Capítulo 1

Andaba sola

y hablaba sola,

cuando mi yo me dijo:

mira por ti misma,

cuida de ti misma,

que nadie lo hará por ti.

 

Antigua canción popular

 

E

n un frío y ventoso día de febrero, una mujer embarca en el vuelo de las diez de la mañana con destino a Londres. La sigue un perro invisible. Virginia Miner tiene cincuenta y cuatro años, es menuda, poco atractiva y no está casada; es el tipo de persona en quien nadie repara pese a ser una profesora universitaria de la Ivy League —la prestigiosa agrupación académica del Este—, que ha publicado varios libros y está muy bien considerada en el campo cada vez más difundido de la literatura infantil.

El perro que arrastra Vinnie, sólo visible en su imaginación, es su fantasma familiar o su familiar fantasma; en secreto lo llama Fido y representa la autocompasión. Vinnie lo imagina como un mestizo de terrier galés, mediano y con pelo largo de color blanco sucio: a veces la sigue en silencio, pero otras gime y jadea y le mordisquea los talones; en sus momentos más atrevidos corre a su alrededor tratando de echarle una zancadilla o al menos de obligarla a agacharse para abalanzarse sobre ella, hacerla caer y cubrirla de empalagosos besos. Vinnie sabe muy bien que Fido pretende colarse con ella en el avión, pero abriga la esperanza de dejarlo atrás, como ha logrado hacer en otros viajes al extranjero. No obstante, algunos acontecimientos recientes y la duración prevista de su estancia lo vuelven poco probable.

Vinnie va a pasar seis meses en Inglaterra como becaria de una fundación. Allí, bajo su nombre profesional de V. A. Miner, proseguirá sus estudios sobre poesía popular para escolares. Ha recorrido el mismo trayecto varias veces y logró reducir al mínimo, mediante un método de tanteos, sus gastos e incomodidades. Siempre escoge un vuelo charter diurno, de preferencia alguno en que no pasen películas. Si pudiera darse el lujo, pagaría la tarifa regular con tal de eludir las demoras del embarque (lleva casi una hora haciendo cola), pero eso sería un descabellado despilfarro. Su beca es exigua y, dadas las circunstancias, tendrá que ser muy prudente con los gastos.

Aunque, según dicen, la paciencia es una virtud muy propia de las mujeres, sobre todo de las de cierta edad, a Vinnie siempre le ha disgustado esperar y nunca lo hace si puede evitarlo. Ahora, por ejemplo, con gran destreza se abre paso a codazos entre pasajeros menos experimentados —que buscan los números de sus asientos o cargan con exceso de equipaje o de niños— y les pide disculpas con vocecilla amable. Atraviesa la cocina hasta el pasillo del otro extremo y retrocede entre dos hileras de asientos, burlando así a una confusa aglomeración de típicos paletos que acarrean bolsas con pegatinas en las que se lee SUN TOURS. En menos de lo que lleva decirlo, llega hasta un asiento junto a la ventanilla, cerca de una salida, en el sector para no fumadores, deteniéndose apenas para sacar de un anaquel el «Times» de Londres y la edición británica de «Vogue». (Cuando el avión esté en el aire, la azafata repartirá diarios y revistas a los pasajeros, pero los que prefiere Vinnie se habrán esfumado antes de llegar a ella.)

Consecuente con el procedimiento acostumbrado, Vinnie se desliza en su butaca y baja la cremallera de las botas. En medias, se sube al asiento y abre el armario; como no llega al metro cincuenta y cinco, sólo así puede acceder a él. Saca dos almohadas y una manta azul de trama abierta, que deja caer en el asiento del medio, junto a su bolso de mano y a las publicaciones británicas, apropiándose tácitamente de ese espacio, si —como es harto probable a mediados de semana y mediado febrero— no se lo han adjudicado a nadie. Luego acomoda en el armario su gastada gabardina con forro de lana, su sombrero blando de fieltro beige y su chal de lana con estampados Liberty en ámbar y beige, de tal manera que sólo al más grosero de sus compañeros de viaje se le ocurriría agregar algo. Con cierta dificultad cierra de golpe la puerta del armario y se sienta. Guarda debajo del asiento las botas, junto con una caja de cartón que contiene una botella de jerez Bristol Cream, comprada en el duty-free shop, y se pone unas zapatillas plegables. Acomoda una almohada debajo de su cabeza y pone la otra entre su cadera y el brazo del asiento. Por último se alisa el pelo crespo, corto y encanecido, se reclina contra el respaldo y, con un suspiro, se abrocha el cinturón de seguridad cruzándolo por encima del suéter y la falda de lana color tabaco.

Vinnie sabe perfectamente que un observador imparcial podría fijarse en estas maniobras y considerarla ansiosa e individualista. En esta cultura, donde la energía y el egoísmo son recompensados en los jóvenes y los bien parecidos, se supone que las mujeres poco atractivas y maduras deben ser humildes y resignadas —ocupar muy poco espacio y respirar la menor cantidad posible de aire—. Todo eso está muy bien, piensa, si viajas con un ser querido o al menos conocido: alguien que te ayudará a guardar el abrigo, a ponerte una almohada detrás de la cabeza, a conseguir un periódico o —si tú lo decides— a conversar.

¿Y los que viajan solos? ¿Por qué razón Vinnie Miner, cuya comodidad han pasado por alto los demás durante la mayor parte de su vida adulta, desatendería su propia comodidad? ¿Por qué permitiría que su abrigo, su sombrero y el resto de sus pertenencias fuesen aplastadas por los abrigos y los sombreros y las pertenencias de personas más jóvenes, más fuertes, más agraciadas? ¿Por qué permanecería a solas durante siete u ocho horas, sin almohadas y aterida de frío, leyendo un número atrasado de «Punch», con los pies hinchados y los ojos ambarinos, llorosos a causa del humo que arrojan los fumadores empedernidos de los asientos contiguos? Como suele decir en su fuero interno —aunque nunca en voz alta, pues sabe lo mal que sonaría—, ¿por qué razón no cuidaría de sí misma? Nadie lo hará por ella.

Pero estos argumentos íntimos, aunque frecuentes en ella, ahora no ocupan su mente. El suspiro irregular y atípicamente audible que emitió al desplomarse contra la áspera felpa azul no fue un suspiro de contento o siquiera de alivio: fue un exhalación de tristeza. Había cumplido maquinalmente la rutina necesaria para emprender el viaje; si estuviera sola, soltaría gemidos de aflicción y disgusto, regando con sus lágrimas el «Times» londinense.

Veinte minutos antes, mientras esperaba de buen humor en el salón de salidas, Vinnie leyó en una revista de circulación nacional una referencia desdeñosa y denigrante acerca del trabajo de toda su vida. Los proyectos como el suyo, decía el artículo, representan un excelente ejemplo del derroche de los fondos públicos, de la proliferación de becas insignificantes e inútiles, de la debilidad y delirio generales de las humanidades en los Estados Unidos de nuestros días. ¿Necesitamos realmente un estudio erudito de las aleluyas que se entonan en los patios escolares?, inquiría el autor, un tal L. D. Zimmern, profesor de literatura inglesa en Columbia. Sin duda Mr. o Ms. Miner respondería a este interrogante insistiendo en el valor social, histórico o literario de «En espirales alrededor de un sonrosado», continuaba, socavando así los pilares de una respuesta posible; pero él, por lo menos, no estaba convencido.

Lo que vuelve especialmente odioso este ataque infundado es que, durante más de treinta años, «Atlantic» ha sido la revista predilecta de Vinnie. Aunque se crió en los aledaños de Nueva York y da clases en una universidad del interior, imaginariamente le es leal a Nueva Inglaterra. A menudo piensa que la cultura norteamericana ha dado un largo paso descendente a finales del siglo diecinueve, al trasladar su hegemonía de Boston a Nueva York; para ella ha sido un alivio que «Atlantic» siguiera editándose en Back Bay. Cuando tiene la fantasía de que su obra recibe un amplio reconocimiento público, adjudica a esta revista el honor del descubrimiento. Con frecuencia ha imaginado el proceso: la carta inicial de petición, el estilo respetuosamente apremiante del entrevistador, el título del ensayo acabado; el momento en que sus colegas de Corinth University y otros sitios abren la revista y ven su nombre impreso en las páginas satinadas de elegante tipografía. (La ambición de Vinnie, aunque tenaz y ardiente, es relativamente modesta: no se le ha ocurrido pensar que su nombre pudiera aparecer en la portada de «Atlantic».) Y ha imaginado todo lo que seguiría: la repentina sonrisa de deleite de sus amistades; las muecas sin gracia de quienes no lo son y han subestimado tanto a ella como a su materia. Este último grupo, lamentablemente, será mucho más numeroso.

La verdad es que la literatura infantil es el pariente pobre de su sección —por cierto, de la mayoría de los departamentos de literatura inglesa—: una hijastra a regañadientes tolerada porque, como en los viejos cuentos, sus palabras son relucientes joyas de una especie que atrae a grandes e igualmente espléndidas masas de estudiantes. En la familia universitaria ocupa un rincón junto a la chimenea, mientras sus feas y haraganas hermanastras cenan en la mesa del rector, aunque, a juzgar por las cifras de matriculación, muchas deben estar echando pestes.

Bien, piensa Vinnie con amargura, ahora se ha cumplido su deseo; su trabajo ha sido mencionado en «Atlantic». Mala suerte, mala suerte porque sin duda había otros tipos de proyectos que podían haber atraído la malévola atención de L. D. Zimmern. Pero naturalmente eligió el de ella. ¿Qué podía esperar? Vinnie se da cuenta de que Fido la ha seguido al avión y jadea junto a sus piernas, pero carece de la energía suficiente para apartarlo.

Más allá de su asiento se ha encendido la señal luminosa; los motores comienzan a vibrar como si se acompasaran a su propio temblor interior. A través del veteado rectángulo de cristal deformante, Vinnie fija la vista en la agrisada pista de despegue, en las pilas de sucia nieve picada de viruelas, en otros aviones que carretean para despegar; pero lo que ve es una montaña de revistas «Atlantic» haciendo cola para partir, o ya en ruta, por separado o en escuadrilla, sobrevolando los Estados Unidos en las manos y las carteras de los viajeros, abriéndose paso en automóviles, cargadas en camiones y trenes, atadas en bultos para ser vendidas en los quioscos. Visualiza lo que ocurrirá, o ya ha ocurrido, con esta emigración masiva: ve, de un lado a otro del país —en casas y oficinas, en bibliotecas y salas de espera de dentistas—, a sus colegas, ex colegas, amigos y ex amigos (para no hablar de los miembros del comité de becas de la Fundación). Todos, en este mismo momento o en otro, están abriendo «Atlantic», pasando sus satinadas páginas blancas, llegando a ese horrible párrafo. Imagina a los que reirán estentóreamente; a los que leerán las oraciones con una sonrisa sarcástica; a los que sofocarán un grito, compasivos; y a los que refunfuñarán, pensando o manifestando lo mal que quedará el Departamento de Literatura o la Fundación. «Será duro para Vinnie», observará uno. «Pero tienes que reconocer que el título de su propuesta tiene algo de cómico: “Investigación comparativa de la poesía en los juegos infantiles británicos y norteamericanos”... francamente...»

Tal vez tengan razón en cuanto al título, pero no en lo que respecta al contenido, como ha estado demostrando durante años. Por trivial que parezca, su material es muy significativo. Por ejemplo —casi involuntariamente, Vinnie empieza a redactar en su mente una carta dirigida al director de «Atlantic»—: Analicemos el verso que específicamente objeta el profesor Zimmern:

 

En espirales alrededor de un sonrosado

Bolsillo repleto de ramos floridos.

Reducidos a cenizas, como puras cenizas,

Todos reposaremos.

 

—Tanto por su evidencia interna como externa, este verso parece remontarse, con toda probabilidad, a la Gran Peste de 1665— En tal caso, los «ramos floridos» pueden ser los ramilletes de flores y hierbas que llevaban los habitantes de Londres para ahuyentar el contagio, mientras «cenizas, puras cenizas» se refiere quizás a la incineración de los cadáveres que cubrían las calles.

—Si el profesor Zimmern se hubiera molestado en investigar... si se hubiera tomado el tiempo necesario para consultar a cualquier autoridad en el tema —prosigue Vinnie en su carta imaginaria—... seguiría vivo. Espontáneas, estas palabras atraviesan su mente para completar la oración. Ve a L. D. Zimmern, a quien nunca ha visto pero imagina (erróneamente) gordo y calvo, como un cadáver hinchado y descolorido. Yace en los adoquines de un callejón londinense del siglo diecisiete, con la ropa repugnantemente manchada de vómitos, la cara ennegrecida y contorsionada, los miembros repelentemente torcidos en letal agonía, el ramo de hierbas marchitas languideciendo a su lado.

—Muchos más de estos versos aparentemente «sin sentido», prosigue un tanto impresionada por su desbordante imaginación, poseen ocultas referencias históricas y sociales de índole similar, y conservan en forma oral...

Mientras la azafata inicia, con forzado acento de la BBC, su rutinaria exhortación, Vinnie continúa su carta al director. Frases que ha empleado muchas veces en clases y artículos se repiten en su mente, entremezcladas con las que salen de los altavoces. «Los versos de los juegos infantiles/Coloque el chaleco salvavidas por encima de su cabeza/la literatura universal más antigua/Lleve las tiras hacia adelante y abróchelas firmemente/representan para millones de personas su primera y a menudo su única experiencia con/Al tirar del cordón el chaleco se inflará con aire.» Hinchado de aire y engreído, en efecto. Como sabe por amarga experiencia, nada se gana enviando este tipo de cartas. O son amablemente rechazadas («Lamentamos que las limitaciones de espacio nos impidan...») o, peor aún, son aceptadas y publicadas semanas o meses más tarde, recordando a todos su desconcierto mucho después de que lo hubieran olvidado, haciéndote aparecer como una mala perdedora.

No sólo no debe escribir a «Atlantic»: tiene que cuidarse de no mencionar este ataque a nadie, ya sea amigo o enemigo. En los círculos universitarios se considera síntoma de debilidad e indignidad quejarse de las críticas adversas. Por cierto, según la experiencia de Vinnie, los únicos pesares que pueden mencionarse son aquellos que comparten todos los colegas: el tiempo, la inflación, la delincuencia estudiantil y un largo etcétera. La mala publicidad debe tratarse tal como su madre enseñó a Vinnie a tratar los defectos de su aspecto adolescente: en absoluto silencio. «Si tienes una mancha en la cara o en el vestido, Vinnie, por Dios, no la menciones. En el mejor de los casos le recordarás a la gente algo desagradable de ti misma; y en el peor, llamarás la atención de quienes probablemente no se habrían dado cuenta.» Sí, una política muy sensata, sin duda. Su única desventaja consiste en que Vinnie jamás sabrá quién ha notado esta nueva mancha y quién no. Nunca, nunca lo sabrá. Fido, que estaba con las patas delanteras apoyadas en sus rodillas, gimiendo esperanzado, ahora trepa por su regazo.

El ruidoso zumbido de los motores aumenta; el avión empieza a rodar por la pista, a gran velocidad. Aparentemente en el último momento posible, asciende a bandazos, provocando el acostumbrado estremecimiento en las entrañas de Vinnie y la sensación de haber sido golpeada en la nuca con el cojín del asiento. Traga saliva con dificultad y mira hacia la ventanilla, donde un helado sector gris del suburbio de Long Island pasa rodando en un ángulo antinatural. Vinnie se siente mareada, desorientada, ultrajada. Y no es de extrañar, gime Fido: este escarnio público ingresará en su vida para siempre, formará parte de su lastimosa historia de pérdidas y fracasos.

Por supuesto, Vinnie sabe que no tendría que tomárselo tan a pecho. Pero también sabe que quienes no tienen una identidad significativa fuera de sus carreras —cónyuge, amante, padres, hijos— se toman a pecho estas cosas. En el breve y distante período que estuvo casada, los reveses profesionales no afectaban la esencia de su vida; no podían alterar el bienestar (o, más adelante, el malestar) de lo que ocurría en casa. Estaban, por así decirlo, fuera del avión, amortiguados por el aislamiento social y el ronroneo de los motores conyugales. Ahora estos golpes caen directamente sobre ella, como si hubieran quitado el pesado rectángulo de cristal para que Vinnie fuera abofeteada por el Atlántico —no la revista, sino un frío brazo semicongelado y empapado del océano que lleva su nombre y que en ese momento están sobrevolando—; abofeteada una y otra vez y...

—Disculpe —es una voz real la que ahora oye Vinnie, la voz del pasajero que ocupa el asiento contiguo al pasillo: un hombre corpulento y de calva incipiente, con un traje color tostado típico del Oeste y corbata de cuero sin curtir.

—¿Cómo dice?

—Le he preguntado si no le molesta que eche un vistazo a su periódico.

Aunque le molesta, los convencionalismos impiden a Vinnie responder sinceramente.

—En absoluto.

—Gracias.

Vinnie responde a la sonrisa del hombre con una inclinación de cabeza casi imperceptible. Luego, para protegerse de la conversación y de sus propios pensamientos, coge el «Vogue». Vuelve las brillantes páginas con apatía, deteniéndose en un artículo acerca de sopas invernales y, otra vez, al tropezar con uno sobre jardinería de interiores. Las referencias a huesos con tuétano, chirivías y perdices, a rosas y muérdagos navideños, el estilo erudito aunque acogedoramente íntimo —tan diferente de los histéricos llamamientos de las revistas de moda norteamericanas— la hacen sonreír como si reconociera a una vieja amiga. Ojea rápidamente los artículos sobre ropa y belleza. Ahora de nada le sirven y nunca ha extraído el menor beneficio de ese tipo de consejos.

Durante casi cuarenta años, Vinnie ha padecido las peculiares desventajas de la mujer que ha nacido sin encantos físicos. Incluso de pequeña tenía una cara anodina, que daba la impresión de un ratoncillo salvaje: la nariz afilada y estrecha, los ojos redondos y demasiado juntos, la boca una rendija roedora. Sin embargo, durante los primeros once años de vida, su aspecto no inquietó a nadie. Pero a medida que se acercaba a la pubertad, primero su madre repentinamente ansiosa y después la propia Vinnie intentaron mejorar sus escasas dotes naturales. Siguieron fielmente las cambiantes recomendaciones de las amistades y de los medios de comunicación, pero no alcanzaron el éxito. Los rizos y volantes de moda en las postrimerías de su infancia no la favorecían; las vestimentas de corte austero y hombros cuadrados de la segunda guerra mundial acentuaban su delgadez adolescente; el New Look la ahogaba en excesivas envolturas, y así sucesivamente en todos los cambios de moda que siguieron. En verdad, sería mejor correr un tupido velo sobre algunas de las tentativas posteriores de Vinnie por la elegancia: sus huesudas piernas cuarentonas en una minifalda de cuero anaranjado; su angosta cara de ratón asomada detrás del pelo crepado y de unas descomunales gafas de sol espejadas, como las que usan los aviadores.

Al llegar a los cincuenta, Vinnie empezó a abandonar tan arduos esfuerzos. Dejó de teñirse el pelo de un artificial castaño juvenil y lo dejó crecer al natural: gris-beige moteado; regaló la mitad de su ropa y tiró casi todo el maquillaje. Más le valía enfrentarse con los hechos, se dijo a sí misma: era una mujer poco agraciada, doblemente desfavorecida ahora por la edad; alguien a quien los hombres no perseguirían con delirante entusiasmo por muchos objetos de colores brillantes que exhibiera para llamar su atención. Bien, podía tratar de no hacer el ridículo: Si no tenía la posibilidad de parecer una mujer atractiva, al menos tendría el aspecto de una dama.

Sin embargo, precisamente cuando Vinnie se estaba resignando al fracaso total, la balanza empezó a inclinarse a su favor. En los últimos dos años, en cierto sentido había alcanzado e incluso superado a algunas coetáneas mejor dotadas que ella. La comparación con otras mujeres de su edad dejó de ser constante fuente de mortificación. No es que sea más agraciada que antes, sino que las otras han perdido más terreno. Su figura esbelta y discretamente proporcionada no se ha vuelto abultada ni fláccida por los partos, el exceso de comida o el abuso de dietas; sus pechos pequeños pero bonitos (cremosos, de pezones rosados) no cuelgan. Sus facciones no han adquirido la expresión tensa y tirante de una antigua beldad, no se pinta y adorna, no sonríe con afectación ni dice ternezas en un desesperado intento por cumplir con el deber de suscitar el interés masculino. Ni la consume la ira ni la pena por el cese de unas atenciones que en cualquier caso fueron moderadas, poco confiables e intermitentes.

En consecuencia, los hombres —incluso aquellos con los que ha tenido intimidad— no la contemplan espantados, como contemplarían un paisaje amado ahora devastado por el fuego, las inundaciones o el desarrollo urbano. No les molesta que Vinnie, que nunca fue de buen ver, ahora se vea vieja. A fin de cuentas, no se acostaron con ella por pasión romántica, sino por camaradería y mutua necesidad transitoria —con frecuencia casi distraídamente, para aliviar el ardor de sus deseos por una hembra más apetecible. No era raro que un hombre que acababa de hacer el amor con Vinnie se sentara desnudo en la cama, encendiera un cigarrillo y le relatara las vicisitudes de su relación con alguna belleza temperamental, interrumpiéndose de vez en cuando para expresar lo fabuloso que era contar con un amiga como ella.

Algunos se sorprenderían al enterarse de que existe esta veta en la vida de la profesora Miner. Pero están equivocados quienes creen que las mujeres sin atractivos son más o menos célibes. El error es corriente, dado que en la mente popular —y sobre todo en los medios de comunicación— la idea del sexo va unida a la idea de la belleza. En parte como consecuencia de ello, a los hombres no les entusiasma jactarse de sus aventuras con esas mujeres, ni exhibir públicamente semejantes vínculos. En cuanto a las mujeres, por una dolorosa experiencia y un natural instinto de conservación, se abstienen de divulgar estas relaciones, en las que rara vez ocupan el lugar de una amante declarada, sino, a menudo, el de una buena amiga.

Como tantas veces se ha observado, casi cualquier mujer puede encontrar a un hombre con el cual acostarse si se plantea niveles lo bastante bajos. Los que deben bajar no son, necesariamente, los niveles de carácter, inteligencia, vigor sexual, prestancia y logros mundanos. Más bien la mujer debe reducir sus requisitos de compromiso, constancia y pasión romántica; debe dejar de esperar declaraciones de amor, miradas de admiración, telegramas ingeniosos, cartas elocuentes, tarjetas de cumpleaños, recordatorios del Día de los Enamorados, bombones y flores. No, las mujeres poco atractivas suelen tener una vida sexual, pero carecen de vida amorosa.

Ahora Vinnie se ha detenido en un artículo de «Vogue» dedicado a nuevas ideas para fiestas de cumpleaños infantiles, que despierta su desaliento profesional debido al énfasis que pone en las diversiones comerciales dirigidas por adultos: la contratación de magos y payasos profesionales, la organización de excursiones turísticas, etcétera —precisamente el tipo de entretenimientos que tienden cada vez más a reemplazar los rituales y juegos tradicionales. En parte como resultado de este tipo de artículo, se está destruyendo rápidamente la antigua y preciosa cultura popular de la niñez. Entretanto, los que abrigan la esperanza de registrar y preservar este patrimonio que se esfuma son despreciados, denigrados y calumniados en revistas de gran difusión. Puras intrigas.

—Aquí está su periódico —el compañero de asiento de Vinnie le devuelve el «Times» torpemente doblado.

—Ah, gracias —para evitar que se lo pidan otros pasajeros, Vinnie deja el periódico en su regazo, debajo de «Vogue».

—Gracias a usted. No es mucho lo que trae.

Como el hombre no lo ha planteado como una pregunta, Vinnie no se siente obligada a responder y no lo hace. ¿No trae mucho de qué?, se pregunta. Probablemente de noticias, encuentros deportivos, comentarios mediocres o incluso propaganda de los Estados Unidos, en comparación con el periódico que él lee habitualmente. O quizás, acostumbrado a vociferar titulares y párrafos de una sola oración admirativa, la moderación tipográfica y estilística del «Times» lo han llevado a pensar que nada importante ocurrió en el mundo el día anterior. Y tal vez así sea, aunque para ella, para V. A. Miner, buá, buá, puaf... ¡Basta ya, Fido!

Vinnie aparta el «Vogue» y despliega el periódico. Poco a poco el estilo pausado del «Times» con un aire de comedida consideración y su insinuación de educada ironía, comienza a serenarla, como la voz de una nanny inglesa podría aplacar a un niño dolorido y sobreexcitado.

—¿Camino de Londres?

—¿Cómo dice? Sí —cogida in fraganti, por así decirlo, admite su punto de destino y vuelve la mirada hacia el cuento que Nanny le está narrando sobre el príncipe Carlos.

—Apuesto a que está contenta de haberse librado del tiempo de Nueva York.

Vinnie vuelve a asentir, pero poniendo en evidencia que no quiere charlar. Desplaza su cuerpo y las hojas del periódico hacia la ventanilla, aunque nada se ve desde allí. El avión parece estar inmóvil, estremeciéndose con monotonía regularidad, mientras recortadas oleadas de nubes grises se encrespan al pasar.

Por largo que sea el vuelo, Vinnie siempre evita entablar relaciones, sobre todo en los viajes transatlánticos. Según sus cálculos, tiene muchas más probabilidades de tener que escuchar a un pelmazo durante siete horas y media que de conocer a alguien interesante —y al fin y al cabo, incluso entre su amistades, ¿con quién querría conversar tan largamente?

Además, Vinnie tiene la impresión de que con este hombre ni siquiera podría hablar durante siete minutos y medio. Su vestimenta y su lenguaje proclaman que probablemente es un comerciante de La Pradera meridional, sin educación superior ni distinción; el tipo de persona que viaja a Europa en excursiones organizadas. Efectivamente, la bolsa que descansa entre sus enormes botas de cuero típicas del Oeste tiene pegado el mismo logotipo de SUN TOURS que ha notado con anterioridad: gruesos caracteres de tebeo rodeando a un sonriente sol de Disney. También físicamente se corresponde con el tipo que nunca le ha interesado: robusto, rubicundo, de rasgos embotados y pelo rojo entrecano, grueso y muy corto. Algunas mujeres lo considerarían atractivo en su curtido estilo de hombre del Oeste norteamericano, pero en los hombres Vinnie siempre ha preferido una delgadez elegante, unos cabellos rubios y tez clara, facciones pequeñas y bien definidas —la estampa que es una versión masculina idealizada de sí misma.

 

Media hora más tarde, cuando vuelve a doblar el «Times» y saca una novela, mira una vez más a su compañero. Este se encuentra pesadamente encajado en su asiento, sin cabecear ni leer, aunque la revista de la compañía aérea reposa en sus anchas rodillas. Por un momento Vinnie especula sobre la clase de hombre capaz de embarcar en un vuelo transatlántico sin materiales de lectura y lo cataloga como prosaico e imprevisor. Fue una tontería de su parte contar con que pasaría el tiempo charlando: aunque no estuviera sentado junto a alguien como Vinnie, muy bien podrían haberlo situado junto a extranjeros o a críos. ¿Qué hará ahora? ¿Se limitará a permanecer allí sentado?

A medida que el avión sigue zumbando, la pregunta de Vinnie es respondida. A intervalos su compañero de asiento se levanta y va hacia el fondo; cada vez que vuelve de la parte de atrás apesta a tabaco quemado. Vinnie, que detesta los cigarrillos, se pregunta irritada por qué no solicitó un asiento en la sección para fumadores. El alquila auriculares a la azafata, ajusta las piezas de plástico en su orejas coloradotas y escucha ese ruido grabado de baja calidad, evidentemente sin la menor satisfacción, pues a cada rato cambia de canal. Por último vuelve a levantarse, se queda de pie en el pasillo, conversa con un miembro de su grupo que va en el asiento de adelante y a continuación, durante más tiempo, con otros dos del asiento de atrás. Vinnie comprende que está rodeada de Sun Tourists, representantes de todo lo que deplora y menosprecia en su tierra natal, para alejarse de lo cual viaja a Londres.

Aunque no quiere ser indiscreta, no puede dejar de oírlos quejarse a risotadas y con sus voces cansinas del Oeste acerca de la demora en la salida, la falta de películas en el vuelo y la información realmente inútil que en este sentido les proporcionó su agente de viajes. Cada vez que repiten esta frase, Vinnie visualiza la Información Realmente Inútil como un pasajero del avión. Flaco, de espalda bamboleante, probablemente cojo, está parado sobre tres patas en el pasillo, con una etiqueta de SUN TOURS pegada en su sucia grupa morena.

En la imposibilidad de concentrarse en su novela a causa de la conversación, Vinnie se levanta y camina hacia la parte de atrás. Encuentra un lavabo que parece razonablemente pulcro y limpia el asiento, primero con un pañuelo de papel húmedo y luego con otro seco. Antes de salir, quita los envases plásticos de colonia, loción refrescante y crema hidratante Blue Grass del estante y los guarda en su bolso de mano, fiel a su inveterada costumbre. Como siempre, se dice a sí misma que Bristish Airways y Elizabeth Arden esperan, tal vez ansían, que algún pasajero se apropie de estos productos que se ofrecen al público como una especie de muestra gratis publicitaria.

Este tipo de incautación —préstamo, dirían algunos, aunque desde luego nunca devuelven nada— es habitual en el caso de la profesora Miner. Los grandes almacenes escapan a su terreno —a fin de cuentas no es ninguna ratera— y las pertenencias de amigos y conocidos suelen permanecer a salvo, aunque quien le preste el lapicero sobre todo si es de punta extrafina debe estar atento, pues Vinnie es propensa a guardarlo distraídamente en su propio bolso. Pero los aviones, los restaurantes, los hoteles y las oficinas son presas fáciles. En consecuencia, Vinnie tiene una bonita colección de toallas para invitados y una buena rotatoria de salvamanteles, cerillas, servilletas de papel, perchas, lápices, lapiceros, tiza y revistas caras, de las que suelen encontrarse en las salas de espera de médicos y dentistas caros. Posee cantidades ingentes de papeles y sobres con membretes de la Corinth y del University College (Londres), y una pintoresca jarrita para crema, de peltre, de una langostería de Maine; lo único que lamenta es no haberse llevado la azucarera haciendo juego. Quizás algún día...

No debe pensarse que estas confiscaciones ocurren normalmente. Pueden pasar meses o semanas sin que Vinnie sienta la menor necesidad de aumentar su colección de objetos no comprados. Pero cuando las cosas no van bien, empieza a mirar a su alrededor y se producen las anexiones. Cada una de ellas le levanta un poco la moral, como si estuviera sentada en el platillo de una balanza tan delicadamente equilibrada que hasta el peso de una caja de clips en el platillo opuesto la hiciera elevarse en el aire.

De vez en cuando, en lugar de apropiarse de algo que le gusta y no le pertenece, Vinnie perfecciona su mundo quitándose de encima algo que le disgusta. Durante su breve matrimonio, hizo desaparecer varias corbatas de su marido y un cenicero en forma de bañera, recuerdo de un campamento. Dos veces quitó de los servicios de la facultad de su edificio en la Corinth University un cartel insultante, en el que se leía EN BENEFICIO DE TU SALUD, LAVATE LAS MANOS ANTES DE SALIR.

Ninguno de los amigos y conocidos de Vinnie conoce estos hábitos, que podrían explicarse mejor como el resultado de una vaga, aunque recurrente, convicción de que la vida le debe algo. No es avaricia: paga puntualmente sus facturas, es generosa con lo suyo (tanto comprado como prestado) y escrupulosa cuando se trata de compartir la cuenta del almuerzo. Como dice a veces en estas ocasiones, su salario es perfectamente digno para una persona que no tiene a nadie a su cargo.

De vez en cuando, su superego protesta de que ella se tome la justicia por su mano, con mayor frecuencia cuando su moral es tan baja que nada puede levantarla. Ahora, por ejemplo, de pie en el estrecho cubículo rodeado de carteles represivos y amonestadores en varios idiomas, una voz interior aguda y penetrante resuena al son del zumbido del avión. «Ladronzuela», gime. «Cleptómana neurótica. Autora de una propuesta de investigación que a nadie sirve.»

Con esfuerzo, Vinnie se acomoda la ropa y vuelve a su asiento. El hombre de cara rubicunda se levanta para dejarla pasar. Parece incómodo y aplastado. Viajero sin experiencia, se ha puesto un traje demasiado ceñido, de lana sintética, que se arruga bajo tanta presión.

—¡Qué barbaridad! —masculla—. Tendrían que hacer estos asientos más separados.

—Sí, eso estaría muy bien —afirma Vinnie amablemente.

—Lo que ocurre es que tratan de ahorrar pasta —vuelve a sentarse pesadamente—. Amontonan a los clientes como si fueran sardinas en lata.

—Mmm —musita Vinnie y recoge su novela.

—Pero supongo que todas las compañías aéreas son más o menos iguales. Yo no viajo mucho.

Vinnie suspira. Es obvio que, si no toma una decisión, este comerciante o ranchero del Oeste, o lo que sea, le impedirá leer La seducción de Singapur y la molestará el resto del trayecto.

—Nunca son del todo cómodos —dice—. En realidad, opino que lo mejor es traerse algo interesante para leer, lo que permite pasar por alto las incomodidades.

—Sí. Supongo que tendría que haber pensado en eso —dedica a Vinnie una mirada triste y frustrada, despertando en ella la misma irritación que siente ante sus estudiantes más incapaces, a menudo estudiantes que siguen el curso gracias a una beca de atletismo y que, en primer lugar, nunca tendrían que haber puesto los pies en la Corinth.

—Tengo otros libros, si quiere hojearlos —Vinnie se agacha y saca de su bolsa el Poemario ameno, de la Oxford University Press; una guía de bolsillo de flores británicas y El pequeño Lord Fauntleroy, que debe volver a leer para escribir un artículo bien documentado. Deja los libros en el asiento del medio, consciente mientras lo hace de que son inoportunos, tanto individual como colectivamente.

—Eh, gracias —exclama su compañero de asiento a medida que aparece cada volumen—. Si está segura de que no los necesita ahora...

Vinnie le asegura que no. Ya está leyendo un libro, señala, conteniendo un soplido de impaciencia. Luego suspira aliviada y vuelve a La seducción de Singapur. Durante unos minutos percibe cada vez que su compañero de la derecha pasa las páginas, pero en breve se ve absorbida por la lectura.

 

Mientras las sombras de la guerra oscurecen Singapur en la última novela terminada de Jim Farrell, la atmósfera exterior a las ventanillas de la cabina se ilumina. La húmeda grisura se baña en oro; el avión atraviesa el banco de nubes y se estabiliza a la luz del sol sobre un cúmulo de nata batida. Vinnie mira la hora; está a medio camino de Londres. No sólo se ha alterado la luminosidad; percibe un cambio en el sonido de los motores: un zumbido más bajo y estable cuando el avión traspasa el punto medio de su viaje a casa. También en su interior Vinnie experimenta una vibración más armónica, un resplandor de expectación.

Para Vinnie, Inglaterra siempre ha sido la querencia imaginada y deseada. Durante un cuarto de siglo visitó mentalmente los parajes donde había sido lenta y amorosamente conformada y modelada a partir de sus libros favoritos, desde Beatrix Potter hasta Anthony Powell. Cuando por fin la vio, se sintió como los niños de La caja de los encantos, de John Masefield, que descubren que pueden encaramarse al cuadro de la pared de la sala. El paisaje de su visión interior ha adquirido tamaño natural y se ha vuelto tridimensional; podría, literalmente, internarse en el país de su fantasía. Desde el primer momento Inglaterra le resultó querida y familiar; Londres, en especial, fue casi una experiencia de déjà vu. También sentía que allí era mejor persona y que su vida se volvía más interesante. Con el tiempo estas sensaciones se incrementaron, y Vinnie las repitió tan a menudo como pudo. Durante la última década visitó Inglaterra casi todos los años —aunque en general sólo por unas pocas semanas, a pesar suyo. Esta noche iniciará su estancia más larga hasta el momento: seis meses seguidos. Acaricia la fantasía de que algún día logrará residir permanentemente en Londres, quizás adoptar, incluso, la ciudadanía inglesa. Esta fantasía entraña una serie de dificultades —legales, financieras, prácticas—, y Vinnie no tienen la menor idea de cómo las resolverá, pero tanto lo desea que tal vez algún día se hará realidad.

Muchos profesores de literatura inglesa, como Vinnie, se enamoran de Inglaterra tanto como de su literatura. Con la costumbre, sin embargo, su enamoramiento suele derivar en indiferencia y, a veces, en desdén. Si ahora la añoran, es tal como era en el pasado —con frecuencia en el período de su especialización: la colorida y vital Inglaterra de los tiempos de Shakespeare, o la pródiga elegancia y el encanto del período eduardiano. Con la amargura de los amantes desilusionados, se quejan de que la Gran Bretaña contemporánea es fría, húmeda y demasiado cara; sus nativos hostiles; su paisaje y hasta su clima una ruina. Inglaterra ya no está en la flor de la vida, dicen; está agotada y vieja y, como la mayoría de los viejos, es aburrida.

Vinnie no sólo está en desacuerdo, sino que en secreto se apiada de sus amigos y colegas que afirman haber rechazado Inglaterra, pues para ella es evidente que en realidad Inglaterra les ha rechazado a ellos. La frialdad que presentan como queja es un cuestión de estilo. Los ingleses no abren sus brazos y sus corazones a cualquier transeúnte, del mismo modo que los jardines ingleses no penetran en los de al lado. Más bien se ocultan detrás de altos muros de ladrillo y densos setos espinosos, mostrando a los extraños su costado más frío y más formal. Sólo quienes han recalado en su interior conocen su calidez y su carácter acogedor. Vinnie descarta las quejas de sus colegas sobre el clima y el panorama como mero resentimiento, pues provienen de gente cuyo paisaje natal ha sido devastado por las carteleras, los solares que venden coches usados, las tormentas de granizo y los tornados. En cuanto a la afirmación de que allí casi nunca ocurre nada, se trata de uno de los mayores encantos de Inglaterra para Vinnie, que acaba de huir de una nación plagada de noticias sensacionalistas y horrorosas, y de una universidad con frecuencia alterada por manifestaciones políticas y reyertas entre estudiantes borrachos. Vinnie se sumerge en su vida inglesa como lo haría en una gran bañera con agua tibia únicamente agitada por las suaves ondas que ella misma produce y por el estadillo de burbujas de espuma que, a la manera de un escandalete, se hincha y quiebran, salpicando el aire con la deliciosa espuma jabonosa de los ecos de sociedad. En la Inglaterra privada de Vinnie ocurren muchas cosas: las suficientes, al menos para ella.

Inglaterra también es un país en el que desde siempre la cultura popular merece un honroso estudio. Las tres colecciones de cuentos de hadas que Vinnie ha compilado, y su libro sobre literatura infantil, han sido mucho mejor acogidos allí que en los Estados Unidos, y es muy solicitada como crítica en su especialidad. Además, acaba de ocurrírsele, «Atlantic» no goza de una amplia distribución en Gran Bretaña; si por una remota casualidad sus amistades vieran el ensayo de Zimmern, no se sentirían impresionadas. Ha notado que los intelectuales ingleses tienen muy poco respeto por la crítica norteamericana.

Mientras Vinnie sonríe para sus adentros, recordando observaciones que hicieron sus amigos londinenses acerca de la prensa norteamericana, la tripulación de cabina empieza a servir el almuerzo —quizá, dado que ahora son las siete en Londres, debería considerarlo la cena. Vinnie compra un botellín de jerez y acepta una taza de té. Como de costumbre, rechaza la bandeja de plástico sobre la que han acomodado montículos de una sustancia neutra e insípida (¿serrín húmedo?, ¿fécula?) coloreada y modelada para que parezca estofado de vaca, coles de Bruselas, puré de patatas y budín de limón. Ya no la engañan, aunque en otros tiempos pensó que la altitud, o una leve ansiedad por el vuelo, eran responsables del sabor de la comida. Pero lo refrigerios caseros que ahora lleva consigo saben tan bien como al nivel del mar.

—Eh, eso tiene muy buena pinta —exclama el compañero de asiento, contemplando el sándwich de pollo con una voracidad que Vinnie ha percibido antes en las miradas de otros viajeros—. Lo que me han servido parece pienso.

—Sí, lo sé —le dice una sonrisa indiferente.

—Seguro que le han puesto algo raro. Radiaciones o algo parecido.

—Mmm —Vinnie termina su sándwich, dobla pulcramente el papel encerado, desenvuelve una brillante manzana McIntosh y una tableta de chocolate agridulce Tobler, y vuelve a abrir la novela. Su compañero se dedica otra vez a los piensos, que masca lentamente y con desgana. Por último, aparta la bandeja y retoma El pequeño Lord Fauntleroy.

—Supongo que estará contenta de volver a Inglaterra —dice él más tarde, cuando Vinnie acepta la segunda taza de té que le ofrece el auxiliar de vuelo.

—Mmm, sí —reconoce, sin levantar la vista.

Termina la oración que está leyendo, abandona la lectura y frunce el entrecejo. ¿Habrá estado hablando en voz alta, como a veces le ocurre? No, probablemente confundido por su acento de Nueva Inglaterra y su entonación universitaria (no digamos nada de su preferencia por el té), este norteamericano del Oeste cree que es británica.

Vinnie sonríe. A pesar de su ignorancia, en cierto sentido ese hombre es un entendido, como los amigos británico que a veces observan que en realidad ella no es muy norteamericana. Vinnie sabe que su idea de lo que es «un norteamericano» corresponde a las convenciones de los medios de comunicación. No obstante, a menudo ha pensado que, habiendo nacido y habiéndose criado en lo que ellos llaman the States, es anómala; que tanto psicológica como intelectualmente es, en esencia, inglesa. El que su compañero de asiento suponga lo mismo le resulta grato; será una historia simpática para sus amigos.

Aunque Vinnie también se siente incómoda por el malentendido. Como profesora y erudita encuentra desagradables los errores factuales; su instinto la lleva a corregirlos lo antes posible. Además, si no corrige este error específico, el hombre robusto de cara coloradota sentado en el asiento del pasillo comprenderá su equivocación cuando la vea en la fila de los pasajeros con pasaporte de países no integrados en la Commonwealth. O quizá creerá que quien está cometiendo un error es Vinnie y a voz en grito tratará la ayudarla a salir del apuro; antes de aterrizar debe explicarle que no es inglesa.

Pero una escueta declaración le parece descortés; después de haber desalentado todos los intentos de él por interrumpir su lectura, Vinnie no se decide a interrumpir la suya —sobre todo porque ahora está profundamente inmerso en El pequeño Lord Fauntleroy, a uno de cuyos personajes secundarios, el francote y democrático tendero Mr. Hobbs, se parece. Vinnie suspira y mira por la ventanilla, donde el aire ahora se oscurece por encima de una línea del horizonte escarlata, pensando en una referencia intrascendente a su ciudadanía norteamericana. Cuando, de pequeña, en Connecticut, leí por primera vez ese libro... A continuación mira a Mr. Hobbs, deseando que se vuelva y le hable, pero él no lo hace. Lee sin parar, aumentando el respecto de Vinnie por él y también por Frances Hodgson Burnett, la autora del libro.

Sólo horas más tarde, cuando vuelan ya sobre Irlanda y Mr. Hobbs pone punto final a El pequeño Lord Fauntleroy y se lo devuelve agradecido, Vinnie consigue aclarar el malentendido.

—¿Quiere decir que es norteamericana? —el hombre parpadea lentamente—. Le aseguro que me engañó. ¿De dónde?

Como casi han llegado a destino y tiene la vista cansada de tanto leer, Vinnie abandona la insociabilidad y responde afablemente. En los veinte minutos siguientes se entera de que su compañero de asiento se llama Charles (Chuck) Mumpson; que es un ingeniero técnico de Tulsa especializado en sistemas de vertido de desechos; que ha estudiado en la Universidad de Oklahoma; que está casado, tiene dos hijos adultos, uno de cada sexo, y tres nietos (cuyos nombres, edades y ocupaciones le facilita); y que participa en una excursión de dos semanas por Inglaterra, organizada por la Sun Tour. Su esposa, que «está en bienes raíces», no ha podido acompañarle («Ahora en Tulsa hay una gran expansión inmobiliaria; está hasta las narices de trabajo»). Su hermana mayor y el maridó de ésta participan en la excursión, compuesta principalmente por empleados de la compañía de electricidad en la que trabajan su cuñado y otros parientes. En este punto, Hobbs/Mumpson se incorpora e insiste en presentarle a Sis y a su marido, de quienes sólo es necesario informar que son una simpatiquísima pareja sesentona de Forth Worth, Texas, que visitan Europa por primera vez.

Mientras Vinnie oye todo esto y bajo un amable interrogatorio proporciona algunos datos personales, se pregunta por qué razón los ciudadanos de los Estados Unidos que no tienen nada en común y que jamás volverán a verse consideran necesario intercambiar tanta información. Ello sólo puede saturar sus células cerebrales con datos inútiles en un intercambio que suele ser odioso y proclive a separar a relaciones fortuitas. (El cuñado de Mumpson, como muchos antes que él, acaba de decirle: «¿Así que es profesora de literatura inglesa? Será mejor que cuide mi vocabulario, siempre he sido muy bruto».) En las Islas Británicas, por otro lado, los viajeros protegen su anonimato. Si personas desconocidas que ocupan el mismo compartimiento en un tren deciden conversar, lo harán sobre temas de interés general y habitualmente sin revelar su origen, destino, ocupación o nombre.

Cuando el avión sobrevuela Heathrow, Vinnie ya está harta de Chuck Mumpson y su parentela. Injustamente, anuncian por los altavoces que debido a la congestión del tráfico aéreo deberán esperar turno de aterrizaje. En tanto el avión circula ladeado por una oscuridad húmeda, sin duda errándole por poco a otros aviones, Vinnie adquiere sobre el clima y el crecimiento demográfico de Tulsa y Fort Worth, las instalaciones públicas y sus fuentes energéticas, el ganchillo (Sis está tejiendo un colcha de bebé para el quinto nieto que espera) y el itinerario previsto por la Sun Tour, más conocimientos de los que nunca quiso tener. Cuando por fin la cola del avión golpea la pista de aterrizaje en Heathrow no sólo se congratula, como siempre, de haber sobrevivido al viaje, sino de haberse zafado de sus nuevos conocidos.

 

En virtud de su astuta elección de asiento, Vinnie es de las primeras en abandonar el avión y pasar por los controles de inmigración y pasaporte. Ahora es importante la celeridad, pues el vuelo se retrasó más de media hora y pronto dejarán de correr los autobuses a Londres.

Pero en la zona de retirada de equipajes, de muy poco le sirve toda su pericia. Sabe dónde encontrar el carrito de mano y cuál es el mejor sitio junto a la cinta transportadora para ver y coger sus maletas en cuanto aparezcan. La primera llega casi inmediatamente, pero la otra, la más grande, no se materializa.

La fría sala alargada y de techo bajo se llena de viajeros desorientados; el minutero del reloj de Vinnie avanza a saltos; maletas desconocidas, bolsas, mochilas y cajas de cartón pasan a su lado. Empieza a repasar mentalmente el contenido de su maleta (¿perdida?, ¿robada?), que no sólo incluye la mayor parte de su ropa de abrigo, sino, fatídicamente, las notas para su proyecto, libros de consulta vitales y reediciones, además de todas las rimas que ha reunido en los Estados Unidos y que tiene la intención de comparar con las británicas: casi cien páginas de materiales imprescindibles. Mientras maletas que nadie reclama circulan inútilmente, imagina lo que deberá hacer para reemplazar todo lo que contenía la suya; visitas a grandes almacenes, farmacias y librerías; las fotocopias a quince peniques la página (en la Corinth son gratis); la carta al profesor visitante que ahora utiliza su despacho, rogándole a un desconocido que abra las cajas precintadas que contienen su fichero y busque una carpeta marcada —¿qué demonios decía la etiqueta?, ¿y está realmente en una de esas cajas o en casa, en el cuarto de huéspedes del que sus arrendatarios no tienen llave? ¿Debe enviarles una copia de la llave a los inquilinos, permitiendo así que dos estudiantes de los cursos superiores de arquitectura tengan acceso a sus cartas y diarios personales, sus ediciones originales de libros ilustrados por Arthur Rackham y Edmund Dulac, y su reserva de vino y licores? Equipajes extraños siguen dando vueltas delante de ella, junto con un perro invisible de color blanco sucio, que gime patéticamente a Vinnie cada vez que pasa. Pobre Vinnie, ¿qué esperabas?, gime. ¡Qué mala suerte la tuya!

Veinte minutos después, cuando la sala de equipajes está casi vacía, aparece a trompicones la maleta de Vinnie, con una esquina maltrecha y la cerradura del mismo lado saltada. Ahora está demasiado cansada y en baja forma como para sentir alivio o decidirse a hacer una reclamación por daños y perjuicios.

Torpemente saca a rastras la maleta de la cinta transportadora y la pone en su carrito. El inspector de aduanas bosteza y le indica por señas que pase a la sala de espera. Allí, pese a lo avanzado de la hora, sigue esperando gente de diversas nacionalidades. Algunos tienen bebés en sus brazos, otros mantienen en alto carteles de cartón con los nombres de los que deben ir a recibirles. Cuando aparece Vinnie, todos la observan un instante y fijan la vista más allá. Miran, agitan los brazos, sueltan exclamaciones, arremeten, se abrazan, la empujan para llegar hasta sus amigos y familiares.

Vinnie, no esperada ni recibida, mira la hora, respira ansiosa y empieza a empujar el carrito hacia el otro extremo del edificio, a la mayor velocidad posible, con Fido pisándole los talones. En breve Vinnie jadea y le palpita el corazón; tiene que aminorar el paso. Sin duda está envejeciendo, su cuerpo y su espíritu se han debilitado. El equipaje le parece pesado; algún día, antes de lo que imagina, será demasiado vieja y débil y enfermiza para viajar sola, la única forma en que viaja —Fido se frota contra su pierna y suelta un plañidero resuello. ¡Basta! El equipaje de Vinnie es más pesado porque, como se quedará más tiempo, ha llevado más cosas, eso es todo. Y sin duda alguna, dado que esa noche se han retrasado todos los vuelos, el autobús esperará. No es necesario precipitarse, correr, jadear, asustarse.

Pero se equivoca. Cuando a ritmo moderado Vinnie saca el carrito a la lluviosa oscuridad veteada por las franjas de luz de las farolas, ve más allá que un autobús rojo de dos pisos se aparta del bordillo. Sus gritos de «¡Espere! ¡Deténgase!» no son oídos o, tal vez, nadie le hace caso. Peor aún, no hay taxis en la parada, junto a la cual forman fila algunas personas con cara de cansadas. Helada y fatigada, se suma a la cola; la depresión propia de la resaca del vuelo se eleva en su interior como un chorro de agua salobre. ¿Qué hace a medianoche en ese lugar desangelado, feo y húmedo? ¿Por qué ha llegado tan lejos y a semejante coste? Nadie la invitó, nadie la necesita aquí ni en ningún otro sitio. A nadie le sirve su estúpido estudio de rimas infantiles. Fido, que se ha sentado encima de la maleta rota, suelta un ronco aullido.

Y si no hace algo sensato de inmediato, comprende Vinnie desalentada, también ella empezará a aullar. Siente el sollozo que nace en su garganta, el escozor y el dolor de las lágrimas detrás de los ojos.

Algo. ¿Qué? Podría volver a entrar en la terminal y telefonear pidiendo un minitaxi, aunque éstos son famosos por no aparecer cuando lo prometen. Y por el recargo. Y si cobran más de lo debido, ¿tendrá suficiente moneda inglesa?

No tiene sentido preocuparse por esto, todavía no. Respira hondo dos veces para serenarse, y vuelve a empujar el equipaje hacia la terminal esperando la milagrosa aparición de un taxi, que por supuesto no aparece. Sólo ve a una turba de Sun Tourists y sus equipajes a la espera de abordar un autocar alquilado. Está a punto de retroceder cuando Mr. Hobbs/Mumpson la llama. Ahora lleva un sombrero de cowboy color tabaco adornado con plumas y un abrigo de cuero de carnero forrado en la misma piel; deambula con sus cámaras fotográficas, más parecido que nunca a la caricatura de un turista norteamericano, sector Oeste.

—¡Oiga! ¿Qué pasa?

—Nada —dice Vinnie conteniéndose, pues comprende que debe de llevar grabado el estado de ánimo en el semblante—. Estaba buscando un taxi.

Mumpson contempla la desierta calzada empapada con sus franjas luminosas.

—Por aquí no parece haber ninguno.

—No —Vinnie logra esbozar un sonrisa defensiva—. Evidentemente todos se convierten en calabazas a medianoche.

—¿Qué? Ah, sí, ja-ja. Oiga, ya sé lo que haremos. Puede venir con nosotros en el autocar. Va directamente a la ciudad: hotel céntrico, decía el folleto. Seguro que allí conseguirá un taxi.

A pesar de las débiles protestas de Vinnie, Mumpson se abre paso entre la muchedumbre y regresa un minuto después para informarle que todo está arreglado. Por cierto, dado que son los últimos en subir, tienen que sentarse en asientos separados y Vinnie se libra de su conversación.

El viaje a Londres transcurre en una callada nebulosa de cansancio. Aunque Vinnie ha visitado a menudo el extranjero, éste es su primer (y espera que sea el último) viaje en un autocar turístico. Desde luego los ha visto con frecuencia desde la calle y ha observado, con una mezcla de desprecio y compasión, a los turistas apiñados en su interior, siempre con sus opacas miradas de pescados fijas a través del grueso cristal verde y distorsionante de sus acuarios rodantes, en el extraño e insondable mundo exterior.

El autocar se detiene ante un inmenso y anónimo hotel próximo a la Terminal Aérea, donde esperan varios taxis. Mr. Mumpson la ayuda a meter su equipaje en uno de ellos. Vinnie se despide de él con sincero agradecimiento e insincera coincidencia en su esperanza de que «volverán a tropezar».

Es casi la una de la madrugada. Mientras el taxi chapotea a través de la lluvia rumbo norte, Vinnie, exhausta, se pregunta qué nuevos desastres la aguardan en el apartamento de Regent’s Park Road que le ha alquilado por tercera vez a un catedrático de Oxford. Probablemente no habrá nadie abajo para darle las llaves, gime Fido; o la vivienda estará mugrienta; o las luces no encenderán. Si algo puede funcionar mal, funcionará mal.

Pero la joven del apartamento que da a la calle está en casa y despierta; las llaves giran suavemente en la cerradura; el interruptor de la luz está donde Vinnie lo recuerda, inmediatamente después de cruzar la puerta. Allí está el teléfono blanco con el número que conoce, y la pila de listines con sus elegantes colores pastel: A-D crema, E-K rosa geranio, N-R verde helecho, S-Z azul nomeolvides, conteniendo entre sus pétalos cerrados los nombres de todos sus amigos londinenses. El sofá y las sillas están donde corresponde; los grabados con marco dorado de los colegios mayores de Oxford brillan discretamente a ambos lados de la repisa de la chimenea. Esta, impecable, está decorada como de costumbre, con un abanico de papel blanco que refleja los tiestos esmaltados donde siempre hay hiedra inglesa, en sus soportes de la ventana salediza. Por segunda vez en esa misma noche, las lágrimas escuecen detrás de los ojos de Vinnie, pero esta vez son lágrimas de alivio, incluso de alegría.

Como nadie la observa, Vinnie las deja rodar. Llorando en silencio, arrastra sus maletas al interior del apartamento, echa el cerrojo y por fin se siente en casa, a buen resguardo, en Londres.