que él y los Vogeler están en trance de protagonizar una verdadera pelea —tal vez la ruptura de una amistad de siete años. Pero en su actual estado de ánimo, le importa un pepino.

Ahora todos se detienen en el camino, mirándose. Pero las evasivas aguas verdes siguen fluyendo, trasladando desechos flotantes. Jakie mira por encima del hombro de su padre, ve llegar su tesoro perdido y empieza a hacer gorgoritos, emocionado:

—Ohhh. ¡Oo-aa-uu! ¡Ba... bu... bo... bola!

—¡Bola! —grita Joe—. ¡Debby, ha dicho «bola»!

—¡Lo oí! —el semblante rígido y contrariado de Debby se deshace en una sonrisa de deleite—. Jakie, querido. Dilo de nuevo. Di «bola».

—¡Buuu... da-a! Boua. ¡Bola! —el bebé estira la mano hasta el objeto de su deseo, que pasa flotando, rodeado de basuras empapadas.

—Ha dicho «bola» —declara su madre con tono triunfal.

—Su primera palabra —tiembla la voz de su padre.

—Bola —suspira Debby—. ¿Has oído eso, Fred? Dijo «bola».

Pero ni ella ni Joe esperan una respuesta; olvidando a Fred, contemplan a su hijo con alivio y admiración y luego lo envuelven en un doble abrazo, lo cubren con besos de alegría.

 

El encuentro con Rosemary al día siguiente ha sido planeado sin su conocimiento o consentimiento. Los periódicos del domingo anunciaron que aparecería en un programa de radio presentando las memorias recién publicadas de su amiga Daphne Vane, y Fred ha decidido estar allí. Después de (vanos) intentos de trabajar toda una mañana en su libro, comprueba por enésima vez la hora y la dirección, y sale.

El estudio, cuando lo halla, resulta desalentador: no es el lugar que alguien elegiría para encontrarse con el ser amado. Fred habría preferido el edificio de la BBC en Portland Place, donde fue una vez con Rosemary: un templo Art Decó, con un estallido de sol dorado sobre la puerta y la hilera de ascensores brillantes. Detrás había un laberinto de pasillos por el que bajaba deprisa gente con la expresión del Conejo Blanco. Las salas de sonido eran acogedoras conejeras rodeadas de vapuleados sillones de cuero blanco, micrófonos y tableros de distribución de aspecto histórico; aún parecía reverberar la batalla de Inglaterra en la atmósfera cargada de humo..

La emisora comercial es fría, anónima y exageradamente contemporánea; el vestíbulo con vidriera está decorado en el estilo minimalista de Madison Avenue. Diez o quince adolescentes apoltronados en divanes de plástico mascan chicle zangoloteando sus rodillas al ritmo machacón de un rock.

—He venido a ver a Rosemary Radley —grita Fred por encima del estrépito a una joven y sexy recepcionista de labios magenta e iridiscentes párpados verde viscoso—. Participará en el programa Arte Vivo a las cuatro.

—Tu nombre, por favor.

Fred lo dice y un segundo después piensa que quizá debería haber dado otro nombre.

—Un momentito, encanto, veré qué puedo hacer —le dedica una mirada abiertamente admirativa y una brillante sonrisa de ciruela madura; levanta el teléfono rojo—. Están tratando de localizarla —vuelve a sonreírle—. ¿Eres norteamericano?

—Así es.

—Ya me parecía. Mi sueño dorado es ir a los Estados Unidos —presta atención por el auricular, su sonrisa de ciruela madura se transforma en sonrisa de ciruela pasa; por último menea la cabeza negativamente.

—Dile que es importante. Muy importante.

La recepcionista le dedica otro tipo de mirada, igualmente admirativa aunque menos respetuosa; Fred comprende que ha vuelto a clasificarlo: ha pasado de VIP a cero a la izquierda. Ella vuelve a hablar por el brillante teléfono rojo.

—Lo siento. Nada que hacer —dice finalmente—. Te dejaría pasar, pero después me las harían pasar moradas.

—Esperaré a que termine el programa.

Fred se dirige hacia un cubo forrado en imitación charol. Se sienta en el borde, a esperar, mientras otros visitantes se acercan al escritorio; después de hacer averiguaciones por teléfono, la recepcionista pulsa un zumbador, permitiéndoles atravesar las puertas acolchadas de imitación piel con tachones metálicos, la música rock resuena en un crescendo, provocando que algunos apoltronados adolescentes que están a sus espaldas se levanten y bailen con histéricos movimientos espasmódicos.

La música retumba hasta un punto final y sigue un rosario de ensordecedores anuncios comerciales. Los adolescentes se precipitan hacia el fondo del vestíbulo; algunos llevan álbumes de autógrafos en la mano.

«No te pierdas esta asombrosa oportunidad. ¡Aquí y AHORA! Estás sintonizando con Arte Vivo.» Se oyen unos compases de música melancólica.

«Una vez más, bienvenido a Arte Vivo.» Suena una voz diferente, aflautada y confidencial. «Soy tu anfitrión, Dennis Wither. Esta tarde nos espera un auténtico lujo; hablaremos con la exquisita dama Daphne Vane, cuya autobiografía La búsqueda de Vane: una vida en el escenario, acaba de ser publicada por Heinemann. La señora Daphne está en el estudio y con ella se encuentra Lady Rosemary Radley, estrella de la galardonada serie televisiva El castillo de Tallyho...»

Los adolescentes punk reaccionan groseramente ante la noticia; algunos gruñen con desaprobación, uno finge sentir náuseas. Fred les dedica una mirada hostil. Sabe que el programa de Rosemary, aunque popular, tiene sus detractores. Algunos intelectuales de carácter liberal, por ejemplo, consideran sentimental y snob su retrato de la vida aldeana. Pero que estos gandules estrepitosos hagan la pantomima de vomitar al oír su nombre... Los estrangularía.

«Volveremos en un momento.» Mientras un estúpido musical anuncia un champú («¡Un ensueño delicioso... amoroso!») ondulando en el vestíbulo, un hombre enjuto con un mono de piel blanca claveteada se abre paso por las puertas detrás del escritorio de la recepción, seguido por dos hombres más robustos, con trajes baratos. Los adolescentes convergen hacia él, chillando desaforadamente.

La celebridad —sea quien sea— cruza el vestíbulo tensamente sonriente. Interrumpe sus pasos para firmar unos autógrafos; luego se lanza a las puertas de salida y sube a un cochazo, mientras los más robustos evitan las intromisiones. Es como si ya estuviera de vuelta en Nueva York, piensa Fred, observando la escena con disgusto.

De pronto la hermosa risilla vibrante de Rosemary, tres veces amplificada electrónicamente, ocupa todo el espacio. El corazón de Fred da aletazos a la manera de un pez.

«Gracias, querido Denis, es maravilloso estar aquí.» Su dulce voz de clase alta, clara y perfectamente modulada, se hace eco de una pared a la otra, como si una invisible Rosemary Radley de cinco metros de estatura flotara en el aire.

Fred escucha, cada vez más rabioso. La alabanza que hace Rosemary de la autobiografía de Daphne es ferviente pero, él lo sabe muy bien, falsa. Con anterioridad se la describió como un «absurdo libro ilustrado» y se rió de Daphne por ser demasiado agarrada para contratar a un «negro» que escribiera bien. Ahora anuncia a todos los oyentes de esa emisora en el Gran Londres —o, por lo que sabe, en toda Gran Bretaña— que se sintió «absolutamente fascinada» por el «maravilloso encanto e ingenio» de Daphne. ¿Cómo puede decir tantas mentiras? ¿Cómo puede parlotear así, reír así, intercambiar triviales reminiscencias teatrales con Daphne y esa sarta de imbéciles? Obviamente, no sufre como él. No le importa nada, ha olvidado que él existe. Bien, en cuanto termine el programa, le hará recobrar la memoria.

Empiezan a sonar los acordes de cierre del programa; Fred se acerca a las puertas acolchadas. Pasan cinco minutos, pero Rosemary no aparece y tampoco las otras personas que estaban con ella en el programa.

—¡Eh! —le grita la recepcionista a través de una nueva ráfaga de música popular—. Eh, tú.

—¿Sí? —Fred pasea la mirada a su alrededor.

—¿Todavía esperas a Rosemary Radley?

—Sí.

—Estás perdiendo el tiempo. Los talentos no usan esta salida, a no ser que quieran ver a sus admiradores.

—Gracias —Fred se aproxima al escritorio, se inclina encima apoyando ambos codos y proyecta todo el encanto sexual que logra reunir en su actual estado de ánimo—. ¿Por dónde salen?

—A la vuelta, junto al aparcamiento, pero probablemente ya se han ido todos —baja sus párpados de cieno verde con espesas pestañas y se inclina hacia él—. De todos modos, ¿qué quiere un guapo como tú de una reliquia como ella?

—Yo... —Fred reprime el impulso de defender a su amada; no debe perder el tiempo—. Disculpa.

Cruza corriendo el vestíbulo, abre a empujones una gruesa puerta de cristal y da la vuelta a la manzana. Detrás del edificio del estudio encuentra otra entrada, pero las puertas de cristal se niegan a abrirse.

Le palpita el corazón; se detiene junto a una pila de cajas de embalaje caídas para aguardar la salida de Rosemary —con Daphne y el resto de los imbéciles, probablemente. Pero no se preocupará por ellos, la apartará, le dirá... Lentamente, mientras Fred ensaya su discurso, el tiempo se desgrana en el aire; poco a poco se da cuenta de que Rosemary se ha ido sin esperarle.

Hecho una furia, maldice en voz alta.

—Condenada zorra —grita al aparcamiento vacío, y sigue gritando.

Se dice que Rosemary es fría, cruel; que todas sus palabras y todos sus gestos (algunos intentan elevarse al nivel de conciencia, pero los acalla) eran falsos, teatrales. El Arte Vivo, piensa: tan vivo, tan artificioso... ¡Al cuerno! Patea varias veces el costado de una caja húmeda, hasta desfondarla.

Tal vez él mismo tendría que haber apelado a cierta dosis de arte vivo. Tendría que haber mentido a Rosemary, haberle dicho que había renunciado a la escuela de verano, y haber disfrutado de las cuatro semanas siguientes, para luego tomar el avión —para ser el farsante yanqui que, según Mrs. Harris, era.

Pero no habría estado a la altura de la representación; no es un buen actor. Por alguna razón, sólo pensarlo le pone enfermo. Ya no habría sido amor, sino cálculo, explotación. Tal vez Rosemary sería capaz de lograr algo así, si se lo propusiera...

Ahora una nebulosa de sospechas y de celos caen sobre Fred, como si las nubes saturadas de vapor púrpura que cuelgan sobre el aparcamiento hubieran bajado bruscamente emborronando Londres. Quizá Rosemary ha fingido en todo momento. Tal vez representó la pelea después de la fiesta con toda deliberación; es posible que haya conocido a alguien o que haya renovado su relación con alguien que le gusta más. Acaso ahora mismo está en los brazos de ese hombre, susurrando con su melódica voz, ofreciéndole su tintineante risilla íntima. Una vez más se le ocurre a Fred la idea de que se ha internado en una novela de Henry James; pero ahora adjudica a Rosemary un papel diferente: el de una bella, mundana y corrupta villana europea jamesiana.

¿Y si todo era falso, todo lo que le ha dicho, todo lo que él creyó sobre ella? ¿Y si incluso Debby tenía razón y Rosemary es muchos años mayor de lo que afirmó? Ni siquiera aparenta treinta y siete, pero, se había estirado la piel más de una vez, como hacen normalmente todas las actrices. Fred lo había tomado como mera malevolencia de maricón. Aun suponiendo que fuera verdad, ¿cuál es la diferencia? Cualquiera sea su edad, sigue siendo Rosemary, a la que él ama. Y quien probablemente no le ama, quien quizá nunca le amó, quien ahora no quiere dirigirle la palabra, quien le mintió, muy posiblemente, todo el tiempo.

Es un verdadero idiota, de pie entre montones de basura, como un admirador abandonado que espera en la salida de artistas a una estrella que ni siquiera está allí. Fred mira ceñudo la caja de embalaje aplastada, los desechos contra la pared: trozos de papel sucio y laminillas de metal, una lata de cerveza vacía, una hilaza retorcida de color rojo, como el que llevaba Roo para atarse el pelo.

De repente, por primera vez en semanas, ve a Roo con toda claridad en su mente. Está sentada desnuda en el borde de la cama deshecha del apartamento de Corinth, con sus redondeados brazos levantados para coger todo el peso de sus oscuros cabellos castaños. A continuación separa el pelo en tres partes y, con una semisonrisa inconsciente de concentración, empieza a trenzarlo para formar un único cable grueso y brillante como los cabos de un barco que se hace a la mar. A medida que crece la cuerda, Roo la echa hacia adelante y sigue trenzando hasta que sólo quedan quince centímetros de pelo suelto. Luego estira tres veces una goma alrededor del extremo de la trenza y acomoda encima un lazo de lana escarlata. Finalmente, con una inclinación de la cabeza, echa hacia atrás la trenza y su suave coleta de filamentos cobrizos, encima de su hombro desnudo.

Fred experimenta una oleada de añoranzas; piensa que cualesquiera sean sus defectos, Roo es incapaz de una calculada falsedad teatral. Los mares se secarán y las piedras se derretirán bajo el sol —cita mentalmente una de las canciones populares favoritas de Roo— antes de que se oiga su voz anunciando que es maravilloso estar en una maldita emisora de radio.

Después experimenta un ramalazo de culpa, recordando la carta de Roo, que permanece desolada y sin contestar en lo alto de una pila de libros no leídos, en su piso de Notting Hill Gate. Le escribiré ahora mismo, piensa Fred mientras da la espalda al estudio y se encamina a casa. Esta misma tarde.

Pero los correos son lentos; una carta tardará diez días en llegar a manos de Roo. Quizá deba telefonearle, al margen de cuánto cueste. Pero después de tan prolongado silencio —recuerda con un gemido que hace más de cuatro semanas que ella le escribió—, Roo puede estar otra vez furiosa con él; tiene derecho a estarlo. Podría colgar el teléfono, gritarle. O cuando atienda, podría estar con alguien, con otro tipo. También tiene derecho a eso, maldición. No. Le enviará un telegrama.