Capítulo 3
Mermelada de frambuesa, fresa y zarzamora,
dime el nombre de quien a ti te adora.
Antigua rima popular
E
n Monsieur Thompson’s, un pequeño pero elegante restaurante de Kensigton Park Road, Vinnie Miner aguarda a su más viejo amigo de Londres, Edwin Francis, editor de libros infantiles, escritor y crítico literario. No está preocupada, pues solícitamente Edwin ha telefoneado al restaurante para avisar que quizá se retrase; tampoco está impaciente. Goza contenta del libro que acaba de comprar, de la gasa amarilla y blanca de los junquillos frescos que han puesto en la mesa, de la alternancia de sol y sombra en las casas encaladas, y de la sensación de estar en Londres a comienzos de primavera.
Quien no conoce muy bien a Vinnie, apenas la reconocería como la desdichada profesora que tomó el avión en el primer capítulo. Posada en un banco de roble y con las piernas metidas debajo del asiento, se la ve muy joven, casi infantil. Su talla menuda y la tapa ilustrada de su libro (sobre juegos escolares australianos) corroboran esta ilusión. Su atuendo también es juvenil, según los cánones clásicos: una blusa blanca con chorrera y un vestido sin mangas de lana color tabaco, adornado con volantes. Alrededor de sus pequeños hombros reposa su chal de lana con estampado Liberty, dándole el aspecto de una estudiante de la escuela secundaria representando el papel de una cariñosa abuelita. Sus gafas podrían ser un accesorio del personaje, las arrugas del rostro haber sido trazados con lápiz para cejas, el pelo no del todo encanecido con polvos grises.
—Vinnie, querida, disculpa —Edwin Francis se inclina sobre la mesa para frotar su mejilla con la de ella—. ¿Cómo estás? Oh, gracias —se quita el abrigo y se lo entrega al camarero—. No podrás creer en lo que acabo de enterarme.
—Quizá sí. Ponme a prueba —dice Vinnie.
Edwin se inclina hacia adelante. Aunque es unos años más joven que Vinnie, su aspecto —cuando está en buena forma, como ahora— también sugiere a un niño artificialmente envejecido. También en su caso la baja estatura desempeña un rol en la ilusión; los miembros cortos, la cara redonda y el torso, el color subido y el pelo rubio rizado —ahora cada vez más ralo— también contribuyen al mismo efecto. (Cuando no está en forma —deprimido, bebiendo en exceso, desafortunadamente enamorado— recuerda a un afligido Hobbit.) A pesar de su aspecto inofensivo, que se corresponde con su forma de ser —entretenida, desenvuelta, autoburlona—, Edwin es una autoridad en el mundo de los libros infantiles y un formidable crítico de literatura juvenil y adulta: culto, perspicaz y, si le viene en gana, de lengua viperina.
—Bien —prosigue—, creo que conoces a Posy Billings...
—Sí, por supuesto —en contra de lo que supone Fred Turner, el círculo londinense de Vinnie no está compuesto exclusiva o principalmente por universitarios. A través de Edwin y de otras amistades se ha relacionado con directores, escritores, artistas, periodistas, gente de teatro e incluso con una o dos señoras de la alta sociedad, como Lady Billings.
—Esta mañana hablé con Posy y debo decirte que estabas equivocada. Rosemary se entiende con tu colega Mr. Turner. Incluso propuso llevarlo a casa de Posy en Oxfordshire a pasar un fin de semana.
—Vaya —dice Vinnie y arruga levemente la frente.
Rosemary Radley, una vieja amiga de Edwin, es actriz de cine y televisión. Se trata de una mujer sumamente hermosa y encantadora; también tiene una larga historia de aventuras amorosas breves, impetuosas, en general desastrosas. Cuando Edwin le anunció por vez primera que «se entendía con» Fred Turner, Vinnie no lo creyó. ¿Los habían visto juntos en el teatro, o en una fiesta? Con toda probabilidad, pero eso no significaba que estuvieran atrapados o metidos en una relación amorosa. Tal vez Rosemary había invitado a Fred a Oxfordshire, porque después de todo es un joven muy apuesto, cuyo origen de allende los mares podría aportar una picante variedad a su habitual pandilla de admiradores. O quizá no lo había invitado: la gente siempre cotilleaba acerca de Rosemary, con frecuencia desacertadamente: había sido protagonista de demasiados seriales románticos de la BBC y de la vida real.
Edwin disfruta especialmente fantaseando sobre sus amigos y conocidos. Le gusta revolotear en torno a sus aventuras o presuntas aventuras, como hace alrededor de lo que Vinnie cocina cuando va a cenar a su casa, removiendo de vez en cuando el guisado o agregando una pizca de condimento. «En realidad», le ha dicho Vinnie en cierta ocasión, «tendrías que haber sido novelista.» «Oh, no», replicó él. «Así me divierto mucho más.»
Aunque las cosas hayan ido tan lejos como Edwin afirma, no puede tratarse de nada serio. Al fin y al cabo, Rosemary tiene frecuentes deslices sexuales impulsivos —a los que más tarde ella misma se refiere riendo con frases como «No sé qué me pasó», o «Tiene que haber sido el champagne», y Fred podría ser un ejemplo relativamente inofensivo de esta costumbre. Pero Rosemary no puede ir en serio con él. No sólo porque es mayor, sino porque su mundillo es mucho más complejo y resonante. Si hablar con Fred durante cualquier espacio de tiempo aburre a Vinnie, que está en la misma profesión y el mismo departamento, ¿qué demonios puede decir él que interese a Rosemary Radley? Por otro lado, quizá no tenga que interesarle, mientras él esté suficientemente interesado en ella. Tal vez lo que necesita son seguidores, no interlocutores.
—Naturalmente, todo es obra tuya —observa Edwin, interrumpiendo su amorosa contemplación de la carta—. Si no hubieras dado esa fiesta...
—En ningún momento tuve la intención de que Rosemary se enredara con Fred —Vinnie ríe, segura de que Edwin bromea—. Ni siquiera se me pasó por la imaginación...
—Una trampa inconsciente.
—Ni se me ocurrió. Pensé que Fred debía conocer a gente joven, de modo que invité a la hija mayor de Mariana. ¿Cómo podía saber que se había convertido en una punk? Era perfectamente presentable cuando la vi el mes pasado en casa de su madre.
—Tendrías que haberme consultado —dice Edwin, al tiempo que rompe su dieta untando generosamente con mantequilla uno de los panecillos integrales que han dado fama al Thompson’s.
Vinnie deja pasar su observación; si Edwin hiciera las cosas a su manera, sabe, le dictaría la lista de invitados a todas sus reuniones. El círculo social de él es más amplio y considerablemente más interesante que el de ella, y aunque Vinnie se sienta feliz cuando lleva a su casa a una o dos de sus amistades célebres —como ha llevado a Rosemary—, no quiere que las cosas vayan más lejos. Uno o dos famosos son un bien social, pero ha notado que, cuando son demasiados, lo único que hacen es hablar entre sí.
—Además, si la hija de Mariana es tan punk, ¿por qué se molestó en asistir a una fiesta como la mía, con ese horrible joven granujiento con la vestimenta de cuero negro cargada de tachuelas? —pregunta.
—Para fastidiar a su madre, naturalmente.
—Oh, querido, ¿estaba fastidiada su madre?
—Creo que sí, incluso muy fastidiada —responde Edwin—. Claro que jamás lo demostraría: noblesse oblige.
—Por supuesto —coincide Vinnie y suspira—. Ya no es prudente hacer reuniones, ¿verdad? Una nunca sabe qué clase de fatales acontecimientos se precipitarán.
—La anfitriona como demiurga —ríe entre dientes Edwin. Vinnie, tranquilizada, lo imita.
—Que Fred estuviera en esa fiesta no fue culpa mía —dice Vinnie, retomando el tema poco después—. En realidad, la responsabilidad es tuya. Yo sólo le invité porque tú dijiste que no me relacionaba con norteamericanos —miente.
—Jamás he dicho semejante cosa —miente él, aunque ambos saben que recientemente hizo esta observación, observación que halagó a Vinnie y al mismo tiempo despertó en ella un patriotismo cargado de culpa.
—Sea como fuere, no entiendo por qué te quejas. Yo diría que Fred es el tipo de persona menos peligrosa con que puede enredarse Rosemary. Comparado con Lord George, o con Ronnie, debes reconocer...
—Sí, lo reconozco. No tengo nada contra Fred per se... Gracias, esto parece delicioso —Edwin dedica una mirada concupiscente a su lenguado Véronique y lo ataca delicadamente—. Mmm. Perfecto... Y también reconozco que es un hombre guapo.
—Demasiado espectacular para mi gusto —Vinnie se ocupa, menos apasionadamente, de su chuleta asada.
—Esa no puede ser una objeción para Rosemary.
—No —ríe Vinnie—. Pero la cuestión es que a mí me parece casi ideal para echar una cana al aire.
—Muy probablemente —en contra del consejo de su médico, Edwin se zambulle en las patatas a la crema—. Pero Rosemary no está buscando echarse una cana al aire. Va detrás de una pasión imperecedera, como nos ocurre a casi todos.
Edwin, al igual que Rosemary Radley, es famoso por sus desastrosas aventuras, aunque las suyas son algo menos frecuentes y, naturalmente, menos publicitadas. Suelen implicar a jóvenes inestables, en general recién emigrados de países del sur europeo o del Próximo Oriente, que trabajan en los servicios (camareros, empleados de tienda, ayudantes de tintorerías) y tienen delirios de grandeza (teatrales, financieros, artísticos). De vez en cuando, alguno abandona inesperadamente el piso de Edwin; llevándose las bebidas alcohólicas, el estéreo, el abrigo con cuello de piel, etcétera. Otros han sufrido crisis nerviosas en el piso y se han negado a largarse.
Vinnie se abstiene de observar que ella, al menos, no busca una pasión imperecedera; sin duda Edwin ya lo sabe.
—Tal vez deberíamos preocuparnos por Fred —prosigue Edwin—. Erin, el amigo de Rosemary, opina que se lo comerá vivo.
—Lo dudo —exclama Vinnie—, a mí no me parece tan digerible.
Después de veinte años, experimenta cierta dosis de lealtad e identificación con el Departamento de Literatura Inglesa de Corinth; la idea de que uno de sus miembros (por joven y subalterno que sea) se vea totalmente consumido por una actriz inglesa le resulta desagradable.
—Es posible que tengas razón... Mmm, ¿has probado los calabacines?
—Sí, deliciosos.
—Estragón, obviamente. ¿Un toque de eneldo, quizá? — Edwin frunce su entrecejo de glotón.
—No es fácil saberlo —el interés de Vinnie por la comida es, en comparación, moderado.
—No. No es eneldo. Tendré que preguntárselo al camarero —Edwin suspira—. ¿Cómo ves el futuro de este lance, entonces?
—Lo ignoro —Vinnie deja el tenedor encima de la mesa y reflexiona—. Pero ocurra lo que ocurra, no puede durar mucho. Fred volverá a los Estados Unidos en junio.
—¿Sí? ¿Quién te lo ha dicho?
—El propio Fred. El me lo ha comunicado.
—Sí, pero... ¿cuándo te lo ha dicho?
—¿Cómo? No sé... en diciembre, antes de marcharse debió de ser.
—Exactamente, a eso me refiero —Edwin esboza la amplia sonrisa que aumenta su parecido, notado anteriormente por Vinnie, con el Gato de Cheshire, de expresión fija.
—Eso da lo mismo. Fred tiene que estar de vuelta en Corinth a mediados de junio: debe dictar dos cursos de verano.
—A menos que decida no hacerlo.
—Oh, no, eso es imposible —explica Vinnie—. Sería muy inconveniente para el Departamento. No les gustaría nada.
—¿De veras?
Edwin enarca las cejas, expresando sus dudas, no sobre el enfado del Departamento de Literatura, sino de su mismísima existencia, y hasta de la existencia de Hopkins County, Nueva York. («Repite el maravilloso nombre del sitio donde vives en the States. ¿Cómo es?», dice en ocasiones. «¿Simpkins County?»)
—Además, no puede permitírselo —continúa Vinnie—. Entre nosotros, no tiene un céntimo.
—Rosemary tiene dinero de sobra —la recuerda Edwin.
Esta vez Vinnie reprime su reacción inmediata, aunque la idea de que uno de sus colegas deje que lo mantenga una actriz inglesa no sólo es desagradable, sino repugnante.
—De todos modos estoy segura de que Fred no va en serio —dice—. Por un lado, ella debe de tener como mínimo diez años más que él, ¿no crees?
—Nadie puede saberlo —Edwin, que probablemente lo sabe, se encoge de hombros. Oficialmente y en las informaciones de prensa, Rosemary tiene treinta y siete; su verdadera edad es tema de constante especulación entre sus amistades—. Ah, sí, veamos —agrega con los ojos brillantes cuando le presentan la carta de postres—. ¿Un helado de limón? ¿O un trocito ínfimo de tarta de albaricoque? ¿Engordará mucho? ¿Tú qué opinas, Vinnie?
—Si de verdad estás a dieta, tendrías que tomar melón —sugiere, negándose por una vez a ser cómplice por instigación; está enfadada con Edwin, tanto por su discreción con respecto a la edad de Rosemary como por sus insinuaciones sobre los móviles de Fred.
—No, nada de melón —Edwin sigue estudiando la carta; su expresión es firme, aunque un tanto ofendida.
—Para mí sólo café, gracias —dice Vinnie al camarero, para dar un buen ejemplo a Edwin.
—Dos cafés. Y yo tomaré tarta de albaricoque, por favor.
Vinnie no hace ningún comentario, pero se le ocurre por primera vez que, pese a ser un hombre tan inteligente, Edwin es desvergonzadamente gordo y siempre da rienda suelta a su desenfreno; que su pretensión de hacer dieta es ridícula y que su insistencia en que sus amigos participen de la trampa se está volviendo aburrida.
—Pero no debemos pensar sólo en pasarlo bien nosotros —dice unos minutos más tarde, limpiándose una mancha de nata montada de la comisura de los labios—. Debemos considerar el problema de Rosemary antes de que ocurra un desastre como el de Ronnie. Si ella sigue rompiendo sus compromisos profesionales para salir con un tipo... Bien, esas cosas se propagan como reguero de pólvora: mejor no asignarle el papel a Rosemary Radley, no es de fiar —Edwin mueve su regordete dedo índice en un círculo horizontal, refiriéndose a la distribución universal de esta advertencia—. A Jonathan, por ejemplo, sé muy bien que ni se le ocurriría pensar en ella después de lo ocurrido en Greenwich... Sin embargo, ha estado trabajando rigurosamente en el especial de televisión y en julio tiene que rodar la serie en exteriores; no hay que trastornarla. Realmente, creo que tienes que hacer algo.
—¿Hacer qué? ¿Poner a Rosemary en contra de Fred Turner?
Vinnie habla con cierta impaciencia; mientras observa el amoroso consumo que hace Edwin con su tarta de albaricoque, se le ocurre que para inducirlo a atenerse a su dieta (¡qué ideal descabellado!) se ha privado de tomar un postre. Y sin la menor utilidad práctica, porque a ella no le sobran kilos, sino todo lo contrario.
—¡No, cielos! —responde Edwin suavemente, con la complaciente tolerancia de los bien comidos—. Todos sabemos que las advertencias no sirven de nada en el caso de Rosemary y que más bien son para ella un incentivo. Cuando se largó a la Toscana con aquel pintor, Daniel No-sé-cuánto, todos se lo advirtieron, pero sólo lograron que se empecinara.
—¿Qué podría hacer yo, entonces? —ríe Vinnie.
—Creo que podrías hablar con Fred.
Aunque Edwin sigue sonriendo, por la forma en que deja a un lado el café y se inclina sobre el mantel a cuadros blancos y azules, está claro que no bromea.
—Estoy convencido de que a ti te escucharía, teniendo en cuenta tu posición en el colegio. Podrías intentar persuadirlo de que... ¿cómo lo diría él? Ah, sí, de que dejara enfriar las cosas antes de que se agravaran.
La idea de que Vinnie apele a su antigüedad en la universidad para convencer —chantajear sería la palabra acertada— a Fred de que interrumpa su aventura amorosa es sumamente desagradable. Vinnie disfruta ejerciendo su autoridad, ganada con tantas dificultades, pero sólo en cuestiones profesionales. A diferencia de Edwin, siente un profundo disgusto, casi repulsión, ante la idea de entrometerse en la vida privada de alguien.
—Podría, por supuesto —dice al tiempo que se apoya en el respaldo del asiento, alejándose de él—. Pero no pienso hacerlo.
Una tarde de marzo en St. James’s Square. Vinnie Miner trabaja en el que, después de diversos experimentos, ha decidido que es el asiento más cómodo y mejor iluminado del salón de lectura de la London Library. Si no necesita ningún volumen del que sólo disponen en el British Museum, prefiere estudiar en este ambiente tranquilo y de sencilla elegancia, a su juicio frecuentado, afortunadamente, por las sombras de escritores del pasado y las formas de escritores del presente. Le resulta fácil imaginar el corpulento y bien trajeado espíritu de Henry James subiendo la escalera con gran dignidad, o el de Virginia Woolf remolcando desmayadamente apretujadas sedas de los años veinte, entre dos oscuras estanterías llenas de libros. Además, casi todos los días puede ver a Kingsley Amis, a John Gross, o a Margaret Drabble en carne y hueso. Muchos amigos suyos también van a la biblioteca: casi siempre hay alguien con quien almorzar.
La investigación de Vinnie está casi concluida. En cuanto pasen las lluvias y aumente un poco la temperatura, dará principio a la parte más emocionante del proyecto: reunir rimas escolares en escuelas urbanas y suburbanas. Ya ha hablado con varios directores y maestros; algunos no sólo le han dado permiso para visitar la escuela, sino que han ofrecido voluntariamente su ayuda para recoger poesías, o incluso han incluido esta tarea en un proyecto del curso. En Gran Bretaña, Vinnie no tiene que educar a los educadores; su interés por la cultura popular se considera natural y respetable. Sólo debe esperar a que mejore el clima.
Vinnie ha olvidado ya, más o menos, su desagradable vuelo a Inglaterra y —la mayor parte del tiempo— el aborrecible artículo de «Atlantic». Hasta ahora, ninguno de sus conocidos lo ha mencionado; probablemente nadie lo ha visto. Con el propósito de cerciorarse, dado que muchos amigos suyos van regularmente a la London Library, en su primera visita tuvo la precaución de quitar el ejemplar de marzo de lo alto de la pila acomodada en el salón de lectura, poniéndolo debajo de un estante cercano dedicado a Arqueología. De vez en cuando, reaparece la revista y ella vuelve a esconderla. Es prueba de la moderación de su angustia que esta mañana se haya limitado a trasladar el número de marzo al fondo de la pila con ejemplares de «Atlantic». Mientras lo hacía, imaginó a L. D. Zimmern reducido a unos quince centímetros de estatura, achatado entre las páginas de su propio ensayo, como una especie de feo muñeco de papel que ensucia la revista con una delgadísima mancha color sepia. También se le pasó por la imaginación, y no por vez primera, que podría guardar la revista en su bolsa de lona para la compra y sacarla de la biblioteca para destruirla cuando tenga tiempo. Pero toda su educación es contraria a esta solución definitiva. La quema de revistas, en la mente de Vinnie, es casi tan grave como la quema de libros; además, en el mismo número, hay un excelente artículo sobre la fauna en extinción, del que mucha gente puede extraer conocimientos.
Lo único que la fastidia, de momento, es su conversación con Edwin Francis durante el almuerzo de ayer. Mientras la repasa mentalmente, no se siente del todo cómoda en el sillón más cómodo del salón de lectura. Está enfadada con Fred Turner y siente —al margen de toda lógica, comprende— que en cierto modo él es responsable de una leve, aunque decidida, frialdad entre ella y su más viejo amigo londinense, y de que ayer Edwin y ella se despidieron sin hacer ningún plan para volver a encontrarse. También de alguna manera, Fred la ha privado de una tarta de albaricoque con nata montada, golosina que hoy le parece todavía más deseable, después de comer en un bar un diminuto sándwich de pasta de salmón y un gomoso huevo a la escocesa. ¿Por qué razón debe verse involucrada en los asuntos de un colega menor y subalterno al que apenas conoce? Si Fred necesita ser recomendado para una beca, muy bien; si quiere vivir un amorío con una conocida, a ella no le incumbe. Al mismo tiempo, Vinnie tiene la incómoda conciencia de que, si Fred le pidiera ahora una recomendación, para ella representaría un esfuerzo responder con desinteresada buena voluntad.
Su error ha consistido, en primer lugar, en invitarlo a su fiesta. En el pasado, su instinto siempre le ha aconsejado mantener separados a sus colegas norteamericanos y a sus amigos ingleses. Sospechaba que, si se conocían, con toda probabilidad no sabrían apreciarse mutuamente o incluso se cogerían antipatía, antipatía susceptible de transmitírsele, salpicando a ambos de relaciones ya existentes («No entiendo a Vinnie. ¿Cómo puede interesarle alguien así?»). En uno o dos casos estuvo en un tris de desatender su intuición, pero después de meditarlo resolvió no correr el riesgo. Como dijo Edwin en cierta ocasión, la vida social es como la alquimia: mezclar elementos extraños resulta peligroso. El mes pasado quebrantó su norma por un simple colega de menor edad y categoría; en lugar de caerse antipáticos, Fred y Rosemary Radley simpatizaron demasiado, aparentemente. Un conflicto en cualquiera de ambos casos.
En un principio, Vinnie no tenía la menor intención de invitar a Fred a nada. Sabía que estaba en Londres, por supuesto; lo había visto varias veces en el British Museum. Sabía que se encontraba solo, que de alguna manera había perdido a su mujer, aunque ignoraba cómo le había ocurrido; rara vez se conocen detalles personales sobre los miembros más jóvenes del Departamento, aunque en opinión de Vinnie hay bastantes habladurías acerca de los coetáneos. Nunca se le había ocurrido apenarse por Fred: después de años de observación imparcial, no tiene buen concepto del matrimonio.
De hecho, todo se debió a un accidente. Una tarde húmeda y borrascosa, mientras volvía a casa después de un almuerzo, Vinnie se detuvo en una tienda de comestibles de Notting Hill Gate y tropezó con Fred, que vive en las cercanías. Se notaba que había sido azotado por el viento y estaba descorazonado; compró para la cena dos nauseabundas naranjas verdosas y una lata de sopa de verdura de pésima calidad. Vinnie experimentó una irritada inquietud poco corriente en ella. En los Estados Unidos, salvo con sus alumnos y amigos muy íntimos, raramente hace algo por alguien si puede evitarlo; no tiene energía suficiente. Pero allí estaba ese joven miembro de su propio departamento, hambriento y perdido en una ciudad extranjera. En Corinth habría pasado a su lado inclinando apenas la cabeza, pero en Londres, donde ella misma es diferente y mejor persona, le acometió la extraña convicción de que debía hacer algo por él. Supongo que podría invitarle a mi fiesta de la semana próxima, pensó. Es bastante presentable.
Casi demasiado presentable. En el porte de Fred hay algo excesivamente acabado que recuerda a Vinnie al Apolo de los anuncios de su infancia —aunque Dios sabe que él no tiene la culpa. No va de punta en blanco ni cuida su aspecto: lleva ropa común de profesor de escuela preparatoria, de colores poco llamativos, y sus modales no llaman la atención. No obstante, su figura suele fastidiar a la gente, sobre todo a los hombres: Vinnie recuerda las jocosas observaciones hostiles después de su entrevista para la Asociación de Lenguas Modernas. Fue una suerte para Fred tener publicados un par de artículos serios y dedicarse al siglo dieciocho, donde escasean los buenos candidatos.
El atractivo de Fred tampoco ha salvado su matrimonio, piensa Vinnie. Aunque probablemente esto no es tan difícil de entender. Semejante belleza despierta falsas expectativas: se supone que el noble exterior reviste una mente y un alma igualmente grandiosas: la típica falacia platónica. Por lo que Vinnie sabe, el interior de Fred consta, sencillamente, de un joven corriente, razonablemente inteligente, que sabe algo del siglo dieciocho. Además, una puede llegar a hartarse de una hermosura impresionante, así como una puede llegar a hartarse de una fealdad siempre impresionante.
Incluso mientras lo invitaba, Vinnie empezó a arrepentirse. Pero durante la fiesta Fred no le provocó la menor ansiedad. Notó que no charlaba mucho con la hija punk de Mariana y su amigo de aire amenazante, pero no podía censurarlo por eso. Comió bastante, lo que era comprensible teniendo en cuenta las dificultades económicas sugeridas por la sopa de verduras y sus desesperadas preguntas sobre cómo hacer efectivos los cheques de Corinth sin tener que esperar cuatro semanas. (No hay manera, fue la respuesta.)
Más tarde, en la fiesta, Vinnie notó que Fred formaba parte del círculo que rodeaba a Rosemary Radley, aunque ésta siempre tenía un corro a su alrededor. Poseía la habilidad de convertirse en el centro de un grupo sin dar la impresión de dominarlo, habilidad que, supone Vinnie, es propia de cualquier actor experimentado. Su esfera de influencia es reducida — unos pocos metros de diámetro—, como cabe esperar de alguien que trabaja principalmente en cine y televisión. No puede, a diferencia de algunos actores de teatro que conoce Vinnie, atraer sin esfuerzo la atención en un gran espacio, pero en su radio de alcance es invencible. Y lo logra sin hablar con detenimiento de ningún tema, sin vender cotilleos al por menor o confesiones personales al por mayor, ni decir nada particularmente ingenioso o impresionante —nada, en realidad, que escape a los personajes que representa delante de las cámaras.
Profesionalmente, la especialidad de Rosemary son las grandes damas: mujeres de alta alcurnia de todos los períodos históricos, desde la Grecia clásica hasta la Inglaterra moderna. No interpreta a reinas ni emperatrices: no es lo bastante regia ni monumental. Es extraordinariamente bonita más que hermosa: rosa-blanco-y-oro, como pintada por un Boucher refinado; sus rasgos son agradables aunque pequeños y poco enfáticos. Lo que proyecta es, sobre todo, elegancia y clase —cómica, patética o trágica, según las exigencias del guión—, además de una gracia dulce y frívola. Suele tener trabajo, pues las grandes damas abundan en las puestas en escena de la televisión británica, y a menudo las críticas la elogian como a una de las pocas actrices del todo convincentes como aristócratas. A veces, mencionan que esto no es sorprendente, dado que en realidad se trata de Lady Rosemary Radley, cuyo padre era conde.
Es creencia generalizada que la vida privada de Rosemary no es satisfactoria. Ha estado casada dos veces, ambas por poco tiempo, sin felicidad ni descendencia; ahora vive sola en una hermosa casona desarreglada de Chelsea. Por supuesto, algunos le adjudican la culpa de que esté sola: es inaguantablemente romántica, exige demasiado (o muy poco) de los hombres, es irracionalmente celosa, egoísta/pródiga; sexualmente insaciable/frígida, y así sucesivamente— cosas que la gente acostumbra a decir de cualquier mujer que no está casada, como muy bien sabe Vinnie. Hasta aquí, Rosemary cuenta con la comprensión de Vinnie, aunque no con su confianza.
Vinnie no confía en el encanto de Rosemary: el secreto frenesí de su comportamiento social, su pretensión de una tormentosa e impulsiva intimidad que, empero, mantiene a su víctima a distancia. Por ejemplo, cuando aparece una persona desconocida en su campo de acción, Rosemary la alabará desorbitadamente por alguna cualidad o atributo en el que nadie se habría fijado o siquiera habría notado. Declarará que adora a un conocido o a un primo, a su verdulero o a su dentista, porque disponen las rosas de maravilla, o porque hablan lentamente, o porque tienen el pelo rizado. Siempre hace ese tipo de anuncios con un aire de perplejo descubrimiento a cuantos estén al alcance del oído y sin tener en cuenta si el sujeto está sentado a su lado o se encuentra a kilómetros de distancia.
En un almuerzo que dio Edwin, por ejemplo, durante una pausa en la algarabía general, dijo a voz en cuello que le encantaba la forma en que Jane, una amiga de Vinnie, comía la ensalada. No sirvió de nada preguntarle qué quería decir con eso, como comprendió Jane más adelante. Aunque se tuviera la forma de volver a llamar su atención, lo que nunca era fácil, Rosemary se limitaría a echar hacia atrás las doradas ondas de su cabellera, a soltar su famosa risa —como rayos de sol centelleando en un cristal, según había escrito una vez un obtuso crítico de televisión y vociferaría: «¡Oh, no sé explicarlo! Es tan... tan... maravilloso». Y si como ocurría en ocasiones, alguien se ofrecía a interpretar sus palabras, Rosemary no le haría el menor caso o se quejaría de que no se trataba de eso, en absoluto. No soportaba que sus entusiasmos —o quizá sus antipatías— de mariposa fueran analizados, especificados.
Cuando oían —o se enteraban de— el himno de Rosemary a sus cualidades singulares, casi todos se sentían complacidos, pues es agradable ser querido y adorado, aunque sea fortuitamente, y porque Rosemary era guapa y famosa. Aunque no tuvieran la menor idea de lo que quería decir, había algo sumamente atractivo en su forma de decirlo. Por cierto, los que nunca habían sido objeto de cumplidos, como Vinnie, empezaban a sentirse un tanto excluidos.
Pero otros se sentían molestos. Por ejemplo, podemos imaginar al dentista de Rosemary a solas en su consulta, después de que su célebre paciente ha salido. Acerca su cara al espejo de aumento sujeto al aparato odontológico y frunce el ceño. ¿De verdad hay algo excepcionalmente adorable en la forma en que se le riza el pelo detrás de las orejas? ¿O se trata de algo raro, de algo estrafalario y feo? ¿No se habría reído de él Lady Rosemary?
Días después de la reunión de Edwin, comenzó Jane, el elogio de Rosemary seguía dando vueltas en su cabeza, sin dejar de fastidiarla. Por fin, un día, sacó de la nevera un recipiente con restos de ensalada, se situó delante del espejo del comedor, quitó la envoltura de plástico y observó cómo comía las hojas de lechuga picantes empapadas de aceite y las chorreantes rodajas de tomate, tratando de descubrir qué era lo adorable o qué diablos era diferente a la manera en que la mayoría de la gente come una ensalada. ¿Qué cuernos había querido decir Rosemary?
La verdad era que probablemente Rosemary, le dice Vinnie, no había querido decir nada. Sólo se trataba de un disparate sin pies ni cabeza, destinado a llamar la atención sobre sí misma o a cambiar el tema de conversación —un sonido melodioso, eso era todo. Las palabras no son tan importantes para los actores como para los literatos. Para ellos el significado se asienta principalmente en la expresión y en el gusto; el texto sólo es un libreto, una serie de copas vacías que el actor puede llenar con el título dorado o plateado o bronceado de su voz. En las escuelas de arte dramático, ha oído decir Vinnie, enseñan a decir «Por favor, cierra la puerta» de veinte maneras diferentes.
En toda red social siempre hay personas que son «amigas», por así decirlo, por coerción social, aunque, si la malla se abriera, rara vez o nunca volverían a verse. Esto es lo que ocurre entre Vinnie y Rosemary. A causa de Edwin se encuentran con cierta frecuencia y, en esas ocasiones, actúan como si estuvieran encantadas, aunque no simpaticen mucho. Al menos a Vinnie no le cae bien Rosemary, y percibe que el sentimiento es recíproco. Pero no puede hacer nada al respecto. Vinnie imagina que su red social —quizá «trama» sería más acertado— está finamente hilada, detalladamente empalmada, tendida sobre la lluviosa ciudad desde Fulham hasta Islington, afianzada por hebras aisladas en Highgate y Wimbledon. Ella y Rosemary son caminos cruzados en la red, sustentados por muchos hilos sedosos y retorcidos. Si rompieran su cordial relación, en la telaraña quedarían resbaladizas fisuras que acongojarían a todos. Y probablemente no son las únicas dos personas unidas de mala gana, piensa Vinnie. Sin embargo, la red se sustenta y extiende sobre Londres su elástico diseño salpicado de rocíos: eso es lo importante.
La luz que declina paulatinamente sobre las páginas del libro dice a Vinnie que es hora de irse si quiere evitar a las muchedumbres que regresan al hogar. Afuera, la atmósfera es fría y húmeda, con la lluvia suspendida en el aire en lugar de caer. Se da cuenta de que todavía tiene hambre, recuerda que la despensa de su apartamento está vacía, sube por Duke Street y entra en Fortnum and Mason’s. Un empleado con traje de etiqueta matinal —semejante a un banquero eduardiano— se acerca a ella y, en un discreto murmullo, le ofrece sus servicios, que ella rechaza amablemente. No, sería una insensatez comprar algo aquí, los precios son grotescos. Mientras se debate delante de una Torre de Babel de mermeladas y jaleas internacionales, una voz mucho más audible, mucho menos refinada —de hecho, la voz estruendosa de un norteamericano típico—, la llama.
—¡Vaya, eh! ¿Usted no es la profesora Miner?
Vinnie se vuelve. Un hombre corpulento le sonríe; lleva puesta una gabardina de plástico verdoso semitransparente, del más repelente estilo norteamericano, y mechones de pelo rojizo encanecido se pegan a su ancha y húmeda frente encarnada.
—Nos conocimos en el avión el mes pasado. Chuk Mumpson.
—Ah, sí —responde sin entusiasmo.
—¿Cómo van las cosas? —parpadea lentamente, tal como Vinnie recuerda que hacía durante el vuelo.
¿Las cosas? Probablemente se refiere a su trabajo. ¿O a la vida en general?
—Muy bien, gracias. ¿Y usted?
—Tirando —no hay entusiasmo en la voz del hombre—. De compras —le muestra una bolsa de papel con manchas de humedad—. Cosas para la gente de casa, no me atrevería a volver sin todo esto.
Ríe de un forma que impresiona a Vinnie como nerviosa e irreal. O es verdad que Mr. Mumpson tiene miedo de volver con su «gente» sin regalos o, más probablemente, la observación sólo es un ejemplo de la guasa degradada y carente de sentido tan corriente en el norteamericano medio y semialfabeto.
—Eh, me alegro de haber tropezado con usted —continúa Mumpson—. Quería preguntarle algo, ya que conoce este país mucho mejor que yo. ¿Tomamos un café?
Aunque no se alegra especialmente de que Chuk Mumpson haya tropezado con ella, Vinnie se conmueve con la apelación a su experiencia y por la perspectiva de un refrigerio inmediato.
—Sí, ¿por qué no?
—Estupendo. Un trago estaría mejor, pero supongo que todo está cerrado gracias a las caprichosas reglamentaciones que tienen aquí.
—Hasta las cinco y media —confirma Vinnie, satisfecha por una vez de las limitaciones de la venta de bebidas alcohólicas. No le gustan los pubs locales y, sobre todo, no le gustaría que la encontraran bebiendo en uno de ellos con alguien ataviado como Mumpson—. En esta tienda hay un salón de té, pero es carísimo.
—No se preocupe. Invito yo.
—Bien, de acuerdo —Vinnie ocupa la delantera y se abre paso entre complicados laberintos rebosantes de bizcochos, golosinas y fruta escarchada; sube los peldaños que llevan al entresuelo.
—Eh, ¿vio a esos tíos? —dice Mumpson en un audible susurro, al tiempo que señala con la cabeza la pequeña mesa situada en el nacimiento de la escalera, donde dos empleados de Fortnum’s con trajes estilo Regencia toman el té y juegan al ajedrez—. Vaya si son raros.
—¿Cómo dice? Ah, sí —Vinnie se traslada a una distancia más prudencial—. Suelen estar aquí. Representan a Mr. Fortnum y a Mr. Mason, los fundadores del establecimiento, ¿comprende?
—Sí, claro —Mumpson se vuelve y dedica a los ejecutivos la lenta y tosca mirada animal característica de los turistas—. Comprendo. Una especie de truco publicitario.
Vinnie, irritada, no asiente. Desde luego, en cierto sentido se trata de un «truco publicitario», pero ella siempre lo ha considerado una agradable tradición. Lamenta haber aceptado la invitación de Mumpson; por un lado, si no va con cuidado, tendrá que soportar como mínimo media hora sus peripecias turísticas, enterarse de todo lo que ha visto, comprado y comido, además de lo que funciona mal en su hotel.
—No sabía que pensaba quedarse tanto tiempo en Inglaterra —le dice mientras se instala en uno de los sillones metálicos verde claro; de diseño papelonado, que otorgan al salón de té de Fortnum’s el aire de un vivero eduardiano.
—Sí, vaya, no pensaba hacerlo —Chuck Mumpson se desprende de su gabardina de plástico, dejando al descubierto una chaqueta marrón típica del Oeste, con flecos de piel, una brillante camisa amarilla típica del Oeste, con tachones perlados en vez de botones, y una corbata que es una tira de cuero. Cuelga la gabardina en un asiento vacío, donde sigue goteando sobre la alfombra carmesí, y se sienta pesadamente—. Sí, los demás volvieron a casa el mes pasado. Pero yo pensé que, ya que estaba aquí, podía ver muchas cosas que no conocía; diablos, me dije, podría quedarme un tiempo. Visité los monumentos con un matrimonio de Indiana que conocí en el hotel, pero ellos se marcharon el lunes.
—Nunca he entendido esas excursiones de dos semanas —dice Vinnie—. Si uno visita Inglaterra, debe permanecer como mínimo un mes. Si el trabajo se lo permite, naturalmente —agrega, recordando que la mayoría de la gente no goza de los privilegios de un universitario.
—Sí. Vaya, no —parpadea—. La verdad es que no tengo que preocuparme por eso. Estoy jubilado.
—¿Sí? —Vinnie no recuerda que se lo mencionara en el avión, aunque sin duda no le había prestado mucha atención—. Se ha jubilado prematuramente —comenta, pues no representa sesenta y cinco años.
—Sí —Mumpson se mueve en el asiento de hierro verde claro, demasiado pequeño para su corpulencia—. Así se llama: jubilación prematura. No fue idea mía. Me pusieron de patitas en la calle, podríamos decir —ríe en el estilo vocinglero de alguien que celebra una broma de la que es el blanco.
—¿Sí? —Vinnie recuerda artículos que ha leído acerca de la creciente tendencia hacia una jubilación forzosa entre los ejecutivos de edad mediana y se felicita a sí misma por el sistema de inamovilidad del cargo, corriente en su universidad.
—Sí, de patitas en la basura a los cincuenta y siete —repite por si ella no le había entendido. Al fin y al cabo no se había reído, debe de haber pensado Mumpson—. Bien, hmmm... Virginia, ¿qué tomará?
—Vinnie —le corrige automáticamente, comprendiendo que tácitamente ha dado permiso a Mumpson (a Chuck) para tutearla.
Preferiría que se dirigiera a ella como profesora Miner, Ms. Miner o incluso Miss, pero decirlo ahora sería una intolerable grosería según las pautas informales del norteamericano medio.
Chuck pide café; Vinnie un té y tarta de albaricoque. Luego, con la intención de distraerle, ya que no de consolarle, por su infortunio laboral, le convence de que pruebe la «espuma de burbujas».
—Estoy segura de que no tener que ir al trabajo todos los días tiene sus ventajas —observa Vinnie con tono alegre cuando se marcha la camarera—. Ahora le sobrará tiempo para hacer muchas más cosas, por ejemplo —¿qué cosas?, se pregunta, al notar que no tiene la menor idea de las posibles inclinaciones de alguien como Chuck— viajar, visitar a las amistades, leer... —¿leer? ¿Es verosímil que lea?—, jugar al golf, ir de pesca —¿hay pesca en Oklahoma?—, alguna afición.
—Sí, eso es lo que me dice mi mujer. El problema es que, si te dedicas al golf todos los días, terminas hasta la coronilla del golf. Y no me dedico a otros deportes. Antes me dedicaba al béisbol, pero ahora estoy pasado para eso.
Una persona sin recursos interiores que abusa de las repeticiones, piensa Vinnie.
—Es una pena que tu esposa no esté aquí contigo —observa.
—Sí, vaya. Myrna está en bienes raíces, como ya te he dicho, y ahora hay una gran expansión inmobiliaria en Tulsa. Se rompe el... —Chuck, por deferencia al aire de antigua distinción de Vinnie (o del salón de té), desplaza la metáfora de abajo arriba— cerebro trabajando. Rastrilla sus buenos pavos —hace el gesto de rastrillar con su manaza pecosa.
—¿Sí?
—Sí, es una auténtica fuente de energía. Tal como están las cosas, probablemente se alegra de no tenerme dando vueltas por la casa todo el día, como un cabo suelto. Y no la culpo.
—Mmm —dice Vinnie, relacionando mentalmente el cabo suelto que es Chuck con la correa de cuero sin curtir que es su corbata, sujetada por un enorme y vulgar pasador de plata y turquesa, según el estilo preferido por los viejos rancheros y los rancheros advenedizos del Sudoeste.
Tampoco ella culpa a Myrna por un deseo de mantenerle alejado de casa. Al mismo tiempo, comprende que, después de tantos días de soledad en la que para él es una extraña ciudad extranjera, Chuck está decidido a desahogarse con alguien, pero ella está igualmente decidida a no ser ese alguien. Desvía deliberadamente la conversación por derroteros turísticos, precisamente los temas que un rato antes quería eludir.
En opinión de Chuck, Londres no es gran cosa, pero no le molesta el clima:
—No. Me gusta la variedad. Donde yo vivo, el condenado tiempo es igual todos los días. Y si no riegas, la tierra se seca y se pone dura como una piedra. Cuando llegué aquí, no me cansaba de admirar lo verde que es Inglaterra, igualita a un cartel de viajes.
Por otro lado, se queja, las camas del hotel están llenas de bultos y la provisión de agua caliente es limitada. La comida inglesa sabe a heno hervido; si quieres una comida decente, tienes que ir a un restaurante extranjero. El tráfico es de locos, todos circulan por la dirección contraria; también las pasa canutas tratando de entender a los nativos, que hablan un inglés muy raro. Vinnie está a punto de corregir su error lingüístico, irritada, y de sugerir que, en realidad, son los norteamericanos quienes deforman el idioma, cuando llega el té y desvía el tema.
—Eh, ¿cómo dijiste que se llamaba esto? —Chuck señala con la cuchara el túmulo de bizcocho borracho en ron con mermelada, frutas, natillas y nata montada que acaba de aparecer ante sus ojos encima de la mesa de mármol.
—Espuma de burbujas.
—¡Vaya espuma! Es mayor que un «Banana Split» —sonríe y hunde la cuchara en el bizcocho—. Pero no está mal. Y te ponen una cuchara acorde con su tamaño.
Vinnie, mientras paladea su tarta, se abstiene cortésmente de observar que, en Gran Bretaña, todas las cucharas de postre son de ese tamaño.
A diferencia de Edwin, Chuck come rápidamente y sin gracia, engullendo el completo bizcocho como si fuera alfalfa, mientras prosigue su narración. Ha visto casi todas las atracciones para turistas, le dice, pero ninguna le impresionó demasiado. De hecho, algunas parecen haberle ofendido: la Torre de Londres, por ejemplo.
—Caray, cuando llegas, ves que sólo se trata de una vieja cárcel abandonada. Por lo que dice el guía, parece que muchos personajes históricos que estuvieron encerrados allí nunca tendrían que haber estado en prisión. Casi todos eran buenos tipos. Pero los metieron a la fuerza en esas diminutas celdas de piedra del tamaño de un pesebre, sin calefacción ni luz. En su mayoría no volvieron a ver tampoco la luz de sol, según dijo el guía. Murieron de una enfermedad, o les envenenaron, o les asfixiaron, o les cortaron la cabeza. También a las mujeres y a los niños. No entiendo por qué están tan orgullosos de ese lugar. Si alguna vez estuviste en chirona, se te pondrían los pelos de punta.
—Comprendo lo que quieres decir —responde Vinnie amablemente, preguntándose si alguna vez Chuck habrá estado preso.
—Y los enormes cuervos negros del patio rondan como fantasmas —Chuck convierte sus manazas en garras y las pasea lentamente por el mármol con vetas verdes—. Presos reincidentes, los llamarías tú.
—Sí —Vinnie sonríe.
—En mi tierra, los pájaros como ésos traen mala suerte. Supongo que por eso los pusieron allí los que construyeron la cárcel. Le pregunté al guía si ésta era la razón.
—¿Y qué respondió? —Vinnie empieza a encontrar entretenido a Chuck.
—No tenía la menor idea. No sabía nada: se había limitado a aprender de memoria la letanía publicitaria. Nos mostró las que, según él, eran las joyas de la corona y tuvimos que pagar un suplemento. Vaya, resultó que sólo eran copias, falsificaciones, vidrios de colores. Las de verdad están bajo llave en otro sitio. Diablos, cualquiera se da cuenta: las coronas y todo lo demás parecían del tipo de cosas que pueden ponerse aquellos dos tíos para redondear el camelo.
Vinnie ríe.
—Recuerdo haber pensado exactamente lo mismo hace años. Chucherías para disfraces, pensé.
—Sí, eso es. Me quejé al guía, le dije que debía de pensar que éramos unos mamones, puesto que se había atrevido a cobrarnos un suplemento para ver esas baratijas. Se puso nervioso y hasta se enfadó; en cualquier caso, era un tarugo. Pero tengo que reconocer que el pobre infeliz era la excepción. La mayoría de la gente que he conocido aquí no se fija en esas cosas, ni alardea. No se pasa el tiempo diciéndote que son grandiosos, que tienen lo más grande y lo mejor de todo. Más bien se ríen de sí mismos, incluso, eso lo notas en los periódicos.
—Sí, es verdad.
—En Tulsa, tenemos a fanfarrones de ésos a patadas. Sonríen, acentúan lo positivo, mantienen su vista fija en algo que brilla, ese tipo de cosas. Pueden llegar a deprimirte, especialmente si ya lo estás. ¿Has oído hablar de la Oral Roberts University?
—No —dice Vinnie, que la ha oído nombrar, pero no recuerda de qué se trata.
—Vaya, es el colegio superior que tenemos en Tulsa, fundado por uno de esos predicadores de la tele. La idea consiste en que, si eres una persona temerosa de Jesucristo y vas a la iglesia regularmente, saldrás adelante en la vida, ganarás premios, tendrás éxito en los negocios y todo lo que quieras. A mí me parecía inofensivo. Pierdes el trabajo y ves la otra cara de la moneda. Si no produces, eres una especie de desgraciado dejado de la mano de Dios, eso me recuerda algo. Lo que quería preguntarte —Chuck deja la cuchara—. La idea se me ocurrió con el libro que me prestaste en el avión, el del chico norteamericano que vuelve a Inglaterra, donde su abuelo es duque o algo parecido. No recuerdo el título.
—El pequeño Lord Fauntleroy.
—Sí. Eso es. Vaya, me recordó a mi abuelo cuando yo era un crío y los veranos trabajaba con él en un rancho. Solía decir que nosotros también descendíamos de un lord inglés.
—¿Sí?
—Sí, no es ningún bulo. Casi todos nuestros antepasados de Inglaterra eran gente sencilla, decía, pero, en los tiempos revolucionarios, había uno que se llamaba Charles Mumpson, como él y como yo, que era una especie de gran señor. Vivía en una enorme finca, al sudoeste del país y era un personaje local famoso. Algo así como un sabio. No dormía en su castillo, decía mi abuelo; pasaba la noche en una cueva del monte. Y llevaba una vestimenta especial, una especie de manto largo hecho con las pieles de una docena de animales diferentes. Lo llamaban el Ermitaño de Southley y lo visitaba gente llegada de todas partes.
—¿Sí? —repite Vinnie, aunque con otra entonación: por primera vez siente un interés profesional por Chuck Mumpson.
—Sea como sea, se me ocurrió que, ya que estoy aquí, podría tratar de investigar a este tipo para averiguar algo más sobre él y el resto de nuestros antepasados. Pero no sé qué debo hacer. Fui a la biblioteca pública, pero no encontré nada, ni siquiera sabía por dónde empezar. El problema consiste en que esos duques y caballeros y todo lo demás tienen montones de nombres distintos, a veces tres o cuatro en la misma familia. Además, en esa zona, no hay ningún lugar llamado Southley —sonríe y se encoge de hombros—. Traté de telefonear para pedirte ayuda, pero creo que apunté mal el número. Me pusieron con una lavandería.
—Mmm —Vinnie no le explica, por supuesto, que había alterado deliberadamente un dígito de su número de teléfono—. Podrías buscar en algunos organismos que son clásicos para estas cosas —dice—. Está la Sociedad de Genealogistas, por ejemplo.
Mientras Chuck toma nota de la sugerencia, Vinnie piensa que su búsqueda también es clásica: el típico norteamericano medio, de cultura media, de clase media y nominalmente democrático, investiga su relación con la aristocracia británica... con los «antepasados», una historia familiar, un escudo de armas, una morada lugareña, un noble apellido.
Convencional y pesado. Pero los detalles concretos de la leyenda familiar de Chuck son fascinantes para una folklorista: el excéntrico lord y sabio local envuelto en un manto hecho con trozos de pieles, en su cueva de los bosques. ¿Un filósofo deísta loco? ¿Un seguidor de Rousseau? ¿Un herborista? ¿Un hechicero? ¿O tal vez, en la imaginación popular, la encarnación de un dios pagano y selvático, mitad bestia y mitad hombre? Los fantasmas semimoldeados de un artículo breve, pero interesante, atraviesan su mente. También le divierte pensar que Chuck es, en una forma alterada y transatlántica, la encarnación última de esta clásica figura popular: por rara coincidencia, del sudoeste de su propio país y ataviado con un surtido de pieles de animales.
Cuando llega la cuenta, como de costumbre Vinnie insiste en pagar su parte. Algunos amigos atribuyen esta actitud a principios feministas, pero, aunque ella acepta esta interpretación, su norma es muy anterior al movimiento. En esencia, refleja un profundo disgusto por sentirse en deuda con alguien. Chuck protesta afirmando que de todos modos le debe algo por sus consejos, pero ella le recuerda que la llevó a Londres en el autobús de Sun Tour, de modo que ahora están en paz.
—Vaya, de acuerdo —Chuck arruga en su enorme puño rojo las libras que le da Vinnie—. Me recuerdas a una maestra que tuve en el cuarto curso. Era muy buena. Ella...
Vinnie oye las reminiscencias de Chuck sin hacer el menor comentario. Está predestinada a que casi todos los que la conocen comenten que les recuerda a una maestra de su infancia.
—Lo que quiero decir es que creo que me quedaré un poco más en Londres. Quizá podríamos volver a reunimos alguna vez, para almorzar.
Vinnie rehúsa diplomáticamente; esta semana estoy terriblemente ocupada, miente. Pero Chuck podría hacerle conocer los progresos de su investigación. Le da su número de teléfono —esta vez correctamente— y también su domicilio. Si realmente quiere averiguar algo, agrega, probablemente tendrá que trasladarse a la ciudad o aldea donde vivían sus antepasados, una vez que la localice.
—Claro que lo haré —aprueba—. Podría alquilar un coche e ir hasta allí.
—Quizá sea mejor viajar en tren. Alquilar un coche aquí es carísimo.
—No importa. El dinero no es ningún problema. Cuando me echaron de Amalgamated, debo reconocerlo, me forraron bien.
El dinero no es ningún problema para Chuck Mumpson, piensa Vinnie mientras sube al autobús de Camden Town, después de negarse a que le buscara un taxi; evidentemente el tiempo tampoco es ningún problema para él, salvo por exceso. Los problemas son la soledad, el aburrimiento, la anomia, la pérdida del amor propio, aunque disfrazados por su estilo campechano que en cierta época fue, supone, más congruente con sus circunstancias reales.
Por un instante Vinnie sopesa la idea de sumar a su lista un quinto problema, la frustración sexual. Se lo sugiere la forma decidida y cálida con que Chuk le cogió el brazo —mejor dicho la manga de su impermeable— por encima del codo mientras la guiaba por Piccadilly Circus hacia la parada del autobús. A fin de cuentas, es un hombre robusto, sano y musculoso; sin esa estúpida y vulgar vestimenta de cowboy no se vería tan mal en una alcoba. Con toda probabilidad, eso era lo que, de una manera borrosa, intentaba transmitirle.
Pero, después de reflexionarlo, Vinnie resuelve que no se trata de eso. Chuck Mumpson es, evidentemente, un hombre de negocios norteamericano, esa clase de persona que, si necesita lo que sin el menor romanticismo Kinsey et al. han denominado «una descarga» —al oír esta palabra Vinnie siempre piensa en un enchufe de electricidad—, sencillamente la paga. Y probablemente Chuck ya ha pagado varias veces este tipo de enchufe en las calles de Soho, sin duda bebiendo hasta el hartazgo por anticipado; a modo de pretexto («Me acosaron... no sabía lo que hacía.») Los hombres de su tipo nunca piensan en nadie como Vinnie en relación con el sexo; piensan en alguna «monada» o en una «bomba», idealmente menor de treinta años. Lo que urgía a Chuk era la solidaridad, la compañía, un oído comprensivo. Seguramente no es muy satisfactorio hablar con prostitutas, y aparte de ellas Vinnie es la única mujer que conoce en Inglaterra.
Esta conclusión, aunque poco halagüeña e incluso —de una forma muy conocida— irritante y deprimente, tranquiliza a Vinnie. No tendrá necesidad de repeler las insinuaciones de Chuck Mumpson; sólo imaginó que tendría que hacerlo porque está acostumbrada a vincular la amistad con el sexo.
Como ya hemos dicho, a lo largo de su vida, Vinnie se ha acostado sobre todo con hombres cuyo interés por ella era azaroso y en una relación de camaradería más que de amor. Muy rara vez empleaban con ella la palabra «amor», excepto en momentos de apasionada confusión; más bien le decían que sentían «mucho afecto» por ella, que era grandiosa en la cama y una auténtica amiga. (Posiblemente por esta causa Vinnie detesta la palabra «afecto», que siempre le sugiere su significado arcaico o popular de «afectado» o «alterado».)
En su juventud, Vinnie cometió el doloroso error de permitirse querer seriamente a alguno de esos hombres. En contra de su mejor criterio, incluso se casó con uno que estaba en plena crisis emocional y lacrimosa con una beldad especialmente exasperante y, como una pelota de tenis saturada de agua, se había metido en el agujero más cercano. A lo largo de los tres años siguientes, Vinnie vivió la experiencia de ver cómo su marido recuperaba gradualmente la confianza en sí mismo y la elasticidad, cómo brincaba en las fiestas, coqueteando y bailando con mujeres más guapas; cómo saltó fugazmente a los brazos de una de sus alumnas, y por último se elevó vertiginosamente por encima de los límites del matrimonio, donde fue atrapado y arrebatado por alguien que ella creía una buena amiga.
Después del divorcio, Vinnie se protegió de cualquier vínculo emocional con sus ocasionales compañeros de cama, declarando que ella misma tenía un compromiso amoroso. También estaba enamorada de otro, insinuaba, alguien que vivía en otra ciudad, aunque, a diferencia de quienes se acostaban con ella, nunca entraba en detalles. Su estrategia tuvo un éxito rotundo. Sus amantes más generosos y sensibles perdían el miedo a que Vinnie les tomara en serio, y en consecuencia sufriera; los menos generosos y sensibles sentían que se aliviaba su temor de que ella pudiera «armar jaleo».
Por otra parte, y como correspondía para que su estratagema funcionara, no era del todo mentira. Como había hecho en la temprana adolescencia, Vinnie fijaba sus deseos románticos en hombres a los que apenas conocía y rara vez veía. Ahora no eran astros de cine, como antes, sino escritores y críticos cuyas obras había leído, de los que había oído hablar o a los que había conocido sumariamente en las recepciones que por lo general seguían a los seminarios y cursos de la universidad. Así, durante años, gozó de relaciones imaginarias con, entre otros, Daniel Aaron. M. H. Abrams, John Cheever, Robert Lowell, Arthur Mizener, Walker Percy, Mark Schorer, Wallace Stegner, Peter Taylor, Lionell Trilling, Robert Penn Warren y Richard Wilbur. Como demuestra esta lista, prefería a hombres mayores e insistía en la intelectualidad. Cuando algunas mujeres de un grupo al que perteneció a principios de los años setenta confesaron que tenían apasionadas fantasías con el carpintero, el jardinero o el mecánico de la estación de servicio, Vinnie se sintió atónita y un tanto asqueada. ¿De qué sirve acostarse con semejantes individuos?
Las aventuras imaginarias de Vinnie solían ser de breve duración, aunque bajo el impacto de un nuevo libro prometedor o de una conferencia, a veces retornaba a una antigua pasión. Cuando por mera coincidencia alguno de esos hombres iba a dictar clases durante un trimestre en su universidad y establecía relaciones cordiales con Vinnie, ella interrumpía instantáneamente sus fantasías con él. No era difícil: al fin y al cabo, visto de cerca, ese hombre no era nada extraordinario, no tenía ni punto de comparación con Daniel Aaron, M. H. Abrams, o quienquiera ocupara el centro del escenario en ese momento.
Después de la desastrosa experiencia de su matrimonio, Vinnie siempre ponía punto final a sus relaciones reales cuando encontraba a su amante del momento metiéndose en las películas que veía en casa por la noche o cuando empezaba a pronunciar indiscriminadamente la palabra «amor», o anunciaba que era capaz de pensar que podía comprometerse seriamente con ella. No, muchas gracias, compañero; ya me pescaron una vez, pensaba para sus adentros. No se trata de que siempre hubiera un amante. Durante largos períodos, los únicos compañeros de Vinnie fueron las sombras de Richard Wilbur, de Robert Penn Warren, etcétera, que fielmente aparecían todas las noches para admirarla y abrazarla, encomiando su ingenio, encanto, inteligencia, sabiduría e inventiva sexual.
En todos los años que ha visitado Inglaterra, Vinnie nunca encontró a un amante. Tampoco hay presagios de que ahora aparezca alguno. Y tal vez así sea mejor, piensa. Porque, en realidad, ¿no ha llegado la hora? En la imaginación popular y (más importante aún) en la literatura inglesa, en la que desde su primera infancia Vinnie depositó la más profunda confianza —y que durante medio siglo le había sugerido lo que podía hacer, pensar, sentir, desear y ser—, las mujeres de su edad muy rara vez tenían algún tipo de vida sexual o amorosa. En caso de tenerla, se trataba de algo embarazosamente patético, o vulgarmente cómico, o ambas cosas.
En el transcurso del último año, Vinnie ha empezado a pensar cada vez más a menudo que lo que hace con sus amigos es indecoroso, impropio de esa estación de su vida. Le parece casi vergonzoso, todavía a los cincuenta y cuatro años, tener impulsos eróticos y entregarse a ellos con tanto abandono. Para ella había significado cierto alivio estar lejos de casa y permanecer casta; tomarse un año sabático del sexo, por así decirlo —período que muy bien podría ser la antesala de una larga excedencia o incluso de una jubilación prematura. Por tanto, se siente turbada e irritada consigo misma después de haber imaginado —aunque sea fugazmente— a Chuk Mumpson desnudo junto a su cama de Regent’s Park Road. Se dice a sí misma (¡cielos!) que debe actuar y sentir en concordancia con su edad. Es indudable que no desea a alguien como Chuck, se dice; ni siquiera desea demasiado a sus brillantes, apuestos y encantadores amantes imaginarios.
Mientras anochece y el autobús la lleva al norte a través de la ciudad, alejándola de las sensuales atracciones de Fortnum and Mason’s, de los eróticos sonidos palpitantes y las coloreadas luces intermitentes de Piccadilly Circus, hacia las tranquilas y tenuemente iluminadas elegantes calles que rodean Regent’s Park, Vinnie se repite que ha llegado la hora, que ha pasado la hora de dejar atrás lo que su madre solía denominar Todo Eso. Es hora de superar la longeva farsa y tragedia sexual de Escila y Caribdis para pasar al ancho y bonancible mar crepuscular de la abstinencia, donde las tibias aguas nunca se enturbian con el abrasador escalofrío, con la espumosa resaca y el sofocón coralino en la turbulencia de la pasión.