Capítulo 10
«¿Por qué te apartas de mí? Es tu Polly...»
John Gay, La ópera del mendigo
E
n Notting Hill Gate, Fred Turner prepara las maletas del regreso. Es verano y Londres está en flor. Los altos castaños de Indias aprietan sus glaucos manojos y racimos cremosos contra la ventana, a través de los cuales se cuela una nebulosa luz vainilla que penetra en la habitación, transfigurando sus muebles de madera llenos de arañazos, convirtiendo su artesanía victoriana en madera recargada de pintura y las decoraciones floridas del techo enlucido en golosinas de nata montada. El aire es cálido y ventoso; el firmamento, más allá de los árboles, de un azul oscuro y sereno.
No obstante, Fred no ve casi nada de lo que le rodea. Tiene el ánimo gris, chato, gélido y amargo como un estanque salobre en pleno invierno. En menos de dos días se habrá ido de Londres sin terminar la investigación, sin haber vuelto a ver a Rosemary, sin noticias de Roo. Han pasado más de dos semanas desde que mandó por telegrama la respuesta a la carta de su mujer, pero, aunque su mensaje incluía las palabras AMOR y LLAMA COBRO REVERTIDO, no obtuvo respuesta. Había esperado demasiado o, sobre todo, Roo nunca quiso que volviera.
En cuanto a su trabajo, está en punto muerto. Hace todos los movimientos que corresponden al conocimiento, leyendo fuentes primarias y secundarias, copiando citas de la obra de Gay y de ensayos críticos del siglo dieciocho, archivos de la época, narraciones de crímenes reales, zurciendo lo que toma de aquí y de allá en una especie de todo que resulta falso y forzado. Todo lo que Fred guarda en sus dos vapuleadas maletas de lona le huele a fracaso, a pérdida de tiempo. Pilas de notas —escasas y desordenadas en comparación con lo que deberían ser—, cuadernos casi vacíos, fichas en blanco. Cartas sin responder, incluidas una de su madre y dos de alumnos solicitándole recomendaciones de las que debería haberse ocupado semanas atrás. Una instantánea predilecta en la que aparece Roo a los catorce años con un conejo doméstico, tomada por ella misma con su primera cámara de disparador automático; la inocente calidez de su sonrisa, la franqueza, la confianza, le hacen encoger el corazón: esa Roo todavía no lo ha amado, todavía no ha amado a ningún hombre, todavía no ha sido herida por él. Fred siente el pecho oprimido; pone la foto boca abajo, aprieta la mandíbula, sigue haciendo las maletas.
Papeles, sobres, carpetas, todo sin usar, en muda acusación. Programas de teatro, de óperas y conciertos a los que ha asistido con Rosemary, ¿por qué demonios los sigue guardando? Los arroja a la ya sobrecargada papelera. La larga bufanda de cachemira color tabaco, tejida a mano, que Rosemary le regaló para su cumpleaños y le arrolló varias veces alrededor del cuello con sus propias manos. El fragmento de un espejo de bolsillo con el sello de la boca rosa malva, conmemorando su primer beso. Habían terminado de almorzar en La Girondelle de Fulham Road, y Rosemary se estaba retocando los labios. Fred, dándose cuenta repentinamente de que estaban a punto de separarse, se inclinó por encima de la mesa y dijo algo impulsivo, apasionado. Ella levantó la vista, sonrió lenta y prodigiosamente, apoyó la boca abierta en el espejo para no manchar los labios de él. Qué encantadora, qué cuidadosa, se había maravillado Fred. Después le sujetó la muñeca para impedirle guardar el trozo de espejo en su bolso, diciendo que lo conservaría como recuerdo. Ahora ha adquirido otro significado: antes de besarlo a él, Rosemary se había besado a sí misma.
Deja de pensar en ello, dice Fred para sus adentros. Todo ha terminado, santo cielo; se marchará de Londres pasado mañana y probablemente jamás volverá a ver a Rosemary Radley. Además, esa mañana, al vaciar el armario, comprendió que tampoco volverá a ver nunca su jersey de L. L. Bean, su camisa de trabajo de cambray azul, su Libro de poesías del siglo dieciocho, editado por Oxford Press, su cepillo de dientes y la máquina de afeitar de repuesto, todo lo cual había llevado a casa de Rosemary antes del día de la fiesta.
Pero no puede dejar de pensar en ello. A pesar de su ira contra Rosemary, no ha logrado olvidarla. Durante las últimas dos semanas, y contra su propio criterio —dándose la débil excusa de que sólo quiere recoger su jersey, su camisa, etc.—, ha marcado varias veces su número. Casi siempre el teléfono sonaba y sonaba sin que nadie respondiera, aunque en cierta ocasión Mrs. Harris levantó el auricular, gruñó «No hay nadie en casa» y colgó. Fred también probó con el servicio de llamadas, donde una voz femenina falsamente refinada siempre informaba que Lady Rosemary estaba «fuera de la ciudad». Un gorjeo de jubilosa condescendencia, la última vez que llamó, sugirió a Fred que la voz femenina sabía todo sobre él, que en cuanto colgara se volvería hacia las otras empleadas y diría: «Ese imbécil ha vuelto a llamar a Lady R. ¿Cuándo espabilará?». Aunque dejó su nombre, Rosemary nunca le llamó.
¿Si dejara el mensaje de que no volverá a los Estados Unidos, le llamaría Rosemary? Sí, es posible, piensa Fred. Tal vez eso es lo que ella está esperando. O quizá no. Se le ha ocurrido que en cierto sentido su relación amorosa ha revivido la historia angloamericana. Rosemary lo ha amado, pero tiene una mentalidad colonialista; haría cualquier cosa por él salvo concederle la independencia. Cuando se la pidió, se desencadenó la guerra.
En parte para evitar una nueva llamada a Rosemary con el propósito de dejar este mensaje autodestructivo, Fred ha hecho cortar su teléfono. La otra razón, más racional, es la de ahorrar. Tal como están las cosas, volverá a casa sin un céntimo y con deudas a ambos lados del Atlántico.
Revuelve una pila de cartas de parientes y amigos; arroja la mayor parte a la papelera. Entre la correspondencia hay una postal que le envió Roberto Frank desde Buffalo. La imagen corresponde a un cuadro de Sir Joshua Reynolds que está en la Albright-Knox Gallery: Cupido como paje de hacha, de 1774, elegida en virtud de su interés por el período, supone Fred. Ahora observa más atentamente la reproducción.
Aparentemente se trata de un retrato de medio cuerpo de uno de esos pilluelos que por una pequeña gratificación solían alumbrar por la noche a los viajeros a través de las calles del Londres del siglo dieciocho. Este Cupido no es un niño desnudo, regordete y sonriente: va andrajosamente vestido con el atuendo de la época y parece tener nueve o diez años. Es bien parecido —de hecho, se asemeja a Fred cuando tenía la misma edad—, pero, evidentemente, se trata de un ángel aciago.
Tiene pequeñas alas negras de murciélago y sostiene su larga y oscura antorcha ardiente en posición fálica, apuntalada en la entrepierna; del aire ennegrecido se eleva una llamarada manchada de humo. Sin embargo, Cupido aparta la mirada de la antorcha y fija la vista por encima del hombro, a la izquierda, con expresión meditabunda y afligida —probablemente de pesar por lo que ha hecho a tantos seres humanos. A sus espaldas, vagamente bosquejada, se vislumbra una calle de Londres por la que camina una pareja despareja: el hombre alto y flaco como un palillo, la mujer desmesuradamente gorda, como Jack Sprat y su cónyuge.
Sí, piensa Fred: éste es el pequeño dios negro que le ha herido —siente palpitar la ampolla de la quemadura— dos veces, emparejándolo erróneamente con dos mujeres hermosas, tormentosas e intratables, a las que no puede apartar de su mente. Estar enamorado y con poca fortuna de una mujer es nefasto, pero añorar alternativamente a dos es irrisorio. Sin ningún género de dudas, Roberto reiría a carcajadas.
Espabílate, se dice a sí mismo. Olvídalas. Sigue con tus malditas maletas. Tironea furioso del atestado cajón superior del escritorio, que queda inclinado hacia abajo y desparrama todo su contenido en el suelo: lápices, clips, planos del recorrido de los autobuses, folletos sobre atracciones turísticas. Entre la avalancha de desperdicios cae algo más pesado, produciendo un sonido metálico. Fred se agacha y reconoce las llaves de la casa de Rosemary en Chelsea, que creía perdidas.
Ahora la casa está vacía, probablemente. Podría ir esta tarde a reclamar sus pertenencias, que no quiere perder, en especial el libro, en el que ha apuntado comentarios, y su jersey. Rosemary nunca sabrá que estuvo allí ni echará nada en falta. Sus libros son muchos y están desordenados; su armario, fuera del teatro de operaciones de Mrs. Harris, es un caos permanente. De acuerdo, adelante. Vuelve a encajar el cajón en el escritorio, tira el contenido en la papelera y sale. En Notting Hill Gate, demasiado impaciente para caminar, baja a la estación del metro.
Pero mientras el metro de la Circle Line traquetea hacia South Kensington, con su rechinar empieza a sonar un coro de dudas. ¿Y si hay alguien en casa de Rosemary? ¿Si han cambiado las cerraduras? ¿Si algún vecino lo ve y llama a la policía? PROFESOR NORTEAMERICANO ARRESTADO POR ROBO CON ALLANAMIENTO DE MORADA EN CASA DE UNA ESTRELLA EN CHELSEA.
En la estación de South Kensington, todavía vacilante, un cartel que señala el camino a los museos recuerda a Fred que ha estado cinco meses en Londres sin visitar el Victoria and Albert, tan recomendado por todos como depósito de muebles y accesorios del siglo dieciocho. Decide pasar por allí mientras toma una decisión. Si no se presenta en casa de Rosemary, al menos habrá hecho algo profesionalmente útil.
Cinco minutos más tarde ha pasado de la cálida tarde soleada a las frías y cavernosas galerías y salas del V and A. El lugar está casi desierto, tal vez debido al buen tiempo que hace al aire libre. Miles de objetos de arte decorativo permanecen desatendidos en las penumbras, a través de las cuales se filtra cada tanto una oblicua franja de sol ceniciento desde las altas ventanas góticas del período Victoriano, para alumbrar un arcón medieval tallado o una tetera de plata georgiana. Ninguna de esas luces penetra en la psique de Fred, que sigue uniformemente empañada y helada. Todo lo que aparece ante sus ojos es elegante, bien acabado, lo mejor en su especie, pero él no se conmueve. Las grandes estancias llenas de tesoros nacionales no le parecen ricas, completas e históricas, sino abarrotadas, excesivamente decoradas, un conjunto en tropel de cosas viejas y dispendiosas.
Como dirían Rosemary y sus amistades, él ya ha hecho mutis por el foro de Inglaterra. Londres le oprime; está tan recargado de arquitectura, de muebles y de tradiciones, que no hay sitio para moverse. La ciudad está lastrada de fantasmas, tan acosada por su larga historia como él por su breve historia: la de su relación con Rosemary y la historia pasada de ella.
Durante las últimas semanas en Londres, Fred se ha sentido tan solo y excluido de la vida como el primer mes que pasó en Inglaterra. Apenas ha hablado con algún nativo, excepto como lo haría un turista; no ha visto a ninguna de las muchísimas personas que conoció a través de Rosemary. O, para ser más exactos, no las ha visto en carne y hueso. En los medios de comunicación están en todas partes: explicando por televisión el cuerpo humano y las leyes internacionales; apareciendo en obras de teatro y películas; emitiendo sus opiniones sobre acontecimientos culturales por la radio; siendo entrevistadas por los periódicos; respondiendo con encanto y erudición a preguntas difíciles en concursos y programas de actualidades. Cada vez que Fred abre una revista, alguna de esas personas le indica qué debe pensar acerca de Constable, o cuál es la mejor forma de cocinar los espárragos o de apoyar el desarme nuclear. Cuando no las citan, aluden a ellas, de modo sumamente desagradable, como el ejemplar de «Private Eye» en el que publicaron que «Lady Rosy Rosily» —como la llaman habitualmente— se ha «deshecho de su conexión yanqui», enumerando una larga lista de otras conexiones deshechas, algunas con hombres que Fred ha visto en varias ocasiones sin imaginar que se hubieran acostado con Rosemary.
Por supuesto nunca pensó que Rosemary no tuviera pasado, pero Fred peregrina desconsolado por una larga galería con mobiliario de finales del Renacimiento, en dirección a una estructura acechante sostenida por columnas, descrita en un letrero como «La gran cama de Ware», y de la que se dice que una noche albergó a doce durmientes. Pero ser mencionado en letras de imprenta como uno más de una serie... Fred aprieta los dientes y vuelve a concentrarse en la «Gran cama», asociándola mentalmente con Rosemary y sus amantes. Entre sus retorcidas columnas hay lugar suficiente para todos los mencionados o insinuados en «Private Eye» y algunos más, que sin duda los hubo. El sólo es el más reciente por ahora, y quizá ni siquiera eso. Contra su voluntad ve a Rosemary, con su pálido camisón de raso salpicado de mariposas de encaje, retozando en el inmenso lecho con una docena de figuras masculinas desnudas. Las piernas, los brazos, los penes, los traseros, sus dorados cabellos despeinados, la ropa de cama manchada y caída, el sonido de los resortes, el olor a sexo...
Para desprenderse de la alucinación, Fred se acerca y apoya la mano en el cubrecama de brocado sin una sola arruga. Sorprendido, se sobresalta: «La gran cama» es dura como una piedra.
Pero, en realidad, ¿de qué se sorprende? En un sentido funcional, ésa ya no es una cama. Nadie volverá a dormir ni a follar en ella. Nadie se sentará en esas sillas de roble con respaldo alto: sus asientos deshilachados de terciopelo carmesí —ahora rosa— están protegidos de las posaderas contemporáneas por deslustradas cuerdas doradas. Las copas grabadas, ahora en vitrinas de cristal, jamás volverán a contener agua ni vino; las bandejas de peltre no volverán a lucir el rosbif de la Vieja Inglaterra.
Los museos de arte son mejores. Las pinturas y esculturas siguen sirviendo al propósito para el que fueran realizadas: ser contempladas y admiradas, interpretar y conformar el mundo. Siguen viviendo, son inmortales; todo lo que se exhibe aquí está funcionalmente muerto, peor aún, sigue fijo en una especie de muerte viviente, como su pasión por Rosemary Radley. Hay algo vano, algo espantoso en este enorme baratillo Victoriano lleno de objetos domésticos caros: sillas y platos y telas y cuchillos y relojes, tanta quincallería conservada para siempre en congelada intimidad, del mismo modo que su pasión por Rosemary y su amor por Roo se conservan en balde.
Acomete a Fred una incontenible repugnancia por los miles de objetos muertos que le rodean por los cuatro costados y echa a andar, corre hacia la escalera y la salida. Una vez fuera del vasto mausoleo de color cacao, respira hondo el aire viviente que huele a tubos de escape y a hierba recién cortada. ¿Qué hará ahora? ¿Será prudente ir a rescatar sus cosas en casa de Rosemary, o debe abandonarlas a una existencia zombi como la de los objetos expuestos en el V and A?
Si Rosemary estuviese en Londres —si él hubiera encontrado la maldita llave cuando ella seguía allí—, sí, entonces podría haber ido a la casa tanto si le hubiera invitado como si no, haber entrado, haberle dicho y demostrado que la amaba, haberle jurado que no se había cansado de ella. ¡Dios mío! ¿Cómo podía haberse cansado de Rosemary?
Si hubiese ido inmediatamente después de reñir —o, dos semanas atrás, en la emisora, si hubiera sido más audaz, si se hubiera introducido en los estudios detrás de otras personas, si hubiera encontrado a Rosemary, si hubiera llamado su atención... ¿Por qué se ha vuelto tan lento, tan cauto, tan respetuoso de las reglas y las convenciones y la opinión pública; por qué se ha vuelto tan —sí, eso es—, tan condenadamente inglés?
Basta mirarle ahora: casi treinta años, casi dos metros de estatura, profesor de una importante universidad norteamericana, estúpidamente plantado delante del V and A, pasando el peso del cuerpo de un pie al otro, demasiado gallina para ir a recuperar su maldito jersey. Por lo que más quieras, deja de comportarte como un majadero británico, se dice y se encamina a zancadas al sur, en dirección a Chelsea.
Cuando llega a Cheyne Square veinte minutos después, Fred comprende mejor su renuencia. La casa se ve exactamente, dolorosamente igual; es difícil creer que Rosemary —su auténtica Rosemary, no la falsa imitación de la emisora— no le abrirá en un instante la puerta de color lavanda y levantará su carita en forma de corazón para que él la bese. Se siente profundamente reacio a volver a entrar en las conocidas habitaciones, a pasar por ellas como un intruso. Si todo no hubiera ido mal, podría ahora, hoy... Una sensación de asfixia le oprime el pecho, como si se hubiera tragado un globo húmedo.
Reprime la sensación fijando su mente en la imagen del jersey gris; sube los escalones y toca el timbre. Oye repicar las dos notas musicales en el interior, pero eso es todo.
—¡Rosemary! —grita finalmente—. ¡Rosemary! ¿Estás ahí, Rosemary?
Silencio. Vuelve a tocar el timbre, espera un minuto y se decide a introducir la llave en la cerradura.
La casa, tal como esperaba, está a oscuras y en silencio. Cierra la puerta a sus espaldas y se adelanta al agudo clamor de la alarma contra ladrones pulsando el interruptor de abajo de la mesa del vestíbulo con patas doradas, como ha hecho con frecuencia a solicitud de Rosemary.
Los postigos del salón alargado están cerrados, pero aun así es evidente que todo está en desorden. Hay periódicos y cojines en el suelo, platos y vasos en las mesas. Evidentemente, Mrs. Harris también está de vacaciones. Fred pasea la mirada a su alrededor en busca de su libro, pero no lo ve; tal vez esté arriba.
Al dirigirse al vestíbulo oye ruido abajo: un sonido sordo, pisadas que se arrastran. Se detiene, contiene el aliento, presta atención. ¿Habrá dejado Rosemary su casa a alguien? ¿Habrán entrado ladrones a pesar del sistema de alarma? Siente el impulso de volverse y huir, abandonando sus pertenencias, pero este impulso le parece cobarde, motivo de escarnio. Busca un arma a su alrededor y resuelve coger un paraguas negro que reposa en el jarrón chino, junto a la mesa del vestíbulo. El atizador sería más eficaz, pero, si no son ladrones, el paraguas pasará como parte de su atuendo. No importa que la tarde sea soleada: en Londres muchos hombres llevan paraguas semejantes con cualquier clima, como Gay y sus contemporáneos el bastón.
Aferra tan firmemente el mango de bambú que se le blanquean los nudillos; Fred desciende la oscura y serpenteante escalera de servicio. En la cocina del sótano, un atardecer verdoso atraviesa la malla de hiedra que envuelve la ventana con barrotes. Una mujer —reconoce a Mrs. Harris por el pañuelo que lleva en la cabeza, por la fregona y el cubo apoyados en el fregadero— está sentada en una mecedora, en el extremo opuesto. Delante de ella hay un vaso y una botella casi vacía del que evidentemente es el gin de Rosemary.
—Ah, eres tú —dice Mrs. Harris con hostil tono arrabalero de borracha, levantando apenas la cabeza para mirarlo.
Aunque Fred sólo la ha visto una vez con anterioridad, y muy fugazmente, tiene conciencia de que su aspecto ha empeorado. Se ha quitado los zapatos y mechones de pelo caen en tiras sobre su rostro.
—Pensé que te habías ido a tu país.
—Me iré pasado mañana.
—¿Sí? —arrastra su voz cascada—. Entonces ¿qué mierda haces aquí?
—He venido a recoger mis cosas —explica Fred, conteniendo su irritación—. Oí ruidos y bajé a ver qué ocurría.
—Por supuesto —se mofa Mrs. Harris.
—Por supuesto —no se dejará intimidar por una sirvienta borracha.
—Te has metido en la casa a escondidas. Llamaré a la poli —sonríe, completamente piripi.
Fred no cree por un solo instante que Mrs. Harris llame a la policía, pero sí que informará de su visita a Rosemary, agregando desagradables detalles de su propia cosecha.
—¿Qué hace usted aquí? —le pregunta, decidiéndose por la ofensiva.
Mrs. Harris lo contempla a través de las penumbras, con su mirada perdida de alcoholizada.
—¿Y tú me lo preguntas, profesor sabelotodo? —dice.
Fred retrocede. «Profesor sabelotodo» era uno de los apodos íntimos con que lo llamaba Rosemary, a medias cariñosamente y a medias burlonamente cuando él planteaba alguna cuestión de información general. ¿Dónde lo ha oído Mrs. Harris? O se lo contó Rosemary, o lo ha escuchado cuando hablaban por teléfono.
—Lady Rosemary todavía está fuera, ¿verdad? —pregunta Fred.
Le acomete la desesperada idea de que su amada ha regresado o regresará antes de que él abandone Londres. Quizá Mrs. Harris ha recibido instrucciones de ir a preparar la casa para su retorno. ¡Vaya preparación! Hace un esfuerzo por hablar en tono amable, o al menos neutro.
—¿Volverá pronto?
Mrs. Harris deja pasar un largo momento sin contestar. Por último se encoge de hombros.
—Puede ser —no lo sabe o, más probablemente, le han indicado que no lo diga, o ha decidido callar por su cuenta.
—Me pregunto si no la esperará hoy —no obtiene respuesta—. O quizá mañana —no obtiene respuesta—. Bien, iré a buscar mis cosas.
—Vale. Saca tus malditas porquerías y vete con viento fresco —ruge Mrs. Harris al tiempo que alarga una mano para coger la botella de gin.
Fred vuelve al vestíbulo, pensando que, cuando llegue Rosemary a casa, recibirá una terrible impresión, a menos que Mrs. Harris logre recomponerse antes. Alguien que no será él, debe advertirle —debe informarle de lo que su perfecta asistenta ha estado haciendo en su ausencia.
Devuelve el paraguas defensivo al jarrón y sube la graciosa curva blanca de peldaños hasta el dormitorio de Rosemary. Allí hay mucha más luz: un postigo de la ventana salediza se ha caído y una ancha franja de luz cenicienta recorre la que siempre ha considerado la estancia más bella de la bella casa: techos altos, proporciones elegantes, lujosos espejos; las paredes están pintadas de un sutil matiz rosa cremoso, el enmaderado, el enlucido florido y la chimenea son blancos; los muebles son blancos y dorados, de estilo francés. Pero ahora el lugar está hecho un verdadero revoltijo. Los cajones cuelgan y se ha derramado su contenido; una lámpara está caída en el suelo; las almohadas y las sábanas de la cama con cuatro columnas han sido arrastradas y la mesita de noche es una confusión de frascos volcados y vidrios rotos que despiden un olor rancio, dulzón y pegajoso.
Fred se encoge de desesperación y culpa y melancolía ante este nuevo testimonio del estado de ánimo de Rosemary al marcharse de Londres; luego experimenta una profunda indignación por la actitud de Mrs. Harris. Es realmente asqueroso por su parte no haber limpiado, no haberle ahorrado a Rosemary —de acuerdo, también a él— semejante espectáculo. Luego siente otro espasmo de culpa al pensar que fue él quien convenció a Rosemary de que contratara a Mrs. Harris. En cierto sentido es responsable del estado en que se encuentra la casa y de la marrana borracha que se mece en el sótano. Bien, ahora no puede hacer nada al respecto.
Se asoma al cuarto de baño rodeado de espejos y de azulejos color melocotón, pero todo está tan sucio y hediondo —el inodoro está lleno de excrementos, por ejemplo— que decide olvidar su máquina de afeitar y su cepillo de dientes. ¿Habrá tratado Mrs. Harris esa casa como si fuera propia —repugnante idea—, toqueteando las cosas de Rosemary, usando su cuarto de baño, quizá durmiendo su estupor alcoholizado en la cama blanco y oro con dosel?
Esto explicaría con más lógica tanto desorden. Cuando él vio por última vez a Rosemary —cuando oyó su voz en la emisora de radio, mejor dicho— ella no estaba emocionalmente perturbada y tenía pleno dominio de sí misma. De hecho, parecía perfectamente feliz. Oye otra vez su voz ligera y melodiosa: «Muchas gracias, Dennis, es maravilloso estar aquí». Ya no le importa nada de él, probablemente nunca le interesó.
Para abrir el armario, Fred se abre paso, tembloroso, por la alfombra china con flores en tonos pastel y salpicada de basuras. Sí, allí está su jersey, colgando de una percha, en el fondo. Se lo echa en el brazo y busca la camisa con la mirada, pero sólo ve la ropa de Rosemary que cuelga despojada de su cuerpo por los cuatro costados: su larga capa roja, su bata acolchada azul nomeolvides, sus blusas vaporosas, su serie de sandalias de tacones altos semejantes a jaulas de delicados pájaros. Muchas de esas prendas aletean en su mente en íntima memoria. Allí está el vestido largo gris claro, estampado con sombras de hojas borrosas; recuerda haber acariciado un pliegue fino como una telaraña, en secreto, mientras asistían a la representación de Cosí fan tutte! allí están las gasas de seda verde manzana que llevó la noche de la fiesta y que producían un acariciador revuelo cada vez que se movía.
Fred está débil y agotado, como si hubiera corrido un maratón o jugado al squash una hora. Se apoya en el marco de la puerta del armario e intenta respirar normalmente. Pero en vano; el globo que oprime su pecho desde que llegó a Cheyne Square empieza a desinflarse con un sonido húmedo, gimiente. Llorando, Fred se golpea la cabeza rítmicamente contra el batiente de la puerta, a modo de revulsivo. Mientras lo hace, nota que desde abajo llega otro sonido menos uniforme: el ruido que hace Mrs. Harris tambaleándose escaleras arriba, chocando con la pared a cada paso. Por los ruidos que produce, está tan borracha que apenas puede caminar.
Fred retrocede a la oscuridad del armario, con la esperanza de que ella no se acerque en esa dirección o no le vea, pero no tiene suerte. La mujer se detiene en el pasillo, respirando audiblemente, entra a tropezones en el dormitorio y busca apoyo en la cómoda.
—¿Echas de menos a tu queridita, no? —dice.
Fred comprende que, aun de espaldas, su postura es tan elocuente de la desdicha que siente que hasta una sirvienta borracha es capaz de interpretarla. No puede confiar en sí mismo si se gira para mirarla, ni pensar en responderle... De todos modos, ¿qué sentido tendría? Empieza a deslizar las perchas con ropa de Rosemary por la barra, buscando su camisa de trabajo azul, con la esperanza de que Mrs. Harris se retire. Pero ella cruza la habitación dando bandazos, se enreda un pie en la colcha y se salva de caer cogiéndose con ambas manos de una de las columnas de la cama; luego avanza hacia el armario hasta quedar a espaldas de Fred.
—Deja eso ahora, cariñito —dice—. Hagámoslo, que a la ocasión la pintan calva.
Fred se pone rígido. Esa frase corresponde al código más íntimo entre él y Rosemary. En días radiantes como éste, el sol poniente entraba en el dormitorio y se detenía en la cama con dosel. A Rosemary le encantaba tumbarse, sentir que la entibiaba y daba color a su piel blanca. «Ven, querido. Hagámoslo, que a la ocasión la pintan calva. Es como amarse al aire libre, en un pajar», le había dicho una vez y luego le había dedicado su risilla. Días después Fred le había regalado un grabado: Recolección del heno, de Brueghel, que ella había colgado del empapelado floreado encima de la mesita de noche; todavía sigue allí. Sabe con certeza que Mrs. Harris los ha espiado, acercándose a hurtadillas y escuchando detrás de las y/o por la extensión telefónica de la cocina. Repugnante, nauseabundo. Gira sobre sus talones, renunciando a su libro y a su camisa, con el único deseo de salir de allí como alma que lleva el diablo.
—Permítame, por favor —dice, echando chispas por los ojos.
Pero Mrs. Harris no se mueve. Se acerca aún más a él. Su cara sucia, lo poco que Fred distingue de ella debajo de su pelo oxigenado, está manchada con algo que parece mezcla de hollín y pintalabios; huele a sucio, a aliento fétido. Ella extiende la mano y se abre la bata floreada que lleva; debajo aparece la carne desnuda, incongruentemente blanca, voluptuosa.
—¡Oh, querido! —susurra en una ebria y jadeante imitación de la voz de Rosemary.
Coge a Fred del brazo, se inclina y empieza a frotar su níveo cuerpo contra el de él.
—¡Fuera! —grita Fred e intenta apartar a Mrs. Harris suavemente, pero ella es inesperadamente fuerte—. ¡Suélteme, vaca mugrienta!
La asistenta afloja el apretón. Fred la hace a un lado con tanta fuerza que la mujer cae en el suelo del armario, entre los zapatos de Rosemary, soltando una especie de sobrecogedor aullido animal.
Fred no se queda para comprobar si Mrs. Harris está herida ni para ayudarla a levantarse. Aprieta el jersey y, sin volver la vista, huye del dormitorio, baja de dos en dos los peldaños de la escalera curva y sale de la casa dando un portazo.
Una vez en la calle, sigue andando, al principio sin la menor orientación. Pero, a medida que avanza, dejando manzana tras manzana entre él y Cheyne Square, su impresión y su disgusto se moderan gradualmente hasta convertirse en desconcierto. Gira al sur en dirección al río, llega al malecón y cruza. Allí se detiene, apoyado en el parapeto de piedra, con el ancho y calmo panorama del Támesis ante sus ojos. La marea es alta y las casas flotantes amarradas río arriba junto a la orilla cercana se mecen rítmicamente con sus ondulaciones. A la izquierda de Fred está el Mecano rococó que es el Albert Bridge, con el verde estival del Battersea Park más allá; a la derecha, el sólido enladrillado románico del Battersea Bridge. Lentamente, el fluido y pálido brillo del agua, la constante agitación de una serie de barcazas que van río abajo, la andadura de aterciopeladas nubes en el firmamento, empiezan a serenarlo. Nunca podrá volver a soñar amorosamente con el dormitorio de Rosemary, piensa; aunque tal vez sea mejor así. ¿A quién le gusta ser perseguido por una maldita habitación? Reconoce para sus adentros que no ha vuelto únicamente a buscar sus cosas, sino con la estúpida y vana esperanza de ver otra vez a Rosemary. A pesar de todo, no ha terminado con ella. Tal vez obtuvo lo que merecía. Ahora su tarea consiste en olvidar a Rosemary, que obviamente lo ha olvidado a él y se está divirtiendo en una lujosa casa de campo.
Ya más sereno, Fred deja atrás el río y se encamina hacia casa. Aún no ha terminado de hacer las maletas y dentro de un par de horas saldrá a cenar y a ver una película con dos viejos amigos que acaban de llegar a Inglaterra para pasar el verano.
Cuando Fred se reúne con Tom y Paula, su equilibrio está — casi restablecido, aunque sigue deprimido. El placer del encuentro y el entusiasmo de la pareja por recibir información sobre Londres le levanta el ánimo. Recuerda que no todos los universitarios norteamericanos son como los Vogeler (a quienes ha visto demasiado últimamente) o como Vinnie Miner.
Le embarga una aguda nostalgia, una añoranza del panorama y los tonos norteamericanos, de la gente como Paula y Tom, que dicen lo que piensan sin ironía, que nunca fingirán simpatizar con él para luego dejarlo caer indiferente y graciosamente.
Mientras toman crêpes y Beaujolais en Obelix, a la vuelta de la esquina de su piso, Fred recomienda a sus amigos una serie de atracciones turísticas londinenses, restaurantes y acontecimientos culturales, sin manifestar su desilusión con respecto a la ciudad. (¿Para qué desalentarlos? Sólo permanecerán en Londres unas cuantas semanas.) También narra una versión censurada de la escena de esa tarde con Mrs. Harris. No dice, por ejemplo, que tenía la llave de la casa; además, Rosemary se transformó en «alguien que conozco y está fuera». Despojada de estos aspectos, su experiencia de la tarde empieza a parecer casi cómica en su sentido grotesco —una escena de Smollett, o quizás una caricatura de Rowlandson. La cuestión se convierte en un relato jocoso, en una especie de broma o de cuento popular francés de rotundo éxito para Tom y Paula.
—Una historia fabulosa —declara Tom—. Sólo a ti podía ocurrirte.
Tendido en la cama, mucho más tarde, Fred recuerda este comentario, que en su momento le puso incómodo. Pero Tom, quien nunca había oído hablar de Rosemary, se lo dijo como una especie de cumplido, por supuesto. Debido a la apostura de Fred, quiso decir, era cómicamente apropiado que una sirvienta barriobajera y borracha le hiciera propuestas obscenas.
Lo cierto es que a lo largo de los años Fred ha recibido otras ofertas parecidas, aunque menos repugnantes. Chicas y mujeres, en las que apenas se había fijado y a las que nunca habría mirado se arrojaron, por qué negarlo, a sus brazos, o al menos hacia él, provocándole una profunda incomodidad. Sus amigos del sexo masculino se han mostrado, con frecuencia, menos que comprensivos al respecto. Demonios, decían a veces, ellos no se quejarían si las chicas se les echaran encima —sin percatarse de lo que significa realmente el que a uno le caiga encima una mujer no deseada, aunque para otros sea apetecible.
La atracción física es un misterio, masculla Fred mientras observa cómo juega en las paredes la luz de la farola, filtrándose a través de las hojas. Forma un diseño semejante al del vestido estampado que Rosemary se puso para ir a ver Cosí fan tutte, que se amoldaba alrededor de su cuerpo y flotaba debajo de sus pechos flor de manzana, que jamás volverá a ver ni a tocar ni a besar.
¿Por qué algo que hace más hermosa a una mujer hermosa como Rosemary —por ejemplo abundantes y suaves senos blancos— vuelve más repulsiva aún a una mujer como Mrs. Harris? En realidad, los pechos de ésta no son mayores que los de Rosemary, piensa, permitiéndose visualizar por primera vez la escena del armario; tienen aproximadamente el mismo tamaño. Poseen el mismo tipo de grandes pezones color fresa e incluso, en el izquierdo, aparecía el mismo tipo de marca parda, como una pluma de avestruz...
No. Entre las sábanas, Fred se estremece de la cabeza a los pies. No, debió de imaginarlo.
Pero su memoria es fotográficamente precisa. Mrs. Harris tiene los pechos de Rosemary. Presenta las mismas dimensiones que ella, tiene prácticamente el mismo color de pelo. Parece estar viéndola en casa de Rosemary, bebiendo el gin de Rosemary, durmiendo en la cama de Rosemary.
Por supuesto, su voz y su acento eran diametralmente diferentes. Pero Rosemary es una actriz y con frecuencia ha imitado a Mrs. Harris. Oh, santo cielo. Fred se incorpora en la habitación a oscuras, boquiabierto, como si estuviera viendo a una figura espectral.
Un minuto. Ha visto a Mrs. Harris con anterioridad y habría notado... Sí, pero sólo la vio un instante, una tarde en que se había presentado en la casa con demasiada antelación. Mrs. Harris había abierto una rendija de la puerta y sin apenas mirarlo gruñó que Lady Rosemary aún no había vuelto. Ni siquiera le permitió pasar a esperarla; tuvo que ir al pub de la esquina a hacer tiempo.
No le había dejado pasar —cuando trabajaba allí nunca permitió que entrara nadie—, no porque no soportara que la gente la estorbara, como había afirmado Rosemary, sino porque podían reconocerla, porque era... Porque la arpía borracha a la que llamó vaca mugrienta y a la que hizo caer en el suelo del dormitorio esa misma tarde era su falso amor verdadero, la estrella de la escena y la pantalla, Lady Rosemary Radley.
Jesús! ¡Santo Cielo! Aunque inconsciente de haberse levantado, Fred se encuentra ahora de pie y desnudo bajo un borroso claro de luna, dando puñetazos en la pared. Sólo interrumpe los golpes porque oye pisadas en el piso de arriba; el repetido retumbo ha despertado a otro inquilino, o, peor aún, al casero.
Quizás hubiera alguna vez una Mrs. Harris. Luego se habría marchado, pero Rosemary no se lo había dicho a nadie y seguía atendiendo el teléfono con la voz de aquélla. O tal vez nunca existió ninguna Mrs. Harris; tal vez limpiaba Rosemary personalmente la casa.
¿Cómo podía haber sido tan estúpido y sordo y ciego esa tarde? ¿Cómo no se había dado cuenta?
Porque Rosemary había fijado en su mente la idea de sí misma como la de una mujer bella y graciosa y refinada y aristocráticamente inglesa, y cualquiera que no fuera todo eso, aunque viviera en su casa y durmiera en su cama y hablara con su voz, no era Rosemary. Así, cuando resolvió que no quería volver a verle ni hablar con él, le bastó con adoptar la vestimenta y el acento de Mrs. Harris. Y eso es lo que había hecho hoy. Se había mofado deliberadamente de él usando su vocabulario íntimo, destruyendo todo lo que habían compartido.
Y quizás así habían sido las cosas todo el tiempo, piensa Fred, mirando por la ventana abierta hacia la ventosa semioscuridad. Porque, si Rosemary le hubiese amado realmente alguna vez, no habría apelado a semejante triquiñuela. Durante todos estos meses ha querido a alguien tan ficticia como Lady Emma Tally. En todo momento ella ha montado para él una escena, fingiendo ser Lady Rosemary cuando lo deseaba y fingiendo ser Mrs. Harris cuando no... y sabe Dios quién era ella realmente.
Bueno, ha comprendido el mensaje. Ella no quiere volver a verle. Y él tampoco quiere volver a verla. Aunque lo recibiera apasionadamente, aunque fuera otra vez la Rosemary que había amado, nunca la creería. Siempre estaría buscando pistas indicativas de que sólo era una representación.
Fred se arroja encima de la cama, donde permanece largo tiempo contemplando el juego de nerviosas sombras en las guirnaldas enlucidas estilo Victoriano y recargadas de pintura que ornamentan el techo. Y por último, en la imposibilidad de conciliar el sueño, se levanta. Se pone algo de ropa, enciende las luces y empieza a limpiar la nevera y las alacenas, tirando a la basura casi toda la comida, guardando el resto para los Vogeler, con quienes cenará por última vez la noche siguiente. Considera que no vale la pena acarrear hasta Hampstead una botella con un resto de cuatro o cinco centímetros de whisky, de modo que se lo sirve en un vaso, agrega agua templada del grifo y lo bebe mientras trabaja.
Al vaciar un cajón del armario en la pila, permanece inmóvil con un paquete de McVitie’s Cream Crackers en la mano, recordando repentinamente la fiesta de Rosemary y a Edwin Francis de pie en la escalera, comiendo una de esas galletas cubierta de paté, confiándole a su manera nerviosa de anciana dama que estaba preocupado por la influencia que ejercía Mrs. Harris sobre Rosemary. Oye decir a Edwin: «A veces se pone frenética, en un estado difícil...».
¿Y si, cuando vio a Fred, de quien creía haberse librado, entrar en su cocina, Rosemary no hubiese interpretado en broma el papel de Mrs. Harris por irritación y resentimiento? Porque es indudable que no podía estar esperándolo. Tanto si él llegaba como si no, ella habría estado sentada y bebiendo en el sótano, vestida de Mrs. Harris.
¿Y si no estuviera actuando, si estuviera «en un estado difícil», significara esto lo que significara? ¿Y si Fred no es el único en ignorar quién es Rosemary? ¿Y si ella tampoco lo sabe? ¿Si fuera una persona trastornada, si algo en ella funcionara mal?
Quizá Rosemary se ha entregado a la bebida en otras ocasiones; quizá se ha puesto «frenética» —sufrió algún tipo de crisis— en el pasado más de una vez. ¿Sería eso lo que insinuara Edwin? ¿Intentaba acaso advertir a Fred?
No. Lo más probable es que Edwin le estuviera pidiendo ayuda, tal como había afirmado, al comentar que no estaría tranquilo hasta que Fred le prometiera «cuidar a nuestra Rosemary». Fred no le había hecho caso, no había cuidado a «su» Rosemary. No había podido, porque una o dos horas más tarde ella le echó de su casa con cajas destempladas. Sea como fuere, él no había creído que ella necesitara ser cuidada.
Pero tal vez lo necesite ahora, se dice a sí mismo, de pie en la cocina, con una caja de galletas en la mano. Si ella está borracha, o sufre una crisis nerviosa, o ambas cosas, alguien tendría que cuidarla. Pero Fred no sabe quién.
A las tres de la madrugada ha terminado su whisky, dos cervezas sobrantes y la mayor parte de una botella de vino blanco agriado. Está borracho en Notting Hill Gate y Rosemary está borracha o loca en Chelsea. Es demasiado para él. Quiere regresar a los Estados Unidos, quiere volver a ver a Roo. Claro que ahora probablemente ella no quiera verle a él, piensa dejándose caer encima de la cama sin tomarse la molestia de desnudarse, sumergiéndose en la espiral de la inconsciencia.
Cuando Fred vuelve en sí, con un dolor de cabeza insoportable, el sol brilla en el cielo y calienta su cama desordenada. Demasiado aturdido para pensar en tomar algo, se instala largo rato bajo la ducha y pone en remojo la cabeza, pero el dolor no cede. Su único pensamiento claro es que antes de marcharse debe pedirle a alguien que cuide a Rosemary. Hace un atado con su ropa sucia, junto con las sábanas y las toallas, y va hasta la lavandería automática. Mientras sus prendas chapotean en la máquina en un torbellino que agrava su dolor de cabeza, va a una cabina para llamar a Edwin Francis, que ya debería haber vuelto de Japón. Luego intenta dar con William Just en la BBC, con el fin de pedirle el número de teléfono de Posy o de Nadia. Finalmente, como no se le ocurre pensar en nadie más, llama a Vinnie Miner. No encuentra a ninguna de las personas con las que intenta hablar, y durante el resto del día sigue sin encontrarlas. Pero no ceja en su empeño.