OCTUBRE DE 1625-DICIEMBRE DE 1628

48. Prisión turca de Çesme, octubre de 1625

En aquel mes de octubre, no había una atmósfera de clemencia para los cristianos detenidos en la ciudadela del cabo. La cólera del cadí estallaba públicamente contra toda la comunidad franca. Esto le hacía ganar la respetuosa simpatía de los comerciantes turcos, cuyos litigios juzgaba, pero auguraba lo peor para el objeto de su resentimiento.

Acababa de enterarse de que los dos extranjeros que el mes anterior le habían ofrecido ciento cinco piastras, a cambio del encarcelamiento ad vitam aeternam del naufrago, se estaban burlando de él. El prisionero valía mucho más de ciento cinco piastras… ¡Quinientas, sin duda! ¡Quizá incluso más!

Debía esta información al testimonio de un grupo de caravaneros originarios del puerto de Çesme, que visitaban a sus cuñados, guardianes de la ciudadela. Los mercaderes aseguraban haber reconocido al prisionero que tenían en el calabozo. Afirmaban que habían dormido a su lado en las tarimas de varias caravaneras. El cristiano había viajado con ellos en la caravana de Bursa, en el tramo entre Akhisar y Magnesia. Poseía camellos y transportaba fustes de columna y mármoles, como él mismo había asegurado al cadí. Invocaba la protección del Gran Señor, cuyo firmán guardaba en una caja de ébano con incrustaciones de nácar. El jefe de la caravana había visto el salvoconducto, la caja y la rúbrica del sultán.

En su opinión, el infiel era inmensamente rico… Capaz de pagar espléndidamente su propio rescate.

El cadí tenía muy claro el sentido de aquella revelación. La muerte del prisionero podría acarrearle la ira de Constantinopla.

- Los francos son como las ostras: no se saca nada si no se clava el cuchillo bien adentro de las conchas. Me habría contentado con un modesto regalo de aquellos dos perros que vinieron a pedirme un favor. Pero visto que prefieren engañarme, les daré el trato que merecen para que aprendan a tratarme a mí. Traed al prisionero… Si es tan rico como decís, le propondremos un trato que no podrá rechazar.

49. Constantinopla, octubre de 1625

A setecientos kilómetros de Çesme, en su residencia de Pera, el embajador de Inglaterra compartía la cólera y el malestar del cadí. El encarcelamiento del señor Petty, provocado por su agente de Esmirna y prolongado gracias a las maniobras que empleaba, podía costarle muy caro incluso a él.

Desde hacía años, desde que había llegado al Levante, sir Thomas Roe soñaba con dejar Turquía. Para ser llamado a la patria necesitaba el apoyo de sus protectores de Londres.

Si Lord Arundel sospechaba que era cómplice de los malos tratos infligidos a su servidor, encontraría el modo de castigarlo. Por ejemplo, oponiéndose al progreso de su carrera, manteniéndolo en su puesto de Constantinopla. A pesar de la hostilidad real y de las dificultades del conde, de las que sir Thomas ya estaba informado, la familia Howard seguía siendo la más poderosa de Inglaterra. Sin duda, estaba más próxima que él a la corte y el poder.

Por eso, Roe había pagado enseguida el rescate de Will… No sin haber protestado violentamente ante el conde de Césy, embajador de Luis XIII en Constantinopla, por sus intrigas. Acusaba a Francia nada menos que de hurto: Césy había aprovechado el encarcelamiento de William Petty para robar a los dos primeros gentilhombres del reino de Inglaterra, el duque de Buckingham y el conde de Arundel.

Césy se había apresurado a descargar toda la responsabilidad sobre el cónsul de Esmirna, cuya injerencia en sus asuntos lo irritaba. Desaprobaba la presencia de los "dos Sanson" en el Levante -decía-, y llevaba años pidiendo que aquellos aventureros fuesen revocados.

Abandonado oficialmente por su propio embajador, Napollon había tenido que desembarcar a toda prisa los "mármoles Arundel" de los que su sobrino se había apoderado en el jardín del cónsul Salter. El cargamento esperaba su inminente partida en la bodega de un buque de gran tonelaje marsellés.

¡Decididamente, Le Page tenía mala suerte! Unos días más…

La restitución de los objetos y su rápida vuelta a casa de Salter habían requerido el empleo de un carro y de una docena de hombres. Además de la vergüenza de la marcha a lo largo de la calle de los Cristianos, la descarga había costado una fortuna a los franceses de Esmirna. Por no haber declarado en la aduana las mercancías que deseaban exportar, se habían visto obligados a pagar una elevadísima multa a la administración del Gran Señor.

Era la venganza del cadí de Çesme.

En las cuantiosas cartas que dirigía el conde de Arundel, Roe no se extendía en los detalles de la venganza, sobre todo en el impuesto que sus comerciantes debían pagar a las autoridades otomanas por la ocultación de la segunda parte del botín. El cargamento en cuestión, tan clandestino como el otro, esperaba ser embarcado para York House, la residencia de Buckingham en Londres.

Recuperados en el fondo de un almacén inglés perteneciente a la Levant Company, los objetos serían también restituidos manu militari a la residencia de Salter bajo la displicente vigilancia de los turcos.

El cadí de Çesme podía mostrarse satisfecho. Los acuerdos que había suscrito con su prisionero para su liberación reportaban al sultán una suma mil veces superior a la miseria propuesta por los dos cristianos para la custodia de Petty.

Aunque Thomas Roe omitía el coste exorbitante de las maquinaciones de Atkinson -el hombre que él mismo había hecho acudir al Levante para contrarrestar la codicia de saqueos de William Petty-, defendía su propia inocencia con una mezcla de turbación, irritación, simpatía y admiración por la víctima de aquel asunto.

[…] Me atrevo a esperar que vuestra señoría valore la importancia de la prueba que acaba de superar el señor Petty gracias al relato que él mismo le hará a su gracia. Por tanto, adjunto su carta a mi paquete. Conociéndolo, sin embargo, temo que calle el sufrimiento padecido y minimice la dureza del encarcelamiento.

Por lo que respecta a las particularidades de este asunto, me he ocupado personalmente de enviar al servidor del duque de Buckingham lo más lejos posible de las costas del mar Egeo. Las rivalidades entre personas de la misma nación no contribuyen a mejorar la opinión que los turcos tienen de los cristianos. Las consecuencias son desastrosas desde todos los puntos de vista. En todo caso, he enviado a Esmirna un nuevo firmán para el señor Petty.

Vuestra señoría debe saber que estos firmanes se obtienen con extrema dificultad, que ya he reclamado tres, que he agotado el crédito del que gozaba ante el Diván y que no puedo solicitar ninguno más. Me resta desear que el señor Petty conserve los salvoconductos hasta el término de su misión.

A pesar de nuestro leve desacuerdo, seré muy feliz de gozar de su compañía en Constantinopla. Le he escrito en este sentido, pero dudo que venga a contarme sus aventuras. Espero, sin embargo, que acepte mi invitación para pasar la Navidad con mi familia y venga a descansar aquí.

¡Su gracia ha sabido realmente escoger a su hombre! Apenas recobrado de sus infortunios, el señor Petty ha regresado al lugar del naufragio.

Me han dicho que ha contratado en Quíos un equipo de submarinistas para recuperar las estatuas […]

50. Quíos, octubre de 1625-enero de 1626

Componían el equipo cinco personas, incluido él.

Desde la gabarra, que intentaba mantener inmóvil en medio del estrecho, Will se inclinó sobre el agua. Era tan transparente que podía ver el fondo a simple vista.

El instrumento óptico de un astrologo turco de Esmirna, una especie de anteojo que había hecho adaptar a sus necesidades, le permitía localizar la posición de los objetos. Sumergiendo el extremo, recibía, gracias a la refracción de unas lentes muy potentes, la imagen invertida de las Musas que yacían en medio de las algas, el pie de Apolo posado en la arena y el frontón del almacén de Samos, empotrado más abajo, entre dos grandes rocas.

Los mármoles parecían intactos. Sólo los sacos de libros, los preciados manuscritos de Nea Moni, dispersos en el mar, habían desaparecido por completo. Tal como estaban las cosas, si conseguía recuperar la mayoría de las esculturas, se daría por satisfecho.

Gracias a aquel instrumento, seguía los movimientos de las figuras y de las sombras que anudaban las cuerdas en las profundidades.

En Quíos no existía la tradición de los pescadores de esponjas. No había muchachos capaces de permanecer varios minutos en apnea, como en el puerto de Halicarnaso o en las islas del Dodecaneso. Él mismo nadaba demasiado mal para intentar la aventura. Había tenido que contentarse con dar órdenes, sin poder mostrar a los submarinistas la manera de pasar los cabos bajo los brazos de las estatuas y de enrollarlos en torno a los bustos.

Por el momento aceptaba la propia impotencia y le parecía más adecuado hacer las cosas con calma. El pequeño número de personas empleadas en la recuperación garantizaba la relativa discreción de la empresa. Una vez atados todos los objetos, volvería a las balizas que marcaban el emplazamiento con un caique de vela y seis turcos. Entonces subirían todas las redes de una vez.

Aquella mañana, el tercer día de trabajo, estaba preocupado. ¿Cómo podía dejar las cosas en manos del prójimo? ¿Confiar ciegamente en ellos? ¿Dejar trabajar a los buzos? ¿Sin control, sin orden, sin protección? En realidad, sus buzos eran mujeres. Teresa Giustiniani, dos de sus criadas y la esclava negra estaban intentando recuperar el tesoro desaparecido. Ella había logrado encontrar el barco de fondo chato que permitía el uso del anteojo, reclutar entre su servidumbre de la isla a las pocas personas que sabían nadar bien y dirigirlas.

Hasta los ocho años había crecido entre los campesinos y los pescadores. Antes de ser reconocida por el podestà Marcello Giustiniani, adoptada por su esposa y enviada a Génova, había vivido en una aldea a orillas del mar, frente al continente. Había navegado por aquellas aguas poco profundas y conocía las corrientes del estrecho. Además, aunque confesaba no comprender la pasión de Will por los héroes y los dioses, había visto los bustos de los emperadores que adornaban los patios de honor de los palacios Giustiniani en Génova. Los sarcófagos en los jardines. Las estatuas a lo largo de las escaleras, las galerías, las logias… Tenía una exacta percepción del valor de lo que Will había perdido y podía facilitar la realización del proyecto que lo había llevado a Quíos.

¿Cómo definir los días y las noches que Will acababa de pasar, encerrado con ella en el secreto de los altos muros de la casa de Campos? Aunque el perfume de los naranjos que subía del jardín, el alboroto de los pájaros que los despertaba al amanecer y el frescor de las sábanas sobre la piel podían recordarle vagamente los lujos de Murano y los días de reclusión con Dyx, la intensa felicidad que sentía le indicaba que antes de abrazar a aquella mujer nunca había estado enamorado.

¿Por qué tan tarde? ¿Por qué ahora? ¿Por qué allí?

¿Por qué Teresa? ¿Porque en la historia de los Giustiniani convergían todos los mundos con los que había soñado en Inglaterra? ¿Porque ella encarnaba a la vez Italia y Grecia? ¿Porque personificaba el mar y combinaba en sí misma la aspereza de las islas y la fascinación lujuriante de Quíos? ¿Porque era sensual, pragmática y bastarda, así como noble, austera y sumisa a las obligaciones de su casta? ¿Porque en su pasado se encontraban todos los elementos de la aventura? ¿Porque llevaba dentro de sí la simiente del peligro? William procuraba no detenerse en estas cuestiones.

Evitaba también preguntarse por qué una dama con el temple de Coccona Tharsitza Giustiniani se había entregado a él tan deprisa y enteramente. Sostenía que Will, cuando había vuelto sobre sus pasos vencido, después de haber perdido lo que constituía su vida, ya no era el mismo. Ni burlón, ni sarcástico, sino vulnerable. Y la había impresionado.

Él, por el contrario, pensaba que le gustaba desde que la había ayudado en el incidente de la escala, cuando la cogió en brazos y la estrechó contra sí.

En cualquier caso, al término de su estancia en la cárcel y de la convalecencia en casa de Salter, no se había atrevido a provocar un reencuentro. Había soñado demasiado con ella para intentar conquistarla.

Esta vez había sido Teresa la que se le había acercado en el muelle.

Volvía a ver su grácil y negra silueta recortarse limpiamente contra el cielo y el mar abierto. Parecía flotar en medio de aquel vacío de un azul transparente. Había caminado directamente hacia él, majestuosa y negligente, con la sombrilla negra en la mano. A contraluz, no podía distinguir su expresión. ¿Qué decía su rostro?

Le había dirigido algunas palabras de bienvenida, deseándole un feliz regreso a Quíos e invitándolo a merendar en su casa al día siguiente. La voz quería ser tranquila.

Presa de su propia turbación, Will no había percibido en ella la menor vacilación.

Comparada con las emociones que seguirían, la impresión que aquel encuentro le había producido le parecía ahora completamente anodina.

Recordaba la cabalgada, para reunirse con ella, por las callejuelas rosas, entre los altos muros de piedra que bordeaban los huertos. En el barrio de Campos, al sur de la capital, se agrupaban las innumerables casas de campo de los aristócratas genoveses, de los príncipes griegos de Bizancio y de los dignatarios turcos. Toda la nobleza de Quíos iba a veranear allí. Las inmensas propiedades se extendían hasta perderse de vista por una llanura que las numerosas capas freáticas del subsuelo fertilizaban.

Serpenteaba por la maraña de muros que de vez en cuando se estrechaban hasta dejar sólo un angosto paso a su montura. No pensaba en lo que iba a ocurrir. No imaginaba nada. Fingía incluso haber olvidado completamente la turbación que aquella mujer provocaba en él. Y cuanto más se acercaba a ella, menos quería recordarla. Los sueños en la prisión de Çesme y todas aquellas visiones cuando estaba entre la vida y la muerte parecían haberse desvanecido, sepultados en un pasado que no había existido.

La arena blanca del camino reflejaba la luz. En ambos lados, las sombras de los muros se unían o se separaban bruscamente para desaparecer detrás de las curvas en ángulo recto.

En cada sinuosidad se planteaba volver atrás. Intuía la cercanía de una amenaza que no acertaba a definir. ¿Por qué había aceptado aquella invitación? Estaba enojado consigo mismo. El naufragio, la encarcelación y el robo de los objetos de Esmirna lo habían hecho retrasarse demasiado. En aquel momento ya debería estar navegando hacia Atenas. Basta: había aceptado. Ya no podía retractarse. Pero sólo se quedaría en casa de donna Teresa el tiempo de una visita de cortesía. Los Giustiniani-Grimaldi lo habían acogido con extrema amabilidad. No quería ofender a una dama emparentada con ellos.

¿Qué esperaba ella de él?

Mientras se perdía por los recodos de las callejuelas, se aferraba a sus proyectos. Recuperar las estatuas: ése era el único motivo de su regreso a Quíos. La tarea era difícil, probablemente imposible, pero debía intentarlo.

Dividido entre dos instintos, habría querido volver sobre sus pasos, pero sólo podía avanzar. ¿Qué significaba aquella mezcla de agitación y serenidad? Prefería no saberlo.

La curiosidad lo empujaba hacia delante.

La línea infinita de las murallas se partía sólo para dejar sitio a los huecos de los porches de entrada: amplias aberturas acompasaban, aquí y allá, el ritmo de las vallas. Detenía el caballo delante de los blasones que coronaban los arcos y las bóvedas, e intentaba reconocer las armas de los Grimaldi, acopladas a las dos torres y al águila de los Giustiniani.

En aquel momento el sol lo cegaba. Ningún elemento permitía distinguir unas propiedades de otras. De vez en cuando echaba una ojeada al mapa de los senderos que tenía en la mano: el croquis de un gigantesco laberinto… ¡Demasiado lejano, demasiado largo, demasiado complicado! ¿Por qué proseguir?

La vaga sensación de terror persistía… El presentimiento de un desconcierto inminente, al cual venía a mezclarse una extraña paz.

Detrás de las verjas cerradas oía los pasos de los asnos que daban vueltas alrededor de los pozos. Los cascos que pisoteaban los guijarros labrados de los patios. El chirrido de las ruedas de paleta y el canto del agua que corría por los canales de irrigación. De aquellos regueros, que se deslizaban hasta el fondo de los naranjales, salía un olor de humus, al que se le añadía el perfume acidulado de los agrios.

Ni un soplo de brisa turbaba el aire inmóvil. Sólo la copa de los árboles susurraba lentamente por encima de los muros. Una hilera de cipreses protegía las flores, los frutos y la vid de la violencia del viento. El seto parecía delimitar aquel universo idílico del resto del mundo, defendiéndolo de una visión extranjera.

Aunque la casa de donna Teresa Grimaldi-Giustiniani era similar a las restantes mansiones de Campos, a Will le impresionó el encanto de la propiedad.

En medio del patio, un pilón sobreelevado servía de cisterna. La amplia fuente de mármol, flanqueada por columnas antiguas, destilaba una frescura perfumada por un rosal que trepaba sobre la pérgola. Más allá del emparrado, el pilón, los pozos, la rueda de paleta y el asno se alzaba una amplia granja.

La planta baja servía de almacén. Una escalera exterior subía hacia los aposentos. El conjunto, un edificio cubico de dos pisos, estaba fortificado por una torrecilla cuadrada que daba al campo.

Dejó el caballo a un criado. La joven esclava lo estaba esperando en el primer piso, delante de la puerta del rellano. La siguió, atravesando un frío corredor adornado con cuadros de la escuela veneciano. Una copia e El amor sagrado y el amor profano. Una réplica de Las bodas de Caná. Tiziano y el Veronés: aquella extraña presencia hacía la casa familiar e inquietante.

Desde la galería subieron a la torre y desembocaron en una terraza que dominaba los huertos. Donna Teresa se abanicaba de espaldas al campo. Estaba sentada en el centro de un banco que corría a lo largo de los cuatro lados del mirador. Sola.

Will no se detuvo en el rostro. Evitó observar minuciosamente la vestimenta. Pero vio enseguida en la mesa baja los dos vasos con sorbete, las dos tazas de café y la pipa ya preparada. No esperaba otros convidados.

Se sentó a su derecha. La esclava se retiró.

No era capaz de ponerse a charlar. Se extendió el silencio.

Ella se agitó y le ofreció mermeladas. ¿Deseaba la de naranja? ¿Prefería la de jazmín?

Se las sirvió ella misma.

Mientras Will cogía el platillo, ella se inclinó y lo besó.

Hoy, seis semanas más tarde, la audacia del gesto lo turbaba todavía.

Se había dejado escoger a menudo por las prostitutas y las criadas de las posadas. Pero, exceptuando a Dyx, apenas había conocido damas.

Revivía como una de las emociones más intensas de su existencia el momento en que Teresa, inclinada sobre él, había besado su boca.

Inmóvil, la había dejado hacer mucho tiempo.

Sólo después, cuando la estrechó contra sí y ella palideció y pareció vacilar, Will se dio cuenta de lo emocionada que estaba. Transportada por aquel impulso que la había llevado a besar a un hombre por propia iniciativa, por la tensión de aquel deseo que no había podido controlar y por el miedo de ser rechazada, poco había faltado para que se sintiese mal entre sus brazos. Tuvo que soltarla y hacer que se sentara para que recobrara el aliento. Fue el único momento de debilidad en el pacto de alianza que se selló sin dudas y sin demora.

Nunca se preguntó si habría dado el mismo trato a otros viajeros. Si solía acercarse a los extranjeros en el muelle, atraerlos a su casa y satisfacer sus deseos en el secreto de Campos. Que Teresa hubiese tenido otros amantes antes o después de la muerte de su marido, carecía de importancia. Él no le pedía que le revelase sus secretos. Ella no exigía juramentos. Se sentían, instintivamente, tan seguros de sí mismos que no dudaban de ser recíprocamente el primer hombre y la primera mujer.

Fuera de los momentos de pasión, no experimentaban el deseo de tocarse. Ni demostraciones de ternura, ni frases, ni palabras. El amor existía; la evidencia no tenía necesidad de signos. Más aun que la gracia, Teresa encarnaba la absoluta confianza. Will ya no temía ni las traiciones de Atkinson, ni a los jesuitas, ni a Buckingham, ni a Thomas Roe, ni a Sanson Le Page. No tenía miedo de nada. Sólo de perderla.

La idea de la separación le obsesionaba.

Teresa no evocaba nunca su partida.

El alejamiento estaba en el corazón de su aventura. ¿Se habría acercado a él en el muelle y lo habría seducido tan rápidamente si no hubiese temido que desapareciera de nuevo?

La había dejado una primera vez sin despedirse. Cuando regresó, no había ido a saludarla. Entre aquellos dos momentos, lo había parado y retenido. Pero la turbación del encuentro precedía al instante en que él se había fijado en ella: era Teresa quien lo había escogido. Para ella, la emoción se remontaba al primer desembarco de Will en Quíos.

En aquella época -Teresa lo recordaba bien-, Will llevaba la barba larga, un turbante y una desteñida túnica azul. Aquel modo de vestir, como el traje genovés de los Giustiniani que adoptaría más tarde, le permitía confundirse con los autóctonos. Invisible en medio de la multitud.

¿Por qué la elevada figura de aquel extranjero la había impresionado?

A través de sus cuñados había sabido que era inglés y que estaba al servicio de un importante personaje. Lo habían descrito como un erudito de origen humilde, caustico y peligroso. No había querido que se lo presentaran.

No obstante, había descubierto sus costumbres y su afición por las bellas muchachas que se exhibían en el puerto durante el paseo de la tarde.

La mirada llena de curiosidad que le lanzó al regreso de su larga estancia en Nea Moni atrajo la atención de William Petty. Por fin.

Enseguida supo que era de su agrado.

Satisfecha y tranquilizada, continuó observándolo a distancia, sin dejar que se acercase. El azar, que los pondría al uno frente al otro en la ensenada del "Baño de las Damas", perturbó su juego.

Cuando el hombre de sus sueños surgió a su lado, la violenta sorpresa y la intensa alegría la asustaron. Lo alejó. El ridículo incidente de la escala, la humillación de haber tenido que pedir su ayuda y la emoción de verse estrechada contra él, semidesnuda, hicieron el resto. Se prometió no encontrarse más en su presencia, y al día siguiente se abstuvo de ir a pasear.

El barco de Will se perdió en el mar la noche siguiente. Pensó que había muerto. El destino había realizado su voluntad. No volvería a verlo.

Su reaparición en el muelle, un mes después del naufragio, le produjo el efecto de un cataclismo. No sólo asistía a la resurrección de un ser querido. Gozaba el propio regreso a la vida.

Aquel mes de octubre de 1625, Teresa no estaba pasando un buen momento: se sentía al borde del abismo. Se hablaba de separarla de sus hijos y enviarla a Génova con un viejo, socio de los Giustiniani en el comercio de la seda. Otro marido sexagenario. No pensaba revelarse contra su destino.

Pero antes de morir lejos de sus hijos, de Quíos y de todo lo que amaba, quería vivir.

Sabía que tenía los días contados.

Aunque sólo conocía del amor la abnegación hacia un marido mucho mayor que ella y la compasión que le inspiraba, Teresa tenía una larga experiencia acerca de los hombres. Sobre todo de los aventureros.

La posición de los Grimaldi-Giustiniani la obligaba a recibir a los viajeros de categoría que hacían escala en Quíos. Había frecuentado a muchos extranjeros. Embajadores franceses, capitanes holandeses, mercaderes venecianos, diplomáticos y comerciantes de todas las nacionalidades la abrumaban con la misma corte insistente. En pos de una relación exótica que pudieran recordar, aquellos señores llevaban sus asuntos a buen ritmo.

Consideraban fáciles a las mujeres de Quíos. Tenían pocos días para seducirlas y pocas noches para poseerlas. Les dedicaban palabras y gestos que en otra parte no se hubieran permitido. Teresa estaba habituada a su brutalidad. Sabía defenderse.

Al invitar al inglés a su casa, lejos de la ciudad, sola, no ignoraba a qué tipo de asaltos se exponía. No había imaginado, en cambio, el comedimiento de aquel enigmático personaje. Y su respeto.

Cuando lanzó la invitación, él no expresó ni sorpresa ni alegría. Peor: pareció a punto de rechazarla.

Pensó que ya no le gustaba.

Avergonzada, lamentó su audacia. Creyó que no acudiría. Lo esperó llena de inquietud.

Cuando apareció en la terraza, su presencia no la tranquilizó.

No le hizo los cumplidos habituales. No alabó el esplendor del jardín ni el lujo de la mansión. No se extasió frente a la belleza de la dueña de la casa, como era costumbre. No intentó impresionarla hablando de él, como los que le hacían la corte de ordinario. Ni una palabra sobre su encarcelamiento en una prisión turca. Nada sobre sus proezas. ¿Sus peligrosas aventuras? ¿Sus viajes y sus proyectos? Hablaba con eufemismos y evitaba lucirse ante ella… Ninguna voluntad de deslumbrar. Ningún deseo de venderse.

Sabía que era valiente. Su fama de hombre intrépido le valía el respeto de los más rudos y la admiración de los Grimaldi-Giustiniani, que lo habían descrito como un predador rápido, decidido, ávido… ¿Por qué renunciaba a presentar batalla? ¿La amaba demasiado para reclamarle lo que deseaba?

De nuevo pensó que se había equivocado, que no le gustaba. La turbación y el estremecimiento que había creído percibir en aquel hombre cuando la había estrechado contra sí en el agua no se correspondían con la realidad. Un señuelo de la imaginación. William propio volvería a marcharse sin exigir nada de ella.

Iba a perderlo.

Aquella evidencia la empujó hacia él, en un impulso de ternura y temor.

Vivieron en un presente sin memoria, en un universo desprovisto de huellas y recuerdos. En un mundo en el que nada podía sobrevivir a la caída de la noche, donde cada amanecer parecía desgajado del anterior y separado del siguiente.

Sin embargo, el invierno se anunciaba. El idilio tocaba a su fin. Will lo sabía.

¿Cómo permanecer en Quíos un mes, una semana, un día de más? Las instrucciones del conde de Arundel se amontonaban en casa del cónsul de Esmirna. Todas sus cartas lo exhortaban a viajar a Atenas, Corinto, Micenas, Olimpia… ¿Por qué diablos se eternizaba en Quíos?

Las estatuas sacadas del agua, esperaban en el puerto. Solamente faltaba su orden para levar anclas. Pero la destrucción de los manuscritos de Nea Moni y la irremediable pérdida de los numerosos fragmentos que había tenido que abandonar le daban la medida del peligro al que exponía lo que pretendía salvar. Las tempestades de diciembre amenazaban el cargamento con un nuevo desastre. ¿Podía correr ese riesgo?

Dudaba. ¿Debía partir o quedarse? ¿Continuar o renunciar? La crisis provocada por el naufragio, aquella imprevista y radical incertidumbre sobre el sentido de su búsqueda, aumentaba a medida que iba descubriendo la felicidad.

Se acusaba de dudar, por intereses personales, de la misión que Lord Arundel le había confiado.

¡Deseaba tan poco dejar a Teresa!

Sin embargo, también en aquel frente el tiempo jugaba contra él.

Que sus amores hubiesen podido permanecer en secreto hasta ese momento era milagroso. ¿Cuántas horas, cuántos minutos transcurrirían antes de que un esclavo los traicionase? ¿Qué le ocurriría a Teresa?

La duda no estaba permitida. El padre, los cuñados y los hijos la castigarían por el deshonor en que los amores de una Giustiniani con un hereje sumían a todo el linaje. El problema era saber de qué manera…

¿Se apresurarían a darla en matrimonio al lejano pretendiente de Génova antes de que el escándalo estallara? ¿La recluirían en un convento? ¿O la reservarían un castigo más terrible?

Will pensó en raptarla. Ella era viuda y él soltero. ¿Podían casarse?

Además de la diferencia de religión que complicaba las cosas, el reverendo William Petty no tenía nada que ofrecer a una mujer como Teresa Giustiniani-Grimaldi. Ni nombre, ni fortuna. Ni allí ni en ninguna parte: ni casa, ni familia. Ningún bien. Ni siquiera el beneficio de una parroquia que les asegurara algunos ingresos.

Desde su llegada al Levante, no había pensado en enriquecerse. No se dedicaba a ningún comercio. Ni adquiría piedras preciosas, ni medallas, ni bustos, ninguno de los mil objetos que podría haber revendido fácilmente a clientes desconocidos.

A diferencia de John Atkinson y de Sanson Le Page, no ser servía de sus viajes para construir su propia fortuna. A diferencia incluso del integrísimo sir Thomas, que iba a regresar a Londres cargado de joyas, raras y preciosas bagatelas que ofrecería a diversos personajes de la corte. A cambio de un puesto más prestigioso y lucrativo.

William propio también trabajaba para la gloria… La de Lord Arundel. Sin otro salario que los gastos que se concedía.

No se privaba de nada. Vivía bien. Pocos gastos y pocas necesidades.

A los cuarenta años cumplidos, por primera vez en su vida, pasaba cuentas consigo mismo.

¿El resultado?

Era libre. Así lo había querido.

¿Libre con qué objetivo? ¿Para qué? ¿Para quién?

- ¿Y ahora? -preguntó ella.

- Continuaré lo que he comenzado.

- Has comenzado a amarme.

- Continuaré amándote.

- ¡No lo entiendo!

- Lo entiendes mejor que yo.

- ¿Vas a marcharte?

- ¿Puedo hacer otra cosa?

De nuevo ella se hizo la ingenua.

- ¿Vas a Esmirna para expedir los mármoles del conde de Arundel?

- Sí.

- ¿Estarás ausente mucho tiempo? -murmuró.

- Es preciso acabar.

Ella reflexionó un instante y luego preguntó:

- ¿Por qué?

Él decidió no responder a esta pregunta.

No obstante, por primera vez explicó sus intenciones, hablo de sí mismo y se explicó:

- Después de embarcar las cajas de Esmirna, un primer cargamento, proseguiré para Grecia. Examinaré las bibliotecas de Atenas y del monte Athos. Después volveré a Constantinopla. Me aseguraré de que el patriarca haya recibido la prensa, que la imprenta funcione y que he respetado mi parte del acuerdo. Luego arrancaré los relieves de la Puerta de Oro… Cuando haya cumplido con todos los deberes que tengo encomendados, entonces…

- Volverás a Inglaterra.

- Regresaré a Quíos.

No sintió la necesidad de preguntar qué sería de ellos al regreso de Will.

Esperar y resistir.

51. Un año más tarde, Constantinopla, palacio de Inglaterra, enero de 1627

- ¡Incluso Eneas y Ulises duermen de vez en cuando, señor Petty! A veces, de noche, los héroes descansan. De esta manera pueden concederse algún placer… ¿Por qué este año no festejáis la Epifanía con nosotros? Mi esposa nos ha preparado una pequeña diversión: mañana habrá baile y comedia en la embajada, y allí podréis ver a vuestro amigo el patriarca.

Sir Thomas Roe observaba a su visitante con la misma atención que antaño. Petty estaba a contraluz delante de la ventana, como durante su primer encuentro… Ni yatagán en la cintura, ni caftán, ni fez. Llevaba una túnica oriental, un turbante apresuradamente enrollado, bigote y la barba larga. Sin penacho y sin coquetería. El reverendo había dejado de jugar. Tenía prisa. Iba a lo esencial. El rostro estaba demacrado y esquelético. Los hombros parecían encorvados. En la mirada absorta no quedaba ninguna huella de aquel sorprendente brillo de ironía que ostentaba en otro tiempo. El distanciamiento y la flema habían cedido el paso a una expresión inquisitoria, febril y ansiosa que Roe no reconocía.

Sin embargo, podía equivocarse.

¿Cómo pronunciarse con certeza en el claroscuro en el que se perdía su figura? Parecía estar en Londres por la oscuridad que había. Una bruma espesa envolvía el Cuerno de Oro y las cúpulas del serrallo. Las ráfagas de lluvia que caían sobre Constantinopla tapaban la vista.

Sí, ciertamente; Roe se equivocaba… Aunque William Petty parecía incorpóreo, no estaba extenuado, ni siquiera abatido. ¡Y con razón! Triunfaba por doquier.

En Corinto, había cargado los navíos de la Levant Company con tanto peso que los capitanes se habían visto obligados a dejar las uvas pasas a otros transportistas. Había arrebatado veinticuatro valiosos manuscritos delante de las narices de los intermediarios de Roe en Atenas. Incluso había terminado por vencer a su viejo enemigo Atkinson, que había tirado la toalla muriendo a causa de la peste en Patrás. Su desaparición, después de veinticinco años de luchas, había tenido extrañas consecuencias en el juego de Petty. ¿La muerte de Atkinson cerraba el ciclo de las batallas? La ausencia de aquel rival, último testimonio del pasado, posibilitaba una evolución personal que conducía al abandono de cualquier forma de competición entre iguales.

No. Ni extenuado ni vencido.

Peor.

Bah, Petty saldría adelante. Era infatigable. Renacería de las cenizas.

Sir Thomas imaginaba demasiado bien las dificultades que Petty habría tenido que afrontar en cada instante de aquel largo año de hazañas por los caminos del Peloponeso para preocuparse más de la cuenta por el deterioro físico y el desgaste moral que parecían afligirlo. Pero, observándolo, se planteaba una pregunta que dos años antes no habría acudido sin duda a su mente: ¿Petty creía todavía en lo que lo había conducido hasta el corazón del Imperio otomano? ¿Soñaba aún con trasplantar Grecia a Inglaterra? A juzgar por la perplejidad de su mirada, algunos escrúpulos y cierta incertidumbre habían erosionado su entusiasmo. ¡La duda debía de complicarle endiabladamente la tarea! Aunque sus obsesiones seguían siendo vivaces y todavía intentaba salvar la belleza y preservar la memoria, había perdido en parte la fe.

Esta impresión explicaba por qué Roe dudaba en comunicarle brutalmente las últimas noticias de Inglaterra.

- Supongo que las instrucciones del conde de Arundel os han perseguido por todas partes, en diez copias, según la buena costumbre de su gracia -comenzó-. Sin duda os habrá sorprendido no encontrar varias copias de sus cartas esperándoos aquí.

- En efecto.

¡Lacónico como siempre! Petty parecía menos tranquilo, pero no se había vuelto más charlatán. Roe intentó esquivar el obstáculo.

- ¡Ah, el amor! -exclamó-. El amor, señor Petty… Cuando el amor nos domina…

Aquel lugar común, inesperado en boca del embajador, provocó en su interlocutor un movimiento de sorpresa, un paso atrás, cuya violencia no midió Roe. Prosiguió:

- Cuando os preguntáis por el silencio de su gracia, ¿no pensáis en la eventualidad de un enredo sentimental?… Error, señor Petty: el amor… ¡todas vuestras preocupaciones nacen de ahí!

Reprimiendo la emoción, Will permaneció inmóvil. ¿Roe estaba al corriente de su idilio en Quíos? Había ocurrido una desgracia. Esperaba sus siguientes palabras, temiendo lo peor.

- ¿Quién lo hubiera creído? Una relación secreta, un rapto, un matrimonio…

Esta vez Will no consiguió dominarse. Estalló:

- ¿De qué está hablando vuestra excelencia?

- Lo comprenderéis… El heredero de Lord Arundel, el joven Lord Maltravers, que creo que fue alumno vuestro, cumplió el año pasado dieciocho años. Consultado por su padre sobre la elección de una esposa, no mostró el menor interés. Y con razón: ¡el muchacho ya estaba casado! La boda se había celebrado en secreto, con la complicidad de su madre. La muchacha es católica, y el rey la había destinado a un pariente del duque de Buckingham. Los tortolitos habrían continuado viviendo cada uno en su casa tranquilamente si los padres de la damisela no la hubieran prometido, con gran pompa, al candidato de su majestad. La boda era inminente. Entonces… Entonces vuestro alumno, prosternado a los pies de su padre, le confesó la verdad.

Una sonrisa recorrió el rostro de Will.

- ¿Sólo es eso? -murmuró, aliviado.

Roe le lanzó una mirada severa.

- ¡Vuestra larga ausencia al margen de la civilización os ha hecho perder el sentido de la realidad! Oponerse a la voluntad del rey, desobedecerlo, engañarlo: en Inglaterra, señor Petty, estas faltas tienen un nombre: «¡Crimen de lesa majestad!» Lord Arundel está encarcelado en la Torre de Londres. Lady Arundel, los dos hijos, los parientes, los amigos, los protegidos y la clientela se encuentran en residencia forzosa a un centenar de leguas de la capital. La familia está arruinada. Los Howard están vendiendo granjas, tierras y castillos. Pero la detención del conde y el exilio de la condesa vuelven sus negocios incontrolables… Temo que este desastre afecte a vuestras empresas en el Levante, señor Petty… Los fondos que esperabais de la Levant Company no llegarán nunca. Sois insolvente.

La simpatía no excluía el placer de la revancha. Un ligero fulgor de triunfo centelleaba en los ojos de sir Thomas Roe. Evitó concluir: «¡Y no arrancaréis nunca los mármoles de la Puerta de Oro!» Prosiguió:

- ¿Cómo pagaréis al gran tesorero del serrallo las estatuas que habéis adquirido en Grecia, en las tierras del sultán? Si no saldáis vuestras deudas, los dignatarios del Gran Señor os acusarán de haber robado a su soberano… Aquí, en Constantinopla, señor Petty, los ladrones son arrojados desde lo alto del castillo de las Siete Torres sobre un grueso gancho de carnicero: permanecen allí varios días, empalados por el vientre o los hombros, vivos… Lo llaman "el suplicio del gancho". Personalmente, preferiría evitaros esa acrobacia… ¡Pero los franceses me atan las manos con sus malditas intrigas! Mi posición se ha vuelto tanto más delicada cuanto que los turcos me consideran sospechoso - ¡a mí!- de traición… ¡Otro regalo de los jesuitas! Y esta vez sus acusaciones me implican directamente. Todo el mal viene de mi complicidad en el asunto de la imprenta. Hice entrar la prensa de vuestro amigo el patriarca entre las mercancías inglesas, como me habíais pedido. La instalé en un pabellón de nuestra propiedad, fuera del jardín. Un pequeño local, a pocos metros de la residencia de Francia. La prensa funciona y el patriarca ha podido imprimir en griego moderno el primer libro, del cual es autor. Su Confessio fidei defiende principios muy próximos a nuestra fe: se lo ha dedicado a su majestad, el rey de Inglaterra. Un gran honor… ¡Pero ha ocurrido lo que temía! Informados por sus espías de la existencia de la prensa, los jesuitas franceses se han enfurecido. ¡Pensar que el patriarca difunde el dogma calvinista con sus escritos ha hecho enloquecer a esos endemoniados sacerdotes! Sin embargo, son hábiles y sostienen que el patriarca hace circular panfletos que atacan al Corán, que insulta a Mahoma y que alienta el levantamiento de los griegos contra los turcos. En fin, afirman que yo me encargo de distribuir sus pasquines a los ejércitos enemigos, agrupados en las fronteras, y que invito a los cosacos a invadir el imperio del Gran Señor… Algunos bakchichs acallarán estos ridículos rumores. Un poco de oro, un puñado de piastras hábilmente distribuidas harán olvidar a los dignatarios del serrallo la prensa, los pasquines e incluso los pillajes de ciertos ingleses que no pagan las deudas contraídas con el sultán… Pero, ¿dónde encontrar los fondos? ¡Los regalos cuestan caros! Y las sumas de las que dispongo, señor Petty, las letras de cambio y las monedas sonantes pertenecen todas a monseñor el duque de Buckingham.

El diplomático llegaba a donde quería ir. La situación no parecía inextricable. Propugnaba una solución razonable: el abandono del pecio de los Arundel y el paso del reverendo William Petty al servicio de Buckingham. No era la primera vez que le proponía aquel trato. En Venecia, Balthazar Gerbier había hecho una tentativa en ese sentido…

En aquella época, en compensación por la traición, los intermediarios de Buckingham le habían ofrecido la elevación de los Petty de Soulby a la casta de los gentilhombres. Ahora le ofrecían salvar la vida. Will pensó, con su ironía habitual, que en cinco años el precio de su corrupción había sido revisado a la baja… En 1622, el título de escudero a cambio del ojo del reverendo. No había tomado en serio el trueque. Había cometido un error. El oscuro Gerbier ahora era sir Balthazar. Éstas eran las cosas que proporcionaba la fidelidad al duque de Buckingham. ¿Qué reportaba la lealtad al conde de Arundel?

Contrariamente a lo que el embajador temía, Will tomaba la oferta en consideración. ¿Era la oportunidad que esperaba?

Buckingham, el favorito de su majestad, el ministro más rico del reino, el jefe de los ejércitos de Inglaterra, el gran almirante de la flota, le facilitaría los medios en aras del éxito. El duque podía elevarlo a la nobleza y enriquecerlo. Trabajar para él significaba edificar su fortuna… y acercarse a la conquista de Teresa Giustiniani.

Además, el servicio del duque de Buckingham le permitiría quedarse en el Levante…, en Quíos o en otro lugar.

¡El futuro con Teresa se tornaba de pronto posible!

¿De cuándo databan las informaciones de sir Thomas? Entre el Támesis y el Bósforo, las noticias tardaban de tres a seis meses: el plato de la balanza podría haber oscilado de un lado. O del otro. Más de una vez… ¿Cómo valorar las dimensiones de la caída de los Arundel en Londres?

La supuesta complicidad del conde en el matrimonio secreto de su heredero era sólo un pretexto, una excusa para justificar su encarcelamiento. El "crimen" del joven Maltravers llegaba en el momento preciso. Justamente cuando Lord Arundel se disponía a fulminar con el impeachment al duque de Buckingham en la Cámara de los Lores. A este respecto, Will conocía las intenciones del conde por su última carta.

La permanencia en la Torre lo alejaba de la sala de audiencias y lo separaba de sus iguales.

Sin embargo, se podía suponer que, una vez que el duque viera alejarse el peligro de la incoación del proceso ante la cámara, el rey liberaría a Arundel… ¿De veras? ¡El padre del conde había muerto en la Torre de Londres por mucho menos!

Aunque Lord Arundel fuese excarcelado, no saldría indemne.

Cargado de impuestos sobre sus propiedades, expulsado de la corte y, con toda probabilidad, exiliado de Londres. ¿Cómo traicionarlo ahora? ¿Cómo quitarle, en aquellos días de desgracia, la única satisfacción de su orgullo y el consuelo de su corazón?

¿Cómo privarlo de su colección?

En aquel momento, los mármoles de Esmirna y quizá el primer cargamento de Corinto debían de haber llegado a Arundel House. ¿Qué había ocurrido con las esculturas?

Decidir con conocimiento de causa. Esperar la confirmación de los hechos. Ganar tiempo.

El largo silencio de Petty y la falta de diligencia en aceptar una propuesta que no podía rechazar exasperaban al embajador.

Roe estaba sinceramente preocupado por los riesgos que todos estaban corriendo: Petty, Cyril Lucaris y él mismo. En condiciones normales, habría ocultado su ansiedad. Ahora se servía de ella para presionar al adversario. Se tornó amenazante:

- ¡No os libraréis de los turcos de Constantinopla como hicisteis con el cadí de Çesme! Basta de evasivas. Conmigo debéis jugar limpio, no tenéis elección… Vuestros métodos de antaño me obligaron a contratar mercenarios y piratas. Me comprometí con ellos de mala gana. Ahora mi agente, el señor Atkinson, ya no puede servirme. Y Lord Arundel, vuestro patrono, no puede daros trabajo. La guerra ha terminado a falta de combatientes. La razón exige que unamos nuestros esfuerzos… La razón, señor Petty…

El rostro del embajador se dulcificó con una sonrisa.

- … Y la amistad. ¡Después de todos estos años, me lo debéis!

- ¿Vuestra excelencia me concede hasta mañana para sugerir una alternativa?

Roe reprimió un movimiento de despecho.

- ¿Mi simpatía os aburre quizá?

La reserva de Petty lo incomodaba.

- ¡Habéis perdido el sentido de las costumbres y el placer de vivir en sociedad, reverendo! Es cierto que sois un filósofo y que venís de lejos. Id a afeitaros. Descansad un poco. Poneos presentable para nuestra fiestecita de mañana. Discutiremos en el desayuno sobre vuestra incierta situación si los jenízaros del Gran Señor nos lo permiten.

Los jenízaros no fueron tan amables.

Al día siguiente, 6 de enero, fiesta de la Epifanía, hacia mediodía, una incursión de ciento cincuenta soldados de infantería cayó sobre Pera.

Sir Thomas, de pie en el salón, con un vaso de vino en la mano, acababa de empezar el discurso de bienvenida a sus huéspedes cuando se oyeron los primeros gritos. Will y Cyril Lucaris, sentados el uno al lado del otro en la primera fila, intercambiaron una mirada preocupada… El sordo martilleo del paso de carga: los turcos rodeaban el barrio de las embajadas. Los soldados habían enfilado la calle colindante con el palacio de Inglaterra. Bordeaban el muro del recinto. Se acercaban al pabellón que albergaba la prensa.

Roe, imperturbable, fingía no oír nada y proseguía con sus deseos de buena salud para el año nuevo.

Los golpes de ariete que estaban asestando fuera acompasaban cada una de sus frases. Continuaba el discurso. El auditorio ya no lo escuchaba.

Los golpes se intensificaron. Después se produjo un breve silencio. La puerta del pabellón debía de haber cedido.

Will no resistía más y se levantó de golpe. Con una ojeada, Roe lo obligó a que volviera a sentarse y se quedara tranquilo.

Fuera el rumor aumentaba.

Los jenízaros habían irrumpido en el local. Se oía un estrépito de otra clase, como de hachazos. Will saltó hacia la salida del salón. El patriarca hizo ademán de seguirlo.

- ¿A dónde vais, señor Petty? -gritó el embajador.

- A ver qué pasa.

- No lo hagáis.

- Destruirán la prensa y lo quemarán todo.

- En efecto, ésa es su intención.

- ¿Y los dejáis actuar?

- ¿Acaso creéis que vuestra muerte se lo impediría?

Will no le hizo caso.

Roe le cerró el paso.

- Corred, llevad con vos a su santidad hasta el pabellón: eso es exactamente lo que los jesuitas esperan del patriarca y de los ingleses. Lanzaos sobre los jenízaros. Impedidles llevar a término su misión. Matad a unos cuantos. Con el cuchillo, el sable o el mosquete, como prefiráis. Los franceses aplaudirán cada una de vuestras proezas: saben cuánto costará a los ortodoxos vuestra resistencia.

Roe concluyó secamente:

- Por el momento, no tenemos elección: debemos dejar actuar a los soldados del sultán.

Will le lanzó una mirada furiosa.

- Los manuscritos del patriarca se encuentran ahora en Inglaterra: el honor exige que protejamos su imprenta.

- El honor exige, señor Petty, no conceder a los franceses el placer de interrumpir nuestra fiestecita… ¡Música, por favor!

De rodillas, con el traje de ceremonia bañándose en los charcos de tinta, el anciano patriarca intentaba recoger lo que quedaba de las letras del alfabeto.

La puerta del pabellón estaba partida por la mitad. Los libros habían desaparecido: probablemente los había confiscado el ejército. La prensa, hecha añicos, yacía en pedazos por tierra, entre los caracteres de imprenta dispersos con la culata del arcabuz y esparcidos por toda la habitación.

Will estaba apagando las pavesas de centenares de hojas que volaban por todas partes. Acababa de reducirlas a cenizas con el tacón. Pero el recrudecimiento de las llamas, al encender de repente todas las resmas de papel apiladas a lo largo de las paredes, lo obligó a retroceder. Atrajo al patriarca, que estaba al borde de la hoguera.

Permanecieron un instante en la veranda devastada. Un gran rugido encima de ellos los hizo comprender que el tejado estaba ardiendo. Las volutas de humo envolvían sus cabezas. Entonces retrocedieron, medio sofocados por las negras serpientes de la destrucción que los persiguieron hasta el pie de la escalera.

52. En el mismo momento en Londres, Arundel House, 6 de enero de 1627

A centenares de leguas de Pera, a la misma hora, en la misma atmósfera crepuscular de fin de mundo, una larga gabarra descendía por el Támesis. Había salido del puerto de Londres y escoltaba el cargamento de un buque de guerra procedente de Esmirna.

Los cincuenta remos caían en el agua a intervalos regulares. Sus golpes resonaban hasta la enorme mansión abandonada que se alzaba entre el río y el Strand. Sólo los servidores fieles y algunos jardineros italianos velaban por la casa de los Arundel caídos en desgracia.

El viejo intendente, el señor Dyx, sobrecargado de responsabilidades, vagaba por las galerías. Aunque apenas le interesaba la pintura, se detenía delante de los cuadros de Tiziano, el Veronés y Tintoretto. Miraba perplejo las Mujeres en el baño y la Ceres. La necesidad de desprenderse de algunas obras para sacar a flote las arcas del conde lo inquietaba. ¿Qué telas convenía vender? ¡Seguramente no los Holbein ni los retratos de familia! Se sentía muy solo. Su esposa, la señora Dyx, quizá podría haberle indicado las obras de arte que menos apreciaban los dueños de la casa. Había viajado a Italia y conocía el valor de los pintores. Pero la señora Dyx se encontraba con milady y sus damas de compañía, exiliadas en el campo. En cuanto a la cesión de las estatuas… El viejo intendente ni siquiera se atrevía a aventurarse en la galería de las antigüedades.

El retrato colocado encima de la chimenea del atrio, Thomas Howard, segundo conde de Arundel, obra de Mytens, revelaba claramente la importancia de las esculturas. Si milord había escogido sobrevivir a sí mismo en compañía de las estatuas, significaba que las consideraba partes integrantes de su persona, de su nombre y de su casa. Para el intendente, una cosa era clara: no se podía desprender de las diez efigies representadas en la tela… ¿Cómo escoger entre los centenares de estas obras? ¿Qué Minervas y Venus podía ceder al duque de Buckingham para tranquilizar a los acreedores y saldar las deudas más urgentes?

La gabarra acostó bruscamente en el embarcadero de la casa. Los marineros descargaron fatigosamente el cargamento.

Enloquecido frente a aquel caos de cajas tan monstruosamente pesadas que no podía hacer transportar a ninguna parte, el pobre señor Dyx corría de acá para allá, intentando vanamente apilarlas ordenadamente en el fondo del jardín. Si hubiera podido, habría impedido el desembarco y reexpedido la gabarra al lugar de donde procedía. ¿Las cajas llegaban de Esmirna? Muy bien. ¡Que volviesen allí!

No esperó al día siguiente para dirigirse a toda prisa a casa de su colega, el intendente de la casa de Lady Kent, hermana de Lady Arundel: el erudito John Selden. Protegido de Lord Arundel, Selden había pertenecido a la Antiquarian Society y sabría qué medidas tomar con aquellas abominables cajas. ¿Cuáles eran los deseos de su gracia? ¿Había que abrirlas? ¿Transportar los objetos a las nuevas galerías?

Selden, no habiendo recibido ninguna instrucción, sugirió pedir consejo a Robert Bruce Cotton, gran coleccionista de reliquias de la invasión romana, confidente de todos los Howard, sobre todo del difunto Willie el Audaz y de Lord Arundel. Era el único del pequeño grupo de anticuarios que podía asumir la responsabilidad de la recepción de los mármoles. Por desgracia, su oposición a la política de Buckingham y su intimidad con el conde lo habían convertido en la bestia negra del poder. Todas sus empresas parecían sospechosas.

Cotton propuso entonces recurrir a los servicios de otros dos eruditos, mejor introducidos en la corte de él: pensaba sobre todo en el doctísimo Patrick Young, bibliotecario personal de su majestad. La colaboración de Young y de otro erudito, amigo suyo, que gozaba del favor del rey, permitiría a Cotton y a Selden catalogar los objetos sin despertar el recelo de Buckingham.

Acompañados por la lluvia y el viento de aquel siniestro mes de enero, los cuatro mandarines se encontraron en el embarcadero Arundel House. Armados con picos, se pusieron a abrir las cajas. Lo que estaban a punto de descubrir los llevaría a un estado de exaltación comparable sólo a la amplitud de la tarea a la cual el más joven y libre de ellos, el brillante John Selden, decidió consagrarse durante largos meses.

Selden transcribiría treinta inscripciones que arrojarían una luz totalmente nueva sobre la historia de Grecia. Las traduciría al inglés, con la ayuda y el consejo de sus tres amigos, a los que sometería sus dudas. Y las publicaría.

En espera de la aparición de la obra, Selden y sus amigos hacían campaña en toda Europa: informaban a las personas con las que se carteaban de la importancia de sus trabajos.

53. En toda Europa, 1627-1628

«[…] Hace varios días -escribía Patrick Young, bibliotecario del rey de Inglaterra, a un profesor de la Universidad de Pisa-, han traído a casa del conde de Arundel (el único entre las grandes personalidades del reino que se interesa por este tipo de cosas) unas notables inscripciones griegas. Entre ellas destaca en particular una placa de mármol que contiene el tratado de alianza entre Esmirna y Magnesia en la época de Seleuco II Calinico. Si consideramos la importancia de lo que nos puede revelar, esta tablilla no tiene igual. Es el objeto más valioso que ha llegado hasta nosotros. […]»

Esa primera carta abrió el camino a una abundante correspondencia en latín que surcó la república de las letras. Historiadores, lingüistas, teólogos, coleccionistas, aficionados y curiosos se transmitían la noticia: ningún objeto de aquella calidad había llegado al norte de Europa desde la época de las invasiones romanas. Aquellos testimonios del pasado revelaban informaciones capitales en todos los campos y en todas las disciplinas.

«[…] Además de los mármoles, han traído valiosos códigos, entre ellos el de Efrén el Sirio -proseguía Patrick Young-. Sus sermones están traducidos al griego. Debido a los errores de traducción, se notan muchas diferencias respecto a la elegante versión en lengua siria. Sin embargo, el manuscrito me parece de un valor inestimable. Está escrito sobre pergamino. […]»

De Londres a Pisa, de París a Padua, de Roma a Aix, de Lyon a La Haya, de Leiden a Londres, por toda Europa, una larga cadena de eruditos buscaba información, pidiendo precisiones en todas partes. Cada uno incluía en su propia misiva las copias de las últimas cartas recibidas.

«[…] Estoy más interesado por lo que me decís acerca de la relevancia del botín de Oriente -escribía el conservador de la biblioteca vaticana al consejero del Parlamento de Aix, Nicolas Fabri de Peiresc- y más impresionado por el valor de esos mármoles sabiendo que una de las tablillas de las que me habláis me estaba destinada a mí. Uno de mis buenos amigos de Esmirna la cedió a un inglés que se la pedía insistentemente, cosa de la que mi amigo se arrepintió amargamente después. […]»

«[…] El honor de la erudición -le respondía tristemente su corresponsal romano- y el monopolio de las bellas letras pertenecen ahora a Inglaterra. […]»

«¡Decídmelo a mí! -insistía el entendido francés-. El primero que recogió esas inscripciones es uno de mis mejores amigos -se lamentaba-. Había emprendido los trabajos para trasladarlas y hacérmelas llegar. Pero un inglés le rogó tanto que se las cedió. […]»

Peiresc estaba tan desolado por aquella pérdida que el primer erudito que escribió su biografía, confundiendo las desventuras de los dos Sanson -la pérdida de las gemas por parte de Sanson Le Page en Baalbek y la cesión de la crónica de Paros por parte de Sanson Napollon en Esmirna-, las transmitiría a la posteridad como un solo y mismo hurto: un robo descarado de los señores de Inglaterra.

El rumor, que alababa la perfección de las esculturas de Asia Menor y la importancia científica de las inscripciones, volvía a Londres después de haber dado la vuelta a Europa, arreglando los asuntos de Lord Arundel.

El conde había salido vivo de la Torre. Pero, como había imaginado Will, el poder real le había vendido la libertad a un precio muy elevado. La multa, el tributo al cual Carlos I y su ministro lo condenaba, lo empobrecía drásticamente. Desterrado de la corte, tenía prohibido residir en Arundel House y acercarse a la capital. Para colmo de la ironía, el hombre considerado "el padre de todas las artes en Inglaterra y uno de los más grandes mecenas de la historia" era el único entendido de Londres que no había visto los mármoles que le habían dado la gloria.

Si no podía admirar sus trofeos, tampoco tenía la oportunidad de buscar a los acreedores y saldar las deudas, cosa que apenas lo inquietaba… A su intendente incumbía la tarea de encontrar recursos in extremis. Milord, por su parte, no manifestaba la menor intención de examinar las cuentas y frenar sus adquisiciones por un problema financiero. ¿Cómo evitar la quiebra? La solución era seguir pidiendo dinero prestado: la aristocracia inglesa, comprendido el rey, vivía gracias al crédito.

Para la conquista de los bienes que debía arrancar cuanto antes de la codicia ajena pagándolos al contado, quedaban las migajas de la dote de su mujer. Migajas considerables, en resumidas cuentas. Y además, la llegada de nuevas herencias, Lord Arundel rea de tan buena cuna y pertenecía a un linaje tan rico que su fortuna se restablecería por sí misma cuando murieran algunos parientes.

Para la supervivencia de su estirpe, lo esencial estaba en otra parte.

El sueño del conde se había realizado. Su virtú se confundía con el honor del reino de Inglaterra. Había sido el primero en exponer lo que nadie, salvo los conquistadores romanos, había visto jamás -la perfección de la estatuaria griega-; el primero en trasplantar el esplendor del siglo de Pericles a Londres. En todas las cortes y en todas las universidades, los eruditos aguardaban la publicación del trabajo de sus protegidos. El volumen llevaba un título que evocaba la eternidad: Marmora Arundelliana.

Cuando el famoso filosofo Francis Bacón, poco antes de su muerte y de la llegada de las inscripciones, había alzado los brazos al cielo delante de las mujeres y los hombres desnudos que surgían en los jardines del conde, cuando había caído de rodillas exclamando: «¡Es el Juicio Final!», su ocurrencia no revelaba sólo admiración. Quería ser una alusión al duelo que libraban los dos grandes del reino por medio de las estatuas, una evocación de la prueba final que pronto determinaría el vencedor.

Había llegado la hora del triunfo gracias a la revelación de los vestigios de Esmirna.

Paradójicamente, desde que George Villiers, duque de Buckingham, había derrotado a Thomas Howard apartándolo del poder, el linaje de los condes de Arundel vivía un momento de gloria como nunca había conocido.

No obstante, su victoria venía de una época demasiado lejana para que alguien se acordase del oscuro y discreto personaje que había sido artífice de la misma.

«¿Recuerdas tal vez su nombre? -preguntaba un erudito romano a un estudioso de Leiden-. Yo lo ignoro, y siempre lo he ignorado… Te hablo del hombre que encontró los mármoles.»

Incluso sus colegas de Londres, los otros protegidos de Lord Arundel y el propio John Selden, el brillante autor de Marmora Arundelliana, parecían haber olvidado su existencia. Todos guardaban silencio sobre el papel que había desempeñado.

Sólo el francés Peiresc mostraba su asombro: «Me parece muy extraño que el señor Selden haya preparado la edición de Marmora Arundelliana sin rendir el debido honor a quien arrancó los objetos de manos de los bárbaros con tanta solicitud y en medio de tantos peligros.»

¡Decididamente, el reverendo William Petty sólo recibía homenajes de sus rivales!

54. Constantinopla, julio de 1628

- No iréis a decirme que le falta de reconocimiento hacia vuestro trabajo os deja indiferente -vociferaba Thomas Roe, profundamente conmocionado.

Semejante falta de delicadeza, por parte de socios y amigos, auguraba al embajador lo peor para sus propios asuntos. Temía que en Londres olvidaran su entrega. Seis años de ausencia en aquel lugar que detestaba podían costarle también a él el derecho al reconocimiento real.

Estaban subiendo la colina de Pera, al término de la última visita a la residencia del patriarca, en el otro lado del Cuerno de Oro.

- Entre nosotros, señor Petty, ¡os lo habéis buscado! A fuerza de actuar en la sombra, de zafaros de vuestros enemigos y de sustraeros a la simpatía de los que os desean lo mejor, os habéis vuelto más que imperceptible, evanescente. Ahora bien, para sobrevivir en este mundo - ¡e incluso más allá!-, hay que comparecer delante del propio público y pelear bajo las candilejas.

Will esbozó un saludo.

- Comprendo y agradezco a su excelencia la solicitud que me manifiesta. Incluso tomo sus consejos en consideración hasta el punto de aceptar su oferta.

Roe no lo escuchaba.

- ¿Queréis que os diga lo que pienso? Llamáis "desapego" a una debilidad que os encadena. ¡La incapacidad para defender vuestros intereses no es otra cosa que la expresión de vuestro orgullo! En cuanto a esa huida hacia adelante, esa sempiterna carrera detrás de… ¿Qué estáis persiguiendo exactamente? Nunca habéis juzgado oportuno contármelo…

A pesar de la estima que sentía por Roe, una amistad que le devolvía multiplicada, Will se mantuvo impenetrable. Fingiendo no haber advertido la solicitud de su interlocutor, insistió:

- Decía a su excelencia que seguiré su consejo de construir una fortuna trabajando para ella… Es decir, para el duque de Buckingham.

Roe, parándose en seco, le dirigió una mirada torva.

- Gracias, señor Petty. Aceptáis ayudarme en el momento preciso en que abandono el campo de batalla. Acudís en mi auxilio cuando me voy.

- Me era difícil aceptar antes.

Roe le dirigió una segunda mirada en la que el descontento se mezclaba con la desconfianza. ¿Petty se burlaba de él pretendiendo abandonar el servicio de Lord Arundel?

- ¿Por qué ahora, cuando dejo Constantinopla?

- Dos asuntos en curso, dos empresas que llevar a término, me han impedido responder tanto rápida como entusiastamente a vuestra propuesta.

¿Hablaba de la llegada de los mármoles a Arundel House? ¿De la instalación, o de la destrucción, de la prensa?

El embajador había visto la energía que Petty había desplegado para limpiar el pabellón y reparar el mobiliario, los cajones, los montantes y la maquinaria. Había sido testigo de su devoción al patriarca en aquellos días en que la esperanza se desmoronaba.

¿Por qué aquel hombre, al que Roe siempre había considerado incorruptible, se pasaba al enemigo al final del viaje? El embajador seguía sobre aviso. Manifestaba con tanta claridad su incredulidad que Will juzgó oportuno tranquilizarlo.

- Sí, excelencia -insistió, sonriendo-. Sí, estoy a vuestras órdenes y os pertenezco en cuerpo y alma. A vos y al duque de Buckingham si su gracia acepta pagarme el céntuplo de lo que pagaba a Atkinson.

Petty, un desertor. ¿Quién lo hubiera dicho?… Necesitaba dinero, lo buscaba y lo había encontrado. ¡No había que olvidar que era un ladrón! Un bribón que intentaba salvar el pellejo y traicionaba a su protector… Roe podía felicitarse: le había bosquejado tal cuadro de su situación financiera, tratándolo de ladrón y amenazándolo con el suplicio del gancho, que Petty recurría a cualquier medio, como todos los mercenarios.

Desde hacía meses, sin embargo, era sir Thomas quien lo engañaba. Con la esperanza de embaucarlo en beneficio del duque, había omitido comunicarle los últimos acontecimientos. Sobre todo el hecho de que, apenas salido de la prisión, Lord Arundel había hecho llegar a Constantinopla los fondos necesarios para pagar los objetos, pidiendo dinero prestado a los banqueros Giustiniani o Dios sabe a quién… Los turcos estaban satisfechos. Petty ya no corría el riesgo de ser arrestado por deudas. En ese sentido, podía dormir tranquilo.

El embajador lo conocía lo suficiente para saber que la inminencia del peligro no le había quitado el sueño. Entonces, ¿por qué traicionaba?

Sin duda, jugaba con dos barajas por enésima vez. Otra artimaña, una de aquellas engañifas de las que poseía el secreto para ganar tiempo. Pretendía desertar. Pero no tenía la intención de hacerlo… ¿Ninguna intención, realmente? ¡Debía desconfiar! Petty no se encontraba nunca donde se esperaba que estuviese… ¿Y si esta vez estaba diciendo la verdad?

En cuatro años, Roe no recordaba haberlo pillado en flagrante delito de mentira. Petty embaucaba en silencio. O ausentándose. Dejaba hablar, dejaba hacer y pecaba por omisión. Pero no contaba fabulas.

En el fondo, nada hacía dudar de su sinceridad cuando ofrecía sus servicios. La explicación que se daba a aquel cambio de rumbo era plausible. Había cumplido el contrato que lo ligaba a Lord Arundel. Había mantenido los compromisos y las promesas. Por tanto, podía considerarse moralmente libre para contraer nuevas relaciones y asumir nuevas obligaciones.

Una vez cumplida su misión, Petty deseaba lanzarse a aventuras más lucrativas. ¿Quién podía censurarlo?

El embajador no creía que aquélla fuese la única razón. Intuía un complejo embrollo de motivaciones y se daba cuenta de que no sabía nada de la vida privada de su interlocutor. ¿Qué vínculo, tan imperioso como su adhesión a los Arundel, retenía a Petty en Oriente?… ¿Libre para asumir nuevas obligaciones? ¿Con quién?

¿Con Lord Buckingham?

Si ése era el caso, Roe debía apresurarse a pagarle la fortuna que pedía.

¿Había una amante, una debilidad, un vicio oculto que justificaba aquella apremiante necesidad de dinero? ¿Era prisionero de una pasión? ¿El alcohol? ¿El hachís? ¿El opio? Roe sentía que estaba acercándose a la verdad. Sin embargo, no conseguía imaginar a Petty esclavo de los sentidos y de los paraísos artificiales… ¿Las mujeres? ¿Podía haberse enamorado de una turca o de una griega hasta el punto de venderse al mejor postor? ¡Parecía difícil de creer! En un hombre de sus características, la deserción de una fidelidad largo tiempo preservada y el abandono de una causa a la que había servido con tanto ardor sólo se explicaban -en opinión del embajador- por un sentimiento más fuerte que el amor de una mujer… ¿La ira? ¿Renunciaba por espíritu de venganza? ¿Por amargura?

Sí, ciertamente: ¡la amargura! Debía de haber contado en gran medida en su decisión de ceder… Una especie de tristeza y desaliento frente a la conducta de Lord Arundel.

La indiferencia del conde, que había dejado que un protegido más locuaz publicase los descubrimientos de su paladín, que permitía que el mundo ignorase el papel de William Petty en la conquista de los mármoles, que aceptaba que le fuese negada la gloria: aquella traición sin duda lo había herido profundamente.

Petty no dejaba traslucir nada, como de costumbre. Roe lanzó un profundo suspiro.

- Los bandidos en el Levante, al igual que en otras partes, no son nunca los que uno espera… Mirad los turcos. ¿Quién podía preverlo? ¡Se comportan endiabladamente bien con nosotros!

El embajador aludía al común intento de obtener justicia ante el gran visir por la destrucción de la prensa. Aquella última batalla los había acercado.

Los había hecho esperar tres días antes de concederles audiencia. Pero al tercer día, en la sala del Diván de Topkapi, el embajador se había obsequiado con una de aquellas espectaculares explosiones de ira por las que era famoso. A los estupefactos dignatarios del serrallo les recordó, vociferando, que el lugar saqueado pertenecía a su embajada, que semejante comportamiento lo humillaba personalmente, ofendía a su nación y deshonraba a su soberano. Exigía el examen inmediato, por parte de las autoridades religiosas, de todos los libros confiscados en su residencia.

Roe había gritado de tal manera que el visir había aceptado someter la causa a varios mullahs.

Todos reconocieron la evidencia: los libros del patriarca no mencionaban a Mahoma ni el Corán. No formulaban ningún insulto con respecto al sultán y no invitaban a los griegos a la insurrección.

Roe no se mostró satisfecho. Exigió que el visir llamara al jefe supremo de la espiritualidad otomana. Quería el parecer del gran muftí de Constantinopla.

Después de haber examinado las obras, el muftí concluyó en estos términos: «Los libros impresos por el patriarca tratan sólo de la liturgia cristiana. Dado que el Gran Señor concede a los infieles el permiso para practicar su fe, predicar su doctrina en las iglesias no es más criminal que imprimir dogmas en sus libros. Conforme a la ley musulmana, no es la diversidad de opiniones en materia religiosa lo que es criminal y blasfemo, sino el escándalo que suele acompañar la propagación de estas opiniones.»

La tolerancia que se percibía en esta respuesta daba a las comunidades de Levante la medida del fanatismo de los cristianos.

El visir se había dejado manipular en una disputa entre infieles.

No sólo los francos se habían servido de los turcos para ajustarse las cuentas, sino que los habían engañado y les habían robado: el embajador de Francia y su clero no habían pagado lo que habían prometido como contrapartida por la destrucción de la prensa.

Irritado por semejante demostración de deshonestidad, el visir había rogado al embajador de Inglaterra que aceptara sus humildes excusas. Había prometido al señor Petty restituir los libros del patriarca…

Pero el mal ya estaba hecho.

Ahora, los dignatarios del sultán Murat IV reservaban a todos los cristianos el mismo desprecio, una desconfianza que englobaba a los hombres y las cosas.

Las piedras, las medallas, los libros, las estatuas, todo lo que aquellos perros deseaban les sería denegado en el futuro. Su oro manchaba las manos de quien lo recibía. El escupitajo era la única moneda de cambio con ellos. No obtendrían nada más. Sus divinidades podían permanecer en suspenso, colgadas de algunos clavos de bronce en la muralla de las Siete Torres. Hasta su desmoronamiento. ¿Qué les importaba a los otomanos?

- No se puede conseguir todo, señor Petty…

Roe evitaba subrayar que aunque los jesuitas de Constantinopla y de Esmirna, habían perdido aquella batalla, en realidad habían ganado la guerra: la imprenta del patriarca no volvería a funcionar, y la obra Confessio fidei no sería editada en Constantinopla. Will pagaba el incidente con el fracaso de los dos últimos proyectos que tanto le interesaban: la prensa de Cyril Lucaris y el robo de un vestigio que había considerado muy necesario salvar.

Esta vez, el embajador se atrevía a formular la evidencia:

- Nunca arrancaréis los relieves de la Puerta de Oro.

Roe no estaba seguro de acertar. Un siglo más y los mármoles quedarían reducidos a polvo.

Will y sir Thomas llegaron al palacio de la embajada. Acababan el viaje donde lo habían comenzado juntos casi cuatro años antes. El esfuerzo de haber trepado por la colina hacía sudar al embajador.

- ¿Qué otras cosas haréis en el Levante? -preguntó, jadeando, mientras atravesaban la verja.

El jardín de la residencia, el frescor del césped y el color de los bojes evocaban ya Inglaterra.

- ¿Poneros al servicio del duque de Buckingham? ¡Vamos! Ni vos mismo lo creéis. Y yo tampoco. No estáis hecho para la traición. De cualquier modo, la guerra ha terminado… Me embarco con mi esposa donde de algunas semanas… ¿Por qué no regresáis con nosotros a Londres? Debéis rendir testimonio de lo que habéis realizado… Describir lo que sólo vos, entre nosotros los cristianos, habéis visto en el Imperio otomano. Contar vuestros viajes por lo más recóndito de Grecia. Relatar y fijar vuestras aventuras en un libro… Pensad en cómo la publicación de vuestros descubrimientos por manos ajenas perjudica vuestra reputación y vuestro futuro… Ir a la caza de la memoria de la humanidad es bello, pero fijarla de modo indeleble me parece igualmente importante. Dejad una huella de vuestros trabajos. Dejad un rastro vuestro en alguna parte. De otro modo, ¿quién se acordará de vos, señor Petty?

Roe le hablaba con aquella franqueza porque estaban a punto de separarse. ¿Volvería a ver Will aquella gruesa figura gesticular en las calles de Pera? ¿Cómo contárselo a sir Thomas, cómo "relatar y fijar" lo que no había sabido expresar durante todos aquellos años? ¿Mostrando admiración por el coraje y la inteligencia del embajador? ¿Gratitud? ¿Pesar por no haber podido compartir su complicidad sin desconfianza ni reservas? ¿Cómo anclar ahora, enseguida, los mil sentimientos que lo unían a aquel hombre?

Con la atención centrada en subir los altos peldaños de la escalinata, el embajador no advirtió las emociones que estaba reprimiendo su interlocutor. Pensó que Will no lo escuchaba.

«La atmósfera de Constantinopla se ha vuelto irrespirable -confesaba Roe a Lord Arundel, poniendo fin con estas palabras a su correspondencia-. Nuestras exportaciones están congeladas. Nuestros mercaderes quiebran. Los asuntos de Inglaterra se encaminan al desastre… ¿El señor Petty ha comunicado a su gracia que intenta regresar a Corinto y a Grecia?»

Will no le había notificado nada en este sentido.

Después de un largo silencio, consecuencia del encarcelamiento del conde, las misivas de Londres llegaban a su destino poco a poco. Lord Arundel manifestaba, en términos extremadamente calurosos, su satisfacción y gratitud. Su gracia esperaba al señor Petty en Inglaterra con impaciencia.

Las efusiones del conde quedaron sin respuesta.

En la epístola siguiente, el conde exponía más claramente sus instrucciones. Había llegado la hora: la aventura había terminado. El señor Petty debía regresar.

Ninguna reacción.

De la exhortación amistosa, el conde pasó al requerimiento, ordenando al señor Petty que se uniera al séquito de sir Thomas Roe.

Nada.

Un bombardeo de cartas, cada una de ellas expedida en varias copias, reveló pronto la cólera del conde.

La ira por no ser obedecido se expresó en un paroxismo de rabia que no mereció una explicación, una excusa o una muestra de pesar por parte del devoto servidor.

De la conminación el conde pasó a las amenazas: había pedido al nuevo embajador, que partía para Constantinopla, que le quitara al señor Petty todos los salvoconductos. El firmán del Gran Señor no sería renovado.

Lord Arundel clamaba en el desierto.

Pasara lo que pasase. «Nunca. No regresaré jamás.»

Will navegaba hacia Quíos a toda vela.

55. Quíos, agosto-diciembre de 1628

- ¡Se ha marchado! ¿Adónde?

- A Génova.

- ¿Enclaustrada?

- Casada.

- ¿Los Grimaldi lo saben?

La esclava adoptó un aire inocente.

- ¿Qué es lo que deberían saber?

Will la miró con insistencia.

- Nada.

Había ocurrido lo que temía.

En el patio de la casa de Campos, el asno daba vueltas alrededor del pozo. Los cascos chocaban rítmicamente sobre el empedrado, la rueda de paleta chirriaba, el agua corría y los naranjos exhalaban el característico aroma acidulado en el aire sofocante del mes de agosto. En la cima de la torre, la nueva dueña de la casa, esposa de uno de los cuñados, se abanicaba en la terraza. Rada, la joven esclava negra, le servía sorbetes y mermeladas. Tal vez las dos mujeres viajaran juntas al norte de la isla y fueran a refrescarse al "Baño de las Damas".

- ¿No te ha dejado nada para mí, una carta, un mensaje?

La esclava negó con la cabeza.

- ¿Estás segura?

Rada alzó nuevamente hacia él los grandes ojos vacíos, ostentando aquel aire ingenuo que parecía haber practicado mucho en los últimos años.

Volvió a preguntarle con violencia:

- ¿Qué te ha pedido donna Teresa que me dijeras?

Un resplandor brilló en los ojos de la esclava.

Ávido de respuestas, no supo interpretar su expresión. ¿Ironía? ¿Frivolidad? ¿Crueldad?

Echándose a reír como cuando jugaba a hacerle perder el equilibrio en el agua, Rada exclamó:

- ¡Adivinad!

Le dio la espalda contoneándose.

«¿Y ahora?» Así se interrogaba Teresa en otro tiempo.

Ahora ya no podía moverse. Después de recorrer un largo camino, después de tantos viajes y emociones, perdía toda la energía y se desmoronaba.

¿Por qué aquel derrumbamiento interior? ¡Siempre había sabido que la conquista de Teresa era tan improbable como su regreso a Quíos!

Sin embargo, no había dejado de creer en ello.

Desde hacía dos años, desde el momento de la separación, había esperado aquel día que no llegaría. Para volver a ver a aquella mujer, había viajado lejos, hasta los confines de sí mismo. Había combatido los fantasmas del pasado y dominado sus miedos más secretos.

«El Señor me ha dado dos hijos -salmodiaba antaño su padre-. El segundo es un desertor que abandona a su familia y dejará morir de hambre a su propia madre.» Toda su vida había querido superar la culpabilidad y la vergüenza del Taburete del Arrepentimiento. Toda su vida había estado obsesionado con la propia traición.

Permanecer fiel a Lord Arundel, costara lo que costase.

Aceptando abandonar el servicio del conde por amor a Teresa, se había atrevido a transgredir la última prohibición, el límite último, la única frontera que le parecía imposible de cruzar. Había pasado al otro lado de la culpa, al otro lado del bien y del mal. Había asumido el riesgo de vivir. Vivir para sí. Vivir con ella. El amor había derrotado al miedo. A todos los miedos.

Pero la desaparición de Teresa hacía ilusoria aquella victoria… Absurda ya como todos sus gestos. Al perderla, se había perdido a sí mismo.

La derrota era total.

«¿Y ahora? Debía… ¿Qué debía, exactamente?» Ya no lo sabía.

A medida que el sol declinaba, la breve conversación con Rada perdía todo su sentido. No comprendía ni el presente ni el futuro. Vagaba a lo largo de las playas que tanto había amado y sólo experimentaba el vértigo del vacío. Incluso sus bodas con la tierra bendecida por los dioses se habían roto.

Día tras día, los habitantes de Quíos lo vieron recorrer el muelle a pasos largos. El inglés iba y venía rápidamente, como había hecho siempre, pero tenía un aire extraviado. El sol de Asia Menor, la luz y el mar producían a veces ese efecto en los francos. Se encallaban entonces en la arena, como restos humanos, entre los vestigios del pasado. El médico del cadí, viéndolo de lejos, diagnosticó una fuerte insolación y predijo que acabaría desvaneciéndose.

El inglés no perdió el sentido, pero una mañana dejó de gesticular. Fue a sentarse en el pequeño muro del dique, frente al mar, y ya no se movió. Ésta fue al menos la impresión que dio durante una semana.

Lo veían sentado allí desde el amanecer, con las piernas colgando sobre las olas. Su sombra se alargaba interminablemente sobre el agua cuando se ponía el sol, sin que diese señales de vida. ¿Dónde dormía? ¿Qué comía? Las mujeres se lo preguntaban. ¿Qué miraba a lo lejos?

Inclinado sobre el abismo de las dudas, luchaba contra la fascinación del precipicio y trataba de conjurar el caos. Se esforzaba en reflexionar. La mente, demasiado tensa, se topaba con todas sus incertidumbres.

¿Regresar?

Pensaba en Inglaterra, en la oscuridad de Cambridge, en las obligaciones de la vida en Arundel House… ¿Renunciar a Grecia? ¿Renunciar a aquella pasión constante que le había ocupado la mente, el corazón y los sentidos durante tanto tiempo? Creía oír las esquilas de las cabras de ojos amarillos, el viento entre los álamos de Sardes y el murmullo de Pactolos, el río de oro del rey Creso…

Sin embargo, sin dinero y sin firmán, su actividad en Oriente se reducía a la nada. Evidentemente, quedaba el duque de Buckingham, a cuyo servicio todavía podía entrar. ¿Y los jesuitas?

Expulsados de Constantinopla, de Esmirna y de Quíos, se habían parapetado en suelo italiano. A la espera del momento propicio para volver, se alegrarían de poder utilizarlo para todo tipo de tareas… ¿Como espía, por ejemplo? ¿O, más noblemente, como cazador de antigüedades a sueldo del cardenal Richelieu? ¿Por qué no? Podría trabajar para los aficionados franceses, abastecerlos de antigüedades griegas y romanas… No, impensable. ¿Cómo un inglés, un cambridgeman, podía pensar seriamente en enriquecer las colecciones francesas?

También podía venderse a los turcos. Su conocimiento del griego y del hebreo y su erudición le garantizarían la admisión entre los historiadores del Gran Señor. Entonces, se haría musulmán. ¿Un ministro de la Iglesia anglicana renegado? La cosa era rara y podía resultarle rentable… Desgraciadamente para él, no sentía ningún deseo de abjurar de su fe.

¿Por qué demonios seguía siendo pobre? ¡Enriquecerse en el Levante era tan fácil! ¿Sir Thomas decía la verdad al considerar una debilidad su desinterés? «¿Qué he ganado con tantas fatigas? Ni un objeto de esta tierra, ni un busto, ni una cabeza me pertenecen. No poseo nada… Ni siquiera el amor de Teresa.»

Su inmóvil figura se convirtió pronto en una curiosidad de la passegiata.

En el otoño, era tan familiar que los turcos y las mujeres que paseaban dejaron de prestarle atención. Sólo recordaron su existencia cuando el extranjero desapareció del paisaje.

Se decía que había fijado su domicilio en una dependencia de la iglesia de Santa Marcela, cerca del "Baño de las Damas".

A la sombra de la capilla, miraba fijamente, por encima de la línea del horizonte, un punto invisible, símbolo de su desesperación. Y continuaba esperando. Perdido como estaba, no podía hacer otra cosa. Esperar. Y por eso esperaba.

¡Fue una buena idea!

En noviembre fue a visitarlo el cónsul de Esmirna, el señor Salter, que representaba en Quíos los intereses de la Levant Company.

Para dar mayor peso a aquel gesto, Salter apareció en la playa en compañía de un capitán de navío que acababa de llegar de Inglaterra. Aquel hombre era portador de una noticia clamorosa, una noticia que se remontaba a tres meses antes y que respondía, al menos en parte, a una de las preguntas del señor Petty.

El 23 de agosto de 1628, el duque de Buckingham había sido apuñalado hasta la muerte en Portsmouth.

Surgiendo de la sombra, Lord Arundel se había adueñado del cargamento que sir Thomas Roe destinaba al duque. El embajador se la había cedido sin vacilar, muy contento de poder desembarazarse de aquella carga. En el último momento había tenido que pagar de su bolsillo el coste de los objetos y el transporte de los mismos.

Ironía de la suerte, aquellos trofeos, tan fatigosamente recogidos por Atkinson y por todos los espías que habían seguido a Will por los caminos de Morea, recalaban finalmente en las galerías de Arundel House. La colección de objetos reflejaba la mirada y el gusto de una sola persona, el ojo del reverendo William Petty. Las maravillas que había visto, amado, escogido, todas sus conquistas estaban juntas en el único joyero digno de ellas.

En este sentido, la satisfacción del cónsul Salter -que había participado, en la medida de sus pobres medios, en el triunfo del señor Petty, como le gustaba recalcar- sólo era comparable con el luminoso testimonio que llevaba el capitán del navío: Lord Arundel era el único virtuoso de Inglaterra… Y la desaparición de Buckingham le restituía el lugar que le correspondía junto al rey. Su majestad había perdido un amigo, un hermano. Pero había conquistado la paz con la aristocracia. Los barones de Carlos I se congregaban en torno a su persona. Todos los adversarios del duque se adhirieron al monarca. El conde de Arundel volvía a encontrar el favor del soberano.

La irrupción de la corte de los Estuardo en aquella playa del Asia Menor produjo consecuencias inesperadas. Devolvió al reverendo William Petty el sentido de la realidad. Lo confirmó en el rechazo de un mundo en el cual no deseaba participar en absoluto, en la repulsa por los juegos de la política y las intrigas del poder. Le restituyó al mismo tiempo la aguda conciencia de sus deseos y la medida de su libertad. Y comprendió que podía decidir su destino.

Y entre todas las sendas que se abrían ante él, intuyó que, si quería seguir viajando y lanzarse a nuevas aventuras, debía escoger el camino del regreso.

Con el único fin de volver a partir.

Dueño de su destino, tomaba la decisión de continuar la búsqueda al lado del conde. Pero a su ritmo y según sus propias reglas.

Regresaría a Londres. Frecuentaría durante algún tiempo las galerías de Arundel House. Después se embarcaría de nuevo… ¿Hacia Italia, por ejemplo? ¿Hacia Génova en particular? Haría fortuna para conquistar a Teresa… Este sueño tomaba fuerza.

Teresa estaba casada. La había perdido.

¡Casada, sí, pero viva!

Will se sumió en el silencio de Quíos, en la luz que bañaba las ruinas del templo de Apolo, en el suave perfume de las piedras, como si por primera vez disfrutara de la eternidad.

Todo era posible todavía. Sin límites.